jueves, julio 17, 2025

EL NUDO DE PALABRAS.

 


*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam

http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SABIDURÍA*

 

Edipo se acercó a la Esfinge.

La Esfinge era hermosa y distante.

Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.

Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.

La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.

Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.

Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.

Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.

Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.

Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.

La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.

La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.

Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.

Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.

La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.

Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.

Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.

Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.

Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.

Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.

Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.

No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.

Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".

Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 


 

 

 

*

 

Tal vez

en este instante estés mirando

una ventana

tu mirada

deslizándose despacio

con el ritmo que tiene tu respiración.

Cada complejidad de la madera,

cada mancha sobre el vidrio

ingresa suavemente en tu conciencia,

se integra

al mundo de tus cosas.

Siempre fuiste así.

La danza de tu cuerpo es lenta,

como si te habitara un pájaro tranquilo.

Tal vez

estés ahora mirando una ventana.

Tal vez no. Yo miro mi ventana

y te recuerdo.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

-Mariana nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente vive en City Bell.

Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena, 2014)

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016)

Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)

El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)

Madura (Sudestada, 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche (Halley Ediciones, 2023)

Patio (elandamio ediciones, 2024)

Poesía reunida (Medusa editores, 2024)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Huellas hebreas en Cien años de soledad y otras inquisiciones*

 

Una lectura íntima y reveladora de Cien años de soledad desentraña señales hebreas, símbolos bíblicos y ecos del Talmud ocultos entre las páginas de Macondo. ¿Y si los Buendía fueran judíos secretos? A través de un recorrido entre la memoria personal, la crítica literaria y la historia velada, el texto propone una interpretación provocadora: lo judío, negado y escondido, finalmente emerge como una clave para releer la obra maestra de García Márquez.

 

*Por Jorge Santkovsky.

 

«La literatura es, sobre todo, un intento por leer lo ilegible”. — Sultana Wahnón Bensusan (paráfrasis libre) en El secreto de los Buendía

 

En el primer episodio comprendí que no había leído Cien años de soledad en mi adolescencia. Los recuerdos son frágiles y engañosos. García Márquez es uno de los autores a los que siempre vuelvo. Daba por sentado que este libro me era familiar. Esperé con ansia la serie de Netflix con la falsa idea de recrear la trama. Es cierto que mis primeras lecturas fueron atolondradas, tal como lo era mi vida en ese entonces. Apenas terminé de ver la primera temporada de la serie, me sumergí en la obra completa, con el agradable plus de que los personajes tenían un rostro definido. No me interesé en buscar diferencias con la versión fílmica. Me preparé para disfrutar de la ágil e inteligente prosa, y vaya que lo logré. A quien no haya leído el libro, le advierto que, a partir de ahora, hay necesarios spoilers. No obstante, ninguno de ellos arruinará el placer de una futura lectura.

No es casual que me llamara la atención algunas referencias al judaísmo. Soy judío desde antes de nacer. Agnóstico y alejado de toda vida comunitaria, pero no por eso menos judío. Me gusta definirme como un judío amateur. Y eso basta para estar atento a las señales de judeofobia. Me asusta todo tipo de fanatismos, más aún los teñidos de odios religiosos, del lado que sea.

Se podrá decir, con razón, que los judíos tendemos a sentirnos víctimas de discriminación. Pero que el único judío explícito de la novela sea el Judío Errante, un antiguo prejuicio antisemita, me hizo ruido. El mito, surgido en la Edad Media, retrata a un judío condenado a vagar hasta el fin de los tiempos por haber rechazado o maltratado a Cristo durante su martirio.

Gabo menciona al Judío Errante casi como una figura mitológica. Pero la escena es significativa: fue ante la muerte de Úrsula Iguarán, la matriarca de la familia Buendía y símbolo de la sensatez en Macondo, cuando aparece el Judío Errante y, según el cura, fue lo que provocó un calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras para morir en los dormitorios. Úrsula, la esposa de José Arcadio, era fundadora de Macondo, garantía de la armonía del pueblo y la única que seguía cuerda de los dos. 

El padre Antonio Isabel, desde el púlpito, culpa a la presencia del Judío Errante de la muerte de Úrsula. La población persigue al judío y lo mata. Lo acusan de ser la causa del caos.

Necesité varias lecturas para darme cuenta del verdadero objetivo del autor: denunciar el antisemitismo de la Iglesia como fuerza destructiva. Un mensaje de alerta.

Se sugiere que el pueblo de Macondo, al matar al judío, precipita su propia caída.

En el Talmud hay múltiples referencias que sostienen que las naciones o individuos que persiguen a Israel serán juzgados y castigados. La escena se vuelve alegórica: coincide con el principio del fin.

Más aún: con el tiempo, noté que Melquíades podría ser un judío secreto, un criptojudío.

En el primer capítulo, Melquíades llega con una caravana de gitanos y trae inventos extraordinarios, como por ejemplo el imán y la alquimia de los metales, que deslumbran al bueno de José Arcadio Buendía, fundador de Macondo. Melquíades se revela como un ser que regresa de la muerte y deja escritos enigmáticos que anticipan el destino de la familia.

Su nombre evoca a Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, fue quien bendijo a Abraham. Figura enigmática que representa una sabiduría anterior a las religiones organizadas. Melquíades es sabio, viajero, científico, lector de manuscritos. Trae saberes y anuncia destinos, rey y sacerdote a la vez, sin pasado ni descendencia, símbolo del sacerdocio y la espiritualidad.

Además, Melquíades era científico, culto, aventurero y un astuto comerciante. Sin que García Márquez lo afirme explícitamente, es posible leer en Melquíades una figura cercana al sabio talmúdico de la diáspora: viajero, erudito, mercader, lector del destino. Religiosos que eran, al mismo tiempo, prósperos empresarios.

En una de sus visitas, trajo un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como “el último descubrimiento de los judíos de Ámsterdam”, una clara alusión a Spinoza, el filósofo judío excomulgado de Ámsterdam, conocido por su trabajo con lentes y su pensamiento herético. Si bien fue rechazado por sus contemporáneos, Spinoza sigue siendo eternamente judío.

Otra referencia al judaísmo: la relación entre Úrsula y José Arcadio recuerda a ciertas familias judías religiosas, donde las mujeres sostienen el hogar y los negocios mientras los hombres estudian o se entregan a la especulación filosófica. Úrsula, mientras su esposo se extravía en sus delirios alquímicos, funda un próspero negocio: fabrica animalitos de caramelo, que con esfuerzo y constancia se transforman en la principal fuente de ingresos de la familia. Ella garantiza la continuidad económica y moral del hogar, convirtiéndose en el verdadero pilar de Macondo.

Cien años de soledad funciona como parangón bíblico, desde la mítica fundación de Macondo por un patriarca juvenil como José Arcadio Buendía hasta el apocalíptico desenlace con diluvio incluido. La travesía que recuerda el paso por el desierto del bíblico pueblo de Israel, para llegar a una tierra que, paradójicamente nadie les había prometido. El paraíso que el saber trajo consigo se transformó en su condena. Es el final de Macondo, el apocalipsis, donde el viento borra todo vestigio del pueblo.

Estas revelaciones me llevaron a investigar más profundamente. Busqué otros estudiosos que descubrieran estas señales. Con agrado encontré el ensayo El secreto de los Buendía, de Sultana Wahnón Bensusan, catedrática de la Universidad de Granada, nacida en Melilla, ciudad donde cristianos, musulmanes y judíos conviven desde el siglo XIX. Su tesis es reveladora: los Buendía eran judíos secretos, ascendencia portuguesa, obligados a ocultar su fe, incluso en el Nuevo Mundo. Si se revelaba su identidad, eran condenados a muerte.

Eran aventureros y se asimilaron rápidamente a los indígenas. Es la razón por la que no quedan rastros visibles de ellos en la sociedad de hoy.

Los Iguarán, la familia de Úrsula, eran de ascendencia española, pertenecientes a la segunda ola de inmigrantes. Más apegados a las costumbres judías temían la endogamia.

Por eso la mamá de Úrsula no quería el matrimonio con José Arcadio. Tenían terror de que ella sufra una quemadura como su bisabuela y de que sus hijos nazcan con cola. Por tradición, las ramas de los Buendía y de los Iguarán, se habían entrelazado a lo largo de los siglos, justamente como sucedía con los judíos que se casaban entre ellos.

Una nota de color es que Iguarán es el apellido de la familia materna del autor.

Ese conflicto dio origen al éxodo de los jóvenes que, más tarde, fundaron Macondo. En definitiva, el disparador de la historia.

La amistad instantánea entre Melquíades y José Arcadio Buendía también se puede entender bajo esta idea: ambos compartían un origen hebreo que debían ocultar. Los judíos tenemos experiencia en ocultar información para preservarnos. Sin duda justifica que Melquíades oculte su linaje. Esa fue la primera de mis dudas aclaradas.

La presencia del idioma sánscrito también puede leerse en esta clave. Una lengua elegida para confundir y esconder. Melquíades dice que es su lengua materna. Pero el sánscrito era ya una lengua muerta que nadie hablaba.

El arameo, en cambio – lengua de los judíos babilónicos – aún se habla en ciertas comunidades. Por lo tanto, Melquíades podría comunicarse mejor en arameo o algunas de sus derivaciones y no en sánscrito.

Hay un párrafo que conviene prestarle atención. Se refiere al: «destino levítico del sánscrito, de la posibilidad científica de ver el futuro transparentado en el tiempo como se ve a contraluz lo escrito en el reverso de un papel, de la necesidad de cifrar las predicciones para que no se derrotaran a sí mismas, y de las Centurias de Nostradamus»

  Levítico lleva inmediatamente a la biblia hebrea, no tiene nada que ver con el sánscrito. Y no hablemos de la mención a Nostradamus, de padres judíos asimilados al cristianismo.

Los pergaminos de Melquíades se pueden ver como el equivalente al Libro de la Vida: en ellos está escrito el destino de los Buendía hasta el más mínimo detalle. Solo Aureliano Babilonia, último descendiente legítimo de los Buendía, logra descifrarlos. Pero lo hace tarde: al comprender el final, también lo cumple. El lenguaje, que debía salvar, se vuelve fatal.

En Cien años de soledad, el “tren de la ciénaga” lleva cadáveres. De los trabajadores en huelga que fueron engañados por el ejército que les prometió un acuerdo y, cuando se reunieron, los fusilaron sin contemplaciones.

José Arcadio Segundo, único sobreviviente de la masacre, nacido en la tercera generación y líder de la huelga, vuelve a Macondo, nadie le cree. El gobierno niega los hechos. Los archivos han sido borrados. La historia oficial afirma que no hubo huelga, ni muertos. José Arcadio Segundo se convierte en un testigo silenciado. Luego, en la novela, nadie recuerda a los muertos.

Como ocurrió con los trenes de la Shoá, que recorrieron Europa mientras el mundo, cómplice o indiferente, miraba hacia otro lado. El mundo fingía demencia frente a esos trenes que conducían a una muerte segura.

Cien años de soledad está plagado de referencias bíblicas. Macondo es fundado como un nuevo Edén, tras una travesía que recuerda el Éxodo. Pero, a diferencia de los hebreos, los Buendía no llegan a la Tierra Prometida. Llegan a un lugar que “nadie les había prometido”. La condena de los Buendía no es la dispersión, sino el encierro en un ciclo de repeticiones sin memoria. Como para los judíos de la diáspora, Macondo es un hogar sin garantía de pertenencia.

Durante la peste del insomnio, una extraña epidemia que hacía olvidar el nombre de las cosas y la propia identidad, fue la palabra escrita la que salvó a los habitantes.  Aureliano fue quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria. Con un hisopo entintado: marcó cada cosa con su nombre.

Como en el Génesis, nombrar es crear. En la ficción la palabra tiene el mismo poder creador y significante que el Verbo bíblico. El Verbo salva, pero también condena.

El diluvio, que no purifica sino estanca, anuncia el fin. Y al final, el viento. Un apocalipsis que borra la historia. Como ocurrió con tantos pueblos.

Por cierto, Macondo nunca existió. O tal vez, como el pueblo judío, fue una comunidad que sobrevive en los textos. Que ha hecho de su tragedia una forma de sabiduría. Reflejada en los pergaminos de Melquíades, en palabras que lo reviven cada vez que alguien las vuelve a leer.

Cien años de soledad no es solo una saga latinoamericana: es también un texto cifrado, donde lo judío —tanto como la historia— aparece escondido, negado y, finalmente, revelado.

 

*Fuente: NUEVA SION

https://nuevasion.org/archivos/43571

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Salmo 68.10 *

 

En la mitad del salmo 68.10

justo cuando Dios provee al pobre

me acercó su cajita para depositar donaciones.

 

Puse un billete de veinte mil

me agradeció con una mueca de sorpresa.

 

En ese instante pensé en el dinero

como un objeto religioso

y mi correcta decisión de continuar su falsificación.

 

Cuando alcé la vista para irme el cordero de Dios que perdona los pecados del mundo

parecía sonreírme.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 

*El sábado 19 de julio se presenta "Miniaturas en el sendero poético", el nuevo libro de Andrés Bohoslavsky, publicado por Leviatán Editorial en la colección Poesía Mayor.

Participan del evento Santiago Espel, Selva Dipasquale, Fabiana Jakubowicz, Valeria Cervero y Ayelén Rives junto al autor.

 Sábado 19 de julio - 19:30 hs

 La Trinchera Casa Cultural, Humahuaca 3461, CABA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Undr*

 

*Jorge Luis Borges.

 

Debo prevenir al lector que las páginas que traslado se buscarán en vano en el Libellus (1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo XI. Lappenberg las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las publicó, a título de curiosidad, en sus Analecta Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero aficionado argentino vale muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión española no es literal, pero es digna de fe.

Escribe Adán de Bremen:

 “… De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del Golfo, más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna de mención es la de los urnos. La incierta o fabulosa información de los mercaderes, lo azaroso del rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me permitieron arribar a su territorio.

Me consta, sin embargo, que sus precarias y apartadas aldeas quedan en las tierras bajas del Vístula. A diferencia de los suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no maculada de arrianismo ni del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su

estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores, barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de peones.

Desconocen, como es de suponer, el uso de la pluma, del cuerno de tinta y del pergamino. Graban sus caracteres como nuestros mayores las runas que Odín les reveló, después de haber pendido del fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.

A estas noticias generales agregaré la historia de mi diálogo con el islandés Ulf Sigurdarson, hombre de graves y medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca del templo. El fuego de leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared fueron entrando el frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los lobos grises que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no tardamos en pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule hasta los mercados del Asia. El hombre dijo:

—Soy de estirpe de skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra. No sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche; advertí que los hombres que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y una que otra pedrada me alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.

El herrero me ofreció albergue para la noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o menos la nuestra. Cambiamos unas pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el nombre del rey, que era Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo a los forasteros y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos adecuado a un hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o composición laudatoria, que celebraba las victorias, la fama y la misericordia del rey.

Apenas la aprendí de memoria vinieron a buscarme dos hombres. No quise entregarles mi espada, pero me dejé conducir.

Aún había estrellas en el alba. Atravesamos un espacio de tierra con chozas a los lados.

Me habían hablado de pirámides; lo que vi en la primera de las plazas fue un poste de madera amarilla. Distinguí en una punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había acompañado, me dijo que ese pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo con un disco. Orm repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era un simple artesano y que no la sabía.

En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé. Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie. Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado, entoné en voz baja la drápa.  No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún. Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.

La guardia me empujó hacia el fondo. Un hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie. Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió en voz baja la palabra que yo hubiera querido penetrar y no penetré. Alguien dijo con reverencia: “Ahora no quiere decir nada”.

Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o alejaba la voz y los acordes casi iguales eran monótonos o, mejor aún, infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para siempre y fuera mi vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin duda exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con asombro que la luz estaba declinando.

Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me detuvo. Me dijo:

—La sortija del rey fue tu talismán, pero no tardarás en morir porque has oído la Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te salvaré. Soy de estirpe de skalds.  En tu ditirambo apodaste agua de la espada a la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber oído esas figuras al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que es la Palabra.

Le respondí:

—No pude oírla. Te pido que me digas cuál es.

 

Vaciló unos instantes y contestó:

—He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo. Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te esconderé en mi casa, donde no se atreverán a buscarte. Si el viento es favorable, navegarás mañana hacia el Sur.

Así tuvo principio la aventura que duraría tantos inviernos. No referiré sus azares ni trataré de recordar el orden cabal de sus inconstancias. Fui remero, mercader de esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del Mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra. Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria. Ese razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé. Cierta aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la revelación.

Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor.

Entré y dije mi nombre. Ya era de noche. Thorkelsson, desde el suelo me dijo que encendiera un velón en el candelero de bronce. Tanto había envejecido su cara que no pude dejar de pensar que yo mismo era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey. Me replicó:

—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su nombre. Cuéntame bien tus viajes.

Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me interrogó:

—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?

La pregunta me tomó de sorpresa.

—Al principio —le dije— canté para ganarme la vida. Luego, un temor que no comprendo me alejó del canto y del arpa.

—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir con tu historia.

Acaté la orden. Sobrevino después un largo silencio.

—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.

—Todo —le contesté.

—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.

Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.

Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.

—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido.”

 

*El libro de arena, 1975

-Fuente: https://ciudadseva.com/texto/undr-borges/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Puede ser que no existas, *

 

que la maleza se plante viva

como una herida abierta

que no rezuma voces ni pasados.

Puede ser que tu voz

sea un eco de la noche,

un caparazón que esconde otoños

hasta rehacerlos en verde.

 

Puede ser que existas,

y que no te haya visto

preocupado como estoy

por la palabra,

que mis manos

no sepan moldear

la arcilla de los dioses,

 

y entonces te dibujen

con un lápiz infantil,

casi jugando

preguntándote si eres

o si sueñas que eres.

 

*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar

-De su libro “La incomodidad”

Huesos de jibia. 2015

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

INOCENCIA*

 

Él siempre ha habitado el bosque. Este bosque. Este bosque que es, precisamente, lo que la palabra bosque nombra. Le mot juste, la palabra precisa.

Ha deambulado largamente por la foresta frondosa de gacelas de patas temblorosas y de almendrados ojos titilantes; ha transitado los senderos de pájaros de plumaje fantástico. Ha visto virar las hojas desde el espléndido verde al rojo ígneo, en atardeceres que fueron ocasos y también otoños de

ardiente puesta del día.

Solo es. La dulzura del aire se ofrece a sus pulmones limpios, la soledad no es una jaula estrecha. La soledad es este bosque interminable que se ofrece en sonidos y en imágenes de sólida belleza, intacta belleza. Cada día es el primer día. La lluvia limpia el universo cada vez.

No conoce la pérdida del acostumbramiento. Cada erguido árbol, cada arbusto retorcido le brinda nuevos deleites en insectos que danzan el aire, en frutos de esférica alegría, en tiernas raicillas que dibujan evanescentes formas fundidas a la perfecta simetría de las telas de araña.

Ah la alegría de las gotas de rocío capturando la primera luz, la última luz.

Solo es. La soledad no le aferra el pecho, no estrecha sus costillas.

La soledad no lo abraza con su estrangulamiento de enredadera. No sabe que está solo, y ello lo mantiene salvo de su oscuro veneno.

Siente el gozo de la tierra debajo y del firmamento curvo que dibujan su mundo de capullo cóncavo.

Solo es. Nada lo requiere con premura. Puede demorarse y fluir, puede transcurrir mansamente. Nada lo inquieta.

El ojo de agua en la espesura espeja el mundo. Mira la superficie y se ve a sí mismo como si no se viera. La presencia del otro no lo inquieta. Ve su imagen y es su imagen. No existe la obligación de hallar compañía en el espejo, no lo aferra la bíblica promesa, la bíblica maldición del apareamiento. Solo es.

Único y completo, solo es.

En su universo habita hasta ahora. Este ahora que le ofrece una muchacha casi niña entredormida, entrevista, entresoñada en su lecho de trébol húmedo.

Súbitamente una muchacha casi niña, ingenuidad de melodía sin semitonos en la súbita muchacha entrevista, entredormida, entresoñada.

Súbita muchacha en el lecho de trébol húmedo.

Jóvenes brazos de luna nueva, blancas curvas, tierna postura sedente.

El bosque expone el secreto de la niña clara, aliento de helecho matutino, escultura blanda. De pronto el bosque expone su secreto.

Es la doncella florida, la arcilla dócil, la forma exacta. De pronto el bosque halla su expresión en una criatura que lo resume.

Se acerca con pasos breves.

La recorre tocándola con la mirada, y allí están los anocheceres oscuros, las promesas de la fronda susurrante, la convergencia de los caminos y las aves aleteantes. Todo en ella está. Cada gesto suave de los largos tallos ondulados, cada aroma de fruta madura. Todo en ella se manifiesta.

El bosque es esta figura extendida, y lo contiene como un minúsculo camafeo.

Se acerca con pasos breves. Descansa la cabeza en el regazo de miel y nido. Siente por primera vez que ha estado solo, siente que esta niña le falta, que la añora desde ahora, cuando su cabeza reposa en un estrecho contacto que ya es separación y lejanía.

Ha recibido la amarga revelación de que él es un ser entre los seres, la demorada maldición de saber su individualidad. La condenación lo alcanza en este instante en que ya no es el bosque sino que increíble, atrozmente está en el bosque.

Decir que los hombres mataron al unicornio es acaso un agregado innecesario.

 

*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

"Hablo de las voces que entran al mar y no pueden volver, las voces nacidas en las casas de los ahogados, entre peces brillantes, algas, rocas, sedimentos de la belleza del mundo."

 

*De Valeria Pariso.  valeriapariso@outlook.com

 

-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

- “Final francés”, AqL ediciones, 2023

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Reparar al mundo*

 

Por esas cosas del azar que determinan la vida más de lo que creemos

llegó cuando la película estaba iniciada. Ya ni recuerda el nombre de la

película. Fue arriba del renacido Midland. En ese tren había un vagón

para brindar cine. Falto de cultura cinéfila sólo reconoció al actor que

representa al papel de un profesor de religión al que ve escribir en un

pizarrón “Tikkun Olam”. El hombre que viajaba con un cuadernito a

mano, anota: dice Richard Gere que significa “Reparar al mundo”.

Hamacado en el movimiento del tren el hombre se duerme. Sueña que

arma los pedazos de su vida en un relato amable, en una ficción

tolerable, escucha su voz diciendo que esa es la única reparación

posible. Al despertar, la película ha concluido, mira su anotador donde

encuentra escritas dos frases más:

 “reunir fragmentos”

 “amar las cosas de nuevo”

¿Cómo se logra eso? -se preguntó.

¿Cómo se hace para reunir pedazos en los que su vida trascurre

estallada?

¿Cómo se hace para amar las cosas de nuevo?

¿Será insistir reparando en sueños?

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

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