lunes, abril 07, 2014

TAN LLENOS DE PAISAJES NO VIVIDOS...

 
 
 
 *Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina
 
 
 
*
 
"El amor es un tren que parte, un pañuelo saludando desde el andén, una lágrima que rueda buscando asirse al recuerdo, imborrable y eterno".
 
 
¿Dónde había leído aquella frase? ¿A quién se la había escuchado decir? ¿La habría imaginado? ¿Estaría escribiendo en el aire? ¿Cuántas cosas puede uno llegar a inventar cuando lo domina el dolor, cuando la única vía de escape hacia alguna de las formas del placer es la propia imaginación?
Quizá, lo sea también un vagón de tren, una locomotora desbocada, un par de rieles que se pierden en el horizonte.
Subió los peldaños del vagón con el peso de su propio desamor sobre los hombros. Se sentía vacío, como si le faltara algo dentro del pecho, eso que hasta no hace mucho le otorgaba consistencia a su propia persona. Y al mismo tiempo, estaba desbordante de recuerdos. Extraña sensación la de la pérdida, pensó: te llena la cabeza de virtualidades, al tiempo que te vacía de materialidades…
Eludió a los pasajeros que se demoraban en el descanso, fumándose un pucho en un lugar prohibido, para encarar el pasillo y deambular apenas hasta encontrar un asiento vacío donde apoltronarse. Se recostó contra la ventanilla cerrada, cerrándose aún más el abrigo sobre el pecho, como si el frío interior le brotara por los poros, estremeciéndole con un escalofrío.
Un silbato se oyó en la tarde, el suelo del vagón crujió bajo sus pies, y la formación comenzó a moverse, como se movían las hojas de los árboles que circundaban el andén, retrocediendo dentro de su campo visual. Oyó el retumbar de la locomotora dándose ánimos para continuar viaje, y se abandonó a sus –cíclicos- erráticos pensamientos.
¿Cómo seguir viaje desde ahora? El asiento que quedara vacío a su lado era algo mucho más concreto que cualquier símbolo que pudiese representar su actual estado de ánimo. Vacío de materialidades, vacío de cuerpos, vacío de afectos, vacío… Eterno y creciente dolor.
De pronto, descubrió que ya no recordaba ni su rostro. Sentía la ausencia de su figura, su perfume, su calor. Pero no podía recordar sus facciones. Su cabello, quizás, oscuro y lacio; más no sus rasgos. ¿Cómo era posible? ¿Estaría acaso comenzando a olvidarla? Lo dudaba; si así lo fuera, no sentiría este frío que le ascendía por el cuerpo como gélidas rachas de viento invernal. No: aún la recordaba, intensamente; este olvido sólo era otro ejemplo más de la constante presencia de su ausencia.
Clara… Su nombre apareció en su memoria como un oasis en el desierto. Nombrarla, musitar ese familiar par de sílabas con un silencioso murmullo, no le hizo recordar aquel rostro que tantas veces contemplara extasiado, pero le abrió una puerta. Allí, hecho un ovillo contra la ventanilla del vagón, se abrió delante suyo un acceso hasta entonces velado por el dolor. Ingresó de pronto en un pasadizo mental que velozmente lo condujo hacia terrenos inaccesibles para él durante mucho tiempo; terrenos anímicos que le parecían demasiado extraños, como si le perteneciesen a otra persona.
El paisaje se desplazaba hacia atrás, oscilando con el rítmico vaivén del tren; y por encima de él, emergiendo con una misteriosa luminosidad, apareció ella. Clara, recortada contra el marco de la ventanilla, como un tierno fantasma que quisiese penetrar en el vagón y sentarse a su lado, haciéndole compañía en este sombrío momento. Clara, extendiendo sus manos con ramalazos de un calor pleno de ternura, deseosa de ahuyentar para siempre esta devastadora languidez que le enturbiaba los afectos.
Su rostro se acercó al suyo, y aunque percibía el aroma de su piel, aún no conseguía discernir sus rasgos. Podría ser ella, u otra cualquiera. Pero era Clara, no había ninguna duda. Su corazón se lo afirmaba, más que su razón. ¿Razón? ¿Existía alguna clase de racionalidad en este momento dentro suyo? Su mano derecha se aferró aún más a las solapas del abrigo, queriendo asirla, retenerla, abrazarla…
El calor se extendió por debajo de sus axilas, rodeando su cuerpo, mientras una boca respiraba ansiosa sobre su cuello. La calidez se desplazó hasta rodear sus muslos, mientras una leve pero creciente excitación comenzaba a dominarlo. El frío que sintiera hasta entonces parecía haberse extinguido. Clara volvía a abrazarlo, a quererlo, a darle más de su calor…
Entreabrió la boca, buscando robarle un beso. Sus labios se encontraron con cierta torpeza, intercambiando sabrosas humedades que ya parecían no recordarse. Su mano quiso desplazarse, pero sólo consiguió aferrar apenas el hombro izquierdo, entrecerrando los párpados, mientras un brazo virtual, luminoso y protector, se desplazaba sobre la brillante piel de la espalda de Clara, y su boca se deshacía del encuentro labial para recorrerle un hombro, inhalando ese perfume que tanto deseara y lo embriagara durante días, semanas, meses…
Entonces descubrió, apenas registrando el escaso contacto que tenía con la realidad que lo circundaba, que el duro asiento del vagón había dado lugar a un mullido sillón de pana, iluminado por una tibia lámpara de pie, que le recordaba una agradable y soleada tarde de otoño. Clara se movía sobre sus muslos, sin dejar de adherirse contra su cuerpo, con una indescriptible desnudez. Los besos recorrían infinitas distancias, procedentes de un ayer tan maleable que muy pronto se convertía en este presente, reactualizado, vívido, inmortal…
Los brazos de él la aferraron vigorosos, rodeándole la espalda y la cintura, impidiendo que se aleje, provocando que ambas caderas se refregaran entre sí, aumentando el imaginable caudal de excitación. Clara gemía sobre su oído, suspiraba entrecortada, le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, al desplazar sus tibias manos por encima de sus tetillas, rozándolas apenas con sus pezones al izarse y dejarse caer, volviendo a besarlo, hundiéndole la lengua, cerrando ambas piernas para apretarlo cada vez más.
La excitación de él cobraba vigor muy rápidamente, como hacía mucho tiempo no experimentaba. El frío lo había abandonado. Volvía a sentirse amado, deseado, efecto que retribuía con ardor, mientras el traqueteo del tren lo mecía a un lado y al otro, potenciando el vaivén amoroso que le imprimía Clara con sus ondulantes arqueos, sinuosos movimientos que alejaban de sí toda realidad.
Hasta que ya no pudo resistirse más y se dejó ir, liberando sus recuerdos, abriendo los brazos para recibirla y entregarle su savia, permitiendo un encuentro tantas veces negado, compartiendo ese calor inenarrable que siempre deseara retener junto a su corazón. Y así la recordó, sus rasgos afilados, los ojos claros, una nariz recta que prevalecía sobre unos labios pequeños pero carnosos, las cejas oscuras y tupidas, la tensa expresión orgásmica de un intenso amor que por siempre existiría dentro suyo…
Recordó la liviandad con que encaraba la vida al estar junto a ella, la etérea sensación de volar sobre las calles y las playas durante los extensos paseos que disfrutaran juntos, la trascendencia de cada detalle hecho signo, el calor que le transmitiera su mirada durante tanto tiempo, la consistencia de un vínculo que le otorgaba solidez e impedía que se desmembrara en su propia confusión. Comprendió el estatuto que había adquirido el peso de la propia angustia al estar alejado de ella, el horror que experimentara cada noche que se acostara a solas en una cama absurdamente vacía, con la noche por delante y el sueño resistente a abrazarlo, para conducirlo dentro de ese mágico espacio que creaba cada noche para reencontrarlo con su deseo. Supo que, al convertirse el amor en algo tan leve y el desamor en algo tan pesado, aquello podía conducirlo a una locura tan adherente que jamás conseguiría apartarse de ella, al menos mientras viviera, cargando con aquel dolor hasta el final de sus días. Y el calor que recordara sobre este preciso vagón de tren sólo sería un vano espejismo de los momentos idos, insustancial y evanescente.
Se resistió a recordar más, a enfrentarse con el dolor, a tolerar la realidad. La creciente sensación cobró una entidad casi física a lo largo de todo su cuerpo. Entonces se dejó ir, llevado en brazos por un orgasmo de raíces tanto físicas como mentales, arropado por una tibieza solar que provenía de sus profundidades anímicas más entrañables, abrazando a su propia Clara en un instante amoroso que él hubiera deseado no se acabase nunca…
Así, mientras continuaba alejándose del dolor de la ausencia, se dejó llevar por el traqueteo hasta la próxima estación, rogando porque siempre existiese una estación más en su camino, y esa extensa vía que lo conducía al recuerdo jamás tuviese un final.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
TAN LLENOS DE PAISAJES NO VIVIDOS…
 
 
 
 
 
 
 
 
 
RETRATOS INTERIORES *
 
 
“Todos estamos, Oh, mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.”
ELENA PONIATOWSKA
 
 
 
Amor, traigo un hueco ancestral dentro del pecho.
Un paisaje niño y recuerdos dispersos. Una herida empañada.
Ambos lo sabíamos; la muerte llegaría en otoño.
Un paisaje de címbalos dorados.
Y temíamos, no, no es eterno el enero.
Castillo en ruinas. Campana amordazada. Manzana de oro.
Ay, amor. Tan callado. Tan quieto, tan desnudo.
Ardiendo, ardiendo siempre. Memorioso. Inocente.
Ay, cuantas calandrias han caído. Cuantos santorales.
Cuantos dedos quedaron en su pelo.
Su rostro de sal mordiendo mis avernos.
Su respiración. Sus hormigas carnívoras. Su albardón.
Y grito, toda yo un grito ensangrentado.
Una pupila que me corroe el aura.
Y esta realidad que me golpea el rostro.
Hoyosa. Espejada. Escindida.
O quizás, solo quizás.
“…la soñé y tal como la soñé amaneció en mi puerta…”
 
 
*De Amelia Arellanoamelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Anatomía del dolor*

 
 
 
no sabes nada.
vos
no sabés nada       si
 
apenas
hurgas el                   dolor

con el dedo
como los niñitos              que
hacen agujeros sobre el cemento de
la pared,
así
surcás las capas

del cuerpo
como si se tratase de un
juego
como si

el goce
consistiese         sólo
en                                 verte

desintegrar
el propio
hueso.
 
*De Lila Biscia.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL ESPERADOR*
 
 
 
La habitación es pobre, por la ventana entra una luz tamizada por una cortina con agujeros, que producen manchitas irregulares de sol sobre el muro encalado. Una araña de patas largas y cuerpecito minúsculo hace filigrana en el techo. Hay una cama, un escritorio sencillo de madera, una lámpara con el pie curvo, despintada como todo, apagada a pesar de que el sol allá afuera está bien alto pero adentro es penumbra y tristeza.
Revistas viejas apiladas, un ventilador de metal sobre una silla, un ropero al que las puertas no le cierran del todo.
Adivinamos un baño del otro lado de la pared por el goteo lento pero continuo. Suponemos sin verlo que la tapa del botón falta, y para realizar la descarga del inodoro habrá que tirar del fierrito dentro del pozo rectangular abierto como una boca que ni llora ni ríe, abierto el rectángulo como una boca asombrada, suspendida en un grito o quizás inmóvil simplemente, esperando algún tipo de reparación.
Un hombre en camiseta sin mangas está acodado en la mesa de la habitación. No hay relojes allí, sólo las manchitas de luz que imperceptiblemente recorren las paredes y hacen de reloj de sol indicando que el mundo transcurre allá afuera. El sol se mueve, las manchas pasean lerdas por la pieza como constelaciones nocturnas de inmensidad y lejanía, aquí nunca es de día ni de noche, nos decimos, no es un buen lugar para cultivar vida.
Canta un pájaro, algún perro ha ladrado confusamente en algún lugar. Les contestan. Otros pájaros se desgañitan en respuesta, otros perros emiten sus voces destempladas comentando lo que dijo el congénere.
El hombre no se ha movido. Vemos que hay una pavita abollada, un calentador, un mate de madera recubierto en aluminio, una lata de yerba ennegrecida. Otra lata suponemos que contiene galletas, pero no la ha abierto.
El hombre está encorvado, los brazos sobre la mesa y la cabeza con pocos cabellos obstinadamente fijada hacia adelante. Le corre una gota de sudor temblorosa desde la axila. Anacrónicamente, una pantalla de ordenador le ilumina los ojos. Habríamos creído que un lápiz de madera y una hoja rayada serían más convenientes, pero la notebook delante de su rostro está tan deslucida como el resto de las cosas, polvo entre las teclas, la pantalla sucia y en una esquina del aparato una cinta aisladora remendando una quebradura.
Escribe con dedos pálidos "resido en Baudrix", y en el ordenador que desmaterializa el ser y lo transforma en unos cuantos caracteres viajando por el globo, se transforma en una frase maravillosa, él se transforma en un hombre misterioso y fascinante. Baudrix. Una mujer se imagina un caballero hermoso y distinguido en una casa de tejas negras en medio de un jardín con una fuente. Otra mujer se dice "Baudrix" y aparece un muchacho lánguido de nariz recta sentado en el pretil de un puente de piedra sombreado por altos pinos. "Baudrix" se dice otra, y evoca prados verdes y quizás robles, y quizás a lo lejos la aguja del campanario de una capilla medieval.
"Baudrix" ha dicho ella. Y sonríe, y piensa en el hombre en camiseta, en la cama de hierro, en la uña del dedo gordo del pie derecho que le rompe las zapatillas de lona. Piensa en los cabellos ralos, las mejillas mal afeitadas. Recuerda la mujer la cortina con agujeritos, el comedor con los muebles de la abuela, el patio de baldosas desparejas.
"Escribe él, aquí, en Baudrix", se dice la mujer. "Y está solo, y espera" se dice. Espera aunque en la estación ya no arribarán más trenes. Lanza sus botellas, él, y todavía. Espera. Se dice la mujer.
El timbre no funciona. Unos nudillos golpean la puerta.
El hombre se pone una camisa de mangas cortas sobre la camiseta, se calza las chinelas y gira el picaporte de su puerta.
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
“Hermoso día para pasear”, piensa, mientras el sol les arde sobre la piel, gradual pero implacable, en esta calurosa mañana de enero. Su hermosa y vivaz hijita de casi tres años lo toma de la mano y no deja de relatarle lo que ve, excitada y con ojos asombrados.
-¡Papi, unos pajaritos! ¡Uuuuuhhh! -, y agrega con decisión: –Yo voy a volar como los pajaritos.
-¿Y si en lugar de volar por el aire, volamos en un tren? -, propone él, midiendo la distancia que les resta: detrás de la arboleda de araucarias se encuentra la estación.
-¡Un tren, sí! Me encanta viajar en tren-, y se cuelga de su brazo, apurando la marcha.
Una suave brisa mitiga el progresivo calor de la mañana. Mire donde mire, estallan los colores bajo el poderoso sol del verano. Y al acercarse a los límites de la estación, contempla casi como al descuido, a un costado del camino de grava, un enorme macizo de hortensias que lo proyecta abruptamente hacia el pasado…
…¿Cuánto tiempo hace que no piensa en aquellas hortensias del jardín de su casa, en Mar del Plata? En aquel sendero de ladrillos húmedos que llevaban hasta el quincho, donde chirriaban las brasas de la parrilla, su padre acomodaba el fuego, y el asado con los chorizos se iba cocinando lento y parejo debajo de un cartón extendido. En la sombra mohosa de aquel pino centenario, cuya frescura regaba hacia las tres casas vecinas. En las ligustrinas que se desbordaban, aferradas con firmeza al alambre tejido. En la ropa limpia que su abuela había colgado de la soga que cruzaba el parque. En las rejas nuevas que su padre había hecho instalar pocos años antes, a raíz de los robos cometidos en el barrio, incluso en aquel mismo jardín, del que unos malditos rateros se habían llevado durante la noche un secarropas, algunas herramientas, varias reposeras plásticas, y la mesa de tablones de madera que conservaban desde hacía décadas.
¿Cuánto tiempo…? Los recuerdos le resultan extraños, como si perteneciesen a otra vida, o quizás a otra persona. ¿Acaso fuera así? ¿Cuántas cosas le han ocurrido durante aquellos años, desde la última vez que pisara aquel entrañable parque cubierto de hortensias? ¿Cuántas vivencias, compartidas o en soledad? Aunque a él le costara recordar momentos de soledad; siempre había preferido evocar momentos compartidos con sus afectos, tener más presente una risa que un silencio. Recuerdos de sus tres hermanos menores, recorriendo las parquizadas cuadras del Barrio Constitución hasta la playa, mientras cargan con el mate, a veces la sombrilla, y comentan películas vistas, o libros e historietas leídos. De su abuela, quien hoy ya no está, preparando las mismas tortas fritas con grasa vacuna que solían amasar y cocinar a la par en aquel campo de Entre Ríos, escuchándola decir que “al menos, con eso los chicos tenían un alimento para la tarde”. De su padre, acompañándolo a hacer compras a bordo de una vetusta camioneta Datsun, que continúa funcionando de manera inexplicable, escuchándole narrar las mismas anécdotas de siempre, referidas a su pasado familiar o laboral –vinculado de por vida con el ferrocarril-, ayudándolo a terminar las frases y recibiendo como habitual corolario la pregunta: “¿Cómo: ya te lo conté?”.
“¿Dónde se ha ido todo eso?”, se pregunta, hipnotizado por las frondosas hortensias, oyendo muy a lo lejos el incesante parloteo de su hijita, aferrada de su mano mientras ingresan a la estación, recorren el pasillo de la boletería cerrada, se acercan al andén. “¿En qué me convertí?”
Imágenes sin conexión aparente se le presentan delante de sus ojos; escenas editadas de diferentes películas conforman en un caos particular su propia película, la de su vida, tan errática y variada como la de cualquiera, con una enorme cantidad de detalles que la terminan haciendo única. Recuerdos de sus afectos primarios, claro está, pero también de sus amigos, sus ex parejas, sus compañeros y compañeras de trabajo… Todos aquellos que alguna vez, en determinado momento, han sido significativos en su vida y le han dejado una marca, que por pequeña que sea, hace una enorme diferencia: la de que hoy, él sea de esta manera y no de otra…
-Ahí viene el tren -, se escucha decir, al arrodillarse junto a su hijita y señalar con el brazo extendido hacia el horizonte, donde la inconfundible silueta del frente de una locomotora diesel se recorta contra la profundidad de la vía, haciendo sonar su estridente silbato en la distancia.
El se ha convertido en esto: hoy es padre de familia. Además de ser amigo inclaudicable de sus amigos, de atesorar el cariño hacia sus hermanos -aunque se vean poco, y dos de ellos también hayan sido padres-, de agradecerle a sus padres todo lo que han hecho por él –con sus aciertos y sus errores-, de ejercer con su título profesional y poder vivir de eso –algo que hasta hace unos años no le parecía muy tangible-, además de todo eso tiene una familia que adora, una hija que lo enternece como nadie pero que también lo saca de quicio, una mujer a la que considera un par y en quien confía plenamente.
El, de alguna forma, ha dejado de ser hijo y se ha convertido en hombre. Y la evocación de las hortensias se lo recuerda de manera inexorable.
-Vamos a volar…¡en tren! -, grita ella, agitando los brazos, dando emocionados saltitos a su lado.
-Si, hijita -, murmura él, mirando hacia el futuro. –Vamos a volar…
 
 
*De ALDIMA.  licaldima@yahoo.com.ar
Marzo de 2011
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
FIESTA*
 
 
 
Hay costados de mirada
manos ocupadas
Hay cosas en las manos ocupadas
cosas que se comen
y después ocupan la boca
La boca (entre cosa y cosa) hace una mueca
una contracción
una pirueta
un costado de gesto de boca
hace un algo en el descanso entre cosa y cosa
y sonríe
Con suerte dirá
Y suerte es que ese costado se encuentre con otro costado
Con suerte dirá
y será elocuente
Dos costados elocuentes
dirán que no sólo importan las cosas
las cosas que se comen y se tienen con las manos
las que cuelgan de cualquier parte
o se portan
o se calzan
Dirán el nombre de aquél detrás de las velas
y ya se pueden ver a todos los costados
de miradas
de muecas
de aplauso
ya se los puede ver con la boca al borde
ya casi entonan
Que los cumplas feliz
Todos los costados cantan
 
 
 
*De Pamela S. Terlizzi Prina. pameprina@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
TORMENTA*
 
 
 
Un precipitarse de cielos que huyen
de sí mismos,
parecen buscar la medida del hombre...
en planeta conocido...
guarecerse en su forma,
indagar su destino.
Vociferando en truenos
alumbrándose el camino
con relámpagos heridos
–luz que hiere nubes–
vientres abiertos que escurren
líquido de vida.
No es mansa esta lluvia,
Viene perseguida…
Se cierran puertas y ventanas,
palidece cada casa
porque dentro, el hombre
también cierra el alma.
Puede llamar la noche
con sus dedos de agua.
pueden romperse cielos
contra techos y argamasa.
El hombre se esconde
en su cueva de nada
porque la nada puede
abrigarlo hasta el alba.
Cuando salga a la calle
encontrará despojos
de tormenta callada
y un gorgoteo agónico
acompañará su marcha.
Lluvia, no llores
escóndete en mis lágrimas.
 
 
*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
 
-De "Raíz al aire" -1981-
 
 
 
 
 
 
 
 
 En el País de las Alicias*
 
 
 
Ella, con una sola mirada nocturna
me despojo de mi universo blanco
y en un solo susurro me pregunto:...
¿Tú habitas el planeta donde los hombres mueren?
 
Creemos que estamos infinitamente solos,
así he de pensarlo, en el País de las Alicias,
en ese capítulo inquieto de la seta oráculo,
en ese libro de todos los sueños del mundo.
 
¿Quién eres tú? ¿Quién eres en realidad?
¿Por qué llegaste a mí siendo pequeña?
Escuchaste mi voz severa y vacilaste,
recitaste mi poema y resulto tan distinto.
 
Yo ya no tengo el pretexto de soñarte,
si de este sueño soy tu sueño ya soñado,
de la vieja humareda azul y su narguile,
que me anubla tu recuerdo y su tamaño.
 
Y de los dos lagos lunares bajo tus pestañas
solo quedan efímeros despojos de tormentas.
Solo sé que si un día retornas de Wonderland
me partirás en mil pedazos, el rojo corazón.
 
 
*De Jorge Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com
 
- 2014 -
 
 
 
***
 
 
INVENTREN
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