jueves, agosto 20, 2015

COMO A HIJOS PERDIDOS EN LA NOCHE...



*Dibujo de Erika Kuhn.







*



¿Quién pronuncia
ahora/ la palabra esperada? /¿Qué
océano se ilumina/qué desierto?
¿Qué ha sido/ de los
abandonados/ que sin técnica
ni elementos suficientes/ tocaron
las estrellas con las manos?

Hay pequeños milagros que nos buscan
como a hijos perdidos en la noche.


*De Valeria Pariso.









COMO A HIJOS PERDIDOS EN LA NOCHE...










*


Entre algunos versos
de este libro,
sin ninguna palabra
que los nombre,
cruzan trenes en la
noche.
−¿Estás despierta?
−te pregunto,
mientras los árboles
murmuran
y los silbos revuelan
en nosotros.
Entre algunos versos
y olvidos,
el aire trae un tono,
un augurio
−sones y ecos de las
sombras−,
que respiramos y se
pierden
en lo lejano y lo
impensado,
sin ninguna palabra
que los nombre.


-De Nidia (2007)


*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
*Uno de los poemas que Eduardo llevó con su voz al Festival Internacional de Poesía de Medellín











COMIDA PARA LOS ASTRONAUTAS*



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com



Mi padre se enfermó como se enferman los canarios. De golpe y porrazo sus piernas se doblaron y ya no pudo ponerse en pie. Hubo que llevarlo y traerlo, aunque mejor sería decir que tuvimos que arrastrarlo mientras él apretaba las mandíbulas arrugando toda la cara. La contraía en tal forma que daba la impresión de que le hacía una mueca de disgusto al mundo. Le desaparecían los ojos y los dientes postizos se le resbalaban hasta hundirle los pómulos. Sin decir una palabra, nosotros lo agarrábamos de las axilas y lo empujábamos.
Dicen que a su edad cuando alguien se cae ya nunca vuelve a ser el mismo. Y yo creo que él se empeñaba en tratar de ser el mismo para desmentir eso que todos sabíamos y por un motivo fundamental: mi padre confiaba por encima de cualquier cosa en que su persona jamás se traicionaría. Parecerse a lo que siempre fue, más que un acto de lealtad hacia sí mismo, era para él un rasgo de cordura. Lo que cambia, según el turbio criterio de papá, era un descalabro de la vida. Si para mí la vida es como el agua, algo que corre y no tiene forma, algo que no se puede tocar: un sueño, para mi padre era una barra de metal, algo fijo, inmutable, con lo que perfectamente es posible armarse contra cierta clase de adversidad que bien podría ser la muerte. De modo que mi padre había empuñado su vida contra cualquier futuro cambio.
Pero allí estaba, tendido sobre el mundo con las piernas inútiles, siendo llevado y traído de las axilas para que su cara se transformara desfavorablemente ante nuestros ojos asombrados y nuestros brazos cansados de sostener y empujar. Mal que nos pesara, debíamos rendirnos ante la evidencia: la tierra había comenzado a llamarlo y su cuerpo no se resistía. A nosotros nos correspondía luchar contra la fuerza de la tierra para ponerlo en pie o al menos para trasladarlo de un sitio a otro.
Era una tarea demoledora y triste que nos cansaba y entristecía mucho más si contemplábamos la cara de papá hecha un acordeón.
Ya sabemos que una enfermedad comienza por algún sitio y termina en algún otro y que, mientras tanto, hace estragos y que el cuerpo de la gente se deja estragar porque esa es su ley primera. El cuerpo de papá, en este caso, no fue una excepción. A sus piernas muertas, les sobrevino la falta de apetito. Al principio su boca pareció empequeñecerse, pero luego sucedió al revés, se volvió más grande.
- Si alguien no come, se muere- opinó el médico.
Yo pensé que para decir semejante pavada no se necesitaba ser médico. En fin.
Por lo visto era cuestión de sobornar el apetito de papá o seducirle el estómago, como bien dio a entender un pariente lejano. ¿Qué otra cosa quedaba por hacer?
Entonces, de un día para el otro, los cajones de la cocina se abarrotaron de libros con hojas laminadas llenas de ilustraciones gastronómicas, de recetarios hedonistas que recomendaban masticar con fruición y realzar las comidas con espesuras, salsas exóticas y condimentos perfumados. Desgraciadamente papá no comía con los ojos y la sensualidad que mayormente lo había atraído hasta aquel momento había sido muy distinta. A lo mejor, su falta de apetito era más recalcitrante que cualquiera de nuestros operativos de seducción. De manera que hubo que volver al médico luego de la derrota y, encima, con el papá más flaco.
El médico no dijo nada. Le golpeó las piernas con un martillo de juguete y lo miró a los ojos como desafiándolo o desafiando su inapetencia. Después nos miró a nosotros uno por uno y empuñó la lapicera. Sin decir ni media palabra llenó una receta. Debajo de “R/P” trazó unos signos francamente indescifrables y nos extendió el papel con cierto aire de triunfo. No quisimos preguntar nada más, porque claramente pudimos leer: Un tarro por día. Por lo visto la medicina se suministraba en tarros y, a juzgar por la cara de satisfacción con que el médico nos había entregado la receta, debía de ser efectiva.
Arrastramos a papá por el pasillo del consultorio y, al final, la gran bocanada de luz que llegaba desde la calle nos recordó que el mundo era ancho y ajeno y que la fuerza de gravedad no se toma descanso. La cuestión es que el largo tramo que nos separaba del coche se nos hizo larguísimo; aunque papá estuviera más flaco los tramos largos siempre nos extenuaban. Supongo que los días de arrastrarlo y arrastrarlo, al irse sumando, socavaron nuestras fortalezas y buenas predisposiciones. No hay nada que hacerle, a veces el tiempo se pone en contra de nosotros, lamentablemente este era uno de esos casos. Fui a comprar la medicina a la farmacia. Volví con una sensación de dicha gritando que no era un remedio sino una especie de alimento. Así me lo había explicado la farmacéutica. Tenía un nombre pretencioso que sonaba a metal con alguna que otra resonancia futurista.
- Ah, también me dijo la farmacéutica que esta fue la comida de los astronautas cuando viajaron a la luna – agregué.
De repente a papá se le iluminaron los ojos.
Depositamos grandes esperanzas en esos tarritos con inscripciones en inglés.
Venían en varios sabores con etiquetas alegóricas: marrón para chocolate, rosado para frutilla y blanco para vainilla. Papá eligió el blanco y a nosotros nos pareció muy bien, ya que la luna es de ese color y, a aquella altura de los hechos, no podíamos menos que relacionar a los tarritos con el evento más destacado de nuestro siglo: la conquista del satélite terrestre.
Papá bebía el líquido lechoso y espeso con cierta repugnancia. Nosotros lo mirábamos ilusionados y confiados en que ese líquido iba a resbalársele por las piernas hasta llenarlas de vigor. Estábamos prácticamente convencidos de que esos tarritos lo salvarían porque, después de todo, si los astronautas habían logrado poner su pie en la luna realizando la epopeya de vencer la falta de gravedad en ese terreno menos fortachón que la tierra, para sacarnos de la rutina con semejante episodio, eso se debía, sin la menor duda, al contenido de los tarritos. Por el mismo motivo considerábamos que el líquido lechoso iba a apartar a papá de la muerte para atraerlo hacia nosotros y devolverle a sus piernas su propia vida y, de paso, aliviar a la familia de la faena de arrastrarlo de aquí para allá.
Los naturistas no se equivocan cuando dicen que uno es lo que come. Eso creíamos nosotros ferviente y ardorosamente al verlo a mi padre inclinando hacia atrás su cabeza para vaciar los tarritos que sustentaron el prodigio de que el hombre hubiese llegado a la luna. Claro que también, al contemplarlo bebiéndose tarro tras tarro, no podíamos olvidar la información que circuló por el barrio un tiempo después del gran evento: el segundo astronauta que puso su pie sobre la luna se había hecho alcohólico. Nada más ni nada menos, pero no por haber bebido esos tarritos alimenticios sino por un desacuerdo con las leyes inflexibles de este mundo que habitamos. El astronauta había sufrido, allá en la luna, un shock emocional.
Mirábamos a papá bebiéndose su líquido salvador en aquel tiempo blanco que escapaba a la rutina y que todos en casa convinimos en llamar “convalecencia”, sabiendo que no era así, ya que a su edad cualquier convalecencia es por demás dudosa. La vida es frágil, demasiado frágil, acaso laxa, se desparrama tan fácilmente por los costados y se va por la canaleta. La vida es nutritiva, aunque siempre se va.
Llegamos a pensar en hacerle beber muchos tarritos a papá, más de uno por día, para que la fuerza de gravedad se volviera más fortachona bajo sus pies o para que la tierra no lo llamara o para que, al menos, él no escuchara ese llamado. Nosotros pensábamos tantas cosas. Por otra parte que los tarritos vinieran de varios colores era también un motivo de nuestro pensamiento. ¿No eran entonces iguales entre sí o igualmente efectivos? ¿Dependía su posible recuperación de la hora del día en que los bebiera o en la forma de hacerlo? Lo cierto es que nuestras esperanzas, todas nuestras esperanzas, estaban puestas en esos tarritos. Cada vez que abríamos una latita, a mi padre le temblaban las piernas porque él sabía que, para bien o para mal, aquellas latitas propiciaban grandes cambios.
Una sobrina mía tuvo la poco feliz idea de hacer artesanías con los tarros vacíos.
Quiso agujerearlos en la base y ponerles un hilo. Lo consideramos un reverendo sacrilegio. Si bien aquellos tarritos vaciados de vida se habían vuelto inútiles,
representaban lo que eran: el recipiente mismo de la salvación. Nos opusimos a que se desvirtuara su sentido y los guardamos tal cual estaban en un aparador.
Daba pena tirarlos a la basura una vez que papá los bebía. Se me antojaba que eran como naves espaciales vagando por el espacio sin astronauta y sin destino.
Por fin llegó un momento en la vida de papá en que un hecho concordó con los tarritos del líquido lechoso. Fui yo quien lo llevó, hicimos juntos el viaje. Tomamos un taxi en la esquina. Con gran pachorra arrastré a mi padre hacia aquel inmenso hospital. Entramos en una habitación blanca en cuyo centro una cama se introducía en cierto tubo metálico donde angostos discos plateados echaban luces que encandilaban. Como mi padre estaba más sordo que no sé qué y ya no había remedio para eso y como, además, debían darle órdenes por un altoparlante, yo me quedé junto a él. Me pusieron un delantal azul de hule relleno de plomo. Un enfermero me indicó que cuando la voz del parlante dijera: “No respire”, le tapara la nariz a papá, eso era más seguro. Y que cuando escuchara: “Respire con normalidad” se la destapara. Así lo hice mientras los discos de plata giraban alrededor del torso de mi padre que permaneció estático y obediente, ya sea respirando con normalidad o permitiendo que mi mano interrumpiera el camino del aire sin decir ni mu. Enseguida me dolió la espalda por el peso del delantal de hule y por estar agachada con mi cabeza metida también dentro de ese tubo. Le tapaba la nariz y se la destapaba siguiendo las indicaciones de la voz pastosa y rulemánica que surgía cada tanto del parlante. Tapar y destapar la nariz de mi padre. Sí, así lo hice. Él mantuvo los ojos bien abiertos. Como si se muriera atentamente y renaciera adentro de ese tubo que iba a captar el secreto funcionamiento de sus órganos, con la misma fidelidad con que las cámaras de los astronautas habían captado las imágenes de la tierra y del sol, pleno de redondeces indiscutibles y colores tornasolados y distantes.
Cuando salió de aquel tubo, papá se sintió mareado y, a pesar de que lo tomé por las axilas, trastabilló. Daba la impresión de que, de verdad, había regresado de la luna. Por alguna razón un poco ingenua pensé que ahora sí podíamos esperar todo de él. De él y del futuro.
Llevamos a papá al médico con los resultados de aquella exquisitez de estudio medicinal. El médico casi no dijo palabra. Movió constantemente su cabeza dando a entender un “no”, o algo parecido a un “no”.
Dormí mal aquella noche y soñé con el gran tubo en el que había metido a mi padre y con mi voz diciendo que respirara y que no respirara como si yo hubiese sido Dios dando vida y dando muerte. Hasta que, de esa forma inesperada en que suceden las cosas en los sueños, me vi flotando en el aire. También lo vi a mi padre, pero debajo de él estaba la luna, tierna y polvorosa, la gran luna lunar, llena de majestades, a pocos centímetros por debajo de sus pies. Era una luna completamente plateada. Una luna de ésas que usan en el cine, una luna fellinesca y sabía que si hubiese acercado mis manos al piso se hubiera deshecho entre mis dedos. Los pies de papá flotaban sin apoyarse, no porque él no hubiese sido capaz de hacerlo, ya que por algo había bebido y bebido las latitas merecedoras de tanta gloria sino porque estaba enterado de las consecuencias que acarrean tamañas hazañas. De modo que siguió flotando en la blandura de un Universo chato, que amagaba disolverse al menor pestañeo, mientras el espacio infinito y la tierra allá lejos lo convertían en un auténtico astronauta. Claro que no llevaba traje ni casco ni nada. Su cara relajada y sus piernas sueltas en el aire opaco. Y millones de latas vacías sin el alimento con líquido lechoso flotaban graciosamente a su alrededor.
“Es sólo un sueño”, me repetía y traté de despertarme y no pude. Me quedé pensando en lo oscuro que era el cielo abierto, en lo oscuro y lo grande que se veía en realidad, por eso el interior de las latitas vacías relampagueaba y los ojos verdosos de mi padre se parecían a los de pez fuera de su escenario natural. Todo eso pensaba mientras seguía tratando de despertar. Pero no pude. No pude. Vaya a saber cuánto tiempo estuvimos sin que nada pasara. De repente se me cruzó un pensamiento revelador: “¡Este no es mi sueño! Estoy metida en el sueño de papá”.
Al principio no me gustó nada el pensamiento y me puse muy tensa. Menos mal que después recapacité y decidí aflojarme. Hice bien, porque cualquiera en mi lugar hubiera sospechado que aquel iba a ser un sueño muy pero muy largo.



*Del libro “Una luz que encandila”
Formosa- Abril de 2009









*


Mi viejo dejó
por toda herencia
una copa de bronce
y una taba.

la copa la encontró en un túnel
a mitad de siglo pasado,
jugando a las escondidas.

al lado de la copa
había una espada.
la espada se la regaló a su padrino.

la copa la conservó hasta una tarde de frío
cuando me dijo
"es tuya,
cuidala"

tiene una inscripción "Palais d´Orsay"
parece que Napoleón I mandó construir el lugar.
eso al menos dice la enciclopedia.

por qué debería cuidar yo esa copa? me preguntaba.
y la taba, bueno, la taba es otra historia.
yo la codicié de muy chico
cuando siquiera sabía cómo se pronunciaba.

estaba siempre en el mueble de la cocina.
un mueble que mi viejo hizo con sus propias manos,
con maderas, clavos, tornillos
y una buena docena de puteadas.

Tiene en su cara más visible un gaucho
de pie
con una mano en un bolsillo
y la otra extendida, sosteniendo no sé qué,
el tiempo tampoco pasó en vano para la taba.

ahora están acá
al lado mío.
"es tuya (la copa) cuidala"

podés creer, viejo, que recién ahora comprendo
tardía y cabalmente tus palabras:
cuando armamos aquel metegol en el patio de Ramos Mejía
en la casa de la Nona,
esa copa ofició de Copa de campeones y yo te la gané,
si mal no recuerdo, por penales.

es mía, viejo. claro que es mía.
y fijate cómo una cosa lleva a la otra.
recién ahora comprendo
tardíamente y con una sonrisa en la boca
que me dejaste ganar,
que tu arquero no adivinaba nunca el palo donde iba la pelota.

el resto sería terreno para la poesía.
me quedo con esto.
y levanto la copa
y escucho tu aplauso.

me aplaudiste, Pochi, esa noche
cuando te gané por penales/



*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar











OJOS DE HIERBA*



Su gran amor es la hierba. Enamorado de la hierba está.
-Aun no percibe la triste locura de su amor-
Tampoco los comienzos. Sabe de historias compartidas.
De insurrección. De Cristos degollados. De panzas flacas y bolsillos gordos.

En las noches de ausencia evoca tristes muertos.
(Los que se fueron y los que rondan su fiebre)

Llega con su cabellera de hierba y su torso desnudo.
Pero ella no es ella. Es una hoja. Una quimera. Un sueño.
La toma muy fuerte entre sus brazos.
Tan fuerte que le duelen los miembros de abrazarse.
Y lucha contra esos ojos de hierba tan mansamente amargos
“Tu boca sabe a menta y nieve- No conozco la nieve”
Y tiene hambre y sed y locas ansias.
Solo yo existo. Solo me basto. Soy como soy.
Y cuando las penumbras de la noche aun la nombran siente sed.
Sed áspera. Chúcara. Grotesca.
Y brota y bebe y grita. Un intenso orgasmo de humo. Osado. Ridículo. Salvaje.

La mujer tirada sobre el pasto quiere solo una cosa, ser hierba.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar











Erotismo de las utopías*


¿Hay lujuria en el cuerpo de las ideas? ¿En el roce de las ideas con el cuerpo-ideas de los otros? El cuerpo emocionado volviendo a la utopía de
Solentiname, tan isla, tan azul de lago y cielo. Retornando a sus pinturas inocentes creadas por manos campesinas. Desplegando girasoles gigantes, animales fantásticos, personas y casas habitadas de magia. Volviendo a la sonoridad amiga de Cortázar robando imágenes naives para tocarnos con ellas y herirnos de color ¿Una no era entonces un cuerpo pujante que leía, casi acariciado por la blanca barba de Ernesto Cardenal, bailado por ritmos por venir? Una antes del Apocalipsis, cada país el suyo, el nuestro en 1976. Una y otros pensando, raíces extendidas, soportando que tarden en juntarse. Una sin la perfección de los que nunca se equivocan ni apasionan. Distintas lenguas y lecturas aunándose en una y en los otros. Una y los otros juntos en un punto del almacuerpoideas haciendo el amor con la vida.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar











*


El poema
se construye como un muro.

Lapidado
detrás de las palabras,
duerme el grito.



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com













HAGO SEÑAS Y SIGNOS PASAJEROS*



*De Gonzalo Millán.


En aquel mismo árbol fui a buscar
otro verano, el corazón ése, mal grabado
sobre una playa de corteza tersa
con la hoja viva y rota de un cuchillo.
La crecida del invierno y de la savia
había arrastrado nuestras letras,
flechas y dibujos infantiles,
hasta perderlos en el laberinto para siempre
tragados por el remolino de las ramas.



***


-Gonzalo Millán nació en Santiago de Chile en 1947. Fue autor, entre otros, de los libros: Relación personal (1968); La ciudad (l979); Vida (1984); Seudónimos de la muerte (1984); Virus (1987); Cinco poemas eróticos (1990); Trece lunas (1997) y Claroscuro (2001). Paralelamente a su actividad poética y docente, se dedicó a la creación artística en el campo de la poesía visual y las artes plásticas. Durante su exilio en Canadá fundó la editorial Cordillera y desde su regreso a Chile dirigió la revista de poesía El Espíritu del Valle. Fue traductor del inglés y del francés. Obtuvo importantes premios, entre los que se destaca el premio Pablo Neruda (1987). Falleció en su ciudad natal en octubre de 2006.










Zurcir el vacío*

Las manos de mi madre bordeando los huecos de la memoria. Otra vez zurciendo la toalla, dejando el agujero mayor -enorme como Júpiter- para una próxima ocasión.
De alguna manera el hilo que intenta cerrar abre a la vez.
La abuela italiana, madre de mi padre, envió esta toalla junto con otros presentes para una fecha importante, un cumpleaños quizás. La toalla llegó, pero el resto de los regalos se los quedo una conocida que había ofrecido traerlos a la vuelta de su viaje a Italia.
Esta obstinación por no tirar esta toalla, o lo que queda de ella después de décadas de uso. Ese recurso desesperado por defender una memoria endeble.
Las manos de mi madre luchando contra el vacío. Contra los huecos que nos asedian el día a día.

*De Eduardo Francisco Coiro. http://incoiroencias.blogspot.com.ar/













No se puede tapar el sol*



¡Qué difícil la hora del crepúsculo
cuando es insoslayable la soledad.
Como querer tapar el sol con una mano.
Sin concesión,
hurgar en el cismo de los tiempos idos
poniéndose una bata de entrecasa.
Llevar de paseo la mirada
hasta la marca en la pared que contaba
los centímetros crecidos por los hijos...

Difícil hora la del crepúsculo!
cuando cada pájaro hizo su nido
y cuida sus retoños, digo difícil
no por eso. Que está perfecto.
Lo digo
por la mano que se alza sola
queriendo tapar el sol ineludible
mostrando impiadoso
las arrugas del tiempo
que ya no me falta.
Que ya está con uno.

Ominoso. Irrespetuoso, sin considerar
que en paralelo a su paso,
camina ilusionada
la irrenunciable,
la irreverente edad del alma.


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/



(De la Estación Ingeniero De Madrid, Compartida por Ferrocarril Midland y Provincial)


De paso*



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



Lo pensó así en el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.

Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.

Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...

Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.

Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.

Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.

Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:

"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.

¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.

Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?

Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.

De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.

Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:

- ¿Qué estará haciendo ahí?

Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:

- Está esperando.

El joven le mira, incrédulo.

- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...

- Probablemente él sabe.

- Pero si supiera, entonces...

El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.

- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.

Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.





-Sergio Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!






***

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***

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