*Foto de Karina Giglio.
*
Miraste pasar los pájaros
en fuga
hacia lugares de nunca y hojas verdes
y aferraste en un puño
las últimas verdades que cayeron
desprendidas
con el peso levísimo del aire.
Huir se parece a morir,
pero fingiendo
que no hay coraje posible en el escape,
que ese salto mortal hacia el abismo
sólo requiere una destreza precaria,
insuficiente.
Ahora ves pasar los pájaros.
Quisieras
trepar hasta las torres,
incendiarlas,
arruinarte la vida,
la pequeña sustancia
que estás perdiendo de a poco
y sin notarlo.
Ser por una vez el héroe
de una tragedia que ya no te corresponde.
LAS INVENCIONES DEL TIEMPO…
¿A quién le preguntó?*
A veces me parece que anduve por la vida con una memoria vaporosa,
una gasa para la red de cazar epifanías, trocitos de sol oliendo a sol, o besando la roja ebullición de la Santa Rita en el cielo de mi patio. Cazando
con los ojos, o imaginando que lo veía, al quetzal tan buscado entre lo árboles altos del
parque nacional. Mojada la memoria en la
lluvia que borda un encaje para la hoja verde. Él se acordaría del
resto, la precisión de las fechas y los itinerarios... Ahora no puedo olvidar la llave salvo que quiera
dormir a la intemperie...
¿Y si la intemperie fuera esto: no poder compartir los recuerdos?
El último día de
septiembre*
(Parte 7 de 10)
Una vez soñé que tenía cáncer. Soñé que me sentía cansado. En el
sueño subía las escaleras hasta la azotea del edificio. Miraba la ciudad, los
anuncios, las construcciones más altas y los semáforos. Después, estaba en mi
departamento. Había una sensación pesada en mis piernas. Había algo oscuro que
se movía en silencio por todo mi cuerpo. Era algo que, en un inicio,
identifiqué con somnolencia. Creo que bostecé. Después recuerdo haber caminado
hasta la cocina. Mis pasos eran sombras. Mi respiración era un latido perezoso.
Entonces, casi al instante, sin otra señal o alguna advertencia, supe que
estaba enfermo de cáncer. Avancé más rápido por el departamento; cada
habitación, el pasillo central, el recibidor, se extendían hasta semejar las
arenas sin forma de un gran desierto. Avancé más lento. El cáncer era, así me
pareció, un animal que me había herido y ahora estaba por darme alcance. Me
sueño repetir para mí mismo, como un último consuelo: “También yo, también yo”.
Mis palabras se impregnaban de un aceite oscuro, una sustancia que alentaba mis
movimientos, me volvía más vulnerable a la enfermedad. Y mi voz repetía las
mismas palabras. Yo, estoy seguro, quería decir otras cosas, llamar a mi madre,
pedir auxilio, decir que no estaba de acuerdo pero, a pesar de mis esfuerzos,
sólo podía repetir: “también yo, también yo, era algo que iba a suceder”. Me
detuve y me senté en un sillón. Había un pájaro atorado en mi garganta. Había
una risa adentrándose en la noche. Y el pájaro, vuelto tigre, vuelto navaja que
recorre los nervios de un trueno, iba por mis venas sembrando caminos de luz,
incendios que se extendían entre mis músculos y en los huesos. El cáncer estaba
en mí y su voz susurraba ancianos en su última hora, hundidos en la luz blanca
de los hospitales, una luz que era como un disparo, como las pupilas detenidas
de un animal muerto. Eran escamas de luz las que estaban en el sueño. Y el
cáncer susurraba zapatos vacíos, un hombre refugiado en un túnel y que intenta
prender un fósforo entre temblores. Lo último que recuerdo es la luz de la luna
rompiendo el equilibrio de un par de nubes y asomándose en la noche como un
cráneo vacío.
***
Estoy amordazado y con los ojos vendados con un trapo. Escucho
voces de hombres, indecisas, lejanas. No entiendo lo que dicen. Tengo atadas
las manos a la espalda y mi torso está firmemente sujeto con unas cuerdas al
respaldo de una silla. Apenas puedo moverme. La espalda me duele y la garganta
está pegajosa, seca. “No te preocupes, en cuanto cobremos la recompensa te
podrás ir”, me dice alguien, jovial, como si fuera una transacción de todos los
días. Huele a quemado. Me intento concentrar en la oscuridad bajo mis párpados
que moldea una negrura súbita, agresiva, como la que sufre alguien que queda
repentinamente ciego. Tienen mi cartera y mi teléfono celular. Muevo las
piernas y trato de hablar pero las palabras no pueden salir de mi boca, apenas
emito murmullos, balbuceos. Les quiero decir que no pueden hablarle a nadie. Mi
madre está muerta. Los teléfonos de mi padre y mi hermana están perdidos en un
sinnúmero de nombres, referencias, apodos, claves. Estoy solo. Después de que
murió mi madre los tres nos fuimos alejando, quizás porque nos culpamos en
secreto de su enfermedad y nos da vergüenza confesarlo. Cada discusión con
ella, cada esperanza rota, cada desencuentro, fueron debilitando su cuerpo y
abrieron puertas, descubrieron rendijas que aprovechó el cáncer. Las células,
desvalidas, temblorosas, comenzaron a mutar por el influjo, por la destilación
persistente y maligna. Por eso es mejor mantenernos aislados, conectados por
llamadas esporádicas, hechas cuando se acerca algún cumpleaños o la Navidad. Hay
una sensación húmeda en el ambiente. ¿Dónde estoy? ¿A dónde me van a llevar?
¿Me quedaré aquí días, meses, años? ¿A quién le sirve este sacrificio? ¿Cuánto
dinero valgo? Trato de imaginar a mis captores pero a mi mente sólo acuden
rasgos vagos, como los remanentes de un sueño, las ondas de un charco que
pronto diluyen sus límites. Ellos son como los cientos o miles de personas con
los que nos cruzamos a diario sin que nos importe su vida, si están alegres o
si llegan a sus casas con la cabeza baja, arrastrando los pies, con los labios
apretados y enfermos.
Suena de nuevo la lluvia. No sé si esté cerca del final. Ahora
valoro mi timidez, mi displicencia para relacionarme con otras personas. Sin
embargo, cuando la recuerdo a ella encuentro un motivo para no abandonarme del
todo. Quizás sea una trampa, una salida que busco inconscientemente para seguir
vivo. Trato de no pensar en los próximos minutos. Intento hacer un mapa mental
de la ciudad, contar los pasos que di con mis captores hasta este lugar. Trato de
no pensar en el golpe que me dejó desvanecido, con un hilo de conciencia que
registró señales turbias, fragmentos revueltos, retazos de nada. Abro los ojos
una vez más, a pesar de toparme con la tela que me impone un mar profundo,
negro, cenagoso.
***
Era 1999. Los últimos días de 1999. R tenía 22 años. “El nuevo
siglo”, decían en los programas de televisión. En muchas plazas tenían un reloj
electrónico con la cuenta regresiva. R deseó estar en la ciudad de México. Ahí
las cosas eran más importantes, más grandes. ¿Quién se iba a acordar de la
celebración en esa ciudad de provincia, la ciudad que desde hacía algún tiempo
habitaba? Las computadoras no podrán procesar el cambio de fecha y el mundo se
sumirá en una larga oscuridad. Había una sensación de esperanza y nerviosismo.
Esa noche cenó con sus padres y su hermana. Después, fue al zócalo con un
amigo. Había poca gente. El reloj digital, una especie de rectángulo de color
plateado, marcaba las 12 de la noche. El tiempo, desde ese momento, iría más
rápido. El año 2000 era el punto de inicio a una nueva vida. R trataba de
imaginar experiencias nuevas. Quizás, podría conocer a alguien, una mujer con
la cual entablar una relación profunda, que mantuviera en equilibrio el deseo y
la complicidad. Sin embargo, se sentía cómodo con su soledad. Le gustaba, en
los ratos libres de la universidad o cuando faltaba a clases, recorrer las
calles del centro en busca de libros, entrar a cafeterías o ir al cine en la
mañana, a la primera función, y jugar con la probabilidad de ser el único
espectador. Después de recorrer el zócalo R y su amigo entraron en un bar. En
las mesas había ceniceros llenos de colillas y botellas a medio consumir. La
música retumbaba en los cristales. Pidieron cervezas. Eran 12:30, 12:45 de la
noche. En poco tiempo se sentiría con más fuerza el frío del invierno. En la
plaza los árboles estaban adornados con luces de colores. Por eso, quizás, la
gente se dejaba contagiar de confianza, buenos deseos. Después del primer trago
pensó que el ambiente era muy similar al de cualquier viernes o sábado por la
noche. El tiempo parecía detenerse en el humo que flotaba entre las sillas,
entre los meseros de perfiles indecisos en la penumbra. Se preguntó si las
diferencias, los cambios en su vida, empezarían a surgir esa misma semana o si,
por el contrario, a partir de ese momento, después de regresar a casa, se daría
cuenta de que los días eran sólo números, hojas de calendario distintas,
amaneceres con ligeras variaciones en la luz. De repente, mientras la gente
seguía festejando, se sintió viejo. Después de aquella salida las reuniones con
su amigo fueron más esporádicas. Después de acabar la universidad se vieron un
par de veces hasta que, sin ninguna razón aparente, como un acuerdo sutil,
dejaron de buscarse.
***
Imagino el pasado como una sustancia viscosa que se diluye
lentamente entre las manos. Parece que estoy rodeando por animales carroñeros.
En esta oscuridad trato de encontrar algún parque de la infancia. Hay un pozo frente
a mí, un universo que no se puede palpar y que sólo late a la distancia. Si
pudiera escribir la primera palabra sería “basta”. Ellos murmuran. Huelo un
poco de alcohol en el ambiente. Después escucho palabras como “liberar” y
“dinero”. Llegan los primeros asomos de sed. Mi boca se abre y pienso que mi
posición es la de un mendigo, un ciego en una calle por la que no pasa nadie y
que sólo puede esperar el cuchicheo de una paloma o el rumor extraviado de
algún auto. Por eso es mejor asumir la oscuridad como un refugio, un momento en
el que ellos no pueden entrar. Mis brazos comienzan a entumecerse. Siento
diminutas hormigas en mis manos y en mis piernas. A veces la oscuridad deja
traslucir un poco de luz, es una línea blanca que parece la frontera de un
mundo, un espacio vacío. Me aferro a cualquier señal. La línea blanca se
transforma y, ahora, parece un límite curvo, una frontera lunar, intermitente;
es un anzuelo que flota en mi mente, un resplandor cuyo único objetivo es
desgastarme.
***
¿Qué hacemos con él? ¿Cómo resolver la situación? ¿Dejarlo ahí,
amarrado en la silla, hasta que el destino decida por nosotros? ¿Cómo evitar la
culpa? ¿Cómo separarme de Jonás y Roberto que sólo viven en el presente? ¿Debo
salir de este lugar y perderme en las calles hasta que pase el tiempo y haya
una conclusión? ¿Debo invocar al demonio del alcohol para que regrese la
valentía? ¿Quiénes somos? ¿Por qué este hombre parece tranquilo, resignado a su
suerte? ¿Acaso predice, en su oscuridad, una muerte sin dolor, sin violencia?
Aún llueve. Las voces se vuelven agrias. Les digo que necesitamos un plan, que
no podemos estar aquí para siempre. Ellos discuten si es conveniente utilizar
las tarjetas bancarias del hombre. En su billetera tiene muy poco dinero. Al
inicio, cuando entramos aquí, parecía que todo estaba resuelto. Llegaron los
escupitajos y las maldiciones. El hombre parecía reaccionar. Se había
desvanecido en el camino y lo llevaron cargando como un bulto mientras yo,
atrás, fingía custodiarlos. Ahora el hombre sondea la oscuridad con sus ojos
vendados, como un animal acorralado, que busca hacerse una imagen real de sus
atacantes. Después parece calmarse. Jonás le pregunta cuánto dinero tiene y,
ante su silencio, comienza a revisar, enfebrecido, su cartera. Salen volando
papeles, recibos, tarjetas y algunas monedas. Roberto aguza la vista, como si
pudiera contar, a la distancia, el mínimo tesoro que está en el piso. Quizás ya
sabe que no será suficiente, que no valdrá la pena y, ahora, el hombre en la
silla parece tener el control. Porque sin suficiente efectivo habrá que pensar
en otras opciones. Por eso me miran, me interrogan con sus gestos volátiles y
sus respiraciones ansiosas. Jonás le dice al hombre que le hable a su familia,
que les diga que necesita dinero y que vayan ahí. Roberto le dice que es un
error, que el hombre sonará falso en su petición y sus familiares sospecharán y
llamarán a la policía. Jonás lo mira con ojos torpes, aún invadidos de alcohol.
El hombre sigue en silencio. Y Roberto le da un puñetazo en la cara. Surge la
sangre y se escucha un leve quejido. El hombre alcanza a murmurar un “no sé”.
Su voz parece un eco que alcanza a perdurar entre las paredes, entre nuestros
cuerpos que se estremecen por la adrenalina, por la fiebre que nos invade y que
no acaba. Un poco de sangre sale del labio superior. El hombre inclina la
cabeza y semeja, por un momento, un viajero exhausto después de muchas jornadas
de viaje, un viajero erosionado por el calor, divagando en las entrañas de un
laberinto sin salida. Parece que lo devoró el desierto, que la sed le secó la
boca para impedir cualquier grito de auxilio. Entonces, Jonás mira las tarjetas
de crédito y dice que podríamos sacar dinero de ellas. Sigue lloviendo. No para
de llover…
(Continuará)
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
Descielada*
Cae en las nubes,
fusión-pasaje-iris,
por la ventana abierta de su posible sueño.
Vuela, envuelta en luces o alaridos de color,
sobre la ausencia de la ciudad fantasma que la expulsa,
Recrea cúpulas con porciones de aire,
una nada de azúcares le oculta la sonrisa
de vecina en exilio del paraíso.
Rueda en el vacío texturado de suave,
el cielo es demasiado perfecto, se dice
"me quedo con el viaje"
El Tano*
A Antonio Dal Masetto (1938-2015).
A instancias de mi amigo, un poeta cordobés que fue mi primer
editor, leí un libro titulado Siete de oro,
de un autor joven y desconocido y de una editorial que capotó muy pronto. Era
el ya lejano año 1970.
A instancias de mi amigo, un poeta cordobés que fue mi primer
editor, leí un libro titulado Siete de oro, de un autor joven y desconocido y
de una editorial que capotó muy pronto. Era el ya lejano año 1970.
Me fascinó esa novela de aprendizaje, escrita por un prosista muy
joven de origen italiano, pero radicado en el país.
Pasaron muchos años y siempre pensé adónde habría ido a parar con
sus huesos y si la Musa lo habría abandonado, luego de una primera incursión
tan afortunada.
Pero en 1983 apareció otro libro suyo, una especie de policial
argentino llamado Fuego a discreción.
En 1970 yo era empleado en la librería Aries, pero en 1984 ya tenía
un negocio propio con un socio y amigo, el entrañable y nunca bien llorado
Carlitos Berrini, quien un día llega de Buenos Aires con una noticia: había
conocido a un vecino de un amigo suyo que era escritor, ambos vivían en el
Bajo. No era otro que Antonio Dal Masetto. Cuando me interesé, me dijo:
"En una semana lo tenés acá presentando un nuevo libro". La otra
primicia: el acto era en Ross, y la maestra de ceremonias iba a ser la gran
escritora y queridísima amiga Angélica Gorodischer.
Cuando ese viernes llegué a mi librería me informa nuestro
colaborador de entonces, Horacio Tubbia, que Dal Masetto había pasado y
prometido volver.
"¿Qué cara tiene?", le pregunté.
"Parece un pizzero", me contestó.
Y al poco rato apareció efectivamente Dal Masetto de cuerpo entero.
Gran campera clara, muy holgada y llena de bolsillos, vaqueros, mocasines y un
enorme bolso al hombro, dando la impresión de que no había pasado por el hotel.
Nos dimos la mano y comenzamos una conversación animada por mi
admiración por ese primer libro que me había conmovido, lo mismo que su larga
ausencia posterior.
―Pensé ―le dije― que nos habías abandonado.
Me miró fijo y contestó.
―Pasa que me enamoré y me fuí a Brasil.Y dejé de escribir
―Esa no es una razón para dejar de escribir ―le contesté.
―Pasa que ella tenía 17 años y yo el doble, y tuve que trabajar de
todo. Hasta tuve una pizzería ―me dijo.
―¿Y ahora? ―pregunté.
―Se terminó el amor. Y volví a escribir.
―Vos perdiste un gran amor y nosotros te recuperamos.
Se rió con ganas
De inmediato fuimos a la presentación y luego a comer a una
parrilla de aquel entonces, llamada La Margarita. Estuvimos hasta la madrugada
hablando de todos los temas.
Al despedirnos nos dejamos los teléfonos, pero nunca nos hablamos.
Igualmente, yo seguí sus libros con devoción.
Esa mañana el aire venía del río y yo pensé, o creo que pensé:
"Esta fue una noche plena de mi vida que siempre recordaré".
Gracias, Tano.
LAS INVENCIONES DEL TIEMPO*
“Es justo inventarle un ancestro al abandono.”
Estrella del Valle
En la oscuridad todos tenemos un primo
o una sobrina que nos reclama
como parte de sus ancestros,
poco importa que los pedazos de carne
no coincidan entre sí, que los dientes
y las huellas dactilares
sean confusas. Entre las páginas
acumuladas como polvo
sobre los gritos de un nombre
que se avecina para vernos
reclamándonos entre sus ojos, como
a uno de los suyos.
Las plantas son humanas?
Tanta despedida y despedidos
y voces en discos para ahorrarse sueldos
y Ceos que calculan sacarle
más a los más vulnerables y se ríen
y sus dientes brillan con la
alegría del depredador
el pan y las rosas, el trabajo, el ballet, el cine, el arte, la
cultura y la alegría
mordidas y la información trastornada en silencio
Salgo al jardín con llanto
atascado por tarascones de mentiras
veo en el banco blanco con su antigua belleza de volutas y vacíos
entreabrirse y avanzar como un saludo verde
espanta tristeza
una mano de hojas
acaricia mi cuello que se inclina
naturaleza brava me levanta
para que les enseñe
a esos
los del derrame de ácidos dolores
la humanidad y la poesía
*
Sutilezas del lenguaje: para nosotros animales y
personas mueren, para los yamanas los animales se rompen y los hombres se
pierden. El lenguaje, cada lenguaje plantea mundos distintos. No hay un solo
mundo.
Inventren
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
Próximas estaciones
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
Km 55
-Por Ferrocarril Midland
Próximas estaciones
ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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