*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell. Argentina
INDECISION*
No debía haber
entrado en aquella pequeña habitación en la que se quedó encerrado. Al tacto se
dio cuenta de que a pesar de lo reducido de la misma había una puerta en cada
pared. A la luz del mechero descubrió que estas tenían un letrero colocado a la
altura de los ojos y vio también dos puertas más, una en el techo y otra en el
suelo.
Vio claro que
era un punto sin retorno porque no había manera de identificar por donde había
entrado. Y vio claro también que debería escoger una puerta jugándose su futuro
a tenor de la que eligiera. Un dilema de cuatro puntos cardinales mas el techo
y el suelo.
En la puerta
Norte la leyenda decía:
"La guía,
el punto magnético, frío en el alma"
La desechó por
no considerarse un líder y por miedo.
En la puerta
Sur rezaba:
"Vida
escasa, temperatura extrema, soledad"
Ni pensar en
esta, sentirse solo siempre fue uno de sus temores.
En la puerta
Este se podía leer:
"Especies
y aromas, sueños vanos, pasión culpable"
Rechazó esta
posibilidad por temor a las culpabilidades, aunque no se sentía culpable de
nada.
En la puerta
Oeste había escrito:
"Ocaso, mares
embravecidos, distancia infinita"
Esta opción le
dio más miedo aún que la anterior. Miedo a lo desconocido, a lo oscuro. ¡No!
En la puerta
del techo leyó:
"Solamente
para almas puras".
Ahí sabía que
no tenía opción alguna.
Miró al suelo
buscando el letrero y no lo halló.
Supo que tenía
que decidirse rápidamente y que no debía escoger el suelo, a pesar de no haber
nada escrito y precisamente por eso. Estaba en un mar de dudas y los minutos
iban pasando. Se dio prisa a si mismo consciente de que no le quedaba tiempo y
tomó una decisión. Se giró y en el momento que estaba delante de la puerta
escogida se abrió el suelo y cayó. Cayó irremediablemente en una caída sin fin,
cayó hacia la nada infinita mientras pensaba que su indecisión le había llevado
a un destino inconcreto y eterno
*De Joan
Mateu. joan@zarca.es
El cuarto
oscuro*
Uno de mis
placeres
cuando era niño
era estar
en puntas de
pie
al lado de mi
padre
y verlo revelar
sus placas.
Pasábamos horas
así.
Había una luz
roja
en el cuarto.
Al principio
no se veía
nada,
luego unas
manchas,
una formas,
hasta que al
fin
toda la escena
aparecía:
una vista del
campo,
un río,
una fiesta de
Navidad,
futbolistas de
Luton Town.
Parecían
pequeños
milagros.
Cuando me pongo
a escribir,
el cuarto está
oscuro
y no hay nada
salvo la luz
azul
de la pantalla
y un rectángulo
blanco
y un
sentimiento,
una imagen,
la memoria de
algo real
o soñado,
ideas
que poco a poco
toman forma.
*De Robert
Gurney. bob@verpress.com
*Antología
Poética de Robert Gurney, Lord Byron Ediciones, Madrid, 2016.
PRESENCIAS*
Queda la casa
en el pueblo, y esa esquina donde me dijiste adiós para siempre. Los que no
quedan son los plátanos ni sus hojas que regaban el suelo en ese Otoño que se
fue para morirse, como los años encimándose sobre nosotros, impiadosos y
crueles y siempre pegando en los límites de aquella adolescencia ya muerta.
De qué socavón
oscuro de silencios puede guardarse ese perimido sentimiento, es pureza que
percudió el oprobio de los años que nos arrinconan ante la luz que se apagó
ante los ojos sin fe.
Pero siempre
quedan los árboles, aunque no son aquellos añosos plátanos que es memoria de
los más viejos a los que acompañaron con su sombra propicia, protectora y
esperada.
Los árboles,
quiero decir, los más nuevos, los que se interponen entre los duros rayos del
sol y la desidia de la gente que presurosamente realiza sus trámites para huir
cuanto antes de la canícula de este verano que no da un segundo de resuello y
cuando llega el atardecer una nube literal de mosquitos acosa al viandante
distraído o al incauto que sacó su silla a la vereda para “tomar fresco” con
naturalidad, como era en otro tiempo. Pero esos son otros tiempos, y uno lo
debe comprender.
Una pequeña
población rodeada de verde, de árboles muy altos, algunos álamos, unas tipas
empecinadas que resisten en las afueras, los paraísos que la comuna planta en
las veredas, los pastizales que cubren los zanjones, los espejos de agua que
festonean las orillas, todo contribuye para que el lugar sea realmente
placentero. Si uno mira los bañados que las numerosas aves acuáticas
sobrevuelan en amplios círculos apenas un ser humano se acerca, por más cuidado
o sigilo que ponga, nada merece su confianza y ni qué decir si se produce un
disparo que va extendiendo sus ondas sonoras por el confín de los campos.
El ruido
imparable de los batracios permanece impertérrito como si no perteneciera a
este mundo sino a uno paralelo donde cada cual produce su propio ruido que no
es precisamente el tono de Mozart.
Cuando las
calles eran de tierra polvorienta y sólo las iguanas y las mariposas cruzaban
en días estivales donde el sol caía a plomo esa quietud se quebraba con
el paso de unos perros vagabundos peleándose o un carro que rechinaba con su
negligente pachorra.
Ahora con el
asfalto que cubre todas las calles del pueblo, que cruzan autos y chatas cero
kilómetro, veloces, distintas maquinarias agrícolas y camiones con una altura
que excede el piso superior de una casa, uno desearía por un minuto esa calle
de tierra, ese silencio, esa modorra en que el pueblo se solazaba esperando el
sulky traqueteante del viejito Ortali, con su sombrero que le cubría la cara
angulosa con los huesos pronto a salirse de madre y rodar hasta las zanjas que
cubren gramillas cubiertas de polvo.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
ESPINO Y AVE*
Hoy quiero
salir del peso de palabras sombrías.
Escapar de su
prisión. Hacer el ejercicio
luminoso de
decir el pensamiento
que sutura
heridas.
Decir, por
ejemplo
respiro.
Nombrar un
milagro;
hijos.
Imaginar un
imposible;
tener frente a
mi casa, un río.
O sentir que
puedo
modelar la
arcilla de esta tarde
y hacer con
ella, amorosamente
la silueta de
quien fui; el espino y su ave.
Tan simple. Tan
lejos. Tan mío.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Detrás de
oscuramente fuerte*
*Por Antonio
Dal Masetto.
–Había una vez
–dice la narradora de historias de mi infancia, mientras nosotros sentados en
el piso alrededor nos arrimamos un poco más al fuego y nos preparamos a
escuchar.
–Una vez –dice
el eco de la alta y gran habitación sólo alumbrada por el resplandor de las
llamas del hogar.
–Había una vez
un nadador –sigue la narradora.
–Un nadador
–repite el eco.
–Avanzaba por
un río de montaña, a favor de la corriente. Perseguía un pez rojo. No tenía en
la vida otra actividad que ésa: nadar. Y ningún otro objetivo que la caza de
aquel pez.
–La caza de
aquel pez.
–El nadador era
un ser altivo y solitario.
–Altivo y
solitario.
–Avanzaba a
grandes brazadas, firmes y regulares. No era buena época para nadar, comienzos
de primavera, las aguas estaban heladas. De vez en cuando hundía la cabeza y
atisbaba a través de la corriente. El pez huía allá adelante, lejos y rápido.
Tenía un intenso color rojo que lo hacía visible aun en la espuma.
–Aun en la
espuma.
–Aparentemente
no había muchas posibilidades de alcanzarlo y el esfuerzo podría haber parecido
inútil. Pero el nadador, aunque no pensara en ello, sabía instintivamente que
hay un tiempo para la persecución y otro para la captura. Por ahora lo único
que podía hacer era mantenerse en el centro de la corriente. Lo guiaba una
certeza: algún día, alguna noche, todo cambiaría y algo nuevo debería ocurrir.
–Algo nuevo
debería ocurrir.
–De vez en
cuando se sumergía y volvía a indagar más allá de los remolinos. Y si en algún
momento no lograba ver al pez rojo, se esforzaba por imaginarlo, trataba de que
nada penetrara en su mente que no fuese aquella imagen.
–Que no fuese
aquella imagen.
–Oscureció y
siguió su carrera bajo las estrellas. Amaneció, volvió a oscurecer y así
durante muchos días. Pero la mayor dificultad para el nadador era la cercanía
de la tierra.
–La cercanía de
la tierra.
–Debía apelar a
toda su capacidad y concentración para evitar la costa que se le venía encima
en cada curva. Sabía que si la tocaba estaría perdido, su voluntad flaquearía,
se quedaría allí, elegiría la comodidad y el sueño, la imagen que había estado
persiguiendo desaparecería, él mismo dejaría de sentir interés por el pez y
olvidaría poco a poco la razón que lo había mantenido en el agua y nadando
durante tanto tiempo.
–Durante tanto
tiempo.
–Y había
momentos en que las orillas ofrecían un aspecto realmente inocente y seductor.
Para no sucumbir, el nadador se repetía que cuanto estuviese más allá del río
era su enemigo, que no se tenía más que a sí mismo, su voluntad y su
obstinación. Por lo tanto, buscaba siempre el centro y la turbulencia.
–El centro y la
turbulencia.
–La corriente
era su único refugio. Pero a diferencia de otros refugios, de los muchos que
poblaban el mundo, el suyo no le permitía descanso, le exigía una actividad
permanente, ingrata y agotadora. Y así seguía braceando, se sumergía y volvía a
emerger.
–Veía desfilar
paisajes cambiantes, casas aisladas, pueblos, días serenos, noches amplias y
tranquilas. El seguía.
–Seguía.
–A veces, una
figura detenida en la orilla o en la mitad de un puente parecía saludarlo o
invitarlo a detenerse. Fue pasando el tiempo, fueron pasando las estaciones.
Verano, otoño, invierno, nuevamente la primavera. Aquel era un río que recorría
toda la Tierra y ese viaje podía no haber terminado nunca.
–Nunca.
–Sin embargo,
un día la correntada disminuyó de intensidad, las márgenes se alejaron y el
nadador desembocó en un remanso de agua transparente.
–Agua
transparente.
–En el centro,
en el fondo, quieto, luminoso, entregado, el pez rojo lo estaba esperando.
–Estaba
esperando.
(Publicada el
13 de noviembre de 1990)
Grandeza*
(A mi padre)
Está tu corazón
en cada
limonero
que sombrea la
huerta,
en cada flor
que luce este
jardín.
En la tierra
sembrada,
en la mesa
tendida
y en el fuego
encendido
del invierno.
Y tu amor
confundido en
lo diario,
cobijo
permanente
que casi no se
ve.
Llevas en tus
raíces
pesares
olvidados
y en tu sonrisa
tibia
no caben otras
galas
que las
simples,
pequeñas,
grandezas de la
vida.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
*
Por las
ventanas,
siempre entraba
luz.
Mamá
tenía cierta
obsesión
con el
encierro:
se sofocaba
si cerraba los
postigos.
La casa se
abría
hacia los otros
en un orden
aplicado
sin esfuerzo.
La mesa
y las seis
correctas sillas
y el mantelito
de chochet
sosteniendo las
flores.
Nosotras
también éramos
prolijas
con la ropa
planchada con
esmero
y las trenzas
perfectas
en la espalda.
Éramos
altas y
delgadas
y sabíamos
sonreír
a las visitas.
Papá y mamá
estaban
felizmente
casados para
siempre.
¿Cuál es la
sombra,
entonces,
que oscurece mi
memoria
cuando pienso
en la casa
iluminada?
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Tras ella*
(A mi padre)
¿Cómo decirte
adiós
si eres sombra
en su sombra,
si se ha ido tu
alma
detrás de la
viajera?
Ya estás lejos
aunque pueda
tocarte,
me lo dicen tus
ojos
me lo dicen tus
manos,
me lo dice la
pena
con que miras
las cosas.
Sus alas
peregrinas
se lanzaron al
vuelo
y te fuiste con
ella,
para siempre te
fuiste.
Solo quedó tu
sombra,
mi querido
árbol triste,
se murieron los
pájaros
que tenías en
el alma.
Si no sabes más
forma
que teniéndola
cerca
¿cómo encuentro
yo el modo
de no pensarlos
juntos?
Ya es hora, lo
sabemos,
así son de
inflexibles
los amores
perennes.
Ve tranquilo,
te espera,
amor mío, mi
vida.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
*
"El amo
desdeña toda forma de amor: ni dar ni recibir. Está brutalmente solo y no sólo
no lame sus heridas sino que las abre con absoluto desprecio".
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
(De mi novela "Hace
miedo aquí", Página Doce, Literatura fantástica, Buenos Aires, 2004)
http://inventren.blogspot.com/
Destiempos*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Hace tiempo que
perdí la cuenta de las veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo
que unas palabras leídas o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces -no
deja de ser curioso- fue por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de
cordero (en contra del dicho popular, no son los lobos quienes se disfrazan de
cordero, sino los cerdos. Miles de mujeres de todos los lugares del mundo
podrán corroborar esta afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones:
probablemente no sean del todo infundadas. No obstante, siempre me he
preguntado si esta soberbia que me achacan -y de la que soy culpable- es
realmente un defecto más terrible que la falsa modestia de quienes lanzan
dichas acusaciones. Cuestión de poca importancia es ésta, tienen ustedes razón.
Si lo mencioné es porque de algún modo está relacionado con lo que vine a hacer
a esta parte del mundo.
He viajado
algo. No demasiado, pero lo suficiente para comprender que un viaje es algo que
sucede dentro de uno, no fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del
tren que me ha traído hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos
atravesados, la tierra amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros
huraños, son algo que está dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a
pesar de todo, no tengo miedo.
¿Por qué habría
de tener miedo? se preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con
eso. Pero antes deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme
hasta Indacochea. Y ahí es donde entra la soberbia.
Sucedió que un
desconocido me envió un mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación
exacta del lugar donde habitaba, así como algunas particularidades del mismo.
Tras estas formalidades, a las que presté poca o ninguna atención, de forma
amable pero inequívoca me acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi
relato "La transición del hielo" se asemejaba sospechosamente a uno
que él había escrito años atrás y cuyo título era "Labio mudo".
Añadía una serie de datos complementarios, tales como fecha de publicación,
editor, etc. Y como colofón adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en
archivos de texto separados.
De entrada me
indigné porque la acusación era falsa. Después pensé que no merecía la pena
hacerse mala sangre y borré el mensaje sin la menor intención de responder a
él. No obstante, tras una ducha, un buen paseo y el posterior descanso a la
sombra contemplando los patos, me pareció que al menos debería leer su relato
para saber en qué se basaba la ridícula infamia.
Y así lo hice
nada más regresar. Recuperé el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo
en vaciar la papelera de reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente,
existían un par de similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan
absurdo como si el tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias
transcurría en una misma ciudad no inventada. Justamente así -con cierto grado
de ironía- se lo hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía
dejar de producirse) añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por
lo que sus acusaciones no sólo carecían de fundamento, sino que eran
completamente descabelladas. También le rogaba que antes de calumniar a otra
persona, en especial si esa persona era yo, leyese con atención y cautela para,
de ese modo, no caer en el error de confundir una cosa con otra. Creí que mi
mensaje era lo bastante severo para que el asunto quedase zanjado ahí.
Me equivoqué.
Unos días más tarde, llegó su respuesta. En esta ocasión se trataba de otro
relato: "Los días del perro", que según su versión yo habría
convertido en mi "Ópera con lluvia". El tono del mensaje era seco y
pretendía ser hiriente. Al principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto
empecé a leer, me invadió una sensación de desasosiego que en algunos momentos
se teñía de incredulidad. En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba
ya de dos o tres detalles nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el
estilo eran diferentes, los lugares no eran los mismos, los nombres de los
protagonistas eran distintos, pero lo que se contaba en uno y otro difería muy
poco. Yo estaba seguro de no haber leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo
leyese mucho tiempo atrás y lo olvidase luego, como confiesa Borges en relación
a un cuento de Papini? Eso me hizo pensar en la fecha, que me apresuré a
comprobar.
Mi confusión no
disminuyó al averiguar que en este caso su cuento era más reciente que el mío.
Lógicamente (¿lógicamente?) sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí.
Pero entonces -era inevitable preguntárselo- ¿por qué me acusaba? Pospuse esta
duda para más adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante
que el empleado por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y
le acusé de ser él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus
injustificables acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una
denuncia contra él.
Su posterior
respuesta (que apenas tardó un par de días) rebosaba incredulidad. Jamás
-afirmaba- se le había pasado por la cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos
-añadía- a alguien a quien estaba seguro de no haber leído nunca antes.
Obviamente, había algún error en las fechas -el obviamente quedaba atenuado por
el tono inseguro de algunas otras afirmaciones- pero lo que era seguro
-insistía- era que si había un plagiador -no dejé de notar ese condicional que
significaba una nueva vía de comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía
prever teniendo en cuenta el curso que estaba tomando todo el asunto- no era
él.
Porque la
historia empezaba a cansarme, mi respuesta fue escueta. "Lo que vale para
usted -escribí- vale para mí. Yo no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no
lo recuerde" -brevemente introduje la anécdota de Borges y Papini-
"En cualquier caso, le rogaría que retirase ese cuento que tanto se parece
a mi "Ópera con lluvia" de la web donde se publicó.
Atentamente."
Pasó una semana
y creí que todo se normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían
ocupado mis horas en esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que
llegó el siguiente correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres
suyos y tres míos). Su "Endiablado fagot" era calcado a mi "Musa
abandonada", salvo por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos,
los cuentos eran aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos
y al significado oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros.
Pensé que el tipo trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente
por aburrimiento; luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de
todo ese embrollo. Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet,
tratando de borrar acaso la desagradable sensación que me había dejado la
lectura de aquellos cuentos.
Después de un
rato leyendo noticias increíblemente parecidas a las noticias del día anterior
y del mes anterior (crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando
bombardear algún país, mucho deporte –eficaz antídoto contra el nocivo vicio de
pensar– y más corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el buscador
y comencé a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos habían
sido publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido literario.
Leí uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer entonces). Ya sin
sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de aquel desconocido.
Leí durante horas. Creo que ya sólo me movía la curiosidad de saber si ese
reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que rompiese ese patrón. No
sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo –o escribió- en una
ocasión que todo ya había sido escrito y ahora sólo reescribíamos; que tal vez,
después de todo, la originalidad no existe. Pero todo fue en vano. Se apoderó
de mí una intensa tristeza, y melancólicamente me dije que también eso era un
reflejo.
Rescaté
entonces el mensaje original del desconocido y lo leí con atención. En él narra
que vive en un lugar llamado Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo
llama lugar, -aclara- porque "tal vez pueblo sea un término exagerado para
definir esos escasos edificios bajos y esa estación abandonada". Dice que
habita una casa de dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas
personas que hay por allí se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada.
Salvo escribir. A veces. O sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O
simplemente contemplar las aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo
que se lo va llevando, igual que la corriente se lleva las ramitas que en él
flotan río abajo. De su explicación se desprende la idea de que habita un
desierto que es más grande que el nombre que lo define.
Yo vivo en una
gran ciudad que se asemeja pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a
la orilla del río Ebro a contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo
fluye. Al leer me doy cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma
persona viviendo dos vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a
escribir lo mismo, aunque de otro modo!
Mandé un mail
expresando estas ideas un tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar
esto de un modo u otro. "Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría
cambiarse por imprescindible) -aclaré- que nos viésemos. Allá o acá. Donde
sea". El habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje.
Imposible para él conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión.
Demasiados kilómetros…
Mi dificultad
no era menor; la única diferencia era mi resolución para zanjar el asunto
definitivamente. Conté el poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de
valor que me restaban; pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria.
Sabía que nunca podría devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia
podía tener todo eso? Si alguna vez regresaba…
Escribir no es
gratis -pensé mientras hacía el escueto equipaje-. Entraña un riesgo. Uno puede
encontrarse de repente o perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los
pensamientos son trenes que se niegan a seguir el itinerario de las vías.
¿Puede haber algo más peligroso en estos tiempos?
Y ahora estoy
acá. En Indacochea. La estación quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce
hacia donde debo ir. Es como si mi voluntad, ahora, no contase. Mientras camino
no puedo evadirme al sentimiento de familiaridad que me despierta todo
esto. Los árboles son como los árboles bajo los que alguna vez he paseado; el
rumor del río resuena igual que el río que pervive en mi memoria y que acaso es
la suma o la yuxtaposición de todos los ríos que en mi vida atravesé o bordeé;
los pájaros entonan las mismas melodías que en otro tiempo escuché...
-El lector
atento no habrá pasado por alto un detalle: Lo que estoy contando, según las
evidencias, sucede hacia los años finales de la primera década del siglo XXI o
los iniciales de la segunda. Pero el último tren a Indacochea vino en 1977. Dejaré
que sea ese mismo lector quien aclare este modesto entuerto, porque el tiempo
ya no me da para más: Estoy llegando ante la casa a la que me dirijo.-
Me detengo a
unos metros. Respiro profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa
quietud me rodea. Dejo la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la
puerta.
Lentamente,
como las campanas de las iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan
en la hoja de madera vieja.
Lentamente, con
esa lentitud que sólo es posible en el Sur, la puerta se abre.
-Sergio
Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
***
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