miércoles, diciembre 13, 2017

A LA PROFUNDIDAD DE LA TIERRA…



*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina











Tierra en la boca*




*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




Es agosto y tocan la puerta. Mi madre se levanta del sillón y se acerca a la entrada. Está unos segundos indagando por la mirilla hasta que escuchamos la voz de un hombre. Dice que encontró a mi padre. Mi madre no le cree y le pide una prueba. El hombre le muestra algo pero ella, aún dudosa, no quiere abrir. El hombre le dice que dejará a mi padre en la puerta y se va corriendo. Escucho su carrera nerviosa. Estamos un rato, indecisos, mirándonos en silencio. Es peligroso salir y asomarse a la calle. Los balazos son cosa de todos los días. Sin embargo, puede más la curiosidad, así que abrimos con mucho cuidado y, casi al instante, cae el cuerpo ensangrentado de mi padre. Aún tiene la gabardina con la que salió en la mañana. Su camisa amarilla está roja y llena de agujeros por donde entraron las balas. El pantalón hecho pedazos y la pierna derecha, medio descoyuntada, indican que fue arrastrado. Imagino sus piernas atadas por una gruesa cuerda a la defensa de una camioneta. Imagino, también, las sordas risas de sus ejecutores. Mi padre salió muy temprano en dirección al pueblo vecino. Le dijimos que no lo hiciera. Salir, caminar o asomarse por una ventana son, desde hace mucho, actos muy peligrosos. Pero a él se le metió la idea de ir con su madre. Soñó varias noches que ella agonizaba y, ante la imposibilidad de comunicarse por el corte de las líneas telefónicas, decidió visitarla.
Lo arrastramos por el pasillo y lo llevamos a la cocina. Resoplamos por el esfuerzo. Mi madre siente alivio cuando comprueba que el reguero de sangre no ha llegado al tapete que está en el centro de la sala. Ese tapete, dice con frecuencia, es uno de los pocos regalos de bodas que aún conserva. Recupera el aliento, su pecho se estremece y me dice que no podremos enterrarlo. Me encojo de hombros. Después mira las baldosas blancas de la cocina y se sienta en una silla de madera. Me acerco al cuerpo de mi padre. Aún sale un leve flujo de sangre; pequeños borbotones en el estómago, coágulos que ceden y comienzan a vaciarse. Pienso en los autos viejos, que siempre tienen fugas de aceite o de anticongelante. Hay que limpiar este desastre, sin embargo, no tenemos cloro y el agua que queda hay que racionarla. Así que, quizás para no verlo y suponer que no ha pasado nada, subimos las escaleras y nos metemos en nuestros cuartos. Me tumbo en la cama y escucho las detonaciones que retumban en las calles aledañas. Es tan natural como escuchar el agua hervir o los truenos que anteceden a una larga tormenta. Explosiones grandes y pequeñas. Oscuros fuegos artificiales.
No puedo dormir. El insomnio me atenaza la cabeza. Me pregunto si la abuela ha muerto. Mi madre dice que no existe el pueblo vecino. Está segura. Todos, animales y personas, han ardido. Quizás somos el único lugar habitado del mundo. Recuerdo la necedad de mi padre y las palabras que le dijimos para disuadirlo de su empresa. Pero él nos miró, se puso la gabardina y enfiló por la calle desierta. Trato de recordar más cosas, detalles que hagan vívida la escena. La noche gana en temperatura y en balazos. A veces se oye el motor de un auto. A veces un alarido. No sé de dónde salen tantas balas. Es como si hubiera, en algún lugar del pueblo, una bodega inmensa con armas de todo tipo. No me explico de dónde salen tantos muertos. Tal vez muchos habitantes han sido reciclados y ahora son pólvora que flota sobre los tejados de las casas. Sus voces son humo. Sus almas, quizás, están atrapadas en el olor a carne quemada. Tal vez los muertos recientes, aquellos que aún están de una sola pieza, son apilados como sacos de arena y fusilados una y otra vez, para que nosotros, escondidos bajo nuestras camas, creamos que sigue la fiesta.
Renuncio a dormir. La única ventana del cuarto está clausurada con unas tablas de madera. No hay electricidad desde hace varios meses. Hemos aprendido a movernos en la penumbra. Mi madre y yo tenemos un mapa mental detallado de la casa. Sabemos la disposición de las sillas, de la mesa del comedor y los pasos que hay que dar desde la cocina hasta el pequeño escalón que conduce a la puerta de la entrada. Ahora tendremos que añadir a mi padre como una nueva referencia. En verano, cuando se desplazan por el cielo nubes pesadas, cargadas de lluvia, pienso en que dejarán de arder los esqueletos que se apilan, como llantas viejas, en las esquinas.
Salgo de mi cuarto y trato de averiguar si mi madre duerme. A veces la escucho sollozar, a veces su voz se sumerge en monólogos agrios que parecen retar a los que se solazan con la sangre. Me acerco a su puerta pero no escucho nada. Bajo por las escaleras y me dirijo a la cocina. La luna apenas deshace la penumbra; boquea entre las nubes como un pez que está muriendo. Aprovecho para inspeccionar: aún se percibe el rastro de sangre en el pasillo. Es como un brochazo que se ramifica hasta desaparecer. Miro a mi padre: tiene los brazos rígidos y la cabeza echada hacia adelante. Sus cabellos parecen húmedos. Supongo que seguirá engarrotándose hasta quedar en una posición definitiva e imposible de modificar. Será muy difícil enterrarlo pues son pocos los momentos en que menguan las balas. Lo arrimo un poco más hacia la esquina. Me siento observado por él a pesar de que no pueda verle los ojos. Las calles están oscuras y la luna apenas sirve como referencia. Bebo un poco de agua. Desde hace mucho recolectamos la lluvia en cubetas que dejamos en el patio. Salimos por ellas a pesar del riesgo que entraña alguna bala perdida. Después llenamos un par de garrafones de plástico. El agua está tibia. Bebo sin dejar de mirar a mi padre. El sabor del agua es metálico y pienso que, en este momento, estoy probando la sangre de innumerables muertos. Afuera regresan los tiros dispersos, las granadas y el fuego. La cadena de estruendos es tan cotidiana que, cuando llega el silencio, parece algo ajeno, impostado. Una sustancia artificial. Me asomo por la ventana. Algunos árboles son iluminados por la luna. En la parte superior izquierda, muy cerca del marco, está el agujero dejado por un balazo. Por alguna razón desconocida –mi madre dice que es un milagro– el impacto no ha estrellado la superficie. Ahora tenemos un agujero por el que se cuela el viento. Por las noches se puede escuchar una especie de silbido que se mete en la cocina, sube por las escaleras y llega a los cuartos.
Me siento en la silla de madera. En una pequeña mesa, amontonados, están nuestros últimos bastimentos: un par de latas de atún y un paquete de galletas. No hay nada más. Salimos de casa cuando pierden intensidad las balaceras para buscar comida con algún vecino. Llevamos cosas para intercambiar. Mi madre primero se deshizo de sus aretes de perlas y de algunos electrodomésticos que habían sido obsequios en su boda. Después fueron muebles y algunas herramientas. El último sobreviviente que podrían codiciar es el tapete de la sala. Es color verde y sus contornos ya están deshilachados. Me pregunto para qué querrán los electrodomésticos. Supongo que los guardan por avaricia y que piensan venderlos cuando acabe la violencia. También me gusta pensar que los desmontan para tratar, inútilmente, de fabricar aparatos nuevos, máquinas que no necesiten electricidad. Por eso, en las noches, intento descubrir si hay algún fogonazo de luz en las ventanas de los vecinos. Pero las probabilidades son escasas. Cada vez quedamos menos y es frecuente que, atrás de cada puerta, haya un montón de cuerpos endurecidos, aún calientes.
Me acerco a mi padre. Los arroyos de sangre ya se han secado. Algunas partes de su camisa amarilla se han fundido con la piel. Huele a chamuscado y a una incipiente descomposición. ¿Qué haremos con él? Con el tiempo llenamos el patio con fosas improvisadas en las que enterramos a tíos, primos y a cualquier transeúnte que fuera abatido cerca de casa. Pero conforme se agudizó el intercambio de balas optamos por prenderles fuego y dejar que se consumieran. A veces las personas alcanzadas por la metralla tardaban en morir. Las veíamos retorcerse en el piso, con las bocas llenas de polvo. A veces perdían el conocimiento y quedaban varadas a la orilla de la muerte. Cuando anochecía arrastrábamos a algún caído a la parte trasera de la casa, pero ya no era posible quedarnos mucho tiempo. Simplemente encendíamos un pedazo de cartón y lo metíamos entre sus ropas con la esperanza de que el fuego contagiara todo el cuerpo. Después ya no nos quisimos arriesgar y ahí estaban, náufragos en la calle, mientras nosotros espiábamos.

Me sirvo otro vaso con agua. Por un instante creo que mi padre está dormitando o que ha sucumbido a una espesa borrachera. A veces sueño con una máquina que llora a los muertos. Una caja metálica que activa una grabación de gente gimiendo y lamentándose. En las noches le cuento a mi madre de una máquina aún más sofisticada que proyecte hombres y mujeres artificiales. Le digo que ellos irán vestidos de negro y que enterrarán a los que mueren todos los días. Subo a mi recámara. El agua dejó un latido en mi lengua. Un aire metálico se mete en mi garganta. Me acuesto e imagino que en los próximos días lloverá tanto que el suelo del pueblo se reblandecerá. Entonces saldremos a escondidas, sin llamar la atención, a dejar a mi padre en el patio. Quizás, con un poco de suerte, comenzará a hundirse. Parecerá un barco atrapado por corrientes lentas, algas pegajosas, raíces submarinas que lo llevarán, después de varias jornadas, entre el fuego que nos rodea, a la profundidad de la tierra.











A LA PROFUNDIDAD DE LA TIERRA…

-Textos de Alejandro Badillo.











Los felices días del bombardeo*





Al principio había sido una sensación azul en los ojos, un pellizco en los nervios seguido de un estremecimiento en las paredes del túnel.  Las náuseas volvían con la necesidad de escuchar alguna sirena y él trataba de reconstruir una voz suelta que recorriera el túnel como un perro meticuloso, testarudo, entrenado para seguir durante años el rastro de un cadáver.  Al cerrar los ojos imaginó su soledad como un viejo de uñas afiladas, como fragmentos de sombra tan volátiles que parecían jirones de ceniza  flotando en el techo, buscando ganar consistencia para llenar la forma de un fantasma que perduraba minutos, horas, en la silla y que fumaba (en las horas que suponía era de noche) hasta toser, expulsar un poco de neblina y recitar que bajo tierra el mundo era más preciso, el letargo que lo invadía por el aire enrarecido permitía pensar mejor las cosas. “Pensar” repitió mientras volvía a escuchar el bombardeo y sentía necesidad de frío, de calor, alguna señal de vida que estableciera un punto de referencia para seguir investigando, para no rendirse.  Una vez, al regreso de una excursión en busca de comida, creyó oír un carcajada seguida de un reproche: “No intentes subir, allá arriba no hay nada que ver, siempre es invierno” y justo al terminar la palabra se concentraba en la nariz un olor a cerrado, el tiempo que se detenía a escasos centímetros de su boca y que después ascendía para estrellarse en la mente, en las órbitas de los ojos.  Se pasaba la mano por la quijada, trataba de sorprender figuras humanas en las paredes.  Pensó en el año: ¿2030? ¿2035? En realidad no importaba porque con la cifra sólo tenía vislumbres de un vago exterminio, quizá de una guerra que lo había olvidado y que con los años se había ignorado a sí misma, sus planes, mapas, objetivos, hasta reducirse a un golpeteo monótono, el toque marcial de un tambor que semejaba el latido de un hombre, los pasos de un gigante recorriendo un campo infinito que contribuía a mantenerlo vivo, sosegar su respiración hasta sincronizarla con la caída de las bombas.





II



Cuando cerraba los ojos también estaba dentro del túnel, un túnel un poco distinto, más húmedo, con esporádicas franjas de luz que lo recorrían como la frontera de un vientre materno; un espacio que lo mantenía cautivo, rodeado de oscuridad, que le jugaba bromas, le tendía señuelos como algún destello, la torpe imagen de una cara que lo dejaba embobado aunque la ilusión no perduraba y de pronto se sorprendía hablando, contándose su historia para recordarla, fabricar un instrumento mental que le permitiera revisar un instante, mirarlo en cámara lenta, bajo distintas perspectivas, como si examinara una joya en busca de algún defecto, un error cuya ausencia le obligara a examinar otro momento, hilarlo en silencio al anterior para poder comenzar de nuevo, esta vez con todos los detalles: “Vísperas del año nuevo.  Estamos varados en un vagón atestado del metro.  Hace calor, una mujer se abanica el rostro y me mira.  Es mediodía y la luz en el andén se interrumpe, los tubos luminosos parpadean, hacen intermitentes nuestros cuerpos.  Alguien supone un suicida en las vías.  Una voz hace notar el creciente bamboleo, el temblor en el piso.  A mi derecha un niño mira a su madre: sus ojos se encuentran, se dicen que será cuestión de segundos.  El murmullo en el andén parece el aleteo asustado de un pájaro.  Ocurre la primera explosión.  Algunos corren, otros se limitan a observar los pedazos de cemento, piedras que caen en avalancha sobre las vías.  Me mantengo en el vagón, decidido a morirme ahí, en espera del golpe definitivo en mi cráneo.  Algunos mueren al instante, otros –cercanos al punto de impacto- se arrastran entre los escombros.  Nadie mira a su alrededor con un gesto de tranquilidad.  Nadie tiene lucidez en los momentos finales y por eso huyen, gritan, se pisotean, como si la propiedad de la muerte estribara no en el vacío sino en la locura; no en la parálisis, ni en el adormecimiento, sino en la rabiosa contemplación de un espejo. Trato de ir a la trinchera principal, ser blanco de los fragmentos que caen, quemarme con la brecha humeante que divide las vías, pero el ataque sufre una interrupción y en el desconcierto apenas logro percatarme de que ya no hay gritos, sólo el persistente olor a carne quemada que dificulta la respiración.  Hago un inventario de mi cuerpo.  Toco mis piernas, palpo mi estómago, recorro con los dedos mis costillas.  Mientras me examino el aire antes pegajoso se vuelve más ligero, tal vez el preludio de una reconciliación, la tregua con un dolor que no siento, con la caída libre que se detiene a escasos centímetros del suelo y que me inmoviliza, me obliga a girar el cuello para que observe al otro lado de la ventana a la bomba en estado puro, no un cohete en forma puntiaguda, sino una esfera blanca que detiene el tiempo, lo convierte en un estanque en calma que reorganiza el mundo, le otorga alguna cualidad que no logro descubrir antes de la destrucción final.  La esfera se estremece antes de perder su forma circular y extiende sus límites hasta volverse un manto espeso que colapsa metal, huesos, entrañas.  El vagón es un barco hundiéndose lentamente, haciendo agua por la popa.  Un destello perdura hasta que el vagón se transforma en una pecera luminosa.  Resplandezco a medida que recorro el pasillo.  Puedo ver como la luz ejerce su peso en la ventana.  Un cuerpo inmenso y blando fractura el vidrio, lo trabaja con la obsesión de un orfebre hasta convertirlo en polvo brillante.  Sobrantes de luz trepan por mi cuerpo: insectos blancos buscan las yemas de mis dedos no para incendiarlos sino para volverlos blancos, contaminarme para condenar mi vida y al mismo tiempo separarme de los muertos que yacen a mi pies, reconstruirme en el espacio que me ofrece la luz antes de hundirme para siempre en el túnel, antes de que mi mano se levante no con un gesto de amenaza, sino con la intención de dibujar en el aire la forma primordial de la bomba, su voz; la entonación que le da cuando dice que para mi no habrá muerte.

Al llegar a la última palabra suspiró con tranquilidad.  Se pasó la lengua por los labios en un intento por decir más, añadir un epílogo afortunado a la historia.  Intentó abrir los ojos de una forma distinta, despegó los párpados poco a poco, como si se preparara para dar la bienvenida a una realidad diferente, quizás observar el inventario de un mundo nuevo, el vestigio de una ciudad enterrada que hasta entonces le había negado sus favores.  Abiertos los ojos comprobó la banalidad de su esperanza  Ante él seguía el túnel, la grieta en el piso, muy parecida al cadáver de un gato.  Pensó en anuncios neón, un color en el que pudiera concentrarse para dar un nuevo impulso a la soledad.  La silla estaba vacía aunque el viejo imaginario -la línea chueca de su espalda- parecía perdurar en la penumbra como un objeto olvidado, carente de autor y de memoria.  Alzó la vista al techo.  Las sirenas no llegaban.  Sólo pudo extender las manos en el piso, sentir el corazón pulsante, atropellado, buscando la sincronía con las bombas que regresaban puntuales para darle una absurda seguridad, una íntima medición del tiempo





III


“Sueño de nuevo con las bombas, bombas como copos de nieve, bombas que caen como lluvia lenta, más ocupada en perturbar con el sonido que con la intensidad del daño. ¿Qué pueden romper, volar en pedazos, si con los años, con la mera persistencia han demolido cualquier vestigio de construcción? ¿Qué pueden hacer en la superficie sino volver más fina la arena rojiza, el recuerdo volátil de tantos cuerpos?” Terminó de escribir.  Sonrió.  La idea de la arena rojiza le pareció ridícula y tachó el renglón completo.  Apoyó la pluma en la hoja maltrecha y trató de escribir un nuevo diagnóstico, pero se dio cuenta que pensar era internarse irremediablemente en una cámara oscura, entrar al terreno de las palabras sueltas cuyos significados se resistían, cambiaban para inventar un lenguaje al cual no tenía acceso.  Aventó la pluma.  La mente la sentía retorcida, a ratos hormigueante por el escaso alimento que encontraba a medida que recorría el túnel.  Su experiencia reciente era la de un nómada que recolectaba latas de refresco, fragmentos de galletas, bolsas de papas fritas.  Comenzó a olvidar algunos datos de su vida pasada: su número telefónico, la dirección de su casa.  Temeroso de olvidar la fecha en que abordó el metro la grababa en las paredes del túnel.  El olvido lo llevaba al desamparo, sin embargo, pronto comenzó a asumir cierta noción de orgullo, el natural prodigio de sentirse el único hombre, porque habían caído durante tanto tiempo las bombas que arriba no había vida, sólo un páramo consumido por el fuego, cubierto por una espesa ceniza.  Sin testigos, sin una memoria que ordenara el mundo, el pasado se detenía de forma indefinida en la superficie, como una mancha que mantenía inmóvil el tiempo.  Alzaba las manos como si quisiera tocar el pantano en que se había convertido el mundo.  Alzaba las manos como si ayudara a intensificar el bombardeo, a volverlo un mar vasto, pródigo en aceite, radioactividad acumulada.  Entonces disminuyó sus avances en el túnel, dándose tiempo para reconocer sus propiedades, las maravillas que dejaba la muerte.  Protegido, asimilado a la tierra, sentía por fin su propiedad del futuro real, el destino de la vida y de la memoria reciente que oscilaba entre la lucidez y un intenso desvarío que le hacía avanzar a tientas en el túnel, como un animal ciego, dando tumbos, confundiéndose repetidas veces de camino.  Una noche, después de una jornada especialmente fatigosa, soñó el sueño del único hombre y cuando despertó tuvo miedo porque su originalidad lo volvía frágil, demasiado humano.  Prevenido, comenzó a grabar su nombre, quizá para asegurarse su posteridad, para morir con la dignidad de un dios novato que nunca entendió su papel ni su herencia y cuya potestad apenas servía para retener algunos visos de locura, los laureles de la fiebre que lo coronaban por horas llevándolo a descubrimientos imaginarios en el túnel, a nombrar continentes entre la podredumbre, escalar pilas de cadáveres para otear con desdén el horizonte.  Terminada la grandeza, con el hambre royéndole el estómago, disminuyó de forma sensible su metabolismo; el pensamiento se alentó hasta sólo registrar el tañido del corazón o el pulsar de las bombas relacionado con el progreso de la luz en las paredes.  Utilizó su letargo para fabricar una especie de arrullo, una melodía desconocida que fijaba la voz a su existencia y que le permitía alcanzar una inesperada sabiduría que le motivaba a hablar de nuevo, a entregarse a su historia, repetirla una vez más con una entonación que le permitiera sentirse ajeno.  Habló entonces con la voz de otro hombre, un alquimista que sugería una forma distinta de articular la memoria, echar en reversa el transcurrir de ese día como si cambiara de improviso la ruta del agua: retuvo el boleto, empujó con la espalda el pasamanos y caminó hacia atrás en el andén.  En el camino a casa borró el pensamiento inútil que le provocó un insecto, deshizo algún gesto en medio de la multitud que esperaba cruzar la calle.  Pronto estuvo en su casa, sintiendo una somnolencia anticipada, buscando con el cuerpo el contacto con las sábanas para dormir y despertar nuevo, dispuesto a abordar el mismo vagón repleto, rodeado por las mismas personas que lo miraban en silencio, expectantes, dándole la oportunidad para que esta vez pudiera encontrar la variación, el detalle que hiciera la diferencia.





IV


Un día el bombardeo perdió fuerza hasta cesar por completo.  La monotonía fue sustituida por el vacío y el silencio que ocupaba el túnel le pareció el de una calle blanqueada por el polvo.  Al principio, incapaz de conformarse con la ausencia de un sonido al que estaba habituado, intentó remedar los golpes lanzando rocas, pateando escombros, poniendo la mano cerca del corazón para recobrar la antigua sincronía.  ¿Qué había pasado? ¿Por qué la luz filtrada por los resquicios del techo no recorría las paredes sino permanecía intacta, como un insecto aturdido en medio de las vías?  Juntó sus provisiones, un poco de agua y fue al encuentro de la luz.  Había hecho algunos preparativos en su último refugio y, mientras seguía la ruta obcecado, tentados los labios por alguna canción de fuga, quiso creer que iba a ser sustituido por otro, alguien que repetía por inercia su itinerario y que en poco tiempo estaría husmeando en el mismo trecho del túnel.  Pensó con amor, casi con desesperación, en un rostro indefinido, en un hombre o mujer más aptos para gobernar aquella oscuridad; alguien destinado a la tarea ruinosa, tal vez infinita, de nombrar sombras, dar orden a aquella revuelta de islas y continentes.  La luz dejó su inmovilidad y comenzó a ascender por una de las paredes, al principio segura, después un poco indecisa, como si tuviera que ajustar algún trazo a su recorrido.  Caminó un día entero hasta notar que el haz de luz ascendía.  Cerró los ojos, como si recibiera en pleno rostro una lluvia de hojas: las venas en sus brazos era como ríos.  En su último refugio había dejado una carta, el testamento de un dios arrepentido, derrotado:
“Después de numerosas reflexiones, he llegado a concluir que salir del túnel es posible, en realidad es tan fácil que eso mismo impide su salida.  Piensa en una frontera invisible, una cerca hecha de un olor que a pesar de ser imperceptible te obliga a detenerte.  No olvides el bombardeo, la cuenta atrás con los dedos hasta que, sin darte cuenta, comiences a contar latidos, espirales de pasos.  Mueves un pie, luego otro, cada vez más arriba y así formas escalones en el aire que te elevan hasta mirar el cielo manchado de rojo y te sientes con la consistencia de un demiurgo, de un Adán liberado de la servidumbre, que pasa sus días haciendo malabares con las bombas.  Es tan sencillo como si estuvieras en una historia de ciencia ficción, en una película donde combates con diablos caídos del cielo, acertijos que se desgranan y que parecen una insólita reunión de insectos.  Después de la batalla siempre podrás apartar nubes y a pesar de no destruir por completo al enemigo tendrás ánimo para bajar a tu refugio y preparar una próxima escaramuza.   Sólo ocúpate de pensar, dibujar parábolas perfectas, líneas punteadas que parecen inofensivas pero que en realidad reproducen la trayectoria probable de las bombas.  Imagina las explosiones, piensa en ellas como espectáculos de luz, murmura palabras como ¡pum! y ¡pas! y el sonido en tu boca las obliga a obedecer, explotar donde les indiques.  No duermas, dedica tu insomnio como si ofrecieras una oración a la humanidad y así el exterminio será menos vulgar, más preciso: cae una bomba, 100 personas; cae otra, l50.   Piensa en esa constelación de muertos, en sus brazos blancos, tal vez azules.  Fueron afortunados porque antes de morir hubo un gesto de maravilla en sus ojos, porque un ángel de luz desbarató sus cuerpos y, antes de salir de casa, colocó los retratos en su lugar y apagó la última vela.  Vuelve a dibujar la bomba, no como un proyectil, sino como una esfera perfecta, que regresa el tiempo, lo cambia de lugar, le pone flores”
Llegó a un pasaje que conectaba a un canal de desagüe.  La señal luminosa seguía firme en la penumbra, forzándolo a seguir.  Se arrastró entre desperdicios y un fango oloroso a muerte.  Tuvo la sensación de insectos en la cara.  El canal se abría y al final dejaba ver el inicio de una escalera.  Se aferró a los escalones y comenzó a subir.  Antes de llegar al último peldaño tuvo un presentimiento y preparó su último discurso, el que dejaba a la soledad, al nuevo ser que lo sustituiría: “Te preguntarás por qué me voy, porque en mi convergen el pasado y el futuro, porque el presente no basta y los hombres que alguna vez existieron necesitan que salga”.





V


Al principio es la misma sensación azul en los ojos.  Después comprende que es un estremecimiento distinto, tal vez los nervios de ver cómo la luz se abate entre el polvo, cómo lo aparta hasta deslumbrarlo, volverlo –por instantes- ciego.  Siguen sin llegar las sirenas, sin embargo, puede oír el sonido compacto de los autos, pisadas sobre asfalto caliente.  Se apoya sobre los codos; apenas encuentra apoyo para impulsarse, rodar fuera del vértigo y descansar un momento.  Cubierto de polvo, parece una criatura recién nacida, expulsada de la tierra para ir al encuentro de un sol desconocido.  Se pone en pie.  Tiempo después, mientras grabe su nombre en las ruinas de una casa, se preguntará si hay un mundo subterráneo, si existió el tiempo en que habitó el túnel o si todo es un simulacro, una historia condenada a repetirse.  Por ahora sólo puede alzar la cabeza, caminar entre gente que lo ignora, en un flujo continuo cuyo motor es la indiferencia, la prisa.  Agotado, apenas con fuerzas para sentirse satisfecho, se detiene en una esquina para contemplar los anuncios luminosos, los autos sincronizados y brillantes.  Reconoce el mundo que abandonó y que creía perdido. Siente áspera la lengua.  Se apoya en una pared porque vuelve a sentir el azul en los ojos, pero esta vez parece más real, ya no es un preámbulo, una necesidad, sino la certeza de ver las miradas apuntando hacia el cielo, el azul contaminando otros ojos.  Las manos dejan caer portafolios y bolsas.  Las bombas comienzan a caer.




*Del libro “El caso Max Power y otros cuentos”.













El lugar de nadie*



Mientras avanzan a enfrentar a los soviéticos,
una agotada tropa de soldados alemanes topan por accidente
con un pueblo inocente y totalmente ajeno
a las noticias de la guerra.
¿Dónde diablos se encuentran?




Mayo de 1941. Hitler planeaba el acecho definitivo a la Rusia Soviética. En el fragor de la Segunda Guerra Mundial las divisiones alemanas avanzaban con torpeza y con incierto fervor en territorio enemigo. Las líneas rusas aún no se adivinaban en el horizonte. Semanas atrás, en el frente más oriental, el agrupamiento acorazado de Günter von Kleist –uno de los generales más prestigiados del Tercer Reich– había tenido algunos escarceos que, a pesar de su intermitencia, cobraron decenas de muertos y no pocos heridos. Los soldados, algunos de ellos muy jóvenes, tenían poca experiencia en batalla. Quizás por eso, en las noches, mientras acampaban en valles cuyo silencio creaba una vaga sensación de infinito, compartían rumores sobre posibles deserciones mientras encendían con ansia trémulos cigarrillos que conseguían de contrabando. El humo, entonces, flotaba sobre sus cabezas y, en medio de las respiraciones y las miradas bajas, parecía lo único vivo.

El general Von Kleist miraba el cielo limpio de nubes y se acicalaba los bigotes. La estepa ya había reverdecido aunque la magra altura de sus pastos, en algunas partes aún amarillentos, dejaba entrever los daños de un feroz invierno. Cercano a las élites del partido nazi, se decía que Von Kleist gozaba de los favores de personajes como Goebbels, Hess y Göring. Sin embargo había algo en su carácter, quizás cierto matiz taciturno en sus palabras, que parecía alejarlo de aquellos hombres que buscaban cualquier pretexto para ordenar encarcelamientos y asesinatos. Algunos decían que su única guía en tiempos de guerra era un patriotismo ciego, fomentado desde temprana edad por un padre alcohólico que buscaba en los saldos de la guerra un remedio a su ruina personal y económica. Hitler había dado la orden de devastar los pueblos que encontraran a su paso: la tierra debía ser quemada y los hogares destruidos para que no sirvieran de refugio. En este escenario se movía el agrupamiento acorazado de Von Kleist que, con marcha lenta, como un animal de sosegadas costumbres, buscaba las señales adecuadas para empezar el ataque.

Von Kleist entró a su tienda, se aflojó los cordones de las botas y miró su mapa: en el camino habían quedado las ciudades de Lublin y Rovno con sus pilas de cadáveres en precario equilibrio, asediadas por voraces moscas. Aún quedaban en la memoria las fosas excavadas con prisa, agujeros que, a la distancia, semejaban una herida viva que mezclaba cuerpos de aliados y enemigos. Reemprendieron la marcha. Después de un par de jornadas, en las inmediaciones de un bosque, encontraron la fuerte resistencia de una dispersa pero determinada unidad rusa. Los soldados probaron su valor aunque los rusos se replegaron aprovechando su conocimiento del terreno. El combate se prolongó hasta el anochecer. Avanzaron penosamente entre la espesura y los restos incendiados de algunas cabañas. A lo lejos se veían ráfagas luminosas de metralla que eran más una advertencia que un intento serio de menguar las fuerzas enemigas. Kleist recibía noticias desde Berlín: en poco tiempo tendría refuerzos; su deber era abrir camino y debilitar al enemigo antes del embate final. El día siguiente transcurrió sin novedades. Kleist encomendó a Voggel, uno de sus subalternos más cercanos, que formara un grupo de soldados para ir a las aldeas vecinas a buscar pertrechos y comida. Los elegidos dejaron sus mochilas para viajar ligero y partieron en dirección al oeste. Sus siluetas vadearon unos matorrales hasta desaparecer por completo. Regresaron con las manos vacías. El cielo, después de algunos días limpios, fue habitado por nubes.

Los combates siguieron aunque fueron cada vez más escasos. El nervio recorría los cuerpos de los soldados. A veces disparaban en vano ante la sombra proyectada por un animal furtivo. ¿Detenerse a prender un cigarro podría alejarlos del camino de una bala perdida? ¿Aquella mirada que se entretenía en la rama de un árbol era, en realidad, el fugaz presentimiento de estar en la mirilla de un tirador solitario? Muchos se refugiaban en un silencio casi sólido que parecía moldear los rostros y volverlos más viejos. A pesar de los esfuerzos no pudieron diezmar al enemigo cuyos pasos parecían no tener peso. Avanzaron sin muchos problemas un par de kilómetros. Los combates desaparecieron. Sólo quedaba la amenaza enturbiando los pensamientos. Las comunicaciones fueron cada vez más esporádicas con el mando central que afirmaba, sin pruebas muy contundentes, que el enemigo estaba por retomar posiciones para un nuevo ataque. Debían esperar en el sitio hasta recibir órdenes. Von Kleist desconfiaba de los planes de sus superiores y tenía miedo de un ataque sorpresa fruto del espionaje. Algunos soldados temían que los estuvieran utilizando como carnada de una secreta estrategia. Varados, sin oportunidad de mostrar su valor ante un rival demasiado evasivo, casi inexistente, consumían el tiempo en verificar sus armas, leer diarios atrasados y contar a sus compañeros la vida que habían dejado atrás: mujeres y niños que esperaban su regreso en pueblos que no aparecían en los mapas. Von Kleist miraba el horizonte y después, solitario en su tienda, diseñaba en silencio, amparado por el breve calor de una lámpara, maniobras militares que parecían meros ejercicios de ficción, cartografías imaginarias para apaciguar el ansia de su mente. Más tarde iba a la cama y en sus sueños Europa ardía en una fogata inmensa cuyas lenguas de fuego llegaban hasta el cielo y hacían hervir los océanos de la tierra. Un día, harto de esperar, llamó a Voggel y a diez de sus soldados más confiables. Se alejaron unos metros del campamento. A lo lejos se veía una colina cuya cima se asomaba, indecisa, entre nubes bajas. Von Kleist les dijo que si ascendían quizás podrían vislumbrar la retaguardia de alguna división rusa movilizándose hacia el norte para unirse al frente. Con más devoción que argumentos los arengó diciéndoles que la gloria podría ser para su ejército y para el Tercer Reich. Hicieron los preparativos para salir el día siguiente y recorrer la ruta del bosque para no ser descubiertos por el enemigo en campo abierto. La nota en la bitácora oficial, escrita con parcas referencias que intentaban destacar el carácter ineludible de la tarea, indicaba un reconocimiento del terreno para tomar providencias en caso de un ataque sorpresa.

Se despertaron temprano y caminaron en silencio, acompañados por sus respiraciones que se hicieron trabajosas cuando encontraron las primeras dificultades en el terreno. El calor arreciaba. Algunos insectos siseaban entre las piedras. Casi no hablaron en el trayecto. A veces se detenían, alertados por el canto de un pájaro, pensando en una emboscada. Después de un par de horas de caminata llegaron a la cima. Del otro lado se vislumbraba una superficie plana y homogénea. No había ningún punto de referencia, alguna señal que indicara los pasos del enemigo. Tampoco, por más que miraron por los binoculares, encontraron restos de edificaciones. La colina parecía una isla rodeada de un verde impreciso, como el difuso brochazo en una pintura inacabada. Decepcionados por postergar el enfrentamiento inspeccionaron por última vez y emprendieron el camino de vuelta. El sendero era fácil de seguir aunque el sol permanecía alto y hacía penosa la marcha. A ratos bebían de sus cantimploras. Von Kleist intentó llamar al campamento para avisar de su regreso, pero el equipo de comunicaciones emitía una señal inestable que, en el mejor de los casos, generaba estática.

Al filo del mediodía llegaron a las cercanías del campamento. Cuando entraron al claro en el bosque vieron que no había rastro del ejército. No encontraron hombres, ni tanques, ni las huellas de las estacas que habían servido de ancla a las tiendas. Al inicio pensaron que habían llegado a un lugar distinto. Tal vez el calor y la prisa por regresar los habían hecho tomar un sendero erróneo. Sin embargo, Voggel identificó un arce de abundantes ramas en cuyo tronco seguían las marcas que habían dejado para instalar las tiendas. También creyó ver, en una superficie lodosa, el paso reciente de una batería antiaérea. Deambularon desconcertados. Alguien dijo que los rusos habían masacrado al ejército entero, sin embargo, no encontraron un solo casquillo, las ruinas de un tanque o un cadáver que sustentaran su teoría. Tampoco percibieron ese olor a carne quemada que causaba náuseas y cuya fuerza quedaba indeleble en la memoria de los que lo percibían por primera vez. Todo lo vivido, desde la salida de los cuarteles hasta la llegada a aquel páramo desolado, parecía un espejismo, una broma increíble de la memoria. Los soldados deambularon un rato en las cercanías mientras Von Kleist se enfrascaba en elucubraciones cada vez más fantásticas. La tarde se derramaba entre las ramas de los árboles más altos y un limo azul se fundía en el horizonte. Calentaron en una fogata los últimos sobrantes de comida y temieron que su futuro se pareciera a las vivas ascuas que disminuían su fuerza hasta volverse ceniza. Esbozaron otras probabilidades. Quizás la tropa había sido desbandada por el enemigo en un ataque sorpresa o tal vez habían seguido un señuelo que los habría llevado a una emboscada. Pero cada suposición se revelaba inútil al paso del tiempo: movilizar a toda la tropa en pocas horas era un ejercicio imposible. Von Kleist caviló en silencio y, después de unos minutos, con voz acre que no podía disimular la incertidumbre, les dijo que pasarían la noche en ese lugar y que, apenas clareara la mañana, irían en busca del resto del ejército. Los diez se cubrieron con sus abrigos y esperaron en silencio.

Al siguiente día se pusieron en marcha: seguirían bordeando el bosque hasta llegar a un río. Según el mapa, había dos o tres poblaciones cerca. Von Kleist confiaba en que estuvieran bajo el control nazi. Los soldados pensaron, sin atreverse a insinuarlo, en la posibilidad contraria. Las frentes sudaban. El camino parecía idéntico al de la jornada anterior. Después de mediodía encontraron el río. Llenaron las cantimploras y aprovecharon para descansar. Retomaron la marcha con las fuerzas disminuidas. En poco tiempo tendrían que buscar comida. Las armas y las botas pesaban más. Entonces, cuando el crepúsculo comenzaba a aparecer en el horizonte, descubrieron un pueblo pequeño, quizás algunas docenas de casas. No se veía ninguna señal de presencia militar. Seguramente el lugar era poco estratégico y había sido olvidado por la lucha.

Von Kleist encomendó a Voggel que investigara más. El soldado se quitó la parte superior del uniforme y se quedó con una playera blanca y una camisa a la que previamente le había despojado las enseñas militares. Se internó por las calles desiertas, malamente iluminadas por la escasa luz del sol. Unos minutos pasaron para que distinguiera el resplandor amarillo de una taberna. Algunos cantos caldeaban el ambiente y llegaban hasta la calle. El ánimo festivo contrastaba con la devastación que imperaba en gran parte de Europa. Voggel pensó que valía la pena el riesgo y se acercó para averiguar. Volátiles murmullos se confundían y pudo escuchar palabras en ruso, en ucraniano y en dialectos ininteligibles que remitían a los antiguos cosacos de la zona. Voggel pensó, no con poco temor, que cualquier habitante del pueblo podría dar la voz de alarma al descubrir a un soldado alemán deambulando entre ellos. Iba a volver para dar la noticia a sus compañeros cuando la puerta principal se abrió. Una mujer rubia lo saludó en ruso y le preguntó si iba a entrar. Voggel, tratando de ocultar su nerviosismo, asintió en silencio y caminó tras ella. Su ruso era limitado, apenas algunas frases que había escuchado cuando era asistente de un alto oficial de la Gestapo. Recordó a los prisioneros rusos, interrogados hasta el cansancio, clamando por piedad antes de ser objeto de las más variadas torturas. Se refugió en un extremo de la barra mientras buscaba en su mente pretextos para evitar algún contacto con los parroquianos. Trató de captar el mayor número de detalles antes de enfilar a la salida: una decena de mesas ocupadas por hombres que tenían más pinta de campesinos que de combatientes encubiertos. Una pequeña orquesta acompañaba el convite. Las cervezas espumeaban en sus tarros. Un gato pardo se paseaba con pereza entre las mesas. Debían ser ucranianos, rusos y algunos ruidosos gitanos. La mujer rubia –en ese momento descubrió que era una de las meseras– lo volvió a abordar y, por lo que pudo entender, le preguntó qué bebida quería. Él hizo gesto de excusarse y farfulló una torpe disculpa en ruso. Ella adivinó el acento y le dijo que seguramente venía de muy lejos. Él mintió y le dijo que visitaba el pueblo con unos amigos. Eran todos civiles y venían huyendo de la guerra. La mujer lo miró con extrañeza y afirmó que no había guerra ahí ya que el pueblo estaba en paz desde hacía muchos años. Voggel pensó que el aislamiento del lugar era tal que no habían recibido noticias de la guerra. Sin embargo, no podía confiarse ya que en cualquier momento avistarían algún avión o recibirían algún telegrama informando de las batallas. Se despidió antes de pedir algo y regresó por las calles, cuidando de que nadie lo siguiera.

Von Kleist y los otros ocho soldados escucharon, incrédulos, las palabras de Voggel. Algunos pensaron que la rubia mentía. Otros, poniendo en entredicho su valor militar, le pidieron a Von Kleist que se dispersaran antes de ser linchados por el pueblo. Indecisos y frustrados agotaron sus últimos cigarros. Von Kleist les dijo que tendrían que esperar en los márgenes del pueblo, a una prudente distancia y entre los árboles, a que amaneciera. La luna estaba oscurecida por espesas nubes. Organizaron guardias para poder dormir y reparar fuerzas. La madrugada transcurrió silenciosa y sin novedades. Las primeras luces de la mañana llegaron y se pusieron en pie, con los miembros entumidos y con renovada hambre.

Caminaron intentando reconocer el sendero que habían utilizado el día anterior. Sin embargo, después de un par de trabajosas horas, no encontraron alguna seña familiar. El bosque se extendía y parecía no tener fin. Las ramas de los árboles eran un entramado que impedía vislumbrar la lejanía. Von Kleist, ante la inquietud de la minúscula tropa, ordenó que se detuvieran. Consultaron mapas, probaron la brújula y trataron de utilizar el equipo de comunicación que seguía emitiendo un zumbido. Un soldado dijo que, sin alimentos, sería inútil aventurar exploraciones más ambiciosas. El comentario fue recibido con un silencio que, conforme pasaron los segundos, dio paso a tímidos gestos de aceptación. Von Kleist pensó en la poca gloria de un ejército desaparecido, con sus últimos integrantes deambulando, medio muertos de hambre. Casi podía imaginar sus cuerpos engullidos por el bosque, festín para gusanos y carroñeros más grandes. Les dijo que Voggel podría regresar al pueblo y obtener algunos bastimentos. Los demás esperarían a una distancia segura y aprovecharían el tiempo para decidir qué hacer. El riesgo era grande pero el hambre era acicate suficiente para emprender la vuelta. La tropa regresó. El suelo cubierto de hojas parecía amplificar sus penosas respiraciones. El sol ya estaba alto cuando divisaron las primeras casas. Voggel volvió a quitarse las insignias y enfiló a la calle principal.

Esperaron cerca de media hora su regreso. La única esperanza era la simpatía que Voggel había despertado en la mujer y que, efectivamente, la gente del lugar ignorara la guerra. El soldado regresó con un poco de carne curtida, algunas legumbres y varias latas de conservas. Les dijo que no había encontrado a la mujer pero que el dueño de la taberna, que vivía en el segundo piso del negocio, le había ofrecido comida después de escuchar la historia de un grupo de civiles huyendo de una guerra. Comieron con ansia y, una vez satisfechos, comenzaron las especulaciones. Alguien mencionó la posibilidad de someter al pueblo y obligarlos a confesar la verdad. Otro más apuntó que quizás tendrían algún sistema de comunicación que ellos podrían utilizar para contactar, en secreto, a las tropas alemanas. Un tercero, escéptico, dijo que el pueblo debería carecer de cualquier radio o telégrafo ya que no estaban al tanto de la guerra. Von Kleist interrumpió estas suposiciones: tantas posibilidades lo mareaban. Extinguió su cigarro con el tacón de su bota derecha y les dijo que tendrían que ser cautos, aprovechar la situación hasta poder tomar decisiones seguras. Después ordenó que se quitaran las enseñas militares y cualquier indicio que los identificara con el ejército del Tercer Reich. Pronto todos estuvieron con camisas blancas. Enterraron las pistolas (Voggel guardó una por si acaso) y se aseguraron de reconocer el paraje para ubicarlo rápidamente. Se internaron por las calles del pueblo y llegaron a la taberna. Ahí, frente al tabernero, la mujer rubia y un maestro de escuela que sabía alemán y que servía de intérprete a los curiosos y parroquianos que aumentaban en número, hablaron de Hitler, del ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista y del advenimiento de una época dorada con el triunfo del Tercer Reich. Sin embargo, ante las referencias sólo había negativas e, incluso, gestos de incredulidad. No quisieron insistir. Esa noche, por invitación de los aldeanos y después de debatirlo en secreto varios minutos, se quedaron en tres cuartos habilitados en el segundo piso de la taberna. Las suspicacias disminuyeron aunque hubo algunos que no pegaron el ojo pensando en que serían traicionados por sus anfitriones. El día siguiente Von Kleist mandó a tres soldados a que hicieran un nuevo intento por reconocer el terreno y encontrar señales aunque fueran del enemigo. Los hombres regresaron fatigados y sin novedades. Con más confianza, solicitaron mapas de la zona. El maestro les ofreció un par y un pequeño atlas de páginas carcomidas. Ahí estaban el accidentado curso del río y la cima a la que habían llegado. Sin embargo, alrededor de esas mínimas referencias se extendía una zona indefinida constelada por nombres –pequeñas aldeas, parecían– que no les decían nada. Los mapas no abarcaban territorios lejanos y el maestro, tratando de mitigar el desconcierto de sus invitados, les dijo que estaban enterados de la revolución de 1917 por algún viajero que había llegado por azar a los límites del pueblo, pero que el imperio soviético desconocía su existencia o, simplemente, eran irrelevantes para ellos. Con el paso de las generaciones habían logrado la autosuficiencia y el escaso comercio que realizaban era con pastores y nómadas.

Los soldados pronto esbozaron algunas palabras en ruso y se integraron paulatinamente a la vida del pueblo. Alguno, incluso, comenzó a coquetear con la mesera rubia. Voggel ayudaba a administrar la taberna y un cabo puso en práctica su experiencia como herrero. Von Kleist, en las noches, buscaba alguna frecuencia en el equipo de comunicación que había traído del bosque. Decidieron que, por el carácter pacífico del pueblo, no convenía regresar por las armas. Transcurrieron los meses. Cuando se acercó el invierno ya habían perdido las esperanzas de regresar a la guerra y recuperar sus vidas. Algunos, quizás la mayoría, parecían conformes con su suerte. Von Kleist conservaba su autoridad aunque fuera más moral que castrense. Guardó la brújula más como un amuleto que como una herramienta. El grupo se reunía una vez a la semana para intercambiar opiniones y rememorar, en confianza, su pasado. Una de aquellas veces, después de que Von Kleist se había retirado para dormir, uno de los soldados refirió a sus compañeros que había creído ver, en uno de los callejones del pueblo, a uno de los hombres del agrupamiento desaparecido. Unos segundos de silencio se extendieron después de la confesión. El soldado pensó que sus compañeros se burlarían y agachó la cabeza. Sin embargo, poco a poco, se sucedieron experiencias similares. Las voces, al inicio inseguras, comenzaron a reconstruir, entre los rostros y palabras de los aldeanos, a algunos de los hombres que los habían acompañado contra los rusos.



















El Colgado*




Uno


Primero fue un cuervo, después un aleteo, medio incandescente, medio alborotado por el sol en una rama. Su figura de aire, volátil, no pudo contener el vuelo y desapareció. Un remolino de polvo en el llano. Arrastraba hojas. El niño seguía el vuelo del polvo. Imaginaba voluble el del cuervo. Las plumas negras. Su estela y sus ansias. A lo lejos la carpa del circo. Multicolor, por la perspectiva, flotaba.
—¿Qué haces?
El niño movió la cabeza. Miró al hombre, el deterioro de las botas, los nudillos salientes, el sombrero de palma, sus innumerables agujeros que iluminaban el semblante.
La carpa se inflaba por el viento. A un lado, diminutos, los remolques. El hombre se sentó y sacó un cigarro. Pronto una llama. Y vertical el humo, buscando el cielo. El niño miró su vuelo. Se preguntó, de nuevo, por el remolino del cuervo. El hombre estiró las piernas. Entre las rocas su afilada sombra, de reptil en el desierto, incluso se proyectaba el humo, la punta del cigarro. No había nada que ver además de la carpa, sin embargo el hombre, como coyote, remiraba hambriento el llano. Abría leve la boca, saboreando el aire. Sus ojos eran ambarinos, con rojas nervaduras. El niño se rascó la cabeza.
—Te perdiste...
El niño tampoco respondió. El hombre, pobre de carnes, apenas llenaba las ropas. Como colgajos en los huesos. Esqueleto de pez, cuando giró el cuello, las vértebras. Sobre el sombrero todo el peso del sol, su aura.
—Es fácil perderse por aquí, no hay puntos de referencia —dijo y señaló con un dedo el horizonte. El dedo estuvo unos instantes obcecado, apuntando a la nada.
El niño evitó mirar a la dirección que señalaba. Sus ojos al árbol, a los zapatos, a una brecha.
—A veces pasa gente —dijo, al fin, el niño.
El hombre suspiró.
—Pero la carretera queda lejos de aquí —dijo.
El niño señaló la carpa. Redonda como fruto y, acreditada la forma, más roja, viva como las manzanas.
—¿Desde cuándo están ahí?
—No sé.
—¿Se irán pronto?
El hombre miró el horizonte. Afuera de la carpa, nadie. Sólo el viento, el sol, los ardores. Volvió la vista al niño.
—¿Entonces? —reiteró.
—No sé, van y vienen.
—¿Vas al pueblo? —le preguntó el niño, más abiertos los ojos.




Dos


Después de caminar un rato subieron a un Datsun viejo. El hombre quitó unos periódicos del tablero. Calentó un rato el motor. Una brecha se perdía en el llano. El paisaje, sin ninguna sombra, inmóvil en el fuego de la tarde. El niño se miró en el espejo lateral, las pestañas, los ojos fijos en su imagen.
—Vámonos —dijo el hombre.
Ruidos adentro, un alboroto. Unas tuercas, como sonajas, junto a la palanca de velocidades. Un rato después, sobre camino más plano, el cascabeleo desapareció. Trabajoso el acelerar del auto: el motor forzado, los labios apretados acompañando la marcha. El niño bajó la ventanilla. Una línea infinita de postes, algunos inclinados, señalando los devastados maizales. En resistencia, a lo lejos, las nubes. El aire revolvía los cabellos del niño y, en el ámbito del hombre, el temblor del sombrero, sus nerviosas alas.
El hombre miró de reojo al niño. Trató de recordar su cara. Pero no había referencias, sólo el llano, las palabras que le dirigió, la manera en que miraba los remolques y la carpa.
—En las noches pululan animales venenosos, arañas —dijo el niño.
El hombre no supo qué responder. Se concentró en el camino. No había dormido bien: persistente el insomnio en el verano y con la estación también los sudores, el latido del cuerpo entre las sábanas. Y entonces se levantaba y merodeaba en el cuarto como gato, como loco.
El niño sacó la mano derecha por la ventanilla. Los matorrales veloces desfilaban. El campo todo de amarillo, todo consumido en el paisaje.




Tres


Después de un rato avistaron una tienda. El hombre desaceleró. Las alas del sombrero dejaron de temblar y el niño acomodó el cuerpo en el asiento. Las manos juntas, los dedos entrelazados, como en oración, esperando algo. El hombre estacionó el auto junto a un árbol. Por la inmovilidad más el calor, pesados los brazos, ámbito de brasas en la nariz, en cada respiración. Se bajó del auto y miró la sombra del árbol, el breve frescor proyectado. En la cima el deslumbrado follaje, el esqueleto de las ramas, el magro tronco. Un bostezo en el niño, después la boca entreabierta y el hombre pensó que debía tener sed, después de estar en el llano, como penitente, mirando los remolques.
—Voy por agua —dijo.
El niño apenas volteó, como si la voz del hombre fuera una cosa extraña en el aire, el parloteo del cuervo que había mirado en la rama.
El hombre renqueó a la tienda, el paso entrecortado por una reciente ampolla en el pie derecho. La frontera de la puerta alivió el calor y el hombre merodeó con paciencia entre los anaqueles. El dependiente limpiaba con esmero una antigua caja registradora. El radio murmuraba en el silencio, apenas despabilaba. Después de unos minutos el hombre se acercó con dos botellas de agua.
—¿No vendes cerveza?—preguntó.
—A un lado, en la cantina —respondió el muchacho y las habilidosas manos en la caja registradora, en las teclas, en la tira de papel que se desenrollaba.
El hombre salió de la tienda, miró el auto: el niño estaba bajo la sombra del árbol, pateando unas piedras. El hombre se acercó y le tendió una botella.
—Ahora regreso — le dijo.
—¿A dónde vas?
—A comprar una cerveza.
El niño abrió la botella y la inclinó para un trago largo, tan largo que un poco de agua brotó de los labios. Un manantial entonces y las gotas pronto en caída, humedeciendo la tierra. Una sonrisa.
El hombre, satisfecho, dio media vuelta y entró a la cantina. Un paisaje desolado lo recibió: a media luz el ámbito, los parroquianos jugaban cartas, algunos fumaban con las quijadas inmóviles, imaginando imposibles apuestas. Los ojos en un precipicio por la tentación. Se acercó a la barra. Una vieja echaba lenta el tarot, los ojos sumidos, el gesto embotado, las canas en contraste con la oscuridad del rostro.
—Una cerveza.
La vieja, un instante, extendidas las manos. Las palmas, las uñas amarillas. Los ojos un poco más vivos por la petición aunque eso no repercutía en la entera apariencia, en la sensación de abandono que provocaba.
Pronto la cerveza en la barra. Una servilleta abajo. Vasos empañados en una hilera. El hombre pensó en el niño, en el calor y en su íntima relación con el insomnio. Un poco de espuma en la boca de la botella. El primer trago y sintió frescas burbujas en la garganta. Mientras duraba la sensación miró a la vieja: de fastidio un bostezo por lo largo, por el suspiro que siguió y los dientes amarillos en la pausa de los labios, coloreados con tristeza, con descuido frente a un espejo.
Estaba a punto de otro trago cuando rechinó la puerta de la cantina. La menuda figura del niño entonces. Más pequeña resaltaba, por el lugar, por el techo alto, por la barra. Los parroquianos, en un solo movimiento, lo miraron. El niño tenía los ojos brillantes, el gesto curioso y dispuesto.
Los hombres dejaron de jugar, también inmóviles los tarros y la escasa luz que entraba por la puerta, ahogando los gestos. Entonces resaltó el abandono de las cartas, el dominó en suspenso, los desvalijados cuerpos que esperaban: algunos con auras de humo, otros aturdidos por el alcohol. Y la música persistía y el niño se acercó al hombre. En el lugar sólo las moscas, las respiraciones breves, de cansadas bestias. El niño miró con maravilla las cartas de la vieja, las escenas representadas.
— ¿Es su hijo?
El hombre se la quedó mirando, indeciso. Negó con la cabeza. El sombrero le ocultó el gesto de repulsión por la pregunta, por el niño que se detenía junto a él y alzaba la mirada esperando una reacción, una palabra. Entonces, a su pesar, informó:
—Estaba mirando el llano, los remolques.
El hombre retomó el silencio. Pero sabía que vendrían más preguntas de la vieja y algún parroquiano, aguijoneado por el alcohol, se inmiscuiría en el intercambio.
—Es cierto lo que le digo, el niño estaba en el llano, mirando los remolques.
Los hombres regresaron a su murmullo, quizás decepcionados, dispuestos de nuevo al convite, al demonio del juego.
—Ya nos vamos —dijo dando un trago profundo y por el torrente desaparecieron las burbujas en la garganta. Un par más y acabaría con la botella. Y el niño no dejaba de mirar la barra, la bandeja plateada para las propinas, el rostro encendido de la vieja.
—Espera —dijo ella — ¿no eres hijo de Eudora?
El niño la miró con simpatía y asintió. Entonces la vieja contó de una mujer trapecista, que iba de gira con el circo y que varias veces al año se quedaba en el pueblo.
—Pero este año no llegó.
—Pero están los remolques ahí, en el llano —dijo, vehemente, el hombre.
—No hemos visto remolques, ninguna carpa —dijo alguien desde el fondo.
—La mujer murió el año pasado —completó otro.
El hombre trató de ubicar a los responsables pero sólo encontró rostros aturdidos, la pasividad vacuna en las miradas, miradas de gente que sabe que el mundo arderá en llamas. En el hombre aún retumbaban las voces, el odio destilado por los otros que aún seguía, que ascendía conforme los segundos, como el salitre en el interior de un barco.
La vieja bajó la mirada. Varios títulos en las cartas: El Colgado, El Trono, Los Amantes. El hombre despachó el último trago. Los parroquianos, rabiosos, esperaban. Volvieron a sus asuntos cuando el hombre puso dos monedas, dejó la botella e hizo inminente su despedida.
—No les gusta el niño —dijo la vieja.
—¿Por qué?
—No sé, están locos.
El hombre miró por última vez las cartas, le llamó la atención El Colgado, con las piernas en cruz, entre dos árboles, de cabeza en el suplicio, esperando.
—Voy a llevarlo con su madre.





Cuatro


Salieron de la cantina. El horizonte: una orilla del mundo, por el escaso sol, en viva sangre. Apenas una colina y sólo despojos de matorrales. Un mar evaporado enfrente y en su lecho huellas, quizás salobres esqueletos. El niño atrás del hombre, los dedos de nuevo juntos, entrelazados. El Datsun, medio encallado por las tolvaneras, con los vidrios impregnados, cundidos de fino polvo. El fuego amainaba pero no el calor que aún exhalaban las piedras. El hombre se enjugó el sudor de la frente. Subieron al auto.
—¿Por qué no me dijiste que vivías en los remolques?
—Quería ir al pueblo.
El hombre calentó el motor. Tembló el tablero y la guantera. Las alas del sombrero ya no formaban penumbra pero aun así velaban los ojos. Pensó en el pueblo, en los remolques, en lo que diría cuando entregara al niño.
—Te escapaste —afirmó.
Un poco de odio en el niño, algo duro en el gesto, en la mirada. Ahora enemigo, el copiloto, en silencio no por vocación sino por no encontrar palabras para rebatir, para abogar por su causa. Al fin dijo, mirándolo por primera vez en el trayecto:
—No estoy huyendo.
—Vamos de regreso, a donde te encontré — completó el hombre.





Cinco


Las líneas de la carretera, una a una desfilaban, como lerdas ovejas, ovejas lanudas en el intento de sueño. Pero el hombre no estaba adormecido, los sentidos a la expectativa, buscando el paraje donde dejó el auto, donde miró por primera vez al niño. Pocas vueltas en el camino, algún atisbo de luz, ningún auto. Acostumbrado al mutismo del niño, metido en sus pensamientos, recordó las cartas de la vieja, los hirvientes bebedores. Los movimientos de todos, apretados como cardumen, al unísono boqueando. Las miradas de odio. Y la vieja lenta, toda de herrumbre, abandonada en la barra. En la tarde crecían dispersas luces, chispas de una fogata, insuficientes para orientarse. En poco tiempo llegaría la noche y el equívoco sería la norma y habría que estar atento a los pasos, a buscar referencias en todas partes, hasta en las respiraciones.





Seis


Después de unos minutos, con una uña de sol en el horizonte, creyó llegar al paraje. Disminuyó la velocidad, vadeó matorrales y piedras; algunas zanjas.
—Debe ser por aquí.
Bajó del auto. La bocanada de los faros, alboroto de insectos por el resplandor y las botas en el piso, volátil huella, levantaban polvo. El cuerpo orientado al llano en penumbras, la mirada en una breve colina, un relieve al oeste. El niño, cautivo en el auto, delineaba con el dedo en el vidrio. El hombre se acercó y abrió la puerta.
—¿No quieres bajar?
El niño estaba empecinado en su labor. Apenas parpadeaba. El dedo en movimiento, en figuras imaginarias, iba y venía en la película de polvo. El hombre lo sujetó y casi lo levantó en brazos.
—Vamos.
El niño opuso resistencia pero pronto cedió a la fuerza del otro. Resignado comenzó a caminar. El hombre cerró el auto y dejó encendidos los faros. Pero la luz penetraba poco y apenas descubría el sendero. En una corta distancia, pensó, los remolques y la carpa. Incluso, tal vez, una fogata, el bullicio de los cirqueros.
Caminaron en silencio unos metros. El hombre buscaba terreno plano por la punzada en el pie derecho. Pero el terreno descendía y la luz del auto, a la distancia, intermitente por los que convocaba, por sus aleteos. Seguían en la penumbra cuando el hombre tropezó con el cráneo de una res. Las oquedades de los ojos, oscuras, en el día convite de insectos. La quijada un bosquejo; la dentadura devastada, como el costillar cuya estructura había cedido al primer embate de los carroñeros. El olor descompuesto se metía en las ropas, escocía la garganta. Apuraron el paso pero no había señales del campamento. Un poco desesperado, bufando, se detuvo. El niño avanzó unos pasos más. Las luces del auto apenas se distinguían. Entonces el cielo tornó rojo y la última penumbra en los rostros, poco a poco, como el agua que corre entre los dedos.
El hombre quedó ciego un instante, caliente la sangre por el temor a perderse. Tocó la cabeza del niño, los brazos, pero sólo un instante lo tuvo, como pez retenido entre las manos, de nuevo al agua por el impulso. No había luna en el cielo, sólo leve escarcha en las nubes que apenas impregnaba las rocas. Entonces intentó recuperar al niño pero no hubo cuerpo, sólo una risa que se apagó lentamente hasta quedar en silencio. El hombre quiso emprender el regreso pero no encontró las luces del auto. Desconcertado, miró el camino de vuelta, luego alrededor. Y esperó.



*Del libro “La herrumbre y las huellas”













Los primeros dioses*



Una nueva teoría sobre el origen del universo afirma que hubo una condición especial o un "error" en el Big-Bang. Según esta perspectiva la expansión que siguió al gran evento se detuvo casi inmediatamente por causas desconocidas. El polvo y materia estelar quedaron concentrados bajo presiones inimaginables y el infinito no pudo ser colmado. A pesar de este escenario, la polémica teoría afirma que un poco de materia logró escapar de la gravedad concentrada y evolucionó hasta crear su propio espacio-tiempo y sus leyes físicas. Con el paso de miles de millones de años la materia tomó forma y moldeó un sistema solar, el primero en la historia del universo abortado. Uno de los planetas tuvo las condiciones necesarias para crear vida inteligente. Estos seres primigenios se desarrollaron de forma ininterrumpida bajo un cielo sin estrellas, nebulosas y galaxias. Con el tiempo construyeron enormes telescopios y descubrieron la condición anormal del universo. Millones de años después tuvieron la tecnología suficiente para extraer materia condensada del evento que no pudo expandirse y esparcirla por el espacio vacío que los rodeaba. Así nació de forma artificial un segundo universo que reemplazó al original que nunca pudo existir, que nosotros habitamos y que tomamos por verdadero.


*Del libro “El caso Max Power y otros cuentos”.















Cuando la guerra*





1


Ella decía que había guerra afuera. Un ejército en las puertas de la ciudad, agazapado. Pero él esperaba la guerra en los muslos de ella, cuando la asediaba: el fuego que avivaban las manos.




2


“Cuando entren no dejarán nada vivo, ni el polvo”, dijo ella esa mañana, todavía entre sábanas. Las sábanas medio derramadas, por el acto de despertar, por el cuerpo que se movía, por las manos que palpaban. Y en ella la imagen de él, alumbrada. Las sábanas, esparcidas ahora, concluyeron el movimiento en el piso.




3


Bajaron a desayunar. Los dedos en las migajas. El ascenso del café, el frío de las manos cerca, en contraste, rodeándolo. Ella hizo una pequeña variación: “no quedará nada, ni el polvo”, dijo. Y él extendió las manos cerca de las migajas. Las puso en la luz. Un instante en las nervaduras. Una cesura, las manos, en el tiempo. Pero ella no lo advertía, sumergida como tenía la mirada. Y desayunaron en aparente calma. Alrededor el humo del café, el reciente sudor en las ventanas. Él pensó en una nueva variación: “devastarán todo, también el polvo”. Pero se quedó callado, indeciso, disfrutando del instante y de la espera. Y la luz pulía las tazas de café. Y las cosas del mundo —cucharas, sartenes, demás enseres —brillaban.




4


Cuando llegó el crepúsculo salieron de la casa. Escucharon murmullo de peces en las puertas de la ciudad. Los pensaban nerviosos, a punto de saltar del agua. Pero no para boquear, para entre coletazos encontrar la muerte. Una ira apenas contenida por las murallas. Y un rato, los dos, en el descampado, imaginando las volutas sobre los hombres, las sosegadas respiraciones, el último brillo en los fusiles. Se sentaron y contemplaron algunas piedras. Arriba el cielo. Y las nubes eran como las piedras: redondas y muy grises. Las nubes, también, sobre los otros. Pensaron que incluso la misma sombra proyectada, merodeaba por ahí, como una mano acercándose a un rostro. Y seguramente uno de los agazapados, del otro lado, tenía en sus ojos el ansia por superar la muralla y en la parte alta el destello de un cuervo. El ave se desprendió de su altura y su vuelo hacia ellos. Rodeados de piedras miraron todo: el oleaje de las plumas por el viento, testigos por primera vez de la maniobra. Y el cuervo, una vez posado, estuvo a prudente distancia de ellos, el nervio en el pico y la tensión en los ojos. Estuvo un rato ahí y después emprendió el vuelo.





5


Al día siguiente avistaron un hombre. Su silueta a lo lejos. La espiaron, curiosos, por la ventana. Después abrieron la puerta. Leve viento en los cabellos. En el quicio los dos, evaluando la distancia, imaginando si venía por su cuenta, si era un remanente de los otros. Después de un rato más clara la figura, un poco espantapájaros por la ropa. Incluso, si aguzaban la vista, percibían la premura, la diminuta nube que dejaba.
Entraron a la casa. Llenaron un vaso con agua y dispusieron del último pan de la alacena. Un plato, la silla y un mantel: casi naturaleza muerta. Y desearon que estuviera ahí, que en su boca hubiera alguna sorpresa, alguna señal de lo que acontecía tras las murallas. Transcurrieron unos minutos. La figura se acercó y pronto estuvo a unos metros. Los miró un instante, frágil desde el otro lado, y su saludo fue cosa lenta, dibujada apenas en el límite que imponía el silencio.




6


El hombre los miró desde el horizonte de la mesa. El sudor se esparcía en sus sienes y el olor era vivo en sus ropas. La acritud que desprendía su gesto. Una cuesta cuando respiraba, cuando removía los labios como si aún tuvieran polvo. Con boca árida, entonces, les dijo que habían pasado muchas jornadas, que la casa —a la distancia— parecía un desvío de la memoria. Pero conforme los pasos, conforme los días que eran piedra sobre piedra, comprendió que la casa era real, que sus paredes existían. En las noches, después de alimentar una fogata, miraba la casa e imaginaba una respiración, el temblor de una vela, unas manos que acompañaban. Indecisas sombras atrás, entonces, por el efecto; un vaho precipitándose en la ventana. Frágiles arañas y los muebles. La faena de los insectos en la madera. Entonces supo que en la casa era pleno el desasosiego y que intermitente era la impaciencia, como la luz, por su llegada.
El hombre hizo una pausa para humedecer la voz. Su mano hizo penumbra en el vaso. La sombra quedó ahí, un instante, como un despojo en el agua. Miró las puntas de sus botas y bebió un trago. Dijo que atravesó filas y filas de hombres, que muchos ojos, cuando pasaba, lo aguijoneaban. Le imaginaron el paso lento, caminar por ahí como en gran calma: el cielo gris, el sol, su desolación y su nada.
Le preguntaron cuándo entrarían, la fecha exacta del acontecimiento o, en caso contrario, si su paciencia era mucha y la ambición superaría el tiempo. Pero el hombre dijo que no había tiempo en ellos, aunque alzando los ojos, invocando una imagen de ellos, recordó una leve respiración, un siseo que anunciaba la lumbre de una palabra que no decían, quizás por su sustancia, por su filo. Recordó que, mientras avanzaba, percibía el silencio redondo en los fusiles inclinados, en las mandíbulas apretadas, en el odio entrevisto en los dientes. Y supo que no le harían daño, porque no lo miraban, porque en sus cuerpos el sopor y sus ojos eran animales absortos en el agua.





7


El hombre durmió en la casa. Bajaron un colchón y una cobija. Por si las dudas dejaron una vela y cerillos. La luna era un círculo en el hombre. Y éste, iluminado, les agradeció sus atenciones. Se quitó las botas y abandonó el sombrero en el piso. Estuvo un instante ahí, inmóvil, mirando el sombrero. Comprendieron que estaba inseguro de su presencia, que desvanecido por dentro tenía muerta la boca y las palabras. Un poco de descanso serviría. Le desearon buenas noches y subieron la escalera.




8


Los despertó un ruido. Fueron al inicio de la escalera. El hombre miraba por la ventana. La espalda encorvada, los ojos tanteando los objetos descubiertos. Giró el cuerpo y fue con dedos nerviosos a los cerillos. El nerviosismo perduró en el incendio, mientras la llama se retiraba de la vela. Absorto, no se dio cuenta que su labor tenía testigos, que figuras varadas seguían el humo, como maravilla su estela. Hasta el techo la nube. El olor de una brizna quemada. El rostro del hombre tornó amarillo. Pero la luz no abundaba y sólo arañaba una parte de la mesa.
Entonces se acercó a la ventana y movió lentamente la vela, como si mandara un mensaje a los convocados, como si les dijera, de alguna forma secreta, que era tiempo de la guerra. Pero la paz de su rostro vislumbraba otra posibilidad, repetir lo de las noches pasadas, ante la fogata. Y por eso cuidaba el temblor de la vela y su respiración cerca de su reflejo, también el vaho, como había imaginado.





9


Se despidió de ellos en la mañana. No contó más historias. Su sombra sobre la mesa. El último pan se había acabado y, como consuelo, antes de alzar su maleta, demoró la vista en las migajas. Después estuvo al lado de la casa, haciendo mediciones, calculando un imposible itinerario. Tanteó el viento con los dedos y después los llevó al filo del sombrero, a las alas. Afirmó el peso de su cuerpo. Hizo que su respiración pesara. Pero parecía indefenso, con la memoria desvalida por tantos días en el descampado, por tanto vértigo de piedras. Se caló el sombrero y emprendió el camino. Su figura en el atardecer, oscura como el pájaro que lo seguía. Los dos se alejaron. Y recordaron sus palabras.





10


Desde entonces tuvieron insomnio. Ella sufrió primero su agobio. Sentía que el sueño era una barca que se alejaba. Él sentía, además de la mente revuelta, la impaciencia del calor, el peso de las sábanas. Una noche, en la ventana, descubrió una constelación de insectos. La noche siguiente comprobó que sus cuerpos oscuros medraban en la luz, que su vibración espantaba, de alguna forma, su sueño. El ámbito saturado por la visión. Intentó espantarlos. Pero fijos en la transparencia, objetos incorruptibles, encendían su insomnio, sus pasos en la estancia. Vueltas y más vueltas. Ella, enfrascada en conciliar el sueño, apenas notaba el caminar.






11


Una madrugada, incapaces de conciliar el sueño, de estar en silencio en la cama, bajaron por las escaleras. Sin mediar palabra fueron a la ventana. Los dispersos cerillos en la mesa. Abierto un libro y las anotaciones, la vejez expuesta de sus hojas. Prendieron la vela. Medio derretida, el pabilo carcomido por las horas. Pensaron que la luz podría ser un anzuelo para otro viajero, recompensa para el nervio de un hombre, en el descampado, frente a una fogata. Y estuvieron un rato, por turnos, moviendo la llama, improvisando mensajes en la ventana.






12


Estuvieron impacientes en la cocina. Ella volvió a decir que había guerra, que los otros los encontrarían ahí, sentados, uno frente a otro. Él miró la ventana. Ella, esta vez, no mencionó el polvo. Pero estaba ahí, entre ellos, casi intangible, donde antes había estado el fuego. Y las figuras caldeadas miraban la superficie de madera, un pan inexistente y las vetas de luz en la mesa.






13


En la cama volvieron a hablar de la devastación. Él acercó las manos a su cuerpo. Ella miró el movimiento, percibió cómo perdía fuerza. Pero el impulso fue suficiente para llegar a su cuerpo y arder en el intento. El incendio fue breve en los dedos y, después de la cintura, acudió a los labios. Cerraron los ojos. Ella pensó en el descampado, en el combatiente que merodeaba en sus labios. Él mantuvo el contacto y quiso evocar una imagen, pero era precisar una forma bajo el agua. Ella sonrió con tristeza. Y pensaron un rato en la demora, en lo aburrida que era la guerra.






14


Menguaron los alimentos, más breve el humo del café. Preocupados por las últimas cosas, miraron el vacío en los platos. Las tazas sin uso, su disciplina en el estante. Los insectos en retirada. Las manecillas del reloj, desde hacía mucho, no avanzaban.
Llegaron otros viajeros. Todos tenían palabras similares. Todos mencionaban las filas de hombres, los fusiles en ristre y las miradas en lo bajo, como absortas en tinta derramada, en el cadáver de algo. Un viajero les dijo que habían avanzado posiciones. Otro mencionó que, en el polvo, bosquejaban distintas posibilidades de asedio. Añadió que, con el tiempo, los planes para tomar la casa se habían acumulado y ahora eran infinitos. Bajo las carpas los mapas de los generales, la tinta en los márgenes, las abundantes anotaciones. Los principales, entre los agazapados, conminaban con rabia a soportar la demora. “Su enemigo es el tiempo”, gritaban. Y la promesa de superar la muralla, entre las filas, sin poder apagar las ansias pues la pólvora estaba dispuesta y las miradas ya no tendían a lo bajo, sino enceguecidas todas, juntas como un rebaño, en la altura.







15


Pasaron los años. Siguieron visitando las murallas. El tiempo se acumulaba en la casa. La vejez en sus cuerpos, como el agua muchas veces, en el transcurso a la piedra. Dejaron de hablar de la guerra, pero seguían pensando en el asedio, en filas y filas de hombres en el descampado, con las banderas en alto, en dirección a la casa. Pasaron más años. El contagio de viajeros terminó. A veces, en la tarde, un bosquejo en la distancia. En las noches la luna y su luz que a veces hacía círculos o que temblaba como una fogata. Imaginaban a un hombre, pensativo, con luz de lumbre en la cara. Pero en las mañanas no había silueta, ni nube de polvo que acompañara. Comprendieron que morirían sin ver la guerra.






16



Una tarde ella hizo una última variación: “no quedaremos nosotros”. Él, a un lado, apenas tenía fuerzas para desear más palabras. Pero no alcanzaban para nombrar la guerra, para decir que entrarían y devastarían el polvo. Los dos en la cama. Se tomaron de las manos. Y tuvieron una feliz visión de murallas desmoronadas, de ansias rompiendo, al fin, silencio. En la muerte miraron el acero hundido en la madera, las risas en el brillo de las cucharas mientras las bocas volcaban su hambre en los platos. Los últimos restos de comida en el suelo.



*Del libro “La herrumbre y las huellas”















El desperfecto*





Un trago. El preludio de una burbuja. Una nota ámbar en la garganta del hombre. La espuma que corona el tarro es sólida en la penumbra. El trago ámbar se retuerce en la garganta y él puede observar, a través del tarro, la deteriorada cristalería del bar. Hace calor y siente que invoca –cada vez que se enjuga la frente con el dorso de la mano– parvadas de ratas, insectos que, seguramente, pululan en los mosaicos del piso y que le hacen pensar en uñas sucias, calambres, bestias ciegas.
El bar está despoblado. El dueño del negocio, de manos lánguidas, ojos que fatigan el rostro, mira la calle. Parece un dios a punto de perderlo todo. Un reloj de manecillas, medio anclado en una pared, marca las 11 de la noche. El hombre evalúa si debe pedir otra cerveza y esperar a que el calor disminuya un poco. Quizás una nueva serie de tragos pueda estrechar el ancho caudal del insomnio. Porque apenas puede dormir y, cuando lo hace, siente que se interna en una planicie llena de pastos secos, repleta de árboles incendiados. Siempre despierta con dolor de huesos. Se asoma por la ventana y, cubierto apenas por unos calzoncillos, otea el horizonte desde su departamento en el noveno piso. La ciudad ruge, maloliente, a la distancia. Los edificios parecen pasados a fuego lento. En las noches vuelve a la ventana y puede ver cómo las nubes se congregan y se quedan inmóviles, cambiando de forma, boqueando como peces saturados de aire. Y a pesar de las nubes, de sus formas oscuras derramadas en la noche, no llueve. Parece que nunca va a llover. “Una sequía como no se ha visto en muchos años”, dicen los conductores en el radio.
“Deme la cuenta, por favor”.
El dueño se acerca a la única mesa habitada del bar. Mira a su cliente y le deja la cuenta garabateada en un papel. El hombre le extiende un billete y un par de monedas. Cuando el dueño regresa a su lugar original, a un lado de la ventana, el hombre comprende que desde hace una hora ambos han estado solos, metidos en una especie de duelo silencioso que involucra a las sillas vacías, el extravío de las servilletas y el refrigerador que parece un animal recluido en una esquina, lanzando destellos a la amplia llanura del bar. Comprende también que, en ese instante, el dueño empieza a sentir por completo su soledad. Por eso la lentitud de sus movimientos. Por eso la mansedumbre al contar las monedas que deposita, tintineantes y rabiosas, al fondo de un cajón. El hombre saldrá a las calles mientras el dueño hace el corte de caja y la soledad será alimentada por la esperanza de un nuevo cliente que llegará, como casi todos, resoplando, con la boca seca, falto de fe, como los hombres que vagan después de que su aldea ha sido devastada por los bárbaros. El letrero neón del bar hierve en la oscuridad. El dueño aumenta el volumen del radio. Los rodea una canción. Una voz de mujer hace malabares entre los acordes, dedica frases felices a los apaleados por el amor. El hombre no puede estar un segundo más ahí, así que da las gracias y sale del bar. Se escucha la sirena de una ambulancia. La ciudad sigue ardiendo pero, de forma inexplicable, no colapsa.
Los autos van veloces por la avenida. El hombre observa las cortinas cerradas de varias tiendas. Camina con la mente en blanco. Al fin, llega a su edificio, se interna por el pasillo principal y pulsa el botón rojo del elevador. En el espacio cerrado mira su reflejo en el metal de las puertas. Comienza el ascenso. El calor, ahora, es un pulso constante que se adhiere a sus brazos y a su nuca. Imagina quedarse ahí, atrapado, mientras el aire caliente le desbarata los pulmones. El bochorno es un animal enorme que trepa por su garganta, se introduce por sus oídos, respira dentro de sus fosas nasales, se apodera del ligero temblor de sus manos. Llega al noveno piso. La puerta del elevador se abre y observa, a su izquierda, casi como un regalo de bienvenida, la inerme silueta de una cucaracha muerta. Saca las llaves de su bolsillo derecho y da unos pasos hasta su departamento. Cuando gira la cerradura recibe, en pleno rostro, una bocanada caliente. Prende la luz de la pequeña sala y respinga cuando escucha una voz de mujer que sale de la cocina:
–¿Ya llegaste?
Se pone a la defensiva. Piensa que se ha equivocado de departamento, sin embargo ahí están los dos sillones que pagó a plazos, una novela policial que estaba a punto de terminar y que languidece en la mesa de centro. La pregunta sigue resonando en sus oídos mientras mira la repisa, regalo de su madre, que sostiene una maceta vacía. Entonces piensa en un robo difrazado de un inocente equívoco, en una trampa elaborada y discreta. Trata de encontrar algún objeto que le sirva de arma pero la dueña de la voz sale de la cocina y enfila a la sala. La mujer tiene unos sesenta años. El foco de la estancia le ilumina la mitad del rostro. Está vestida con una falda larga, con pliegues, y una blusa con encaje en las mangas. Parece sacada de un viejo catálogo de modas. Lo mira como ave deslumbrada. Él tiene la sensación de pólvora en los ojos. Hay un poco de misericordia en la expresión de la mujer, como si lo perdonara de antemano, como si las explicaciones o excusas fueran sólo parte de un complicado cortejo. Por eso se queda, a unos pasos de él, quizás esperando la iniciativa de un beso, una caricia en la mejilla. Como no llegan, adelanta un poco el torso y le dice, piadosa:
–Llegas tarde.
–Es mi departamento, señora.
Ella no hace caso a la afirmación y sube la mano derecha hasta anclarla en la cadera. El gesto es suficiente para que la luz ilumine los zapatos blancos, de tacón bajo, parecidos a los que usan las enfermeras. El hombre se siente ridículo mientras ella se afirma en sus senos pequeños, en el grosor venenoso de los labios. Todo el rostro, en realidad, tiene un sutil hábito de permanencia.
–Este es mi departamento, señora. ¿Cómo se llama?
Se arrepiente de haber hecho la pregunta porque será un nuevo anzuelo, una invitación que aumentará la intimidad. Ella mueve la cabeza: es la dulce abuela que niega una pregunta hecha a destiempo, la dama fatal que rechaza una curiosidad inadecuada porque nombrar algo, en ese triste lugar, es imposible.
–Ayer se fue la luz y estuvimos sudando toda la noche, a oscuras, mirando el ventilador detenido. Para colmo se acabó el agua y tuviste que ir por un garrafón. Es un fastidio. ¿Cuándo lloverá? –parlotea ella.
El hombre intenta recordar en dónde estuvo la noche anterior, pero no puede. Quizás en el bar o en algún café que visita para no estar en casa, para huir de la soledad, del silencio que crece como un árbol cuyas ramas apuntan a la nada.
–¿Quieres una limonada? –dice ella mientras regresa a la cocina.
El hombre no puede elaborar una respuesta y deja pasar, impotente, los segundos. Se escucha el sonido del agua escapando por la coladera del fregadero. Imagina las manos explorando con fingida familiaridad los trastos y yendo al encuentro del apagador sobre la estufa. La mujer regresa a la sala empuñando dos vasos repletos de hielos. Se sienta en uno de los sillones y deja su carga en la mesa de centro.
El hombre se sienta en el otro sillón, frente a la mujer. El terciopelo de los muebles, envecejido pero aún solemne, oficia el encuentro. Los vasos sudan su fiebre junto a la novela policial. Un pequeño charco se forma en la mesa de centro. El calor asciende desde el piso y le escuece los ojos. Ella parece a gusto en la atmósfera turbia y descifra, con su cuerpo sereno, el frío que empaña las paredes de su vaso, el desconcierto del hombre que la mira como un bicho raro.
“Tendré que llamar a la policía”, piensa él para no mirarla, para no suponer que el verano lo está volviendo loco. “Llamaré al teléfono de emergencia”, se insiste. Sin embargo, de cuando en cuando, vuelve al cabello de ella, a las madejas lustrosas entrelazadas con esmero, el broche de concha nácar, las arrugas junto a los párpados mal disimuladas por el maquillaje. La sombra de la mujer, escasa en la noche, proyectada desde la altura de su cabeza, hurga sin violencia las cosas que la rodean: unos zapatos que no alcanzaron a llegar a su lugar, un cojín abandonado en el piso, un recuerdo de Acapulco en el que un barquito se bambolea en un mar prístino, turquesa.
La mujer sostiene su vaso con la mano derecha y hace un brindis:
–Por una Navidad más juntos –dice con la locura bordeando cada una de sus palabras.
“Navidad con este calor, en pleno junio”, refunfuña él sin importar que lo escuche. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, levanta su vaso y le da un sorbo. El sabor amargo le llena la lengua. Imagina que así debe saber la boca de ella.
–Ya compré una guirnalda y un juego de luces. Mañana compramos el árbol, hay algunos en oferta –continúa ella.
En un rincón, junto a una cajonera, puede ver un empaque con una serie de luces y una larga guirnalda de plástico decorada con brillantina. Le molesta imaginar su ventana llena de destellos multicolores. Le molestan, quizás más, las esperanzas de la gente. Tiene la convicción de que los buenos deseos vienen acompañados de violentas costumbres.
–Feliz Navidad, amor – dice ella y acerca un poco el cuerpo hasta dejar las nalgas en la orilla del sillón. Las piernas sostienen esa figura que parece caer en un abismo. Ella, consciente del peligro, usándolo como último pretexto, se levanta y se acerca al hombre. Él echa atrás los hombros. Siente que el filo de sus clavículas, perceptibles bajo la blusa, explora el silencio del cuarto, que la orilla de sus caderas avanza a un ritmo diferente al del resto del cuerpo. Es como un sueño superpuesto a otro sueño y, por eso, los movimientos de su cuerpo, a pesar de ser meticulosos, no coinciden plenamente. Macerada por el calor, parpadea con agilidad, como si su mente luchara por ordenar varias ideas que surgen al mismo tiempo. Quizás, los veloces parpadeos tienen como propósito prevenir cualquier ataque, fingir que está fresca, fuera de la órbita calurosa, dispuesta a lanzar palabras exactas que rebatan cualquier argumento. Pero al mismo tiempo el hombre detecta una debilidad: la lenta respiración que disminuye, hasta donde es posible, los daños del aire caliente. Ella cree que cada incendio en el aire la envejece. Y a pesar de eso la siente más verdadera, firme en sus piernas de venas abultadas, sustentada su presencia en los zapatos blancos, en las madejas de cabello cubriéndole las orejas y dejando en libertad el fulgor dorado de un par de aretes.
–Dime, amor: ¿Desde cuándo vivimos aquí? –dice el hombre mientras se levanta del sillón, dispuesto a continuar la broma, mantener la distancia y ocultar, al mismo tiempo, el desconcierto. Quiere comprobar hasta dónde puede llevar a la mujer sin alzar la voz, amenazarla o emplear violencia.
Ella sonríe. Su respiración se acelera y su boca, avariciosa, deja en libertad una hilera de dientes blancos. Hay una mirada de triunfo, una revancha miserable porque quizás sabe que está ganando la impostura, que su fabricación inútil al fin da resultado. La soledad del departamento, la de un río muerto desde lo más profundo de su cauce, es su aliada.
–Desde hace muchos años. Cuando abandonaste tu trabajo en la fábrica. ¿Recuerdas? –responde animosa –ahora pasamos más tiempo juntos.
La mujer le acaricia las manos. El hombre siente el pulso rocoso de sus venas, las brasas de su respiración que no se agotan sino que se renuevan en el aire tibio que los rodea, en un cariño casi infantil que escapa, poco a poco, en gestos breves, en el paulatino enrojecimiento de las mejillas. El hombre trata de imaginar su vida en pareja, pero no hay imágenes que acudan a su mente. Quizás están atoradas en el sopor del verano o en los gestos de la mujer que utiliza el dedo índice de la mano derecha para escarbarse los dientes.
El hombre husmea con impaciencia a su alrededor. Casi puede oler la piel de la mujer, la esterilidad de su vientre, el tinte rojizo que no puede derrotar por completo las numerosas canas. Hay en ella, en el aura que la rodea, una mezcla de frutas pasadas por el tiempo, de agua acumulada en el fregadero, insectos tostándose en el lento sol, desintegrándose hasta volverse polvo que flota y que se mete bajo los muebles, en los contactos eléctricos, en la pátina opaca que recubre las cortinas.
Ante la avanzada, el hombre va en reversa hacia la puerta y la mujer se acerca hasta acorralarlo. En ese momento, cuando intenta pensar en una nueva estrategia para echarla, poner distancia de por medio, se va la electricidad. El departamento naufraga en un limo que apaga las siluetas de los muebles. El bochorno, por un momento, parece hundirse pero sus latidos siguen y el hombre comprende que el calor tiene su propia luz y que necesita del anonimato de una habitación oscura para extenderse. El foco de la sala retiene una brizna de resplandor que se evapora lentamente. Lo único que queda vivo, entre los dos, es la ambición de ella, los ruidos íntimos de la ciudad que transcurren, indiferentes, a la escena.
–Otra vez, te lo dije –le reprocha, la amorosa.
El hombre bucea en la luz amarillenta de la ciudad que se mete en el departamento. Los vasos, su vida vertical, luchan por contener su deshielo. Él parpadea, animoso, como si ese acto fuera suficiente para fundir a la mujer con la oscuridad, desgastar su voz, dispersar el calor de su aliento en el aire que entra a cuentagotas por la ventana. La tiene que fragmentar, sacarla de foco, vulnerarla. Sin embargo, opta por lo más fácil:
–Voy a revisar los fusibles. Quizás pueda hacer algo –le dice a la mujer.
Ella, coqueta, le guiña el ojo derecho.
–Muy bien, amor. Te estaré esperando.
El hombre sale del departamento. Una lenta naúsea perdura en su garganta. Se queda mirando la puerta blanca y el número “6”. Es su departamento y no lo es. Hay luces prendidas en el pasillo, señal de que el apagón no afecta a todo el edificio.
Entra al elevador. Se siente un poco mareado. La luz que desciende de la lámpara rectangular tensa los hilos del vértigo. Los números rojos indican que se acerca a la planta baja. Sale del elevador y camina por el largo pasillo que da a la puerta principal y a la calle. Una ventana rectangular filtra la luz amarilla de los postes. En la orilla derecha del pasillo hay un montón de cucarachas muertas. Salen en borbotones por las coladeras, huyendo del calor, y mueren, casi de inmediato, entre frenéticos movimientos, extrañando los secretos frutos de las cañerías. El sudor se acumula en su frente.
Mientras encuentra el medidor y su registro piensa que tiene que juntar fuerzas, recobrar la determinación y volver al departamento para echar a la mujer. Es mejor no hablar a la policía. La llevará en brazos a la puerta principal del edificio y la dejará en la banqueta. Sonríe pensando en su maldad imaginaria. Se siente satisfecho porque, al fin, después de tantos meses de divagaciones sin rumbo, de ideas atolondradas que no van a ningún lado, hará algo definitivo. La dejará en la banqueta como un objeto, como un mueble que estorba y que sólo puede esperar, paciente, medio derruido, al camión de la basura. Abre el registro y, después de bajar la palanca, comprueba que las tiras metálicas de los fusibles están quemadas. Encuentra en un rincón algunas tiras de repuesto. Saca un par de una caja mientras piensa que será incómodo luchar con ella a oscuras, perseguirla por la sala como si fuera una niña. La luz del pasillo ilumina decenas de cartas amontonadas. Los vecinos las ignoran hasta que se despedazan y alguien, harto de la situación, las lleva a la basura. El hombre, después del cambio, empuja la palanca hacia arriba y escucha un leve chasquido. La luz, seguramente, regresó a su departamento. Antes de volver piensa que es buena idea ir a la calle por un poco de aire fresco y comprobar si tuvo éxito su reparación. La avenida sigue saturada de autos. Algunos transeúntes caminan en la acera de enfrente. En efecto, hay un resplandor en su ventana. Casi puede ver la sombra encorvada de ella. La imagina esculcando entre sus libros, evaluando fotografías, mirándose en el espejo de su recámara, acomodando algún mechón perdido con el filo opaco de sus uñas. Luego, seguramente, cuando escuche el transitar del elevador y el tintineo que suena cuando las puertas se abren, elevará una risa grotesca, una risa aguda que calentará más el departamento hasta hacer sudar a las ventanas.
El hombre regresa al edificio. Siente aún, en el dorso de las manos, el recuerdo de las uñas cuidadas, de incierto color carmín. Pulsa el botón del elevador pero las puertas aún no abren. Quizás, una vez resuelto el problema de la luz, ella habrá desaparecido y sólo podrá comprobar, con desazón, con un poco de asco, las huellas de un cuerpo femenino en su cama, porque para la mujer habrá sido natural llevar más lejos la seducción, aprovecharse de su soledad y atraerlo a su sexo, a su vientre agrio, a sus piernas blandas abriéndose paso en la oscuridad, llevándolo a un punto sin retorno, para después burlarse de él y reclamarle que no ha podido dominar su desesperación, que le ha hecho el amor a una vieja.
Las puertas del elevador tardan en abrir. Apenas corre el aire en el interior del edificio. Los escalones, los pasillos, las lámparas, parecen las entrañas de un animal agobiado por el sopor. Piensa en varios escenarios. El primero: aceptar la intromisión de la mujer como algo natural, un accidente extravagante pero posible. Su mayor temor es que, con el acicate del calor, la mezcla de soledad y desesperanza, le seguirá el juego hasta poseerla. Penetrará el cuerpo dulzón. Penetrará su sexo como el invasor que se solaza en una plaza desguarnecida. Quizás un dedo resucite el vigor perdido de los pechos y, ya entrado en materia, buscará, en medio del creciente bochorno, el frescor de su garganta, el temblor de los párpados que se volverán jóvenes y ya no habrá espacio para la impostura, tampoco para el disfraz de las palabras, ni para las emociones. Le hará el amor minucioso, con movimientos mecánicos, mientras el ventilador ronronea. Más tarde, mientras ella duerme, explorará desde la distancia su cuerpo, mirará su nuca, escuchará si, en lo profundo del sueño, emite ronquidos. En la mañana irá por fruta y cereal para el desayuno. La atenderá como si quisiera reconstruir los restos imaginarios de una relación, como si recolectara, paciente, los despojos que deja el odio. Lavará la cafetera que no usa para servirle una taza y, mientras lo hace, le platicará de sus teorías sobre la falta de lluvia, los sueños en los que el calor aumenta tanto que el aire seca los cuerpos de la gente y la ciudad es poblada por siluetas inmóviles, endurecidas. Después la escuchará darse una ducha; se pondrá muy cerca de la puerta del baño para saber si canta alguna canción, si hay alguna señal de que se frota los pechos, el ombligo, las axilas; si hace algún esfuerzo para tallar sus pies o si encuentra las toallas en el primer intento.
Al fin, el elevador se abre. Inicia el ascenso. Su reflejo en las puertas metálicas es el de un hombre cansado. Piensa que otra opción es abandonar el departamento y buscarse una nueva vida. Quizás ella sea la señal de que necesita un cambio urgente y por eso necesita migrar a otra ciudad. Ella se quedará ahí, sustituyéndolo, viviendo lo que le debería corresponder a él: un lento purgatorio, una aburrición convertida en largas caminatas por las calles, horas en los bares, en cafeterías, en las bancas del parque, para demorar, hasta donde es posible, la llegada al departamento. Entonces, una noche de verano, después de muchos años, la mujer regresará al edificio y lo encontrará ahí, metido en la cocina, como un completo extraño que le preguntará la razón de su tardanza, le deseará feliz Navidad mientras le ofrece una limonada para menguar el calor y reanudar el encuentro interrumpido en una lejana noche, caldeada en la memoria.
El hombre se divierte con estas ideas. Está a punto de llegar al noveno piso. Unos segundos más y estará frente a su puerta. El elevador se detiene después de una leve sacudida. Se va la electricidad. Hay una pequeña luz de emergencia que apenas taladra su entorno inmediato. El hombre maldice su suerte. Ahora es todo el edificio. Tendrá que esperar a que algún vecino baje y arregle el desperfecto. Ya lo han hecho antes aunque a veces tardan mucho. Quizás, al cambiar sus fusibles, alteró sin querer otra caja de registro. Es posible que haya sido una coincidencia y que una sobrecarga, producida por decenas de ventiladores y sistemas de aire acondicionado funcionando al mismo tiempo, haya colapsado los circuitos. El calor aumenta en el espacio y ciega sus pensamientos. La luz de emergencia ilumina el cuadrado estrecho del elevador. El hombre siente que es un pez cocinándose lentamente. Se quita la camisa y la deja en una esquina. Se afloja el cinturón. Mira, con aprensión, el cadáver de una cucaracha. Es marrón claro y tiene medio desechas las alas. Cuando llegó a la ciudad le dijeron que pululaban en todas partes. Algunas alcanzan a volar, pero el calor entorpece su vuelo, lo vuelve un elemento absurdo, desequilibrado, que finalmente las derrota. Entonces quedan vulnerables al primer pisotón, a cualquier accidente. Trata de empujar a la cucaracha lo más lejos que puede; con la punta del zapato la deja en el carril por donde corren las puertas del elevador. Ahí, una vez que vuelva la luz, el bicho será despedazado, convertido en un amasijo irreconocible en el que el marrón se confundirá con otros colores.
La oscuridad del elevador parece un vientre materno veteado por leves franjas de luz, el inicio de los tiempos cuando el aliento oscuro de la tierra llegaba hasta la atmósfera e impedía el paso del sol. La temperatura, por lo tanto, disminuía. Le gusta pensar en eso para no llegar a la imagen de la mujer. Se acerca a la puerta y trata de meter los dedos en la intersección de las dos hojas metálicas. Tiene que medir sus movimientos pues demasiado esfuerzo puede agotarlo, quitar la humedad que aún retiene su cuerpo. Tiene la loca idea de que, si logra abrir el elevador, estará frente a un abismo. Se quita los pantalones y los zapatos. En calzoncillos, sudoroso, sigue intentanto. Si las puertas se abren se dejará caer y, en el trayecto hacia la nada, el calor se desprenderá de él, capa por capa, hasta dejarlo en una superficie sin temperatura, sin tiempo, en donde la soledad es una frontera y no hay bares habitados por hombres que cuentan hasta la locura cada una de las burbujas que van y vienen en sus vasos de cerveza. Esta idea lo reconforta, se sienta en una de las esquinas del elevador mientras el cadáver de la cucaracha sigue indiferente a su suerte. Entonces comienza a escuchar un ruido diminuto. No es un mecanismo del elevador, tampoco los pasos de alguien del otro lado, tratando de rescatarlo. Se acerca hasta tocar con la mejilla derecha el frío metálico de la puerta. A unos centímetros descansa la macilenta cucaracha. Mira sus alas desparpajadas que alguna vez, quizás no hace mucho, garabatearon un vuelo. El sonido sigue y distingue un golpeteo. Como diminutos pasos bajando, a distintos ritmos, las escaleras. Como alfileres cayendo del cielo o miles de manos sembrando semillas frescas. Piensa en la mujer y le dedica unos segundos de odio. La odia amorosamente, con el rencor de quien sirve, en silencio, unas gotas de vino rancio. Entonces tiene una revelación. Arrima todo el torso a las puertas del elevador. El sudor comienza a menguar. Hay una tregua con el esfuerzo. El sofoco que lo inunda cede cuando escucha, sin ninguna duda, el sonido de la lluvia abatiéndose sobre las calles. Cierra los ojos y piensa que la lluvia durará para siempre, que los edificios sucumbirán a su embate y que el nivel del agua subirá hasta que la ciudad desaparezca por completo.












*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.






Inventren






Las aguas y los dioses*




En este lugar, aquí, en este hermoso lugar hay verde. Aquí, en este sitio existe el verdor. Aquí es bello, aquí hay plantas. Eso decíamos.
Nosotros, los mapuches, nosotros, los salvajes ignaros decíamos Carhué y era decir nuestra casa, era decir la tierra, era decir mi familia, mi ancestro más remoto, mi vida. Decíamos Carhué y decíamos amo la tierra verde.
Y el lago Epecuén nuestro lago Epecuén era salado. Salado como el mar más reconcentrado, tan salado como si el océano hubiese sido puesto al fuego en una olla de barro y hubiese hervido despacito hasta que el agua fuese casi sal. Así era el lago, así lo extendieron los dioses oscuros sobre la tierra verde. Y era el límite del verde. Mas allá venía la pradera que se tornaba páramo, hasta allí las pasturas y la facilidad. Hasta allí lo cálido y amable, a partir de allí ese límite, ese exterior, esa felicidad que se consigue con mayor dolor. Porque, debo decirlo, también esa era nuestra casa, y así como se ama al hijo obediente, se ama inevitable y dolorosamente al hijo que se eriza en espinas y baldío.

Era Carhué y era el lago de sal. Y fueron los hombres que ya estaban pero estaban todavía lejos. Eran los hombres del color de la blanca muerte, que nos habían dejado tranquilos hasta que su codicia los forzó a extender los brazos más lejos que el corazón. La codicia les dio hierros en los brazos y les dio hierros en los pies, y Carhué que era mi hogar fue mi tumba, y mis lugares tomaron nombres que nunca les casaron, nombres que se resbalan porque no los pertenecen. Pueblo Adolfo Alsina, lago San Lucas, nombres extranjeros, nombres que se desvanecen bajo el cielo de la América y que mi boca no puede pronunciar sin hacerse violencia.

Llegaron los hombres de hierro. Se quedaron los hombres de hierro.
Vinieron en su propia bestia humeante como quien llega montado en una pesadilla. Le dicen ferrocarril a la bestia de fuego, a ese monstruo negro y temible. En tres grandes bestias llegaban los hombres blancos y seguían trabajando para su codicia.
No les bastaba la laguna de sal. Ya no estábamos nosotros, yo era ya polvo de huesos bajo mi tierra verde cuando los intrusos que vendían baratijas y habitaciones y bañadores a rayas quisieron obligar a la tierra a dar más de si. No les bastó ver nuestra tierra, se la apropiaron; no les bastó apropiarse de la tierra, la quisieron doblegar con sus canales y sus terraplenes. No era suficiente con el nuestro lago, no. Hicieron un lago ellos, un lago dulce, trajeron el agua desde otros lados que no son este lado, que no pertenecen a este lado, y con ese agua extranjera hicieron ese nuevo lago y cambiaron la historia de la nuestra tierra.

Y el diez de noviembre uno de los dioses oscuros miró la tierra que era verde, abominó el lago dulce, tomó una palabra, pronunció una nube de ceniza, y el terraplén cedió, y la ciudad conoció el olvido del agua silenciosa. Y el agua avanzó como un ejército en marcha, y las puertas se hincharon en sus marcos, y el inexorable pasado se acumuló sobre los ladrillos de la ignominia. No tañe la campana bajo el agua, no acuden los niños a las escuelas, diez metros de agua se comprimen sobre las plazas y los tejados.
Me duermo en mi tumba ahora. Mientras me adormezco canto quedo una melodía que ya no encuentra cuerdas para sonar. Siento la luz de la luna quebrada sobre el pueblo sumergido. Descanso ahora. Los dioses juegan sus juegos, un pez desprende silenciosa, lentamente, una escama de madera de una silla que se pudre.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com





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