*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
NO
PIERDAS LA TERNURA*
Que no te domestique el odio
que no te vuelva su cautivo
que nunca pueda
domar tu corazón.
Míralos como espuman
su rabia
de tristes perros
negros
Que no te muerdan
sus bocas magras de resentimiento
que no te asusten
los dientes contra el cristal de la mañana
mordiendo
mordiendo
No pierdas la ternura
la fe
ni la cordura
En este lado te esperamos
resistiendo
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
-Mariana
nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente vive
en City Bell.
Publicó:
Cuadernos de la breve
ceguera (La
Magdalena, 2014)
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016)
Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)
El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)
Madura (Sudestada, 2021)
Quiero sacar la cabeza
por la ventanilla de tu coche (Halley Ediciones, 2023)
Patio (elandamio ediciones, 2024)
Poesía reunida (Medusa editores, 2024)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
ENIGMA*
¿Qué se busca cuando se ama? Oh Dios de
paja, que se busca.
Oh. Mi Dios! nos han enseñado que se busca
al OTRO
Pero el espejo lo niega.
Ni vos ni yo. Ni la vida ni la muerte.
Ni luz ni oscuridad.
Quizás buscas tu padre, tu madre.
El niño que tuviste o que negaste.
El pan que se te faltó o te sobró.
Una moneda, un cofre, un sarcófago.
¿Quién lo sabe?
El hombre, busca esplendorosas rosas en
cavernas
La mujer, un nido y un puñal.
Pero el barro furioso se interpone.
Y acudes a las líneas de las manos y crees
la mentira falaz.
Y se te hiela la sangre en el empeño.
Y el enigma persiste con olor a vida o
quien
sabe, a muerte.
Todo es un juego. ¿Quién dará el jaque
mate?
*De Amelia
Arellano.
San Luis
NOSOTROS,
LOS INTOLERANTES*
Crónicas del Hombre
Alto (n° 62)
El lugar donde nacemos y crecemos, la
composición de nuestra familia, el tipo de educación que recibimos, nuestra
pertenencia a un grupo social, nuestra adhesión o no a una religión, los
contratiempos que atravesamos a lo largo de la vida y hasta el equipo de fútbol
del que nos hacemos hinchas van moldeando en cada uno de nosotros una singular
manera de ver el mundo e interpretar la realidad. Tan complejas y diversas son
las combinaciones de estos factores, que bien puede decirse que hay tantas
miradas posibles sobre el mundo como sujetos que lo miran. Sin embargo,
paradójicamente, tendemos a comportarnos como si tamaña diversidad de
perspectivas no existiera. Muy por el contrario, nos pasamos la mayor parte de
nuestra vida encallados en la indiscutida creencia de que las cosas son tal
como nosotros las vemos, sin cuestionar jamás esa mirada.
¿De dónde nace esta soberbia de pensar que
la única manera válida de ver la realidad es la nuestra? Supongo que del miedo.
El miedo inconsciente a que nuestra visión del mundo no resista una evidencia
en contrario y entonces las certezas que tenemos se derrumben. El miedo a la
duda esencial y a la inseguridad que ésta trae aparejada. El miedo a vivir a
tientas, pisando sobre arenas movedizas. El miedo a la incomodidad de asumir
que, en realidad, es muy poco lo que sabemos y entendemos.
Lo cierto es que de esta soberbia surge una
dinámica perversa en nuestra relación con "el otro", es decir, con
aquel que manifiesta poseer una visión del mundo que se contrapone a la
nuestra. La irrupción del disenso nos irrita y, casi por instinto, buscamos
cancelarlo. Para ser intolerante, al fin de cuentas, no se necesita
transformarse en genocida, ni enrolarse en el Ku Kux Klan, ni actuar como
barrabravas descontrolados. La intolerancia se cuela en nuestros pequeños actos
cotidianos, mimetizada con la naturalidad de la costumbre. Menospreciamos esas
otras miradas posibles, las descalificamos con indignación. "¡Pero este
tipo está loco!", "¡Qué manga de ignorantes!", "¡Es que los
mata el resentimiento!", "¡Y qué querés si es un facho!". No
importa cuál sea el rótulo al que apelemos, la cosa se resuelve siempre igual:
los que opinan diferente a nosotros están equivocados. Hay en ellos, nuestros
oponentes, una carencia, un defecto de origen que invalida su postura ante ese
tema. Un vicio intrínseco distorsiona su mirada y deslegitima su interpretación
de la realidad, impregnándola de una subjetividad enfermiza o malintencionada
que la vuelve sospechosa y nos permite descartarla de plano. He aquí una
segunda manifestación de soberbia, quizás más profunda que la anterior. Porque
nada obsta a que nuestros oponentes sean, efectivamente, locos, ignorantes,
resentidos o fachos, pero ¿de dónde sacamos que nuestra visión del mundo es
inmaculada y no está distorsionada a su vez por nuestros propios prejuicios,
limitaciones y mezquindades? A menos que podamos acreditar los beneficios de
una improbable iluminación de origen divino, nuestra mirada sobre el mundo está
tan teñida de subjetividad como la de cualquiera. Aun cuando creamos -y sea
cierto- que estamos siendo lo más objetivos posible.
Las visiones diferentes a la nuestra
deberían complementarnos, enriquecernos, ensanchar nuestro horizonte. En lugar
de ello, las percibimos como una amenaza que debe ser neutralizada. No nos
interesa analizar las razones que el otro tiene para sustentar su punto de
vista. No sabemos de qué otro modo reaccionar ante la multiplicidad de
versiones existentes sobre la realidad y entonces tratamos de imponer la
nuestra. Movidos por un impulso de naturaleza colonialista, pretendemos
transformar en verdad absoluta y universal algo que es apenas particular y
relativo. Y como el resto del mundo es tan díscolo que no se digna a coincidir
con nuestra versión, andamos por la vida despotricando contra los tarados que
no se emocionan con una película que a nosotros nos parece conmovedora, contra
los descerebrados que votan a un candidato que a nosotros nos resulta nefasto,
o contra los imbéciles que se fanatizan con un cantante que nosotros tildamos
de mediocre. Lo hacemos, claro, sin tener en cuenta que tal actitud nos
involucra en un descomunal juego de espejos puesto que, ante los ojos de
aquellos a quienes cuestionamos, los tarados, descerebrados e imbéciles somos
nosotros, precisamente a causa de las elecciones éticas, estéticas o
ideológicas que tanto nos enorgullecen.
Cuando el General Viola visitó Santa Fe en
1981 siendo presidente de facto, un periodista le preguntó si consideraba que
en la Argentina estaban dadas las condiciones para el disenso. "Usted
querrá decir para el consenso", lo corrigió Viola. "No, para el
disenso", insistió el periodista. Viola se mostró perplejo, dijo que no
entendía la pregunta y no contestó. La anécdota resulta muy ilustrativa para
demostrar que en la estructura mental de los dictadores no hay espacio para la
noción de disenso. Pero en la nuestra, supuestamente tan democrática, ¿sí lo
hay? Día tras día, tomamos partido, apoyamos causas que sentimos valiosas y
repudiamos otras que nos parecen deplorables. ¿Hasta qué punto estamos
dispuestos a aceptar pacíficamente la coexistencia de miradas divergentes sobre
determinados asuntos? Invocamos argumentos morales, políticos, filosóficos.
religioso o sentimentales para justificar nuestras apologías y rechazos, pero
defenestramos los argumentos de idéntica naturaleza que esgrimen quienes no
concuerdan con nosotros. Consideramos inteligentes a los que expresan una
opinión similar a la nuestra y obtusos a quienes nos llevan la contra. Nos
parece gracioso burlarnos de ciertas figuras públicas pero esas mismas chanzas
aplicadas a figuras que admiramos y respetamos nos revuelven la sangre. Alzamos
indignados nuestra voz de protesta cuando nos sentimos censurados, pero no nos
parece tan objetable que se acalle a aquellos que suelen decir cosas que no nos
gusta escuchar. Condenamos la intolerancia cuando estamos incluidos entre sus
víctimas, pero nos cuesta reconocerla cuando somos nosotros los que la
ejercemos. Medimos con distinta vara y no nos damos cuenta porque, con entera
buena fe, creemos siempre tener la razón de nuestro lado.
Si esa buena fe no nos encegueciera de tal
forma, podríamos percibir los motivos profundos que los otros tienen para
pensar cómo piensan y actuar como actúan. Seguramente, no abandonaríamos por
ello nuestras propias convicciones. Pero tal vez descubriríamos asombrados qué
parecidas a nosotros son todas esas personas que ahora nos parecen tan
distintas.
*De Alfredo
Di Bernardo.
San José del Rincón. Provincia de Santa Fe.
ALGO
TENEMOS QUE HACER*
Soñar otra vez:
sobre los horizontes,
entre miserias
y ruinas,
sin descanso.
Hay que enderezar el
cuerpo,
las ideas,
las palabras
y lanzarse en la noche
a dormir
y soñar.
Soñar de nuevo.
Soñar con detalles,
con experiencia,
con sencillez.
Soñarnos una
y otra vez
hasta que se instale
el paraíso de la
confianza.
*De Mónica
Córdoba. monicacordoba80@hotmail.com
Necochea.
Rojo, amarillo
y negro*
*Por Liliana
Bodoc.
Descubrimiento de
pinturas rupestres en la cueva de Altamira, y rechazo de la ciencia oficial
hasta varios años después de la muerte de su descubridor. Últimos años del
siglo XIX, Santander, España.
–Se nos murió don Marcelino, mire qué pena.
–El buen don Marcelino, tan loco.
–Quién lo iba a decir, todo un señor de
hacienda con la cabeza al revés.
–Ojalá allá arriba se le quite el peso de
la locura, y deje de andar hablando de hombres monos que dibujaron animales en
la cueva del barranco.
–Así sea.
Marcelino Sautuola murió cuando terminaba
el siglo diecinueve, en una hacienda de Santander. Cerrada para el mundo la
entrada de la cueva en la que, años atrás, había encontrado dibujos de bisontes
pintados en tres colores.
–Como le cuento, el finado decía que los
monos pintaban mejor que maestro de escuela. Muy de rojo, y de amarillo azafrán
y de negro; tal cual este luto que llevamos por él. En paz descanse.
Marcelino Sautuola murió loco. O por lo
menos, más loco que viejo. Y más triste.
Todo había empezado nueve años antes,
cuando don Marcelino era un señor de hacienda con la cabeza al derecho.
Santander es una tierra de cavernas, pasadizos
y cuevas que se disimulan entre grandes rocas de cal.
Una de esas cuevas, oculta en el fondo de
un barranco, era parte de la hacienda de Altamira, propiedad de Marcelino
Sautuola quien, en ratos libres, se entregaba a su afición por las nuevas
ciencias.
La cueva se enredaba en tres largas
galerías de techo muy bajo; tan bajo que don Marcelino estaba obligado a
recorrerlas agachado, casi de rodillas.
–¡Y ya estaría mal para ese entonces...!
Porque mire que andar a gatas todo un señor.
Don Marcelino iba por las tardes a la
caverna y la andaba despacio, deteniéndose con curiosidad en cada grieta. Ya
casi había terminado con la galería más grande, sin encontrar más que algunas
piedras en forma de hojas de laurel.
–Y él, emperrado en que eran puntas de flecha.
Una tarde de esas, Sautuola llegó hasta la
cueva con su hija. La misma María que encabezaba el entierro, lo siguió aquel
día por los estrechos pasillos de piedra, a la luz de una lámpara. La niña, a
diferencia de su padre, podía andar de pie, y aun así quedaba espacio entre su
cabeza y el techo.
–Si apenas se levantaba del suelo, la
chiquitina. Y usted, don Marcelino, qué poco seso. ¡Entrar con la criatura a
semejante oscuro! Y a ver si deja de hablar frente a la niña de monazos que
tiran flechas, que después la tenemos con pesadillas.
María con espacio sobre la cabeza, de a
pasos cortos y entretenidos, se fue demorando. Entonces hizo lo que su padre no
había podido, porque era un hombre muy alto que sólo podía andar agachado por
la cueva: miró para arriba. Desparramadas por el techo, y apenas alumbradas por
la lámpara que avanzaba, María vio figuras de colores.
Corrió hasta don Marcelino para contarle
que había dibujos bonitos allá encima. Sautuola volvió sobre su camino de mala
gana, creyendo que el asunto era algo entre el susto y la buena imaginación.
Pero cuando llegó y consiguió acomodarse para mirar el techo, pudo ver lo que
no había alcanzado a soñar. Alguien que sabía trazar había dibujado animales
severos, orgullosos de sus tres colores. Revisó trabajosamente todo el techo de
la galería: eran doce bisontes echados sobre sus patas, dos caballos, un lobo y
tres ciervos.
Don Marcelino temía que fuera un engaño de
esos que le venían con el cansancio. Don Marcelino no podía creer lo que veía
porque don Marcelino estaba empezando a entender –era hombre de ciencia en los
ratos de ocio– que esos bisontes llevaban más de diez mil años echados a la
sombra.
Cuando salieron de la cueva era de noche, y
Altamira parecía más bella con su viejo secreto.
–Cómo no recordarlo... Desde ese punto se
nos puso lunático. Y fue decir cosas extravagantes, y mirar para el lado de la
cueva como si allá se le hubiese quedado el corazón.
El señor Sautuola buscó de inmediato a los
hombres de ciencia. Cuando notó que no alcanzaba con describirles los hallazgos
de Altamira, decidió llevarlos para que pudieran ver por sí mismos. Así lo
hizo, en espera de que se les llenaran los ojos de lágrimas frente a los viejos
bisontes. Esperó en vano.
Los sabios movieron la cabeza y se pusieron
de acuerdo. Falso, jamás había pasado por allí un pintor de otras Edades. En
todos los idiomas dijeron inexacto, afirmaron irracional, sentenciaron estafa.
–Ya ve, don Marcelino. No es que lo diga
una, que ni lee de corrido. Olvídese de esos mamarrachos y ocúpese de lo suyo:
la hacienda y la niña.
Años pasó don Marcelino buscando quien le
creyera que la cueva de Altamira guardaba dibujos más viejos que la historia.
No pudo encontrarlo. Las lupas de Europa se volvieron sobre él con el ceño
fruncido. Por fin, cuando la ciencia se llevó un dedo a los labios, don
Marcelino se quedó callado.
Tapó la entrada de la cueva con grandes
piedras y no habló nunca más de bisontes echados sobre sus patas. Pero tampoco
le duró la vida. Sentado en una mecedora, frente a la ventana, repartió su
agonía entre el amarillo de los girasoles, el rojo de allá y los ojitos negros
de María.
Más loco que viejo. Más triste que loco.
–Tantos libros, don Marcelino, y, ¿para
qué? Ni siquiera le valió para saber que a cada sueño le corresponde una cruz.
*Fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161138-2011-01-26.html
-Liliana
Bodoc.
(Santa Fe, 21 de julio de 1958 - Mendoza, 6
de febrero de 2018)
https://es.wikipedia.org/wiki/Liliana_Bodoc
El Caracol de Tierra y de
Mar*
Aquí también hay ovejas
Y tienen cuatro patas.
También aquí hay vacas
Y hablan el lenguaje universal
De su especie, o sea:
También dicen muu.
Aquí también llegan los rayos del Sol
Y alternan con la luz reflejada de la Luna.
También aquí nace el café de las semillas,
El maíz crece agarrado de la tierra
Y también aquí se les dice procariontes
A las células sin núcleo.
Pero parece que no es tan evidente para
ellos:
Hemos perdido la capacidad de caminar
Por nosotros mismos,
Solo porque a alguien se le ocurrió
Que no podíamos hacerlo.
Y nos es vendido
Más de lo debido
Porque dicen que lo que producimos nosotros
No es tan bueno como lo de ellos:
Que aunque sean lo mismo, no son igual.
Aquí también las personas piensan
Y podemos aprender cosas nuevas.
También tenemos manos, piernas
Y la cabeza en su lugar.
Lo que no tenemos
Es su permiso para construir motores,
Máquinas,
Producir tal o cual mercancía,
Desarrollar tecnología.
Y son los mismos quienes dicen
Que estamos por muy buen camino:
Nos dan el nombre de
"En vías de desarrollo"
Cuando son ellos quienes
Así nos tienen,
Y así nos mantienen.
También aquí tenemos
Grandes centros comerciales,
Donde podemos entrar
Y olvidarnos del subdesarrollo.
Nuestros niños ahora conocen las frutas
En las presentaciones envasadas,
Y el benzoato de sodio
Les da el toque de modernidad.
Aquí también nos ha alcanzado
La grandeza del desarrollo mundial
Que nos abraza,
Nos asfixia,
Nos consuela.
Si estos son los días
De la gran humanidad,
Que el tiempo se lleve nuestros nombres:
No deseamos ser recordados.
Nuestros pasos serán
Como los de las cañas de azúcar:
Dejando a los fenilcetonúricos
Que endulcen sanamente la actualidad.
*de hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Coyoacán. México.
EL
ÁRBOL Y LA CRUZ*
El patrón la llevó hasta el río en una
jardinera. Ella se dejó llevar sin preguntas, sin protestas, de la misma manera
que se dejó violar treinta años atrás, cuando don Felipe se hizo hombre,
montándola como a un animal. Tampoco entonces ella preguntó nada ni se quejó ni
emitió protesta. Se limpió su sangre de virgen de entre los muslos y continuó
con sus tareas de sirvienta, aceptando que eso era lo que demandaba el orden
natural de las cosas.
Entonces don Felipe padre le había dado una
palmada en la nuca a su varoncito con satisfacción, y María había limpiado su
sangre, y después de terminar de fregar el piso lavó su vestido con esmero.
Silenciosamente, sin nada que contar sin nada que decir al respecto.
Cuando se cruzaba con el patroncito María
bajaba los ojos y sonreía, limpiando el piso mientras él le miraba las nalgas
firmes de niña. Cinco o seis veces más Felipe la llevó para los yuyos, pero el
padre le dijo que ya estaba bien de andar cogiendo indias, y lo llevó a la
ciudad, y en una cama de bronce una prostituta francesa lo introdujo en los
primeros goces más refinados.
Hubo un tiempo cuando a Felipe se le
arremolinaba el corazón cuando María pasaba cerca, con ese olor a limpio y a
hembra joven. Era menuda, toda color canela con una trenza negra que le llegaba
a las corvas. Felipe trató de dibujarla, y María sonreía con los ojos bajos.
Después el hijo del patrón se fue a
estudiar, hizo amigos, conoció más placeres, perdió un poco de tiempo y mucho
dinero en Europa, se casó con una chica de buena familia, sentó cabeza, se
estableció en una casona de Adrogué.
Los capataces, medieros, el administrador
se encargaron de la estancia.
Y ahora Felipe retornó como don Felipe, la
barbita cuidada ya canosa, un carretón con libros, cuatro hijos y algún
problema político que hizo le aconsejasen alejarse de la Capital hasta que se
aquietasen las aguas.
Cuando volvió, primero fue la emoción de
volver a ver los lugares de la infancia y la alegría de mostrar a sus niños la
inmensidad del cielo en el campo, la negritud de la noche, el terrible bramido
de los toros en lo obscuro, la maravilla de los ocasos rojizos, el griterío de
los pájaros.
En esos días retornó el olor olvidado de la
cocina, la variedad de matices de naranja y rojo en las tejas, el chirriar de
la puerta del frente, la sensación del cuerpo del caballo entre las piernas,
todas esas cosas que habían seguido existiendo mientras que él las había
depositado en el fondo de su mente. Ahora de pronto todo ese pasado le
tironeaba de la ropa con manos pegajosas, real y tangible.
A María la recordaba, pero no a esta india
de vientre chato y caderas anchas, el pelo gris y la cara arrugada, de fríos y
calores y fuegos y años. Sus manos eran las de una anciana, y la sonrisa sumisa
dejaba ver una cavidad casi sin dientes.
Don Felipe se había interesado, en Buenos
Aires, por la historia de algunos grupos aborígenes. Era hombre de su época. Un
caballero discutía sobre todos los aspectos de la ciencia y la incipiente
técnica, exquisita e inteligentemente, fumando en el club o en los entreactos
del teatro. También en las sobremesas, claro está, en la que algunos
descastados lograban introducirse si contaban con conocimientos de interés o
hacían escandalizar a las señoras para diversión de los maridos.
Justamente un antropólogo había charlado
sobre las creencias de los indios, entre los que abundaba un politeísmo curioso
y un animismo enternecedor. Esa noche había un cura entre los invitados, y los
hizo reír contando anécdotas de sus días de misionero, y aludiendo a las
disparatadas creencias de los pobres salvajes.
Ahora, don Felipe llevó a María hasta el
río en la jardinera. Le ordenó que baje, la mujer acostumbrada a obedecer
aguardó con rostro impasible lo que vendría.
El patrón le preguntó si en su tribu, allá
donde ella había nacido, adoraban a los árboles. María soltó una risita cortés.
Don Felipe volvió a preguntarle, y María otra vez rió con su boca desdentada.
Fastidiado, el hombre volvió a preguntarle
si allá donde nació adoraban a los árboles, ya con la voz dura y un ceño de
enojo, lo que motivó que María siguiese sonriendo pero silenciosamente.
Aguardaba sonriente pero sin dar muestras de haber comprendido la pregunta.
Armándose de paciencia, don Felipe inquiría
si los árboles eran dioses para los mayores de su sirvienta, quien asentía con
aspecto de no comprender y la sonrisa invariable. ¿Es que era tonta acaso? ¿No
entendía lo que se le preguntaba, no deseaba responder?
Finalmente el patrón le indicó un árbol –era
un ceibo- y le ordenó que le mostrase los ritos de su tribu.
El árbol al que la madre de María le
dedicaba sus plegarias y agradecimientos era, justamente, un árbol retorcido de
flores rojas con forma de pájaro. Pero no era este árbol. El árbol al que le
cantaba la madre de María era el que tenía una cicatriz en la segunda rama,
herida hecha por su abuela, era el árbol que estaba al lado de un espinillo y
cerca de un bosquecito de totoras, era el árbol sagrado en suelo sagrado que se
veía desde el sagrado río en el que pescaban. El árbol de María no era un
ceibo. Era ese el su ceibo, en otro lugar, en otro tiempo, en otra vida.
Ahora María llevaba, como todos, un
crucifijo al cuello. Un símbolo. No llevaba la cruz de Jesús sino una
reproducción manejable del símbolo del Dios que anda por todos lados y sirve
para todo el mundo, como una moneda que pasa de un bolsillo a otro. Una cruz
igual a otra y sin embargo diferentes, oro, plata, madera, dos trazos
perpendiculares y cada iglesia con su campana.
Pero el árbol de la madre de María era ese
árbol individual en ese sólo recodo de ese único río en ese mundo sagrado que
se les volvió ajeno.
¿Qué hacer cuando el patrón le ordena que
cante, que baile, que haga algo para mostrar la religión de la tribu de sus
ancestros? La tribu no existe, la religión estaba unida a la unicidad de cada
hombre en su paisaje. No se puede exportar.
María sonríe y sonríe mirando el suelo.
Espera que ese hombre se calle para volver a fregar los azulejos del patio
andaluz.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Ella busca/entre las
sombras
el vano extremo/ del
ovillo.
Gasta las horas
con paciencia de agua.
Toda ella/más oscura
que la noche.
Toda
ella/monstruosa/en su laberinto.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
DENTRO
DEL BOSQUE DE LA MEDIANOCHE*
“Y en lo profundo,
dentro de los sagrados
bosques de la
imaginación.”
Denise Levertov
Y profundizas
con tus viejos pies de interrogantes
sobre los sagrados bosques
en donde las previsiones nerviosas
de las palabras
levantan un suelo inusitado
jamás pisado por otros
buscadores del sueño secreto
de lo imaginado
sin importarles la veda celosa del día
con su densa maleza
entretejida por oscuras nubes.
Sólo el profundo canto
disímil de una palabra que se extingue
para convertirse en ave,
en verbo que redescubre su rostro
en la inefable selva insómnica
de lo que nunca desaparece
con la sorpresiva desaparición del bosque
de la medianoche.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
Columbus. Ohio
*
Volver a la intensidad
de esos ladridos que hacen disparar a los pájaros como proyectiles. Volver a la
intensidad donde Lázaro es detenido en la muerte. Donde el propio lobo de
adentro me mastica de a poco, suavecito y brutal, interminable.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
PAISAJE
PARA PENÉLOPE*
Siempre sucede, siempre,
que a la sombra
de los trenes
espera una mujer
con un perro
y una joven sonrisa
en los labios.
Pero su destino
nunca llega
y ella, no termina
el abrigo
que desteje,
y, quedándose
desnuda,
deja volar rollos
de madejas
en su memoria:
pájaros
sin nidos
entre sus árboles
y todos, mueren,
al dormirse
el perro.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
Columbus. Ohio
-Próxima estación:
FRANCISCO A. BERRA.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN
GOYENECHE.
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor
responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/
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