viernes, marzo 04, 2022

EDICIÓN MARZO 2022

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 

 




 

 

MUJER DEL FRIO FRENTE AL FUEGO*

 

Hay una mujer del frío que mira el fuego,

una mujer del cuadro de Brueghel que se imagina real

mientras los pájaros del invierno salen disparados

como proyectiles.  Nadie duda existencias.

El ansia le deja huellas: el ansia del calor como si eso fuera real

y el frío, un sueño rígido y sin vida, una blancura de fantasmas.

Algo cae en el fondo del fuego para quemarse

mientras el viento le tuerce los sueños a la mujer. Ya no sabe que ansía.

 si es el calor,

si es ese fondo que recibe lo arrojado

como si el fondo,

como si lo que toca el fondo

fuera lo real.

  

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 -Poema del libro Cazadores en la nieve.

Editorial La letra Eme. Buenos Aires, 2014

 

 

 

 



 

 

 

En el censo azul del horizonte*

 

En el censo azul del horizonte,

vencedor y vencido son un solo cadáver.

 

El campo de batalla no reconoce dignidades;

no hace distinciones ni permutas.

 

La sangre accidental del derrotado

y la sangre del héroe victorioso

se buscan bajo tierra

hasta descubrir que no son tan distintas;

se mezclan bajo tierra

y encuentran las raíces

del árbol poderoso

que nacerá mañana,

y allí, entre los ramajes,

vencedor y vencido son una misma savia.

 

Toda batalla entraña

infinitas derrotas

y una sola victoria,

efímera como la ola

que apenas rompe se retira

para no volver más.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

-De El horizonte traicionado

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Miedo al futuro*

  

Vi a una vecina caminar al revés. Caminaba hacia la esquina de espaldas. Pensé que tropezaría. Sentí desesperación. Pero no, avanzaba con una seguridad demencial sin perder el equilibrio. Cuando llegué a su lado por un momento supuse que debía sujetarla, hablarle o preguntarle el porqué. No me animé. La vi despierta -no en trance- con los ojos muy grandes mirando al pasado. En su mano derecha llevaba un ramo de jazmines. Con la izquierda apretaba en su puño algo invisible.

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RECONSTRUCCION*

 

*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

DÉCIMO CUARTA PARTE (FINAL)

 

Después de mirar sus manos comprendí que acabaríamos matándonos a los pies de la muralla. Yo llevaría ventaja porque era más joven. El viejo pensaba que yo era una clave que, de repente, le había ofrecido el destino. Yo le daba sentido a lo que le quedaba de vida. Era, por supuesto, una suposición de su mente alucinada, nutrida por mucho tiempo de silencio, de medrar entre las ruinas del castillo que acicateaban el odio y la vileza que, hasta ahora, podían encontrar un destinatario. Por eso, por unos días, me dejaría vivir.

–A veces tengo miedo de despertar y encontrar que mi avance ha sido cubierto de nuevo, como una herida que cicatriza demasiado pronto. Cuando me fallan las fuerzas, me dedico a recoger los pedazos de plástico. Es lo único que puedo hacer para conservar la cordura.

Miré las piedras de la muralla. Muchas de ellas eran rectangulares. Otras parecían inmensos bloques de hielo en proceso de derretirse y por eso sus límites eran menos angulosos. Me acerqué y toqué una de las piedras: estaba tibia. Parecía que, atrás, había algo caldeando la piedra, quizás un incendio cuyas señales no podían verse. La muralla era un vientre materno, una frontera de luz. La probable nada que estaba al otro lado era, en realidad, un avispero. Había células de combustión chocando entre sí, elementos primigenios volcándose y compartiendo su propio caos.

–Acércate–me dijo.

Llevó su cuerpo débil a la muralla y comenzó a rascar entre dos piedras. Después utilizó el cincel y el martillo para acabar el trabajo. Hubo una breve lluvia de polvo. Una bocanada de luz le iluminó el rostro. Dio un par de palmadas y soltó una breve risa.

Lo miré, aún incrédulo. El pulso se aceleraba en mi cuerpo, como si estuviera cayendo en la cascada, uniéndome a miles y miles de fragmentos de plástico. Me acerqué. Era un hueco en la piedra. Ese espacio se había llenado de amarillo, como un estanque luminoso. Me acerqué poco a poco: en él podías asomar la cabeza, pero aún era lo suficientemente estrecho para que no pasara un cuerpo completo. El hombre debió haber trabajado con mucho ahínco. Me pregunté cómo había hecho, con un simple martillo y un cincel, el hueco. Después pensé que ese espacio siempre había existido y que él sólo lo había abocardado para ganar escasos centímetros. Él quería el reconocimiento con esa versión de la historia. Lo desprecié por seguir mintiendo.

Me asomé poco a poco con temor porque él estaba atrás, quizás dispuesto a dar el golpe final y liquidarme. Podía adivinar sus manos, sujetando con fuerza el cincel y el martillo. Pero no podía contener la curiosidad y la muerte ya no era importante. El hueco seguía luminoso, como un diminuto sol encajado en la muralla. Me apoyé con las manos y los antebrazos. Metí la cabeza. Abrí los ojos, como si lo hubiera hecho por primera vez. Entonces vi, en medio de una bocanada que me desorientaba, una ciudad populosa. Vi el perfil de muchos edificios de cristal altísimos, angulosos, que se elevaban como agujas hacia el cielo. Alrededor de las construcciones había miles de autos. Algunos estaban detenidos; otros avanzaban en filas lentas. El crepúsculo se transfiguraba por el encendido de innumerables lámparas. Las calles adquirían nueva vida. Anuncios multicolores llenaban las avenidas. Alcancé a escuchar un rumor de bestia insomne que se estrellaba, como el oleaje del mar, contra la muralla. El resplandor de la urbe era un relámpago constante y detenido. Los pájaros negros habían salido del bosque y, en ese momento, cruzaron la frontera de la muralla. Seguí su vuelo hasta que el último animal desapareció. Las nubes, que habían comenzado a desgajarse en esa región del cielo, se arremolinaron y se dispersaron a la distancia como un rebaño que, demasiado junto, encuentra una oportunidad para huir hasta desaparecer en la línea del horizonte. Extendí los brazos y quise tocarlas.

 

 

-FINAL DE RECONSTRUCCIÓN. -

 

 

**

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 



 

 

 

 

Espejismos*

 

 

Las ciudades, las sierras,

los aviones, los patos,

los parques y ambulancias,

las luces, los teléfonos,

los gatos, los tranvías,

las alocadas multitudes,

las carreteras grises,

las farolas y esquinas,

tus manos, los bolígrafos,

el vuelo de los pájaros

y el mar, el mar, el mar...

 

Todo desaparece tras la siguiente duna.

 

Sólo es real la sed.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 


 

 

 

El libro de Chejov y las leyes del mercado*

 

 

Cargué una bolsa con viejos libros de poesía y caminé hasta la librería que había descubierto en mis caminatas, ilusionado en poder canjearlos por el libro de Chejov, una edición de los 60’s que contenía varios cuentos que quería releer. Su estado no era muy bueno, pero eso no revestía importancia, ni tampoco el nombre de algún propietario del mismo, puesto con la caligrafía de alguien que ama los libros.

Mientras recorría la distancia que me separaba de mi objetivo, pensando en disfrutar del libro sentado en una plaza, noté que mi gato Sasha me seguía desde la vereda de enfrente.

Cuando llegué a la librería, la persona que atendía me preguntó que necesitaba y le respondí que quería llevar el libro de Chejov y a cambio le ofrecía los libros que estaban en la bolsa.

El tipo hablaba por teléfono mientras yo le decía esto, sacó los libros de la bolsa y dijo, sin mirarme: No, libros de poesía no me interesan. Son un clavo que no me conviene. Y cerró su mantra de mercado con la frase: Perdería dinero.

Y siguió hablando por teléfono sin levantar la vista jamás.

La secuencia completa era una especie de cortometraje acerca del mal.  Y el tipo, para alguien como yo, era la encarnación de lo que es capaz de hacer el dinero con las personas.

Cuando salí, Sasha me esperaba en la vereda y nos fuimos juntos caminando hasta la plaza donde nos sentamos y miramos a los niños que jugaban y corrían felices.

A la noche, en un sueño extraño que se desvanecía a medida que me despertaba, mi abuela me susurraba en su entreverado ruso-español, la cita de Tolstoi:

Quien tiene dinero, tiene en su bolsillo a quienes no lo tienen.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

                                                             

 

 

 

 

 



 

 

    

 

Araucaria*

 

-Para Eduardo Coiro, querido amigo

 

Una vieja amiga de la familia vino a saludarnos, un mes después de la muerte de mi padre. Nos daba un poco de vergüenza hacerla pasar: los sillones del living estaban desteñidos y tenían vencidos los resortes. Los muebles estaban cubiertos de polvo y los pisos necesitaban desde hacía mucho tiempo, una buena fregada. De todos modos, le servimos una taza de té y recordamos algunas anécdotas de muchos años atrás. Ella nos contó algo que me dejó pensativo: en la familia se contaba que mi abuela había recibido, no se sabe cómo, algunas libras esterlinas y luego había podido comprar algunas más. Las había escondido, para preservarlas de su esposo, que quemaba todo lo que encontraba para apostar a los caballos.

Mi abuela tenía una voz prodigiosa. Si hubiese sido otra la época, tal vez hubiera triunfado en el canto lírico. Pero sus padres no la dejaron ir a estudiar a Buenos Aires y sólo hasta la capital provincial había llegado, en celebradas presentaciones. Mi madre contaba que su esposo, el abuelo, había malvendido todos los trajes y zapatos de actuación de mi abuela para apostar. Ella ni siquiera se refería a ellos y, muchos menos, a su talento o al abuelo.

Acompañamos a nuestra vieja amiga a tomar su tren. Cuando ya partía, le pregunté algo que súbitamente me vino a la cabeza: ¿cómo había hecho para llegar a nuestra casa sin la dirección? Entre los gritos y la sirena del tren que partía, ella contestó sonriendo: tu papá dijo que el árbol de su patio era el único que se veía, en este pueblo chato, desde la estación del tren.

Yo no recordaba haber vivido en otra casa más que ésa. La había construido mi abuelo cuando era joven, antes de perderse por la bebida y el juego. Mi mamá y mi papá se habían instalado ahí cuando mi abuela estaba a punto de morir. Siempre había sido nuestra casa. Ahora nos habían llegado noticias de un tío que andaba por la provincia de San Juan y nos sobrecogió el temor de que viniera a reclamar algo. ¿Qué pasaría si esa casa se vendía? ¿Qué sería de nosotros? Pensé en la biblioteca, en todos esos libros que yo conocía desde chico. ¡Los había leído tantas veces! Todos tenían las hojas amarillas, algunas de las tapas dobladas…Pero siempre habían estado ahí, seguros. Algunos escritos en hebreo, otros en francés, otros en latín. Los libros de mi infancia. No eran relucientes como los que yo traía de la biblioteca municipal todas las semanas. Esos iban y volvían, pulcros, bien armados. Los nuestros no. Pero ¿qué iba a ser de ellos si vendíamos la casa?

La preocupación por mi tío dio paso a un pensamiento más urgente: ¿dónde estarían escondidas las libras esterlinas? Yo apenas si conseguía algunos trabajos de marquetería. Era prolijo y detallista, pero a la gente no le gustaba venir hasta nuestra casa y cada vez eran más escasos los encargues. Mi hermano tenía una pensión por discapacidad, y no había otra entrada. Mi padre había muerto y con él, su jubilación.

Buscamos en todos los posibles lugares. Arriba de los roperos, detrás de los cajones. No encontramos nada. Lo único que nos quedaba era revisar la temida piecita del fondo.

Ese día todo había salido bastante bien. Eran como señales.  Me habían hecho un descuento en la panadería, me sonrió mi vecina cuando salí a caminar… Lo tomé como un buen augurio. No era un día maldito.

Entonces cuando mi hermano se despertó, de su larga noche de sueño, le propuse que juntos fuésemos a la piecita y buscásemos en algún mueble, las libras esterlinas. Me miró con extrañeza y preocupación. ¡Pero necesitábamos tanto el dinero que hubiésemos levantando las tablas del piso si yo se lo proponía!

Con decisión cruzamos el patio y rodeamos la araucaria para llegar hasta la solitaria piecita de los trastos, en el fondo de la casa. Siempre me había parecido insólito que un árbol como ese estuviera en nuestro patio. ¿Qué hacía una araucaria en una zona como ésta? Vivíamos en el centro del país. Llanura. Humedad. Jamás había nevado ni nevaría en mi ciudad. ¿Por qué una araucaria en ese lugar? Después averigüé, que muchos años atrás, siglos, en esta región había araucarias. Este árbol era un sobreviviente. Hacía casi mil años que estaba ahí. Y mi abuelo había construido su casa alrededor de él. Cuando éramos niños la considerábamos un árbol inútil. No nos podíamos trepar, no daba buena sombra, no tenía flores ni perfume e ignorábamos el altísimo valor proteico de sus frutos. No tenía ninguna razón de ser ese árbol en ese lugar. Recuerdo que una vez un amigo de la familia trató de convencer a mi padre para que lo cortara.  Había empezado a llenarle la cabeza de ideas trágicas: que el árbol podía caer sobre la casa, hundir el techo y ocasionar una catástrofe, humana o material. Pero después mi padre se informó que las araucarias tienen grandes y profundas raíces, algunas de hasta una extensión de 20 metros y como era un árbol sagrado para los pueblos originarios, decidió conservarla. Era casi imposible que un viento fuerte la derribara.

Ahí quedó, firme, derecha, elevándose, destacándose de entre todos los árboles de la cuadra. Alta, inútil. Un símbolo, vaya a saber de qué. De un pasado que ya no estaba. De una época en la que no existían ni siquiera los primeros habitantes de esta región.

Era el mediodía, el sol estaba bien alto, cuando llegamos hasta la piecita. Primero nos fijamos a través de los vidrios de su puerta verde y luego, con muchísimo cuidado, bajamos el picaporte. Desde afuera no se veía nada raro. Era una habitación muy pequeña… Igual dejamos la puerta abierta, bien abierta, para poder correr si algo raro aparecía. El olor a humedad era intenso. Todo estaba tan quieto, tan inmóvil…

Empecé a pensar que tal vez era desmedido el temor que había paralizado durante días la decisión de entrar allí. La razón me decía; ¿Qué era lo que podía encontrar dentro de la piecita que me diera miedo? ¿Ratas? Casi imposible. No había rastro de comida alguna. ¿Alacranes, tal vez, o arañas? Eso no me daba miedo. Podía pisarlos. Pero siempre me aterrorizaba, en lugares como ése, que abriera una puerta o un cajón y algo extraño, algo negro, peludo, con brillantes ojos rojos y afilados dientes, saltara y me mordiera la mano.  Es gracioso. Sé que es un pensamiento infantil, un miedo irracional, pero no podía evitarlo. No había nada dentro de mi mente que me respondiera que estaba en lo correcto, que el miedo que tenía no era infundado. Sin embargo, era imposible no sentirlo. Era la piecita el lugar al que amenazaban con encerrarnos cuando nos portábamos mal.  Y en realidad no había nada adentro, salvo dos o tres muebles. Pero el silencio, el encierro, el aislamiento era tanto más temeroso que cualquier monstruo que podría haber habitado esa pequeña pieza.

El único mueble que podía contener algo era una cómoda grande.

Uno a uno fui abriendo los cajones. Mi hermano me cubría las espaldas. Miraba sobre mi hombro, pero tenía un pie afuera de la puerta. Yo no metía la mano: había llevado un palo y con él revolvía toscamente las cosas que estaban dentro del cajón. Nada interesante. Viejas cartas, ropa manchada por invisibles cucarachas, trajecitos de bautismo, collares, rosarios, hasta un misal con hojas doradas. Pero nada de lo que nosotros buscábamos. Ningún papel importante, nada de oro. Nada.

Hasta que llegamos a las dos puertas que estaban en la parte inferior del mueble. No me iba a arriesgar a abrirlas con mi mano. Si saltaba el monstruo estaba demasiado cerca mi brazo de sus dientes.  Así que busqué un alambre, bastante grueso, y enganché con él una de las manijas de las puertitas. Una vez que estuvo bien agarrado, le avisé a mi hermano y los dos, expectantes, en silencio, contuvimos la respiración y tiramos del alambre hacia afuera. Yo noté que algo empujaba desde adentro, lo que me atemorizó bastante, pero no le dije nada a mi hermano. Tiré un poco más fuerte y la abrí. Un manojo de ropa brillante saltó afuera del mueble una vez cedida la presión de la puerta y detrás de él una vieja pelota de cuero.  Mi hermano la reconoció enseguida. Habíamos jugado un partido en el patio con los chicos de la cuadra y la fuerte patada del Aníbal había tenido un efecto funesto: atravesó el vidrio de la ventana y rompió una estatuita de un monje chino que mi madre tenía sobre la mesita de luz.  Se acabaron los partidos en el patio, nos fuimos a la cama sin cenar y a la pelota no la volvimos a ver nunca.

Pero yo me concentré en la ropa. Eran varios vestidos de una hermosa tela. Seguramente sería seda, o algo así. Daba gusto tocarlos y uno de ellos, el azul, tenía en el escote algo que brillaba.

¡Si señor!¡ Era una especie de gargantilla de oro, que adornaba el vestido! Imposible confundirme. Conocía muy bien el color del oro.

Mi hermano seguía detrás mío cuando volvimos a la cocina. Llevaba apretado contra su pecho el vestido con la cadena de oro. Ya no había tanto sol. Se había nublado y un suave viento del sur empezaba a soplar.

Atravesamos el patio. Mientras caminábamos hacia la cocina, mi hermano comentó que le iba a pedir el diario al vecino para fijarse en la cotización del oro. Lanzó una risita nerviosa y después se calló. Ni siquiera miramos la araucaria. Cuando llegamos a la puerta me pareció escuchar un sollozo. Me di vuelta y lo miré: se estaba limpiando su aniñada cara, cubierta de arrugas, con la brillante tela del vestido de seda.

El pago por la gargantilla nos dio un respiro, pero seguíamos pensando en las liras esterlinas ocultas por mi abuela. ¿Sabría mi madre dónde estaban? Ese pensamiento me llevó al recuerdo de sus últimas semanas de vida. El Alzheimer le había arruinado sus músculos, su memoria, su claridad mental. Era como una niña. Volvió a hablar con su padre, ya muerto y enterrado hacía mucho tiempo, y no nos reconocía. Poco a poco se fue apagando, encerrándose en sí misma y en un tiempo pasado en el que había sido feliz. Si conocía el paradero de esos billetes, se había ido con ella.

Mi hermano se había vuelto cada vez más sombrío. No le preocupaba lo económico, eso era más una intranquilidad mía, pero el no tener la presencia de mi padre en casa lo hacía sentir indefenso. Siempre mis padres lo protegieron, debido a su discapacidad. Su desarrollo mental se había detenido cuando era un niño y todos estábamos acostumbrados a ello. Mi padre era la figura segura que lo acompañaba cuando salían a caminar y evitaba las burlas o las miradas de quienes se cruzaban en su paseo. No era violento sino todo lo contrario. Nos llevamos bien siempre, pero yo sabía que en esta ocasión, él no podría ayudarme.

El único talento de mi hermano era el dibujo. Mi madre no se había animado a llevarlo a alguna escuela de artes, o a contratar un profesor. Pero mi hermano se entretenía, a veces durante horas, dibujando en las hojas blancas que le conseguíamos, y sus dibujos eran realmente impresionantes: dibujaba lo que veía con una exactitud increíble. Eran casi fotos, sombreadas, con una perspectiva y profundidad que no sabíamos de dónde había aprendido. Hasta las caras de las personas y las miradas eran asombrosamente reales. Su limitación era que no podía dibujar algo que nunca hubiese visto, o que no estuviese frente a sus ojos. La imaginación, el recuerdo de algún lugar, no tenían cabida en la incomprensible mente de mi hermano.

Cuando estaba en segundo grado, su maestra llamó una tarde a mamá y estuvieron hablando las dos, a la salida de la escuela. Mi hermano y yo esperábamos en la vereda, tirando a la zanja bolitas de paraíso. Yo espiaba a las dos mujeres mientras hablaban y no olvido la mirada de angustia de mi madre. Las puertas de la escuela ya habían cerrado. Luego, mi madre vino hacia nosotros y volvimos caminando muy lentamente a casa.

Fue el último día que mi hermano asistió a la escuela.  La maestra le había dado como tarea describir algún ambiente de la casa y mi hermano no pudo hacerlo. Pero, en lugar de eso dibujó lo que más le gustaba: el patio. Y en su centro la araucaria, sin pájaros y con algunos, escasos frutos.  El dibujo nunca llegó a la escuela, pero mi madre, que adoraba a mi hermano, lo consoló enmarcándolo y colgándolo en el comedor de la casa. El único trofeo que mi hermano tuvo en su vida, su efímero paso por la educación formal.

En pocos días llegaría el otoño y esta vez, sin los quejidos de mi padre y el perfume de su tabaco, los árboles parecerían más desnudos, los días más tristes.  Mi hermano y yo seguíamos solos, príncipes de un ruinoso castillo poblado de libros deshojados y muchos recuerdos.

Mis pensamientos siempre estaban corriendo: iban y venían, tratando de encontrar algo, una solución para nuestra precaria economía. Ya no podría comprarle chocolates a mi hermano como todos los fríos sábados de invierno, la única golosina que lo ponía feliz.

Abril comenzó con lluvia y con la lluvia las goteras de siempre. Ahora había una penosa novedad: una nueva gotera en nuestro dormitorio.  Esa noche pusimos una olla bajo de ella y nos fuimos a dormir. El viento era fuerte, pero habíamos asegurado bien las persianas y los dos nos dormimos profundamente, como cuando éramos niños y la tibia cama alojaba nuestros sueños.

De pronto tuve un sueño providencial: mi padre, joven, golpeaba con furia las raíces de la araucaria. Veinte metros, murmuraba. Yo podía ver el esfuerzo en su cara, en sus manos y su cuello. Los golpes eran acompasados, uniformes…como los de la gotera. Me desperté y me senté en la cama. Mi hermano dormía. En la olla enlozada, las gotas caían rítmicamente, como los golpes del pico de mi padre en el sueño. De un salto me levanté y me fui hasta la ventana que daba al patio. La araucaria, lustrosa por la lluvia, no se movía con el viento. ¿Estaría ahí el tesoro?

Me senté mientras mi cabeza galopaba. ¿Estarían enterradas bajo la araucaria las libras esterlinas? ¿Mi padre las habría ocultado allí? Yo era el único lúcido de la familia. Me esforcé por tener sentido común, por pensar algo lógico…

No, no podía haber sido mi padre quien las escondiera. Recordé muchos momentos de nuestra vida (incluso después de la muerte de mi madre) en los que necesitamos dinero y de tenerlo, él lo hubiese sacado de allí. Lo más probable era que ni siquiera supiera que esos billetes existían. Fue un secreto, no había duda, entre mi abuela y mi madre Entonces… ¿mi madre lo habría escondido entre las raíces del árbol? Me pareció imposible que lo haya hecho sin que alguno de nosotros la hubiese sorprendido en tal extraña tarea. No tenía herramientas ni fuerza; mi madre sólo apelaba a su sagacidad, para cualquier acción de su vida.

Traté de pensar como ella ¿Qué era lo que más le preocupaba a mi madre? Como lanzado por una invisible mano me dirigí al comedor. Con sumo cuidado descolgué el dibujo de mi hermano y con mayor esmero aún, despegué el papel posterior del marco. Allí, envueltos en un fino papel barrilete blanco, estaban las libras esterlinas.

Mucho más de lo que yo había imaginado. Cuando parara la lluvia iría hasta la ciudad a cambiar el dinero.

Con delicadeza, conmovido hasta las lágrimas volví a recomponer el cuadro. Todo lo que yo consideraba inútil, nos había salvado.  Mi hermano dormía tranquilamente y la gotera seguía, con su melodía, golpeando el fondo de la olla.

 

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

27 /02/22

 

 

 



 

 

 

 

 

FANTASMAS EN LA PIEL*

 

 

Hace años, Kalman había visitado Sniatyn pueblo de sus abuelos. Luego de días donde lo único que hizo fue caminar, visitó al cementerio judío donde faltaban parientes de sus abuelos que fueron llevados a campos de exterminio.

"Polonia es dolor" le había dicho su padre cuando era niño. Allá no vas a encontrar nada nuestro.  Ahora Sniatyn el pueblo de abuelos, su padre y tíos queda en Ucrania. 

Mientras caminaba en soledad sentía que su padre tenía razón una vez más. Había sentido un profundo vacío que se llenaba con ese dolor invisible de los ausentes. La voraz boca del tiempo los había devorado a todos. Sentía que pisaba sobre las palabras con que su padre había relatado al pueblo. Aquellas palabras eran lo sólido que había encontrado por calles donde se cruzaba con gente muy amable que vivían aquel presente con expresión feliz.

En todo su viaje no había dejado de pensar en la familia de su padre que se salvó al huir a la Argentina antes de la invasión nazi.

Recordó a su padre cuando le decía que hay que temer a los "vivos nunca a los muertos". El horror en la historia humana siempre lo han realizado tipejos hundidos en la enfermedad del poder. Sostenidos en ideologías que justifican quitar condición humana a “los otros”. 

La barbarie la realizan los vivos: ni los muertos ni los fantasmas.

 

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 




 

*

 

Lo peor de este mundo no es sufrir enfermedades, deteriorarse, morirse, sufrir física y mentalmente sino el daño irracional que nos hacemos unos a otros sin la menor justificación.

                                                                   

 *De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

Crisálida*

 

 

Ella compra un ticket sin destino

sube al tren del andén once

en el asiento 41 suelta la crisálida

que encerré en el cenicero hace años

cierra los ojos

y cuando los vuelve a abrir

la vieja del poema de L.F.

sigue diciendo:

 

mia mascotta, mia mascotta

 

mientras por la ventana aparece una cabaña

al borde del mar

envuelta en miles de mariposas amarillas.

 

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-Del libro Una noche en bosque-poesía y otros poemas.

 (Leviatán, 2014).

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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