domingo, junio 10, 2018

PARA EL INVENTO DEL AMOR…


*Foto de Melisa Mauriño











El bosque*



*De Melisa Mauriño




Aún es ayer
y hoy salí a la calle
con un camisón
que dejaba ver mis huesos

la luna no estaba
pero había sol, en plena noche
hubiera querido llamarte
para decirte que vieras
cuánto más brilla el sol
en la oscuridad
un erizo de fuego, habría dicho
para que al cerrar los ojos
lo tuvieras ahí
calentándote las manos

llevando mi cuerpo
entre mis brazos
caminé hasta el hotel
sabrás bien cual
el mismo que se incendió
con nosotros adentro, ese
del que lamentablemente
salimos a tiempo

entré sin pagar
estaba vacío, sentí
las cenizas bajo los pies
y supe
que iba descalza

busqué la habitación
a la izquierda
dejé mi cuerpo cansado sobre la cama
no encendí las luces
y me abracé
hasta que paró
de llorar

abrí con mis manos
el colchón y avancé
muy despacio por el bosque
donde un viejo rey, sin ojos
esperó su fin

ella dormía
como el cuerpo de una niña
el pulgar entre los labios
y las piernas flexionadas

caminé el sendero abierto
por el ojo lunar
sin el peso de la piel
frenándome los pasos
me detuvo tu jaula
en medio del camino
me miraste, casi humano
demasiado hermoso
te hubiera tendido
un puñado de hojas:
tienen un olor tan dulce
cuando se pudren

hurgué con el dedo en el ojal
y atravesé el hierro
hasta tu abrazo
comí de tu boca
un terrón de sangre
y te rodeé
como una liana trepando
hacia la luz

volaron de a miles
pájaros desordenados
como por un disparo, el vacío
que la muerte había dejado
entre nosotros
y me sentí flotar, leve
como una cipsela
atravesada por un haz de luna

al abrir los ojos
me aferraba al tronco herido
de un árbol, empapada
en tu perfume
caminé la vuelta
hacia mi cuerpo que dormía
aún sobre la cama
como un pequeño animal
del bosque
así como también, dijiste
te hacía el amor.




(La piel de la oruga, Viajero insomne, 2016)

-Melisa Mauriño es Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Ex residente de psicología clínica del PRIM Hurlingham y de la residencia posbásica de Cuidados Paliativos del hospital Tornú. Escribe poesía y narrativa. Ganó el primer premio del 1er. Concurso Nacional de Poesía Viajero Insomne 2015 con su primer libro “La piel de la oruga” (Viajero Insomne, 2016).










PARA EL INVENTO DEL AMOR…









Desde el mandarino*



*De Lorena Suez. lorenarsuez@gmail.com





Hoy vi un mandarino. Un hallazgo inesperado sobre la calle que recorro hace tres años, como si hubiera emergido de la nada al amanecer.
Giré la cabeza hacia atrás a medida que avanzaba en el auto por Gavilán hacia Juan B. Justo. Lo confirmé, ahí estaba. Las ramas más bajas casi peladas, puro tronquito y arriba, inalcanzables, las frutas, vestidas de amarillo y naranja. Al fondo, tanto cielo gris y viento.
No paré. Hubo algo que me dijo: si frenás el auto en doble fila, tan temprano en la mañana, los colectivos atrás, bocinazos, si te trepás a un árbol en plena zona comercial, de eso no volvés. Al menos hoy.
Seguí mi camino. La compilación de días laborales, apilados, me esperaba. Al agarrar la avenida puse cuarta y el roce de mi brazo sobre la teta derecha generó una molestia indefinida y aguda.
Mientras avanzaba hacia Trelles seguía con la idea latente de que hubiera querido frenar. La imagen de esas frutas latía en mi pensamiento, como un recuerdo a punto de ser olvidado. Como si la idea insistiera en cobrar vida, en eludir su camino de destilarse hacia la simple nostalgia. Jugo de mandarinas dulce y ácido en la memoria. Hormigueo intenso en mis tetas. Semáforo en rojo.
Aproveché para acomodarme en el asiento, para prestar atención al tránsito y volver a mi aquí y ahora. Eran las 8 de la mañana y tenía que manejar hasta el trabajo. Me desabroché el tapado intentando aliviar tanta molestia. Me distendí bastante aunque, al arrancar, el traqueteo sobre los adoquines encontró mis pechos liberados, rebotando. En ese momento sentí agudos pinchazos, hormigas descendiendo desde la clavícula, atravesando el escote, rodeando la parte más prominente de mis tetas hasta llegar a la punta. Me adelanté a los autos, nerviosa. Pensando en el mandarino, me acordé de mi limonero.
Un día tuve un limonero. Lo calcinó el sol excesivo de un verano. Todavía revivo mi amargura al volver de las vacaciones. Ninguna de las personas a las que les había encargado mi árbol lo había cuidado. Entonces, quité con cuidado los limones negros, promesas disecadas, y los apoyé sobre el cenicero de madera. Pero cada vez que los miraba me recordaban lo que no pudo ser. No lo soporté y un día decidí tirar los frutos muertos.
Pero hoy vi un árbol de mandarinas en plena calle comercial. Y entre los autos se entrelazaron imágenes de mi infancia. El limonero de mi patio, su perfume a azares, mis manos exprimiendo un limón para hacer limonada y convidar a mis muñecas, mientras lo veía crecer.
Avancé mientras volvía a sentir el sabor de la limonada goteando de mis labios, mezclándose con el del lápiz labial. Mis pezones comenzaron a arder mientras se endurecían. Intenté aminorar la velocidad y calmarme, conteniéndome como podía. Pero no me alivié.
En segundos percibí una profundidad de días, como si traspasara el espacio con mi auto y me absorbiera un pensamiento real y a la vez sobrenatural.
Avancé hacia Trelles mientras revivía la sensación desértica, arrasada, de la noche anterior. Mi tristeza durante el día, ese sabor amargo, como de espera. Me había acostado con ansiedad y un peso en el pecho, como una cerradura a nivel de la garganta, una emotividad sin nombre. Cuando él se subió arriba mío sentí una amalgama de sentimientos superpuestos, una tela turbia y pesada sobre los ojos bajo la que era imposible respirar.
Hoy temprano, había salido de ducharme, me había puesto un corpiño de encaje negro y notado cierta exuberancia, el desborde de las tetas sobre el contorno de encaje elastizado. Me pregunté si era posible. Después de vestirme, pollera ajustada y camisa, me había pintado los labios de rojo. Labios rojos y escote. Me vi sensual, una llamarada incendiando desde lo más hondo.
En ese momento, pisé el acelerador, transitaba kilómetros pero no conseguía alcanzar la esquina. En cuanto llegue a la oficina, me dije, voy a quitarme el corpiño. Ya no resistía la presión.
Todo pasó rápido en mi cabeza. Me miré en el espejo retrovisor y retoqué el labial. No estaba impecable, aunque quemaba de solo mirarme la boca. No quería perder la fuerza indefinible que comenzaba a sentir.
Semáforo en rojo. Tres segundos de más para pensar. Podía seguir por Trelles o girar para desandar mi camino. Di un volantazo a la derecha y volví por Tres Arroyos, Caracas, Gavilán.

Ése era el último mandarino sobre la tierra. Yo tenía los labios rojos y un escote profundo. Eran las 8:o5 de la mañana y estaba a punto de frenar. Abruptamente frenar, treparme al árbol, el coche en doble fila, los insultos de la calle. Una mujer robando mandarinas.
Clavé el freno de mano. Abrí la puerta al tiempo que soltaba los tacos en pleno asfalto. Corrí hacia el árbol sosteniéndome las tetas por el pinchazo de hormigas voraces. Me raspé la entrepierna cuando me lancé sobre él. Arranqué mandarinas del árbol, las tiré en mi bolso. Muchas cayeron sobre la vereda, fruta esparcida, rodando, estallando bajo la rueda de los autos. Me tiré al suelo, embolsé mandarinas estalladas en los bolsillos de mi tapado.
Enterré mandarinas en mi escote, y grité por la presión de la piel rugosa de la fruta contra la mía. No obstante, seguí juntando mandarinas.
Sucia, gozosa, lastimada, volví al auto cargada, con la alegría frenética que acompaña los momentos de mayor sentido, los más liberadores. Tuve el impulso de detenerme a robar mandarinas inalcanzables, de ensuciarme, de perder mis zapatos.
Empecé a quitarle la cáscara a una mandarina, con apuro. Tenía la mirada perdida, oía bocinazos, puteadas, y todavía podía ver a un comerciante con su escoba limpiando la vereda.
Devoré los gajos con voracidad. Me chorreé los labios. El escote se empalagó de jugo y frescura que alivió un poco esas constantes puntadas de dolor.
Mientras mis tetas ardían, seguí masticando gajos. Miré alrededor, estaba descalza y con frío, llorando, pegoteada. No había otro lugar en el mundo más que mi auto. Sentí que ése era mi hogar.
Supe que de eso no volvería. No podría volver, y tuve miedo de las hormigas y sus pinchazos, de no poder salir del auto nunca más, de que el dolor no cesara.






*Publicado en Tetas. Historias de Pecho.
Antología compilada por Virginia Janza. Textos Intrusos. 2015


-Lorena Suez es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social. Participa en los talleres de Siempre de Viaje y en los eventos de Viajera Editorial desde el año 2012. Forma parte de la Antología compilada por Virginia Janza, Tetas. Historias de Pecho (Textos Intrusos 2015). Publicó "Intemperie".  Por Viajera Editorial. 2016.

-Su novela infantil juvenil “Mis Vendavales” esta cercana a presentarse.













JUAN LAURENTINO ORTIZ*



En ese tiempo no lo sabíamos o era apenas una intuición, porque en nuestras visitas a ese viejo maestro en las orillas del Paraná escuchábamos fluir esa palabra suya que eludía las grandes definiciones y las opiniones tajantes.
En su poesía estaba siempre la voluntad de limar sus finales que se adelgazaban hasta el diminutivo o el adjetivo femenino. Los idiomas occidentales, repetía, están inventados para dar órdenes. En ese espacio de magia que inventaba y que hoy recordamos los que lo conocimos y frecuentamos, ¿se acuerdan, Héctor, Alejandro, Elvio, Guillermo, debajo de la tierra? Miguel Ángel ahora con sus cartas rodeando su exquisitez, sus ganas de llevarnos con nosotros como un mantra sin palabras.
Lo conocimos hacia nuestros veinte años y él era, sin buscarlo, un faro que se detenía en un verso sobre el desencuentro con su mujer, lo nombra como una “disputilla” y le pide perdón porque eso no permitió que admiraran un pájaro.

Tiene mucha razón Saer, quien afirmaba que los libros que con ganas uno les escribiría un prólogo en realidad no lo necesitan. Y era el caso de Ortiz.
Fue, para usar una frase de Cioran, “el último delicado”, ahora que lo destiñó la academia, ahora que los incapaces y los oportunistas lo tienen aprisionado, a todos estos ladinos les aviso que la urdimbre de su poesía lo torna inapresable, por más esfuerzo que hagan. “Apenas si he vivido”, repetía, y la bella edición de En el aura del sauce, que le editó la Vigil, le parecía un exceso de sus amigos.

Creo entender que quedamos pocos que conocimos a aquel hombre que hablaba con el río, que era capaz de escribir “me atravesaba un río/me atravesaba un río”, ese hombre sagaz que oficiaba de ingenuo, pero que fue lo más cercano a un sabio que conocí en mi vida, que nos trataba de usted, con esa cortesía muy criolla que arrastraba las eses al hablar dando la impresión al distraído de que era ceceoso, pero no era cierto.

Un comisario del norte salió a marcar la cancha un día diciendo que a Saer y a Ortiz solo los amigos íntimos los podían llamar Juani y Juanele, reservándose la primera fila en el tema tan argentino de la amistad. Le transmito tranquilidad, no vamos a invadir su quinta, porque aquí en el sur somos bien nacidos y al maestro lo tratábamos respetuosamente de “Don Juan” y a Saer, de “Saer” a secas con acento en la e como nos enseñó él.

Hecha esta salvedad, recojo un consejo que una vez me deslizó otro gran poeta, se trata de Aldo Oliva:
— Turco — me dijo — el mejor homenaje que se le puede hacer al Viejo es leerlo. Cuánta razón tenía. Es el homenaje que merece cualquier poeta y acá cito a Borges: “Ser juzgado por lo mejor que ha escrito”. Y ya que estamos, una tarde en que lo escuchábamos como en misa, puso en boca de Borges esta aseveración: “La literatura entrerriana tiene algo de caramelo y de tigre”. Es decir, y esto va para mi gran amigo, el poeta de Villaguay Miguel Ángel Federik: una especie de gaucho montielero que ostenta una cuota de ternura.

En la atinada Antología que editó para Losada, Daniel Freidemberg anota en su prólogo que “puede decirse que Ortiz es un poeta del paisaje e incluso del paisaje entrerriano, siempre que eso no lleve a ubicarlo en algún regionalismo literario”. Como tempranamente advirtió Gola, no creemos que tenga antecedentes reconocibles en nuestra literatura, ni que se lo pueda incluir en ninguna de las líneas de nuestra tradición poética. Y agrego yo, tampoco tiene seguidores.
Cierta comodidad distraída de la nueva crítica, se apresura a filiarle a cualquiera que nombre un trébol de cuatro hojas o un ramo de margaritas.
Otro equívoco fue confundirlo con un vanguardista. Horacio Armani se dio cuenta: “Los jóvenes que lo siguen buscan en él algo que no es”. Mis amigos y yo lo frecuentamos mucho, tanto que le hizo preguntarle a su amigo Mastronardi a Gerarda, su esposa, por qué lo seguían tanto los jóvenes, y ella, que nos relató la anécdota, le contestó: “Porque Juan los sabe escuchar”.
Escrito todo esto, desordenado, y que está dictado por el reconocimiento que le debemos y el afecto con el que nos trató, puedo conjeturar que fue un gran simbolista. Nunca se le caía el nombre de Juan Ramón Jiménez recitándonos sus poemas que sabía de memoria. Él lo llamaba Juan Ramón como si fuera su hermano y en verdad lo era, un andaluz y un entrerriano, ambos universales, que nos llenaron la juventud, la vida de poemas de una prístina belleza. Juan Laurentino Ortiz, al que sus amigos llamaron Juanele, pudo escribir para siempre:


“Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía
igual que un capullo…
No olvidéis que la poesía, si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,
es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,
cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin
y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor…”



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar










*


Algunas veces,
quisiera
abandonar
el minucioso
cuidado
del jardín,
y escapar
detrás
de un extraño
de ojos tristes
que me ame
hasta romperme
el corazón.

Morir
de amor
y no
sangrarme
gota
a gota
por la imprudente
espina de una rosa.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com














FLORECIDO*



El hombre la había arrancado de su vida como se arranca a un yuyo indeseable en el jardín.
Con la misma brutalidad en el tirón, tratando de arrancar la raíz de cuajo. Sin sentir nada. Al otro día, justo al otro día. El hombre plantó en su lecho a una muchacha bella como una azalea. La mujer se marchó prontamente sin echar raíces en su vida.

No se quedó quieto. Siguió plantando bellas mujeres que se marchitaban antes del amanecer. Nadie pudo crecer ni florecer en ese lugar. Su vida era un jardín desierto al que regaba inútilmente antes de anochecer.

Hasta que percibió esos movimientos adentro. Esos pujos que sintió por todo su cuerpo y que se ramificaban de noche a día con la velocidad implacable de la naturaleza. Y eran la luz y esa tibieza que anuncian una primavera cercana.
El hombre se vio a la siguiente mañana en el espejo, comprendió lo que sucedía.
No había logrado extirpar bien las raíces.
Los brotes se abrían paso por sus poros y estaban a punto de estallar en flor.

-Sólo pido que las flores sean del color de sus ojos. Pensó resignado.



*De Eduardo Francisco Coiro.














*


Pintura música, la voz se amontona en la oreja antes de circular el
laberinto enigma.

La imagen del sonido detona en rojo, se derrama, se abre a cielos pequeños
como cachorros de paraíso.

La voz pasea la piel en extendidas olas hasta llegar a la compartida
perfección del silencio.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar













A GOTAS DE HUMANA TERNURA.*




Así estaba el hombre.

Y esto que no es decir nada daba a entender que en su vida casi todo hacia agua.
Se le escapaba la líquida belleza de los días como en un colador.
¿Y que le quedaba en el colador? Sólo los restos pensantes de alguien que no podía percibir la felicidad. Ni buscarla consecuentemente.
Ya no le preocupaba la soledad pequeña de noches vacías de abrazos. De despertares con la boca besando la piel de la almohada. No era la penuria de sentido a la luz del día, cuando su vida se escurría en rutinas auto-administradas para no caer en la percepción del vacío. No era la soledad pequeña entonces. No era eso sino la enorme soledad del desamparo la que lo atormentaba por debajo de cada paso que daba. Sentía que el suelo, lo más material y evidentemente sólido que se nos brinda en la ciudad ya no era seguro para él. Sentía ciénagas. Arenas movedizas donde los demás seres pisaban veredas y calles. Sólidas, evidentes.

Ese hombre leía.

Leía hasta que una frase lo fulminaba y lo obligaba a cerrar el libro y transitar varios días con ella circulando en laberintos de su mente, que por costumbre, no conducían a ninguna salida. Pasó con "Una gota de humana ternura" leída en "la octava maravilla" de Vlady Kociancich.
Entre lágrimas se vio como un mendigo de amor buscando alimentarse de sonrisas que recibía tras algún piropo ingenuo.
Y además el encierro. Ese temor desmedido a alterar sus pocas rutinas.
Quería y necesitaba de algo que le diera aire a su vida.
Pero no lograba superar la etapa del diagnóstico.
Hasta que logro aceptar que lo suyo era ser “enamorado del aire”.
Esa imagen -aun ilusoria- “vivir de amor en amor etéreo” le ilumino el día, ahora debía seguir adelante buscando día tras día sostenerse bien en el aire de sonrisas e ilusiones intangibles.



*De Eduardo Francisco Coiro.














*


El espacio se cruza de agua y  de sonidos, y el sabor de lo perdido que vuelve. La lluvia abrillanta el olor de las flores. Hay un sueño  a punto de aparecer y un antiguo color. El fuego irradia hasta invitar a lo íntimo. Besos  errantes, el tiempo  y una casa en el mar con chimenea. El fuego inventa imágenes. Sol que se retira, pero antes de hacerlo, despliega una revolución en el cielo. La violencia de la belleza. El crepúsculo, es la última batalla ardiente, chorros rojos. La firma de un dios que no se rinde en la hoja celeste o será diosa con sus colores cambiantes. Una diosa todavía inocente con los bolsillos que se abren   y desparraman sus hogueras brillantes. Una diosa si, dios es perfecto, y  se murió por nosotros me dijeron, pero una diosa vive y saltan sus chispas vitales a chorros imperfectos.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar












FLOR DEL CASTAÑO*



Un hombre ha entrado profundamente dentro de una mujer.

¿Cuántos nudos tendrían sin resolver?

Después de iluminar de rojo la noche entera,
ese hombre sollozó como lloran las bestias.

Al marcharse el hombre, en ese lugar vacío
donde todavía resonaban los ecos del llanto
le llegó a la mujer la fragancia de flores del castaño.



*Song Kiwon
(Corea, 1947)

-Fuente: "Flores mías que nunca he visto", Song Kiwon (Traducción: Ki Un Kyung) Editorial Bajo la luna, 2014.










*


"Hoy siento en el corazón un vago temblor de estrellas…"

*De Federico García Lorca. Canción Otoñal.








Inventren





PARADA KM 79*




De estación en estación, y todas las estaciones vacías, y todas con lluvia, y todas con este olor a campo y algunos papeles mojados en los andenes. El campo apenas adivinado detrás de las ventanillas que no cierran bien y dejan entrar el frío, las gotas de agua en el vidrio que tiemblan y trazan recorridos oblicuos.

Y yo, finalmente, yo en este tren que se mueve irremediablemente hacia adelante y más adelante, y a medida que las estaciones se suceden se va acercando a mi apeadero, en donde detendré el viaje que para el tren continúa más y más allá, siempre más adelante y más lejos en esta noche interminable.

El viaje como una continuidad, un largo camino de aquí hasta allá, y yo que no voy de aquí hasta allá sino que me bajo antes, en un intersticio, yo que detengo mi viaje en este tren que va a continuar sin variar casi el peso, sin extrañarme. Yo que voy descontando paradas, un latido en falso en cada estación, un retorcijón en el vientre cada vez que tacho en el espacio otro nombre que me acerca a destino.

Llueve, siento humedad en el aire, abrigo mojado, pelo húmedo, ronquidos desde otro vagón. El paisaje que se va, que queda atrás, y más atrás, y fuera de alcance. No hay luna. No hay cielo hoy, sólo una negrura espesa y una lluvia inevitable.

Lluvia, lluvia y trenes, y estaciones. Y una mujer sola en un vagón con el abrigo húmedo y una sola maleta y la mano apretada contra la boca cerrada sobre los dientes apretados. Yo.

Ya casi, falta poco. Tomo mi maleta para tener algo en la mano, para convencerme de que es cierto que me voy a bajar. Me convenzo tomando la maleta y arreglándome un poco el peinado arruinado por la lluvia. Me aferro a mi maleta porque si esto no es un sueño el tren va a detenerse y en vez de seguir sentada en un viaje infinito me voy a bajar. Me voy a poner de pie con mi maleta, voy a llegar hasta la puerta, voy a bajar al andén y voy a encontrarme con Pedro después de esta larga, larguísima semana.

Va a estar ahí esperándome, ya nos pusimos de acuerdo. Con las manos en los bolsillos, seguramente. Terminando un cigarrillo o mirándome de frente con los brazos cruzados. Va a estar ahí esta noche, nos vamos a subir al auto, vamos a llegar a casa y no sé si vamos a decir algo. No lo sé.

Siento ya su cuerpo sentado al lado del mío en el automóvil, la sensación del tapizado del asiento, mis ojos fijos en el rosario que cuelga del espejito para no mirarlo a él, silencioso, a mi lado.

Ya me imagino en casa, dejando la culpable maleta en el ropero, metiéndonos rápido en la cama para dormir al menos unas horas hasta que suene el despertador. Veo el desayuno con el mate y yo otra vez usando las pantuflas y el pullover rojo que quedó en el ropero.

Otra estación, ya casi. Si fuese de día seguramente podría comenzar a reconocer parajes y alguna casita rodeada de árboles. Pero no veo nada. Nada de nada.

Mamá me dijo que una se casa para siempre y que los hombres tienen sus cosas y que la mujer tiene que aprender a manejarlos. Y dijo mamá que cada esposa con su esposo y cada carancho a su rancho y que la vida es esto y no cuentitos de princesas y zapatos de cristal. Le dio vergüenza que yo haya escapado de mi matrimonio y haya vuelto al pueblo. Se reía con las vecinas pero a mí me congeló con los ojos fríos cuando me abrió la puerta. Ella habló con Pedro por teléfono y que si, que claro, que me mandaba de vuelta que las cosas se arreglan entre marido y mujer y basta de pavadas.

Es la próxima ahora, Pedro con las manos en los bolsillos seguro, y elevo el cuello de la campera que no me tapa el moretón pero lo subo igual, no quiero que Pedro vea el moretón que es como acusarlo y recordar que me escapé.

Ahora sí, en medio de estaciones y estaciones y estaciones está la parada en el kilómetro 79, ni nombre tiene mi parada, es apenas un intersticio por donde me voy a caer para siempre para siempre. Y me veo desapareciendo por ese hueco entre campos, esa grieta entre paredes. Me veo alejándome con Pedro y el rosario colgando y el color azulado en mi cara que ya no se ve porque se aleja. Se aleja de este tren que acaba de detenerse.

Me pongo de pie, tomo la maleta, me subo de nuevo el cuello del abrigo y camino hasta la puerta del vagón. Estoy caminando en sueños, lo sé. No siento el suelo duro bajo los pies ni el olor ni los sonidos ni siento mi propio cuerpo. Esto ocurre despacio y de forma borrosa. Alguien camina con una maleta y es mujer y se acerca a una puerta del vagón de un tren detenido en una casi estación para dejarla junto a un casi hombre para que vaya a un casi hogar.

Me quedo. Me quedo y el miedo desborda, rompe, me hace transpirar en una oleada roja de pánico salvaje. Aprieto la manija de mi maleta. Me quedo.

Cuando el tren vuelve a ponerse en movimiento y se sacude, y después se empieza a apurar y al fin corre sobre sus rieles brillantes de lluvia yo, una mujer con una maleta, me pongo a alisar los pocos billetes que tengo en el bolsillo, me acomodo en el asiento e, infinitamente desamparada, sola, sin saber cuál será el futuro, duermo en una calma de feroz alegría.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com






-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-





 Próximas estaciones


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***




Km 55


-Por Ferrocarril Midland


Próximas estaciones

ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.









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