miércoles, noviembre 27, 2024

A CADA SUEÑO LE CORRESPONDE UNA CRUZ

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 





 

 

 

NO PIERDAS LA TERNURA*

 

Que no te domestique el odio

que no te vuelva su cautivo

que nunca pueda

                domar tu corazón.

Míralos como espuman

                          su rabia

                          de tristes perros negros

Que no te muerdan

sus bocas magras de resentimiento

que no te asusten

los dientes contra el cristal de la mañana

                                          mordiendo

                                          mordiendo

No pierdas la ternura

                           la fe

                           ni la cordura

En este lado te esperamos

                                   resistiendo

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

-Mariana nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente vive en City Bell.

Publicó:

Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena, 2014)

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016)

Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)

El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)

Madura (Sudestada, 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche (Halley Ediciones, 2023)

Patio (elandamio ediciones, 2024)

Poesía reunida (Medusa editores, 2024)

 

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ENIGMA*

 

 

¿Qué se busca cuando se ama? Oh Dios de paja, que se busca.

Oh. Mi Dios! nos han enseñado que se busca al OTRO

Pero el espejo lo niega.

Ni vos ni yo. Ni la vida ni la muerte.

Ni luz ni oscuridad.

Quizás buscas tu padre, tu madre.

El niño que tuviste o que negaste.

El pan que se te faltó o te sobró.

Una moneda, un cofre, un sarcófago.

¿Quién lo sabe?

El hombre, busca esplendorosas rosas en cavernas

La mujer, un nido y un puñal.

Pero el barro furioso se interpone.

Y acudes a las líneas de las manos y crees la mentira falaz.

Y se te hiela la sangre en el empeño.

Y el enigma persiste con olor a vida o quien

sabe, a muerte.

Todo es un juego. ¿Quién dará el jaque mate?

 

*De Amelia Arellano.

San Luis

 

 

 

 




 

 

 

 

NOSOTROS, LOS INTOLERANTES*

Crónicas del Hombre Alto (n° 62)

 

El lugar donde nacemos y crecemos, la composición de nuestra familia, el tipo de educación que recibimos, nuestra pertenencia a un grupo social, nuestra adhesión o no a una religión, los contratiempos que atravesamos a lo largo de la vida y hasta el equipo de fútbol del que nos hacemos hinchas van moldeando en cada uno de nosotros una singular manera de ver el mundo e interpretar la realidad. Tan complejas y diversas son las combinaciones de estos factores, que bien puede decirse que hay tantas miradas posibles sobre el mundo como sujetos que lo miran. Sin embargo, paradójicamente, tendemos a comportarnos como si tamaña diversidad de perspectivas no existiera. Muy por el contrario, nos pasamos la mayor parte de nuestra vida encallados en la indiscutida creencia de que las cosas son tal como nosotros las vemos, sin cuestionar jamás esa mirada.

¿De dónde nace esta soberbia de pensar que la única manera válida de ver la realidad es la nuestra? Supongo que del miedo. El miedo inconsciente a que nuestra visión del mundo no resista una evidencia en contrario y entonces las certezas que tenemos se derrumben. El miedo a la duda esencial y a la inseguridad que ésta trae aparejada. El miedo a vivir a tientas, pisando sobre arenas movedizas. El miedo a la incomodidad de asumir que, en realidad, es muy poco lo que sabemos y entendemos.

Lo cierto es que de esta soberbia surge una dinámica perversa en nuestra relación con "el otro", es decir, con aquel que manifiesta poseer una visión del mundo que se contrapone a la nuestra. La irrupción del disenso nos irrita y, casi por instinto, buscamos cancelarlo. Para ser intolerante, al fin de cuentas, no se necesita transformarse en genocida, ni enrolarse en el Ku Kux Klan, ni actuar como barrabravas descontrolados. La intolerancia se cuela en nuestros pequeños actos cotidianos, mimetizada con la naturalidad de la costumbre. Menospreciamos esas otras miradas posibles, las descalificamos con indignación. "¡Pero este tipo está loco!", "¡Qué manga de ignorantes!", "¡Es que los mata el resentimiento!", "¡Y qué querés si es un facho!". No importa cuál sea el rótulo al que apelemos, la cosa se resuelve siempre igual: los que opinan diferente a nosotros están equivocados. Hay en ellos, nuestros oponentes, una carencia, un defecto de origen que invalida su postura ante ese tema. Un vicio intrínseco distorsiona su mirada y deslegitima su interpretación de la realidad, impregnándola de una subjetividad enfermiza o malintencionada que la vuelve sospechosa y nos permite descartarla de plano. He aquí una segunda manifestación de soberbia, quizás más profunda que la anterior. Porque nada obsta a que nuestros oponentes sean, efectivamente, locos, ignorantes, resentidos o fachos, pero ¿de dónde sacamos que nuestra visión del mundo es inmaculada y no está distorsionada a su vez por nuestros propios prejuicios, limitaciones y mezquindades? A menos que podamos acreditar los beneficios de una improbable iluminación de origen divino, nuestra mirada sobre el mundo está tan teñida de subjetividad como la de cualquiera. Aun cuando creamos -y sea cierto- que estamos siendo lo más objetivos posible.

Las visiones diferentes a la nuestra deberían complementarnos, enriquecernos, ensanchar nuestro horizonte. En lugar de ello, las percibimos como una amenaza que debe ser neutralizada. No nos interesa analizar las razones que el otro tiene para sustentar su punto de vista. No sabemos de qué otro modo reaccionar ante la multiplicidad de versiones existentes sobre la realidad y entonces tratamos de imponer la nuestra. Movidos por un impulso de naturaleza colonialista, pretendemos transformar en verdad absoluta y universal algo que es apenas particular y relativo. Y como el resto del mundo es tan díscolo que no se digna a coincidir con nuestra versión, andamos por la vida despotricando contra los tarados que no se emocionan con una película que a nosotros nos parece conmovedora, contra los descerebrados que votan a un candidato que a nosotros nos resulta nefasto, o contra los imbéciles que se fanatizan con un cantante que nosotros tildamos de mediocre. Lo hacemos, claro, sin tener en cuenta que tal actitud nos involucra en un descomunal juego de espejos puesto que, ante los ojos de aquellos a quienes cuestionamos, los tarados, descerebrados e imbéciles somos nosotros, precisamente a causa de las elecciones éticas, estéticas o ideológicas que tanto nos enorgullecen.

Cuando el General Viola visitó Santa Fe en 1981 siendo presidente de facto, un periodista le preguntó si consideraba que en la Argentina estaban dadas las condiciones para el disenso. "Usted querrá decir para el consenso", lo corrigió Viola. "No, para el disenso", insistió el periodista. Viola se mostró perplejo, dijo que no entendía la pregunta y no contestó. La anécdota resulta muy ilustrativa para demostrar que en la estructura mental de los dictadores no hay espacio para la noción de disenso. Pero en la nuestra, supuestamente tan democrática, ¿sí lo hay? Día tras día, tomamos partido, apoyamos causas que sentimos valiosas y repudiamos otras que nos parecen deplorables. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar pacíficamente la coexistencia de miradas divergentes sobre determinados asuntos? Invocamos argumentos morales, políticos, filosóficos. religioso o sentimentales para justificar nuestras apologías y rechazos, pero defenestramos los argumentos de idéntica naturaleza que esgrimen quienes no concuerdan con nosotros. Consideramos inteligentes a los que expresan una opinión similar a la nuestra y obtusos a quienes nos llevan la contra. Nos parece gracioso burlarnos de ciertas figuras públicas pero esas mismas chanzas aplicadas a figuras que admiramos y respetamos nos revuelven la sangre. Alzamos indignados nuestra voz de protesta cuando nos sentimos censurados, pero no nos parece tan objetable que se acalle a aquellos que suelen decir cosas que no nos gusta escuchar. Condenamos la intolerancia cuando estamos incluidos entre sus víctimas, pero nos cuesta reconocerla cuando somos nosotros los que la ejercemos. Medimos con distinta vara y no nos damos cuenta porque, con entera buena fe, creemos siempre tener la razón de nuestro lado.

Si esa buena fe no nos encegueciera de tal forma, podríamos percibir los motivos profundos que los otros tienen para pensar cómo piensan y actuar como actúan. Seguramente, no abandonaríamos por ello nuestras propias convicciones. Pero tal vez descubriríamos asombrados qué parecidas a nosotros son todas esas personas que ahora nos parecen tan distintas.

 

*De Alfredo Di Bernardo.

San José del Rincón. Provincia de Santa Fe.

 

 

 





 

 

 

ALGO

TENEMOS QUE HACER*

 

Soñar otra vez:

sobre los horizontes,

entre miserias

y ruinas,

sin descanso.

Hay que enderezar el cuerpo,

las ideas,

las palabras

y lanzarse en la noche

a dormir

y soñar.

Soñar de nuevo.

Soñar con detalles,

con experiencia,

con sencillez.

Soñarnos una

y otra vez

hasta que se instale

el paraíso de la confianza.

 

*De Mónica Córdoba. monicacordoba80@hotmail.com

Necochea.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rojo, amarillo y negro*

 

*Por Liliana Bodoc.

 

Descubrimiento de pinturas rupestres en la cueva de Altamira, y rechazo de la ciencia oficial hasta varios años después de la muerte de su descubridor. Últimos años del siglo XIX, Santander, España.

 

 

–Se nos murió don Marcelino, mire qué pena.

–El buen don Marcelino, tan loco.

–Quién lo iba a decir, todo un señor de hacienda con la cabeza al revés.

–Ojalá allá arriba se le quite el peso de la locura, y deje de andar hablando de hombres monos que dibujaron animales en la cueva del barranco.

–Así sea.

Marcelino Sautuola murió cuando terminaba el siglo diecinueve, en una hacienda de Santander. Cerrada para el mundo la entrada de la cueva en la que, años atrás, había encontrado dibujos de bisontes pintados en tres colores.

–Como le cuento, el finado decía que los monos pintaban mejor que maestro de escuela. Muy de rojo, y de amarillo azafrán y de negro; tal cual este luto que llevamos por él. En paz descanse.

Marcelino Sautuola murió loco. O por lo menos, más loco que viejo. Y más triste.

Todo había empezado nueve años antes, cuando don Marcelino era un señor de hacienda con la cabeza al derecho.

Santander es una tierra de cavernas, pasadizos y cuevas que se disimulan entre grandes rocas de cal.

Una de esas cuevas, oculta en el fondo de un barranco, era parte de la hacienda de Altamira, propiedad de Marcelino Sautuola quien, en ratos libres, se entregaba a su afición por las nuevas ciencias.

La cueva se enredaba en tres largas galerías de techo muy bajo; tan bajo que don Marcelino estaba obligado a recorrerlas agachado, casi de rodillas.

–¡Y ya estaría mal para ese entonces...! Porque mire que andar a gatas todo un señor.

Don Marcelino iba por las tardes a la caverna y la andaba despacio, deteniéndose con curiosidad en cada grieta. Ya casi había terminado con la galería más grande, sin encontrar más que algunas piedras en forma de hojas de laurel.

–Y él, emperrado en que eran puntas de flecha.

Una tarde de esas, Sautuola llegó hasta la cueva con su hija. La misma María que encabezaba el entierro, lo siguió aquel día por los estrechos pasillos de piedra, a la luz de una lámpara. La niña, a diferencia de su padre, podía andar de pie, y aun así quedaba espacio entre su cabeza y el techo.

–Si apenas se levantaba del suelo, la chiquitina. Y usted, don Marcelino, qué poco seso. ¡Entrar con la criatura a semejante oscuro! Y a ver si deja de hablar frente a la niña de monazos que tiran flechas, que después la tenemos con pesadillas.

María con espacio sobre la cabeza, de a pasos cortos y entretenidos, se fue demorando. Entonces hizo lo que su padre no había podido, porque era un hombre muy alto que sólo podía andar agachado por la cueva: miró para arriba. Desparramadas por el techo, y apenas alumbradas por la lámpara que avanzaba, María vio figuras de colores.

Corrió hasta don Marcelino para contarle que había dibujos bonitos allá encima. Sautuola volvió sobre su camino de mala gana, creyendo que el asunto era algo entre el susto y la buena imaginación. Pero cuando llegó y consiguió acomodarse para mirar el techo, pudo ver lo que no había alcanzado a soñar. Alguien que sabía trazar había dibujado animales severos, orgullosos de sus tres colores. Revisó trabajosamente todo el techo de la galería: eran doce bisontes echados sobre sus patas, dos caballos, un lobo y tres ciervos.

Don Marcelino temía que fuera un engaño de esos que le venían con el cansancio. Don Marcelino no podía creer lo que veía porque don Marcelino estaba empezando a entender –era hombre de ciencia en los ratos de ocio– que esos bisontes llevaban más de diez mil años echados a la sombra.

Cuando salieron de la cueva era de noche, y Altamira parecía más bella con su viejo secreto.

–Cómo no recordarlo... Desde ese punto se nos puso lunático. Y fue decir cosas extravagantes, y mirar para el lado de la cueva como si allá se le hubiese quedado el corazón.

El señor Sautuola buscó de inmediato a los hombres de ciencia. Cuando notó que no alcanzaba con describirles los hallazgos de Altamira, decidió llevarlos para que pudieran ver por sí mismos. Así lo hizo, en espera de que se les llenaran los ojos de lágrimas frente a los viejos bisontes. Esperó en vano.

Los sabios movieron la cabeza y se pusieron de acuerdo. Falso, jamás había pasado por allí un pintor de otras Edades. En todos los idiomas dijeron inexacto, afirmaron irracional, sentenciaron estafa.

–Ya ve, don Marcelino. No es que lo diga una, que ni lee de corrido. Olvídese de esos mamarrachos y ocúpese de lo suyo: la hacienda y la niña.

Años pasó don Marcelino buscando quien le creyera que la cueva de Altamira guardaba dibujos más viejos que la historia. No pudo encontrarlo. Las lupas de Europa se volvieron sobre él con el ceño fruncido. Por fin, cuando la ciencia se llevó un dedo a los labios, don Marcelino se quedó callado.

Tapó la entrada de la cueva con grandes piedras y no habló nunca más de bisontes echados sobre sus patas. Pero tampoco le duró la vida. Sentado en una mecedora, frente a la ventana, repartió su agonía entre el amarillo de los girasoles, el rojo de allá y los ojitos negros de María.

Más loco que viejo. Más triste que loco.

–Tantos libros, don Marcelino, y, ¿para qué? Ni siquiera le valió para saber que a cada sueño le corresponde una cruz.

 

*Fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161138-2011-01-26.html

 

-Liliana Bodoc.

(Santa Fe, 21 de julio de 1958 - Mendoza, 6 de febrero de 2018)

https://es.wikipedia.org/wiki/Liliana_Bodoc

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Caracol de Tierra y de Mar*

 

 

Aquí también hay ovejas

Y tienen cuatro patas.

 

También aquí hay vacas

Y hablan el lenguaje universal

De su especie, o sea:

También dicen muu.

 

Aquí también llegan los rayos del Sol

Y alternan con la luz reflejada de la Luna.

 

También aquí nace el café de las semillas,

El maíz crece agarrado de la tierra

Y también aquí se les dice procariontes

A las células sin núcleo.

 

Pero parece que no es tan evidente para ellos:

Hemos perdido la capacidad de caminar

Por nosotros mismos,

Solo porque a alguien se le ocurrió

Que no podíamos hacerlo.

 

Y nos es vendido

Más de lo debido

Porque dicen que lo que producimos nosotros

No es tan bueno como lo de ellos:

Que aunque sean lo mismo, no son igual.

 

Aquí también las personas piensan

Y podemos aprender cosas nuevas.

También tenemos manos, piernas

Y la cabeza en su lugar.

 

Lo que no tenemos

Es su permiso para construir motores,

Máquinas,

Producir tal o cual mercancía,

Desarrollar tecnología.

 

Y son los mismos quienes dicen

Que estamos por muy buen camino:

Nos dan el nombre de

"En vías de desarrollo"

Cuando son ellos quienes

Así nos tienen,

Y así nos mantienen.

 

También aquí tenemos

Grandes centros comerciales,

Donde podemos entrar

Y olvidarnos del subdesarrollo.

 

Nuestros niños ahora conocen las frutas

En las presentaciones envasadas,

Y el benzoato de sodio

Les da el toque de modernidad.

 

Aquí también nos ha alcanzado

La grandeza del desarrollo mundial

Que nos abraza,

Nos asfixia,

Nos consuela.

 

Si estos son los días

De la gran humanidad,

Que el tiempo se lleve nuestros nombres:

No deseamos ser recordados.

 

Nuestros pasos serán

Como los de las cañas de azúcar:

Dejando a los fenilcetonúricos

Que endulcen sanamente la actualidad.


*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com

Coyoacán. México.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL ÁRBOL Y LA CRUZ*

 

El patrón la llevó hasta el río en una jardinera. Ella se dejó llevar sin preguntas, sin protestas, de la misma manera que se dejó violar treinta años atrás, cuando don Felipe se hizo hombre, montándola como a un animal. Tampoco entonces ella preguntó nada ni se quejó ni emitió protesta. Se limpió su sangre de virgen de entre los muslos y continuó con sus tareas de sirvienta, aceptando que eso era lo que demandaba el orden natural de las cosas.

Entonces don Felipe padre le había dado una palmada en la nuca a su varoncito con satisfacción, y María había limpiado su sangre, y después de terminar de fregar el piso lavó su vestido con esmero. Silenciosamente, sin nada que contar sin nada que decir al respecto.

Cuando se cruzaba con el patroncito María bajaba los ojos y sonreía, limpiando el piso mientras él le miraba las nalgas firmes de niña. Cinco o seis veces más Felipe la llevó para los yuyos, pero el padre le dijo que ya estaba bien de andar cogiendo indias, y lo llevó a la ciudad, y en una cama de bronce una prostituta francesa lo introdujo en los primeros goces más refinados.

Hubo un tiempo cuando a Felipe se le arremolinaba el corazón cuando María pasaba cerca, con ese olor a limpio y a hembra joven. Era menuda, toda color canela con una trenza negra que le llegaba a las corvas. Felipe trató de dibujarla, y María sonreía con los ojos bajos.

Después el hijo del patrón se fue a estudiar, hizo amigos, conoció más placeres, perdió un poco de tiempo y mucho dinero en Europa, se casó con una chica de buena familia, sentó cabeza, se estableció en una casona de Adrogué.

Los capataces, medieros, el administrador se encargaron de la estancia.

Y ahora Felipe retornó como don Felipe, la barbita cuidada ya canosa, un carretón con libros, cuatro hijos y algún problema político que hizo le aconsejasen alejarse de la Capital hasta que se aquietasen las aguas.

Cuando volvió, primero fue la emoción de volver a ver los lugares de la infancia y la alegría de mostrar a sus niños la inmensidad del cielo en el campo, la negritud de la noche, el terrible bramido de los toros en lo obscuro, la maravilla de los ocasos rojizos, el griterío de los pájaros.

En esos días retornó el olor olvidado de la cocina, la variedad de matices de naranja y rojo en las tejas, el chirriar de la puerta del frente, la sensación del cuerpo del caballo entre las piernas, todas esas cosas que habían seguido existiendo mientras que él las había depositado en el fondo de su mente. Ahora de pronto todo ese pasado le tironeaba de la ropa con manos pegajosas, real y tangible.

A María la recordaba, pero no a esta india de vientre chato y caderas anchas, el pelo gris y la cara arrugada, de fríos y calores y fuegos y años. Sus manos eran las de una anciana, y la sonrisa sumisa dejaba ver una cavidad casi sin dientes.

Don Felipe se había interesado, en Buenos Aires, por la historia de algunos grupos aborígenes. Era hombre de su época. Un caballero discutía sobre todos los aspectos de la ciencia y la incipiente técnica, exquisita e inteligentemente, fumando en el club o en los entreactos del teatro. También en las sobremesas, claro está, en la que algunos descastados lograban introducirse si contaban con conocimientos de interés o hacían escandalizar a las señoras para diversión de los maridos.

Justamente un antropólogo había charlado sobre las creencias de los indios, entre los que abundaba un politeísmo curioso y un animismo enternecedor. Esa noche había un cura entre los invitados, y los hizo reír contando anécdotas de sus días de misionero, y aludiendo a las disparatadas creencias de los pobres salvajes.

Ahora, don Felipe llevó a María hasta el río en la jardinera. Le ordenó que baje, la mujer acostumbrada a obedecer aguardó con rostro impasible lo que vendría.

El patrón le preguntó si en su tribu, allá donde ella había nacido, adoraban a los árboles. María soltó una risita cortés. Don Felipe volvió a preguntarle, y María otra vez rió con su boca desdentada.

Fastidiado, el hombre volvió a preguntarle si allá donde nació adoraban a los árboles, ya con la voz dura y un ceño de enojo, lo que motivó que María siguiese sonriendo pero silenciosamente. Aguardaba sonriente pero sin dar muestras de haber comprendido la pregunta.

Armándose de paciencia, don Felipe inquiría si los árboles eran dioses para los mayores de su sirvienta, quien asentía con aspecto de no comprender y la sonrisa invariable. ¿Es que era tonta acaso? ¿No entendía lo que se le preguntaba, no deseaba responder?

Finalmente el patrón le indicó un árbol –era un ceibo- y le ordenó que le mostrase los ritos de su tribu.

El árbol al que la madre de María le dedicaba sus plegarias y agradecimientos era, justamente, un árbol retorcido de flores rojas con forma de pájaro. Pero no era este árbol. El árbol al que le cantaba la madre de María era el que tenía una cicatriz en la segunda rama, herida hecha por su abuela, era el árbol que estaba al lado de un espinillo y cerca de un bosquecito de totoras, era el árbol sagrado en suelo sagrado que se veía desde el sagrado río en el que pescaban. El árbol de María no era un ceibo. Era ese el su ceibo, en otro lugar, en otro tiempo, en otra vida.

Ahora María llevaba, como todos, un crucifijo al cuello. Un símbolo. No llevaba la cruz de Jesús sino una reproducción manejable del símbolo del Dios que anda por todos lados y sirve para todo el mundo, como una moneda que pasa de un bolsillo a otro. Una cruz igual a otra y sin embargo diferentes, oro, plata, madera, dos trazos perpendiculares y cada iglesia con su campana.

Pero el árbol de la madre de María era ese árbol individual en ese sólo recodo de ese único río en ese mundo sagrado que se les volvió ajeno.

¿Qué hacer cuando el patrón le ordena que cante, que baile, que haga algo para mostrar la religión de la tribu de sus ancestros? La tribu no existe, la religión estaba unida a la unicidad de cada hombre en su paisaje. No se puede exportar.

María sonríe y sonríe mirando el suelo. Espera que ese hombre se calle para volver a fregar los azulejos del patio andaluz.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Ella busca/entre las sombras

el vano extremo/ del ovillo.

Gasta las horas

con paciencia de agua.

Toda ella/más oscura que la noche.

Toda ella/monstruosa/en su laberinto.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DENTRO DEL BOSQUE DE LA MEDIANOCHE*

 

“Y en lo profundo, dentro de los sagrados

bosques de la imaginación.”

                                               Denise Levertov

 

Y profundizas

con tus viejos pies de interrogantes

sobre los sagrados bosques

en donde las previsiones nerviosas

de las palabras

levantan un suelo inusitado

jamás pisado por otros

buscadores del sueño secreto

de lo imaginado

sin importarles la veda celosa del día

con su densa maleza

entretejida por oscuras nubes.

Sólo el profundo canto

disímil de una palabra que se extingue

para convertirse en ave,

en verbo que redescubre su rostro

en la inefable selva insómnica

de lo que nunca desaparece

con la sorpresiva desaparición del bosque

de la medianoche.


*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

Columbus. Ohio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Volver a la intensidad de esos ladridos que hacen disparar a los pájaros como proyectiles. Volver a la intensidad donde Lázaro es detenido en la muerte. Donde el propio lobo de adentro me mastica de a poco, suavecito y brutal, interminable.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

PAISAJE PARA PENÉLOPE*

 

Siempre sucede, siempre,

que a la sombra

de los trenes

espera una mujer

con un perro

y una joven sonrisa

en los labios.

Pero su destino

nunca llega

y ella, no termina

el abrigo

que desteje,

y, quedándose

desnuda,

deja volar rollos

de madejas

en su memoria:

pájaros

sin nidos

entre sus árboles

y todos, mueren,

al dormirse

el perro.

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

Columbus. Ohio

 

 

 

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