*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
SABIDURÍA*
Edipo se acercó a la Esfinge.
La Esfinge era hermosa y distante.
Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto,
grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas;
patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni
dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía
controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni
al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la
mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le
fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de
destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su
pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de
entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada
para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba.
Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la
silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de
cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia
ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser
maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como
inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona
frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los
secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del
silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y
era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso
de crear.
Su majestad no le permitía dudas o
inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la
brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en
la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el
hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar
el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra
conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los
ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo
frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e
infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase
el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana
desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su
persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al
prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida
fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en
plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no
desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de
Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su
derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo
halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también,
pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se
despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de
despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación
de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las
estatuas".
Lo olvidó luego, como a todos los
alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Tal vez
en este instante estés
mirando
una ventana
tu mirada
deslizándose despacio
con el ritmo que tiene
tu respiración.
Cada complejidad de la
madera,
cada mancha sobre el
vidrio
ingresa suavemente en
tu conciencia,
se integra
al mundo de tus cosas.
Siempre fuiste así.
La danza de tu cuerpo
es lenta,
como si te habitara un
pájaro tranquilo.
Tal vez
estés ahora mirando
una ventana.
Tal vez no. Yo miro mi
ventana
y te recuerdo.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
-Mariana
nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente
vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena, 2014)
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016)
Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)
El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)
Madura (Sudestada, 2021)
Quiero sacar la cabeza
por la ventanilla de tu coche (Halley Ediciones, 2023)
Patio (elandamio ediciones, 2024)
Poesía reunida (Medusa editores, 2024)
Huellas
hebreas en Cien años de soledad y otras inquisiciones*
Una lectura íntima y reveladora de Cien
años de soledad desentraña señales hebreas, símbolos bíblicos y ecos del Talmud
ocultos entre las páginas de Macondo. ¿Y si los Buendía fueran judíos secretos?
A través de un recorrido entre la memoria personal, la crítica literaria y la
historia velada, el texto propone una interpretación provocadora: lo judío,
negado y escondido, finalmente emerge como una clave para releer la obra
maestra de García Márquez.
*Por Jorge
Santkovsky.
«La literatura es,
sobre todo, un intento por leer lo ilegible”. — Sultana Wahnón Bensusan (paráfrasis
libre) en El secreto de los Buendía
En el primer episodio comprendí que no
había leído Cien años de soledad en mi adolescencia. Los recuerdos son frágiles
y engañosos. García Márquez es uno de los autores a los que siempre vuelvo.
Daba por sentado que este libro me era familiar. Esperé con ansia la serie de
Netflix con la falsa idea de recrear la trama. Es cierto que mis primeras
lecturas fueron atolondradas, tal como lo era mi vida en ese entonces. Apenas
terminé de ver la primera temporada de la serie, me sumergí en la obra
completa, con el agradable plus de que los personajes tenían un rostro
definido. No me interesé en buscar diferencias con la versión fílmica. Me
preparé para disfrutar de la ágil e inteligente prosa, y vaya que lo logré. A
quien no haya leído el libro, le advierto que, a partir de ahora, hay
necesarios spoilers. No obstante, ninguno de ellos arruinará el placer de una
futura lectura.
No es casual que me llamara la atención
algunas referencias al judaísmo. Soy judío desde antes de nacer. Agnóstico y
alejado de toda vida comunitaria, pero no por eso menos judío. Me gusta
definirme como un judío amateur. Y eso basta para estar atento a las señales de
judeofobia. Me asusta todo tipo de fanatismos, más aún los teñidos de odios
religiosos, del lado que sea.
Se podrá decir, con razón, que los judíos
tendemos a sentirnos víctimas de discriminación. Pero que el único judío
explícito de la novela sea el Judío Errante, un antiguo prejuicio antisemita,
me hizo ruido. El mito, surgido en la Edad Media, retrata a un judío condenado
a vagar hasta el fin de los tiempos por haber rechazado o maltratado a Cristo
durante su martirio.
Gabo menciona al Judío Errante casi como
una figura mitológica. Pero la escena es significativa: fue ante la muerte de
Úrsula Iguarán, la matriarca de la familia Buendía y símbolo de la sensatez en
Macondo, cuando aparece el Judío Errante y, según el cura, fue lo que provocó un
calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras para morir en los
dormitorios. Úrsula, la esposa de José Arcadio, era fundadora de Macondo,
garantía de la armonía del pueblo y la única que seguía cuerda de los dos.
El padre Antonio Isabel, desde el púlpito,
culpa a la presencia del Judío Errante de la muerte de Úrsula. La población
persigue al judío y lo mata. Lo acusan de ser la causa del caos.
Necesité varias lecturas para darme cuenta
del verdadero objetivo del autor: denunciar el antisemitismo de la Iglesia como
fuerza destructiva. Un mensaje de alerta.
Se sugiere que el pueblo de Macondo, al
matar al judío, precipita su propia caída.
En el Talmud hay múltiples referencias que
sostienen que las naciones o individuos que persiguen a Israel serán juzgados y
castigados. La escena se vuelve alegórica: coincide con el principio del fin.
Más aún: con el tiempo, noté que Melquíades
podría ser un judío secreto, un criptojudío.
En el primer capítulo, Melquíades llega con
una caravana de gitanos y trae inventos extraordinarios, como por ejemplo el
imán y la alquimia de los metales, que deslumbran al bueno de José Arcadio
Buendía, fundador de Macondo. Melquíades se revela como un ser que regresa de
la muerte y deja escritos enigmáticos que anticipan el destino de la familia.
Su nombre evoca a Melquisedec, sacerdote
del Dios Altísimo, fue quien bendijo a Abraham. Figura enigmática que
representa una sabiduría anterior a las religiones organizadas. Melquíades es
sabio, viajero, científico, lector de manuscritos. Trae saberes y anuncia
destinos, rey y sacerdote a la vez, sin pasado ni descendencia, símbolo del
sacerdocio y la espiritualidad.
Además, Melquíades era científico, culto,
aventurero y un astuto comerciante. Sin que García Márquez lo afirme explícitamente,
es posible leer en Melquíades una figura cercana al sabio talmúdico de la
diáspora: viajero, erudito, mercader, lector del destino. Religiosos que eran,
al mismo tiempo, prósperos empresarios.
En una de sus visitas, trajo un catalejo y
una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como “el último descubrimiento
de los judíos de Ámsterdam”, una clara alusión a Spinoza, el filósofo judío
excomulgado de Ámsterdam, conocido por su trabajo con lentes y su pensamiento
herético. Si bien fue rechazado por sus contemporáneos, Spinoza sigue siendo
eternamente judío.
Otra referencia al judaísmo: la relación
entre Úrsula y José Arcadio recuerda a ciertas familias judías religiosas,
donde las mujeres sostienen el hogar y los negocios mientras los hombres estudian
o se entregan a la especulación filosófica. Úrsula, mientras su esposo se
extravía en sus delirios alquímicos, funda un próspero negocio: fabrica
animalitos de caramelo, que con esfuerzo y constancia se transforman en la
principal fuente de ingresos de la familia. Ella garantiza la continuidad
económica y moral del hogar, convirtiéndose en el verdadero pilar de Macondo.
Cien años de soledad funciona como parangón
bíblico, desde la mítica fundación de Macondo por un patriarca juvenil como
José Arcadio Buendía hasta el apocalíptico desenlace con diluvio incluido. La
travesía que recuerda el paso por el desierto del bíblico pueblo de Israel,
para llegar a una tierra que, paradójicamente nadie les había prometido. El
paraíso que el saber trajo consigo se transformó en su condena. Es el final de
Macondo, el apocalipsis, donde el viento borra todo vestigio del pueblo.
Estas revelaciones me llevaron a investigar
más profundamente. Busqué otros estudiosos que descubrieran estas señales. Con
agrado encontré el ensayo El secreto de
los Buendía, de Sultana Wahnón Bensusan, catedrática de la Universidad de
Granada, nacida en Melilla, ciudad donde cristianos, musulmanes y judíos
conviven desde el siglo XIX. Su tesis es reveladora: los Buendía eran judíos
secretos, ascendencia portuguesa, obligados a ocultar su fe, incluso en el
Nuevo Mundo. Si se revelaba su identidad, eran condenados a muerte.
Eran aventureros y se asimilaron
rápidamente a los indígenas. Es la razón por la que no quedan rastros visibles
de ellos en la sociedad de hoy.
Los Iguarán, la familia de Úrsula, eran de
ascendencia española, pertenecientes a la segunda ola de inmigrantes. Más
apegados a las costumbres judías temían la endogamia.
Por eso la mamá de Úrsula no quería el
matrimonio con José Arcadio. Tenían terror de que ella sufra una quemadura como
su bisabuela y de que sus hijos nazcan con cola. Por tradición, las ramas de
los Buendía y de los Iguarán, se habían entrelazado a lo largo de los siglos,
justamente como sucedía con los judíos que se casaban entre ellos.
Una nota de color es que Iguarán es el
apellido de la familia materna del autor.
Ese conflicto dio origen al éxodo de los
jóvenes que, más tarde, fundaron Macondo. En definitiva, el disparador de la
historia.
La amistad instantánea entre Melquíades y
José Arcadio Buendía también se puede entender bajo esta idea: ambos compartían
un origen hebreo que debían ocultar. Los judíos tenemos experiencia en ocultar
información para preservarnos. Sin duda justifica que Melquíades oculte su
linaje. Esa fue la primera de mis dudas aclaradas.
La presencia del idioma sánscrito también
puede leerse en esta clave. Una lengua elegida para confundir y esconder.
Melquíades dice que es su lengua materna. Pero el sánscrito era ya una lengua
muerta que nadie hablaba.
El arameo, en cambio – lengua de los judíos
babilónicos – aún se habla en ciertas comunidades. Por lo tanto, Melquíades
podría comunicarse mejor en arameo o algunas de sus derivaciones y no en
sánscrito.
Hay un párrafo que conviene prestarle atención. Se refiere al: «destino levítico del sánscrito, de la posibilidad científica de ver el futuro transparentado en el tiempo como se ve a contraluz lo escrito en el reverso de un papel, de la necesidad de cifrar las predicciones para que no se derrotaran a sí mismas, y de las Centurias de Nostradamus»
Levítico lleva inmediatamente a la biblia hebrea, no tiene nada que ver
con el sánscrito. Y no hablemos de la mención a Nostradamus, de padres judíos
asimilados al cristianismo.
Los pergaminos de Melquíades se pueden ver
como el equivalente al Libro de la Vida: en ellos está escrito el destino de
los Buendía hasta el más mínimo detalle. Solo Aureliano Babilonia, último
descendiente legítimo de los Buendía, logra descifrarlos. Pero lo hace tarde:
al comprender el final, también lo cumple. El lenguaje, que debía salvar, se
vuelve fatal.
En Cien
años de soledad, el “tren de la ciénaga” lleva cadáveres. De los
trabajadores en huelga que fueron engañados por el ejército que les prometió un
acuerdo y, cuando se reunieron, los fusilaron sin contemplaciones.
José Arcadio Segundo, único sobreviviente
de la masacre, nacido en la tercera generación y líder de la huelga, vuelve a
Macondo, nadie le cree. El gobierno niega los hechos. Los archivos han sido
borrados. La historia oficial afirma que no hubo huelga, ni muertos. José
Arcadio Segundo se convierte en un testigo silenciado. Luego, en la novela,
nadie recuerda a los muertos.
Como ocurrió con los trenes de la Shoá, que
recorrieron Europa mientras el mundo, cómplice o indiferente, miraba hacia otro
lado. El mundo fingía demencia frente a esos trenes que conducían a una muerte
segura.
Cien años de soledad está plagado de referencias bíblicas.
Macondo es fundado como un nuevo Edén, tras una travesía que recuerda el Éxodo.
Pero, a diferencia de los hebreos, los Buendía no llegan a la Tierra Prometida.
Llegan a un lugar que “nadie les había prometido”. La condena de los Buendía no es la dispersión, sino el encierro en un
ciclo de repeticiones sin memoria. Como para los judíos de la diáspora,
Macondo es un hogar sin garantía de pertenencia.
Durante la peste del insomnio, una extraña
epidemia que hacía olvidar el nombre de las cosas y la propia identidad, fue la
palabra escrita la que salvó a los habitantes.
Aureliano fue quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante
varios meses de las evasiones de la memoria. Con un hisopo entintado: marcó
cada cosa con su nombre.
Como en el Génesis, nombrar es crear. En la
ficción la palabra tiene el mismo poder creador y significante que el Verbo
bíblico. El Verbo salva, pero también condena.
El diluvio, que no purifica sino estanca,
anuncia el fin. Y al final, el viento. Un apocalipsis que borra la historia.
Como ocurrió con tantos pueblos.
Por cierto, Macondo nunca existió. O tal
vez, como el pueblo judío, fue una comunidad que sobrevive en los textos. Que
ha hecho de su tragedia una forma de sabiduría. Reflejada en los pergaminos de
Melquíades, en palabras que lo reviven cada vez que alguien las vuelve a leer.
Cien años de soledad no es solo una saga latinoamericana: es
también un texto cifrado, donde lo judío —tanto como la historia— aparece
escondido, negado y, finalmente, revelado.
*Fuente: NUEVA SION
https://nuevasion.org/archivos/43571
Salmo 68.10 *
En la mitad del salmo
68.10
justo cuando Dios
provee al pobre
me acercó su cajita
para depositar donaciones.
Puse un billete de
veinte mil
me agradeció con una
mueca de sorpresa.
En ese instante pensé
en el dinero
como un objeto
religioso
y mi correcta decisión
de continuar su falsificación.
Cuando alcé la vista
para irme el cordero de Dios que perdona los pecados del mundo
parecía sonreírme.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
*El sábado 19 de julio se presenta "Miniaturas en el sendero poético",
el nuevo libro de Andrés Bohoslavsky,
publicado por Leviatán Editorial en la colección Poesía Mayor.
Participan del evento Santiago Espel, Selva
Dipasquale, Fabiana Jakubowicz, Valeria Cervero y Ayelén Rives junto al autor.
Sábado 19 de julio - 19:30 hs
La Trinchera Casa Cultural, Humahuaca 3461, CABA
Undr*
*Jorge Luis Borges.
Debo prevenir al lector que las páginas que
traslado se buscarán en vano en el Libellus
(1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo XI. Lappenberg
las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el
acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las
publicó, a título de curiosidad, en sus Analecta
Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero aficionado argentino vale
muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión española no es literal,
pero es digna de fe.
Escribe Adán de Bremen:
“…
De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del
Golfo, más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna
de mención es la de los urnos. La incierta o fabulosa información de los
mercaderes, lo azaroso del rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me
permitieron arribar a su territorio.
Me consta, sin embargo, que sus precarias y
apartadas aldeas quedan en las tierras bajas del Vístula. A diferencia de los
suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no maculada de arrianismo ni
del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su
estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores, barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de peones.
Desconocen, como es de suponer, el uso de
la pluma, del cuerno de tinta y del pergamino. Graban sus caracteres como
nuestros mayores las runas que Odín les reveló, después de haber pendido del
fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.
A estas noticias generales agregaré la
historia de mi diálogo con el islandés Ulf Sigurdarson, hombre de graves y
medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca del templo. El fuego de
leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared fueron entrando el
frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los lobos grises
que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro
coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no
tardamos en pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule
hasta los mercados del Asia. El hombre dijo:
—Soy de estirpe de skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una
sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su
tierra. No sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche;
advertí que los hombres que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y
una que otra pedrada me alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.
El herrero me ofreció albergue para la
noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o menos la nuestra. Cambiamos unas
pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el nombre del rey, que era
Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo a los forasteros
y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos adecuado a un
hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o composición laudatoria, que celebraba las victorias, la
fama y la misericordia del rey.
Apenas la aprendí de memoria vinieron a
buscarme dos hombres. No quise entregarles mi espada, pero me dejé conducir.
Aún había estrellas en el alba. Atravesamos
un espacio de tierra con chozas a los lados.
Me habían hablado de pirámides; lo que vi
en la primera de las plazas fue un poste de madera amarilla. Distinguí en una
punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había acompañado, me dijo que ese
pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo con un disco. Orm
repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era un simple
artesano y que no la sabía.
En la tercera plaza, que fue la última, vi
un poste pintado de negro, con un dibujo que he olvidado. En el fondo había una
larga pared derecha, cuyos extremos no divisé. Comprobé después que era
circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba toda la vuelta
de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y crinudos.
Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie. Gunnlaug,
el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de
tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una
cosa sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho.
Uno de los soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado,
entoné en voz baja la drápa. No faltaban las figuras retóricas, las
aliteraciones y los acentos que el género requiere. No sé si el rey la
comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún. Bajo la almohada pude
entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de ajedrez, con un
centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.
La guardia me empujó hacia el fondo. Un
hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie. Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió
en voz baja la palabra que yo hubiera querido penetrar y no penetré. Alguien
dijo con reverencia: “Ahora no quiere decir nada”.
Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o
alejaba la voz y los acordes casi iguales eran monótonos o, mejor aún,
infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para siempre y fuera mi
vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin duda
exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con
asombro que la luz estaba declinando.
Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me
detuvo. Me dijo:
—La sortija del rey fue tu talismán, pero
no tardarás en morir porque has oído la Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te
salvaré. Soy de estirpe de skalds. En tu ditirambo apodaste agua de la espada a
la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber oído esas figuras
al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no definimos cada
hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que es la
Palabra.
Le respondí:
—No pude oírla. Te pido que me digas cuál
es.
Vaciló unos instantes y contestó:
—He jurado no revelarla. Además, nadie puede
enseñar nada. Debes buscarla solo. Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te
esconderé en mi casa, donde no se atreverán a buscarte. Si el viento es
favorable, navegarás mañana hacia el Sur.
Así tuvo principio la aventura que duraría
tantos inviernos. No referiré sus azares ni trataré de recordar el orden cabal
de sus inconstancias. Fui remero, mercader de esclavos, esclavo, leñador,
salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de metales. Padecí
cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los dientes.
Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A
orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo
cual es lo mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me
hizo matar. Un soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas.
Una le llevaba un palmo a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí
la más corta. Me preguntó por qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la
distancia era igual. En una margen del Mar Negro está el epitafio rúnico que
grabé para mi compañero Leif Arnarson. He combatido con los Hombres Azules de
Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo he sido muchos, pero ese
torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra. Alguna vez descreí
de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar palabras hermosas
era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria. Ese
razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé. Cierta
aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la
revelación.
Volví a la tierra de los urnos y me dio
trabajo encontrar la casa del cantor.
Entré y dije mi nombre. Ya era de noche.
Thorkelsson, desde el suelo me dijo que encendiera un velón en el candelero de
bronce. Tanto había envejecido su cara que no pude dejar de pensar que yo mismo
era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey. Me replicó:
—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su
nombre. Cuéntame bien tus viajes.
Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me interrogó:
—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?
La pregunta me tomó de sorpresa.
—Al principio —le dije— canté para ganarme
la vida. Luego, un temor que no comprendo me alejó del canto y del arpa.
—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir
con tu historia.
Acaté la orden. Sobrevino después un largo
silencio.
—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste?
—me preguntó.
—Todo —le contesté.
—A mí también la vida me dio todo. A todos
la vida les da todo, pero los más lo ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos
débiles, pero escúchame.
Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
Me sentí arrebatado por el canto del hombre
que moría, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava
que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora
sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.
—Está bien —dijo el otro y tuve que
acercarme para oírlo—. Me has entendido.”
*El libro de arena, 1975
-Fuente: https://ciudadseva.com/texto/undr-borges/
Puede ser que no existas,
*
que la maleza se plante viva
como una herida abierta
que no rezuma voces ni pasados.
Puede ser que tu voz
sea un eco de la noche,
un caparazón que esconde otoños
hasta rehacerlos en verde.
Puede ser que existas,
y que no te haya visto
preocupado como estoy
por la palabra,
que mis manos
no sepan moldear
la arcilla de los dioses,
y entonces te dibujen
con un lápiz infantil,
casi jugando
preguntándote si eres
o si sueñas que eres.
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
-De su libro “La incomodidad”
Huesos de jibia. 2015
INOCENCIA*
Él siempre ha habitado el bosque. Este
bosque. Este bosque que es, precisamente, lo que la palabra bosque nombra. Le mot juste, la palabra precisa.
Ha deambulado largamente por la foresta
frondosa de gacelas de patas temblorosas y de almendrados ojos titilantes; ha
transitado los senderos de pájaros de plumaje fantástico. Ha visto virar las
hojas desde el espléndido verde al rojo ígneo, en atardeceres que fueron ocasos
y también otoños de
ardiente puesta del día.
Solo es. La dulzura del aire se ofrece a
sus pulmones limpios, la soledad no es una jaula estrecha. La soledad es este
bosque interminable que se ofrece en sonidos y en imágenes de sólida belleza,
intacta belleza. Cada día es el primer día. La lluvia limpia el universo cada
vez.
No conoce la pérdida del acostumbramiento.
Cada erguido árbol, cada arbusto retorcido le brinda nuevos deleites en
insectos que danzan el aire, en frutos de esférica alegría, en tiernas
raicillas que dibujan evanescentes formas fundidas a la perfecta simetría de
las telas de araña.
Ah la alegría de las gotas de rocío
capturando la primera luz, la última luz.
Solo es. La soledad no le aferra el pecho,
no estrecha sus costillas.
La soledad no lo abraza con su
estrangulamiento de enredadera. No sabe que está solo, y ello lo mantiene salvo
de su oscuro veneno.
Siente el gozo de la tierra debajo y del
firmamento curvo que dibujan su mundo de capullo cóncavo.
Solo es. Nada lo requiere con premura.
Puede demorarse y fluir, puede transcurrir mansamente. Nada lo inquieta.
El ojo de agua en la espesura espeja el
mundo. Mira la superficie y se ve a sí mismo como si no se viera. La presencia
del otro no lo inquieta. Ve su imagen y es su imagen. No existe la obligación
de hallar compañía en el espejo, no lo aferra la bíblica promesa, la bíblica
maldición del apareamiento. Solo es.
Único y completo, solo es.
En su universo habita hasta ahora. Este
ahora que le ofrece una muchacha casi niña entredormida, entrevista,
entresoñada en su lecho de trébol húmedo.
Súbitamente una muchacha casi niña,
ingenuidad de melodía sin semitonos en la súbita muchacha entrevista,
entredormida, entresoñada.
Súbita muchacha en el lecho de trébol
húmedo.
Jóvenes brazos de luna nueva, blancas
curvas, tierna postura sedente.
El bosque expone el secreto de la niña
clara, aliento de helecho matutino, escultura blanda. De pronto el bosque
expone su secreto.
Es la doncella florida, la arcilla dócil,
la forma exacta. De pronto el bosque halla su expresión en una criatura que lo
resume.
Se acerca con pasos breves.
La recorre tocándola con la mirada, y allí
están los anocheceres oscuros, las promesas de la fronda susurrante, la
convergencia de los caminos y las aves aleteantes. Todo en ella está. Cada
gesto suave de los largos tallos ondulados, cada aroma de fruta madura. Todo en
ella se manifiesta.
El bosque es esta figura extendida, y lo
contiene como un minúsculo camafeo.
Se acerca con pasos breves. Descansa la cabeza
en el regazo de miel y nido. Siente por primera vez que ha estado solo, siente
que esta niña le falta, que la añora desde ahora, cuando su cabeza reposa en un
estrecho contacto que ya es separación y lejanía.
Ha recibido la amarga revelación de que él
es un ser entre los seres, la demorada maldición de saber su individualidad. La
condenación lo alcanza en este instante en que ya no es el bosque sino que
increíble, atrozmente está en el bosque.
Decir que los hombres mataron al unicornio
es acaso un agregado innecesario.
*de Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
"Hablo de las
voces que entran al mar y no pueden volver, las voces nacidas en las casas de
los ahogados, entre peces brillantes, algas, rocas, sedimentos de la belleza
del mundo."
*De Valeria
Pariso. valeriapariso@outlook.com
-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar"
Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015),
"Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La
trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al
viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de
Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed.
Mascarón de proa (2020); "Flores
para no regar", Editorial AqL (2021).
- “Final
francés”, AqL ediciones, 2023
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Reparar
al mundo*
Por esas cosas del azar que determinan la
vida más de lo que creemos
llegó cuando la película estaba iniciada.
Ya ni recuerda el nombre de la
película. Fue arriba del renacido Midland.
En ese tren había un vagón
para brindar cine. Falto de cultura
cinéfila sólo reconoció al actor que
representa al papel de un profesor de religión
al que ve escribir en un
pizarrón “Tikkun Olam”. El hombre que
viajaba con un cuadernito a
mano, anota: dice Richard Gere que significa “Reparar al mundo”.
Hamacado en el movimiento del tren el
hombre se duerme. Sueña que
arma los pedazos de su vida en un relato
amable, en una ficción
tolerable, escucha su voz diciendo que esa
es la única reparación
posible. Al despertar, la película ha
concluido, mira su anotador donde
encuentra escritas dos frases más:
“reunir fragmentos”
“amar las cosas de nuevo”
¿Cómo se logra eso? -se preguntó.
¿Cómo se hace para reunir pedazos en los
que su vida trascurre
estallada?
¿Cómo se hace para amar las cosas de nuevo?
¿Será insistir reparando en sueños?
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
-Próxima estación:
ESTACIÓN GOYENECHE.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor
responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/
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