miércoles, febrero 09, 2022

TIERRA DE DESAMPAROS...

 


*Foto de Noelia Ceballos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Existe para cada movimiento un resplandor

el agua lleva su rayo en cada ola

y hay un resplandor para la riqueza

en el fasto del roble de las bibliotecas

y para la pobreza

en la pulsera de plata que ostenta el mendigo

aunque para hablar de resplandor no se trate exactamente

de plata roble u oro.

Vivimos sin tregua

-con descansos de mentira en medio

con pausas impostadas

con nuevos comienzos de ficción-

de principio a fin.

Cada día es un campo minado

en el mundo se rompe

una promesa a cada hora

un mandamiento por minuto

la fortaleza de un espíritu

un cuerpo

un momento atravesado por el resplandor.

Conviene saber

que el espíritu tiene recursos limitados

que los movimientos son infinitos

que para que el resplandor aparezca

hay que hacer brillar el ojo

frente al filo del estaño

sin temer.

 

 

*De Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com

 

-Mercedes nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural.

-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.

-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015), El cuerpo intacto (2017, Penn Press), Grow a lover (2018, Pensamientos literarios).

-En 2021 ha publicado La gota en la piedra.

(novela, Mardulce, Buenos Aires) 2021

 

 

 

 

 



 

 

 

 

LOS PEREGRINOS*



Le he fallado a dios como peregrino

Preferí la seguridad de mi casa

y los placeres que llenan mis agujeros

sin llenarlos

Vida cómoda la mía

veo pasar a los que sufren

y me pregunto cómo serán

los días en sus adentros

El sufrimiento ajeno es amargo

un té de carqueja que empeora el estómago

Envidio sin embargo las peregrinaciones

la soledad de los montes

o la hostil de las ciudades

bajo el puente

Hay en todo ello un placer que desconozco

porque no es un placer, justamente

En ciertos versos, B. Fernández Moreno dijo

que las fondas le solían parecer lugares pintorescos

pero que luego de reiterados almuerzos

perdieron su maravilla

y le parecieron tristes y grotescas

Creemos que el placer

los grandes placeres

son algo que la vida nos esconde

Que son difíciles de alcanzar

y que el sufrimiento consiste

en desconocer su escondite

Pero es el dolor lo escondido

lo que carece de límite, lo más cercano al infinito

¿Quién se anima a peregrinarlo?

Y no digo ir por el ajeno

eso es trampa

El que va por el dolor ajeno

en todo caso busca votos

Sólo el dolor propio carece de laureles

Yo quisiera ser peregrino

pero temo a cavar tan hondo

Será que no creo tanto en dios

o que ninguna certeza firme tengo

Los veo pasar

les doy mi saludo

les pregunto cosas

A ellos les cuesta comunicarse

están demasiado acostumbrados al silencio

Pero al verlos

se me infla el corazón como un globito

con aire nomás se llenan los globitos

respiro gratis

No me queda más que ofrecer esta alegría pequeña.

 

 

*De Ramiro de Mendonça.

https://elbebedemacon.wordpress.com/

 

 

 

 

 





 

 

 

RECONSTRUCCION*

 

*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

DÉCIMA PARTE

 

Esa noche soñé con una manada de leones rodeando el puesto de vigilancia. Los animales rompían la homogeneidad de la nieve que se acumulaba sobre los arbustos. Un camino casi había desaparecido, inundado por la dura luz de invierno. Los animales balanceaban las cabezas y movían con inquietud las colas. Más allá se veían restos de árboles, piedras que recordaban vagos cráneos amontonados. Los oscuros troncos de los árboles, aún con fuerza para erigirse y apuntar al cielo, parecían lanzas melladas por el tiempo, restos de murallas antiguas, derribadas por ejércitos que habían disuelto sus huellas pero cuyo fragor se adivinaba en los hocicos vibrantes de los felinos, en sus bostezos ansiosos, en las sombras alimentadas por el crepúsculo que no alcanzaban a dañar el oro de sus ojos. Soñé que salía de la cabaña, apenas cubierto por una cobija, que seguía el rastro de Lucrecia –unas huellas apenas visibles en la nieve– por el adormecido interior del bosque hasta llegar a un lago rodeado de arenas grises. En el sueño me decía –o al menos eso recordé mientras despertaba y la veía de espaldas a mí, aún dormida– que el cáncer, antes de dar el golpe final, parecía ir en retirada, como un ejército que finge abandonar las posiciones de avanzada. Por eso los últimos días de vida son extrañamente saludables. La persona tiene más energía que la habitual, los dolores desaparecen y se tiene la engañosa sensación de recuperar la salud. Algunos hacen planes y se imaginan en un futuro posible, al alcance de la mano, como si todo lo anterior hubiera sido un espejismo, una realidad alterna que les mostraba Dios para que valoraran su vida. En el sueño ella caminaba rumbo al lago. Iba vestida con los pantalones de mezclilla, la chamarra roja y las botas negras. Se ponía en cuclillas y tocaba con ambas manos la superficie helada del agua. En algunas partes había una delgada capa de hielo que amenazaba con quebrarse. Yo estaba a escasa distancia, casi como un espía. No había ningún sonido. Las ramas de los árboles no se movían y todo el ámbito estaba congelado en un segundo estático. Lucrecia se ponía de pie. Desde donde estaba podía ver su cabello negro, un poco húmedo y desordenado en su espalda; ella parecía disfrutar de mi observación, de la cercanía que no me atrevía a romper para tomarla del hombro, mirar su rostro y llevarla de vuelta a la cabaña. En el sueño parecieron transcurrir segundos pesados que nos envolvían y eliminaban cualquier necesidad de palabras. Lucrecia comenzó a internarse en el lago hasta desaparecer. Las huellas de sus botas quedaron en la arena y esa imagen se deshizo poco a poco hasta que desperté y miré el techo de la cabaña.

Al siguiente día despertamos muy de mañana. Comimos de los frascos de conservas. Teníamos la mitad del suministro de agua.

–¿Crees que tu padre haya sido una de las personas que estuvieron en la bodega? –le dije para no seguir hablando de su enfermedad.

–Nunca lo pensé –dijo Lucrecia abriendo mucho los ojos.

Revisamos las fotografías. Nos fijamos en aquellas en las que estaban muchas personas. Atrás del primer plano había rostros que, en un inicio, habían pasado desapercibidos. Pensé en su padre, entre la demás gente, a expensas de la cámara. Por alguna razón habría extendido los brazos para ocultar su rostro o se había escondido atrás de otra persona. Me detuve en las imágenes borrosas: ahí aparecían fragmentos de torsos, unas manos tomando a alguien del hombro, la fugaz visión de unas piernas. Causaba vértigo el cúmulo de rostros, de miradas que podían tener cualquier expresión y que estaban sumergidas en una oscuridad pantanosa. Tal vez, en un futuro, cuando las fotografías perdieran calidad, la sospecha de esa gente atrás desaparecería y todo quedaría en el ámbito de la imaginación y la sospecha.

Cansado de buscar, tomé a Lucrecia de la mano y le dije:

–Vamos a quedarnos.

–¿Para qué?

–Tienes que reponerte.

Ella me miró como a un niño que, de repente, dice una locura.

–Quiero seguir. De verdad.

Sus palabras tenían más de desesperación que de súplica. Ella, de alguna forma, había planeado llegar hasta ahí.

Asentí.

 

Al siguiente día reemprendimos el camino. El Puesto de Vigilancia, ahora, nos miraba a nosotros. De cuando en cuando hacía una pausa y volteaba al lugar que dejábamos, como si, de pronto, pudiera sorprender a alguien en la ventana. El camino era de tierra aplanada y eso nos dio esperanzas de encontrar alguna población cercana. Cualquier posibilidad, en ese momento, era positiva.

Mientras caminábamos tuve la sensación de que el mundo se colapsaba atrás de nosotros. El aire lo sentía, a ratos, tibio. El invierno, el frío de la ciudad iba desapareciendo. Quizás era una ilusión por el movimiento de mi cuerpo que generaba un calor adicional al que estaba acostumbrado. Una nueva estación se inmovilizaba sobre nosotros. El cielo, completamente gris, se seguía llenando de nubes. Pensé en animales llamando a otros, aglomerándose para estar más seguros en la colectividad y defenderse de posibles agresores.

Cuando llegamos a la mitad del día vimos un valle pequeño. A la mitad, como una ofrenda, encontramos un cuerpo sobre la hierba. Al acercarnos vimos que era una res muerta. El perfil del animal, los cuernos oscuros, destacaban. El cadáver, derruido, parecía una especie de aviso. Aún humeante, estaba en una torsión que había separado el costillar de los cuartos traseros. Era como un descarrilamiento. Me pregunté por los carroñeros. Miré el cielo y sólo vi nubes grises, un poco deshilachadas. El olor era penetrante. El cielo en esa zona, comenzaba, en ratos, a despejarse. Olía a quemado. Lucrecia empezó a jalar aire. Pensé que, de un momento a otro, tendría que acompañarla de regreso a la ciudad. Sin embargo ella me hizo señas de que siguiéramos.

Después de una elevación del terreno, en un lugar despejado de árboles, vimos una zona quemada. Las hierbas y el pasto eran elementos de una cicatriz ancha y oscura. Ahí, enfrente, como un mar inmóvil, aglomerado, yacían decenas de reses, iguales a la primera. Sus figuras negras se confundían con la leve sombra que proyectaban. Los cuernos eran teas recién apagadas. Por la formación que tenían, algunas muy juntas, otras desparramadas en un terreno amplio, parecían haber encontrado la muerte durante una estampida. Imaginé los ojos desorbitados, los largos bramidos, belfos buscando aire en de la hirviente humareda.

Miré con ansiedad cómo la respiración de Lucrecia se iba haciendo más fuerte. Sus pasos eran vacilantes. Se apoyó en mí y continuamos un trecho más para alejarnos de esa visión. Mientras la ayudaba a recargarse en un árbol, pensé en el origen de aquel incendio. Imaginé a hombres primitivos prendiendo fuego al pasto seco. Después, entre gritos, acorralaban a las bestias que se apretaron en un círculo estrecho y caliente. ¿De dónde venían aquellos animales? Pensé en una granja devastada, los animales vagando en las cercanías hasta encontrar el fuego que los habría conducido a la muerte.

Me senté junto a Lucrecia. Ella había empezado a dormitar. Me tranquilicé. El cuerpo lo sentía cansado. Estiré las piernas y aflojé los brazos. Sentía mi mente entumida, cansada de examinar los eventos nuevos a los que me enfrentaba. También era la falta de alimento, pues las conservas las racionábamos cada vez más. Tendría que dejar lo último para Lucrecia. Con ese pensamiento comencé a quedarme dormido.

Desperté. Me froté los párpados. Iba a comprobar si Lucrecia seguía dormida, pero no estaba junto a mí. Sólo encontré su mochila. Pensé que había decidido regresar al Puesto de Vigilancia. Grité varias veces su nombre. Emprendí el camino de regreso. Después de unos metros, distinguí su figura, recargada en otro árbol. Había una planicie verde que se extendía frente a ella. Era como el escenario de un cuento infantil, el mismo cuento de la primera cabaña, una continuación. Pensé en llamarla pero decidí esperar a que estuviera más cerca. Quizás había huido de mí. Recordé que algunos animales, cuando están heridos de muerte o agonizantes, se alejan del mundo y buscan un espacio solitario, un hueco lejos de todo para esperar, en silencio, a la muerte.

Miré su figura recargada en el árbol. Se había quitado la chamarra. Parecía ensimismada en el paisaje. Quizás, en ese claro en el bosque, estaba desplegada, en signos irreconocibles para mí, transparentes, la entera historia del país, con todos sus detalles, sus secretos. Ahí estaba la biografía de los muertos, de los desaparecidos, el aliento condensado de la gente en la bodega, el olor a cuerpos amontonados y densos. Me acerqué deseando que no transcurriera el tiempo, que los metros hasta Lucrecia fueran parte de un camino muy largo, casi infinito. Llegué hasta ella. Apenas reparó en mí. Un leve movimiento de su mano derecha buscó mi cuerpo. Percibí, a la distancia, la fiebre que la cercaba. Tomé su mano y sentí el calor que subía por la palma y se extendía a los dedos. Había un incendio dentro de ella. Había llamas caldeándola y desgastándola cada vez más rápido. Se había contagiado del poco calor que quedaba en el mundo y que echaba raíces en cada uno de sus órganos, en su piel, en la frente que era recorrida por unas gotas de sudor.

–Perdón –dijo con voz calma y sonrió.

No supe qué decirle. No había decepción. Quise, inútilmente, acercarme más para contagiarle mi frío. Pero Lucrecia se mantenía ajena a mi preocupación, como una viajera extraviada que está conforme con su destino, al igual que las anónimas figuras que habían desaparecido en el interior del bosque. Traté de sonreír porque la había encontrado y esa certeza me daría seguridad para seguir explorando o para olvidar el motivo de nuestro viaje. Estábamos los dos, ahí, y eso era suficiente.

–¿Dónde estamos? –me preguntó.

–No estamos lejos de la cabaña –mentí.

–Pensé que habíamos avanzado más–dijo, con voz entristecida.

Miré su expresión decepcionada, la quijada que ya no apretaba con fuerza sino que estaba distendida. Podía ver el brillo opaco de sus dientes. La luz de la tarde le llenaba el rostro y el mechón negro en la frente era, quizás, lo único que la vinculaba con la persona que había sido días atrás, en la ciudad, antes de emprender el viaje.

–Vamos a regresar a la cabaña. Ahí podrás recuperar las fuerzas.

–No, no lo hagas.

El tono con el que lo dijo fue el de una niña asustada. Quizás por eso no tomé en cuenta su petición.

La cargué entre mis brazos. La sentí más ligera de lo que había pensado cuando la conocí. Parecía que la fiebre había menguado sus huesos, le quitaba sustancia a sus órganos, desbarataba venas, confundía el recorrido de la sangre mientras su corazón desbocaba los últimos latidos. Lucrecia, a pesar de su reticencia, se afianzó a mis hombros y a mi cuello. Las pocas fuerzas que le quedaban las dedicaba a seguir respirando. Había vuelto el frío, aunque no con la intensidad de antes. Un poco de vaho salía de nuestras bocas. La iba a cuidar en la cabaña a pesar de que no hubiera herramientas ni medicamentos. Quizás podría encontrar la manera de disminuir la fiebre. Después, resistiríamos con los frascos de conservas. Quizás si regresábamos a la cabaña, la enfermedad estaría de nuevo inmóvil, en un equilibrio con el funcionamiento del cuerpo. Y el calor de su cuerpo sería benéfico, como el sol que, alguna vez, nutrió las cosechas de la gente que había desaparecido. Una vez resguardados, podría buscar ayuda o emprender el camino de regreso a la ciudad. Tal vez en su cuarto, rodeada de sus cosas, podría regresar el tiempo. Le comencé a hablar de lo que podríamos hacer en la ciudad. Le conté más teorías de las imágenes y de la gente de la bodega. Le dije que podríamos buscar un lugar elevado para comprobar si, hacia el sur, hacia las tierras profundas que apenas se podían distinguir, aparecía el otro límite de la muralla. Apenas escuchaba su voz, una especie de murmullo que yo tomaba como una afirmación a lo que le contaba. Aún faltaba mucho para llegar a la cabaña y el peso de su cuerpo me estaba venciendo. Sin embargo no quise detener la marcha. Tenía que resistir hasta llegar bajo techo. Mi frente comenzó a sudar. El cuerpo de Lucrecia, sus brazos, me contagiaban de su calor. Sus brazos dejaron de sujetarme con la fuerza de antes. Le dije que resistiera, que ya faltaba poco. La vereda, apenas visible entre matorrales y hierbas, parecía cada vez más larga. Escuché un quejido, un sonido casi imperceptible. Le pregunté qué le pasaba. Era absurda mi pregunta pero combatía mi silencio que era, en medio de la marcha, una complicidad con la muerte, un testimonio inútil. Me pregunté por las señales vitales que había mostrado los días anteriores. Quise decirle que había estado bien, que volviera a enterrar la enfermedad o, al menos, los síntomas. Pero la destrucción había llegado a un punto sin retorno y, a partir de entonces, sería una caída libre. La enfermedad estaba cerrando la trampa. El incendio consumía los últimos restos de vida. Al final habría sólo humo, la tenaz memoria del fuego. Entonces pensé en renunciar y, contemplar, como una especie de vínculo final con ella, su muerte. Pero, al mismo tiempo, me daba miedo estar ahí, mirándola de frente, estableciendo contacto con su mirada que, probablemente, iría por inercia al cielo cubierto por nubes. Ahí, en algún lugar, estaba su muerte y la buscaba, afanosa, para tener una última certeza antes de irse. Quizás, para ese momento, yo era un elemento ajeno, extraño, casi irrelevante. Ella estaba con la mente perdida, su cuerpo dejaba escapar la última respiración, como una jarra que está a punto de vaciarse y que conserva, apenas, una gota de agua, un reflejo diminuto y efímero. Fue cuando su cabeza comenzó a balancearse cuando entendí no sólo que había muerto sino que esa muerte me enfrentaba con mi cobardía. Me sentí culpable no porque mi aventura la había llevado lejos de casa sino por no haberla dejado junto a aquel árbol, mirando cómo escapaba su vida entre la vegetación, integrándose, de alguna forma, al paisaje, volviéndolo tranquilo, fértil, en diálogo constante con una era primigenia.

La bajé de mis brazos. Su cuerpo, desmadejado, sin fuerza, quedó a mis pies. La abracé. Quise hablarle, pero no me atreví. Sentí ganas de llorar pero un asomo de vergüenza impidió que lo hiciera. ¿Qué haría con ella? Recargué su cuerpo en un árbol grande. Entrelacé sus manos. Traté de guardar en mi memoria una imagen de Lucrecia pero se amontonaban varias en mi mente: ella, en el Puesto de Vigilancia, con un asomo de sensualidad, de deseo, cuando la había tocado y su piel pareció despertar de un larguísimo letargo, de una hibernación inconsciente, alimentada por años de soledad y rutina. No le había dicho, pero aparecía en varios de mis escritos. Acaso apenas habría podido descifrar mis letras. Y por eso había guardado las fotografías. Eran las únicas que podían contar una historia sin palabras. Las versiones definitivas que estaban en la memoria de la computadora se perderían, pero aún tenía en papel, al menos para contemplarlas, para leerlas una y otra vez como si fueran las líneas de un retrato. Las hojas amarillas la tenían para mí, no de una manera objetiva, como una fotografía, sino vista a través de mis suposiciones, mis miedos, mis fantasías.

Decidí regresar por las dos mochilas. No pude evitar la sensación de abandono, de traición. Traté de controlar mi respiración. Sentí el invierno en mi piel. Para hacer más fácil la última mirada, preferí pensar en ella hundiéndose en el mar, como si el peso de su cuerpo se vertiera en una superficie tersa, cálida, que la recibía para llevarla al otro mundo. En ese lugar, los mismos ojos que ahora miraban un paisaje compuesto por troncos podridos por la humedad, líquenes, insectos revoloteando en la tarde, estaban sumergidos en un estanque lleno de formas luminosas, retazos de recuerdos, esquirlas que sobrevivían el paso de la muerte. Detuve mis pasos. Mientras la miraba por última vez, sin saber todavía a dónde ir, preferí pensar en el sueño que había tenido antes: ella rodeada por leones, acariciando sus cabezas mientras ellos agitaban las colas. Después, los animales se colocaban a los costados, como si fueran parte de un cortejo solemne y silencioso. Ellos la conducían en un rito desconocido. Los leones la acompañaban a través de valles amplísimos, superficies nevadas, siempre hacia el sur, hasta llegar al límite del mundo, aquel territorio quizás limitado por el otro extremo de la muralla. Una vez ahí, frente a la enorme construcción, se quedarían en silencio. Los leones alzaban las cabezas, como si midieran la altura de lo que tenían enfrente. Quizás, en ese momento, entendían la función de la muralla, para qué servía, quién la había construido, qué había más allá. Entonces, el grupo desaparecía, se fundía en cada piedra, en cada borde o fragmento. No pude seguir imaginando más porque mi fantasía era clausurada por la muerte de Lucrecia. No había ninguna señal que me sirviera de acicate para buscar más imágenes.

Imposibilitado para imaginar más, con las mochilas a cuestas, regresé al Puesto de Vigilancia. Ahí, abrí su mochila. Encontré un par de blusas, un par de zapatos, guantes, bolsas de plástico vacías, frascos con residuos de comida. Tendría que deshacerme de eso para aligerar mi carga. Debajo de esos objetos encontré varias hojas amarillas que había arrancado de las libretas. Estaban dobladas, como si estuvieran a punto de entrar a un sobre imaginario. Comencé a leer, con pulso tembloroso, las palabras de Lucrecia. ¿Cuándo las había escrito? Seguramente había ocupado los momentos en que yo dormía para escribir. Temerosa, con miedo a que despertara y la descubriera, había intentado hilvanar palabras en frases que nunca llegaban a un punto final. La mayor parte de los intentos tenían, como objetivo, describir los incidentes del viaje. Había una descripción de la cabaña de la mujer. Un poco después hablaba de las casas abandonadas. Refería, también, la distancia que, según ella, habíamos recorrido. Tenía problemas cuando se refería a mí y, por eso, después de algunos intentos, terminaba tachando toda la frase. Parecía, en esos textos, que no estaba totalmente convencida de mi existencia y por eso le costaba hablar de mí. Algo que pude ver, casi enseguida, era que Lucrecia nunca aventuraba una teoría sobre lo que descubríamos. Para ella no había posibilidad de imaginar el mundo. Acaso, en algunas parcas observaciones, deslizaba, casi sin querer, una sospecha. Pero inmediatamente después se aferraba a lo que podía ver y tocar.

Miré el paisaje desde una de las ventanas. Podría seguir caminando hacia el sur, sin mucha idea y depender de un improbable encuentro que me salvara la vida. Apostar por esa opción sería un lento suicidio. ¿Regresar a la cabaña, con la mujer? En ese lugar, rodeados por objetos de plástico incompletos, fetiches, ofrendas a la nada, apostaríamos por ver quién desaparecería primero. Le contaría del Puesto de Vigilancia y los rastros que había encontrado con Lucrecia. Entre sombras, en el pueblo convertido en un espacio vacío, envejecería con ella. Tal vez, una tarde, como había sucedido en el pasado, saldría de la cabaña para no volver jamás. Sonreí pensando en la posibilidad de regresar a la ciudad de Lucrecia. No era una travesía imposible. Tendría que llevar suficientes provisiones y recuperar fuerzas. Ahí, me integraría a la población, sin hacer ruido, como si sólo me hubiera ido por un par de horas.

Decidí quedarme esa jornada en el Puesto de Vigilancia. Podría resistir algunos días más con el agua y comida que quedaban. Algún plan podría aparecer en el horizonte. Tenía que registrar todo una vez más. Ahí, en ese lugar, estaba una clave que se me escapaba. El sol, de color naranja, empezaba a declinar atrás de la planicie de nubes. Ocupé mi lugar en el Puesto de Vigilancia. En una silla, con los pies apoyados en la cama y la vista en la ventana, miré al exterior. Tenía en las manos, como amuletos, un par de fotografías. Tomé un poco de agua. Lo que más me atemorizaba era que la falta de alimento empezara a perturbar mi mente. El temor se haría tan grande que, en un pestañeo, se materializaría la visión de un ejército enemigo afuera del Puesto de Vigilancia. Pensé en escribir, nunca dejar de hacerlo, para dejar testimonio de que no había desaparecido, que había estado consciente hasta el último momento.

Intenté prender la computadora. La pantalla emitió un destello y, después, se oscureció de nuevo. Miré mi perfil que se alcanzaba a reflejar en la superficie que, antes, había guiado mis palabras. Miré los papeles amontonados, algunos arrugados al fondo de mi mochila. ¿Cómo darle orden a esas hojas a veces inconexas? ¿Cómo seguir sin Lucrecia? El papel no resistiría el paso del tiempo. Imaginé mi cadáver, abandonado en ese bosque; mi mano derecha apretando un puñado de papeles, aún dispuesto a transmitir, a un imposible viajero, la información que había recabado hasta el momento de mi muerte

Dormí toda la noche. Al día siguiente, repuesto un poco del esfuerzo de las jornadas anteriores, me dediqué a observar el horizonte. Traté de establecer alguna relación entre los tipos de árboles que rodeaban el claro en el que estaba. Aventuré, sin mucho convencimiento, especies como los álamos, los robles, algunos pinos. No pude registrar pasos o huellas de animales grandes. Los únicos que poblaban la zona eran diferentes clases de insectos. Había hormigas, mosquitos, tijerillas. Eran abundantes diversos tipos de escarabajos. Otros insectos, de colores fosforescentes, eran especies nuevas para mí. Todos prosperaban porque se nutrían de los residuos de los árboles: hojas muertas, raíces podridas, cortezas que alfombraban grandes extensiones del suelo. Intenté algunos dibujos hasta que llegó la tarde. Cuando me percaté de que la luz del sol declinaba, vino a mi mente el cuerpo abandonado de Lucrecia. Había llenado el tiempo con registros y dibujos para no pensar en ella. Sin embargo, bastó detener mi actividad para que me diera cuenta de que, quizás, era la misma hora en que había muerto Lucrecia. ¿Cómo podía tener esa certeza? Era la luz de la tarde, su consistencia y cierto tono ocre que envolvía todas las cosas, lo que me daba seguridad. Me había acostumbrado, desde hacía tiempo, a medir la luz porque era la única variable que indicaba el paso de las horas. Si existía gente más allá de mi vista, quizás habrían desarrollado instrumentos para medirla. Los imaginé elaborando presagios, discutiendo sobre la influencia de la luz en el clima, en su estado de ánimo, en los peligros por venir. Serían instrumentos que capturaban la claridad existente y la transmitían a una serie de complejos engranajes. Yo, ignorante de casi todo, atenido a las manecillas detenidas del reloj de Lucrecia, sólo podía mirar la luz, su fuerza y su progresivo debilitamiento. Sin esa referencia, lo único que me quedaba era el ciclo irregular del sueño, la desesperada observación de un cielo siempre igual, vivo pero inmóvil como un mar congelado.

Me acosté en la cama. Recordé la historia de la mujer en la que contaba cómo, desde su cabaña, acompañada por su esposo, escuchaba la discusión de los dos extraños. Sin duda, habrían tenido miedo de que alguno de ellos, el triunfador de la pelea, los descubriera. Mi temor, en cambio, era encontrar el cuerpo de Lucrecia desgastado, corrupto. Escuché un murmullo. Cerré los ojos hasta que el sonido desapareció.

Al día siguiente descubrí, a un costado del Puesto de Vigilancia, una escalera que estaba oculta entre las hierbas crecidas. Tomé papel y lápiz y la coloqué para subir al techo. Quizás, desde ahí, podía ver algo más que el claro en el bosque y la frontera casi impenetrable de árboles. ¿Había murallas? Saqué papel y lápiz que había afilado con un cuchillo. Comencé a dibujar. Ante la falta de palabras me pareció más natural dibujar. Hice, primero, un bosquejo y, después, traté de detallar el paisaje que tenía enfrente. El claro en el bosque era como una isla. El verde que me rodeaba era un mar secreto, muy profundo. Pensé que, de vez en cuando, habría señales de alguna criatura mitológica, animales que no podía imaginar y que recorrían ese territorio en las noches. No encontré el cuerpo de Lucrecia y eso me dio una sensación de alivio. Estuve un rato mezclando dibujos con textos que intentaban explicarlos, como un atlas que orientaría a un futuro viajero. Era una especie de consuelo. Volví a bajar por la mochila y saqué las fotografías. Miré, una vez más, a la gente atrapada en la bodega. Dibujé atrás de las imágenes. Después, cuando sentí que había agotado mi capacidad para capturar el entorno con mis trazos, volvía a bajar. Repartí las fotografías en distintos puntos del Puesto de Vigilancia. Quería encontrármelas todo el tiempo, que el contacto con ellas me sugiriera nuevas historias, nuevos puntos para recomenzar el viaje. Las fotografías, los recuerdos de Lucrecia, eran un rompecabezas, un acertijo que no iba a resolver pero que siempre estaría ahí, mientras viviera, interrogándome con sus secuencias truncas, sus palabras no dichas y sus caminos a ningún lado.

Una noche, entre las sábanas, iluminado por una vela que había encontrado en un cajón de un escritorio, pensé en Lucrecia. Era inevitable. Cuando llegaba la oscuridad pensaba en su cuerpo abandonado en el bosque. Por momentos me recriminaba haberla dejado ahí, expuesta a la corrupción del aire y los insectos. No duraba mucho ese sentimiento. Mientras veía el amarillo de la llama pensé que ella estaba por ahí, afuera, merodeando por el Puesto de Vigilancia. Me decía que había hecho bien en dejarla ahí, que le gustaba mirar esa parte del bosque. Ese era su Puesto de Vigilancia, un poco más adelantado que el mío, como una vanguardia que tiene el deber de advertir el primer movimiento del enemigo. Mientras llegaba, ella me avisaría de los casi imperceptibles cambios en el clima, de la dirección del viento y de la tonalidad de las hojas de los árboles. Ahí, en ese lugar sin más límite que la escasa sombra que proyectaba su cuerpo sin vida, podría calcular el peso de las nubes, el andar secreto de algún insecto, la interacción de la atmósfera con cada uno de los relieves montañosos que se extendían en el horizonte. Comencé a quedarme dormido.

 

 

 

 

(CONTINUARA)

 

**

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 





 

 

LA TIERRA DE LOS DESAMPAROS*

 

 

Ella sueña con los ojos abiertos.

Un hombre. Un pájaro. Un ojo.

Descienden a su cama. Despacio.

Hay rocío y helechos. Y mirra.

-Respírame la nuca, amor-

Un piélago de roedores la cubre.

El hombre se confunde con el viento.

El pájaro se convierte en piedra.

Solo queda el ojo y su mano ciega.

 

-Me miras y te miro, amor-

¿Dónde van las miradas cuando mueren?

El flautista no viene…

Su cabeza le dice que no está.

Su ánima le grita, volverá.

-El lecho del río está prohibido, amor-

Ella, muñeca rota. Pechos partidos.

La ciudad está desierta.

No es inocente la tierra de los desamparos.

Y no hay savia. Ni abrazos. Ni un destello.

-Bríllame, amor, no dejes que me apague-

¿Adónde va la noche cuando el alba muerde?

¿Las serpientes en las venas, donde?

¿Los labios y los espejos rotos?

¿Las llaves de la lluvia, los relámpagos?

Deja que sueñe con los ojos abiertos,

-Respírame la nuca, amor-


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Margot, la prostituta que leyó a Bakunin*

 

Vale más un instante de vida verdadera

que años vividos en un silencio de muerte.

Mijail Bakunin

 

Caminando de madrugada por la calle de la tristeza

llegando a la intersección con el boulevard de los perdidos

me senté como siempre, a observar el cielo estrellado

mientras encendía un cigarrillo

 

encontré, convertida en objeto de consumo nocturno

a quien había sido mi compañera de estudios, Margot

que leía a Baudelaire y Rimbaud en francés para entenderlos

envejecida por el paso del tiempo

y la intensidad de un trabajo que reclama su libra de carne

 

nada en ese abrazo habló de poesía

su mundo, reconvertido en mercancía

ahora demuele las palabras que tanto amaba

y la asimila a una muñequita del barroco

abandonada a su suerte

 

 

la neblina que cubre el boulevard

nos transforma en dos adolescentes

que debaten la función social del arte

y las teorías anarquistas del príncipe Mijaíl Bakunin

al mismo tiempo

 

cuando la bruma se retira

lo único que confirma su presencia

es una colilla de cigarrillo con su lápiz labial y su perfume

y su voz, espectral, diciendo:

salvo que seas poeta, las palabras no significan nada.



*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

- De su libro Margot, la prostituta que leyó a Bakunin y otros poemas.  Editorial Leviatán. (2019)

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Atravesar la fronda de las repeticiones, de los malentendidos, de las interpretaciones paranoicas, de las agresiones gratuitas y encontrar personas que saben escuchar, que saben aceptar opiniones dispares con respeto, que parten de la confianza y no están viviendo en una especie de fortaleza inexpugnable, armados como caballeros medievales. Y lo más extraño es que es posible, no es utópico.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 



 

 

El tren*

 

 

El terraplén del ferrocarril a nuestra izquierda

 traza una línea verde a través del pedregal y el brezo grisáceo.

 Una vía fantasma transporta un tren fantasma

 al oeste desde Letterkenny a Burtonport.

 En uno de los asientos de tablillas de madera se sienta

 una muchacha seria de catorce años, de Tyrone,

 fino, lacio pelo rojo.

 El tren resopla con un sonido metálico sobre nuestras cabezas

 a través de las torres de alta tensión hechas de piedra

 que flanquean la parte más estrecha del camino.

 La muchacha viaja para estudiar en Ranafast

 en mil novecientos veintinueve.

 El tren de vapor de trocha angosta avanza tan despacio

 que ella puede sacar un brazo

 y arrancar las hojas de los pocos árboles del costado.

 Su amiga sostiene su sombrero fuera de la ventanilla

 y lo hace girar y girar, con la mente en blanco,

 hasta que rueda y aterriza en el pedregal.

 Mi madre no sabe que esa línea del ferrocarril fue construida

 por varones que creían que el tren había sido vaticinado

 en las profecías de Colmcille

 como un cerdo negro resoplando a través del vacío.

 Ella no puede profetizar, por eso no sabe

 que su padre morirá en tres años,

 o que conocerá a su esposo

 y pasará su vida adulta

 al oeste de estas redondas colinas de granito,

 o que, en setenta y cinco años,

 una de sus hijas la llevará en coche

 bajo ese puente que ya no existe

 fuera de Donegal

 por última vez.

 Todo lo que sabe es que está yendo a Ranafast

 y que el tren avanza muy despacio.

 

 

*De MOYA CANNON.

 

-Traducción: Leonor Silvestri.

- Irlandesas. 14 poetas contemporáneas.

Ed. bajo la luna, Buenos Aires, 2011.

 

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

InventivaSocial

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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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