lunes, septiembre 03, 2018

POR UNA ORILLA FINITA, CASI INVISIBLE…



*Foto: Irma Verolin. -crédito para la autora-









EN LA COCINA*



Mi abuela desplegó

sus muchas sombras

a lo largo de la mesa

en la cocina

entre cacharros y pan duro.

La vida se multiplicaba

incansablemente

alrededor de la mesa

pero mi abuela se alimentaba

de indigencias

entre el escaso devenir del día

y los trapos húmedos

puestos a secar.

Mi abuela, Reina de la Noche

anochece en mi memoria

como una flor inmensa.

A veces

en esta misma cocina

cierro los ojos

y me voy muy lejos

tan lejos

que el mundo desaparece.

Como llevo la memoria cosida

a los pliegues de mi ropa

me desnudo: soy carne

nada más

uñas

huesos

y del otro lado, el mundo

minúsculo

titila en escuálido esplendor

porfiado en persistir

dentro de una cocina

con trapos húmedos y pan duro.



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com











POR UNA ORILLA FINITA, CASI INVISIBLE…

-Textos de Irma Verolín.-












NOSOTRAS DOS*



Ella está siempre allí

con su cara de luna,

la misma que aparece en las fotografías

pero hay un resplandor sobre sus ojos

que no alcanzo a ver.

Su cuerpo gira

en  los entreactos

del inconmensurable tiempo, su cuerpo

sabe de mí

se abanica con mi sombra.

Guardaremos en el cofre

con su tapa cuarteada

los escasos pensamientos que nos sobrevendrán:

estamos unidas por el mismo alambre que atraviesa

un paisaje de cactus y cielos desmoronados.

Ahora es su cara blanquecina la que ocupa

el ángulo más abierto del espacio

y me mira

me mira largamente,

su cabeza y su cuerpo están en sitios muy alejados,

es una mujer degollada mi madre

la que me está mirando como si yo acabara de nacer

y ella no tuviese ninguna participación  en el asunto.

Son dos gotas de agua- dice una voz

que atraviesa complemente el escenario,

y se refiere a nosotras,

madre e hija

las que se están mirando.

Nuestras miradas son otro lazo,

una continuidad de telarañas

babas del Diablo

hilos destrenzados del porvenir.

No hay palabras

ni las habrá,

habrá  sin embargo una muñeca

con los dedos comidos

que mi madre acunará desde mis brazos

cuando la noche se prolongue

y nos mire a las dos.












LA ARAÑA DE CAIRELES*


-Fragmento de la novela “El puño del tiempo”- Emecé- Buenos Aires 1994.-




Esta mañana mamá ha estado con los ojos fijos en un arriba muy pero muy alto. Yo me he quedado todo el tiempo sentada, a un costado, en la silla que está pegada a su cama. Las fuertes aspiraciones de la boca de mamá han creado una atmósfera cerrada en la que el polvillo, al intentar volar, queda aprisionado. Varias veces me dijo que me fuera. No le hice caso. Cada cinco minutos he adoptado la atinada costumbre de cerciorarme de que está viva. Le acerco mi mano para sentir en ella el calor pegajoso de su aliento. Cerca del mediodía perfecciono la maniobra repitiendo el acto con una secuencia de tres minutos. A la siesta mi maniobra de corroboración ha adquirido las particularidades de una pantomima.
Yo sé perfectamente que los muertos imitan al dedillo la respiración para despistarnos; de modo que no le permito a mi mano distraerse ni un solo momento. Mi mano, entonces, va y viene rítmicamente hacia la boca de mamá. Alrededor de las cuatro de la tarde mi mano ya está convertida en abanico.
Miro mi abanico. Tiene unos cisnes de extraño color gris que están enmarcados por unas rosetas de formas tan duras que cualquiera puede darse cuenta de que son artificiales. A mamá mi abanico no le llama la atención, sigue con los ojos mirando muy hacia arriba. Las aspiraciones que salen o se ahogan en su boca ahuyentan y atraen el polvillo del aire. La luz que entra a los costados del toldo extendido se reparte a los lados de la gran cama de dos plazas. De repente entra la enfermera, se acerca hasta nosotras aproxima su boca a la oreja de mamá. Parece cuchichear, parecer estar contándole a mamá un secreto. Pero mamá ya no oye nada.
Mamá alza ahora sus brazos y su pecho se queda quieto por primera vez en toda la tarde. Cuando la enfermera se va, surcada por líneas luminosas, vuelve mi mano a transformarse en abanico. Entonces, las mesitas que están a los costados de la cama se arquean livianamente: el aire se cierra aún más dentro del círculo vicioso, las partículas casi imperceptibles, apenas blancas, flotan alrededor de los elevados ojos de mamá, respondiendo a la línea imaginaria que describe el movimiento de mi abanico.
Casi sin querer mamá descubre que el abanico tiene uñas y yo comprendo que esa dualidad la inquieta demasiado. Lo noto por el aleteo de su nariz y el movimiento de sus párpados.
Mamá vuelve a pedirme que me vaya. Y yo no me voy. La luz que entra y que tiene los contornos del toldo, forma a veces sobre los muebles del oscuro dormitorio una chispa de luz quieta, casi congelada. Es una luz que atravesado un vidrio con alambres en su interior, es una luz que burlado la misión de un toldo, es una luz que se inmiscuye, que se arrastra.
Para que la luz del día no despierte en mamá inútiles sensaciones, la enfermera acaba de entrar nuevamente para encender la araña de caireles que cuelga del techo.
Ahora hay dos extrañas luces aquí dentro. Unas curvan el aire, las otras se inmiscuyen.
La araña que cuelga del techo es de un tamaño monstruoso. Le han puesto, hace ya mucho tiempo, en cada uno de sus tres brazos, unos lagrimones transparentes y absolutamente congelados. Un verdadero carnaval que no contradice para nada la cercana muerte de mi madre.
Mi abanico se detiene ahora sobre el hombro de mamá. La enfermera ha entrado otra vez haciendo tintinear el vidrio sobre el que cae la cortina de encajes; arriba, la banderola color violeta, de un rabioso color violeta, se salvó de la obligada cortina. Veo cerrarse la puerta que ha descripto un semicírculo muy lento con un movimiento contrario al de las agujas del reloj. Y ahora mi abanico nuevamente alcanza su propio ritmo y la boca de mamá atrae y repele la contextura del aire,formando pequeños remolinos, como pequeños círculos, como pequeñísimos instantes que carecen de sentido. Su aliento humedece los bordes mi abanico. Lejos,desde muy lejos, me parece oír la voz de un vendedor ambulante.
Mi mano tiene una cadencia consagrada a la imperfección de un círculo. A mi mano le molesta la quietud del aire, la blancura casi invisible de sus minúsculos componentes. La cara de mamá está blanca, pero su aliento es húmedo. Mamá abre su boca y entonces toda su cara, sometida a la persistente exposición de la luz de la araña de caireles, alcanza un blanco un poco más blanco todavía. Sólo su melena negra quiebra la monotonía de la claridad.
Tengo en mi mano un abanico que aniquila hasta las más insignificantes partes de un círculo. Mi mano inventa un círculo sobre una cara blanca, una cara compuesta por infinitos puntos de luz, infinitos instantes que hacen de la nada una auténtica visión. Puedo oír el sonido que emite la luz al traspasar el vidrio, al burlar los extremos estirados del toldo para luego franquear otro vidrio, más la cortina de encajes –tan blanca como el tiempo de la muerte- y arrastrarse por la habitación, sobre los muebles oscuros. Oigo perfectamente el ruido que esa luz hace al condensarse en una gran chispa quieta. Muy pronto, muy pronto, lo sé muy bien, la luz cubrirá todo aquello que ahora está bajo la penumbra. Después habrá que acostumbrarse a moverse en el silencio, un silencio más grande que este que ya empezó a
reinar. La muerte, supongo, cuando llegue por fin será como si la araña de caireles se cayera  con todo su peso sobre el cuerpo de mamá  para llenarlo de luz.
Mientras tanto hay que soportar esta penosa caminata por la orilla, una orilla finita, casi invisible por la que nos desplazamos las dos, mamá  y yo, encerradas aquí bajo la luz irreprochable de la araña de caireles.















LA CASA DE LOS INFELICES*





En casa eran todos tan infelices que yo me sentía sin el más mínimo derecho a estar contenta. Si me acordaba de algún chiste o de las canciones que nos habían enseñado en el colegio, no tenía otro remedio que subir a la terraza para reírme o cantar bajito. De lo contrario las caras largas iban a considerarlo una ofensa.
A simple vista mi familia se parecía a la del resto de la gente. Pero en el fondo eso no era cierto. Mi abuela iba de aquí para allá y de allá para aquí, de una punta a otra de la casa, arrastrando su escoba. Ella decía que estaba barriendo. Según mi modesto entendimiento eso no era barrer sino arrastrar la escoba. Aunque mejor sería decir que mi abuela era arrastrada por una escoba mientras protestaba y despotricaba a más no poder diciendo que barría, repitiendo hasta el cansancio que una casa con semejantes anchuras como la nuestra y con tanto patio, le quitaba las fuerzas y las ganas de vivir a cualquiera. Sé que mi abuela nunca tuvo ganas de vivir ni antes ni después de venir a casa. Y nadie puede contradecirme.
Años atrás mi abuela había llegado con su escoba. Fue al día siguiente de la muerte de mamá, justo tres meses antes de que muriera papá. Entró con la escoba al hombro y empezó a barrer a diestra y siniestra; desde entonces no ha dejado de hacerlo. El problema principal de mi abuela siempre fue el de sufrir de baja presión, por ese motivo sus tareas tenían un aire desganado que, la verdad sea dicha, daban lástima.
-A Dios gracias que estoy yo para limpiar este desquicio- decía mi abuela a cada rato.
Y dale que dale, la pobre escoba la arrastraba por los patios con sus baldosas blancas y negras, por las piezas con maderas carcomidas sin lustrar del primer piso, por la terraza, los húmedos baños y esa cocina roñosa que juntaba grasa en los rincones, en las hendiduras de los azulejos y en los lugares más insospechados. Mi abuelo, por supuesto, no barría. Él se ocupaba de limpiar los retratos y de ponerle flores frescas a los jarrones alegóricos. Y lo hacía llorando a moco tendido.
Causaba tristeza ver a un hombre grandote y ya bastante viejo llorando a mares; sin embargo no había nada que hacerle porque los retratos eran de gente muerta.
Muerta y todo hacía mucho o poco tiempo, la gente en los retratos sonreía. A mí, a veces, se me daba por pensar que aquellas sonrisas de los retratos podían haberle inspirado a mi abuelo, aunque más no fuera, una pizca de felicidad. Pero no. Mi abuelo no miraba las imágenes sino que en él prevalecía la idea: él sabía que se trataba de gente muerta. Y listo. Mi abuelo era una de esas personas que al mirar las cosas que lo rodeaban no se dejaba distraer así nomás. Él pensaba, siempre pensaba y nunca pensaba bien. Mi abuelo veía primero la idea y después la cosa. Si miraba un perro pensaba: “Me puede morder”. Así que no veía al perro sino a la mordedura. Si veía una planta, se le cruzaba la desdichada ocurrencia de que iba a secarse algún día. De manera que en vez de la planta veía cualquier desastre. En
fin, mi abuelo era un idealista.
Además de mis abuelos, en casa vivía una tía. Mi tía había perdido tantos amores en su larga existencia que se consideraba en la obligación de mostrar al mundo sin desparpajo su cara de escupida. Andaba por ahí con sus vestidos chingueados augurando males e infortunios. A la hora de comer se juntaban todos con esas caras largas que tenían y masticaban y masticaban, absortos en su amargura, sin decir esta boca es mía. Un  espectáculo desolador. Hasta los perros que nos habían tocado en suerte completaban el cuadro de desolación a las mil maravillas. El primero fue uno de esos que tienen flequillo largo. Nunca le pude ver los ojos. Era rengo y ladraba bajito. El segundo sufría de depresión aguda, ni siquiera ladraba.
Mi naturaleza, por el contrario, era muy distinta a la de mi familia. A mí cualquier cosa me causaba gracia. Desentonaba de lo lindo en medio de tía, abuelos y perro.
Cuando estaba contenta me las arreglaba para escabullirme a la terraza. Creo que con el tiempo empecé a sentir que la terraza era algo parecido al Cielo y la casa propiamente dicha, donde mi abuela barría, mi abuelo mejoraba floreros y mi tía iba sembrando el pánico con su cara de escupida, era ni más ni menos que el Infierno. Durante la mayor parte del día yo estaba en la terraza: iba a leer, a cantar, a contarme chistes, a no hacer nada. Una verdadera fiesta.
Sucedió –porque tarde o temprano siempre sucede algo, aún en casas como la nuestra- que por encima de la pared medianera del vecino empezó a asomarse un loro.
Era obviamente verde y enemigo acérrimo de nuestro pobre segundo perro. El loro –hay que reconocerlo- se asomaba con soberbia y provocación. Nuestro perro, que era prácticamente mudo, al verlo aparecer tan radiante, gemía para sus adentros con infinito dolor. Condolida por aquel espectáculo, a mi tía se le dio por llorar. Mi abuelo, que no necesitaba en estos casos ninguna clase de estímulos, lloró más fuerte que nunca. Y mi abuela lo amenazó con la escoba. En cambio a mí, aquel loro me dio una risa bárbara. Hasta aquí podríamos decir que los hechos se presentaron con bastante normalidad si lo comparábamos con el paisaje doméstico al que estábamos acostumbrados. Pero el loro resultó ser más arriesgado de lo que cualquiera podía suponer. Entonces, sin que ninguno hubiese sido capaz de sospecharlo, el loro se suicidó. Así de simple: se dejó caer con cierto impulso. Fue espantoso. Lo vimos descender desde lo alto hasta estamparse contra el piso. Allí quedó el pobre bicho hecho una cataplasma sobre el salpiqué gris de las baldosas. Perplejos frente a semejante hecho, hicimos un silencio unánime y profundo.
Después nos echamos miradas sugestivas con la boca un poco abierta. Tía estaba ya acercando una de sus manos a su cara, mi abuelo buscaba un pañuelo en el bolsillo del pantalón, mi abuela estaba a punto de dejar caer el mango de la escoba cuando, de repente y sin el menor anticipo, el loro resucitó. Lo vimos ponerse de pie y salir caminando como Panchito por su casa. En realidad no se había muerto. Mejor para él, pobre bicho. Digamos que se había desmayado logrando casi una destreza, una demostración circense, una proeza sin precedentes. La actitud del loro despertó furias y ataques de ira en todos menos en mí: me agarró una risa tremenda. Una risa inexplicable para mi familia que, según su opinión, yo debía ahogar en la terraza. Y a la terraza subí, aunque no para ahogar nada sino para dar rienda suelta a mi tentación de risa. Estuve horas y horas a las carcajadas limpias. Me acuerdo de que se hizo prácticamente de noche y que, al asomarme a la calle,descubrí que en el baldío de enfrente estaban levantando un edificio de departamentos. Un hecho verdaderamente importante en nuestro barrio, sencillote y chato a más no poder. ¡El primer edificio en la historia del barrio justo enfrente de mi casa!
Al día siguiente del suicidio y la resurrección del loro, los miembros más representativos de mi familia fueron a hablar con la vecina para advertirle que no estaban dispuestos a soportar nuevamente aquel espectáculo. Hacia allí partieron endomingados mi abuelo, mi abuela y mi tía. El perro y yo nos quedamos en casa. Cuando mi tía y mis abuelos volvieron tenían el mismo aire soberbio que tuvo el loro un momento antes de lanzarse desde las alturas.
Aquel mediodía las caras largas almorzaron intercambiándose guiños y codazos imperceptibles. Pocos días después el loro se volvió a asomar y, para mi regocijo y frente a la concurrencia de la familia entera, hizo lo mismo que la primera vez. La alarma cundió de una punta a otra de la casa. Yo me deshice entre carcajadas en la terraza, desde donde podía verse el armazón de maderas del futuro edificio. Hubo nuevas quejas ante la vecina que resultaron tan ineficaces como la primera.
Así que pasando el tiempo. A aquel loro le debo los mejores momentos de mi vida y mi abuelo una úlcera y mi abuela sus ataques al hígado. Y mi tía una cantidad mayor de arrugas en su cara de escupida.
De entre el montón de hechos rutilantes que la presencia del loro provocó, algunos son dignos de mencionarse: una vez una visita, al ver al loro de repente, de puro susto nomás, dio un grito y quedó afónica tres meses. Otra vez mi abuela se enfureció.  Apenas vio al loro trató de pegarle con la escoba, pero no hubo caso.  La distancia era mayor que el largo de la madera percudida. Mi abuela, a pesar de comprobar lo inútil de su esfuerzo, siguió intentándolo. Después no fue necesario porque el loro se murió y después, resucitado, ya era al divino botón. La cuestión es que mi abuela se quedó con las ganas de hacerlo morir de nuevo.
Afortunadamente las apariciones del loro con sus posteriores muertes y resurrecciones mantuvieron bastante regularidad. En otros momentos, al verme montones de días alzando los brazos y doblándolos sobre mi vientre para lanzar carcajadas, los albañiles que construían el edificio de enfrente se rieron de mí.
Como era de esperarse,  nada habían podido hacer mi abuela ni mi abuelo ni mi desdichada tía contra aquel loro. En más de una ocasión se me dio por pensar que aquel loro se burlaba de la muerte y eso le causaba a mi familia mucha contrariedad. Para ellos la muerte era un evento demasiado serio. No para mí. En otras oportunidades pensé que el loro padecía cierto trastorno que podía catalogarse como un complejo de Jesucristo, lo que no dejaba de ser absolutamente insultante para nuestro enquistado catolicismo. Llegó un momento en que el loro hizo crecer la infelicidad de todos y multiplicó  mis escapadas a la terraza, donde pude crear por un espacio auténticamente celestial.
El edificio de enfrente fue terminado sin alharaca; cubrieron su fachada con mármoles color arena y bebieron sidra en el hall de entrada. Limpiaron los vidrios y después aparecieron cortinas de distintos colores con sus frunces, sus volados y sus firuletes. Justo en la ventana que estaba a la altura de nuestra terraza, vino a vivir una familia con una muchacha que tendría más o menos mi edad. Sólo que ella era rubia y a cada rato su cara de escupida bastante parecida a la de mi tía, se asomaba en la ventana.
Desde el primer día la muchacha se puso a espiarme. Claro que ella lo único que conocía de mí era mis carcajadas limpias y el movimiento continuo con que abrazaba mi vientre. Creo que, a juzgar por su cara, no le debía imaginar que la causa de mis tentaciones de risa era un simple loro. Un loro chamuscado con las alas cortadas y el pico averiado de tanto darse contra el suelo. Es preciso agregar que el loro, luego de resucitar, se iba por el fondo y volvía a su casa atravesando una pared más bajita que había y que, lógicamente, mi familia estaba enojada con los vecinos.
La terraza era un rectángulo imperfecto, sin una sola maceta, con paredes despintadas, baldosas color ladrillo y junturas grises. De esta manera podía describirla cualquier persona y sin duda, también, la muchacha del edificio; aunque yo, secretamente, sabía que la terraza se desbocaba hacia el cielo, porque era el sitio  desde donde se le volaban los sesos a la casa.
Una tarde, casi al principio de la noche, después de reírme hasta no dar más, me confesé que si no hubiera sido por el loro me hubiera ido directamente a vivir a la terraza. De pronto, en la ventana del edificio de enfrente, se asomó la muchacha con cara de escupida y ahí se quedó, redonda y chata, del otro lado del vidrio.
Inmóvil y con los ojos muy abiertos, contemplé su cara, largo y tendido, hasta muy entrada la noche. Poco a poco las otras ventanas del edificio se fueron oscureciendo. Dejé de oír el ruido de la escoba de mi abuela, que allá abajo desgastaba los mosaicos y me pareció que ascendía un olor a flores viejas, descompuestas, desde los jarrones llenos de agua de color verdoso. Creí también que las chancletas de mi tía iban haciendo un ruido después de otro sobre el portland de la escalera. Pero me equivoqué. La terraza estaba tranquila cuando, demasiado rápido,  las dos hojas de la ventana de enfrente se abrieron. Por un instante la cara de la muchacha flotó en el aire y su cuerpo dio una vuelta carnero extremadamente veloz, pero muy suave, también en el aire. Y después quedó sólo el aire hasta que se escucharon las sirenas de la policía y un poderoso murmullo de fondo y pasos y gritos.
La noche siguió avanzando. Yo no bajé a dormir; me senté en el centro de la terraza,  tensa, con los ojos agrandados, muy seria, como esperando el segundo acto.
Cuando la noche le abrió paso al otro día, me animé por fin a pensar que en este caso ya no habría resurrección. Titubeando me acerqué a la baranda de la terraza.
Tendido sobre los adoquines estaba el cuerpo de la muchacha. Su cara no se veía, una sombra o la melena la tapaba.
Por un momento llegué a creer que aquel loro había terminado por demostrar que la vida y la muerte describían un círculo sin principio ni fin. Con esta creencia, después de aquella noche, desaparecieron muchas otras. En lo demás no hubo grandes cambios, salvo que mi familia miró al loro con menos furia y más esperanza.
Mi tía, con una sonrisita sarcástica, solía comentar:
- No hay nada seguro en estos tiempos.
Mientras tanto la escoba siguió arrastrando a mi abuela de aquí para allá, de allá para aquí.  Mi abuelo, al verme subir la escalera hacia la terraza, me miraba de costado, con bastante compasión, como quien espía a alguien que va en busca de su premio consuelo.
Lo cierto es que yo seguía yendo a la terraza a esperar que algo sucediera en aquella habitación. Esperé mucho tiempo hasta que por fin se encendió la luz. Una mano se asomó  y colgó una jaula con un canario amarillo. Me quedé mucho tiempo con el cuello largo, ansiosa de que el canario revoloteara. Pero permaneció quieto. Sin embargo en seguida empezó a cantar. Me acerqué un poco más. El canario cantaba siempre el mismo sonido con una perfección que espantaba. Y volvía a empezar otra vez. Y otra vez. Y otra vez más. Me acerqué cuanto pude: Vi que tenía las plumas brillantes, de nylon, y el ojito inmóvil de piedra azul y las patitas de alambre.
Cantó incesantemente una y otra vez la misma melodía, sin equivocarse y sin cansarse, como si estuviera vivo.














LAS PIERNAS DE MI ABUELA*




Si los árboles crecen de abajo hacia arriba, por qué, cuando yo era chica, se esperaba que mi cerebro creciera antes que mis piernas. Se pretendía que lo entendiera todo cuando era casi imposible que pudiera entender lo más elemental. Elementales eran, por ejemplo, las caminatas de mi abuela por el patio enlosado.
Sus piernas flacuchas  entre el ir y venir de esas polleras diciendo no y sí y olas de mar y pajarracos sueltos y el sol siempre arriba. Y el tiempo pasando. Las piernas de mi abuela eran muy largas, sí, y lo siguieron siendo todo el tiempo en que las mías no crecían. Sus piernas y sus manos de dedos afilados. Sus manos que trataban de enmendar lo que sus palabras y sus pensamientos destrozaban. Poco podía hacer con sus manos  o con sus caminatas bajo el sol una mujer que, como mi abuela, tenía una lengua que masticaba los hechos hasta hacerlos desaparecer.
El tiempo pasó, para bien y para mal, mientras fui comprando cuadernos con márgenes azules y delgadísimos renglones que llené año tras año hablando de mi abuela. Yo la criticaba en aquellos cuadernos y ella, por la noche, los leía. A la mañana siguiente me miraba con rencor y una risita sobradora que se iniciaba al costado de su boca. Pero para entonces yo ya tenía también las piernas bastante largas y los ojos estirados hacia la puerta de calle, tratando de mirar un sol que no estuviera opacado por el enorme y mugriento techo de vidrio del patio. Porque mi abuela había mandado techar el patio igual que si se hubiera tratado de hilvanar el ruedo de un vestido. Ella había querido atrapar el sol y, por supuesto, había logrado lo contrario.
Ahora he cumplido veinte años y me miro en el espejo: mis piernas alargadas por unos tacos negros, tan negros y espeluznantes como la línea artificial con los que delineo mis ojos. Mi abuela mira la televisión. Y la televisión la mira a ella. Entonces el tiempo, digo yo,  va pasando para bien, aunque nunca se sabe. Dios me espía y yo me hago un ovillo en el viejo sofá desteñido. Me quiero ir, y me quiero ir. Repito: me quiero ir y el aire que entra, sale enseguida por mi boca; entra y sale y no se va. Un día, gracias al tiempo que ha pasado, me voy, como quien dice, arañando otros horizontes, pellizcando un hilván, un hilo demasiado delgado del que no podré colgarme. Miro el horizonte desvanecerse cada día en un azul más desteñido que el sofá de la casa de mi abuela, donde ella se reclina suavemente y sus piernas blancas, blancas, se dejan estar, medio colgando, laxas, viejas y largas como siempre.
A mi abuela le han instalado un teléfono y yo me he comprado una computadora. Ella me llama cada día mientras, con los ojos clavados en la pantalla de mi computadora, yo intento evitar que un muchachito gris caiga en un pozo, sea matado por un árabe o salte el puente. Va y viene cien veces el muchachito dentro de la pantalla. Hasta el momento no he logrado salvarlo: me ha vencido la computadora. De pronto suena el teléfono y yo miro el teclado y la luz verde, muy verde y encendida, pensando: debe ser mi abuela. No me equivoqué. Oigo la voz de mi abuela que me dice:

-¿Hoy tampoco saliste de tu casa?

-No- le contesto.

Imagino sus largas piernas, blancas por demás, aflojarse en el sofá para que ella mantenga conmigo, igual que cada día, una interminable conversación. Mientras tanto el muchachito gris corre torpe y frenético por la pantalla de mi computadora. Corre, corre, entra en mi cerebro, se confunde y me asfixia. Y sigue escapando.
La computadora emite un pequeño ruido, un ruido insignificante, apenas un timbre lejano. La voz de mi abuela continúa resonando en el aparato del teléfono como un cuerpo vivo metido dentro de un ataúd.













HISTORIAS DE ANIMALES MUERTOS*



Según se cuenta en la familia todo comenzó, allá en el campo,  cuando mandaron a mi bisabuela a matar una gallina. Ella tenía apenas ocho años, le pusieron un cuchillo en la mano y le señalaron el corral. Mi bisabuela no necesitó muchas explicaciones para  darse cuenta de  qué tenía que hacer. Lo había visto infinidad de veces: Una mano toma  firmemente por el cogote a la gallina mientras la otra  emplea con agilidad el cuchillo, que para algo Dios nos ha puesto dos brazos y dos manos al echarnos al mundo. Aunque el cuchillo tenía una hoja  en extremo filosa, la mano de mi bisabuela no era aún  lo  bastante robusta  para  realizar semejante tarea. De todos modos le mostraron el camino y allí fue ella despacio,  un paso lento después de otro, acompañada por su cuchillo y por el miedo. El miedo creció tanto en su interior que el camino hacia el corral se le hizo interminable. No recuerdo si aquel día logró matar a la gallina. No sé si me lo contaron. Lo que sí sé es que la vida de mi bisabuela fue  algo parecido a una interminable caminata hacia un corral donde la esperaba una gallina.
Mi bisabuela, igual que yo ahora, no soportaba ver animales muertos y menos que menos la cabeza expuesta sobre la mesada de mármol blanco con la sangre chorreando, porque no se trata simplemente de animales muertos, se trata de animales que fueron asesinados. Y están allí para que los comamos. Cuando la gente come no piensa de qué manera llegó a su plato lo que meterá en su boca. Mi bisabuela sí lo pensaba; y yo también.
Después del episodio del corral,  a lo largo del tiempo aparecieron, por supuesto, pescados  a los que mi bisabuela  tuvo que quitarle las espinas, pollos descuartizados, conejos con su suave  pelaje para desollar,  tajadas de muslo,  el reino animal en pleno asesinado y recostado a la vez sobre la blancura del mármol antiguo de su cocina.  Lo cierto es que a mi bisabuela  se le estrujaba el estómago en cada comida. Por un lado  se encontraba la hilera de las bocas abiertas de sus hijos esperando el alimento, por el otro,  el recuerdo de la interminable caminata hacia el corral donde la gallina también temblaba de miedo al escuchar sus pasos.
Mi bisabuela nunca pudo  sobreponerse al espectáculo antinatural de una cabeza desprendida de su cuerpo.  Lo lamentable es que era ella misma la que ejecutaba la acción, ya sea de un pollo, de un conejo o de lo que fuera, justamente ella que  creía que la sangre de los seres vivos no estaba hecha para escaparse desde adentro del cuerpo sino para mantener el calor de la vida sin ser derramada. De cualquier forma hizo de tripas corazón y ahí la vieron dale que dale realizando su trabajo de alimentar a la prole. Cuentan  que las cosas andaban lo que se dice bien hasta que aquella tarde la llevaron  a un campo vecino a pasar el día. Allí fue donde  ella vio las tres cabezas de carnero con los ojos abiertos. Súbitamente  mi bisabuela se preguntó dónde estaban los cuerpos y algo le traspasó los huesos y un vértigo le bajó desde la nuca hasta que, de buenas a primeras, se desmayó. Como los demás conocían su desagrado ante los animales muertos, nadie pensó que el desmayo fuese otra que un soponcio, un golpe de  disgusto que empezó por el alma y le llegó hasta el cuerpo. Pero no, aunque mi bisabuela era una mujer ya entrada en años para aquel entonces, pronto se supo que estaba otra vez  embarazada.  Así es que a la fila de sillas alrededor de la mesa para comer, habría que agregarle otra. Iba a nacer mi abuela. Y mi abuela nació exactamente ocho meses después que aquella tarde en la que su madre tuvo el espectáculo de las tres cabezas de carnero frente a sus ojos. Lo que vino  a continuación desde el nacimiento de mi abuela hasta mí fue como el resonar de aquellos pasos de una nena de ocho años obligada a matar una gallina. Bien sabemos que la vida de cada uno de nosotros  avanza hacia alguna parte, la de las mujeres de mi familia  ha ido en una sola dirección: hacia ese sitio del que intentamos rehuir. Las tres cabezas de carnero degollado se multiplicaron hasta el infinito en la imaginación de mi bisabuela como si en el mundo no hubiera otra cosa más que cuchillos y cuerpos desprendidos de sus cabezas.  Así la imaginación, de mi bisabuela de tan florida y poderosa, creció a través de los calendarios y las festividades y traspasó el milenio. Ya no está  su persona  entre nosotros, pero en mí persiste lo que en su momento no pudo expresarse con palabras. Es una memoria  deshilvanada de aquel cuerpo grueso que mi bisabuela  abandonó en mil novecientos sesenta y siete. Yo entonces tenía catorce años y ella, ochenta. Esa memoria ha sobrevolada las casas que habitamos las mujeres, es una memoria lejana que roza  los pequeños pies que caminan hacia un corral donde la hoja plateada de un cuchillo brilla con un esplendor que hace temblar al mundo.













ALMUERZO CON CEBOLLAS*



Una mujer que no ha dejado descendencia

-delantal con volados, manos de piel fruncida

de tanto sumergirse en el agua, la radio en altísimo volumen-

está cocinando en esta mañana de domingo.

Blancas rodajas de cebollas son esparcidas

a lo largo de la madera oscura

brillosa de aceites y humedades, dale que dale

con el cuchillo en la blandura de las cebollas

que una tras otra  pierden su redondez sobre la tabla.

Brilla y brilla con una asombrosa persistencia. En cada corte

en cada respiración de esta mujer

que no ha dejado descendencia

se acurrucan voces

muchas voces

que de pronto se enmarañan

entre los dedos impregnados de cebolla.

Y las voces ruedan

sobre la madera húmeda

brillante.

Después

cuando la comida nacida de la cebolla

se convierta en alimento

la mujer que no ha dejado descendencia

se sentirá feliz.

Las voces

enmarañadas

despertarán nuevas voces

en el interior de las bocas jugosas.

En este raro domingo

la mujer cocina,

permite que el vapor del agua

en el que van cayendo las cebollas

-con pesadez y hasta con tristeza-

enturbie las facciones

de ese rostro

que un momento antes observó

cómo la redondez de la cebolla se desgajó

cómo fue perdiendo su integridad

su íntima fortaleza.

Habrá más voces

y serán devoradas

con la comida

más tarde,

al mediodía:

los chicos del barrio mirarán

absortos

el mantel que cubrirá la mesa

y una jarra con flores

arrancadas de una maceta

por la mujer que no ha dejado descendencia

en el patio del fondo.













PROSPERIDAD*




Un buen día las mujeres de la casa decidimos utilizar nuestros ahorros para construir un baño chico. La verdad es que nos hacía falta. Tuvimos en cuenta que, si bien  íbamos a perder un trozo de patio, obtendríamos un poco de alivio para nuestras esperas y reproches. Todas estuvimos de acuerdo enseguida, menos la tía Margarita. ¡Cuándo no!  Apenas se enteró de nuestra decisión vimos a la tía  Margarita sentarse en el último escalón de la escalera de pórtland en señal de protesta. Así pasó la tarde, llegó la noche y de nuevo la siesta: la luz alta y cuadrada que emergía desde el rectángulo de la puerta de la terraza iluminó la espalda de mi tía que continuaba allí, iluminó también su pelambre teñida por la mitad y su gruesa cintura. Pasamos mil veces delante de ella como frente a un funeral.
Después, inevitablemente, debió salir de allí para ir a la cama, se notaba que tía Margarita ya no daba más. La protesta la había extenuado. Y a nosotros también. No importa,  nos recobramos pronto, pusimos manos a la obra y nos ilusionamos con el proyecto.
Enseguida sospechamos que iba a presentarse un inconveniente: encontrar al hombre apropiado para tal tarea.  Por desgracia no nos equivocamos. Nuestra experiencia nos demostraba que encontrar un hombre para lo que fuese no era una labor sencilla. De manera que nos abocamos a ello con tesón y desconfianza.
Recorrimos el barrio de cabo a rabo hasta que, a las perdidas, logramos dar con un albañil del que habíamos obtenido escasas referencias. Pero a falta de otro, lo recibimos con los brazos abiertos. Entró por la puerta del zaguán con un balde percudido y cubierto de costras blancas en una mano y una damajuana de vino tinto en la otra. Sobre el salpiqué gris de las baldosas del patio, el albañil trazó un cuadrado que amagaba ciertamente asemejarse a un paralelogramo. Luego cantó tangos hasta volvernos melancólicas, no sin interrumpirse a cada rato con sorbidas del pico de su damajuana.
Comprar los sanitarios blancos y los blanquísimos azulejos fue una durísima empresa. Tuvimos que ir hasta los confines del barrio y casi arriesgarnos a salir de él.
Necesitábamos tubos, grifos, y la taza con su clásica forma bombé del inodoro y un montón de chirimbolos más. Las tramitaciones, compras y traslados tardaron mucho, porque doña Pepa era lerda para las elecciones. Tía Margarita se recluyó en su pieza en señal de contundente disconformidad, mientras yo miraba con ojos desorbitados desconfiando de los beneficios de la llegada de un hombre tan bamboleante a nuestra casa. Cuando el hombre, que se llamaba Pedro, empezó a levantar las dos paredes laterales que se apoyaban en las dos que formaban ángulo en el patio, percibimos un desajuste en las proporciones. Pero no dijimos nada.
Era ocupación de hombres y hubiese sido bochornoso inmiscuirse. Cuando Pedro empezó a planear el techo, nos dimos cuenta de una vez y para siempre de dos cosas lamentables: que nuestro baño estaba decididamente inclinado hacia un costado y que Pedro se había olvidado de dejar el agujero para la tan solicitada ventanita. Mientras tanto nuestro hombre iba y venía desde el almacén hasta un rincón del patio arrastrando su damajuana. Largas  negociaciones no lograron persuadirlo de que tirara todo abajo y empezara de nuevo, ni siquiera considerando que estábamos dispuestas a correr con los gastos de los materiales. Cuando el baño quedó terminado y, por supuesto, carecía de ventanita, descubrimos que finalmente teníamos dentro de nuestra propia casa algo parecido a una réplica de la torre de Pisa, de la que, de manera alguna, podíamos enorgullecernos.
Pero, al fin de cuentas, un baño es un baño. Con esa definición escueta convinimos en que el hombre había tenido buenas intenciones, aunque su vista y su modo de caminar dejaran bastante que desear. La que quedó con la sangre en el ojo fue tía Margarita. Se notaba por su forma de mirarnos que no estaba dispuesta a dar el brazo a torcer; jamás entró en el baño. Ni siquiera en casos de extrema urgencia, no lo incluyó en su conversación ni le dedicó una distraída, escueta ni chanfleada mirada. El baño chico fue su particular habitación innombrable, el Sancto Sanctorum de su vida cotidiana, la camisa del hombre feliz del cuento del rey desdichado.
Así es que tía Margarita no llegó a corroborar que las canillas giraban para el lado contrario al que usualmente giran o para el lado que una espera que giren, es decir en sentido inverso al de la rotación de la tierra ni que durante el día, si una entraba en el baño y cerraba la puerta, se sentía ingresando a una tumba egipcia.
Tampoco pudo enterarse de que los mosaicos estaban colocados sobre un piso con desniveles, ondulaciones y lomitas caprichosas y que los dibujos no respetaban su combinación. Todo esto no hubiera sido un impedimento para que ella si se considerara que, de un modo oblicuo, había ganado la batalla. Su rencor era tan inmensamente grande que daba la impresión de que una amnesia, especialmente dirigida a cualquier cosa relacionada con el baño, gobernaba su vida. "Mejor así”, murmuró doña Pepa. Y no se habló más del asunto.
Fue justamente a doña Pepa a quien se le ocurrió una buena idea. Las finanzas no andaban demasiado bien en casa, por eso ella propuso que cobráramos la entrada  con el fin de que los vecinos vinieran a ver el baño chico. La idea se le ocurrió mirando un documental titulado “Maravillas de la Italia actual”. Bien dicen que la desesperación tiene cara de hereje. Ella insistió en que la idea no estaba mal porque si la gente iba a Pisa a ver esa torre rasposa, bien podía deslumbrarse con el desquicio de las formas lineales de nuestro pobre baño chico. Yo apoyé la propuesta. En cambio  los otros no estuvieron de acuerdo en lo más mínimo. Se opusieron fervientemente a que nuestro baño terminara convertido en atracción turística. Fue por una razón bastante poco razonable: íbamos a perder intimidad. Se equivocaron de cabo a rabo. Algo hay que perder por un poco de plata. Y la intimidad nuestra no lucía demasiado bien como para que nos lamentáramos por perderla.
Más aún: me atrevería a decir que prácticamente era imperdible porque carecíamos de ella. El negocio nos estaba tragando la casa con sus cajones de bebidas apilados en el zaguán, sus paquetes de caramelos desparramados arriba de las sillas, sus pilas de cuadernos sobre los muebles y las latas de cera puestas en cualquier parte y a la bartola. Como el proyecto de doña Pepa no tuvo aceptación, así quedaron las cosas. El baño no nos sirvió para nada por un motivo muy explicable: la inclinación era opuesta a la boca de la rejilla, de modo que los caños se orientaban tanto en dirección desafortunada que nunca logramos que saliera una  miserable gota de agua de aquella dichosa canilla. Tampoco nos animamos a usar el bañito para guardar objetos inservibles o menudencias por el estilo. Quizá, en el fondo, es muy probable que por asociarlo con la torre de Pisa creyéramos que en verdad se trataba de un santuario. Y quién sabe, a lo mejor con el tiempo algún hecho, situación o peripecia o la gran casualidad de las casualidades terminarían convirtiéndolo en eso. El tiempo siempre transforma las cosas, aun en un barrio como el nuestro.
















PAPÁ SOÑABA CON HACER LA GUERRA*




De mi padre sólo sé que pasó su vida preparándose para hacer la guerra. Todos los días, todas las mañanas, no bien se despertaba, empezaba a limpiar su revólver.
Y lo hacía con lentitud, lo acariciaba despacio, muy despacio, hasta se diría con cierta sensualidad. Los ojos un poco bizcos, los dedos ágiles y una atención excesiva.
Yo me figuraba que al final sus dedos debían quedar muy pero muy fríos. Lo imaginaba en el borde de la cama, con su revólver, dejándose estar, suave,
calculadoramente, a esa hora en la que únicamente la luz de la lamparita eléctrica iluminaba la habitación, donde mamá dormía con los párpados hinchados. Y arriba, el cielo raso. Abajo, el piso cubierto con capas y capas de cera, brillando casi tanto como la hendija de la luz que horas más tarde tajeaba las persianas.
Se decía que papá estaba más preparado que nadie para este asunto de guerrear. La verdad es que él se esforzó mucho, siempre, en sus preparativos. Era capaz, incluso, de predecir acontecimientos, gracias al mapa del mundo que había colgado entre el almanaque y la hornalla de la cocina. Lo llenaba de chinches puntudas con banderines multicolores, que eran signos evidentes de avance o retroceso.
No está de más decir que papá hablaba muy poco de este asunto, aunque, por cierto, no era necesario: su vida entera giraba alrededor de aquel revólver como en torno a un eje. Sus ojos conocían de memoria el camino de las chinches con las banderitas que, en el mapa del mundo, interrumpían ríos, oscuras cadenas de montañas o la orilla delicada de los océanos.
Pero la guerra no llegaba. Llegaban, sí, rumores confusos, que quedaban vibrando en las bocas por donde iban y venían o en algunas páginas del diario con las que, tarde o temprano, mamá terminaba empapelando el tacho de basura.
Lógico es suponer que en ínterin el tiempo desparramó su harina y que mi padre trajinó por campos gastados, amarillentos, adentro de esos enormes bichos de metal. Me lo imagino acurrucado, hecho un ovillo, fumando uno de aquellos inaguantables cigarrillos negros, como Jonás en el vientre de la ballena, como tragado por un dinosaurio o de regreso, nuevamente, en la panza de la abuela.
Alguien dijo que papá soñaba la guerra igual que una jornada de fuegos artificiales, una fiesta muy importante, sin final feliz, con cuerpos humanos que danzaban camino al cielo. También se rumoreó que, en alguna ocasión, hubo un amago tan contundente que vieron a mi padre en la vereda con gesto desconocido, gallardo, desafiante, más atento que nunca, con los ojos mirando muy lejos. Mientras tanto el tiempo se iba deslizando igual que aire y pasó, pasó, pasó hasta desaparecer por un resquicio o por una grieta inimaginable.
Lo cierto es que a papá jamás nadie lo vio declinar en su espera. No olvidó limpiar su revólver cada mañana con la misma parsimonia con que mamá se retocaba el maquillaje de sus párpados. Ni tampoco dejó de curiosear el dichoso mapa atravesado por chinches y banderas. Entre tanto pasaron muchas cosas: pasaron de moda algunos que otros bailes y sus melodías, mi persona llegó al mundo en una tarde lluviosa y se quedó arrinconada en la casa de alguna tía, un hombre del hemisferio norte pisó la luna, crecieron y bajaron las mareas, se hizo más grande el agujero de la capa de ozono y se llenó de murciélagos el árbol de la vereda de enfrente.
Sé que los párpados de mi madre se fueron pareciendo cada día más a la piel de las tortugas y que el revólver de mi padre gastó pólvora en chimangos y que las banderitas adheridas con las chinches describieron infinidad de figuras con contornos que hasta llegaron a ser muy armoniosos. Y que el tiempo se escurría, blanco, y que se desbordaba como la leche cuando, sobre la hornalla, hierve a todo vapor.
No tengo dudas de que al pintar sus párpados mamá acostumbraba tener el mismo gesto que solía tener mi padre cada vez que se acercaba al mapa del mundo, como quien va a controlar algo que ya conoce demasiado. Tampoco tengo dudas de que todo fue muy lento para algunos y desmesuradamente veloz para papá.
Una noche entraron en casa muchos hombres dando gritos. Grandes alaridos. Papá venía con ellos. Que dejara lo que estaba haciendo, le ordenó a mamá, porque en la guerra no se hace nada. Entonces mamá primero se desmaquilló los párpados y después se fue corriendo a buscar aquellos pesados borceguíes, el casco, la chaqueta y el pantalón. Cuando mamá quiso tomarlos, una bandada de polillas escapó volando, se alzó, violenta, desde la ropa gastada, subió, se arremolinó y sobrevoló la cabeza canosa de mi padre. Y el almanaque se deshojó una y otra vez, se deshizo, se convirtió en finísimo polvillo, se pulverizó delante de los ojos de mi padre, que buscaba encontrar los números y las letras con sus días y sus meses, inútilmente. Así quedó papá durante varias horas, estático, mirando el almanaque con la cara de quien contempla un campo seco o bombardeado o una vieja foto de su adolescencia.
Hay quienes afirman que entonces la tierra se abrió, que se partió en dos mitades y los ríos salieron de su cauce. Que hubo terremotos, se dijo también. Sin embargo mamá sostiene lo contrario. Nada pudo pasar, nada había pasado. Sólo tiempo, tiempo tras tiempo, porque aquel día el patio se llenó como siempre de gorriones, los murciélagos del árbol de la vereda de enfrente continuaron allí y en la radio anunciaron que la temperatura iba a ser alta aunque soplaría un poco de viento.
De todos modos mamá asegura que aquella noche papá tuvo un sueño. En aquel sueño yo aparecía caminando desde el fondo de la casa, descalza, vestida de blanco y de pronto volaba o me deshacía en el aire. Lentamente el aire de la casa se volvía blanco. Y llegaba la noche y mi padre se despertaba y allí está todavía caminando por el patio. Entre las paredes blancas el cielo hondo lo está llamando. Mi madre lo mira dar vueltas y vueltas con la cabeza echada hacia atrás; le dice con voz muy baja, casi con miedo:

-Es hora de dormir.

Como mi padre ya está bastante sordo entiende que es hora de morir. Por eso no baja la cabeza, no quiere dejar de mirar la danza titilante de las estrellas. Se me ocurre que, observado desde arriba, papá ha debido parecer un pequeño punto blanco encerrado en un cuadrado que, siguiendo la ley primordial del Universo, da vueltas o gira, gira, gira.

















EL NOVIAZGO*



Con preferencia a la hora de comer, las mujeres hablaban. Y si el abuelo se quedaba en el negocio hablaban más. La comida sobre la mesa no era otra cosa que un incidente o una  excusa de supervivencia, pero en realidad yo tenía la certeza de que lo único que nos permitía sobrevivir eran las palabras que entre panes, verduras y restos de carne se mezclaban, iban y venían con sus giros amenazantes y sus bruscos altibajos. Se trataba tan solo de un deslizamiento de lo que no podía quedarse nunca dentro de nuestras bocas: eso era el mundo, lo más inasible entre lo inasible, una gran mesa alrededor de la que se sentaban todos, absolutamente todos, menos mi abuela, mi tía, doña Pepa y yo.
Los temas de conversación nunca fueron variados, quien mucho abarca poco aprieta, solían decirse mientras pensaban seguramente que con manos pequeñas como las nuestras lo mejor era no ambicionar. La vida en general  se perfilaba como el tema preferido por todas nosotras, vale decir esa suma de percances, contratiempos, ilusiones quebradas o la biografía hecha y derecha de alguien que nos rozó alguna vez para irse quién sabe adónde y con quién. Otro de los temas ineludibles, por supuesto, era el de los hombres. Hablar de los hombres en forma genérica, de la misma manera en que absorbíamos ese peliagudo asunto del vivir nos llenaba las horas. Posiblemente la vida y los hombres tenían en común para las mujeres de la casa  su indiscutible calidad de abstracción. La vida, quién lo dudaba, es inapresable, incomprensible, inaudita. Y los hombres también.
De entre nosotras cuatro  sólo mi abuela  demostraba la capacidad de opinar sobre los hombres concretos y reales, porque lo que verdaderamente importaba, según ella, era la tarea que el hombre desarrollaba, eso daba un indicio claro de su poderío en relación con el mundo. Al pronunciar la palabra “mundo” el acento de mi abuela se volvía empalagoso. Sus aspiraciones se orientaban a estudiantes de medicina, prósperos comerciantes del barrio o sencillamente a muchachos cuyas miradas le dieran la certeza de que brillaba en ellas alguna clase de ambición. Y, por sobre todas las cosas habidas y por haber, me recomendaba diariamente que por favor por el amor de Dios y la devoción a la Sagrada Virgen, no viniera a casa con uno de esos cursientos, uno de esos granujas de siete suelas que proliferaban en las calles de nuestro barrio. Por eso cuando aparecí con Alberto supe que la elección iba a traerme problemas.
La abuela miró a Alberto de arriba abajo, fríamente, sopesando lo visible y lo oculto que había en él. Después de no haberle detectado en ninguno de los dos ojos un pálido brillo de ambición y, dejando caer sus párpados en abierta actitud de desafío o de cansancio, dijo:

-¿Y usted, joven, a qué se dedica?

Percibí lo que las palabras de mi abuela causaron en el cuerpo de Alberto y me adelanté a contestar:

- Está en el comercio.

Yo sabía que la palabra “comercio” era muy amplia y suficientemente  desprestigiada para mi abuela, que padecía junto con  la tía, doña Pepa y yo la usurpación del clima hogareño perpetrado por mi abuelo desde que había instalado ese dichoso negocio en lo que debió haber sido un garaje.

- A ver, explíqueme un poquito qué ocupaciones le atarean a usted la vida, si es que se puede saber.

Cuando Alberto pronunció las palabras “papel picado” y “almanaque”, a mi abuela se le fueron los colores de la cara. Por cierto  se trataba de dos palabras opuestas con relación a lo temporal. El papel picado se circunscribe a una época del año muy acotada y muy breve. Un almanaque, un artículo a todas luces tan perdurable o permanente, se compra una sola vez al año y por lo que se ha visto hasta hoy no ha hecho millonario a nadie, salvo a las muchachas que se dejaron fotografiar semidesnudas y por motivos externos o posteriores al almanaque mismo.
Mi abuela, sin poder creer lo que había escuchado, quiso conocer pormenores, simuló mostrarse interesada en la fabricación del papel picado y en el modo de abrochar los cuadernillos a la lámina ilustrada de los almanaques. Alberto,  ahora muy suelto de cuerpo, confesó que él no sabía nada de eso, él era simplemente un humilde repartidor. Lo odié por haber pronunciado la palabra “humilde”. Le llevó un tiempo considerablemente largo a mi abuela comprender qué clase de relación había establecido con el mundo mi candidato Alberto. El jolgorio del carnaval que simbolizaba una bolsa de papel picado y la desnudez incuestionable de las chicas de los almanaques la llevaban a ubicarlo en el borde de la mayor de las frivolidades; sin embargo la idea del tiempo que transcurre, la tristeza que le producían los números apiñados debajo de tanta muestra de carne femenina, forjaron en la cabeza de mi abuela la idea de que oscuros, perdidos o metafísicos impulsos guiaban la vida de este muchacho. Podía considerarse que se dedicaba a una tarea nada rentable pero metafísica al fin.
Cada vez que llegaba a casa con mi candidato, mi abuela lo miraba de reojo, sin saber muy bien dónde ubicarlo en su personal escala de valores. Y, aunque no la impresionaba, nunca pudo mirarlo con desprecio. Lo trataba con cierta compasión porque para mi abuela, cerca de fin de año y en los carnavales se juntaba la tristeza más inmensa del mundo, lo que inducía a la gente a salir desaforada a la calle en busca de alguna clase de alegría. De manera que, no bien aparecíamos por el patio, mi abuela miraba a Alberto confundida y enseguida me miraba a mí con una inconsolable pena. La vida le había dado la oportunidad a ella de  tener ante sus propios ojos a un hombre sin porvenir en el más desventurado sentido de la palabra.














LIGERO CORRER*



Yo soy esa mujer

que siempre huye de la escena

-la escena candente

crucial-.

Tengo muchas

muchas piernas

para poder huir:

tengo piernas en la cabeza

piernas apretadas en el pecho

en las manos

piernas dentro de mi boca.

Ligero correr

ligero bienestar

destroza cualquier vida posible

en su  persistente continuidad.

Corro conmigo a cuestas

y el mundo se hunde en mí

con todos sus lugares.




*Poemas & relatos de Irma Verolín.








Irma Verolín ha publicado los libros de cuento: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales.
-Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur.
-Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de  sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán.
-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y  “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.














Inventren


-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***

-Por Ferrocarril Midland-



Km 55


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.






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