jueves, abril 07, 2022

EDICIÓN ABRIL 2022

 


*Foto de Eduardo Francisco Coiro.

https://www.instagram.com/educoiro/

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Algunas cosas

no deberían suceder, pero suceden

por culpa del azar

o de las piedras

que echamos a rodar cuando aprendimos

que tropezar

también es levantarse.

Así,

supimos que la tragedia no siempre nos señala,

que no fuimos los héroes que conquistaron la alegría,

que vivimos igual que el resto de los otros,

empujándonos

de un lado al otro de la tierra.

Sólo el amor, a veces,

nos rescata

y nos regala el corazón que merecimos

cuando fuimos inocentes

y soñamos

con un latido más leve que los pájaros.

Entonces canta

en el centro del pecho

una musiquita de luz.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TIERRA ASENTADA*

 

Me cuenta Miguel lo que otros contaron, que es una forma de homenaje a los narradores, a lo narrado, a la memoria que se derrite como el hielo en verano, que se esfuma, que tiende a desaparecer.

Y me cuenta Miguel que le contó Antonio que su padre, brazos en jarra frente al mar, le dijo "qué lecos está mi casa", italiano frente al mar, italiano frente al océano, frente a la inmensidad del espacio pero más del tiempo. "Qué lecos está mi casa", y le aclara "mi casa de la infancia". Todo un mar, señor Cali, todo un mar entre su Italia y la América.

Y cuenta Miguel que su amiga Inés le dijo una historia, me imagino historia contada a media voz, historia de sobremesa, cuando la luz he decaído, la emoción florece y los vellos sutiles propenden a erizarse frente a lo intangible, a lo tan real que se puede tocar con esos, los dedos verdaderos del comprender por completo.

Inés le contó a Miguel que su mamá llamó a un taxi, le dio la dirección de su casa para volver a ella, y el taxista comprobó que la casa a la que la señora quería dirigirse era esa de la cual había salido recién para tomar el taxi. Sería, me imagino, la casa de la infancia. Pero ella no quería volver a esta casa presente, a esta casa donde ella es vieja y su hija ya no juega ni llora con las rodillas raspadas. Ella no quiere esta casa repintada, transformada, con gentes distintas a fuerza de calendarios y sucesos y vida

que transcurre. Ella quiere volver a su casa de la infancia.

El océano del tiempo la separa de esa casa de fantasmas. Cómo podría ser esta casa la casa de la infancia, si aquí papá no está, si en esta cocina las manos de mamá no amasan los tallarines en la mesa empolvada de harinas pasadas, ya irremediablemente posadas en la madera que ya no está.

Y mi madre vuelta a su Euskadi que me dice que aquí por donde pasa la autovía era la fábrica, y aquí donde ya nada hay, en este sitio que ya no es pero fue, ella jugaba. Y el señor Coiro con sus ojos de cielo, plantando en este clima dos sufridas parras y un nogal retorcido para traerse un pedacito de su paisaje de montañas.

Me doy cuenta de que esta es una tierra de gentes sin hogar. Mudados de ciudad o de país, mudados de casa, pocos pueden atrapar el polvo dorado que los rayos de luz orlaban para sus abuelos. Me doy cuenta de que esta tierra es una tierra de gente trashumante, que tiene la extraña costumbre de envejecer, de perder amigos familia y conocidos, de viajar el tiempo que aleja aleja aleja irremisiblemente de las casas de la infancia.

El papá de Antonio, brazos en jarra delante del mar, del infinito mar, descubrió que la casa de la infancia estaba lejos. Que la infancia estaba lejos. Que era un marino del océano del tiempo y del espacio.

El polvo de los altillos se asienta en los suelos de madera. El libro troquelado se va cerrando, la casita se pliega, queda el mar. Se escucha en el silencio un reloj.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 



 

 

 

 

 

 

SIN TÍTULO*

  

No tengas miedo en esta pesadilla que comienza.

No hay una sola realidad,

cualquier sonrisa triste es a la vez dichosa en otro mundo,

de un barco a otro hacemos señas, de un lado hay silencio informe,

 hay peces abisales,

en la orilla de enfrente hay ciudades brillantes en la penumbra líquida,

tu garra, en el universo paralelo es una mano que acaricia:

estás en la absoluta soledad o en la jauría;

el agujero que te absorbe

puede ser un abrazo, una cópula o una mesa de torturas,

no hay músicas universales. Cada cosa es un país extranjero, 

la muerte, un nacimiento,

en ese fluir insensible y levemente adverso de los días.

Hoy llegaste al infierno y no sabés si alcanzaste el paraíso:

todas son llaves falsas.

No sufras:

Esa guerra donde una lanza se clavó en tu costado, ese caldero

donde van a devorarte, esa fiera que ha saltado a tu cuerpo, 

ese lugar donde te acribillan a disparos

es la belleza de tu madre en el antiguo patio de la infancia.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

El futuro silencioso*

 

*Por Juan Forn.

(Contratapa del 4 de mayo del 2012)

 

El nene de Simon Reynolds descubre, en un viaje en colectivo, que en los colectivos de Nueva York hay una gaveta con mapas gratis de los distintos barrios de la ciudad. Se trae uno de cada viaje que hace, y le pide al padre ir en colectivo a cualquier parte. Cuando no encuentra uno de los que le faltan, no se lleva ningún mapa. En uno de esos viajes, al ver la cara de decepción de su hijo, Reynolds le propone ir hasta la terminal y traérselos todos. Reynolds, para definirlo mal, es un periodista de rock inglés, pero ya hablaremos de eso. Alcance con decir por ahora que Reynolds es lo que es porque un día de muy chico empezó a devorar música y no paró nunca más. Esa es su segunda piel. Por eso, su primera reacción es proponerle al hijo ir a la terminal y traerse todos los mapas. Pero el hijo le contesta que no quiere ir a la terminal; lo que quiere es ir juntando los mapas de a uno.

Reynolds tiene entonces una epifanía. Piensa que su hijo es hijo de tigre. Recuerda sus primeros tiempos en la música, cuando juntaba moneda a moneda durante la semana para poder comprarse un disco cada viernes y se le hacía tripas el corazón si lo que escuchaba, al llegar corriendo a su casa, no le gustaba, pero seguía escuchándolo febrilmente hasta encontrar algo que justificara la compra. Reynolds recuerda cuando todo era espera, la llegada de un disco, la ocasional aparición en la tele de alguno de sus ídolos (y si uno se lo perdía, no lo veía más, porque nunca se repetía, y casi nunca ponían en la tele a sus ídolos). Reynolds recuerda aquella espera y entiende que ése fue el combustible acumulado que lo detonó después a una vida de escucha ávida, cada vez más multifacética y enfermita, hasta saber quién toca en cada disco, en qué momento preciso ocurrió cada avance del rock y cómo se multiplicó en mil esquirlas.

Reynolds tiene algo que a mí me encanta: no cree que está escribiendo sólo de música cuando escribe, y abre el espectro en muchas direcciones, todas inteligentísimas, pero a mí lo que me pierden son sus exabruptos confesionales. Reynolds dice, por ejemplo, que ha invertido todos sus esfuerzos, desde la adolescencia, para paliar el estigma de nacimiento de su generación: haber llegado tarde a los ’60 y al punk. Reynolds es el gran crítico musical del momento, de Londres se fue a vivir a Nueva York, le publican todo lo que escribe y le piden más, pero algo lo está perturbando últimamente: la curiosa y cada vez más evidente lentitud con que avanza la primera década del siglo. De hecho ya ha terminado y Reynolds descubre que nada de lo que sonó en los 2000 no sonaba ya en los ’90.

El hijo podría tranquilizarlo: “No pasa nada, sos mi papá igual, sólo te estás viniendo viejo”, para no decirle que hay un momento en que uno va dejando de vivir en su época y empezando a vivir en su mundo. A algunos les pasa a los cincuenta, a otros a los cuarenta, a otros les empezó a pasar a los treinta o incluso antes (y así quedaron: demasiado poco tiempo en su época para alcanzar a construirse un buen mundo donde irse a vivir después). Reynolds ronda los cincuenta. Pero como está tan acostumbrado a su inteligencia, a procesar fructíferamente la demencial data que acumula día a día, año a año, suma la frase de su hijo al total de lo que tiene en las mil pantallas prendidas en su cerebro y elabora toda una teoría, que bautiza “Retromanía”, y que viene a ser el saqueo del pasado en busca de novedades. Dice Reynolds que las mujeres jóvenes de hoy a quienes les importa la ropa llaman a su ropero el archivo: eligen por década su vestuario (vintage o copias actuales retro). Y dice que los músicos hacen igual: eligen su sonido, lo arman como quien abre el ropero, y dice “guitarra Hendrix con base drum’n’bass etíope, caños y cuerdas balcánicos y encima una voz de francesita jadeando”. Dice Reynolds una cosa muy divertida: que antes los buenos periodistas de rock sabían más que los músicos de rock (yo fui testigo del día en que Fresán sentó a Calamaro a escuchar a Dylan en una época en que nadie escuchaba a Dylan: mediados de los ’80); y ahora, en cambio, los músicos saben de discos como buenos periodistas, como estudiosos. Y que esa música hecha por voraces coleccionistas de discos, escuchas enfermos de toda música que alguna vez buscó cambiarlo todo, es el opuesto exacto de la música de la que se nutren: ensambla perfecto, pero no cambia a nadie. Por eso la década sigue quieta, aunque los dígitos cambien.

“Recuerdo la adrenalina del futuro”, dice Reynolds: una sensación pura y dura, la sensación de que estabas oyendo el sonido de mañana, de que estabas ahí cuando el presente se movía. El que lo pone en pasado soy yo; Reynolds la describe en tiempo presente, porque no puede ser infiel a esa electricidad, él quiere seguir siendo moderno hasta el fin, por eso agrega: “Todavía creo que el futuro está ahí afuera”. Como diciendo: no hagan mucho caso a los exabruptos confesionales en un libro que es una máquina de cruzar data y sacar conclusiones. Pero yo no podía evitar oír ese agónico clamor generacional mientras leía: hubo un tiempo en que el presente se movía. Ya dije que Reynolds lo supo de oídas: en los ’60 no estaba; en el punk tampoco. Pero vivió toda su vida con la adrenalina del futuro en la cabeza. Le puso letra a esa canción. Hubo un tiempo en que periodistas a quienes el rock les había abierto la cabeza les abrían a su vez la cabeza a esos músicos que veneraban, y la música que salía de ahí abría más cabezas todavía, y el presente se movía. Y de pronto, a fines de 2010, en un micro neoyorquino, juntando mapas gratis con su hijo, sintió: qué lenta viene esta última década, por qué será.

Me traje de Buenos Aires el libro de Reynolds en mi último viaje, además de traerme a mi madre a vivir conmigo; quizá viene de ahí esta conciencia un poco exacerbada de los ciclos de la vida. Quizá venga también de algo que en ese mismo viaje me mostró mi amigo Ciro, algo que está escribiendo. Ciro tiene veinte años. “El 5 de marzo murió mi abuela. La última de los siete hermanos Etchegaray nacidos a principios del novecientos. Con ella se fue para mí la historia del siglo XX y la posibilidad de hablar con alguien que había ido a un concierto de Gardel, alguien que escuchó a Evita por la radio, alguien que nació cuando aún no había terminado la Primera Guerra Mundial y se refería a la Segunda como si hubiese ocurrido la semana pasada. Quise explicarle a un amigo lo que significaba para mí la ancha vida de mi abuela y le dije eso, le dije que ella estaba viva mientras se escribían buena parte de los libros que más nos marcaron. Cuando Joyce publicó el Ulises, Maruca tenía seis años. Y hasta que no tuvo treinta y dos no existía en el mundo el Adán Buenosayres de Marechal, que fue publicado en 1948”, y así sigue, maravillosamente. A diferencia de Reynolds, yo hace tiempo que ya no vivo en mi época sino en mi mundo, pero también creo en el futuro. Cuando leo cosas así, escritas por alguien de veinte, creo en el futuro.

 

-Fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-193237-2012-05-04.html

 

 

 




 

 

 

 

BESTIARIO AZUL*

 

He llegado a tocar el fondo espejado donde los muertos entierran

A sus propios muertos.

Zumban.

Espanto. Suciedad. Moscardón. Abominable

He tocado el borde quieto del abismo. (Un paso solo un paso)

He ingresado, desnuda, al bestiario azul.

Los cuatro vientos, remolinos de sangre, se alojan en mi pubis.

Partido. Profanado. Parto. Partida

(LOS MUERTOS lloran sobre mi cuerpo en cruz)

He caminado por las estrellas de seis puntas de cristal del mal.

A lo lejos.

Ojos perforados por agujas de hielo

Debajo, duerme la ignominia, cenagal salobre, inexplorado.

Arriba, una cobra real color olivo.

Ojos de bronce.

No mata. Fragmenta suavemente las neuronas

He levitado sola en el mar feroz de los desgarros.

Hasta el aire mismo se ha negado.

La luz, el agua, los trigales

Elegir el final.

 

¿Elegir el final?

 

*De Amelia Arellano.  amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 


 

 

 

 

 

REQUIEM*


 

Cantabas como una casa vacía de recuerdos,

con raíces en la tierra del infierno:

uno se ataba a un mástil para no oírte,

hervías verduras en el fuego mientras una silueta de abismo te miraba

en el techo, ibas de un lado hacia otro por las altas malezas 

como esos neuróticos que se culpan por decir o no decir,

por respirar o ser asmáticos: pensabas

que lo indefinido sin bordes querría significar algo

como esas noches borrosas o extranjeras alfombradas de sueños. 

Eran esos huecos de luz de los días perdidos

como esas garzas humedecidas en la niebla de un cuadro de Turner.

Ver para creer decían tus fantasmas que eran muy racionales,

y vos preparabas la comida,

sin dejar el cigarrillo y con el whisky cerca.

Sabías que una puerta al rojo te aguardaba

al final de tu casa, pero tu memoria era ciega,

sorda, paralítica, olvidabas esas velitas de torta 

donde encendías tus fracasos,

el lado de tiniebla de tus risas, la tristeza de tus camas ajenas,

la garganta ronca de tus horas, la locura nadando en tazones de

café. En las bandejas servías las mentiras apiladas para amigos

 o parientes, o tejías el reverso de las cosas,

el silencio en el horno,

las dudas en el lavarropas,

la angustia en el anillo giratorio del microondas,

la demencia en los mares de internet.

Llegó tu muerte un día: resplandecían los vidrios

que limpiaste tanto:

otros lloraban o hacían que lloraban

y sin notar que cosías

la gran lastimadura de tu corazón.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

Búsqueda inteligente*

 

La memoria tiene agujeros y escondites,

por los agujeros se pierde lo que se quiere

perder y ella, cómplice, nos concede mirar

la parte exacta de lo que necesitamos ver.

El tema está en lo que no hemos descartado

y ella no nos muestra porque ha entendido

el secreto algoritmo de nuestra necesidad.

El problema entre la memoria y nosotros

es cierta parte de la realidad escondida,

a veces suele haber oro allí donde duerme

la verdad. También llanto y sangre y heces,

y alguna claudicación, renuncia o mentira;

el tema es arriesgarse a meter la sonda

sin saber que esconden esos agujeros y chupar

con la fuerza suficiente como para tragarse

lo que suba. Digamos que puede que las cosas

no sean en realidad cómo se las recuerda,

que la verdad cruda dormida en lo oscuro

nos favorezca y nos absuelva de la traición,

o que, sin avisar, nos condene sin remedio.

En caso de sospecha es mejor ser prescindente,

para eso, y sólo eso, sirven los algoritmos,

para declararnos incompetentes,

para alegar desconocimiento,

para presumirnos inocentes.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LOS INADAPTADOS*

  

Nosotros en la escuela no sabíamos el nombre del hermano mayor del más vivo. Nunca pudimos aprendernos los cantitos. Jamás acertamos con las palabras que los demás se proferían sin vacilación. Y, ni una sola vez, hicimos el gesto correspondiente en el momento adecuado.

Los demás sí. Los demás sabían qué cosa se antepone a cuál otra. Si te pregunta decile... si sonríe así entonces vos... Y uno no entendía por qué, qué grado de necesariedad tenían las respuestas, si nosotros argumentábamos o nos encogíamos de hombros porque eso es lo que nos salía sin andar pesando o midiendo. Y uno se comportaba sincera, estúpida, sinceramente.

Cada vez.

Pero hay que sobrevivir. Hay que hurtar el cuerpo al golpe, la cara desnuda a la sonrisa despectiva, el corazón al dolor.

Entonces elegimos confundirnos con el paisaje, aprendimos a hacer como si estuviésemos de veras cuando no estábamos, o como si supiéramos lo que se esperaba de nosotros. Sin llamar la atención para que no se notase la falta de solvencia, el instante de vacilación antes de la respuesta, o la lamentable pose de mal actor que no sabe qué hacer con las manos y que muestra que no es, en verdad, quien intenta ser.

Cuántos años. 

Cuánta vida mirando al bailarín de al lado para copiarle el paso. Cuánta moda que se nos escurrió entre los dedos, nosotros siempre tarde y nunca completamente como la prenda debía ser, color incorrecto, forma de las mangas casi, pero irremediablemente fracasadas. Ni hablar de los zapatos.

Y darse cuenta. Ahora.

Darse cuenta ya de vuelta, ya cuando se ha dejado atrás tanta cosa mal disfrutada, mal asida. Ahora darse cuenta de que el que sabía era uno. Éramos nosotros. Finalmente nosotros. Gozosamente y gracias al cielo nosotros sabíamos ser seres humanos.

Y lo fuimos, aunque infructuosamente intentásemos no serlo. Aunque nos pusiéramos disfraces ridículos y nos pincháramos insignias que nada significaban.

Éramos.

No fuimos alumnos ni hijos ni novios ni empleados. No pensamos lo que se repetía a coro desde los altoparlantes, no hicimos reverencias y, si no lo sentíamos, no dijimos "te amo".

No aprendimos a mentir.

Nos salvamos.

Éramos lo que éramos. No otra cosa.

Sincera, estúpida, sincera, maravillosamente seres humanos.

Nosotros.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Dale Onetti, sólo vos escribís estas cosas. Sos un escritor bestialmente bueno: 

 

"Lo único que queda por hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés ni sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que importe qué quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende y cae".

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 -Fragmento de “El astillero”


 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Rumbo a San Fermín*

 

 

*Por Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

 

Diez de la mañana sobre la pampa húmeda. El primer sol primaveral reverdece en las copas de los árboles, el trino de los pájaros adormece la visión del caminante, y la llanura es cortada por la mitad por una tenue línea irregular. Son los restos del antiguo ramal de trocha angosta del ex Ferrocarril Midland, desmantelado desde hace décadas, descomponiéndose en medio del paisaje como el atroz cadáver de un pordiosero sin nombre.

De pronto, sobre la monotonía del horizonte comienza a distinguirse una silueta que se acerca, sin prisa pero sin pausa. Al comienzo se asemeja a una aparición espectral, difusa, intangible. Pero a poco de avanzar, se concretiza, sólida, oscura, con una vaga oscilación que recuerda al rítmico sube y baja de los pistones de un motor de combustión. Sobre aquel paisaje desolado se materializa una zorra ferroviaria manual, impulsada por un par de siluetas, esforzadas y persistentes.

Poco a poco van delineándose las figuras: son un par de hombres, vestidos con deslucidos mamelucos grises, moviéndose con una monotonía tan decidida como sudorosa. De espaldas a la vía, con la vista fija en el ayer, Eduardo Coiro –alias “Educoiro”- mueve la palanca arriba y abajo, con un brillo alucinado en la mirada y un peso inimaginable sobre ambos brazos, ya casi acalambrados. De cara al futuro, dejando atrás un pasado que ya no volverá, Alberto Di Matteo –alias “Aldima”- reproduce el movimiento alternado de su compañero, resoplando mientras hombros y espalda se le contracturan, y deja vagar la imaginación como una sutil manera de que el impulso cobre mayor fuerza.

- ¡Vamos, Di Matteo, no me afloje! -, exclama Coiro. - ¡Hay que volver a fundar estos ramales ferroviarios, olvidados por la desidia de los prostitutos de siempre!

-No sé cómo vamos a llegar hasta el final -, replica Di Matteo, con un quejoso murmullo y la vista fija en la palanca. - ¿Quién más va a sumarse en esta patriada?

- ¡Eso no importa, compañero! ¡Hay que trazar un camino, crear con sentimiento, desplegar el sueño y la fantasía sobre este bendito país! -. Y de pronto, suelta la mano derecha, eleva la vista al cielo, y apunta hacia arriba con el dedo índice, cual si pontificara sobre una tribuna política: -¡Hagamos el esfuerzo, carajo! ¡Claro que vale la pena! ¡Nos cansaremos de triunfar!

Di Matteo también suelta su mano derecha, pero para tomar un marcador que lleva sobre el bolsillo superior izquierdo, y con él comenzar a garabatear las inspiradas frases de su amigo sobre la manga izquierda de su mameluco, que luego transcribirá oportunamente, elaborando inspirados textos que los movilicen a soñar a ambos –y a sus lectores- con estar dando los primeros pasos para el lanzamiento de una revolución cultural que rescate aquellas antiguas glorias de un país que quizá ya no exista, pero que bien vale la pena homenajear. Resopla agotado, guarda el marcador en el bolsillo, y continúa impulsando la zorra hacia delante, inclinando la cabeza.

Sólo entonces descubre el singular detalle, incrédulo por no haber reparado en ello antes. Lo que se extiende a espaldas de Coiro, en esa porción de llanura que aún no han recorrido pero que se les avecina a gran velocidad, son las carcomidas ruinas de lo que otrora fuese una vía: fragmentos de rieles oxidados, tacos de durmientes comidos por las termitas, pajonales por doquier… ¿Cómo es posible que se lancen hacia semejante incertidumbre, sin sucumbir en el intento? Sin embargo, al hundir la cabeza entre los hombros y espiar a través de sus piernas flexionadas, advierte que debajo del paso de la zorra, por detrás del impulso que van desgranando sobre la pampa húmeda, los rieles brillan con una intensidad inusual, como si los hubiesen acabado de fijar al suelo, aunque relucientes por el uso continuo.

- ¡Refundemos un proyecto ferroviario, aunque sólo sea en el plano de nuestros sueños, con la mágica potencia de la literatura! -, vocifera Coiro por delante suyo, a espaldas del mañana.

Entonces Di Matteo fija la mirada sobre la oscilante palanca y cree estar viendo algo muy distinto al acero habitual con el que ignotos ingenieros europeos han construido estos vehículos. La barra parece estar conformada por un material extraño, parecido a una red, un tejido, un entramado de elementos misteriosos. Presta mayor atención, entrecerrando los párpados que le arden a causa de las densas gotas de sudor, y sorpresivamente cae en la cuenta de su propio delirio: aquello no es una red de filamentos metálicos, ni siquiera la fragmentación atómica de los elementos, sino un macizo conglomerado de frases, letras y palabras, unidas entre sí…

Inmediatamente, ambos escuchan un estridente silbato, imposible de confundir, proveniente del lugar que acaban de abandonar.

- ¡ES EL (Inven) TREN! -, aúlla Coiro, agotado, pero inmensamente feliz, espiando hacia atrás por sobre el hombro de su compañero. - ¡LO HEMOS CONSEGUIDO, DI MATTEO! ¡EL (Inven) TREN VUELVE A CORRER CON INDUDABLE DIGNIDAD SOBRE ESTAS VÍAS!

Di Matteo vuelve la cabeza y contempla en pleno día el nítido faro de una locomotora diesel a unos trescientos metros de distancia, que se acerca a una velocidad mucho más intensa que la que ellos desarrollan manualmente, sin intención alguna de detenerse al alcanzarlos, en una suerte de criollo remedo de la horrible criatura generada por el Profesor Víctor Frankenstein.

-¡Va a pasarnos por arriba!-, exclama, con un último aliento.

-¡Por eso mismo, Di Matteo: ponga huevo y siga adelante! ¡Hay que llegar a San Fermín antes de que nos aplaste! ¡El (Inven) tren se ha convertido en una fuerza imposible de parar!!! ¡Síííííííííííi!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

“¿Quién me obligó a meter en este quilombo?”, piensa Di Matteo, bufando y sin dejar de agilizar esa barra manual que ya casi parece moverse sola, aunque todavía necesite del impulso humano para darle impulso.

Coiro comienza a reírse de felicidad, con genuina satisfacción. El cuerpo le estalla en una dolorosa contractura, el sudor se le adhiere sobre la piel, y el aire le quema los pulmones. Pero a pesar de todo, se siente tan contento como si volviese a tener siete u ocho años, y su padre le hubiese regalado un lujoso tren Lima, con decenas de vagones y tres modelos de locomotoras diferentes, acompañados por maquetas de estaciones y demás construcciones aledañas, todo ello dispuesto para establecer sobre una amplia mesa y dejarla allí, para jugar hasta muy tarde por las noches, o alegrar una borrascosa tarde de lluvia con el cautivante hechizo de un circuito ferroviario de juguete.

El sudor les chorrea a mares desde las frentes, descendiendo por los cuellos, creando enormes aureolas oscuras bajo las axilas, afincándose en las palmas, asidas con obstinada firmeza a la barra de la palanca, mientras la locomotora Werkspoor 4613 se les abalanza voraz, cada vez más cercana. Y aunque cada uno resopla por causas diferentes, aunque las motivaciones sean tan variadas para cada uno de los dos, algo los une en una misma empresa: el placer por inventar, por divertirse, por delirar juntos de manera creativa…

-¡No afloje, Di Matteo, no afloje!!!

-Sos un dictador, Coiro… Siempre decidís por tu cuenta…

Así es como la zorra parece adquirir una velocidad autónoma al impulso manual que ejercen sobre ella, aunque ello no impida que el parachoques a rayas rojas y blancas de la locomotora les dé un topetazo por detrás, sólo para impulsarlos unos metros más, hasta llegar a destino.

Irrumpen de manera tan vertiginosa en los terrenos aledaños a la Estación San Fermín, que hasta por un segundo les parece que allí no existía nada hasta ese preciso instante. La zorra se desmaterializa en forma inmediata, mientras ambos caen rodando sobre un andén muy pulcro, y a su alrededor se esparce una caótica lluvia de fragmentos de frases sin utilizar, ideas sin desarrollar y comentarios al margen. La locomotora a vapor ensordece el espacio con un silbido en extremo estridente, como el primer chillido emitido por un recién nacido, urgido de alimento, y avanza desbocada hacia el horizonte sobre unos rieles recién estrenados, dejando a su paso un ardiente halo de carbón quemado que les inunda la nariz.

Coiro incorpora a medias el tronco sobre el andén, mientras Di Matteo aún intenta recuperar el aliento del último impulso, con la mente agotada de tanto delinear frases dignas y coherentes, cuando contemplan azorados algo que jamás hubieran podido imaginar por cuenta propia.

Al otro extremo del andén ven surgir, como otra aparición fantasmal, la solitaria silueta de un ciclista, ataviado por colores absurdos y chillones, como es la costumbre, y un oblongo casco azul con antiparras, quien, sin frenar siquiera al ingresar en la Estación, incorpora el torso, alza los brazos y mantiene el equilibrio en los últimos metros del recorrido, mientras exclama:

-¡Sí, señores!!! ¡Treinta y cuatro kilómetros después, he creado la Bicisenda Ferroviaria!!!

Se desliza a su lado como una díscola irrupción “sorianesca”, y desaparece en la primer curva, sin que ellos consigan llamarle la atención y preguntarle siquiera cuál es su nombre.

Ambos se ayudan mutuamente para incorporarse, sucios y maltrechos, y avanzan a los tropezones y en silencio, apoyados uno contra el otro, rodeándose los hombros en un fraternal abrazo, resoplando agitados, hasta salir de la Estación, como un par de ignorados espectros, sin cruzarse con nadie. Al llegar a la calle de tierra, divisan en la vereda de enfrente un boliche de campo. Y hacia allí van, aún con ciertas frases colgándoles del overol, a la espera de tomar algo que los reconforte.

Acodados en la barra, por detrás de la reja que los separa del dependiente a la manera de una pulpería, ambos piden una ginebra “dalmasettiana”. Como el hombre no tiene idea de qué le están hablando, se conforman con un breve vaso de caña. Y una vez servidos, mientras recuperan el aliento y observan el paisaje que los rodea con ojos curiosos, dignos de lingüísticos exploradores, se miran el uno al otro, con un extraño brillo de complicidad, como si se adivinasen el pensamiento.

-Che -, alcanzan a decirse, al mismo tiempo-: ¿Y si proponemos un “InvenTren” en zorra?

 


-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios.

 

-Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/

https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL

 

 


No hay comentarios: