domingo, septiembre 09, 2018

LO QUE HABITA MÁS ALLÁ DE LA MIRADA…


*Foto de Natü Zacarías.











*


De soslayo ver

el reborde de una hoja cotidiana

el verde nervado recién nacido

trascender

los sentidos

precipitarse

al cristal difuso

palpar

lo que habita más allá de la mirada

habitar

la brisa que sopla entre las hojas.

epifanías

segundos de silencio

la vida en la hoja

los ciclos

nervadura y cristal

seguir viviendo.



*De Lorena Suez. lorenarsuez@gmail.com
-Inédito-



-Lorena Suez es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social. Participa en los talleres de Siempre de Viaje y en los eventos de Viajera Editorial desde el año 2012. Forma parte de la Antología compilada por Virginia Janza, Tetas. Historias de Pecho (Textos Intrusos 2015).
Publicó "Intemperie". Por Viajera Editorial. 2016.
Su libro infantil-juvenil "Mis vendavales" ha sido recién publicado por Editorial Peces de Ciudad.








LO QUE HABITA MÁS ALLÁ DE LA MIRADA…












PÉRDIDA*



Como si uno mirara un gato y no supiera qué hacer
el vacío caminaba por el desierto de una ciudad rota, vencida
el vacío no entraba en las casas de la peste y de las mariposas muertas
clavadas en un álbum,
el vacío se comía cada mañana la cosa oscura de la noche,
se llevaba la masa sospechosa del mundo, el maullido de
las olas del mar.
El vacío
que veía las situaciones del revés.
Cualquiera es copia errónea de un arquetipo inconcebible, ya lo sabemos
pero el vacío
ese antiguo vacío

te ayudaba a llorar con el agua mansa de sus ojos,
o te adelgazaba el sueño
para que pudieras guardarlo de una vez en tu bolsillo.
En el agujero del mundo
era un poco de luz.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com













RECORDANDO A JUANELE ORTIZ*



Juan Laurentino Ortiz, natural de Puerto Ruiz, como gustaba repetir, habitante de Gualeguay hasta su jubilación en 1942 de su trabajo como empleado del Registro Civil, se trasladó a Paraná donde prosiguió su experiencia de trabajo en la soledad del río y su paisaje.
Antes había integrado un grupo con sus amigos gualeyos desde una biblioteca, que conformaron entre amigos muy cercanos: Carlos Mastronardi, Amaro Villanueva, Juan José Manauta y Emma Barrandeguy, única mujer del grupo.
Allí, casi en entera soledad, rodeados de sus gatos y sus boquillas largas y exóticas, pero atento al conocimiento mundial de la poesía, ejerció un extraño y no buscado magisterio que orientó una poética que debía contener en ese paisaje acompañado por el gran río Paraná y el vuelo marcial de los siriríes y las calandrias, que según él reproducían los ideogramas chinos, civilización que admiraba y que lo llevó a traducir algunos de sus poetas, que había conocido en su viaje a la entonces Unión Soviética y a la propia China, en el único viaje que hiciera en su vida al exterior, un viaje cultural con otros escritores en 1959.
Rodeado siempre de jóvenes que buscábamos allí al Maestro y sus enseñanzas, que obsedidos por sus palabras enriquecedoras encontrábamos en él al poeta que no era. Lo buscábamos por vanguardista, pero él era mucho más que eso; era un simbolista como Mallarmé o Rimbaud o Juan Ramón Jiménez. Puedo recordar casi todas las veces en que viajaba con mis amigos: cada sesenta días, riguroso, en sus últimos 6 años de vida.
Era un hombre capaz de suturar con el trato afable y convincente cualquier trastorno a que nos pudiera someter la realidad, y sumergirnos en ese estado de gracia poética en la que siempre estaba inmerso, y con su palabra atenta y comprensiva nos daba cuenta y nos introducía en la más alta poesía de todos los tiempos. Con la misma naturalidad con que respiraban las grandes tipas del Parque Urquiza o esos jacarandás que le daban sombra mientras se internaba en ese hálito propicio y protector con un libro entre las manos y sus boquillas que alargaba con cañas de Indias donde fumaba sus cigarrillos armados con tabaco negro.
Si la sabiduría acaso existe sobre el lomo de este planeta, él fue lo más parecido a un hombre sabio. Atribuía, en esa su honorable amabilidad criolla, su mudo interlocutor las ideas que se le iban ocurriendo, tal como Borges afirmó alguna vez de Macedonio Fernández.
Puestos a ubicarlo en un espacio que cumplió en nuestra poesía argentina, siempre ocupó el centro aunque se lo considerara en los márgenes, a juzgar cómo lo esquivaban todos los editores de entonces. Pero la Poesía estaba siempre donde él estaba. Por derecho propio y por el magisterio que ejercía sobre gran parte de los jóvenes de entonces.
Él mismo, según Juan José Saer, es un país dentro del país de la lengua. Un idioma dentro del idioma al que acceden los pocos elegidos, y que hace que uno pueda leer sus textos sin que estén firmados y recomendarlos sin dudar un instante.
Ignoro si estas desordenadas cuartillas dan cuenta del hombre que cifraba su nombre y pueda quedar claro, y si una pizca de su talento inmenso se pueda percibir si uno asegura con certeza que fue nuestro más grande poeta, que por suerte seguirá vigente cuando esté respondida esta trémula pregunta: "¿Cuándo amor mío/cuándo el amor no tendrá frío?"
Tal vez cuando la justicia sea para todos y estemos listos todos, los hombres y las mujeres, para poder gozar del arte sin miserias ni limitaciones.
Testigo será el futuro venidero de estas esperanzadas palabras que escribo aquí.
Juan Laurentino Ortiz nació en Puerto Ruiz, departamento de Gualeguay el 11 de junio de 1896 y falleció en Paraná el 2 de septiembre de 1978.
Y nosotros lo venimos a recordar así.




*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar













El viaje y el espejo*



Vienen pasos de luz, marcan un nuevo día.
Me digo: será hoy, hoy me decido.
Se inicia la danza de rumores y a su orden...
se alzan manos, cuerpos, lazos,
de rutina. Como sutil veneno, el vértigo
desenrosca instintos hasta ser fijación
de horas obsesivas. Me nace el grito.
Lo arrojo invertido, hacia adentro.
Partida, descentrada, me desprendo
del avance inexorable de mi tiempo
rechazo el escándalo de ritmos prefijados,
destruyo relojes de mecanismos perfectos
en un mundo ajeno al pulso de mi pulso.
(Desde un punto Omega
crearé bandadas que me presten
su aire y su donaire
para saber los cielos)
Crecen los pasos de luz.
Me fijan horarios y emociones,
salen a buscarme y no hallan
sino el grito metido en el silencio
exterior de mi cuerpo.
Parto hoy
Lleno una maleta de recuerdos,
me visto de aromas olvidados,
enfundo muebles y prejuicios…
Antes de echar llave me acuerdo del espejo,
nigromante sin piedad, me da la imagen real:
marca un rostro surcado de ansiedades
y en un juego de luz y sombras, en la frente
una cruz de ceniza me coloca. Es el signo
que deshace el viaje…
Al volverme, ingreso
bajo el mando de la luz,
al vértigo.


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
-De RAÍZ AL AIRE -1981-














Encuentros inesperados *



*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




El aire es frío y te acompaña mientras las puertas abren sus hojas de alta tecnología. El ronroneo eléctrico de las escaleras te lleva a la terraza, donde puedes observar el cielo contenido, a la ciudad que no entiende de tristezas, de mañanas huérfanas de sol, llenas de bostezos. Entras al baño para verte en el espejo, tu rostro aburrido te asusta y acercas las manos al despachador de papel, como si la sola proximidad fuera suficiente para comprender el complejo mecanismo que deja en libertad las toallas. Sales del baño justo cuando la luz se convierte en una escala de grises; la observas detenerse en las tazas de café, en los ojos de la mujer que contempla las rebajas de una boutique. Deambulas por el piso reluciente. Entras a la tienda de mascotas y te solidarizas con los descoloridos canarios, con las tortugas amontonadas en una piedra, con los peces que inventan nuevas formas de nadar en su cárcel perpetua. Sales de la tienda con pensamientos tristes y eso te lleva a sentarte en una banca, a tratar de imaginar los pensamientos de la chica que reparte propaganda. Su sonrisa perfectamente ensayada hace que te levantes de tu asiento. Pasas junto a un mapa, pero prefieres seguir tus instintos y caminas sin rumbo entre anuncios luminosos, entre gente de vidas planeadas y boletos de estacionamiento. Encuentras un poco de consuelo cuando llegas a la fuente; algunas monedas están en el fondo, y piensas en los deseos que formuló la gente al aventarlas. Buscas en los bolsillos y sacas una pequeña moneda plateada, la pasas entre los dedos mientras dejas que alguna vana esperanza llegue a tu mente. Al no presentarse ninguna, la colocas en tu uña como una piedra lista para ser impulsada por una catapulta. Inicias la cuenta regresiva. Cuando el momento cumbre se acerca, sabes con exactitud lo que vas a pedir. El pulgar se acciona como un resorte y la moneda gana altura, gira sobre su eje varias veces hasta que se zambulle entre las burbujas que custodian el chorro de agua. Después de flotar unos instantes, tu deseo convertido en moneda desciende entre vaivenes. La travesía no termina al hacer contacto con el fondo, porque una vez ahí, es impulsada por las corrientes surgidas de las entrañas de la fuente. Después de superar las intersecciones de los mosaicos, se detiene junto a otra moneda similar en tamaño aunque de color dorado. Sonríes porque tu deseo se está cumpliendo. En ese momento la mujer de la moneda dorada, que había lanzado sus pensamientos al agua minutos antes que tú, sabe que algo está pasando, que debe regresar inmediatamente al centro comercial. Vas por un café de máquina, le pones mucha azúcar y regresas a tu lugar junto a la fuente. Mientras esperas la conclusión del deseo, la mañana congrega más nubes, se disfraza de tarde. Un empleado del centro comercial pasa frente a ti, lo llamas, te mira extrañado cuando mencionas algo sobre los encuentros inesperados.




*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.













El gris (blues del viejo barrio)*



Resuenan los zapatos contra el gris,
el monótono acorde acompasado
del que retorna viejo y fatigado
a las calles que un día le miraron
partir con su mochila de ilusiones.

Han cambiado los nombres de las plazas,
los juegos de los niños y los pájaros,
las luces de neón, los automóviles,
permanece el gris, sólo el gris...

El barrio es otro y es el mismo:
los mismos perros en los mismos parques,
idénticos ladridos atronando
sobre el gris, sobre el gris...

Volver es un catálogo
de olvidos y de ausencias:
Huellas sutiles que el pasado
dejó en el gris, el gris...

Un suspiro es la suma
del tiempo transcurrido,
de las noches perdidas
bajo el gris, bajo el gris...

Se oye el paso cansino contra el gris,
la sombra de un viajero que retorna
fundiéndose en la niebla, recayendo
en la quietud estática del gris.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si mañana no amanece














EL REVÓLVER Y LA FOTO*




Mi padre mira por el agujero de su revólver después de quitar la bala. Un ojo cerrado y el otro muy abierto y el tambor del revólver girando, girando. De pronto su ojo siente el vértigo de esa velocidad bastante más rápida que la del mundo que viaja alrededor de nuestra gran estrella amarillenta. Pero mientras el tambor gira, el ojo de mi padre no percibe ninguna luz, la velocidad la consume en su propio vértigo, no permite que se filtre la más mínima claridad ni siquiera cuando el orificio sin la bala, por un instante liliputiense, coincide con la curiosidad del ojo abierto de mi padre. Él sabe que ese tambor que gira puede abrirle la puerta a la contracara oscura del espejo, donde su rostro se multiplicará hasta decir basta. Hace años que mi padre realiza esta tarea, sin cansarse, con enormes esperanzas; pretende vencer la idea de la muerte y se ejercita como un colegial haciendo girar el tambor de su revólver en el que falta un solo cartucho. Y lo mira, simplemente lo mira. Es una ruleta rusa sin contrincantes, aunque tal vez el único contrincante sea la idea de la muerte, sólo una idea, aunque más poderosa que cualquier adversario. La idea le ha venido girando en la cabeza desde el día de su nacimiento y, a tal punto se le ha hecho insoportable, que se ha visto obligado a comprar ese dichoso revólver para ejercitar su mirada una y otra vez. Mi padre quiere mirar a la muerte, pero sólo ve el agujero donde no está la bala. Ese sitio hueco dentro del arma mortal le hace figurarse su propio cuerpo entre algunos espacios de tierra, su mismísima persona en las innavegables cabinas de la muerte. De este modo, cuando el tambor gira, imitando con torpeza el girar del mundo, mi padre se estremece. Y la idea de la muerte lo acompaña. El estremecimiento convierte a papá en un hombre vulnerable. Eso lo asusta. Sin embargo papá lo soporta porque sabe que dentro de él la idea de la muerte palpita también e, igual que él, se estremece para volverlo más y más vulnerable. Con el correr de los años la idea de la muerte terminó por transformársele en una especie de lombriz solitaria que le hizo crecer el hambre. Y el hambre está en sus ojos que, aunque se esmeran, ya no pueden agrandarse más para ver mejor el orificio que se hace pequeño, muy pequeño, que ya es casi un punto que se adelgaza hacia delante, como si viajara por un espacio profundo, interminablemente profundo como esa caída en la pesadilla que no terminaría nunca si una no despertara. La idea de la muerte, entonces, convertida en un punto que cae o viaja o se aleja, se pierde de una vez por todas en un lugar que no existe ni puede entrar en su ojo o en la amplitud estrecha de ese ojo bien abierto o, digamos mejor, abierto hasta donde la buena voluntad del cuerpo de mi padre lo permite. De manera que la idea de la muerte es lo que es o es lo que parece ser, según se la mire desde este rincón o desde aquel otro. Me pregunto quién combate a quién en esta lucha antiquísima. Gira el tambor bajo el ojo vigilante de papá mientras la idea de la muerte se encrespa y se prepara para sobrevivir dentro de él.  Los ojos de mi padre –especialmente el izquierdo que continúa abierto frente al girar del tambor- han perdido fuerza. Cuando yo era chica, de tanto observar a papá haciendo siempre lo mismo con el revólver en una mano y un ojo abierto y el otro no, se me antojaba que la idea de la muerte era un animal poderoso que, muy despacio, le arrancaba vigor a su mirada. Es difícil no recordarlo, hasta creo que lo estoy viendo exactamente de la misma manera en que ahora aparece en la fotografía, esta vieja fotografía que he mirado hasta el cansancio en la que el revólver brilla un poco más abajo de los dos ojos de papá. A un costado, mi hermano y yo sonreímos en segundo plano. Claro que mi hermano es prácticamente invisible: la luz entra en la fotografía desde la izquierda y lo borra, lo deja casi blanco, fantasmal.
No me canso de mirar la foto, han pasado tantos años. Es muy extraño: han pasado tensísimos años; yo soy una mujer cuarentona y mi padre ya no está. Lo raro es que siempre creí que si la muerte y mi padre se andaban buscando, en el medio, indefectiblemente, iba a estar aquel revólver. Aquel dichoso revólver. Pero no fue así. El revólver sobrevivió a mi padre, estuvo guardado en un armario de metal años y años hasta que entraron en casa los parapoliciales, hurgaron en todas partes, dieron vuelta cajones y muebles y se llevaron el revólver. Se lo llevaron con otras muchas cosas, confundido entre el revoltijo de los cuerpos y las voces, sin darle demasiada importancia. Es extraño, sí: mi padre encontró la muerte de otra forma. Y si digo que él la encontró y no a la inversa es porque papá deseaba más toparse con la muerte que la muerte arrimarse a él.
Hay quienes aseguran que hay objetos cercanos a la vida de la gente –por ejemplo mi gata y el jarrón de cerámica que se rompió un día después que la gata y la muerte se encontraran- objetos hechos de materiales delicados que esperan las resoluciones de nuestros cuerpos para continuar sobre el mundo. Yo hubiese jurado que aquel revólver y mi padre tenían vidas paralelas y muertes encontradas. Es tan extraño, todavía hoy me sigue asombrando que el revólver no estuviese involucrado con la vida de papá. A mi hermano y a mí nunca nos gustaron las armas de fuego, tampoco nos gustaba aquel gesto vanidoso con que papá hacía  girar el tambor. Una adivina me dijo, hace bastante tiempo, que fue una suerte que mi padre se muriera naturalmente, de lo contrario el revólver hubiera obligado a la muerte a encontrarse con él de un modo intempestivo. Yo no creo en palabras de adivina, pero quién sabe qué voluntades pesan en estas cuestiones cuando aún no se conoce qué sucederá. Cuando los cuerpos vivos de la gente van y vienen con negligencia, lejos o  cerca de armas de fuego o de cualquier otro tipo, subyugando al destino que nunca está del todo decidido por alguna clase de final. Lo cierto es que mi padre murió por mal funcionamiento de sus órganos en un hospital muy grande. El revólver no tuvo nada que ver en este asunto. Se trata de algo simple: papá, cuyo instinto le hizo sospechar con anticipación que estaba por encontrarse con la muerte, le dio a mi abuelo un papel, un sencillo recibo para retirar el revólver, que había dejado escasos días antes en arreglo en una vieja armería de la calle Sarmiento. Mi abuelo fue a buscarlo y, no bien salió de la armería, corrió hacia el hospital. Papá y la muerte acababan de encontrarse. Cuando el médico le dio a mi abuelo la noticia, el revólver frágilmente se escapó de sus manos, bien envuelto como estaba con la mitad de una hoja de papel madera. Al caer el revólver hizo un ruido fuertísimo que repercutió en cada uno de los pasillos, los rincones y recovecos del enorme hospital. Cuentan que el médico, al notar que mi abuelo tenía los brazos y los ojos entumecidos, se agachó para agarrar el paquete. Siempre he pensado en lo irónico que resulta que precisamente el médico levantara el paquete sin adivinar que se trataba de un revólver, de ese revólver, el mismo que  después se llevaron los parapoliciales cuando entraron en casa en mitad de la noche. Junto con el revólver se llevaron también a mi hermano. Fue de repente, ni tiempo tuve para pensar en lo que estaba sucediendo. Y no pensé durante un rato muy largo. Por fin, cuando logré pensar, sentí que en  realidad no había sucedido nada. La casa había quedado vacía o llena de muerte. Mejor dicho, llena de la idea de la muerte mientras yo trataba de abrir bien los ojos para que la oscuridad no se acostumbrara a permanecer en mí. La casa se había convertido en el agujero del revólver que, agrandado a extremos inauditos, obligaba al mundo a adelgazarse infinitamente, infinitamente, infinitamente. Pasado un tiempo llegué a suponer que la idea de la muerte podía ser suave y torneada como el mango de aquel revólver, lisa y blanca como su empuñadura. Quiero creerlo ahora que miro de nuevo esa foto en la que mi padre sigue guiñando un ojo y el caño del revólver es un puntito negro, un ojo que no se cierra, redondo, perfecto. Intento tapar con mi mano el puntito y, casi sin darme cuenta, cubro la foto íntegramente. Allí la dejo, un larguísimo rato para que los recuerdos y las ideas se desvanezcan. Entonces, de pronto, los recuerdos y las ideas –todas las ideas- se  desvanecen.




*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com


Irma Verolín ha publicado los libros de cuento: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales.
-Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur.
-Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de  sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán.
-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y  “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.












Furia de lo vivo*



La carne de las flores cae en racimos


Resbala en el aire

Agujeritos de luz en la mancha verde

Por donde los espías del cielo

Nos dan señales...

Caos sin simetría


La belleza está en lo inesperado.


Una hoja se suelta casi con dolor

Emisario que trae la noticia.

"Los ángeles no existen

son ustedes"



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar














INGRAVIDEZ*




Escribir pintando, con una paleta de colores en una mano, el pincel en la otra, el lienzo todavía sin trazo. Esa posibilidad absoluta de decir lo que jamás se dijo, lo que no figura en catálogos o lo que ha sido dicho miles de veces pero que necesita una nueva imagen más ajustada a nuestra percepción de época.
Y nada al fin de cuentas, si decir algo es resumir y recortar.
Y qué decir cuando afuera llueve, cuando el espejo es irremediable, cuando los cuandos son todos a contrapelo.
La belleza de los reflejos del agua en un vidrio de cien años, magnífico en sus colores netos, en la sutil complejidad de flores en relieve. Debería ser motivo de dicha. La seguridad de un ambiente cálido con las bruñidas superficies de la costumbre. Qué más requerir a la confusión de lo aleatorio. Nada alcanza hoy cuando la lluvia es el invierno y la absurda desazón de creer que hay una felicidad que podría estar pero se aleja, que debería estar pero a la vez es decepcionantemente ilusoria.
Todos han dejado por escrito y por cantado que la felicidad de uno es el reflejo de los vínculos felices con personas que nos atañen. Y quememos de una vez para siempre los librejos del ámate a ti mismo, que no funciona cuando el espacio está vacío y la puerta tiene llave. Quién soy cuando no ocupo lugar en ninguna vida. Puedo pesar ciento cuarenta kilos, no habrá gravedad que me retenga sobre el suelo.
Caminata sobre la luna.
Escafandras de buzos en la profundidad. Trajes neumáticos.
Esa imposibilidad de contacto con gente que parece estar ahí delante pero que también, esto es así, está protegida de mí por su propio traje de sospechas, entretejido de pasado y de palabras dichas y gestos supuestos y capa sobre capa de su propia atmósfera.
Hoy llueve, los cables hacen perceptible el viento, mi madre escucha abajo y detrás de ventanas cerradas su música compleja. Hoy es invierno y llueve. Hoy no hay remedio para los destinos divergentes fuera de esta vinculación monógama y única, lo poco seguro y estrecho dentro de un mundo absolutamente amenazador. Mi madre y yo, decididas a perdonarnos cualquier agravio, a presuponer buenas intenciones, a sostener las penas de la otra para darnos un respiro con el aire compartido.
Seguiremos intentando mañana o la semana que viene hacer esos esfuerzos por estrechar alguna mano sin guantes. Mientras tanto, la cocina con el trapito debajo de la mesa para la Gutxi es la cueva contra la intemperie, el mate tibio y la tostada cristalizan el punto de reunión a nivel del suelo, el lastre benigno que permite sentir peso y presencia.
Habrán sido demasiado débiles, será que las sogas que até a tantas amarras pecaban de fallas de elaboración. No es la humanidad toda un innumerable conjunto de seres conjurados en contra de una única buena persona. Mi ingravidez me pertenece y debo de haber elaborado constante y eficazmente mi propio traje de astronauta. Qué cosa rara, creo que no me gusta caminar en el aire y sin embargo parece un destino visceralmente propio.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com











*


Hagamos un silencio como el de las orillas oscuras
para escuchar esta voz innumerable y tenue.


*De Juan Laurentino Ortiz.

-Fragmento de La noche en el arroyo.











Inventren








Crónica de hombres y noche*



*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com



La noche atesora, en su negro edificio, todas las formas para sí: cada partícula somnolienta de la atmósfera, cada movimiento y balanceo que las lentas sombras, sus insustanciales subordinadas, apenas nos dejan entrever. La noche también es dueña del búho, del perro y del grito, ya que ellos presienten en el silencio ese antiguo rito que precede al alarido. La noche, en su oficio, es también dueña de los hombres, su alimento predilecto, a los cuales viste de mortajas grises como una gigantesca araña, que los va atrapando en su insondable tela para devorarlos en el secreto olvido.
Invisible hasta para sí misma, la negra noche, despliega su manto y cubre los confines que el hombre teme y desdibuja. La gigantesca noche escucha, siempre, extiende sus sentidos sobre un pequeño lugar del mundo, presta atención, apoya su codo sobre el horizonte y mira hacia la profundidad del alma de los seres incautos, dejando al descubierto sus miedos y sus casi olvidados y recurrentes sueños, los gritos de la niñez en duermevela, un dolor de dientes ancestral que no permite dormir. La noche misma teje su crónica, su tapiz de hombres y noche. La noche cuenta una historia que una y mil veces repetirá en trazos de ébano u oscuro polvo, el olvido.


***


La Banda, Santiago del Estero, ramal C-7 del Ferrocarril General Belgrano.
¿Cuántas veces, Cornelio Bass, pasaste frente a la solitaria estación que es una tachuela de zinc en tu trayecto? ¿Cuáles pensamientos se agolpan en tus sienes cada vez que, raudamente, corre ante ti el cartel amarillo y negro que nombra las paredes olvidadas por el tiempo? Tenías cuarenta años  de caminos y de vías cuando contemplaste por primera vez el polvoriento edificio y lo has observado mil veces y tal vez, mil más. El cartel, las maderas descascaradas, la pintura gris de obra, los tanques de agua, el viejo vagón abandonado en la enterrada vía paralela, la pirámide irregular y oxidada de rieles en descanso eterno y los sonidos: el crujido familiar de los viejos durmientes, dominio de la carcoma y su voraz tenacidad, y el lamento de los grandes clavos de hierro ¿No estás harto Cornelio Bass, de todo esto? ¿No estás cansado?
Te preguntabas lo mismo esa noche, el viento roía suavemente tu piel curtida y envolvía tus pocos cabellos desordenados. No prestabas atención a los movimientos automáticos de tus manos conduciendo el carguero. El vaivén cansino de la lucha de los metales y el rezongar de los bogies remolcados contra el sendero imperturbable de hierro te sumía en la conocida somnolencia. Mirabas el paso de lo aromos que iluminaba el fanal de la inmensa locomotora Fiat-Transfer y te decías a ti mismo: ¡He visto un arbusto, dos, cien, ya no importa, ellos me han visto también, aunque soy uno y soy todos, como ellos, una filosofía de aromos y noche! ¡He pasado tantas veces en ambos sentidos, y deben estar tan cansados de mí como yo de ellos!
¿No es hora de que te detengas Cornelio Bass y digas adiós a este mundo de aromos? Estas viejo Cornelio y la noche ha comenzado a asustarte ¿Verdad? Conoces la respuesta, no la digas, el viento nocturno puede desplazarla en muchas direcciones y ella se enterará, viejo amigo, y te buscará. ¡Pero no te rías Cornelio! Sonrisa de enano, peor que carcajada de un coloso ¿Dónde leíste eso? Es de Hugo ¿Recuerdas? Lo sacaste del viejo libro que encontraste en los Talleres de Alta Córdoba, el libro te atrajo siempre porque su título era un número ¿Lo terminaste de leer? ¿O terminaste por ignorarlo y lo dejaste olvidado y roto en algún banco de estación? No entiendes aún el poder que vigila tus pasos, pequeño hombre. Arrastras tu vida con esfuerzo ¿O ella te arrastra a ti?
Las dispersas y escasas luces de la estación te salieron al encuentro, te rodearon, te atrajeron como a un insecto alucinado. Hoy no pararías, no detendrías tu marcha, no lo habías hecho nunca. Disminuirías la velocidad del convoy por instinto y mirarías el cartel y esos terrenos áridos donde nunca pondrías un pie, solo recorrerías con la mirada cansada, como siempre, como ahora. Cada vagón visita por turno el viejo edificio de estilo inglés y luego se retira con quejas de metales torturados dando lugar a otro vagón, es un juego repetido incansables veces. Tu ayudante se asoma por la pequeña ventana y mira hacia atrás, hacia el furgón de cola, un viejo Brake Van británico, que en la noche parece como distante y difuminado, cuya única indicación de vida es la diminuta linterna verde que balancea el solitario guarda ya después de haber divisado la señal mecánica del solitario apeadero Antonio Talbot.
Luz verde, eso significa vía libre para ti y tu seccionado gusano de treinta segmentos idénticos, y también para la noche que ahora devora en su negro atuendo, toda la longitud del carguero. Trasvasada la estación, la rutina retoma su presencia entre los hombres y sus miedos. El freno suelto, el acelerador ya en posición abierta. El monstruo metálico, el moderno dios trueno avanza confiado, los motores diésel ganan cada vez más velocidad, la tierra vibra y se desgrana. La brisa rápida los mece y los adormece en un sueño suave y extraño, lleno de recuerdos e historias mientras a sus pies el corazón de la máquina despliega su monótona vibración y calienta todos los metales.
¿Qué pensabas, Cornelio Bass, cuando sucedió lo insólito? Tal vez ya lo presentías, con ese conocimiento que algunos animales poseen y en la antigüedad nos legaron ¿Fue por eso que te despediste de tus amigos, uno por uno, y te quedaste mirándolos desde el andén? Quizás ¿Pero si lo sabías, porque elegiste la oscura noche, tan fría y solitaria como tú para olvidar, para alejarte? Solo tú conoces las respuestas.
El faro delantero volvía a iluminar los eternos aromos y a los insectos rasantes que semejantes a estrellas fugaces van desapareciendo al paso del carguero. De pronto, él estaba allí. Y es casi seguro que tú lo viste primero, tu ayudante adormecido cabeceaba, conocías instintivamente el momento exacto en que aparecería. Aun así te sorprendiste y dejaste salir de tu boca un grito ahogado y sentiste el sabor de la saliva amarga. Echaste, como ordena el manual estoy seguro, el freno a fondo, con casi desesperación, apretando tus gastados dientes, con los ojos dilatados. La máquina acaso protestó como un animal antediluviano por la brusca desaceleración, todo el metal luchando intentando continuar su inercia, todas las calzas se cerraron aún más y los patines generaron un calor creciente al detener el movimiento de las ruedas de acero.
Creo, estoy seguro, que pensaste que era muy tarde ya. Te habías demorado demasiado, tu movimiento había sido lento, letárgico, condenado al destiempo. El tren se había deslizado más allá del lugar en que vieras la fugaz figura. También pensaste que lo habías atropellado, tu corazón se encogió como un puño y el dolor te hizo tambalear sobre el piso metálico de la locomotora. Y a la luz mortecina de la cálida cabina dejaste escapar el ahogado grito del reconocimiento, cuando observaste los largos cabellos del niño, su vestido de noche y el lienzo blanco agitándose frente a ti. Viste sus ojos y en ellos la misma emoción de los tuyos, el mismo estremecimiento.
¿Por qué estabas, a pesar del delirio, tan contento? ¿Por qué abriste la pequeña puerta de acero y vidrio de la locomotora Transfer y te lanzaste decidido a la los elementos de la noche fría? Tus exiguos pasos de hombre cualquiera tomaron la dirección del niño que tenue y flotante comenzó también a alejarse. El faro delantero, penetrante en la oscuridad, te siguió con su ojo blanco Cornelio, hasta que tus ropas grises se perdieron en la noche. Mientras, tu ayudante salía de su estupor y te llamaba, te pedía llorando que volvieras, pateaba la tierra al costado de los durmientes, se estrujaba las manos. Pero tú no oías Cornelio Bass, estabas lejos ya, o quizás no tanto, solo lejos de los hombres y de las máquinas. Te habías ya inmerso en un mundo de sonrisas, niños y sombras, y continuabas caminando, lo hiciste durante toda la noche y al amanecer el paisaje ya era otro, maravillosamente otro. Entre los rieles, solo quedaban las huellas del hombre que temía a la noche y que al despuntar el alba comenzaron a disolverse en el entretejido de las pasturas y el rocío de este mundo.









-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***

-Por Ferrocarril Midland-



Km 55


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.









InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.



No hay comentarios: