martes, abril 19, 2016

¿SERÁ VERDAD LO QUE ESTÁ PASANDO?



*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina










Ya viene el sol*



*De Carlos Alberto Russomanno russomannocarlos@hotmail.com




Ya viene el sol, dice y sonríe, pero es de noche, se está muriendo y lo sabe. “Here come de sun churururu”, aclara.
Ya se terminó el horario de visitas pero nadie me echó, por lo que me quedo en la silla mientras comienza a hacerle efecto la morfina que baja en el goteo del suero. Abro el bolso que dejé sobre la cama, saco la botellita plástica con ginebra Llave y tomo unos tragos. Me siento mejor casi instantáneamente. “Dame un cacho”, me dice con los ojos entrecerrados desde su cama el Osvaldito. Le paso el envase y toma unos tragos. “Ahhh”, dice. Suerte que metí dos botellas en el bolso, por las dudas.
Se abre la puerta y entra una enfermera. Pienso que me va a decir que ya pasó la hora de las visitas pero, con una toalla sobre el hombro y un termómetro en la mano, nos increpa: “Viejo, ¿quién soy yo?, ¿la cenicienta gorda que limpia los pisos? Aflojando con la joda”. Le pone al termómetro y tira de la ventana para abrirla un poco. No cede. “No jodás, gorda. No seas ortiva”, le dice el Osvaldito. Le saca el termómetro, no lo mira, y se va sin agregar más.
No sé si en una situación como esta hay que hablar, contar algo, cualquier cosa, o quedarse callado y no hacer nada. Por momentos parece dormir, respira fuerte, suspira apenas, carraspea. Mete la mano bajo la almohada y saca unos Parisienes. Agarro el atado, saco uno para mí también y enciendo los dos. Tomo otros traguitos, toma otros traguitos.
Acostado, con la cara para arriba, fuma el Osvaldito. Tira humo al techo y empezamos a estar en una nube. “Viene el sol y digo que está bien”, dice. “Fue un largo y solitario invierno. Parecen años desde que estuvo aquí”, digo. Sonríe. “Parecen años desde que estuvo aquí”, repite y ya significa mucho más.
¿Qué sentido puede tener recordar ahora las anécdotas del trabajo que hacía, sus días de portero en la escuela, los conocidos y amigos que teníamos allí, los chistes de siempre? Lo mejor es no decir nada, me digo. Pero el Osvaldito, seguramente que sostenido por la morfina y acariciado por la Llave, empieza a hablar. “Cuando la gente se va se supone que tiene algo que decir, que encuentra algo que no sabía, que la sabiduría y todo eso. Pero parece que no, che. Tal vez es justo eso, que no. Viene el sol y esperamos ver otra cosa que no es el sol, algo que nos habla del sol, que lo representa, pero va que aparece el sol brillando y nos sorprende. Algo así. Y está bien, está bien, está bien, dicen los muchachos de Liverpool”. “It´s all right”, aclara.
Lo miro y no sé si está lúcido o dijo estas cosas por casualidad. Pero si entendí tiene razón, probablemente la tiene. Yo también estoy esperando esas develaciones oscuras aunque diga que no. Qué pavada. “Churururu”, le digo.
Nos quedamos cayados de nuevo. ¿Qué estará pensando? Parece que ahora duerme, o está tal vez desmayado. Saco la botella y tomo algunos tragos profundos. Tengo sueño. Me acomodo en la silla. Hace un poco de frío ahora.
Se abre la puerta y entra de nuevo la gorda. Tiene un mate y un termo bajo el brazo. Parece que está en ojotas. ¿Serán ojotas?
“Dale gorda linda. Dale”, le dice el Osvaldito. Ella se acerca y se siente el chancleteo. Son ojotas. Se ve que las zapatillas le hinchan los pies. Me seba un mate y me lo da, aunque no se lo pedí. Esta lavado pero no está mal. Desconecta el tubito de la bolsa de suero pero le deja la aguja pinchada. Saca con una patadita un balde de plástico azul de debajo de la cama. Mete allí el tubito y le devuelvo el mate. Se va, sebándose un mate. Se sienten las chancletas yéndose por el pasillo.
Miro el balde y del tubito sale despacito un chorrito de sangre, que se mezcla con un poco de agua que ya había. No quiero mirarlo. ¿Será verdad lo que está pasando?
El Osvaldito duerme. Me gustaría tomar otros mates calientes, me da como un frío, como una pena rara.
El Osvaldito duerme cada vez más y ahora está blanco. La cara distinta. Lo veo flaquito, chiquito bajo la sábana. Pobre Osvaldito querido.
Agarro el bolso y me lo cuelgo cruzado. Cierro el cierre. Me pongo las zapatillas que me había sacado y las acordono rápido, porque me quiero ir y caminar por la calle.









¿SERÁ VERDAD LO QUE ESTÁ PASANDO?












Que abras los ojos*
(plegaria)



*De Karina Macció. karina@siempredeviaje.com.ar




Que abras los ojos te pido

Dale

Abrilos

Miráme

Acá estoy

Mirame no te escondas

Qué vas a hacer?

Acá estoy

Acá

No me voy a ir

Me vas a prender fuego?

Me vas a quemar la cabeza?

Me vas a abrazar hasta que sea un abraso que nos derrita a ambos?

Me vas a decir que no fuiste, que no podés, que no es verdad?

Qué cosa no es verdad?

Este golpe es mío, tu marca en mi cuerpo.

Esta marca es mi cuerpo.

Esto que ves arder

es mi cuerpo.

No soy un árbol, mi tronco no es madera

No soy una bruja

Me arrugo, me lastimo, me deshago

No soy un hada

Me hiere

Cada partícula sonora de ironía

Tu golpe me hiere

Tu palabra corta

Tu falta de verbo me obliga

No quiero

No puedo

No puedo más

Miráme

Me decís que brillo

No soy el sol

No

Me duele esta sangre

Me acerco y sentís mis latidos

Te sorprendés del ritmo

Qué querés?

Me agito

Me desboco

Me sale el corazón por la boca

Abrí los ojos

Me exaspero

No te das cuenta?

No ves nada?

Miráme de una vez

Soy este cuerpo

Esta conjugación

Nada más

Un par de ocurrencias

Trucos

Risas risas risas

Puedo reír

Puedo escribir

Puedo morir ya

Ahora

Miráme me rompo

Ves cómo me parto?

Me rompés

Basta

Estoy quebrada

porcelana china cristal fino

tintineo astillo

Soy trizas

Vidrio que se deshace

pierde forma

Llama

Fogata

Incendio

Basta

Cuando no hay material

el fuego cesa

Basta

Cruje lo seco

Basta

Las cenizas son tibias

Se enfrían

Vuelan.




(Km. 2016)

-Karina Macció (Buenos Aires, 1974) es escritora, editora, docente apasionada por la traducción. Dirige Siempre de Viaje, talleres de lectura y escritura, y Viajera Editorial, dedicada a la literatura contemporánea, especialmente a la poesía. Es profesora de Semiología en el Carlos Pellegrini y egresada del colegio Nacional Buenos Aires. Le gusta organizar encuentros donde la poesía brille y sea una experiencia inolvidable.

Ha publicado Ocre, Amarillo vol1 (Textos Intrusos); Mis Peores Poemas de Amor/My love worst poems (traducido por Annie McDermott, Viajera), Diario de la Transformación (Viajera), La Pérdida o La Pérdida (Viajera), impresos en rojo (Gog y Magog), Ferina (La Bohemia), Lestrygonia (Aurelia Rivera), Pupilas Estrelladas (Siesta).













Menesteres mínimos*



tengo los recuerdos de la infancia

tendidos al sol, en un patio con malvones

como la ropa blanca que mi madre lograba

–sólo con sus manos- darle fulgores azulados

patio con higuera y limonero que, muy temprano

en tiempo inesperado, se puso a echar flores

como loco, con desconcierto. Como un enamorado.

Creo que por allí aún anda mi padre, en su mundo

de rudas, tomillo y menta, albahaca y poleo...

Seguro traigo de ellos

los menesteres mínimos

para hacer los versos.


Inaugurada mi sangre

con sus largos silencios.



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar















Desde las profundidades de la noche*


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



Desde las profundidades de la noche
surgimos como un sueño sin banderas.

Resucitados y anhelantes
resolvimos prendernos en el viento
y atravesar las nubes tormentosas
que amenazaban, negras, nuestro sueño.

A un horizonte inmenso nuestros ojos volaron;
como locas gaviotas errantes planeábamos,
pero eran nuestros títeres los que se arracimaban
en la alegre cubierta de un barco que zarpaba.

Toda costa escondía una sorda presencia.

Siempre creímos que el mar nos salvaría
pero el mar resultó una pantomima,
una niebla poblada de fantasmas
que a nadie revelaron su secreto.

Y llegaremos, si llegamos algún día,
a ese horizonte que nos prometieron,
sólo para descubrir, horrorizados,
una tierra en tinieblas, una vasta penumbra,
un hostil territorio que a nadie da cobijo,
una noche terrible sin velas ni azucenas,
un pábilo extinguido sin ventanas ni estrellas.



-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos”
















POEMA DES-ANDADO*



En la Estación Central. Un hombre. Solo.
Llega y parte, buscando andenes.
Siempre está de regreso, aún de llegada.
En su mochila verde,
solo una golondrina,
un vértigo y una antigua foto
amarillenta, de un niño
y un caballo.
No, no está solo. Hay una convención de soledades.
Aquelarre.
Están todos.
Nadie falta a la cita.
El hombre ciego,
atenazado a un banco, pide.
Pide porque ha dado.
El niño con mocos escarchados
y ojos que nunca lloran.
¿Para qué hacerlo si no han de consolarlo?
La mujer que vende su fusión en tumbas solitarias
Boca de percal y pechos de magnolias.
Tampoco falta el viejo, alarife de soles
de puentes y andamios que casi no recuerda.
Al lado de una bolsa abandonada,
otra bolsa. Sin sexo.
Con un hálito de vida.
No conoce otra historia que la nada.
Y está la vieja.
Añorando las rejas del hospicio.
Meciéndose en una hamaca de
cantos y de tiempo.
Y el tren que llega,
andando y desandando
condenado a no tener raíz
a partir y a llegar.
El hombre trepa
en trasborde de sueños.
Avanza, siempre avanza
sin mirar hacia atrás.
Antes del viejo puente, al lado de un álamo
talado por un rayo, el tren para.
Y el hombre no lo piensa, solo salta
y vuelve al aquelarre.
Ellos están allí ¿adónde irían?
El hombre se arrodilla.
Les da la golondrina. Un apretón de manos
e inicia su regreso.
Ya no le teme al vértigo.
Desanda soledades.
Penetra lentamente, en la antigua foto amarillenta.
Allí lo esperan. El niño y el caballo.
El silencio y el miedo.
La raíz y la flor.
La vida y la palabra.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar














Ruta 11*



*De Carlos Alberto Russomanno russomannocarlos@hotmail.com



Me siento abrigado dentro de la campera, aunque camino cansado por la ruta a las dos de la mañana hacia mi casa. Me faltan muchos kilómetros y casi no veo nada. Respiro olor a yuyos húmedos. Tengo miedo de que se me aparezca un perro malo, ¿qué hago si aparece un perro malo y me ladra, si me quiere morder? Siempre me dieron miedo los perros, los buenos y los malos.
Por momentos siento seguridad, una especie de invulnerabilidad mágica, y estoy seguro de que ningún auto podría atropellarme, aunque a la vez percibo indicios que me anuncian que me ocurrirá algo malo, que moriré. Todo junto e igual de cierto y de incierto.
La capucha de la campera es una bendición, porque me da la sensación de estar dentro de un iglú en la Luna y me contenta. Me ayuda a avanzar.
Parece que estoy en un sueño, o lo estoy realmente. Quién podría asegurarlo sin dudar. Enteramente esto es como estar soñando, o como uno imagina que es estar soñando. Los pies caminando por los yuyos y piedritas de la banquina que no llego a ver por la oscuridad. No estoy seguro de dónde piso, de qué piso. Me apuro, troto, voy despacio, muy despacio, caminando por el asfalto alejándome de la banquina sin darme cuenta, no pudiendo avanzar, sin que tenga sentido avanzar.
Hace ya una hora que camino, o tal vez dos.
Canto Eleanor Rigby. “All the lonely people, Where do they all come from?, All the lonely people, Where do they all belong?”. Mi voz parece encerrada en una habitación, cercana a mí mismo. Es raro. Me da miedo. Paro de cantar. Comienzo nuevamente.
Qué distinto que es cuando uno va en ómnibus. Ni se imagina lo que es estar en este lugar de verdad.
Cuando pasa un camión, encandilándome, me alejo de la ruta, me meto entre los pastos. Pienso que al camionero va a sentir miedo al verme, o me da vergüenza que me vea. Hubiera sido bueno que me llevaran calentito en una cabina de camión, charlando, tal vez fumando un cigarrillo, pero es imposible hacerme visible para hacer señales de auxilio. Uno no puede pedir auxilio si realmente lo necesita, debe ser así.
Nadie llora a Eleanor Rigby. El padre McKenzie es otro solitario, pero de los que nunca anduvieron por la ruta oscura a la noche. Es más bien un consumidor de café caliente o de té. Al hombre ya no le importa que esta gordo, viejo, que no tiene amor ni sexo. Ya ni siquiera se masturba, porque lo aburre o porque le da pereza. Se quedó sin recuerdos excitantes que lo motiven y no vale la pena buscar nuevos. ¿Dónde podría conseguirlos? Y no está del todo mal. Yo también desearía poder ser ese tipo de persona, pero no se dio de esa manera. Aquí estoy con mi perpetua intranquilidad patológica, que a veces parece miedo, caminando de noche en vez de estar en mi cama, o en mi sillón con un libro. Especialmente ahora desearía ser este tipo de persona, porque las pequeñas luces de un ranchito lejano titilan con el viento y me da frío, soledad. No sé qué me da, pero es feo como la muerte.
¿Qué ideas pueden socorrerlo a uno cuando lo necesita?, ¿qué debería pensar? Los recuerdos que me ayudaban perdieron el sentido. Me quedé como iglesia sin crucificado. Está bien, pero no ayuda.
“All the lonely people, Where do they all come from? All the lonely people, Where do they all belong?” Sigo cantando, y esta parte era triste.
El cielo tiene millones de estrellas. Asusta un poco verlo desde aquí. Es real, y eso es tal vez lo que lo hace insoportable, y también hermoso. Seguramente lo apropiado sería verlo a través de una ventana, como lo hacía McKenzie, que de esto sabía, y de camisetas de manga larga, que abrigan, que son cómodas y que no cuestan tanto. Quién tuviera esa amplia estrechez de miras que lo acercara a una especie de paz, quién pudiera considerar importante a la estupidez circundante.
Me siento cansado. No puedo caminar. ¿Y si me quedara al costado del camino esperando al colectivo de las 8,20?, ¿podría? Tal vez el tiempo se me haría interminable, tal vez sufriera.
Veo, entre tanta oscuridad, lo que parecen ser varios árboles, arbustos, pajonales. ¿Y si me meto allí y duermo hasta que salga el sol y pueda tomar el colectivo de vuelta?
Me acerco despacio, tanteando. Hay yuyos crecidos, tentadores por lo mullidos, escondidos entre arbustos. Sin quererlo ya estoy agachado, palpando, y ocupando una especie de cama vegetal. El olor es agradable, purificante, tranquilizante, y aquí no se siente frío. Siento una especie de felicidad que pasa como bandada de patos.
Me acurruco, uso mis manos como almohada bajo mi cabeza. ¿En qué estoy pensando? Me duermo, me duermo, me duermo…

Camino en la calidez de la tristeza por una ruta a las dos de la mañana rumbo a mi casa, abrigado en mi campera. Me faltan varios kilómetros y el cielo brilla tenue, reflejando las luces de alguna ciudad de quién sabe qué mundo inalcanzable. A nadie le gusta ver esto, porque insinúa recuerdos inconvenientes, dolorosos. Estoy dentro de mi campera, metiéndome dentro mío buscando alguna calidez que sé que existió.
Tengo sueño y sigo caminando con mis zapatillas azules.
Canto Eleanor Rigby. “Eleanor is now in a pit underground, not sleeping or crying. Eleanor Rigby, Where are all the dead who have not lived? Are not they a bit like you and me?” Lo que sucede con ella no es solamente que sea triste y solitaria, sino que ve la vida sin intentar disfrazarla de lo que se espera que sea. ¿Quién tendrá una atención para una mujer que ya es vieja y su cuerpo ya no provoca? Entonces sale de noche y camina, aunque haga frio o llovizne. Sale a recorrer lo que ya conoce, las calles de siempre, pero con el cielo en perpetua novedad, con las estaciones que cambian. Camina cuando la gente duerme. Alguno la ve pasar cuando mira por su ventana y piensa “Ahí va la loca Eleanor” y se acuesta nuevamente.
Siento el graznido de patos que pasan volando, pero no los veo. Me pregunto si ellos me ven a mí, si notaron que camino solo y que podría ser uno en la bandada si me admitieran. Si lo admitiera. Volaríamos sin saber hacia dónde aunque sabiéndolo. El placer del viento en el pico, de atravesar campos y ríos, recorrería nuestros cuerpos livianos como lo hace la sangre oscura de pato. La fuerza cálida, clara y poderosa nos llevaría como papeles en el viento, guiándonos, haciéndonos felices.
Es la misma fuerza que mueve a las ciudades y las afiebra, pero que en la gente no es la energía cálida y clara que lleva como el río a las piedras y a la arena. No los hace felices o no saben interpretarla, sentirla, y quieren enfrentarla y hasta ganarle. Yo también soy esa gente, porque no es posible no serlo.
Entonces no soy pato porque pienso sin saber nada. Si se lo considera verdaderamente resulta algo confuso e incluso frustrante el no ser pato, sobre todo en momentos de claridad como este. Ya se siente lejos la bandada y me sorprende que no me hayan acompañado de alguna manera.
Eleanor Rigby, oh Eleanor Rigby” –canto. Ella te mira aunque no te ve, es como un pez que no sabe que vive en pecera”. Esa es la parte triste. “Eleanor Rigby, busca sermones en las casualidades y habla sola aunque no se escucha. ¿Dónde vas hoy que no llueve?, ¿no crees que ya has opinado lo suficiente?”. Mi voz parece como que viene de un pozo profundo, oscuro y húmedo. Es raro y me inquieta, me atemoriza. Paro de cantar y meto las manos en los bolsillos.
El padre McKenzie es también un solitario, aunque a él la situación no lo apene. Escribe sermones sin sentido y esa es justamente su forma de manifestarse.
Tengo sueño y sigo caminando con mis zapatillas azules, pisando la ruta húmeda. Un paso y otro paso sin detenerme. Casi no me canso, más bien circula por mi cuerpo, junto a la sangre, una tibia y tenue dicha que no podría definir o comprender. La sensación de que una constante energía, una especie de fuego controlado o de ronroneo de motor aceitado, mueve mi cuerpo y mis pensamientos. Esta juventud debería no acabarse nunca ya que soy esa misma intensidad que, cuando se atenúe, cuando casi se extinga, se llevará consigo mi identidad. ¿Quién soy cuando el tiempo me disuelve?, ¿cuándo la erosión de tanta arenisca desgasta las líneas de mi verdadero rostro? Porque de alguna manera sé que soy alguien más que el que ahora camina tibio en el frío, que con sus zapatillas azules da un paso y otro más sobre el pavimento húmedo. Soy también el moribundo que me va devorando, que me cuesta ver, que no puedo entender. Al mismo tiempo uno es varias posibilidades que evitan dialogar entre sí, pero que en algunas oportunidades se miran, se reconocen, y no se asombran de encontrarse, ya que siempre supieron calladamente que el otro está.
Tengo mucho sueño y ya casi no me importa nada más. Deseo estar en mi cama y me prometo que una vez que la encuentre sabré valorarla. ¿Y si me quedara al costado del camino esperando al colectivo de las 8,20?
Veo, como si se tratara del fondo de un lago al que llega tenue la luz del Sol o de alguna Luna acuática, varios árboles, arbustos, pajonales. Me acerco para acostarme allí y olvidar el mudo confuso.
Hay una especie de cama vegetal. El olor es agradable, purificante, tranquilizante. Lo sorprendente, aunque realmente no me sorprende, es que me veo a mí mismo allí acostado y dormido. Me miro de cerca y es raro. Me acerco y me oigo respirar. No me da miedo. Me acuesto al lado y me siento cómodo, sin frío. Uso mis manos como almohada bajo mi cabeza y me duermo, me duermo, me duermo…

Camino por la ruta a las dos de la mañana hacia el recuerdo confuso de mi casa, sin saber completamente quién me dijeron que soy o quién decidí no ser. Intento inquietarme, convencerme de que los náufragos arrastrados por las corrientes luchan contra el océano y se exasperan dolorosamente, pero no logro actuar ni creer ese papel.
Si es verdad que hay gente que se ha metido en un espejo, que se ha ido y desaparecido, probablemente sea mi caso. ¿Y si resultara que ambas realidades, la del mundo en que se vive y la del espejo, son igualmente un reflejo?, ¿un reflejo de nada? Quién sabe por qué siento esto ahora, bajo la llovizna que me humedece el pelo. Tal vez justamente puedo imaginarlo por esas gotas que caen por mi cara y que bebo. El agua alimenta mi pensamiento, aunque no sé si lo que se me revela es cierto o es solamente bello a la manera de los poemas, de las palabras, de los aromas.
Olvidarse de quién se es y seguir siendo es lo que sucede a los que se adentraron en el reflejo.
Camino sin detenerme, sin apurarme y sintiéndome cómodo. Deseo caminar, aunque sea un rato. Quién sabe para qué o hacia dónde, pero no deja de ser equivalente al caminar fuera del espejo. La gente necesita de los caminos porque está hecha para recorrerlos: estoy haciendo lo que mi naturaleza me pide. ¿Acaso puede hacerse otra cosa? A mí no se me ocurren otras posibilidades, y tampoco me interesan mientras la dicha cálida que me recorre siga haciéndolo. Soy como un pato oscuro atravesando el cielo oscuro con su bandada, guiado por una vibración cosquilleante, que ve pasar por debajo campos y ríos, que huele el aire impregnado de vegetación húmeda y que quiere ser pato.
Tengo ganas de cargar mi pipa con tabaco y continuar, paso tras paso, fumando y humeando. Eso me indica que antes, en algún momento, usé y gusté de alguna pipa.
Existe una canción tan larga como un libro que cuenta la historia de una mujer que vive en un sueño de soledad del que no puede subir. Recorre las calles que bajo ese océano existen. Dice que está buscando a la gente y se detiene a mirar en las ventanas de las casas, pero es imposible que encuentre a alguien, ya que a esa hora todos están en sus camas y ella de alguna manera lo sabe, pero es como si no se diera cuenta. ¿Qué espera Eleanor, para qué hace lo que hace?
Meto mi mano en el bolsillo trasero de mi pantalón y encuentro mi pipa. Sabía de alguna manera que estaba allí. La lleno de tabaco y la enciendo. Es una hermosa compañera mi pipa humeante.
Canto. “Eleanor no tiene frío en su madriguera allí abajo. No le interesa que la comprendan ni lo que vende McKenzie”. Las chucherías de McKenzie.
Si este caminar tiene algo que ver con la muerte, ya que en cada paso que doy me deshago y me olvido de mí y de los demás, desearía que en un último acto de piedad se me revelase el sentido de lo que es, ya que no podré contárselo a nadie. Sólo un recuerdo, que fluctúa entre lo real y el sueño, surge resumiendo en una imagen mi vida: en el otoño cálido una hoja cae girando en el aire denso. Hermosa e incomprensible. Mística sin dioses.
Siento mis pasos sobre la hierba mojada, sobre el pavimento. Tengo sueño. Un aroma a yuyos frescos me hace mirar hacia el costado, hacia el interior. Los árboles, los arbustos, los yuyos han formado una especie de pura cama vegetal. Allí, dormido en la tranquilidad, me veo y no me sorprendo. Respiro y el aire sale tibio. No me da miedo. Me acuesto, casi me abrazo a mis cuerpos. Estoy cómodo. Uso mis manos como almohada bajo mi cabeza y me duermo, me duermo, me duermo…













¿Dónde están ahora? *


Para David Bowie


Soñé que  había una corriente
que fluía hacia el norte
desde el río Kagera.

Imaginé que atravesó
por las Islas Ssese.

La vi salir del lago
en Bujagali.

Soñé que estaba llena
de nadadores.

Era sólo el movimiento del agua,
eso hizo que sus cuerpos
parecieran tener vida.



*De Robert Gurney. bob@verpress.com

A Night in Buganda, 2014.
(En memoria de las víctimas del genocidio de Ruanda.)













*



Me quedé mirando
la bandada negra
huyendo hacia el norte.

Las sombras fugaces
tejieron el cielo
de redes sutiles.

Todo se hizo vuelo.
Mi mano extendida
fue un pájaro absurdo.

Me quedé más sola.
Perdida en el aire
se me fue una pena.

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












LOS SIETE ALDABONES*



Traigo siete aldabones
atravesados en la garganta,
una canción
para mi tormento
horada mi esófago,
un gato, lúgubre,
enterrado
en mi apellido
de soltero;
un pan
arrebatado al fuego
de la mañana;
una ala de la utopía
en el cuello
metálico
del abrigo
irlandés, junto
al manual
de religiones
paganas. Runas,
predicciones,
candelabros
y Cábala. Traigo
estériles los bolsillos
del corazón,
ahogados
con regalos azules
que nadie quiere:
La guitarra
de un superhéroe,
colecciones
de escarabajos
que pertenecieron
a un faraón albino,
y crucigramas
en lengua
de nigromantes,
que al anochecer,
las pezuñas de Dios
convertían
en murciélagos lectores
del evangelio
de la poesía.



*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es











InvenTREN






Una ausencia rodeada de escombros*




Helado era aquel amanecer de invierno, allá por el ‘77, cuando las siluetas de los tanques aparecieron en el horizonte. Pocos fueron los vecinos que ignoraron lo que ocurriría a partir de entonces. La mayor parte del pueblo había aguardado aquel instante montando guardia durante toda la noche, calentándose debajo de gruesas frazadas y mateando hasta el hartazgo, iluminados los torvos semblantes por el resplandor de los Primus, gauchitos por siempre, compañeros en las casillas y en la vía.
La noticia había llegado hacía ya varios días, aunque el clima de desasosiego se perfilaba desde hacía meses. El ramal ferroviario que otrora pertenecía al Midland iba a dejar de cumplir su servicio habitual. La ley de Martínez de Hoz decretaba que "los ramales que presentaran baja densidad de tráfico ferroviario serán levantados antes del fin de septiembre del año 1977". Aquellas palabras habían resonado en los oídos de los habitantes de los pueblos interconectados por el ramal como una filosa caída de guillotina. Su principal fuente de comunicación y transporte desaparecería para siempre. Y entonces, ¿qué sería de ellos?

Coronel Marcelino Freire era un típico pueblo de campo, constituido por los Cornero, los Boeri y los Martello, entre otras familias. Todas ellas oteaban el horizonte a través de las pequeñas ventanas de sus cocinas aquella infausta mañana en que llegó el Ejército. Y todos, a paso lento y amargado, resignados ante el peso implacable de la ley dictada por las autoridades, salieron de a uno al frío de la mañana, a ponerle el pecho al destino que los aguardaba, implacable, a pocas horas de distancia.
La amenazante silueta de los tanques ya rodaba a la entrada del pueblo cuando sus habitantes pisaron las calles de ripio. Los motores ronroneaban y tosían al acercarse, desplazando unas moles blindadas que no daban señales alguna de vida aparente. Como si los emisarios del corte del servicio no fuesen hombres sino máquinas, insensibles engranajes de una cruel estructura de poder. Al frente de ellos, un jeep con la cabina cerrada por una sucia lona verde lideraba la lenta marcha.
Sólo al detenerse la formación sobre la calle Ayacucho, cuando las puertas se abrieron, los pobladores consiguieron identificar a las fuerzas del orden. El oficial a cargo, con la gorra encasquetada en la cabeza hasta las cejas y las solapas del abrigo levantadas, bajó del jeep, hizo sonar un silbato que alertó a todos los presentes, estremeciendo a las mujeres, y gritó hacia la improvisada muchedumbre:
-¡Soy el Mayor Oscar Tomeo, y busco al Señor Jefe de Estación! ¡¿Saben Uds. dónde se encuentra?!
Hacía ya varios días que por allí había circulado el último tren, llevándose consigo las ilusiones de todos. Con él, transido por la inapelable noticia de su despido, se había marchado Don Agustín Camardón, histórico Jefe de Estación, munido por sus pocos enseres, incapaz de hablar y despedirse, demolido por la angustia. Ya nadie se haría cargo del funcionamiento de su otrora prestigioso lugar de trabajo. Desde entonces, la estación quedaría en pie como absurdo monumento a la ineficiencia política.
Aunque la cadena de absurdos no hubiese hecho más que comenzar…
-Se fue hace rato –respondió José Martello, dando un paso al frente, un tanto atemorizado por el uniforme y los galones. –No hay autoridad ferroviaria en Coronel Marcelino Freire. Parece que ya no la necesitamos…
-¡Entonces –continuó el Mayor Tomeo a los gritos –se retiran todos de las inmediaciones de la estación! ¡En nombre del Gobierno de la Provincia vamos a dar comienzo a las tareas de saneamiento y demolición!
Demolición… La sola idea estremeció a los presentes. Un débil sollozo femenino, consciente de la imposibilidad de sostener una ilusión que negara aquella equivocación, se dejó oír entre la variedad de apagados murmullos. Alguien quiso protestar cuando el Mayor Tomeo se volvió hacia los tanques, pero otro vecino lo llamó a silencio de un empujón.
Las puertas superiores de los blindados se fueron abriendo con chasquidos metálicos. Varios cascos verdes se asomaron y contemplaron el perfil del edificio que se elevaba hacia su izquierda. Amplios ventanales y gruesos muros les devolvieron la mirada.
Con espartana precisión pero sin apuro, los uniformados comenzaron a desarrollar sus tareas, bajo la asustada mirada de los pobladores, que a poco de permanecer allí, calados de frío hasta los huesos, dedujeron que la aparente amenaza de la caballería blindada podía llegar a resultar simplemente eso.
Los soldados derribaron la puerta de la boletería, de la oficina principal y de la sala de espera, además de abrir con varios culatazos de máuser los pesados postigos de los ventanales. Luego, ataron unos gruesos cables de acero a las estructuras metálicas de sus tanques, mediante sólidos ganchos de amarre, y tendieron el otro extremo hacia los mudos ventanales, perforando con taladros sobre las paredes a fin de colocar las gubias donde amarrarían el cabo restante de los cables. Una vez realizada la maniobra, avanzada la mañana, entibiados rostros y manos por el tímido sol invernal, volvieron a trepar a los tanques y encendieron los motores.
-¿Qué van a hacer? –preguntó por lo bajo Raimundo Boeri, a medio camino entre la resignación y la curiosidad, incapaz de comprender la efectividad de la operación.
-Una gran cagada –sentenció a su lado Eustaquio Cornero, deseoso de unos mates, pero temeroso de perder algún detalle del espectáculo que ya había congregado hasta al último de sus vecinos frente a la tradicional estación, tumultuoso centro de reuniones a la hora en que solían llegar los expresos de pasajeros, mucho tiempo atrás.
-Mejor así –masculló José Martello, atesorando una débil sonrisa de esperanza. –Que les cueste derribar el esfuerzo de quienes vinieron antes que nosotros a levantar nuestro humilde medio de vida.
Los blindados giraron sobre sus orugas hasta ponerse de espaldas a la estación. Una vez alineados, aguardaron la orden de salida. El Mayor Tomeo, trepado al estribo de su jeep, supervisó la disposición de las máquinas y pitó con su silbato. Los tanques aceleraron, haciendo rodar en falso las orugas, tensando los cables hasta su máxima expresión, levantando densas nubes de polvo y ripio.
Varias respiraciones se contuvieron. Manos crispadas se taparon la boca, evitando soltar un grito de angustia. Alguien sintió que se le derrumbaba la presión…
Los poderosos motores bufaban y chillaban, hasta que de pronto la mañana se estremeció con el latigazo del primer cable cortado. Uno de los tanques se precipitó a toda velocidad sobre la casa emplazada frente a la estación, derribando la cerca de alambre y torciendo un limonero contra la medianera, mientras se oían estridentes alaridos de sorpresa. El segundo cable se cortó antes de que los vecinos se repusieran de la anterior conmoción, originando estampidas y chillidos. El segundo tanque, con menor fortuna que su predecesor, colisionó contra la camioneta Ika de Raimundo Boeri, reduciéndola a chatarra.
-¡Pero qué hacen, manga de ignorantes! –chilló Boeri, agitando las manos delante de su antiguo vehículo, aplastado bajo las orugas. -¡Voy a demandar al Estado por lo que acaban de hacer! ¡Esta es su responsabilidad! –increpó al Mayor Tomeo, apuntándolo con el índice.
-¡Cállese la boca, ciudadano! –exclamó el oficial a cargo, rojo de furia ante la ineptitud de sus subordinados, quienes contemplaban azorados el desastre ocurrido. -¡Sol-daaaaaaa-dos!!! ¡Repetir la maniobra!
El silbatazo los puso en movimiento otra vez, como si allí no hubiese pasado nada. Los vecinos alzaban sus quejas por encima del sonido de los tanques, protestando en vano ante la indiferencia uniformada. La señora Irma Respinghi, dueña del limonero vencido bajo el peso de la oruga, protestaba y lloraba al mismo tiempo. Eustaquio Cornero parecía mantenerse ajeno a la conmoción general, observando la escena a distancia, a la manera de un cronista periodístico, registrando en detalle el segundo intento de la caballería por apostar un nuevo juego de cables contra las paredes.
El esfuerzo les demandó un tiempo mayor al empleado la vez anterior, supervisando cada uno de los detalles. Finalmente, pasado el mediodía, con los vecinos acalorados por el sol y la indignación generalizada, los tanques volvieron a apostarse de espaldas a la estación, listos para el silbato de largada.
El Mayor Tomeo trepó nuevamente a su jeep y dio la orden. Los motores aceleraron, la nube de ripio y polvo se elevó en el aire otra vez, y los cables se tensaron, tal como ya lo habían hecho.
Y la escena volvió a repetirse.
El primer tanque casi arrolla a José Martello y Raimundo Boeri, quienes se arrojaron hacia un costado, salvando sus vidas milagrosamente, ya prestos a desempolvar sus escopetas de caza para echar a los tiros a los militares incapaces. El segundo tanque volvió a arrollar la Ika de Boeri, pero además torció el rumbo y derribó de una vez el limonera de Doña Irma, quien se desvaneció ante la impotencia en brazos de Eustaquio Cornero.
El Mayor Tomeo, irascible, pitaba su silbato a diestra y siniestra.
-¡Media vuelta! –vociferaba, gesticulando como loco. -¡Arremetan contra esa estación! ¡Que no quede una sola pared en pie!!!
Los blindados giraron sobre sus orugas y embistieron las macizas paredes, teniendo la precaución de calcular que el extremo de sus cañones ingresara al edificio a través del hueco de los ventanales. Pero ni aún así, a pesar del sacudón que sufrió la estructura, de las tejas que cayeron o los baldosones que se partieron bajo el peso blindado, consiguieron derribar un solo ladrillo.
-Ya no se hacen estas paredes, Mayor –se animó a aclarar Eustaquio Cornero. –Las construyó un Estado diferente al actual…
-¡Cállese la boca!!! –lo increpó Tomeo a la distancia. -¡O lo hago arrestar por obstrucción de tareas militares!
-¿Qué tareas? –murmuró Martello, manteniéndose alejado.
Los tanques arremetieron varias veces contra la estación, y el pueblo, aunque ofuscado, iba y volvía de la escena, yéndose a almorzar o a dormir una siesta. Lo que parecía irremediable, al final terminaba aburriendo.
Atardecía cuando se oyó por última vez el silbatazo del Mayor Tomeo, indicando la retirada. No hubo discursos pertinentes, ni tampoco nadie bajó de los vehículos a recoger los fragmentos de cable seccionado. Los blindados se retiraron, cerrando la marcha el jeep, insultado por los vecinos, quienes esgrimían sus puños en alto, maldiciendo y festejando a la vez.
-¡Los echamos, los echamos! –exclamaba José Martello, exultante.
-Yo no estaría muy seguro –observó Eustaquio Cornero.
Y no se equivocaba. Tres días más tarde, liderados por un parco teniente llamado Funes, dos camiones del Ejército arribaron a la estación con las primeras luces del día. Algunos vecinos se agolparon suponiendo que habría una nueva escena de humillación para las Fuerzas Armadas. Sin embargo, los soldados que bajaron de la caja, con los máuseres cruzados contra el pecho, los retiraron hasta media cuadra de distancia. Desde allí vieron cómo trabajaba un reducido equipo de hombres, técnicos en apariencia, quienes no dieron mayores precisiones al respecto, y se retiraron a resguardo antes de llegar la media mañana.
La implosión conmocionó al pueblo y sus alrededores. Los cartuchos de dinamita colocados en los cimientos del edificio arrasaron con las vigas y derribaron las paredes como si fuesen de arena seca, cayendo hacia dentro y causando una enorme montaña de polvo que se expandió rápidamente sobre las calles aledañas. El paisaje se desdibujó durante unos instantes, y cuando el polvo en suspensión terminó de caer, la realidad del pueblo había dejado de ser la que conocieran durante tantos años.
Cornero, Martello y Boeri, azorados, tosiendo y lagrimeando, a causa del polvo y la emoción, por fin veían materializarse su mayor temor. El monumento al trabajo de toda una vida se había transformado en una ausencia rodeada de escombros. Y la oscura silueta de la tropa se recortaba en el horizonte, mientras recogía sus últimas cosas, antes de marcharse definitivamente de allí.
Doña Irma Respinghi, cubriéndose la boca con una mano, volvió a desvanecerse. Y los tres mosqueteros del riel, Cornero, Martello y Boeri, sin ponerse previamente de acuerdo, llevaron su mano derecha junto al corazón y comenzaron a entonar, entre la furia y la congoja, nuestro Himno Nacional.



*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar




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1 comentario:

CRISTO_ANSELMO dijo...

tremendos textos, gracias por la edición