viernes, febrero 26, 2016

¿POR QUÉ LA SEMILLA NO HA GERMINADO EN PÁJARO?


*Dibujo de Erika Kuhn.








Idioma*


Línea frágil
la vida.
Busco
y me busco,
en el atroz
y mirífico
idioma
del universo.

Quién sabe,
tal vez,
podría ser
alguna vez.


*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell









¿POR QUÉ LA SEMILLA NO HA GERMINADO EN PÁJARO?








Alondras*



Ciento veinte alondras
fueron observados hace poco
en los campos cerca de Tempsford
en el norte de Bedfordshire.

Había una bandada de ochenta y cinco.

En los tiempos de mis abuelos
las alondras eran tan numerosas
que las cazaban con red,
las desnucaban, las comían.

Se dice que en Inglaterra
mataban a tres mil y medio diariamente
durante la temporada.

Cien kilos iban a París, cincuenta a Londres.

No oyes tantas ahora
en el cielo alrededor de Luton.

Unos dicen
que es por las prácticas agrícolas modernas.

En el campo de golf bajo Warden Hills
y sobre las colinas de Dunstable Downs
es más probable que escuches
el sonido de los aviones con motor de reacción
al aterrizar o despegar
del aeropuerto de London-Luton.


*De Robert Edward Gurney. bob@verpress.com













HIJOS DEL SILENCIO*



Callados,
Tristes,
Arremolinados contra el frío,
Llevados y traídos por vientos que no les pertenecen,
Enfermos de un hambre que no se cura con poemas
Ni canciones de alabanza a sus virtudes.


Enarbolan el estandarte de la ira
Aunque no puedan gritar, ni sepan cómo.


No comprenden en qué lugar quedó sepultado
el milagro que no esperan,
Ignoran el placer de recibir un regalo,
Saben de vidrieras y luces encendidas.


Hijos de la calle,
De las sombras,
Hijos de nadie,
Del olvido…


Si algún día – al fin –
Se abren las puertas de la gloria
Pasarán antes que todos.
Ocuparán el sitio de los elegidos.


Pero hasta entonces…
¿Quién los llora?



*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.











Encuentro*



Llueve ferozmente
y en esa lluvia se mojan
los gritos de la noche.
Es un lenguaje intraducible.
Enigma.
Jeroglífico.
Piedra Roseta.
Llanto seco.

Son los poemas que dejo en el olvido
-criaturas descartadas- Nonatos.

Nos buscamos
como amantes atribulados
y no podemos encontrarnos.

Sigue lloviendo ferozmente.

En un relámpago comprendo:
no es la lluvia
quien se desangra en agua.

Soy yo
quien se derrama en ella.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar














*


Mi padre
me enseñó a pescar
en los arroyos del campo.

Aguas lentas y marrones,
aguas cansadas de barro
miraban pasar la tarde
de los dos junto al barranco.

No se puede hablar,
me dijo,
porque los peces se espantan.

Nadie piensa,
junto al río,
en las tristezas que arrastra.

Se mira el agua pasar.
Calladito y esperando.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Quisiera*



Mucho antes del minuto cero
cuando ya mi aliento se evada
hacia las recónditas geografías
de mi ulterior y fría medianoche.

Quisiera poder ver:
La mordida feroz del fuego griego.
La sombra de la garra de Arquímedes.
El soldado romano al desoír la orden en Siracusa.

Mucho antes de la carcajada final
cuando ya solo dientes me acunen
en la dentellada del calcio y la ceniza
de mi póstuma reverencia hacia la nada.

Quisiera poder ver:
A Alejandro honrando la tumba de Aquiles.
Las largas lanzas de los hoplitas macedonios.
A los elefantes bramando en el valle del Indo.

Mucho antes de que el verbo sea hueso
cuando la carne sea un agrietado papiro
en este penúltimo firmamento de yeso
de la casa que yacerá por siempre vacía.

Quisiera poder ver:
El laberinto tricolor del palacio de Cnosos.
El sol sobre la cabeza de la diosa en Tartessos.
El espolón de un trirreme cortando el Thalassa.

Mucho antes de que mi pupila agonice
cuando las lámparas vacilen como estrellas
y las sombras invadan los óseos santuarios
negando mi curiosidad y me eterna memoria.

Quisiera poder ver:
La furia de Caballo Loco en Little Bighorn.
El wínchester haciéndole morder el polvo a Custer.
Las últimas nieves sobre el arroyo de Wounded Knee.

Mucho antes del minuto cero
cuando ya mi aliento se evada
hacia las recónditas geografías
de mi ulterior y fría medianoche. Estaré allí.



*De Jorge Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com











Composición*



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



El pintor supo que se estaba muriendo y de inmediato comprendió que aún había una última cosa por hacer.
Para  evitar inútiles lamentaciones y odiosas pérdidas de tiempo, ocultó  celosamente su enfermedad y dijo a todos sus allegados que se disponía a  comenzar una nueva pintura. Todos sabían que eso significaba su  completa desaparición de la vida pública por un tiempo indeterminado.
Definitivamente  aislado, juntó todos sus cuadros en la nave que le servía de estudio y  almacén (nadie había sospechado que los que vendía, aquellos que se  exponían en las mejores galerías del continente, eran meras copias  edulcoradas de los originales, que nadie salvo él había visto). Poco a  poco, los fue ordenando en el muro del fondo. Noventa cuadros. Podría  formar con ellos un rectángulo. Nueve filas de diez (o seis de quince, o  cualquier otra cábala imaginable).
Hizo instalar unos estantes  de lado a lado de la nave. Después, tuvo que contratar a un obrero para  que se ocupase de las filas más altas. El tiempo se agotaba. Cada vez  más ansioso, fue dirigiendo la composición del improvisado puzzle,  guiado por su poderosa inspiración, de la que tanto se había escrito en  las revistas especializadas. Algunas veces gritaba, ante la indignada  sorpresa del peón; otras, paseaba nervioso por toda la nave, murmurando  para sí. Su mirada delataba la fiebre; aquella inquietud era el símbolo  de un presagio. Su salud se consumió en pocos días.
Al fin,  tembloroso y débil, sentado en una butaca junto a la puerta de la nave,  lugar desde el que se podía apreciar mejor el conjunto, hizo una  imperceptible indicación a su empleado, que cambió un cuadro por otro,  lo mismo que había estado haciendo una y otra vez durante las últimas  horas o los últimos días. Pero esta vez, el resultado satisfizo al  pintor: Sonrió levemente, hizo un gesto vago con la cabeza, se recostó  en la butaca y pareció extasiarse en la contemplación de la obra  terminada.
Si otra persona hubiese estado allí, junto a él, tal  vez su corazón se hubiese sobrecogido ante el magnífico espectáculo,  quizá hubiese podido comprender que aquel gigantesco mural, poblado de  horribles criaturas danzantes, de imposibles árboles que no podrían  crecer en otro lugar que no fuese el innombrable averno, de casas  formadas por cuarzo y estiércol, de ciudades llameantes y mares negros,  no era otra cosa que el retrato fiel e inconfundible del pintor que  ahora yace en la butaca contemplando con sus ojos muertos el poso que  los años fueron dejando en su alma.












TIEMBLAN LAS FOTOS*


“...Quedan los rostros como sombras
las voces como ausencias
la memoria de un último día...”
ANA MARÍA CUE



Tiemblan las fotos amarillas.
Trepan en infancias con rodillas de greda.
Algo duro me golpea la frente.
Un martillo. Un tambor. Un tormento.
Abren compuertas. Vasijas. Preguntas sin respuestas.
¿Por qué la aurora boreal yace trizada?
¿Por qué la telaraña no sostiene la noche?
¿Por qué la piedra quiere ser arcilla, y la arcilla piedra?
¿Por qué la semilla no ha germinado en pájaro?
¿Por qué canta la alondra cuándo la noche llora?


Fotos amarillas. Si las toco, se disuelven.
Como una blasfema. Una burbuja. Un beso.
Y me tiemblan y me hablan y me observan.
Colgados los mandatos en viejos almanaques.
Señales: No doblar. Frenar. No avanzar. Peligro.
Ceden las vértebras que sostienen mi silla.
Cede el hueco del ojo de la aguja.
Bengalas apagadas. Astrágalos.
Apunarse en el llano.
Largar las bridas en caminos de cornisa.
Tropezar. Una y otra vez. Y otra vez.
Cuerpo arqueado por el amor, el odio y el espanto.


Olor a madreselvas amarillas.


Y un temblor de fotos que acarician mis manos.
Mis manos extendidas... abiertas, elevadas.
Tembladeral de soles.
Mis manos, peregrinas del viento.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar









*


Creo que todos más de una vez pensamos en la sutil rebelión de las cosas, sobre todo cuando se pierden: allí parecen tener vida propia. Pero también cuando las percibimos caóticas en la oscuridad, o con la ingenua sencillez que tienen a la mañana, la indiferencia que afectan de tarde y la malignidad irónica que muestran al atardecer.

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com










InvenTREN






Una ausencia rodeada de escombros*



Helado era aquel amanecer de invierno, allá por el ‘77, cuando las siluetas de los tanques aparecieron en el horizonte. Pocos fueron los vecinos que ignoraron lo que ocurriría a partir de entonces. La mayor parte del pueblo había aguardado aquel instante montando guardia durante toda la noche, calentándose debajo de gruesas frazadas y mateando hasta el hartazgo, iluminados los torvos semblantes por el resplandor de los Primus, gauchitos por siempre, compañeros en las casillas y en la vía.
La noticia había llegado hacía ya varios días, aunque el clima de desasosiego se perfilaba desde hacía meses. El ramal ferroviario que otrora pertenecía al Midland iba a dejar de cumplir su servicio habitual. La ley de Martínez de Hoz decretaba que "los ramales que presentaran baja densidad de tráfico ferroviario serán levantados antes del fin de septiembre del año 1977". Aquellas palabras habían resonado en los oídos de los habitantes de los pueblos interconectados por el ramal como una filosa caída de guillotina. Su principal fuente de comunicación y transporte desaparecería para siempre. Y entonces, ¿qué sería de ellos?

Coronel Marcelino Freire era un típico pueblo de campo, constituido por los Cornero, los Boeri y los Martello, entre otras familias. Todas ellas oteaban el horizonte a través de las pequeñas ventanas de sus cocinas aquella infausta mañana en que llegó el Ejército. Y todos, a paso lento y amargado, resignados ante el peso implacable de la ley dictada por las autoridades, salieron de a uno al frío de la mañana, a ponerle el pecho al destino que los aguardaba, implacable, a pocas horas de distancia.
La amenazante silueta de los tanques ya rodaba a la entrada del pueblo cuando sus habitantes pisaron las calles de ripio. Los motores ronroneaban y tosían al acercarse, desplazando unas moles blindadas que no daban señales alguna de vida aparente. Como si los emisarios del corte del servicio no fuesen hombres sino máquinas, insensibles engranajes de una cruel estructura de poder. Al frente de ellos, un jeep con la cabina cerrada por una sucia lona verde lideraba la lenta marcha.
Sólo al detenerse la formación sobre la calle Ayacucho, cuando las puertas se abrieron, los pobladores consiguieron identificar a las fuerzas del orden. El oficial a cargo, con la gorra encasquetada en la cabeza hasta las cejas y las solapas del abrigo levantadas, bajó del jeep, hizo sonar un silbato que alertó a todos los presentes, estremeciendo a las mujeres, y gritó hacia la improvisada muchedumbre:
-¡Soy el Mayor Oscar Tomeo, y busco al Señor Jefe de Estación! ¡¿Saben Uds. dónde se encuentra?!
Hacía ya varios días que por allí había circulado el último tren, llevándose consigo las ilusiones de todos. Con él, transido por la inapelable noticia de su despido, se había marchado Don Agustín Camardón, histórico Jefe de Estación, munido por sus pocos enseres, incapaz de hablar y despedirse, demolido por la angustia. Ya nadie se haría cargo del funcionamiento de su otrora prestigioso lugar de trabajo. Desde entonces, la estación quedaría en pie como absurdo monumento a la ineficiencia política.
Aunque la cadena de absurdos no hubiese hecho más que comenzar…
-Se fue hace rato –respondió José Martello, dando un paso al frente, un tanto atemorizado por el uniforme y los galones. –No hay autoridad ferroviaria en Coronel Marcelino Freire. Parece que ya no la necesitamos…
-¡Entonces –continuó el Mayor Tomeo a los gritos –se retiran todos de las inmediaciones de la estación! ¡En nombre del Gobierno de la Provincia vamos a dar comienzo a las tareas de saneamiento y demolición!
Demolición… La sola idea estremeció a los presentes. Un débil sollozo femenino, consciente de la imposibilidad de sostener una ilusión que negara aquella equivocación, se dejó oír entre la variedad de apagados murmullos. Alguien quiso protestar cuando el Mayor Tomeo se volvió hacia los tanques, pero otro vecino lo llamó a silencio de un empujón.
Las puertas superiores de los blindados se fueron abriendo con chasquidos metálicos. Varios cascos verdes se asomaron y contemplaron el perfil del edificio que se elevaba hacia su izquierda. Amplios ventanales y gruesos muros les devolvieron la mirada.
Con espartana precisión pero sin apuro, los uniformados comenzaron a desarrollar sus tareas, bajo la asustada mirada de los pobladores, que a poco de permanecer allí, calados de frío hasta los huesos, dedujeron que la aparente amenaza de la caballería blindada podía llegar a resultar simplemente eso.
Los soldados derribaron la puerta de la boletería, de la oficina principal y de la sala de espera, además de abrir con varios culatazos de máuser los pesados postigos de los ventanales. Luego, ataron unos gruesos cables de acero a las estructuras metálicas de sus tanques, mediante sólidos ganchos de amarre, y tendieron el otro extremo hacia los mudos ventanales, perforando con taladros sobre las paredes a fin de colocar las gubias donde amarrarían el cabo restante de los cables. Una vez realizada la maniobra, avanzada la mañana, entibiados rostros y manos por el tímido sol invernal, volvieron a trepar a los tanques y encendieron los motores.
-¿Qué van a hacer? –preguntó por lo bajo Raimundo Boeri, a medio camino entre la resignación y la curiosidad, incapaz de comprender la efectividad de la operación.
-Una gran cagada –sentenció a su lado Eustaquio Cornero, deseoso de unos mates, pero temeroso de perder algún detalle del espectáculo que ya había congregado hasta al último de sus vecinos frente a la tradicional estación, tumultuoso centro de reuniones a la hora en que solían llegar los expresos de pasajeros, mucho tiempo atrás.
-Mejor así –masculló José Martello, atesorando una débil sonrisa de esperanza. –Que les cueste derribar el esfuerzo de quienes vinieron antes que nosotros a levantar nuestro humilde medio de vida.
Los blindados giraron sobre sus orugas hasta ponerse de espaldas a la estación. Una vez alineados, aguardaron la orden de salida. El Mayor Tomeo, trepado al estribo de su jeep, supervisó la disposición de las máquinas y pitó con su silbato. Los tanques aceleraron, haciendo rodar en falso las orugas, tensando los cables hasta su máxima expresión, levantando densas nubes de polvo y ripio.
Varias respiraciones se contuvieron. Manos crispadas se taparon la boca, evitando soltar un grito de angustia. Alguien sintió que se le derrumbaba la presión…
Los poderosos motores bufaban y chillaban, hasta que de pronto la mañana se estremeció con el latigazo del primer cable cortado. Uno de los tanques se precipitó a toda velocidad sobre la casa emplazada frente a la estación, derribando la cerca de alambre y torciendo un limonero contra la medianera, mientras se oían estridentes alaridos de sorpresa. El segundo cable se cortó antes de que los vecinos se repusieran de la anterior conmoción, originando estampidas y chillidos. El segundo tanque, con menor fortuna que su predecesor, colisionó contra la camioneta Ika de Raimundo Boeri, reduciéndola a chatarra.
-¡Pero qué hacen, manga de ignorantes! –chilló Boeri, agitando las manos delante de su antiguo vehículo, aplastado bajo las orugas. -¡Voy a demandar al Estado por lo que acaban de hacer! ¡Esta es su responsabilidad! –increpó al Mayor Tomeo, apuntándolo con el índice.
-¡Cállese la boca, ciudadano! –exclamó el oficial a cargo, rojo de furia ante la ineptitud de sus subordinados, quienes contemplaban azorados el desastre ocurrido. -¡Sol-daaaaaaa-dos!!! ¡Repetir la maniobra!
El silbatazo los puso en movimiento otra vez, como si allí no hubiese pasado nada. Los vecinos alzaban sus quejas por encima del sonido de los tanques, protestando en vano ante la indiferencia uniformada. La señora Irma Respinghi, dueña del limonero vencido bajo el peso de la oruga, protestaba y lloraba al mismo tiempo. Eustaquio Cornero parecía mantenerse ajeno a la conmoción general, observando la escena a distancia, a la manera de un cronista periodístico, registrando en detalle el segundo intento de la caballería por apostar un nuevo juego de cables contra las paredes.
El esfuerzo les demandó un tiempo mayor al empleado la vez anterior, supervisando cada uno de los detalles. Finalmente, pasado el mediodía, con los vecinos acalorados por el sol y la indignación generalizada, los tanques volvieron a apostarse de espaldas a la estación, listos para el silbato de largada.
El Mayor Tomeo trepó nuevamente a su jeep y dio la orden. Los motores aceleraron, la nube de ripio y polvo se elevó en el aire otra vez, y los cables se tensaron, tal como ya lo habían hecho.
Y la escena volvió a repetirse.
El primer tanque casi arrolla a José Martello y Raimundo Boeri, quienes se arrojaron hacia un costado, salvando sus vidas milagrosamente, ya prestos a desempolvar sus escopetas de caza para echar a los tiros a los militares incapaces. El segundo tanque volvió a arrollar la Ika de Boeri, pero además torció el rumbo y derribó de una vez el limonero de Doña Irma, quien se desvaneció ante la impotencia en brazos de Eustaquio Cornero.
El Mayor Tomeo, irascible, pitaba su silbato a diestra y siniestra.
-¡Media vuelta! –vociferaba, gesticulando como loco. -¡Arremetan contra esa estación! ¡Que no quede una sola pared en pie!!!
Los blindados giraron sobre sus orugas y embistieron las macizas paredes, teniendo la precaución de calcular que el extremo de sus cañones ingresara al edificio a través del hueco de los ventanales. Pero ni aún así, a pesar del sacudón que sufrió la estructura, de las tejas que cayeron o los baldosones que se partieron bajo el peso blindado, consiguieron derribar un solo ladrillo.
-Ya no se hacen estas paredes, Mayor –se animó a aclarar Eustaquio Cornero. –Las construyó un Estado diferente al actual…
-¡Cállese la boca!!! –lo increpó Tomeo a la distancia. -¡O lo hago arrestar por obstrucción de tareas militares!
-¿Qué tareas? –murmuró Martello, manteniéndose alejado.
Los tanques arremetieron varias veces contra la estación, y el pueblo, aunque ofuscado, iba y volvía de la escena, yéndose a almorzar o a dormir una siesta. Lo que parecía irremediable, al final terminaba aburriendo.
Atardecía cuando se oyó por última vez el silbatazo del Mayor Tomeo, indicando la retirada. No hubo discursos pertinentes, ni tampoco nadie bajó de los vehículos a recoger los fragmentos de cable seccionado. Los blindados se retiraron, cerrando la marcha el jeep, insultado por los vecinos, quienes esgrimían sus puños en alto, maldiciendo y festejando a la vez.
-¡Los echamos, los echamos! –exclamaba José Martello, exultante.
-Yo no estaría muy seguro –observó Eustaquio Cornero.
Y no se equivocaba. Tres días más tarde, liderados por un parco teniente llamado Funes, dos camiones del Ejército arribaron a la estación con las primeras luces del día. Algunos vecinos se agolparon suponiendo que habría una nueva escena de humillación para las Fuerzas Armadas. Sin embargo, los soldados que bajaron de la caja, con los máuseres cruzados contra el pecho, los retiraron hasta media cuadra de distancia. Desde allí vieron cómo trabajaba un reducido equipo de hombres, técnicos en apariencia, quienes no dieron mayores precisiones al respecto, y se retiraron a resguardo antes de llegar la media mañana.
La implosión conmocionó al pueblo y sus alrededores. Los cartuchos de dinamita colocados en los cimientos del edificio arrasaron con las vigas y derribaron las paredes como si fuesen de arena seca, cayendo hacia dentro y causando una enorme montaña de polvo que se expandió rápidamente sobre las calles aledañas. El paisaje se desdibujó durante unos instantes, y cuando el polvo en suspensión terminó de caer, la realidad del pueblo había dejado de ser la que conocieran durante tantos años.
Cornero, Martello y Boeri, azorados, tosiendo y lagrimeando, a causa del polvo y la emoción, por fin veían materializarse su mayor temor. El monumento al trabajo de toda una vida se había transformado en una ausencia rodeada de escombros. Y la oscura silueta de la tropa se recortaba en el horizonte, mientras recogía sus últimas cosas, antes de marcharse definitivamente de allí.
Doña Irma Respinghi, cubriéndose la boca con una mano, volvió a desvanecerse. Y los tres mosqueteros del riel, Cornero, Martello y Boeri, sin ponerse previamente de acuerdo, llevaron su mano derecha junto al corazón y comenzaron a entonar, entre la furia y la congoja, nuestro Himno Nacional.




***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 JOSE RAMÓN SOJO.

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
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LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
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