jueves, febrero 03, 2022

PARA TEMBLAR LA CALMA…

 


*Foto de Noelia Ceballos.

 

 

 

 

 

 

 

Pone sus ojos como un pájaro*

 

 

La cabeza girada hacia atrás.

Va vestido con ropas sencillas

y sin reproches me reclama:

¿por qué tanto tiempo

sin acudir a mí?

 

Estoy alegre y no siento culpa,

estamos en la vereda

de un cielo centenario,

me acerco respetuoso

y esgrimo una disculpa:

¡estoy tan ocupado viviendo!

 

Abro mi alforja

Y por suerte

en ella encuentro voces tan serenas

que decido repartirlas.

 

Me siento liberado.

comienza una charla muy amena,

será el momento de otro despertar.

 

No hay nada

que empañe esta alegría.

 

*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar

-De su libro "La incomodidad”

Huesos de jibia. 2015

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Poco a poco fuimos descubriendo

cómo se pone sal sobre el silencio

y agua detrás de las palabras. 

Y nos gustó callar para decir la ausencia.

Y nos gustó decir para temblar la calma. 

Pero el amor.

El amor crudo.

Y ya no supimos qué se hacía

con el desierto,

con los signos,

con la sed.

  

*De Valeria Pariso. parisovaleria@gmail.com

-Del libro "Del otro lado de la noche".

 

 

-Valeria Pariso (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970).

Es poeta y abogada. Coordina MOJITO, taller y clínica virtual/presencial de poesía y el "Ciclo de poesía en Bella Vista". Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, con su libro "Zarmina".

Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar

Su blog personal https://tantotequeria.blogspot.com

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

RECONSTRUCCION*

 

*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

 

NOVENA PARTE

 

 

La mujer sacó de un cajón un plato con manzanas y algunos duraznos.

–Es de lo poco que se da por acá. En las mañanas salgo a recolectar frutas de los manzanos y duraznos que están cerca de aquí. No me atrevo a ir más lejos. Tal vez, un poco más allá, encuentre otro tipo de fruta, pero prefiero no saberlo. Es mejor así.

Comimos las frutas que tenían un extraño sabor metálico. No quise pensar en una probable contaminación, pero regresó a mi mente la imagen del río que venía del norte y que, muy probablemente, superaba los límites de la muralla. El río, tal vez, partía a la mitad el mundo conocido, como el cuchillo de filo mellado que utilizábamos en ese momento para dividir una manzana. El río, antes fuente de vida, era ahora una arteria tóxica que envenenaba gradualmente el ambiente y traía, de vez en cuando, cadáveres ungidos por la memoria del fuego, rostros desfigurados, convertidos en despojos anónimos cuya voz se había apagado con la combustión persistente. Pensé que ella, la mujer, en un rapto de desahogo, una catarsis desconocida, nos confesaría la rapiña de los cuerpos. Pensé que de vez en cuando emprendía el largo trecho hasta el río. Se guiaba por el hedor de la materia descompuesta que se fortalecía mientras se acercaba. Una vez en la ribera penumbrosa, contemplaba con melancolía el cauce oscuro y espeso. Después, ayudada por una larga vara, removía escombros y, con gran esfuerzo, acercaba algún cuerpo aún ceniciento, que navegaba boca arriba, con las órbitas de los ojos anegadas, las mandíbulas laxas y las entrañas diluyendo sus límites, convertidas en una sola y humosa sustancia. También recogía objetos que remolcaba la corriente: envases de leche, contenedores de agua, pedazos de metal que pudieron ser parte de un auto. Seguramente la ardua empresa de remolcar los cuerpos la hacía poco a poco. Imaginé su lento avance a través de la tarde. Ante la imposibilidad de arrastrar un cuerpo en una sola jornada, lo dejaba en la intemperie, esperando que el tiempo y los insectos siguieran desgastando la materia para hacer más ligera su carga. Si esperaba lo suficiente sólo tendría que arrastrar una colección de huesos apenas unidos por las débiles articulaciones. De todas formas, la dureza del piso impediría que pudiera enterrarlos. “¿Para qué tanto esfuerzo?”, pensé mientras miraba los brazos de la mujer, como si esa simple observación fuera suficiente para calcular la fuerza necesaria, la obcecación que se necesita para arrastrar un cadáver por el bosque. Y cuando ella desvió la mirada y me sorprendió contemplándola, supe, por el esbozo de sonrisa y el nerviosismo que intentó ahogar juntando las palmas de sus manos en una oración absurda, que mi imaginación podía ser real. Afuera, semiocultos entre los densos árboles, habría decenas de cuerpos. La falta de aves carroñeras generaba una degradación paciente, como la de los barcos semienterrados en la arena, carcomidos por el salitre, habitáculos de pequeños moluscos y otros seres. Hice el propósito de que, al día siguiente, buscaría entre la espesura alguna prueba de mis sospechas.

–Mañana continuaremos nuestro camino, señora –dijo Lucrecia.

La mujer la miró con ternura. Le pasó una mano por los cabellos. Eran, por un instante, madre e hija. Yo, un simple testigo que podía mirar desde lejos ese acto íntimo que, acaso, ellas mismas no entendían muy bien, pero que les otorgaba un poco de tranquilidad en ese ambiente corrupto y maleable.

Nos despedimos. La mujer entró a su dormitorio. Antes de que cerrara su puerta alcanzamos a distinguir el perfil de una cama y un baúl de madera.

Recargados en la pared, a un lado de la ventana, teníamos muchas dudas. El fuego alcanzaba a calentarnos. Miré mi mochila. Tenía mucho que no prendía la computadora. Ahora, más que una herramienta, era un peso inservible, como las cadenas que cargan los condenados. Pensé que la humedad ya empezaría a afectar su funcionamiento. La saqué de la mochila y pulsé el botón de encendido. Vi que se prendió la pantalla. Tenía miedo de que la mujer despertara, saliera del cuarto y observara mi aparato. ¿Qué pensaría ella al mirar un objeto de otro mundo? El destello de la pantalla tardó en aparecer. Comprobé, desesperanzado, que la pila estaba por acabarse. El porcentaje era mínimo. En unos minutos se apagaría. ¿Qué hacer? Me sentí impotente. Tendría que escribir mis últimas palabras en la máquina antes de que se clausurara por completo. Después, tendría que dedicarme al papel, a mis letras en las hojas amarillas, luchando por encontrar su propio espacio, su propio flujo en medio de una maraña de pensamientos que se apretujarían, como bestias ansiosas, al unísono, por un lugar.

Lucrecia se puso en pie para mirar los objetos de plástico en los estantes. Mientras tanto, yo saqué una libreta y un lápiz. En la mochila, casi como un amuleto, un objeto ritual, estaba la libreta roja del viajero. Era curioso. Ante la falta de nombres, había optado por llamar a los personajes con quienes me encontraba por su función en el mundo. Lucrecia tocó con un dedo el rostro de la muñeca y trató de adivinar, entre murmullos, la función de los otros objetos de plástico que se arracimaban frente a ella. Después, cansada de su exploración, tosió un par de veces y regresó junto a mí. Recargó su cabeza en mi hombro y dormitó.

Comencé a escribir. Al inicio mi letra era temblorosa. Decidí, mientras las primeras palabras tenían lugar en el papel, que ocuparía el resto de la pila para copiar partes del texto que sirvieran como una especie de introducción. Después me basaría en las anotaciones dispersas que tenía en papeles arrugados al fondo de la mochila. Tendría que tener cuidado con la humedad. La pesadilla era, en esos días, el agua que diluye la tinta, que ramifica palabras hasta hacerlas irreconocibles. Un texto podría convertirse en un mapa, una imagen compuesta de manchas, una fotografía de un cielo cubierto de nubes en el que cualquier significado es posible. Los párpados de Lucrecia tenían un leve temblor, como si presintiera lo que estaba escribiendo y la curiosidad luchara por hacerse un espacio entre el sueño para que pudiera leer mis primeras anotaciones de la noche.

Hice un pequeño resumen de lo que había pasado el último día antes del encuentro con la mujer. Fue difícil recuperar los detalles de la marcha. Después narré la conversación con ella. En mi texto, las parcas palabras intercambiadas entre los tres, se habían extendido, apropiándose de imágenes, contextos, comparaciones. Escribí la historia del vigía y del puesto de vigilancia. Evalué argumentos a favor y en contra de su existencia. Quizás ese nuevo lugar, ese puesto de avanzada, era una especie de vórtice que absorbía cualquier cosa que se le acercara. ¿Cómo comprobar todo? ¿Cómo asimilar el vértigo de tanta fantasía?

Lucrecia seguía dormida. Ahí, junto al fuego que se violentaba por una breve racha de aire, parecíamos dos huérfanos en medio de la calle, esperanzados en las monedas de los transeúntes. Me di cuenta que, en realidad, antes que otras cosas, me interesaba explorar la historia del hombre. Acabé por llamarlo, como lo había hecho la mujer, “El Vigía”. También nombré a su cabaña el “Puesto de Vigilancia”. Después pensé que si había un hombre en ese lugar, si todavía vivía, quizás tendría alguna certeza, información que ni siquiera sospechábamos. Escribí el perfil de un hombre valiente, inmune a la muerte, incluso al paso del tiempo. Ahí, en el Puesto de Vigilancia, vigilaba el paisaje y desentrañaba el significado de las nubes. Estaba a la espera de algo. Su labor era la de cualquier persona en un puesto de avanzada. Era alguien que otea el horizonte buscando los movimientos del enemigo. La dificultad era imaginar a un enemigo en esa tierra de nadie. Podía ser cualquier cosa. El Vigía no tenía atrás a ningún ejército, tampoco nada con qué defenderse. Sólo estaba ahí, mirando por la ventana en el Puesto de Vigilancia, acumulando información todos los días. A lo mejor intentaba dormir lo menos posible para seguir, en lo más profundo de la noche, recolectando señales en la lejanía. Es probable que no saliera de la construcción. En el exterior del puesto, aunque fuera un par de metros lejos de la puerta de entrada, era vulnerable por completo, como un pez que, de repente, por un impulso demasiado fuerte, salta y queda fuera del agua, dando de coletazos, con los ojos reflejando el brillo del sol, tratando con todas sus fuerzas de volver al agua pero, al mismo tiempo, sometido a una atmósfera que lo oprime, que entorpece movimientos que antes eran fluidos. Y por eso, quizás, sólo esperaba un golpe de fortuna, una colisión accidental, un último esfuerzo que lo alejara de la muerte.

Miré a Lucrecia. Supuse que, adormilados, coincidíamos en el mismo lugar. Dejé la escritura. Creí que Lucrecia, por la tranquilidad con la que dormía, estaba nombrando, en el sueño, a cada uno de los árboles de la zona. Para mí era imposible identificar a los cientos de ejemplares que formaban laberintos casi imperceptibles en la espesura. Por eso sólo podía contemplar los troncos blanquecinos, cubiertos de una volátil ceniza. Al fin comencé a cerrar los ojos.

Soñé.

Al principio era un sueño sin imágenes, construido con estímulos auditivos. Era un espacio oscuro que se llenaba con un violonchelo. La primera imagen que surgió era una mano de dedos muy largos tomando el arco para tañer las cuerdas del instrumento. Sólo tenía la certeza de esos elementos, como si todo lo demás, el contexto, estuviera cubierto por una bruma. Desde mi perspectiva parecía que, en lugar de las cuerdas, el arco iba directo a la madera, como si intentara horadar la caja, destruir poco a poco el andamiaje de madera. Por esta razón el sonido se volvió un frotamiento constante, casi neurótico, que no podía detenerse. Quizás la madera comenzaba a ceder porque escuché un crujido y, luego, el sonido de la lluvia. La lluvia volvía, constante, con su golpeteo, con su ritmo monótono que te llevaba a la locura. Cuando por fin, en la realidad, lloviera, ese efecto sería aún más fuerte. Nadie podría soportar esa lluvia interminable.

Nos despertamos casi al mismo tiempo. Aún estaba oscuro, pero presentíamos que faltaba poco para los primeros rastros del amanecer. El fuego latía en la chimenea aunque pronto sería un recuerdo. Escuchamos el progresivo avance de las brasas y de la ceniza. Sin decirnos una sola palabra sabíamos que sería casi imposible volver a conciliar el sueño. Aún teníamos una somnolencia viscosa. Era como emerger de entre capas y capas de pesado musgo, salir de un marasmo de líquenes y densas raíces que se extendían por todo nuestro cuerpo y lo abrazaban. El mundo, o al menos esa región, esa cabaña, invadían progresivamente nuestros sentidos.

Iba a levantarme cuando escuché ruidos en el cuarto del fondo, donde dormía la mujer. La puerta estaba cerrada, pero el espacio entre las deterioradas tablas que la formaban dejaba vislumbrar el lento movimiento de una sombra. Agucé la vista. El fuego estaba a punto de apagarse y la luz era cada vez más débil. Tuve la certeza de que la mujer se movía al otro lado. Recorría el cuarto de un extremo al otro. Tuve la sensación de observar a una bestia tras los barrotes de una jaula.

–¿Qué soñaste? –me preguntó Lucrecia en voz baja.

Puse un dedo en mis labios para indicarle silencio.

Distinguimos, abriéndose paso entre el silencio y el ruido de los insectos, la trabajosa respiración de la mujer. Pero no era un aliento temeroso el que escuchábamos, era un sonido que mezclaba la amenaza y la tristeza; era un murmullo agreste, acaso antiguo, que nos rodeaba. El primer impulso fue huir. Sin embargo, la fragilidad de la mujer, nos hizo resistir. Quizás la mujer nos escuchó porque detuvo sus pasos. Sin embargo, no salió del cuarto. Pasaron varios minutos así. La luz de la mañana fue ganando terreno en el piso. Unos minutos más y volvieron los pasos, esta vez con más fuerza, como si alguien intentara comunicar algo o establecer un nuevo límite. Le dije a Lucrecia que era mejor irnos. Ella asintió, tomamos nuestras mochilas y salimos.

Emprendimos el camino para reintegrarnos al sendero principal. Lucrecia se retrasó unos momentos. Al regresar unos pasos para ayudarla, me pareció ver a la silueta de la mujer, en la ventana redonda, contemplando nuestra huida, acaso satisfecha, cumpliendo la absurda misión de estar sola, dialogando con los objetos de plástico, con la humedad que infestaba la cabaña y que nutría su locura.

Apenas hicimos referencia de lo que habíamos vivido en las horas más recientes. Era demasiada información para sacar conclusiones. Después de un rato pudimos regresar a la bifurcación que habíamos encontrado y enfilamos por el otro sendero. El paisaje era similar, acaso la única diferencia era un clima un poco más cálido. En trechos nos quitábamos las chamarras para refrescarnos.

Lucrecia parecía fatigada por el viaje. Sólo entonces tuve el deseo de regresar a la ciudad para que ella pudiera descansar. Pero el viaje se antojaba difícil, muy largo. Era mejor seguir adelante. Pensaba en eso cuando, después de bajar por una pequeña pendiente, encontramos una cabaña. A nuestra mente llegó la imagen del Puesto de Vigilancia. Lucrecia me tomó del brazo. Caminamos con más prisa. Nos acercamos al lugar con los nervios en tensión. Podría ser real la historia de la mujer o, quizás, una simple coincidencia. El desconocimiento del mundo, la falta de mapas, de certezas, hacía que cualquier encuentro pudiera encajar con alguna leyenda, supersticiones alimentadas por el desvarío. La puerta no tenía seguro y abrió con un empujón. La cabaña parecía haber sido habitada hacía poco tiempo. Una viga del techo, deteriorada, filtraba la luz del sol. En un rincón estaba una estufa de leña. Alrededor se podía observar la madera oscurecida por el humo. Intenté encontrar rastros de los antiguos ocupantes, pero no había señales. Lucrecia se asomó por la ventana y miró el bosque. La luz de invierno parecía sumergir el interior de la cabaña en un tiempo antiguo, volvía opacos los escasos enseres desperdigados en el piso y sobre una pequeña repisa: un destapador de metal, un cuchillo de cocina, las cáscaras endurecidas de unos limones. Fósiles conservados por las noches que acaso se avivaban con las sombras de la tarde. El ambiente tenía una calidez extraña, artificial, como si del piso, entre las junturas de las tablas de madera, saliera un aliento que entibiara nuestros cuerpos y nuestras respiraciones. En el único cuarto disponible había una cama cubierta por un sarape un poco deshilachado. Parecía la casa de un ermitaño. No había basura y los objetos que seguimos encontrando (un martillo, un par de tazas en una tina de plástico, el armazón vacío de unos anteojos, un reloj de pulsera detenido a las 3 en punto) parecían piezas de un museo imaginario, ejemplares que, tan sólo al ser interrogados en silencio, cumplían un sentido. Imaginé al Vigía dejando esos objetos, en esa posición, para tratar de comunicar un mensaje secreto. Lucrecia hurgó en la cama, en un cajón vacío, en el quicio de las ventanas. No había alguna señal que confirmara la versión de la mujer. Era una cabaña como las otras, sólo que construida lejos del pueblo.

Nos sentamos en la cama y miramos de frente a la puerta. Desde nuestra perspectiva podíamos ver las dos mochilas. Se oía, a lo lejos, el murmullo de los insectos. Traté de distinguir el aleteo de los pájaros negros. Pensé que nos acompañarían en el trayecto. Nos quedaba comida y, al menos hasta ese momento, no quería hablar con Lucrecia de los planes para los próximos días. Era probable que en las áreas cercanas hubiera pueblos devastados, restos de casas, piedras apiladas o remedos de caminos devorados por la vegetación. Quizás había más cabañas como en la que estábamos, salpicadas en el bosque. Teníamos el resto de la jornada para descansar. Podríamos esperar a que el sol acabara su desplazamiento por el cielo y que la oscuridad se abatiera sobre esa parte del mundo. Sin luz artificial, con el escaso resplandor de la luna que apenas tocaba las cosas, nos dedicaríamos a imaginar el resto del país, el probable origen de la muralla y las palabras finales de los desaparecidos.

Me quité las botas. Tenía una leve punzada en la planta de los pies. Las piernas me dolían. Podía escuchar la respiración acelerada de Lucrecia. La mía se había alentado hasta recuperar su normalidad. Adivinaba los urgentes latidos en su cuerpo. Sin embargo, su rostro reflejaba tranquilidad e, incluso, somnolencia. Parecía desear la llegada del crepúsculo para cerrar los ojos y dormir.

Recorrí la pequeña habitación y me asomé a la puerta de entrada. Lucrecia se tumbó en la cama. Una racha de aire estremeció las ventanas. Me pregunté si, en aquella región, había animales peligrosos. Escuché la voz de ella.

–Acércate –me dijo.

Se había quitado la chamarra y sólo estaba con los pantalones y una playera blanca. La playera dejaba entrever sus pechos y las aureolas de los pezones. La luz de la tarde parecía un animal vivo que iba y venía por su vientre. El sol parpadeaba en los huecos de las cortinas deshilachadas que tenían un leve movimiento generado por el aire que se metía por los huecos de la cabaña. Pero el aire no alcanzaba a contagiar su frío y el ambiente, al menos en esos segundos, se caldeó en lugar de enfriarse. Sentí mis manos tibias y mi cuerpo pareció nadar en una sustancia espesa. Me acerqué sintiéndome un poco tonto. Me acerqué, también, pensando que estaba cruzando una nueva frontera, esta vez más difusa, hecha de una respiración que, lentamente, volvía a aumentar su ritmo. Sin embargo, mientras ella, levantando la parte inferior de su playera, llevaba mi mano izquierda entre sus pechos, supe que ese nuevo territorio, uno que creía conocer, tenía una profundidad que Lucrecia había aprendido a desentrañar, a sondear en el curso de los últimos días y que, sólo ahora, estaba dispuesta a mostrarme.

–Tengo cáncer –me dijo.

Detuve mi mano y luego la llevé a un lado de su torso, cerca de la cintura. Deseé una sonrisa en ella, algo que invalidara su declaración. Ella se mantuvo serena. Parecía que había planeado esas dos palabras desde el día en que nos conocimos. Quizás había imaginado el momento cuando la había visto de espaldas, mirando por la ventana la ciudad moribunda, la ciudad de los suicidas y de los apagones. Sus dedos sobre el vidrio de la ventana nos delineaban, como una aventurada profecía, y nos indicaban el camino a seguir en esa cabaña asediada por el frío pero que, de alguna manera, conservaba y expandía el calor de nuestros cuerpos.

–Lo último que me dijeron los doctores es que no había nada que hacer.

–¿Qué?

–Fue lo último que escuché antes de que el hospital se quedara sin los medicamentos…

Lucrecia detuvo su voz pero seguía ensimismada con su historia. Cerró los ojos mientras mis dedos se hundían ligeramente en la piel fría de su pecho izquierdo. El estremecimiento ocurrió en ambos. Pero el deseo, enmarcado en el discurso de ella, era sólo un elemento más, inaprensible, un pretexto para que yo abandonara la mente, la llevara lejos de las palabras y de lo que sugerían.

–Cáncer de pulmón. Hay un tumor por ahí… creciendo.

Su voz quedó anclada en mi silencio. ¿Qué podía decirle? Ella sonrió como si hubiera dicho una broma. Yo intenté corresponder con algún gesto amable que diluyera la tensión, pero sólo pude desplazar mi mano hasta su vientre y comprobar que, también, estaba frío. La piel de su cuerpo era una superficie invernal, muy parecida al clima que cercaba la ciudad de donde habíamos partido y que mantenía a la gente ensimismada, ajena al pasado, repitiendo las mismas rutinas hasta derrumbarse por completo.

–Quizás, en este momento, hay nieve en la ciudad, en el hotel, en los techos de las casas– le dije, mientras una nueva avalancha de nubes disminuía la luz solar y nos dejaba, al mismo tiempo, en la penumbra. Sus labios, húmedos, destellaron por un momento. Pensé en las nubes que iban al norte y que se amontonaban como piedras en continua fragmentación, chocando entre sí sin disolverse. Pensé en nosotros, en ese instante en el hotel, con una pieza de Chopin carcomiendo la inmovilidad de una tarde casi infinita. Después de la salida del hotel la única música que podíamos escuchar eran nuestras voces abriéndose paso entre el viento, el sonido de los árboles y los pájaros negros que miraban nuestros pasos y que, a veces, parecían seguirnos.

La besé. Ella respondió con una mezcla de excitación y curiosidad. No sabía si el cáncer ya había derivado en una metástasis o alguna otra palabra desconocida. Imaginé el interior de su cuerpo surcado por líneas rojas que se ramificaban cada segundo. Imaginé que su cuerpo fosforecía en las noches, despertaba un halo azul que descubría vetas de polvo en el aire. Era una mujer despertando su última luz, avivándola en medio del frío. Me refugié en esos pensamientos para no enfrentar la verdad, las palabras que, sólo hasta ese momento, aceleraban el tiempo, llevaban el pulso en nuestras venas a un ritmo más real, a una cercanía íntima con la muerte.

–¿Por qué en el pulmón? – acerté a decirle.

–Nunca fumé –me respondió –quizás es la derivación de un cáncer que apareció en otra parte de mi cuerpo. Los médicos nunca me explicaron. No había mucho que explicar.

Miré su vientre y las costillas que se afilaban con cada respiración. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Me sentí traicionado por saberlo en ese momento y por no poder hacer nada. Ella adivinó mi desazón y continuó.

–Al inicio fue una tos persistente que desapareció a los pocos días. Después me sentí débil. Fui con mi padre al hospital, pero sólo me dieron una caja de analgésicos y una cita para que me tomara una radiografía.

–¿Y qué pasó?

–Los analgésicos, como puedes suponer, no sirvieron. El aparato para sacar la radiografía se descompuso. No regresamos más. No era dolor lo que tenía, ¿sabes? Al menos hasta ese momento. Era como estar desinflada por dentro, como si algo me estuviera devorando lentamente. No sé… a veces me siento bien y, otros días, siento como si algo excavara en mi pecho.

Quise besarla de nuevo, sin embargo, se alejó un poco. Su cuerpo, ahora levemente encorvado, dejaba entrever la derrota que había sido antecedida por sus palabras, por su voz que, a su vez, escarbaba dentro de mí y hacía que mis ojos ya no buscaran contacto con los suyos. Aun así quería saber un poco más, pero dejé que ella tomara el control, como lo había hecho en el pasado. Lucrecia se acostó en la cama. Llevó las manos a sus piernas. Me senté a un lado. La tomé de la mano derecha y pensé en que repetía el gesto de la mujer con su esposo, temerosa de que desapareciera. Pero yo, en ese momento, no tenía miedo de ese fenómeno. Lo que yo quería, inútilmente, era contaminarme de la enfermedad. Restar con la piel su poder o, al menos, erosionarlo para ganar tiempo.

 

–¿Sabes? No somos eternos. Nos aferramos demasiado a todo –me dijo Lucrecia.

 

 

 

(CONTINUARA)

 

**

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL TÍO SERGEI*

 

 

Cualquier persona que tiene una sonrisa perpetua en el rostro, oculta

una violencia que asusta.

Greta Garbo

 

 

Mi madre y su hermano Sergei llegaron en un barco

                                                     [a Nueva York

a principios del siglo pasado.

Junto a ellos, bajó un matrimonio de apellido Demsky

 

Sus ideas la convirtieron en líder de los inmigrantes rusos.

Al ser expulsada por las autoridades de migraciones

debió abandonar el país de la libertad en setenta y dos horas,

partiendo hacia Argentina en otro barco plagado de pobres.

 

A su hermano, el hambre y el instinto de supervivencia

lo llevaron a Hollywood

donde filmó, con el hijo de aquella pareja:

Issur Danilovich Demsky, más conocido como Kirk Douglas.

 

Ya en Buenos Aires, continuó pagando con persecuciones

su línea de pensamiento

mientras mi tío se volvía millonario y con el paso del tiempo

se convirtió en el dueño de varias joyerías.

 

Esta foto juntos, ajada por los años

en una ciudad que no reconozco

muestra a un hombre impecablemente arreglado, con un

                                                     [traje oscuro

y un sombrero que habla de su ascenso social.

Mi madre, a su lado, sencillamente vestida

con su cabello sujeto por una peineta y una flor, una rosa

asomando de su saco

símbolo de los combatientes de su época.

 

Los hijos del tío Sergei, ampliaron los negocios del padre

sumando a las joyas, un estudio de cine,

una casa de alta costura y otra de bienes raíces

que aquí se denominan inmobiliarias.

 

Yo seguí ganándome la vida en los barcos o en los astilleros

viajé por el mundo, aún después de la muerte de mi madre,

arreglando los motores de los transatlánticos

hasta que los aviones terminaron con ellos y con mi trabajo.

 

Lo curioso, sucedió aquella vez que bajé unos días

                                                       [en Nueva York

y tropecé con carteles de campaña con el rostro del tío Sergei,

candidato a senador por ese estado, una foto gigante que

                                                            [repetían al infinito

las calles, con su eterna sonrisa, abrumadora e insoportable.

 

Peor aún, cuando vi esa rosa roja en la solapa de su traje.

 

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.

Editorial leviatán. 2017

 

 

 


 

 

 

 

 

Querido Bertolt 

(respuesta de un hombre futuro) *

 

 

Cierto que escapamos de un tiempo sombrío, pero siguiendo las implacables leyes de la física, saltamos de la sartén para caer en el fuego. No obstante, también el fuego ha cambiado, queridos antepasados, como todo lo demás. Ya no es una llamarada que destruye lo que toca en cuestión de segundos. Ahora es un fuego frío que va socavando la esencia misma de las cosas sin cambiar apenas su apariencia, pero descomponiendo el interior hasta convertirlo todo en un cascarón hueco.

La injusticia sigue existiendo, pero ha aprendido a vestirse de etiqueta. Se escuda tras la ampulosidad de términos vagos, que la salvaguardan de la humillación pública que en el pasado pudiera provocarle su propia desnudez.

Sigue existiendo la guerra, el más vergonzoso de todos los inventos del hombre, pero también la guerra ha aprendido a mutar, a transformarse, a vestirse con pieles de cordero. También han cambiado las armas: Las ametralladoras, las bombas, el napalm, se nos antojan hoy armas inocentes. Esta era nos ha traído el arma más temible: la publicidad. Así, el control de los medios de difusión se ha convertido en algo estratégico. No es más poderoso quien más mata, sino quien mejor sabe vender la filosofía según la cual esas muertes eran necesarias.

 

Hoy los rostros de los justos están desfigurados, roncas sus voces, pues ya no es posible ser amables en un mundo en el que la amabilidad se ha convertido en el vehículo de la hipocresía, en un tiempo en que se enarbola la palabra verdad para justificar todas las mentiras, en una era en que todas las palabras finalmente han sido prostituidas por el uso aberrante que los humanos hemos hecho de ellas. Admiro y envidio tu optimismo, amigo Bertolt, pero el tiempo en que el hombre sea amigo del hombre es posiblemente la mayor utopía que puede concebir la mente humana. Tal vez nos quede, paradójicamente, una esperanza que proviene del horror: La deshumanización, el control de todo lo que nos rodea, que ahora ejercen los grandes holdings y que muy pronto estará en manos de las máquinas, puede ser el estallido que nos haga despertar, la piedra sobre la que se edifique una nueva humanidad, en la que aprendamos a vivir de otro modo, a desterrar todas esas palabras y a prescindir de todas esas vanidades que nos han llevado a este punto en el que hoy nos encontramos.

¿Podremos pedir nosotros indulgencia cuando llegue la hora, si es que acaso el futuro es posible, si es que el hombre puede al fin salvarse de sí mismo?

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 


 

 

 

 

*

 

No es cuestión de que nuestra escritura sea descuidada 

o con adornos sino que escribamos a partir del salto que significa 

que deje de hablar nuestra voz y aparezca ese otro en nosotros.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

Explotaciones y otras bellezas*

 


En el fondo del vagón, un tipo de cara afilada y barba en el mentón

como un viejo bolche, recitaba estas palabras

para un público que no le prestaba mucha atención

a su actuación cotidiana, y que alcancé a escuchar

al quitarme los auriculares para cambiar las pilas

 

… los dueños de las fábricas buscaban la manera de bajar sus costos

y aumentar las ganancias, y encontraron en las ideas del ingeniero

estadounidense Frederick Taylor una ayuda invalorable.

 

El método de Taylor consistía en calcular el tiempo promedio para

producir un determinado producto o una parte de él y obligar al

 obrero a acelerar el ritmo de trabajo asimilándolo a una máquina.

 

Esto se lograba a través de tres métodos fundamentales:

 

a)   aislando a cada trabajador del resto de sus compañeros bajo el

estricto control del personal directivo de la empresa, que le 

indicaba qué tenía que hacer y en cuanto tiempo

 

b) haciendo que cada trabajador produjera una parte del producto,

perdiendo la idea de totalidad y automatizando su trabajo

 

c)   pagando distintos salarios a cada obrero de acuerdo con la

cantidad de piezas producidas o con su rendimiento laboral.  Esto

fomentaba la competencia entre los propios compañeros y 

aceleraba, aún más, los ritmos de producción.

 

La máquina establecía la intensidad del trabajo y, a su vez, 

cada obrero requería saber menos, pues para realizar una tarea 

mecánica y rutinaria (ajustar un tornillo, por ejemplo), 

lo único que necesitaba saber era obedecer.

 

De esa forma, el empresario ya no dependía ni de la buena voluntad 

del trabajador para realizar su tarea eficazmente (la máquina le 

marcaba el ritmo) ni de sus conocimientos.

 

El obrero era, según Taylor, un buen "gorila amaestrado" que hacía

lo que otro había pensado y, al mismo tiempo siguiendo el

 esquema de Adam Smith, producía más en menos tiempo, 

pues reducía el costo y aumentaba la ganancia…

 

 

y así siguió y siguió y siguió hasta llegar el tren a Moscú

donde todos bajamos a nuestro trabajo

Ulises (así se llamaba) me alcanzó y me dijo que también

                                                         escribía poesía

pero prefería recitar la historia

que la consideraba más fácil de entender

y le reportaba más monedas.


 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 


Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

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