domingo, febrero 27, 2022

COMO SI FUÉSEMOS INMUNES...

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 

 

 



 

 

Como si fuésemos inmunes*

 

A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan.

 (Lejana. Julio Cortázar)

 

 

Como si fuésemos inmunes

miramos el entorno y nada vemos.

 

 Vivimos encerrados

en nuestro mundo invulnerable

nuestra pequeña burbuja de cristal

donde no llega el eco

de los lamentos desgarrados

(como si todo ello no formara

parte de nosotros mismos,

como si esos rostros famélicos o atroces

no fuesen un reflejo abominable

de nuestros propios rostros impasibles)

 

Encerrados en el cuadro que pintamos

para obviar los colores imperfectos.

 

Y nos olvidamos.

Irreparablemente.

Nos olvidamos del otro:

ése que sin siquiera percatarse vive

el reverso de nuestra existencia

mientras reímos y jugamos y nos emborrachamos

como si fuésemos inmunes.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

-De Por si mañana no amanece.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Subida al techo*

 

Lástima el que sube

y desde el ojo se le baja el dolor en forma de agua

o se congela.

Y abajo del hielo duermen los antepasados,

las contradicciones adentro de la casa.

 

Lástima el que sube

y no sabe qué quieren decir las cosas

y advierte

que le han mentido.

 

Un mundo erróneo. Lástima

la confusión del frío y esas palabras

endurecidas

que lo miran.


Lástima el que sube a ese lugar donde lo sagrado

brilla por su ausencia.

  

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 -Poema del libro Cazadores en la nieve.

Editorial La letra Eme. Buenos Aires, 2014

 

 

 

 




 

 

 

RECONSTRUCCION*

 

*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

DÉCIMO TERCERA PARTE

 

–Vayamos al palacio. Es momento de dormir. Mañana le enseñaré un proyecto en el que he estado trabajando.

–¿Referente a la muralla?

–Así es. Y le contaré el resto de la historia.

El viejo abandonó su gran bolsa diciendo que la recuperaría en la siguiente jornada. Regresamos a las ruinas de su palacio. Caminamos en silencio. Mi mente hervía de preguntas, pero decidí esperar. Después de un rato de marcha, llegamos al centro del palacio. El resto parecía un juguete desbaratado. Había techos colapsados, columnas inclinadas, paredes cuyas grietas dejaban pasar la escasa luz de la tarde. Yo aún tenía un par de frascos con conservas. Le ofrecí de ellos, pero los rechazó. Sus pómulos afilados sugerían largos periodos de ayuno. El bosque, de alguna forma, le daría lo suficiente para mantenerse. Pensé que, para él, gran parte de ese territorio era prohibido. No podría internarse entre los árboles donde habían pendido cientos de condenados. Cada árbol tendría una huella, un grito, una mirada congelada y eso no lo podía soportar. Por eso, el único camino que restaba, a pesar de la magnitud del esfuerzo, era escalar la muralla. Necesitaba de alguien para ayudarle en la tarea; sus brazos y manos, hábiles para recolectar los fragmentos de plástico, eran insuficientes para la labor física que requería la estructura. Por eso había esperado, desde hacía mucho, a alguien como yo, un nuevo viajero que lo ayudara a cruzar. Esa suposición, a mi juicio muy cerca de la verdad, me llevaba, de nuevo, a preguntar por el destino del viajero. Quizás había sufrido una muerte a manos del Rey y por eso su silencio, sus palabras reticentes. Tal vez, en un punto de la historia que no sabía y de la cual no había registro, el viajero se había negado a cooperar para la construcción de una nueva escalera. Algo, sin duda, lo alertó para no participar. Imaginé la discusión, entre los dos; las voces miserables abriendo caminos en el bosque estéril. Después supuse que los restos del viajero deberían estar al pie de la muralla, confundiéndose con las raíces nervudas de los árboles, asimilándose, lentamente, a la capa vegetal del suelo.

El viejo prendió una fogata en una chimenea de piedra rajada a la mitad. Ya casi era de noche. Con la bocanada de luz aparecieron los pedazos de plástico recolectados durante mucho tiempo. Estaban en pequeños montones. Algunos parecían animales detenidos en una migración; otros parecían los miembros desorientados de un ejército diminuto y obcecado. Esos pedazos eran su reino, a ellos les daba órdenes o les contaba de sus planes para asaltar la muralla. El viejo, cabizbajo, sin necesidad de seguir fingiendo, me señaló un rincón. Me dirigí ahí. Encontré un par de cobijas gruesas. La cama real, cuya base había desaparecido, era sólo un rectángulo de madera con algunos vestigios de pintura. En la penumbra, el rostro del viejo parecía más antiguo, como el de un dios pétreo, recibiendo el homenaje del polvo. Miré, en la escasa bocanada que amarilleaba entre los restos de madera y muebles derruidos, las posibles huellas del viajero. Quizás, como me había sucedido en la bodega, podría encontrar huellas de sangre que el viejo no había podido borrar. Esas señas me confirmarían mis sospechas y me pondrían en guardia.

Me propuse no dormir. El viejo, impredecible, azuzado por sus fantasmas, podría levantarse para atacarme. Se sentiría amenazado por mi presencia. Suponía que no podía dejar de pensar en el viajero y en su muerte. Por el momento, al parecer, se sentía tranquilo. Para él, quizás, yo reemplazaba al viajero para repetir la historia, quizás un poco más adelante. Construiríamos la escalera. Sólo necesitaba mi ayuda para poder salir de ahí y, después, abandonarme. Miré sus brazos huesudos, la derrota del cuerpo encorvado mientras alimentaba la boca de la chimenea. Los pedazos de plástico, algunos chamuscados por la cercanía con el fuego, despedían un olor desagradable. Pero para él ese olor era familiar; cada pedazo representaba un muerto que no había podido enterrar y por eso estaban ahí, silenciosos, retándolo con su persistencia, esperando el siguiente movimiento para verlo fracasar.

El viejo comenzó a dormitar. Estábamos en lados opuestos de la habitación. Se tapó con una cobija. A la distancia parecía recuperar su antigua grandeza. Tenía que estar al pendiente de él. No quería atacarlo aún porque necesitaba de ese último paso. Quizás no estaba interesado en nada de lo que me había dicho y sólo hablaba para ganar tiempo y confianza. Lo único que quería era acabar conmigo y quedar solo, soberano de ese mundo extinto, gobernando los pedazos de plástico; descifraría, entre carcajadas inútiles, las luces que se veían encima de la muralla.

Entre la borrasca de la somnolencia, en medio de las ruinas, con la luz del fuego convirtiendo al viejo en una de las tantas piedras que conformaban la muralla, soñé que el río crecía tanto que el agua inundaba todo y se metía en las calles y en las puertas de las casas. Objetos de diversa índole flotaban como cáscaras vacías y recorrían plazas. Las corrientes juntaban escombros, arietes que tomaban impulso en el agua para destruir casas, puentes y embarcaciones de gran tamaño. Una mole, de muchos metros de altura, tan alta como una montaña, salió de su cauce, y comenzó a recorrer los vecindarios de un pueblo costero hasta encallar en unos terrenos pantanosos que sirvieron, al menos hasta ese momento, como una primera contención del fenómeno.

Desperté con los nervios galopantes y un estremecimiento en el cuerpo. El viejo no me había atacado. Miré el rincón, justo en donde había huellas de muebles pesados. El techo, filtraba la luz de la mañana. La cama estaba vacía. Me froté los párpados y salí del lugar. El viejo estaba en las ruinas de lo que había sido un gran pórtico. La muralla se erguía, imponente, a un par de kilómetros. Era, más que una construcción humana, un relieve de la naturaleza, como había supuesto la gente del reino. Rocas apiladas por el paso de las eras, hechas encajar por fuerzas primigenias. En algunos puntos la construcción parecía un mero fragmento, como los restos dejados por una batalla de gigantes.

–Te mostraré algo sorprendente –me dijo con un gesto de satisfacción.

Emprendimos el camino a la muralla. Sin embargo, cuando caminaba un trecho para tener una perspectiva más cercana, me daba cuenta de que esos aparentes fragmentos formaban parte de la misma estructura sólida, casi inexpugnable. Era el fin del mundo. Esa muralla adquiría el perfil de cada una de las tierras que contenía. Era un pensamiento en perpetua metamorfosis.

No le quise preguntar qué haríamos ahí, el plan concreto. Una vez llegados al pie de la muralla encontraríamos comida. Quizás ahí desapareceríamos. Quizás habría alguna señal del habitante que había cruzado al otro lado.

–Mucha gente soñó con él muchacho después de aquel día. Eso terminó por volverlos locos. A veces creo que anda por ahí, muy cerca, atrás de una gran piedra, indeciso de hablar.

Alcé la cabeza. Apenas podía distinguir el fin de la construcción.

–Encontré un punto débil entre las piedras. Una noche, harto de no poder dormir, vine a esta parte de la muralla. Llevaba una antorcha. No sé cuánto tiempo estuve, sin hacer nada, mirando la composición de las piedras. Entonces, vi algo artificial en un espacio entre las piedras. Dejé la antorcha en un lado y comencé a escarbar con las manos. Era un hueco muy pequeño por donde se filtraba un poco de resplandor. Era una herida que evidenciaba un punto débil en la muralla. No sabía si había más.

–¿Es verdad lo que me dice? –pregunté sin poder ocultar mi ansiedad.

El viejo estaba distrayendo mi atención para poder atacarme. Había suficiente espacio entre los dos para que pudiera rechazar cualquier intento de violencia. Miré las piedras que estaban al lado.

–Es verdad – afirmó con una seriedad que no le había visto antes.

–Así que dediqué las noches para salir con una antorcha e inspeccionar el punto en la muralla. Encontré, en la casa de un guardia, un cincel y un martillo. He estado, desde entonces, desbastando la piedra. Creo que, después de tanto tiempo, he logrado un avance significativo.

El viejo, sin duda, exponía con orgullo su locura. Señaló, junto a un par de piedras, un martillo y un cincel. Miré el nervio en sus manos. Un temblor que surgía de las puntas de los dedos y que se anclaba en los labios secos. Iba a desmentirlo, a burlarme de él, cuando miré con más detenimiento sus manos agrietadas. No eran las manos de un noble. Miré los nudillos castigados por golpes que no llegaron a la piedra y que dejaron moretones, nervios comprimidos, tendones colapsados y aún dolientes. Las manos, quizás, ya no servían para hacer trabajos finos, habían perdido precisión. Las había inutilizado con el trabajo diario en la muralla. Ahora, ante la imposibilidad de seguir con la intensidad de antes, se había dedicado a recoger los pedazos de plástico que transportaba el río. Miré de nuevo el temblor de sus manos y las gruesas venas que las recorrían, como ríos caudalosos que llevaban su carga de sangre envenenada. Las huellas en las manos indicaban, sin duda alguna, la obcecación del hombre, el martilleo insomne, fuera del tiempo, consciente del instante, único, repetido miles de veces, de ir contra la piedra para salir del mundo, morir sin perder el fino hilo de la consciencia. En los golpes, también, estaban los muertos. Para él aún no eran suficientes y los golpes remedaban el lento machacar de un cráneo porque, a partir de entonces, era lo único que tenía sentido: machacar a sus súbditos, acabar con todos, golpe a golpe. Hacerlos fragmentos cada vez más pequeños hasta que se volvieran polvo. Los golpes eran una nueva forma de respirar. Cada gota de sudor, cada desfallecimiento, eran un motivo para seguir existiendo.

 


(CONTINUARA)

 

**

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Me caigo desde las cosas,

me despeño,

desde el cuerpo me rompo como un vidrio,

tengo el peso

de las piedras que caen sobre los ríos

vencidas por las leyes que no entienden.

Me quiebro

mansamente cada día,

me rompo contra los mismos muros tantas veces.

Me astillo, vegetal, mi sangre en savia de algún árbol

que fue mío y no recuerdo.

Me fracturo.

Me disuelvo.

Me desgasto.

 

Rota de mí,

ejerzo la osadía

de levantarme siempre.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

EL BOSQUE DE LOS CEREZOS HA PARTIDO*

 

Me desperté asustada por el estruendo leve del silencio.

El bosque de los cerezos ha partido.

Ha partido. Ay sin despedirse.

También se ha ido el hombre del sombrero roto.

Se lleva, Ay se lleva la huella de la última nevada.

Los viñedos, inútilmente extendieron sus brazos.

Ay no pudieron, no.

 

Reclusos crepitan en la pasión dorada del otoño.

El sol, indeciso muerde una manzana de oro.

Ay una manzana de oro.

La esclavitud sonríe en la pausa fresca.

 

El bosque de los cerezos ha partido.

Ha partido. Ay sin despedirse.

El amor y el olvido, mustios

Caminan aferrados al hombre del sombrero roto

Y se llevan, Ay se llevan la huella de la última nevada.

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

"El amo tiene en los ojos piedras que encierran las heridas del mundo, pero con ellas hiere y no le importa herir" 

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

-De la novela "Hace miedo aquí".

-Página Doce, Literatura Fantástica, Buenos Aires, 2004.

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Mirlo*

 

Desde la ventana del tren

pienso en los que ya no están

en los que están lejos

en los que un día no estaremos

otra persona viajará en este tren

en este asiento

y mirará por la ventana

tal vez los mismos árboles

y se pregunte si alguien, alguna vez

mirando el río

vio posarse al destino en la ventana.

 

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

- De Margot, la prostituta que leyó a Bakunin y otros poemas. 

Editorial Leviatán. (2019)

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/

https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL

 

 


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