*Dibujo de Erika Kuhn.
Semilla
insobornable*
Como esta flor
quiero ser...
Plumerillo de
la infancia,
deshacer en
semillas voladoras
soledades
danzantes.
(Para ellas no
hay
ni Caronte ni
barca,
ni el temor de
encontrar
de Cerbero, sus
fauces)
Planear por el
aire, lejos.
Con suerte,
alcanzar
la ventana del
silencio
y dormirme en
el acento
de la palabra
estío.
(Tal vez olvidé
germinar
y en otra vida
pueda ser
sólo una
semilla insobornable)
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
DE LAS LLUVIAS TARDÍAS EN LOS OJOS…
NOSOTROS*
Nosotros. Los
adoradores de las sombras.
De las lluvias
tardías en los ojos.
Los que
desabrochamos los botones del pecho.
Nosotros. Vos.
Yo. El otro.
Ruptura sutil
de triángulos y prismas.
-Siempre la
lluvia de por medio-
Guardar en el
bolsillo el pliegue fruncido de tu frente.
Y digo lluvia y
digo sombras y digo parto.
Nada pudiste
hacer. No pudiste evitar ser el cómplice.
Y ella allí.
Tan espera. Tan perenne. Tan siempre.
Y tú aquí. Tan
huida...Tan efímero. Tan nunca.
El vientre de
la estatua se hincha.
Huye el niño de
pantalones cortos.
Y él allí. Tan
torpe. Tan dolido. Tan hambre.
Y tú aquí. Tan
ágil. Tan placebo. Tan pan.
Una conquista.
Un desafío. Un duelo.
Esa puerta tan
jaula. Tan cerrada.
Esa puerta que
a falta de pájaros habita hombres.
Hombres,
habita....
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
DENSIDADES*
Densidades de
la luz que apenas delineaban la estribación de las nubes y acaso definían
formas que mimaban las alas de algún pájaro gigante.
Otras
densidades obturaban con su luz el vacío de los campos abiertos al fragor de
las trilladoras o al deambular de las mariposas que tanteaban tanto aire y
tanto sol con sus alitas titubeantes en la búsqueda del polen tan necesario y
tan distante a veces.
También
entraban por los callejones, de a miles, yendo que sí que no por esa luz que
sopesaba el aire duro del verano.
Se distribuían
por las calles solitarias que quemaban como si fuera una sola playa sola,
remendada por arenas que llameaban oro en su esplendor, apenas intervenido por
algún pastizal salvaje que retenía la flor libre de los cardos y sus
semillas y algún papel que vino errante empujado por la brisa de algún amanecer
gustoso de otro clima más benigno o venturoso.
La densidad
entonces era acorde con la soledad certera y poco enfática de ese caserío
derrengado y desprolijo con sus habitantes como tirados al descuido en ese
lugar lejano de una pampa que no nos daba tregua ni resuello cuando los vientos
no eran muy propicios, con huecos sin refugio salvo alguna hilera de plátanos
coposos o casuarinas oscuramente verdes. Porque aquel álamo solitario poco haría
sino ofrecer su sombra que como un cuchillo cortaba el sol a pleno, abusado de
flores, de nidos de pájaros que lo habitaban hasta que esos pichones nacieran y
luego de volar quedaron sus nidos abandonados y esas hierbas secas
se regaran por el suelo, como si no hubieran existido porque se irían a
esconder en los pastizales lerdos, como el grito de una lechuza en la noche que
tardíamente cruzaba la oscuridad y nos metía el miedo consabido, mientras la
quietud de la casa fuera seguro refugio de los peligros de su agorería malsana,
cuando estábamos en la protección de los mayores o en el refugio de las
frazadas que amorosamente nos había proporcionado nuestra madre.
Como para
defendernos para siempre de todos los males del mundo a que habría de
someternos la vida.
Una forma
amorosa de protegernos y de estar a tono con aquellas densidades cuando todo se
tuvo que exhibir y ser devaluado a su vez por la inclemencia impiadosa de todos
los tiempos.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Amores pájaros*
Extendí mis
alas hasta que crujieron,
hasta que mis
hombros se ardieron,
hasta que mi
pecho expulso costillas
y mis dedos
estallaron en plumajes.
Me precipité
así, desde la melancolía
de rebelarme,
de doblegar las caricias,
empujando al
amor por un acantilado,
creyendo así
que dominaría los cielos.
Mi piel fue
horadada por las cánulas,
soporte el
dolor agudo de mis piernas,
ahora poseía
garras y una voz de trino,
y un timón para
navegar eternidades.
Me extravié en
esa teoría de solo dos,
que es tratar
de comprender el silencio,
declarando al
amor como impalpable,
escondido bajo
la mirada indiferente.
Presentí esa
sed de tener nuevas alas,
hasta que me
concebí estable y ligero,
hasta que me
solté del filo del mundo
y degusté la
exactitud de la gravedad.
Fuimos amantes
destinados al suicidio
y a caer como
ígneas aves inconstantes.
Nos sumimos en
una hora sin memoria,
bogando
corazones por la negra noche.
Pero mi cuerpo
aún es dolor y es pájaro
y sangran aún
mis deslucidos plumajes.
Remonto vuelo
por los cauces del cielo,
creando una
tormenta en la nueva brisa.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
No germinaron los manzanos*
*De Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com
“Señora Santa Ana ¿por qué llora
el niño? Por una manzana que se le ha perdido, cantaba la abuela a la hora en que un manto
oscuro con puntitos plateados caía sobre las tejas de la casita del barrio de
obreros y una cortina de espesas pestañas desplegaba angelitos sobre los ojos
de la pequeña.
-¿Y por qué llora el niño, abu?
Preguntó la criatura.
-Uy, que el hambre duele, mi
niña, respondió ella mientras la cubría de besos, cosquillas y caricias.
En la casa, muy humilde, vivía
la abuela paterna, a cuyo hijo se lo tragara una noche impune de las que se
repitieron tantas veces en la historia de estas tierras, su nuera y la única
florcita que diera el matrimonio como ofrenda a su paso por la vida y a la que
llamaron María Eva. Niña inquieta, con ojos color del tiempo, corazoncito ágil
para conmoverse ante cualquier situación lastimosa. Era la adoración de la
abuela llegada de una Asturias lejana, estampada en su alma de mujer curtida por
los golpes de la vida y que pareció compadecerse de tanto dolor a través de la
pequeña.
María Eva fue creciendo entre el
amor de esas dos mujeres en un barrio con olor a tilos, olor de rosas y
malvones, recuerdos de ayeres dulces, renacuajos en las zanjas y la infaltable
rayuela cuya meta era siempre el cielo.
Uno, dos tres, cuatro, cinco
seis, siete, ocho nueve ¡¡¡CIELO!!! Y el barrio se empapaba de risas infantiles
entre el mate de la tarde compartida con los mayores.
El cielo, una tarde, recibió a
la abuela, dejando un hueco en el alma de la niña y su madre, pero ella no
murió del todo, quedó flotando en su canción de cuna y cada noche la melodía
inundaba el cuarto de una niña que ya daba los primeros pasos por la cintura de
la adolescencia.
Pasaron los años, el futuro dijo
presente pero siguió estancado en el pasado, la niña casi mujer comenzó a
recorrer la muchas veces cruel rutina del aprendizaje de la vida, que no
siempre otorga lo que realmente se sueña. Se recibió de maestra, quiso tentar
suerte en una fábrica cercana a la casa para costearse con mayor libertad los
estudios de sociología. Se inscribió en la facultad porque “un pueblo de
hombres cultos es un pueblo de hombres libres”, atrapaba de Martí mientras
echaba a volar sus sueños imposibles.
29 de Octubre de 1979
El odioso reloj le gritó ¡basta!
al descanso como cada mañana cuando paría las 5:00. María Eva estiraba sus
brazos como alitas tratando de despegar el sueño de sus ojitos de color tiempo.
Atiborró el ajado bolso negro de la abuela con las cosas cotidianas, compañeras
de asistencia perfecta, antes de colgarlo de su hombro. Allí estaban: el
sándwich, la manzana, los puchos, el encendedor, el monedero.
-Pucha, pensaba, todavía faltan
cinco días para cobrar y las cosas que hay que comprar en casa.
Inmediatamente despedía a la
madre con su acostumbrado –Chau má, te quiero.
-Cuidate nena, volvé temprano
por una vez, no fumés tanto, respondía desde el sueño su madre. María Eva
sonrió y se alejó cantando bajo las estrellas que no se iban todavía.
Salía de la casita con el
corazón atrincherado y los sentidos imaginando un futuro cercano que en
realidad estaba lejos. Eran las 6:00 de la mañana cuando con un beso a las
mejillas compañeras, iniciaba la jornada en la fábrica y aparecían los matecitos
clandestinos antes de que llegara el “trompa”. A las 12:00 llegaba el descanso
de media hora, salían del cofre el sándwich y la manzana.
-Otra vez que Carmen no trajo
nada.-masculló entre bostezos. Ella era su amiga y compañera de la vida. María
Eva imaginaba que también habría “nada” esa noche en la mesa para los niños,
apenas un mate cocido, con suerte. Cortó su sándwich, partió al medio la
manzana y le ofreció a su amiga las mitades más grandes.
Cuando Carmen fue al baño, ella
comenzó su tarea de abeja obrera, recolectando entre otros compañeros lo que
pudieran dar para los hijos de la humilde mujer.
-Dios mío ¿Llorarán los niños?
Se torturaba pensando. Allí estaba la voz de la abuela y ella diciéndole bajito
–Hay que hacer germinar los manzanos para que no falte en ningún hogar el
fruto. Ayúdalos abuela. A las 5:00 de la tarde el ulular de la sirena indicaba
la hora de salida. Como dolía en el pecho ese aullido que tantas noches
indicara la antesala del infierno. Paradojas de los sonidos que pueden ser
tanto libertarios como carceleros.
Antes de ir a la Facultad,
alrededor de las 6:00 de la tarde, María Eva pasó por la villa para visitar a
los niños de Carmen. Llevaba fideos, manzanas, caramelos y la ternura de
siempre. Era una pasadita nomás, pero sin restarle tiempo al matecito apurado.
-Nos juntamos con los chicos, le
confió a Carmen.-Hace días que no vemos a Jorge, le sopló al oído.
Carmen había sido su compañera
de sueños hasta la noche en que se llevaron al padre de sus hijos, quienes
quedaron colgando de su espalda quebrada por la ausencia.
-Cuidado María Eva, dijo Carmen
en el abrazo de despedida.
Puso primera al motor de su
vida, arrancó atravesando calles sin reparar que la estaban siguiendo con paso
tan sigiloso como un reptar terrorífico. El peligro le abanicaba la carita
adolescente. Quién diría que ella…
Llegó a Villa Jardín, el dolor
arrancó otro trocito de su corazón ardiente. –Se llevaron a Jorge, decía Beto
mientras golpeaba con el puño de la desesperación una mesa destartalada. A
medida que aparecían los compañeros el silencio estallaba los oídos, sólo les
quedaba llorar como hace un niño sin manzana. La tristeza ahogada la empujó al
refugio sacrosanto de los brazos de su madre en carrera desenfrenada. Se
contaron la jornada, pero no todo, no podía preocuparla tanto. Cantó la abuela
su “Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Claro, como todos los días.
-Sigue llorando el niño, mami,
todos lloran. Muchos lloran sin parar. María Eva iba inventando su propio
adiós.
La noche del 29 de octubre fue
noche de luna nueva. Se sintió una campanada que tiró abajo la puerta. Un
ventarrón irrumpió en la sala y en la pared se estampó un corazón sangrando
despedazado frente al cuadro con la foto de la abuela.
El reloj enmudeció, enquistó sus
manecillas, el odio se volvió Titán y de esos ojos brotaban, como víboras de
fuego.
-¿Dónde está esa hija de puta?
Arremetió Jápetos.
-¿Qué es esto? Preguntó la madre
tratando de volverse escudo sobre el pecho de su niña.
-No dejes entrar al miedo,
suplicaban las lágrimas de María Eva. La arrastraron de los pelos, la metieron
a empujones en el asiento posterior de la barca de Caronte. Cerbero los
esperaba en la puerta del averno.
La abuela tomó su brazo
queriendo acercarla a ella, la madre empequeñeció contra el pecho de la abuela
y de una sola garganta se escaparon las entrañas ¡¡¡Ay, mi niña!!!
La abuela cantó su nana, la niña
le respondía mientras un rayo de odio se la iba devorando. De las casas vecinas
parecían brotar ramitos de luciérnagas que no lo eran. Se había encendido el
miedo.
Desde entonces, todos los 29 de
octubre en aquel barrio de casitas bajas donde ayer criaran sus hijos tantos
obreros, se ve a una niña caminando de la mano de su abuela cantando una
letanía: -“Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se
le ha perdido…
La niña responde –dile que no
llore, yo le daré dos, una para el niño y otra para vos.
Adelante va la madre, vanguardia
de la columna de espectros de tristeza.
A la mañana siguiente, desde
entonces, en cada jardín falta una flor que aparece donde todavía está el
corazón estampado. Las tres mujeres sólo se ven esa noche, todo el barrio las
espera.
Hasta el momento, comentan, no
volvieron a germinar los manzanos…
*De su libro de cuentos y
relatos "Destapando el silencio" Editorial Amaru (2010)
Argentina.
Primeras
lecturas*
A Eduardo Dalter
En mis correos cotidianos con el
poeta y amigo, acaso mi hermano, Eduardo Dalter donde nos cruzamos noticias,
poemas y recuerdos, le decía que nuestra generación empezó a leer con la
historieta. Al menos es la información que siempre cambiábamos con el Negro
Fontanarrosa. Pero no. Ahora, desde el rincón más lejano de la memoria, cuando
el fragor atorante de los truenos cesaba, y el ruido de la lluvia abandonaba el
zinc oxidado de los techos, y la paz que solo fabricaba el último relámpago o
el rostro esplendoroso de un arcoiris solitario y final, es que recuerdo a mi
padre.
Mientras mi madre trasegaba el
mate amargo desde la cocina, él se internaba en esa habitación honda, alta y
siempre muy fresca, y aparecía con una pila de revistas deportivas. Tenía desde
el primer número de El Gráfico, y se jactaba de ello. Había empezado a
comprárselo mi abuela, distrayéndole algunas monedas a mi abuelo cuando mi
padre tenía diez años y aún vivían en el campo del alemán Luis Burki, cercano
al Canal Hondo, camino a la colonia La Catalana.
Ponía la pila de revistas sobre
un banquito de madera y me permitía hojearlas, cuando aún no descifraba esos
signos. Me entretenía mirando esas fotos. Los arqueros con gorra y con casaca
solamente amarilla. Los jugadores excedidos en peso, con la casaca sin
publicidad, a veces sin el número en la espalda o la marca que mostraba
borrosa. Algunos jugadores como el gran Severino Varela, con su boina para
peinar palomitas y cabecear en un centro, clavándola implacable en un ángulo
lejano a la pelota de tientos.
El ritual de la lectura
sostenida y tranquila de los días de lluvia, con los años enriquecida para mí
porque yo ya leía y luego iría con ese, mi plus de lectura, a llevarle la
información a la barra de El Jazmín, con la formación de los equipos de los
años en que empezó el profesionalismo y aun antes. Con toda naturalidad le
recitaba aquellos equipos campeones de cuando todavía no existíamos,
produciendo una envidia poco disimulada detrás de esas sonrisas más bien
irónicas de los más grandes. Hablarles del Campeonato Mundial del año 30, que
nos ganó Uruguay en la final, en Montevideo, y que el heroico Américo Tesorieri
no pudo contener en ese arco, donde su gorra a cuadros rasuraba los pastos como
un pequeño avioncito, cuando se estiraba hasta lo inverosímil por contener ese
aluvión de charrúas de casaca celeste.
Otras informaciones cambiamos
con el amigo Eduardo Dalter. Como la foto que me envía de mi admirado Eduardo
Lausse, a quien llamaban Nock out, y que vivió en su zona de la
provincia de Buenos Aires, y me repite lo que todos sabemos, que era un gran
tipo que no tuvo suerte en el boxeo.
Y hoy acaba de enviarme una foto
del colectivo número 182, rojo y blanco tal cual lo tiene mi memoria, como del
ala de una mariposa, cuando doblaba rechinante bajo la lluvia por la Avenida
Gaona y entraba en Haedo y enfilaba por Ramos Mejía hacia el final del
recorrido, creo que era en El Palomar.
Esa foto del 182 con el mismo
color de entonces deflagra en mi memoria del año 50, cuando de la mano de mis
viejos —tan jóvenes— me sentía el niño
más feliz y protegido porque en ese tiempo fue el único tiempo donde fuimos los
más privilegiados del mundo.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
*
Apenas tajeado
por la luz del nuevo día
el paisaje
parece aún, mojado de luna.
Está dispuesto
a enlazar voces,
hechos, cantos
que vienen
atados con una
brida de música
al aire de la
noche
desmintiendo
que algo ha
terminado...
Lo admirable,
sobreviene.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
InvenTREN
La Rica*
A Antonio Dal Masetto.
El hombre lee en su asiento una
carta escrita sobre papel verde. Se inclina un poco tratando que el sol que
ingresa por la ventanilla ilumine de lleno en esas letras de birome azul. Tiene
sus ojos cansados y la presbicia lo obliga a distanciar bastante la carta, a
punto de temer con incomodar con la extensión de su brazo a la señora sentada
enfrente en la que puede ver una mirada curiosa detrás de esos anteojos
redondos con bastante aumento.
En realidad, no le importa que
esa señora de mediana edad y pelo rubio enmarañado se interese por su carta.
Ella solo podría haber leído la fecha y el lugar que están en letra visible e
imprenta, arriba a la derecha de la primera hoja. Luego viene la letra
manuscrita, pequeña y encriptada de Gabriela que se hace imposible de descifrar
si la persona no esta familiarizada con ella.
Y además, que importancia tiene
que esa señora sepa de su felicidad, de su ir y venir con el amor y la
distancia.
Ella iba y venía, en su trabajo
por los aires, en sus ensueños o en amores fugaces de cada aeropuerto que no
lograban desplazarlo a él. Su hombre. Él, que iba y venia todos los fines de
semana para compartir su lecho, sus labios. Para caminar con ella de la manito
o en el abrazo de hombro de ella a cadera de él que tanto les gustaba, como a
los eternos amantes, novios o compañeros de vida, aunque nunca supieron definirse,
no les interesaba otra cosa más que llevarse de la mano o del abrazo por la
vida que era una sucesión de instantes o una eternidad bajo una misma luz,
pisándose a veces con mutua torpeza los pies en aquellas estrechas veredas del
centro antiguo de la ciudad, para luego retornar al departamento de ella y
fundirse en un solo cuerpo a luz de luna o estrellas, a sol que entibia la piel
o a cielos de acero sin grietas. Aun parece sentir el ruido de la lluvia
cayendo a gotones de sonido persistente por los techos, mientras adentro los
cuerpos se encendían bajo cobijas del frío invierno.
Sentados en la cama, los
domingos a la tarde él le leía cuentos de Dal Masetto y ella a él a Borges o
Cortázar. Una vez, le leyó "Romance" y él sabía, que era apenas un
pretexto para llegar a la frase final que tanto lo oprimía como presagio, como
una anticipación acechante a la vuelta de la esquina, o en cada ir y venir a la
estación de trenes, para llegar o partir de los brazos de ella, su amor, su
compañera.
Recuerda haberle leído esa frase
final del cuento de Antonio Dal Masetto que ahora ronda en su cabeza: “el
destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada”.
Su piel lo enloquecía. Su blanca
piel casi transparente en la que podía ver rutas celestes que no parecían venas
sino mapas de cielo como los que ella surcaba primero en Aerolíneas Argentinas
y más tarde en Lufthansa.
Él sentía cada encuentro y cada
despedida como si fueran una misma imagen superpuesta de ese intento imperfecto
de volver una y otra vez al placer, o al contacto de la piel, la fusión de los
cuerpos, el orgasmo de cada cual a su tiempo y modo, la sonrisa del después y
el dormir abrazados para entrar en la noche del sueño bien juntitos. Gabriela y
su parecido a Bette Davis. Sobre todo la expresión de su mirada. Fue un
descubrimiento mientras en una madrugada vieron “La extraña pasajera”. Como les
pego esa frase que adoptaron casi como un lema propio: "tenemos las
estrellas, no pidamos la luna".
**
Vuelve a doblar en dos las tres
o cuatro hojas de la carta sin dejar de echar una última mirada con los ojos
húmedos sobre el encabezado, que seguramente la señora que esta allí enfrente
ya ha leído, aun fingiendo desinterés y con la mirada perdida en algún punto de
la estación que de una vez están por dejar cuando la fuerza de la máquina logre
romper la inercia y el viaje se desate sin atenuantes.
No importa que esa señora
sentada enfrente haya leído la fecha: Hamburgo, 15 de abril de 1992.
Y más abajo el Querido Javier: y
luego el texto que conoce de memoria y ha leído una y otra vez durante estos
años a bordo del tren.
“A los tristes no los quiere
nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces el tren arranca y el
hombre rompe la carta en cuatro con expresión de angustia marcada en el rostro,
aunque ya maldice su impulso, su inútil esfuerzo por doblegar ese pequeño hilo
de ilusión que lo mantiene ahí, no queriendo preguntarse sin respuesta, y
entonces guarda esos grandes pedazos en el bolsillo derecho de su campera,
quizá ya mismo piensa en pegarlos con cinta transparente al llegar a su casa.
Intenta disimular su rostro
desencajado. Se levanta y se va al otro vagón, no quiere testigos, que nadie
sospeche ni se pregunte por que él sigue yendo y viniendo en ese tren. Como si
el tiempo no hubiera pasado.
*De Eduardo Francisco Coiro.
inventivasocial@hotmail.com
***
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