viernes, abril 08, 2016

SOLO UNA LÍNEA DE TIEMPO SEPARA LA TORTUGA DE LA LIEBRE…


*Dibujo de Erika Kuhn.










Sartre*



¿Somos
las historias
que contamos
acerca de nosotros?

¿Somos
lo que hacemos?

¿O somos
lo que los otros
piensan de nosotros?

No está muy claro,
Jean Paul.



*De Robert Gurney. bob@verpress.com
-Inédito-








SOLO UNA LÍNEA DE TIEMPO SEPARA LA TORTUGA DE LA LIEBRE…










SI HABÍA AFUERA*




En el otoño lluvioso, destemplado, no exento de impiedad, leo:
“Afuera –si es que había afuera- aprovechando la luz de la luna, una luna tan nueva que devoraba cuanto borde encontraba en su camino”. Esto escribió el entrerriano universal Arnaldo Calveyra.
Qué pasaba, pienso, en aquel tiempo en que toda luna era nueva y ponía su plata inmensa sobre los campos donde la escarcha enseñoreaba rastrojos interminables y zanjones solitarios y postes tendidos a lo largo con una sola lechuza solitaria que levantaba sus alas largas y heladas e interfería el silencio al grito seco, duro como un látigo en el aire, que mi madre intentaba conjurar con la señal de la cruz y un “dios santo” echado  al aire hierático como si fuera una paloma de duro acero que se atreve a enfrentar ese presunto mal agüero al que toda gente de campo teme.
En esas madrugadas las calles estaban solitarias, si apenas un perro somnoliento nos veía, apenas aullaba sin aliento, casi como un compromiso más con su raza que impelido por instinto. El frío que la luz de plata lunar extendía sobre el pueblo dormido y muerto como una piedra, el campo alargado con sus dos vías paralelas que tira antenas de araña descubierta. Yo caminaba con mis padres en esos amaneceres que eran más noches todavía, que alba sin clarear.
En otras ocasiones, el viaje no era a pie sino en algún sulky prestado y traqueteante, cuyas ruedas cubiertas de hierro golpeaban sobre la calle de dura tierra apisonada. Ya habíamos pasado la casa Norte, donde mi amigo Roque Vázquez dormiría arropado en la casita junto al canal donde los sapos croaban incesantes, desafinados y a entero destiempo bajo el plato helado que se colgaba en el cielo inmenso como clavado y sin chistar.
Afuera, si es que había afuera, escribe Calveyra donde “te pones esa pollera de medianoche”. Como aquella mujer alta con su carne morena, sus trenzas azabache y sus ojos impenetrablemente oscuros, que estaba bajo los paraísos de la noche en la vereda de su casa, frente a la pequeña placita donde corrimos aquel perrito que huía embarrado bajo la lluvia. Esa mujer misteriosa a quien pedíamos permiso para su hijo nos acompañara a jugar, porque era nuestro amigo. ¿Qué misterios escrutaría en las sombras perdidas de aquellas noches de verano que se fueron para siempre?
Pero era definitivamente el afuera o con luna que tiraba su plata helada sobre nosotros, el afuera del verano cuando la luna rebotaba en la hilera de pinos que tenía la cancha de pelota a paleta. En aquellos tiempos que se tragó no sólo el olvido de los años niños sino esta prepotencia que sólo nos deja una hilacha sola para arrimarnos una brizna solitaria, qué digo, una breve luciérnaga instantánea para que quedemos en ese afuera para siempre.
Desde el fondo de los tiempos cuando ya nadie se recuerda y la anécdota va cambiando el lugar en la cabeza olvidadiza que no ensombrece la memoria agotada por años y tormentas.
Llegar al amanecer a esas chacas solitarias y dormidas como una perdiz echada, era llegar escoltados de rocío, recibidos por los perros que cambiaban el gruñido por la fiesta de caricias. Ellos también recibían esa luna de plata en sus pelajes, en sus hocicos húmedos donde el vapor caliente lo rodeaba, en la cocina ya encendida. Esa gran cocina de hierro fundido que habían comprado los abuelos hacía mucho y que tanto puchero o guiso cocinó para un par de generaciones dando vueltas por la vida.
Y uno piensa y repiensa la frase del gran Arnaldo Calveyra, entrerriano y poeta fino, hombre de talento generoso, de gesto amplio y abrazo apretado como un puñado de trigo.
Es decir, si en verdad había afuera, era todo cálido, aunque la helada y la plata lunar y el aire frío y el rocío que nos sigue como un perro y cae sobre nuestros hombros como la ristra de años que perdimos para siempre.




*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar















LÍNEAS *



Solo una línea de tiempo separa la tortuga de la liebre
Para que una mano no escuche los pesares de la otra hablo bajito.
Una pena grandota sube y en réquiem nos abrasa.
Muriendo de mi misma. Naciendo en cada diente de leche.
El hombre que me ama, no esta sordo, solamente, solo.
El hombre que no amo es tapera, sauce y rosedal.
El hombre que no pudo amarme, se clavaba espolones.

La muchacha callaba. Y la mujer callaba.
Ay, las cosas que ha abortado mi boca.
Crecen hierbas desde mi primera sepultura.
-Debiste mal parir aquella noche-

Y la noche, insomne dormía entre dragones.
Herida ya. De vida y muerte herida. Herida, herida ya.
Extrañamente los días cenicientos retroceden.
Una línea de tiempo apolilla soledades.
Y los ojos del hijo trazan rayas.
Los ojos del viejo escriben al revés.
Líneas. Líneas de la vida o la muerte, es lo mismo
Paralelas ahora, no se hasta cuando.
Lo sé, ya no esperas la palabra de Lázaro.
Y no entiendes y preguntas al mundo tus respuestas.
¿Que hemisferio se robó tus preguntas?
La cisura del límite peligra… ¿desde cuando…hasta cuando?
(¿Hasta cuando, Dioses hasta cuando?)
Una cruz de lunas yertas. Lápidas y polvo y gritos.
Solo una línea de tiempo separa la tortuga de la liebre



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar













Luna negra*



Para Esteban, mi hermano



El José era mi amigo y había prometido ayudarlo.  Noche negra aquella, sin luna. O con la luna negra, como decía José. Para Esteban, mi hermano
Habían acordado en encontrarse en la primera noche sin luna en el fondo del patio de la casa de ella, detrás del enorme paraíso que esa noche todavía largaba un aroma inolvidable.
Esperaba la luna negra para que no los vieran y cuando nadie se animaba a salir, él se hacía valiente porque ese encuentro justificaba cualquier peligro. En esa época no había demasiadas luces en el pueblo. En las esquinas un solo farol iluminaba las calles de tierra, y la plaza tenía algunas más, pero daban pena. Nadie salía  a caminar de noche en un día de semana. Había que estar muy aburrido. O muy desesperado.
Yo lo aguanté cuando trepaba por el viejo tapial. Había tirado las zapatillas cerca de la cuneta porque así, en patas, podía subir más rápido, apoyándose en la saliente de los gastados ladrillos.
Lo escuché caer del otro lado. Apenas un ruido seco entre los yuyos y las enredaderas del patio.
Ahí fue cuando decidí trepar yo también y asomarme, para advertirle sobre cualquier peligro, aunque sabía que no iba a ver mucho por culpa de la luna negra.
El José caminó hasta el árbol, donde ella lo esperaba. Seguro que le agarró la mano para guiarlo y lo estrechó contra su cuerpo, suave y tibio, lleno del aroma del paraíso.
Él soñaba con esa boca húmeda, con ese pelo negro, con estar dentro de ella.
Tan oscuro estaba, que no llegamos a verlo. Ahora pienso que tendría que haberme alarmado cuando los grillos dejaron de cantar.
Me sorprendió el insulto, fuerte, lleno de odio y oí el cuerpo de José cuando cayó por el empujón.
No se lo esperaba. La chica creía que se había dormido sobre la mesa después de tanto tomar.
Pero no. Sigiloso como una culebra había aparecido, y estaba furioso.
A pesar de ser más joven y más grandote, José no habrá querido lastimarlo, al fin que era el padre de ella, así que se zafó como pudo y empezó a correr hacia donde estaba yo.
Desde arriba le tendí la mano rápido y cuando ya estaba con una pierna para el otro lado, se dio vuelta para mirarla.
El viejo la había agarrado del cabello y casi arrastrándola la llevaba para la cocina. Cuando la escuchó llorar, el José se quedó tieso.
¡Vamos José, dejála. Ella se dejó, que se las arregle!, le dije nervioso.
Pero no sé. Se habrá acordado de esa boca o de lo bien que lo hacía sentir, porque en ese momento decidió ir a defenderla.
El viejo estaba borracho pero tal vez entendiera, me dijo.
No lo pude detener. Volvió a caer entre las enredaderas y no supe dónde estaba cuando dejé de escuchar sus pasos.
La luna estaba negra y no se oía nada, hasta que la lechuza largó un chistido.
Ahí me acordé que era 13.
Maldita suerte, pensé.
El José también lo habrá pensado, seguro, cuando la noche negra se le volvió roja al explotarle la cabeza bajo el ladrillo, justo cuando aprendía a portarse como un hombre.
Luna negra, noche roja. Yo le habìa prometido ayudarlo. Y cuando me carguè su cuerpo, para atravezar el  tapial, me di cuenta de que parecìa un chico dormido, cansado de alguna travesura.


*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar













El valle de los angelitos*



En una curva del río,
casi perdido por la neblina,
me encontré con un hombre de luto.

Estaba de rodillas en la orilla,
con la cabeza
entre las manos.

"¿Qué pasa?" le pregunté.

"He venido del valle de los angelitos,"
contestó.

"Donde nos despedimos de nuestros hijos".

"¿Qué querés decir?"
pregunté.

“Los enterramos allí,
en el aire."

"El hombre es la más bella conquesta del aire",
dije, citando a Larrea.


*De Robert Gurney. . bob@verpress.com
-Inédito-












Volver*



Tanto pensar “cómo quisiera que mi viejo estuviera aquí, aunque sea por unas horas”, que justo ese día mi Padre volvió.

Era el día en que cumplía sus años cuando lo vi doblar desde la esquina con su bastón artesanal, el mismo que armo con sus propias manos con un mango de paraguas y una caña a la que le dio terminación con un regatón de goma.

Me vio desde su paso lento cosechando las nueces altas con un largo palo armado para la ocasión. Cosechar las nueces del año en el día del cumpleaños de mi padre es una ceremonia que mantengo con mis hijos.

Esta vez, la llegada de mi padre me sorprendió en la puerta de casa con las yemas de los dedos bien manchadas por la tinta que liberan las nueces al separarlas del tegumento verde que las recubre en la planta.

Mi Padre estaba feliz en el regreso. Venía de visitar al santuario Della Madonna di Viggiano.

Nos dimos el doble beso de mejilla a la usanza italiana. Mezclamos lágrimas y risas.


*De Eduardo Francisco Coiro.










*



Creo
en el sol
y su porfía
de amanecer
cada mañana.

Creo
en la sombra
y su secreto
rumor de selva.

Creo
en la flor,
en la fugaz vida de la flor,
en la eterna muerte de la flor.

Creo
en los sauces frente a mi ventana
y en la palabra
que dibujo sobre el vidrio.

No sé si creo en dios.
Pero creo en mí.
Creo en mí.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












VÉRTIGOS MODESTOS*



Los plátanos, que excepto por su nombre engañoso ninguna relación tienen con los bananos o palmeras, se erigían altísimos en la noche, retorcidos en sus posturas escénicas, las ramas como brazos implorantes, flamígeros, que se pierden teatralmente en la oscuridad del cielo, y los troncos dramáticamente definidos en luz y sombra por las luminarias ciudadanas.
Ya hubo, entre las altas copas y alrededor de las ramas blanquecinas, una veloz danza de murciélagos. Ahora, que es noche profunda, los murciélagos han ido a buscar insectos en la esfera de luz de otros faroles, y la calle está inmóvil de solemne soledad. Apenas la hace vibrar brevemente el salto blando de un gato desde un muro a un techo, o los faros de un automóvil allá lejos, que nos demuestran que todavía alguien está despierto.
En algún lugar se cierra una persiana.
María Beatriz camina por el centro de la vereda, despacio, intentando en la penumbra no tropezar con las baldosas quebradas y desparejas por la presión de las raíces de los árboles. Los plátanos sofocan la luz de los faroles, María Beatriz vacila escogiendo cuidadosamente adónde poner, uno tras otro, sus zapatones de vieja bibliotecaria de escuela.
Lleva una falda gruesa de lanilla, una blusa, un saquito, todo con esa voluntad de amarronarse en una amalgama desalentadora.
Dos calles más adelante gira una camioneta que se acerca. A través de las ventanillas bajas sale una música estridente y peligrosamente soez, como las carcajadas bastas de los hombres que viajan en la cabina. Van tomando cerveza a pico de una botella marrón, la camioneta tiene la patente sucia con barro, ilegible, y el guardabarros delantero está semi desprendido. En el badén de la esquina el guardabarros toca el asfalto con un fuerte golpe, lo que causa una enorme hilaridad en los hombres.
María Beatriz intenta mantenerse serena pero inadvertidamente apura el paso. No levanta la vista mientras llegan hasta ella. Siente calor y un vértigo que le vacía el cuerpo. No los mira, no gira la cabeza, es preciso simular que caminar sola a plena noche es natural y seguro.
No los mira, fijamente no los mira con los ojos, pero sabe que los acecha como una presa siente la presencia del rapaz con los vellos de la nuca. Pasan. Al pasar el conductor le grita algo que quizás el miedo no le permite entender.
La camioneta se aleja, y los hombres siguen riendo, celebrando con grandes carcajadas la frase que seguramente fue una burla. La música es lo último que se pierde.
María Beatriz sigue caminando con una sensación magnífica de haber sorteado un gran peligro. Ya casi llega a la puerta de su pasillo. Solamente le falta dar unos pasos, abrir la reja, transitar el pasillo desierto (otro desafío, bien podría haber alguien, alguna figura amenazante escondida detrás de la gran maceta con el ficus o en el vano de alguna otra puerta)
Con la garganta cerrada y la sangre haciendo notar el violento bombeo del corazón abre y cierra la reja, camina por el pasillo, abre y cierra la puerta de su departamento con dos vueltas de llave.
Está feliz. Por fin ha vuelto a la cálida seguridad de su dormitorio. Sonríe con alivio y a la vez con la satisfacción de quien ya ascendió la montaña, y ahora se puede sacar los guantes y calentarse las manos en la fogata.
Había puesto la alarma del reloj a las tres de la mañana. Se levantó del lecho tibio, se quitó el camisón, caminó las nueve cuadras que se había impuesto. Ahora se desviste, deposita cuidadosamente la ropa doblada en una silla, y ajusta la alarma para despertarse a las seis y media, a tiempo para desayunar tranquila y tomar el ómnibus a la escuela.
Piensa que fue una buena noche; hubo vértigo, amenazas, peligro y retorno feliz.
Hace un tiempo pudo improvisar un desafío interesante gracias a la noticia que escuchó en la radio, mientras daba entrada a una colección infantil de libritos ilustrados. El locutor del noticiero informó del hallazgo de un ahogado en la laguna Setúbal, desconocido, de una edad de entre treinta y cuarenta años. María Beatriz fue a la morgue, dijo que un tío suyo estaba desaparecido y pidió ver el cadáver para cerciorarse de si se trataba o no de su familiar. La trataron con mucha deferencia, después le dieron un vaso de agua con azúcar. Recuerda la camilla, que el pobre hombre estaba muy descompuesto, recuerda la horrible impresión de la carne hinchada, el hedor que le quedó prendido en el fondo del subconsciente, las pesadillas que tuvo. Fue una buena experiencia, se dice.
Precisamente hace un mes fue la aventura de robar un sobrecito de ají molido en el supermercado. Tuvo que verificar con gran agitación que en ese momento el guardia de seguridad estaba distraído, que ninguna de las camaritas la estaba captando, que nadie la miraba, y en un instante vertiginoso deslizó la especia en el bolsillo del tapado. No pudo respirar con calma hasta que llegó a su departamento. Aún en la calle, a varias cuadras del supermercado, no se atrevía a mirar hacia atrás, imaginando que vería al policía que la seguiría para –horror- destruir acusadoramente su reputación de puntillosa honestidad.
Otra vez fue el absurdo de ahorrar varios meses para ir un fin de semana a Europa. Hizo economías, fue a una agencia de viajes, ingenió transbordos. Salió directamente de la escuela el viernes al mediodía para poder llegar el lunes como siempre, tímida y callada, con sus zapatos de taco bajo, a sentarse detrás de su escritorio con la cabeza aún mareada de aviones y aeropuertos.
Hubo una noche en vela, café tras café y películas en la televisión, para lograr esa mañana alucinada, entre la sensación de fiebre y de sueño diurno, las luces más brillantes, los objetos encantadoramente fuera de foco. Y qué felicidad luego de la noche sin dormir y la mañana de trabajo, esa siesta tan deseada y magníficamente disfrutada entre sábanas de hilo, lavadas, planchadas y perfumadas con el fin prefigurado de un goce perfecto.
Hoy María Beatriz guardó un destornillador en la cartera. Ya afiló la punta con la piedra que usa para la cuchilla de cocina. Habrá de elegir alguno de los automóviles estacionados alrededor de la escuela y le hará un profundo y hermoso rayón en la puerta. No deberá ser el sedán del profesor de gimnasia, porque es un hombre que le desagrada. Será un automóvil escogido al azar, ya que el disfrute debe de estar ligado a lo gratuito e inconducente.
María Beatriz se para en la esquina, extiende el brazo para que el ómnibus se detenga, sube aferrada al pasamanos, vacila cuando el chofer arranca y ella tiene que acercar la tarjeta magnética a la máquina, con sus cincuenta y seis años, su pelo mal teñido y la chalina barata sobre los hombros.
Sonríe amablemente cuando un chico de secundaria le cede el asiento, y modosamente acomoda la cartera sobre las rodillas juntas.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com










La verdad*

(En el cumpleaños de Hölderlin)



Un amigo que se encontraba en la costa del río Negro
me mostró algunas líneas, hace demasiado tiempo,
escritas por un poeta alemán:

"La verdad es como el aroma de un jardín
es la fragancia de todas las flores
y de ninguna en particular."

Recuerdo el calor y las flores:
las rosas y las dalias,
los alhelíes y los dragoncillos,
los claveles de poeta, los geranios.

Recuerdo un estanque donde mi madre se sentaba
a charlar.

Las libélulas flotaban por encima de ella.

En el medio había un lirio blanco.

Me liberó de las riendas, para que yo lo agarre.

Entre él y yo había tres hojas redondas
del tamaño de peldaños enormes.

Caí al agua y terminé cubierto de barro.

Tal vez Hölderlin ha sido preciso.

La verdad es demasiado difícil de capturar.



*De Robert Gurney. bob@verpress.com
20 de marzo de 2016. Inédito.
 (Hölderlin, nacido el 20 de marzo de 1770, Lauffen am Neckar, Alemania.)








InvenTREN






Estación San Sebastián*


(Sobre la memoria, que reivindica los momentos en la distancia,
y sobre la posibilidad recurrente de una inversión en el tiempo)



Del pueblo solo queda un caserío exiguo, calles de fresco lodazal que acceden hasta la estación. He dejado el auto en una calle lateral, de esas que miran hacia un infinito sin árboles donde solo residen el horizonte y las nubes. Me reciben los perros, los guardianes incondicionales, como en todo lugar donde los edificios son bajos y se unen con los componentes básicos de la tierra. El único elemento del otro lado del endeble alambrado es la estación misma, San Sebastián. Yo tenía la curiosidad y toda la intención de acercarme al viejo andén y tomar algunas fotos. La fachada de chapa se conserva muy bien y me sorprende que esté habitada, una familia del lugar se ha afincado aquí a cambio de conservar lo edilicio y mantener a raya la naturaleza. Algunas gallinas, un par de cabras y tres perros componen la fauna doméstica. Un poco más alejado un pequeño edificio sanitario y leña, mucha leña y en una pared colgada una sierra de mano y unas sogas viejas, que dan cuenta de la obtención del combustible primario.
Parado en ese andén, hoy, quince de septiembre de 2014 al mediodía, observo, hacia Carhué la nada misma, no hay ni vías, solo pasto seco y el tendido de los viejos postes de un telégrafo prehistórico. La vía principal no existe, es la orientación típica de estas estaciones y mi brújula interna la que me indica la dirección de los perdidos puntos cardinales. Hacia Puente Alsina, unos galpones grandes de chapa gris, bien conservados, depósitos de vialidad quizás, y otros dos más chicos, un poco más alejadas también un par de viviendas de los empleados del Midland, estas si, aunque de piedra, ya hace mucho tiempo abandonadas, el moho verdinegro toma por asalto las viejas paredes. Al fondo antes de desaparecer de la vista, el tanque de agua, como un vagón alzado en el aire por una mano invisible hacia el cielo gris y más alejado aún la silueta de un pájaro delgado y extraño, el caño hidrante que hoy solo convoca al camión de la municipalidad.
Miro hacia la estación, que ya ni el nombre conserva, le han quitado las tablas o paneles donde estaba la denominación y observo que no hay nada que se parezca a una boletería, quizás estaba en alguna estancia o división interna. La estación cerró en septiembre de 1977, un día once de ese hermoso mes recorrió el tren de pasajeros estas poblaciones por última vez. Un día de septiembre cincuenta estaciones como esta, cuyos nombre de poco van muriendo, pasaron administrativamente al olvido, y Carhué, la orgullosa Carhué, punta de riel de un pasado turístico y esplendoroso, quedó a la deriva, un barco despojado, una ciudad que hacia el sur solo mostraría paramos desolados, cubiertos por la sal del desbordado Lago Epecuén. Nunca más oiría el trepidar de la maquinaria pesada de un tren, nunca más el vibrar de los durmientes de quebracho y el baile minúsculo de sus temblorosos clavos de hierro.
Pido permiso al actual habitante, padre de familia y este me permite el paso al interior de la estación, cruzo un umbral hollado por miles de pies antes que los míos. Observo la carencia de algún reloj como es común o lo dicta la memoria de otras estaciones entrevistas. Si hay, en un rincón de polvo y hojas secas, una balanza para pesaje de encomiendas, no de plataforma, sino de esas otras con pesos deslizables, ni tan vieja ni tan nueva. Un banco contra la pared solitaria y enfrente una ventanilla de boletería con enrejado marrón, semejante a un pequeño confesionario surgido entre las sombras. Olor a madera, a capas de pintura gris, a sellos postales, a monedas antiguas de bronce. Sobre el antepecho de la ventanilla, me aguarda un pequeño boleto amarillento con número de serie 18362, lo tomo entre mis dedos, dice en letras pequeñísimas: Servicio coche Motor - Ferrocarril Midland y en destacadas pone San Sebastián a Puente Alsina, clase única y el suculento precio de $ 0.40 de moneda nacional. Sonrío solo para mí y el corazón se me encabrita de pura nostalgia.
Aseguro la correa de mi cámara, la Kodak Instamatic es una fiel compañera de caminos y de rieles. Me doy vuelta para hacerle una pregunta al dueño de casa y descubro que he estado solo, ignoro cuanto tiempo ha pasado. El aire que ha ingresado por la puerta ha barrido el polvo y las hojas y el banco luce como si le hubieran aplicado una nueva capa de pintura marrón. Levanto la vista y localizo casi en las sombras un reloj que se me había pasado por alto, y también escucho su metálico corazón en movimiento. Salgo nuevamente o recuerdo haber salido una vez más, a la plataforma. Gente del pueblo se ha reunido en el andén, han llegado hasta el alambrado delimitador en Falcon Futura, en renoletas, en Rambler, en Renault 12, en cupés Chevys o Peugeot 504. Tomo algunas fotos de todos ellos y cambio el rollo, en el aire se siente algo así como una expectativa, un aire de ceremonia o despedida. Se acerca ahora, viniendo desde Puente Alsina una formación de coche motor bastante antigua, un gusano amarillo, rojo y azul que trepida ya cercano, lleva en su frente el número 2779, es un coche Ganz, le saco fotos, es un momento único. Me doy cuenta que todavía tengo el boleto entre mis dedos, pero algo ha cambiado, las letras grandes dicen: Puente Alsina a San Sebastián.
Abordamos el tren, a pesar de sus años de servicio las comodidades son más que buenas. Me arrellano en un asiento doble cubierto de cuerina marrón, he visto los del otro vagón, tal vez no pertenecientes a este coche motor, sino un arreglo de último momento y estos bancos eran de madera, como los de las plazas, también marrones. Partimos, y toda la cacofonía metálica del tren se armoniza y adopta una cadencia maravillosa y adormecedora al igual que las conversaciones de los pasajeros, todo se convierte en un murmullo continuo y conocido. Entreveo pasar las estaciones, mal recuerdo ahora algunos nombres: La Rica, Araujo, Dudignac, Corbett, Henderson, Casey, Saturno, son algunas, las demás las devorará el tiempo que es el depredador de la memoria. A las seis y cuarto de la tarde arribamos a Carhué partido de Adolfo Alsina.
Recuerdo Carhué como entre sombras de esa tarde a la salida de la estación. Un movimiento inusual me sorprende en la ciudad turística, innumerables coches circulan por calles prolijas y atiborradas de negocios, cuyos carteles multicolores comienzan a encenderse. Muchos de ellos son hoteles, hospedajes y pensiones: Hotel Azul, Hotel Americano, Hotel Las Familias, Hotel Horizonte, Hotel Plaza, el Hispano Argentino, también casas de regalos y fábricas de alfajores. Casa Bruni y sus electrodomésticos exhibiendo la nueva cocina marca Volcán. Me llama la atención un bellísimo coche estacionado como al descuido, un Pontiac Chieftain color arena que una delicia flamante para gente de buen respaldo económico y por las calles muchos otros: Pontiac Bonneville, Ford 1950, el año del Libertador, inverosímiles colectivos de chasis Chevrolet cubiertos de propaganda local, extraños Kaiser Manhattan, Chevrolet Bell Air, y hasta un exclusivo y aerodinámico sedan Studebaker.
La ciudad es pujante y cosmopolita, está en su apogeo, todo el mundo y sobre todo la sociedad de Buenos Aires se da cita aquí para disfrutar de los baños termales y su acción terapéutica, reconocida en todo el mundo. En la sede de la Sociedad Italiana proyectan “El Seductor”, un estreno, con Luis Sandrini, Elina Colomer y la cubana Blanquita Amaro, que justamente trata de un jefe de una estación pueblerina que se enamora de una bella mujer que viaja en un tren, todo el argumento se presta a equívocos y alegres miradas, los espectadores festejan el lenguaje de gestos del personaje. Más por gastar un par de horas que por las risas, acudo a la función y después ceno unas pastas en la Sociedad. Luego, cansado, con los ojos llenos de imágenes busco un hospedaje modesto y me duermo en un sueño de viajes y pasajeros que se convierten en estatuas de sal.
A las siete y media de la mañana ya estoy en la estación, el tren ha sido invertido de sentido en la mesa giratoria y ahora reanudaremos el viaje. Una multitud de personas despide el tren agitando las manos y algunos pañuelos al abandonar la plataforma de Carhué a las ocho y cinco minutos exactos. Recorremos las estaciones a la inversa, San Fermín, Coronel Freyre, Coraceros, Hortensia, Morea, Ortiz de Rosas, Baudrix, Indacochea, por nombrar las omitidas en el viaje de ida. En cada una un puñado de pobladores nos despide, ellos saben que ya es la última vez que verán el tren de pasajeros, hasta los perros nos acompañan en el lento paso por los gastados andenes. Al pasar por San Sebastián observo el boleto en mis manos y ahora me muestra la información correcta, el destino cierto: leo a la luz del mediodía: San Sebastián a Puente Alsina. Acomodo mi traje de franela gris, el cuello de mi camisa y la delgada corbata negra, me subo el pantalón bien alto y me relajo para el viaje hacia Buenos Aires.
El viaje se hace torpe, traqueteante, las horas, los pensamientos y las estaciones se suceden lentamente, como un libro que se recorre despacio, hoja por hoja, con la yema de los dedos. Converso un momento con el guarda uniformado mientras me pica el boleto y me comenta que la formación es un coche motor Birmingham Gardner y que todos los asientos ahora son de madera, es más, casi toda la estructura de este vagón en que viajamos, por ejemplo, es categóricamente, de madera. Consulto mi Guía Peuser 1948 de Horarios del Ferrocarril Midland y voy apuntando mentalmente las estaciones que quedan atrás: Ingeniero Williams, Plomer, Km 38, Rafael Castillo, José Ingenieros, La Salada, La Noria, Villa Caraza ya ingresando al partido de Lanús. El tiempo está a nuestro favor, hemos hecho el recorrido con ventaja, los pasajeros descubren una algarabía contenida que comienza a explotar con el final del viaje. Son las tres y cuarto de la tarde y la formación llega a Puente Alsina.
Desciendo en la plataforma y me asombra la complejidad de estación mayor, acostumbrado a las humildes paradas de provincia. En vías secundarias veo la locomotora más extraña que rodara por rieles argentinos, una inmensa Sentinel Cammell de calderas revestidas de acero, un tren blindado, una bestia que devora ingentes cantidades de carbón y más agua aún. Recorro las dependencias y doy con la puerta que da al frente, desde allí veo las obras ya casi terminadas sobre el Riachuelo, del puente Uriburu con su estilo neoclásico, la estación tomaría el nombre de los sucesivos puentes que como este, fueron construidos desde la Avenida Saénz para salvar el brazo de agua hacia el sur, hacia donde entreveo los caserones del barrio Pompeya. En la rotonda cercana, tres líneas de tranvías se disputan el gentío hacia Constitución, Plaza Once o La Paternal, las líneas 9, 8 y 55 respectivamente. Para los que no gustan de lo motorizado, diversos carruajes te acercan hasta los barrios aledaños. Saco algunas fotos de la fabulosa arquitectura del puente y guardo mi pequeña cámara Agfa Billy Clack. Extraigo el reloj con su leontina de delicados eslabones del bolsillo de mi chaleco gris, de paso me acomodo el traje cruzado a rayas también de gris y mi sombrero de fieltro de ala ancha en la vidriera de un café. Un canillita pasa a las voces que se han iniciado los conflictos en el Chaco, la situación entre Bolivia y Paraguay no tiene otra solución que el uso de las armas, la guerra es inminente. Lo mismo sucede entre los hermanos peruanos y Colombia. El continente tiene varios frentes de batalla y el hombre solo siente el deseo de forjar países modernos.
Pernocto en un hospedaje de Valentín Alsina y escuchando en la radio los conflictos del norte me duermo. Temprano me levanta el traqueteo de los tranvías y salgo hacia la cortada Membrillar, son las siete de la mañana. Debo partir, el tren que me espera en la estación es un pequeño monstruo negro, una Kerr Stuart de cabina abierta. Solo dos vagones componen el convoy más un pequeño furgón de cola o Brake Van inglés, suficiente material rodante para el viaje hasta San Sebastián. Entre bufidos y chorros de vapor de agua como un animal de pesadilla parte el tren, nos restan unas siete horas de viaje. En Fiorito y en la Noria abordan operarios e ingenieros de la empresa constructora Hume Hnos, nos apretujamos un poco entre herramientas y vaivenes, mal agarrados a los fierros y los bancos de madera, aunque el tren se deslice tranquilo y rápido sobre los rieles nuevos. Vemos el campo ya amanecido y en sus labores, el sol nos persigue y en algunas estaciones los niños que marchan hacia las escuelas nos saludan con los ojos grandes y las sonrisas de la inocencia.
A las diez de la mañana llegamos a San Sebastián. La estación nueva, toda de chapones relucientes, hay quien dice que en algún futuro será de material, no es vano soñar con el futuro de los Ferrocarriles Argentinos, debería ser más que una utopía. Descienden los operarios de la constructora y todo se llena de voces y metálica melopea de clavijas y herramientas. Hoy es 15 de junio de 1909, en dirección a Carhué no hay vías todavía, cientos de durmientes nuevos de quebracho aguardan que las manos enguantadas los acarreen a sus sepulturas definitivas, quizás por un siglo o más, la carcoma y la fatiga dictaran sus años de tierra y sueño. A un costado una pirámide de rieles, buen acero británico calentándose al sol. San Sebastián esta febril e inquieta, inmensa de movimientos y vitalidad. Acomodo los operarios para una placa fotográfica y los inmortalizo para la posteridad. Aquí crecerá un pueblo, al amparo de estas venas de sangre de este tiempo de industria y avances industriales. Me siento en el banco de la plataforma y sueño, me adormezco, mi sombrero cubre mis ojos y escucho el grito eterno del tren.



*De Jorge Lacuadrajorgelacuadra@hotmail.com
– 26/07/14.-




***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

ÁLVAREZ DE TOLEDO.   

POLVAREDAS.  JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.


InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

2 comentarios:

CRISTO_ANSELMO dijo...

muy buena la edición, a seguir editando

amelia arellano dijo...

Toda una trayectoria en la Web . [éxitos -...siempre!!