sábado, abril 16, 2022

LA INFINITUD DEL DESENCUENTRO.

 


*Foto de Noelia Ceballos.

 

 

 

 


 

 

 

La caída*

 

 

1

 

Abro los ojos

Y no sé quién soy.

El estómago se asfixia,

el cuerpo, tibio, se agita.

 

En mi frente se aloja

todo lo viviente.

Al distraerme

florece mi debilidad.

 

Abro los ojos y temo lo peor:

descubrir que la rutina me expulsa

sin piedad por la antigüedad de mi queja.

 

 

2

 

A mi alrededor

las labores continúan.

 

A nadie le importa

la congoja

que disimula la rutina.

 

Es sólo un modo

de ocultar el miedo al paso de las horas,

al valor que perdimos

en lo cotidiano de nuestras disputas.

 

*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar

-El sonido de la atención. Huesos de Jibia. Buenos Aires 2013

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Impostores en el templo de Odessa*

 

Creí entender que le habían tomado el espíritu

que su alma volaba inquieta hacia arriba

dejando que su cuerpo, sus brazos, sus manos

estiradas hacia el cielo se sacudieran

convulsiones espirituales, pensé

metempsicosis, me sopla al oído Vladimir

la señora del maquillaje muy intenso

acomoda su collar de perlas falsas

apaga el celular que se mezcla con el sonido de la campana tibetana

esconde sus medias corridas

ante la mirada sorprendida del hijo del Señor

de la Madre del Hijo

del cordero sagrado que perdona los pecados del mundo

y del farsante de la primera fila que miraba encantado.

Hacía calor, salí del templo a fumar

a tomar una cerveza

y pensé en invitarla a caminar

a buscar un refugio para mi alma atormentada.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De "Una noche en Bosque - Poesía”, Editorial Leviatán, 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 CANCIÓN*

 

 

Acércate

hasta la negrura que está allí

donde puedas casi tocarla con las manos

percibe su frío

su indiferencia

pero no la escuches aunque insista

no te dejes convencer

obséquiale tu silencio

no te desnudes

aunque te tiente con sus ojos llorosos

con su soledad gris refugiada en los retratos

y te diga que puede traerte lo que has perdido

acércate

cauto

sólo sonríe como si hubieras descubierto la salida

no ruegues aunque no sea suficiente la esperanza

no los nombres

ni en voz baja

ni altisonante

no es necesario llamar por los que no vendrán

acércate

tan cerca como puedas sin que roces su geografía

y cuando estés tan lindero que su aliento te abrace

sólo canta

canta

no dejes de cantar

como puedas

 

*De Oscar Vicente Conde.

 

 

 

 



 

 

 

 

 

RITUALES DE DESPEDIDA *

 

 

No me dejaron participar

de los rituales funerarios.

Al abuelo le falló el corazón.

Toda la noche

lo quiso controlar entre sus manos,

estoico, sin ayuda,

pero el escurridizo animal

ya tenía las valijas preparadas.

El viento subía y bajaba por las calles

haciendo resonar las cuerdas de los álamos.

Por más que me decían ‘va a estar bien’,

bajo un sol terrible la calavera de la barda

me mostraba los dientes.

Desde alguna ventana siento

la sirena en su caja blanca

llevando el cuerpo de mi abuelo

a Bowen, Mendoza,

que era su tierra, y él

volvía a reunirse con su tierra,

en la que en otro tiempo

había hecho plantar papas a sus deudores

durante una sequía, la sangre agricultora

aparecía como instinto

en el hombre que ahora tenía un negocio

de repuestos para autos,

donde solía acompañarlo las tardes aburridas.

En la pared de atrás del mostrador

tenía uno de esos carteles de prohibido

con el dibujo de un esqueleto fumando

y me dijo ‘así va a terminar tu tío’

y nos descostillamos de risa.

Sonrisa afable, dentadura y cabellera inmaculadas,

se sentaba en la cabecera de la mesa

con el control de la tele ajustado

en la mano como un arma,

la sacarina y los palillos junto al plato,

señor de las situaciones decía no al no y sí al sí,

y la meditación o las consecuencias

eran menos importantes que las decisiones.

Conmigo dejaba asomar su escondida sonrisa picaresca,

fue el primero en introducirme en los dominios de la materia,

ya sea en los infinitos recovecos del patio, bajo las parras,

o en esos arruinados galpones balzacianos.

Bajo su guía examiné caracoles 

saltamontes, arañas; coseché higos del fondo

aprendí a hacer gomeras, alineábamos

botellitas de vidrio y de lejos le tirábamos.

Cuando caía el sol jugábamos al fútbol

en el campito de al lado de las vías abandonadas

que como espectros o fósiles de una era concluida

recordaban el pasado glorioso del pueblo,

la fiebre de oro ferroviaria;

el horizonte era un jardín de bodegas

y secaderos abandonados

que daban al escenario un aire de posguerra.

Entonces nadie había muerto todavía.

Al principio pensaba que el abuelo

formaría parte de las constelaciones

que mamá señalaba en el cielo,

un extraño consuelo para un chico sin bautismo,

la educación religiosa familiar

era de poca ayuda para situar en la imaginación

su nuevo paradero, los dominios de Dios lo desbordaban

y Tierra era una idea demasiado contundente.

Con el tiempo vinieron otras muertes,

nuevos lugares de vacaciones, olvidos,

sin darnos cuenta, nos volvimos escépticos y distantes,

sin humor para los encuentros de verano,

y los primeros dolores llegaron a ser en la distancia

como la estructura de una casa en ruinas

donde las emociones son un puñado de tierra y telarañas.

 

*De Federico Lardies. fedelardies@gmail.com

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

LA ESPERA*

 

 

*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

Los de afuera, suponiendo que existan, quizás puedan considerar nuestro comportamiento demencial. Sin embargo no podemos controlar el temor cuando el crepúsculo llega y se extiende por las habitaciones de la residencia. Entonces nos acercamos a las ventanas y miramos el camino que sale de la entrada principal y se interna en el bosque. Somos viejos todos: algunos apenas pueden hablar, otros se mantienen en silencio, acostados en sus camas, mirando el techo o aparatos descompuestos. La vigilancia del camino es fundamental y, aunque no tenemos reglas precisas, cuando cae el crepúsculo tenemos la certeza de que algunos están apostados en las ventanas, esperando alguna señal –los faros de un auto, por ejemplo– para dar la voz de alarma. Están ahí, iluminados con velas (la luz eléctrica no funciona desde hace varios años), con los rostros empalidecidos y atentos, pensando en lo que ocurrirá si ven un auto o si un improbable extranjero emerge de entre los árboles para caminar, con paso decidido, a la residencia. Hemos pasado tanto tiempo aquí, solos, que esa posibilidad parece lejana. A pesar de esto un sector aún cree que alguien llegará y que ese encuentro creará una escisión en el tiempo. Los más radicales dicen que el mundo exterior, aquel que conocimos cuando éramos jóvenes, no existe más y que la residencia es una especie de isla, una roca rodeada de un mar estéril e infinito. Sólo nos queda esperar.

De la residencia sabemos poco: en algún momento se fundó y fueron ocupados sus dos pisos. Varias generaciones de ancianos llegaron, vivieron sus últimos meses o años y fueron reemplazados con rapidez. Geriatras y familiares poblaban los pasillos y sus voces se escuchaban hasta altas horas de la noche. Hubo un momento, un día ahora perdido en la memoria, en que uno de nosotros percibió un gesto de repulsión en un familiar que lo atendía. Algo normal, quizás una reacción que provocaban nuestros cuerpos en declive y que no podíamos controlar. Pero los gestos se repitieron: por aquí había una mueca, por allá un malestar que trataba de ocultarse con un sutil carraspeo. La desazón comenzó a extenderse entre los visitantes y, peor aún, entre los médicos. Las rondas de supervisión perdieron su rigor y pasábamos cada vez más tiempo en soledad, mirándonos entre nosotros, alejándonos del tiempo y buscando combatir la realidad con los recuerdos. Apenas hicimos preguntas que fueron respondidas con frases vagas. Nuestra indiferencia se justificaba por nuestro inminente final: unos días más o unos días menos eran irrelevantes en ese extremo del camino. Algunos, incluso, parecían agradecidos con ese abandono porque ya no tenían que ser partícipes de las atenciones que les prodigaban y que, muchas veces, eran fingidas. Entonces dejaron de venir: primero los familiares, después médicos y enfermeras. No ocurrió de inmediato: fue un movimiento lento, como un grifo que gotea hasta secarse por completo. Desaparecieron como si nosotros fuéramos víctimas de una infección invisible, asintomática y peligrosa. La residencia quedó casi sin ruidos. Los teléfonos en las oficinas, cuando eran descolgados, no daban línea. El estacionamiento no tuvo más autos. Sólo hubo leves hojas en la fuente y varios nidos de pájaros se sustentaron en los aleros. Los pasillos fueron habitados por nuestras fatigosas respiraciones cuya fuerza apenas empañaba los cristales en el frío de las noches.

Los días transcurrieron: muchos no podían caminar y, de costado en sus camas, como barcos arrojados por la marea, parecían calcular –con los ojos muy abiertos– el peso casi sólido de la penumbra. Sin embargo no se contagió el pánico. En nuestros rostros había tranquilidad, resignación ante un fin que llegaría antes de lo previsto. Las medicinas se acabaron. Una partida de enfermos, sin mucha esperanza, hurgó en una oscura habitación en busca de los últimos analgésicos. Pronto abortamos más estrategias de sobrevivencia. Sin hablarlo mucho nos convencimos de que las medicinas, los controles, las dietas, eran instrumentos sin poder, meros artilugios cuya única función era aletargarnos, convencernos de que no valía la pena oponerse a la inexorable muerte. Sin ellos nos volvíamos quizás más frágiles, pero también más lúcidos. Nuestros pensamientos se aclararon. Sin embargo, en vez de indagar nuestro destino y las posibilidades futuras, nos dedicamos a explorar la memoria, como si en algún resquicio, en alguna imagen, se encontrara la explicación del rumbo que habían tomado nuestros últimos días.

Pronto vinieron las primeras muertes. Lo sabíamos cuando llamábamos a alguien por su nombre y no respondía. En algunos casos era evidente el triunfo de la enfermedad o el repentino colapso de un órgano vital. Sin embargo, otros viejos que aparentaban una salud irreprochable y que sólo tenían leves achaques, morían sin explicación convincente. Cuando pasábamos frente a sus camas y mirábamos su expresión vacía, sus labios flojos, brillantes por un último espumarajo, comprendíamos que su muerte había llegado por aburrición, por esperar demasiado tiempo a que algo sucediera. Entonces los envolvíamos entre las sábanas y dejábamos que los más fuertes los arrastraran por los pasillos para abandonarlos en los linderos del bosque. No había oraciones, acaso un buen deseo que se olvidaba cuando esperábamos tras las ventanas el improbable ataque de un animal carroñero. Alejados de una descomposición rápida, los cuerpos se sometían con dignidad a la acción del tiempo y, a los pocos meses, veíamos entre los árboles sus esqueletos ordenados y persistentes. La población menguó así que pensamos que sería buena idea dejar registro de nuestra existencia. En una pared del ala oeste grabamos nuestros nombres con un punzón encontrado en un cuarto que guardaba herramientas de jardinería. Ahí quedaron nuestras fechas de nacimiento y un espacio en blanco que esperaba ser ocupado muy pronto. No pasaba un día sin que especuláramos con el nombre del último encargado de esa labor.

Nuestro grupo se redujo a quince. Hasta entonces habíamos sobrevivido gracias a las conservas, sueros y latas que racionábamos ferozmente. Nos sentíamos sin fuerzas para intentarnos en el bosque y buscar una población cercana. Probablemente moriríamos a medio camino, deshidratados y devorados por el calor. Algunos subieron al techo de la residencia con la esperanza de llamar la atención de algún viajero que caminara por un sendero lejano. Regresaban siempre con los rostros inexpresivos. Entonces, agotadas todas las opciones, nos acostamos en nuestras camas y nos dijimos parcas palabras de despedida. La luz de la luna iluminó nuestros cráneos desnudos: el fin llegaría pronto. Dormitábamos a ratos con los labios entreabiertos y la expresión apretada y ansiosa. Podíamos sentir a nuestros cuerpos debilitándose aún más. Nuestros estómagos ahora eran espacios vacíos que, al no poder expandirse más, se contraían como estrellas que canibalizan su propia energía hasta apagarse por completo. Entonces vinieron los primeros dolores por inanición. Nuestras mentes, anteriormente lúcidas por la ausencia de químicos, se volvieron borrascosas y fabricaban alucinaciones, imágenes distorsionadas que mezclaban pasado y presente. Contra toda lógica, persistimos. Sumidos en una pereza dolorosa, creímos enraizarnos en las tinieblas de las noches y en el ámbar de las mañanas. El horizonte de la muerte se presentaba siempre a la misma distancia como un espejismo que se graba en la mirada alucinada del viajero. Nuestros perfiles se afilaban con los días y las costillas, con cada respiración, esculpían su relieve. Por dentro, sin embargo, permanecíamos intactos: nuestras células parecían nutrirse de su propio vacío, mantenían sus límites engañando al desgaste. Alguien dijo con voz temblorosa –acaso con un matiz profético- que había tenido un sueño y que en ese sueño las sábanas que nos envolvían eran capullos que ocultaban una metamorfosis secreta y terrible. Por el momento, según él, estábamos en una fase larvaria que devendría en un alumbramiento, un amanecer que podría ser estabilidad o caos.

Perdimos la cuenta del tiempo. Las hojas del calendario se endurecieron y adquirieron un indeciso color amarillo. Las estaciones parecían ser las mismas. Seguíamos en nuestras camas, aburridos ante una muerte que no deseaba hablarnos, castigándonos por una falta desconocida. No comentábamos nada por cansancio o por temor a que las palabras elaboraran nuevos escenarios que, a la larga, nos llevarían a la locura. Los más cercanos nos entendíamos con la mirada o con las respiraciones que apenas quebraban el pulso de la noche. Entonces ocurrió: una tarde en la que el cielo, carente de nubes, parecía un ardiente desierto, alguien, cuyo nombre hemos olvidado, hizo a un lado las sábanas, comenzó a levantarse de su cama y se puso en pie. Sus primeros movimientos fueron vacilantes, como si su cuerpo imitara, inconscientemente, los primeros pasos de la infancia. Lo miramos con incredulidad y, después, con esperanza. El aventurero, un poco tambaleante, fue por sus pantuflas. Luego miró con expresión de triunfo una bandeja que desde hacía mucho no tenía comida. Cada pisada nueva era más firme que la anterior. Pronto lo imitamos y deambulamos entre las camas, sorprendidos y ansiosos. Caminar por el pabellón principal fue colonizar un nuevo mundo. Ya no sentíamos hambre y nuestras lenguas tenían una perenne sensación de humedad, como si acabáramos de beber un vaso de agua. Nos sentíamos diferentes, desconocidos. Alguien refirió, con una febril convicción, que nuestro deterioro se detendría indefinidamente. Lo escuchamos con temor porque, incapaces de morir, seríamos una anomalía, un accidente viajando a ninguna parte.

Desde entonces estamos aquí, respirando, sin pensar en el paso del tiempo. Vigilamos obsesivamente el camino que lleva a la residencia y la frontera del bosque. Nuestro temor es que nuestra realidad, demasiado increíble, sea una ilusión y que cualquier evento externo rompa la burbuja que nos contiene. Quizás ese evento nos redima con la muerte. Pero no tenemos esa certeza y por eso sólo podemos mirar por las ventanas, imaginar que estamos dormidos, en un punto del pasado, rodeados de médicos y parientes, en un segundo que se expande constantemente hasta crear las sensaciones y reflejos que percibimos en estos momentos. Otros imaginan –quizás su esperanza no sea del todo vana– que algún día nuestras fuerzas serán suficientes, abriremos la puerta principal de la residencia y saldremos a contar nuestra historia.

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

QUE VUELVAN LOS QUE YA SE FUERON. *

 

Para Lupa Cabrera

 

Que vuelvan los que ya se fueron.

Los que dejaron sin voz

a los caracoles

sin sonido a las tormentas

sin luz a las ventanas.

Que vuelvan los que se fueron.

Los que ataron mis huesos

a sus huesos

los que se llevaron

un brazo media pierna

los que sin quererlo

dejaron mi corazón en la montaña.

Que vuelvan los que se fueron.

Que salgan de las fotografías

de las cartas

de esas cajas horribles

que los sujetan, noche y día,

y los meten en un oscuro rio

sin sepultura.

Porque el mar del tiempo

los devuelve, como náufragos,

y nunca jamás

terminan de morirse.

 

*De Jorge Palma. jpalma@adinet.com.uy

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL HOMBRE QUE CALLA*

 

Dijo “no, gracias”. Dos palabras, pensó, está bien, perfecto, simple y fácil. Sensación de tranquilidad, todo encaja, las esferas se desplazan sin escollos por una superficie pulida. Epifanía.

Hace ya demasiado tiempo que cuida sus frases, cuenta mecánicamente las palabras, tacha las que se pueden obviar, siente la satisfacción del avaro que economiza un céntimo.

Es un hombre que calla. El silencio ha venido quedándose a su alrededor como una neblina de esas que al mirar por la ventanilla del autobús se levanta de los bañados, y son jirones y luego un humo transparente y finalmente desaparece el paisaje y sólo los altos follajes sobreviven a la irrealidad.

No es un silencio definitivo, alguna que otra vez una palabra necesaria se le desprende y muere apenas pronunciada. Escuetas frases concedidas a la cortesía, una respuesta, una pregunta o un pedido con el número imprescindible de voces. Ejercicios de contención, sus sentencias son como las palabras cruzadas del periódico: cuadraditos, casilleros más blanco y negro que pintura impresionista temblorosa de pinceladas y manchas.

Este hombre cuando habla sigue callando y no sabe, él mismo, que cuando habla calla.

Ahora sonríe al portero y la sonrisa reemplaza al “buenas tardes”, cabecea al compañero de trabajo y se ha ahorrado un saludo, afirma con un gesto y descuenta un “si”.

Por alguna razón hay datos que se afirman como pilares y se tornan encadenantes. Ciertas supersticiones generan ritos que nos acompañan en lo cotidiano. Habrá quien se avenga a la pueril pulserita roja contra la envidia, quien se persigne cuando transite frente a una iglesia, quien tire sal por sobre el hombro izquierdo cuando involuntariamente tumbe el salero.

En algún momento se le unieron informaciones desparejas. De pequeño leyó o escuchó que los animales tienen el latido de su corazón ajustado de acuerdo a la longitud de su vida, las especies longevas tienen un ritmo cardíaco más moroso, las efímeras redoblan pulsaciones dilapidando impulso vital. Así el pequeño corazón del colibrí es un tamborcillo enloquecido, mientras que los corazones de las lentas tortugas laten con la parsimonia adecuada a su longevidad. Habría entonces para cada uno un número prefijado de sístoles y diástoles, y cada carrera o susto acerca al individuo a su muerte. Pensó en algunas excepciones, se preguntó si esto dado por verdadero en líneas generales será, precisamente, una generalización al gusto de las divulgaciones de nota de relleno en el periódico, o de las páginas de noticias insólitas.

Como todo aquello que nos conmueve, quedó en él sin necesidad de prueba o confirmación. El hecho de dudar de la veracidad del dato lo hizo más cercano a lo mágico y verdadero en cuanto a ser un artículo de fe.

Reflexionó sobre el número exacto de inspiraciones y exhalaciones a lo largo de una vida, en la precisa cifra de parpadeos, en el número de pasos posibles, en toda esta finitud de acciones, esta contabilidad incógnita y sin embargo precisa y finita.

Aquel niño se sentará un determinado número de veces antes de morir. No sabe él el número, no lo sabe su madre, pero es indiscutible que el número existe. Debiese estar ocioso el Dios que llevase las cuentas de todos los mortales, que cuántas veces ha dormido éste y que cuántos pasos le quedan a aquél, pero supone que no es imprescindible contar las hojas que quedan en el árbol para que caiga la última, y del mismo modo determinados actos se gastan. Entonces es bueno y necesario hacer economías y ser cauto al ir entregando las monedas para retrasar la bancarrota inevitable.

Tantas veces me habré calzado, tantas me cortaré el cabello, tantas veces producirá la médula un glóbulo rojo, uno más.

Matemática secreta, oculta, roja, de sangre y órganos, de acciones húmedas, acaso reprobables.

Pensó en los óvulos que nacen con la niña y poco a poco se liberan a su destino de procreación. Todos ya allí desde la beba sonriente en su cochecito. Los futuros hijos, uno por uno los óvulos, muchos, pero ciertamente no infinitos, y uno de ellos, el último.

No practicó el sobresalto, se alejó de parques de diversiones y deportes para no malgastar el número exacto de latidos que se le destinan. Y no fue nunca un hombre que temiera a la muerte, sino que sintió hacia los días futuros cierta clase de extraña avaricia.

Luego, y también por una de esas razones que se pierden en lo borroso, sintió que para él había un número exacto y prefijado de palabras que podría utilizar. Y las palabras entonces –se dijo- no será que las palabras también están contadas en el racimo que nos pertenece. No será que cada palabra achica el período de gracia, no será que, al gastar los verbos, los sustantivos, no será que con la palabra de menos nos acercamos a la muerte.

La muerte como bolsillo vacío, como hueco.

Economía.

Sin percatarse demasiado, fue escardando sus frases hasta convertirlas en esqueléticas ramitas invernales. Cada adjetivo era un derroche, alguna vez comparó las descripciones a fumar un cigarrillo que fuera tapando los bronquios y envenenando lentamente los pulmones para provocar el colapso último.

Pero no es algo que meditase todos los días, y si le preguntáramos el porqué de su laconismo lo juzgaría producto de su carácter o de la mera costumbre. Antes, mucho antes de los psicólogos y las terapias ya sabíamos que cada acto es resultado de factores lejanos y sumergidos en el olvido. Ni tan siquiera es necesario creer en algo para ajustarse a sus reglas, seguramente reconocería lo absurdo del razonamiento si se detuviese en ello, pero ya habituado a la caligrafía japonesa de su vida, encuentra natural que para describir un temporal basten cinco líneas en un árbol y un cabello enloquecido.

Pensar la frase perfecta, la más breve. Abreviar, cortar, suprimir. Alejarse del precipicio final a través del ahorro.

Este escaso intercambio verbal se refleja en una notable sequedad en el trato, en poca transmisión de sus sentimientos y, finalmente, en sentir cada vez menos. Nada para decir, nada para compartir si cada palabra tiene un precio que pagará indefectiblemente.

Las palabras dichas son monedas que se alejan de la bolsa, las palabras pensadas se van recortando también, y la pizarra superpoblada de la niñez, llena de dibujos con tizas de todos los colores se le ha ido tornando pantalla de ordenador, campo blanco y letra destacada.

Tamaño ejercicio de estilo lo ha dejado en soledad. Tiene una esposa que lo tolera, dos hijos que lo soportan, compañeros que no notan su ausencia. A su lado florecen las narraciones y los graffitis, las conversaciones se entrecruzan y millones de informaciones innecesarias se derraman y gotean. La gente charla de lo importante y lo intrascendente, mienten, exageran, repiten.

Este hombre que calla es un palote negro, un redondo silencio en la sinfonía turbia de vientos y cuerdas enloquecidas.

“No, gracias” ha dicho. Perfecto, simple y fácil.

Llegará el día en que tanto ahorro encuentre la necesidad de ser dilapidado. Se suicidará sin pastillas ni soga de nudo corredizo. Será por despilfarro. De buenas a primeras comenzará a hablar y pasará del balbuceo al canto, del canto a los pensamientos inconexos, a las estrofas inabarcables y a la superposición de colores. Se le brotarán recuerdos y tirará adverbios a las fuentes, no reparará en gastos y a sus nietos les repetirá el mismo cuento hasta que las páginas manoseadas se manchen de masita de chocolate y crema de leche.

Pero este hombre todavía calla. Le resta un poco de tiempo, aún, para la liberación.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

"...Es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos... solos"

 

*JOSEPH CONRAD.

- Fragmento en "EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS"

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

De paso*

 

 

Lo pensó así en el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.

Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.

Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que, en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...

Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.

Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.

Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.

Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:

"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí

en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.

¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.

Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?

Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.

De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.

Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:

- ¿Qué estará haciendo ahí?

Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:

- Está esperando.

El joven le mira, incrédulo.

- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...

- Probablemente él sabe.

- Pero si supiera, entonces...

El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.

- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.

Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aún tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

http://sergioborao2011.blogspot.com/

 

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

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