jueves, noviembre 05, 2015

EDICIÓN NOVIEMBRE 2015.


*Antonio Dal Masetto. – Foto de su Facebook.

-El próximo miércoles 11 de noviembre en el Salón J. Cortázar de la Biblioteca Nacional de la República Argentina, de 11 a 13 hs
se hará el recordatorio de Antonio Dal Masetto. (Intra, 14 de febrero de 1938 - Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)







Carta*


*De Antonio Dal Masetto


Este es el hogar que les toco, una pálida ciudad americana, una ciudad sometida a las modas, que les ha transmitido sus costumbres y sus histerias, que los ha saturado con sus músicas, sus pobrezas, sus tristezas, sus crímenes. Quiero que lo sepan: en sus venas hay otros soles y otras fiebres. Sus carnes no están amasadas solamente con olor a nafta y horizontes de cemento. Quiero que lo sepan porque tal vez algún día, cuando les toque hacerse la gran pregunta, esto pueda formar parte de sus respuestas. Recupero imágenes de un tiempo que no les pertenece. Pero seguramente las presencias que lo habitan estén tan vivas en la memoria de vuestras sangres como en la mía.
Hay una casa sobre el lago y un pedazo de tierra con hileras de vides. Vuestro abuelo cuida de esa viña. Llega la estación de la vendimia y lo miro cortar los racimos, transportar los canastos, pisar la uva en la cuba. En los días que siguen, en la penumbra del sótano, el olor del mosto es, para mí, olor a misterio.
Hay otra casa, en la montaña. En la tierra difícil vuestros bisabuelos han sembrado trigo. Los veo, encorvados, manejando la hoz y abriendo surcos en el trigal. Los haces son transportados en carro hasta el molino, en una aldea vecina. Allí se muele y se paga con parte de lo cosechado. Al atardecer vuelven trayendo las bolsas de harina con las que amasaran pan durante todo el año.
Estas son las dos imágenes que quiero rescatar. Una es oscura y subterránea: ese sótano y su fermentar secreto, su actividad viva detrás de la puerta cerrada. La otra esta llena de la luz de los trigales y el trabajo bajo el sol. Tal vez estos recuerdos no signifiquen nada y sean solo el reflejo melancólico de alguien que no se ha acostumbrado a las perdidas y al desarraigo. Pero insisto en creer que en esa luz y en esa sombra existe una enseñanza. No quiero sugerir que aquella fuese gente feliz. Eran tozudos y eran egoístas. Tuvieron hijos y defendieron lo suyo. Duraron. Alimentaban sus vidas con trabajo, con odios y alegrías, con pasiones fuertes y primitivas. Pero nunca con indiferencia, que es uno de nuestros males. Perpetuaban ceremonias que para nosotros perdieron sentido. Esperaban la hora de la cosecha seguros de que llegaría. Trabajaban para que el milagro se repitiese. Confiaban, y la tierra no los defraudaba. No se preguntaban por qué. Dos guerras pasaron sobre sus casas. Ellos siguieron sembrando y cosechando.
Mas tarde, vuestros abuelos, trasplantados a tierra americana, seguían aferrados al ritual en los pocos metros de la casa en que vivían. Plantaban hortalizas y frutales, espiaban el devenir de las estaciones. Esos florecimientos y desarrollos parecían contribuir a darles una medida y una razón a sus vidas. Probablemente, para ellos lo importante no fuese la necesidad y el placer de la cosecha, sino la certeza de la cosecha. Sin saberlo, acataron mejor que nadie el papel que a todos nos ha tocado desempeñar.
El ejemplo de esa entrega, que es también elección, que es también participación, nos habla un lenguaje olvidado, pero que reconocemos.
Nos sugiere que quizá no seamos más que intermediarios entre fuerzas que nos superan y un mundo que acepta y necesita nuestra colaboración. Que más allá de nosotros, de nuestra voluntad y conocimientos, existe una alianza entre las cosas, un pacto inalterable que es preciso secundar. Cada día trae su confusión, pero la meta es siempre la misma.
Nuestra tarea es el rescate. Lo perdido, lo oculto es nuestro objetivo. Hay en nosotros una memoria que no proviene solamente del pasado.
Ella nos indica el camino: poner orden en lo invisible. Las herramientas, los elementos de trabajo, igual que la pala y la zapa, están de este lado. Energía, lucidez y paciencia son nuestras cartas de triunfo. Pero también impaciencia, desorden, pasión. Y delicadeza, que es privilegio de la fuerza. Si todo esta en todo, entonces siempre hemos estado cerca de lo que buscamos. Cada día, cada hora, la realidad nos esta repitiendo el mismo estribillo. No hay pistas falsas. En todas partes hay señales y conclusiones. Será necesario recorrer esos senderos para llegar a descubrir lo que en última instancia sabíamos desde el principio.
Aquella luz y aquella sombra no son solo partes opuestas y complementarias de una misma esfera. Son también un espejo de nuestra condición. No nos queda más que confiar en que la tarea visible proyecte sus frutos en lo invisible. ¿Qué es el vino sino agua que contiene fuego? ¿Qué es el pan sino tierra que levitó?


-De “El padre y otras historias”.






EDICIÓN NOVIEMBRE 2015

-A la memoria de Antonio Dal Masetto.







Alturas*


Mi abuelo paterno Antonio, llamado Toni Furbo, era hombre de montaña, había nacido en una aldea de 20 casas y ahí vivió toda su vida. Iba a visitarlo en las vacaciones de verano y con el tiempo llegué a pensar que la montaña y él eran una misma cosa. Me contaban que a veces, sobre todo cuando era más joven, preparaba su mochila y desaparecía unos cuantos días, subía hacia las cimas, iba desplazándose sobre el filo de los cerros y por las noches prendía fogatas para que la gente de la aldea pudiera decir: “Allá está”.

En esas visitas de los veranos me llevaba con él a recorrer otras aldeas donde realizaba sus negocitos prohibidos por la ley. Tomábamos senderos escarpados y subíamos a buen paso, pero mi abuelo nunca seguía la senda, en algún momentos se apartaba y elegía atajos complicados, donde era necesario trepar por laderas rocosas y al llegar arriba nos sentábamos y nos quedábamos en silencio mirando abajo los valles, algún carro en un camino, grupos de casas, un arroyo, el desplazarse de un trencito.

Yo también había nacido y crecido entre montañas, y me gustaba andar por los bosques y las cuestas, y buscaba las cimas y pasaba el tiempo allá arriba y cuando volvía contaba a quien quisiera escucharme lo que había visto en el oro de los horizontes y sentía que ese amor por las alturas me había venido de mi abuelo, que yo era su heredero. Entonces me preguntaba de quien sería heredero Toni Furbo.

Después pasó el tiempo, mi abuelo murió y mi familia emigró a la Argentina, y en la pampa, en el pueblo de Salto, llanura y llanura, lo que yo más extrañaba era la presencia de las montañas. A los 17 años me vine a ver cómo era la gran ciudad y acá reemplazaba mi nostalgia subiéndome a lo que pudiera. Con el tiempo me hice de algunos amigos y a veces me invitaban a un asado y si las casas tenían jardín y algún árbol al poco rato yo ya estaba entre las ramas y les hablaba a los demás desde mi lugar de privilegio y los obligaba a girar las cabezas hacia arriba y alguien se las ingeniaba para alcanzarme un vaso de vino. Si no había árboles me encaramaba a los tejados. La cuestión era un poco de altura.

Cuando a los veinte años hice un viaje al sur, a Bariloche, de mochilero, y vi los primeros cerros a través de la ventanilla del tren me volví un loco. “Montañas, montañas”, le gritaba a mi compañero, y empecé a correr ida y vuelta por el vagón y después salí al aire libre para gozar mejor del espectáculo y ver cómo las cimas poco a poco se acercaban y era un muchacho feliz.

Mi hijo Marcos, con su esposa Patricia, tuvieron tres hijos, Maxi, Lucas y Julieta, pero sólo el del medio, Lucas, resultó de la estirpe de los que buscan la altura. Lo veía, cuando chico, correr por encima de los tapiales, saltar, trepar donde pudiera, lanzarse y quedar colgado de una rama y después, lo mismo que yo, subir y quedarse sentado allá arriba, lejos de todos, por encima de todos. Otros sólo verían en eso un juego de chicos, pero yo reconocía que él también era un heredero y, destinado a la llanura, ésa era su forma de expresar su nostalgia de altura.

Mi hija Daniela, que ahora vive en Palma de Mallorca, tuvo dos hijos, Nahuel y Olivia. Olivia, con su actual marido Jorge. La nena todavía no cumplió los dos años. Daniela me cuenta que Olivia es rápida, escurridiza, y hay que tener cuidado, de pronto desaparece y está en alguna habitación donde vio la posibilidad de treparse a algo. Esté donde esté nada la atrae tanto como el desafío de escalar. Recibo fotos, algún video, y la veo, lanzada hacia su objetivo, los bracitos arriba, una rodilla, una piernita, otra piernita, obstinada en llegar hacia ese punto sobre su cabeza y del que no separa la vista, supongo que sin saber todavía por qué se empeña, aunque quizá sí lo sepa. “Ahí está otra de los nuestros, otra nostálgica de lo alto”, me digo.

Recuerdo, pienso, miro, me remonto a Toni Furbo, a sus andanzas solitarias por las cimas, a las fogatas nocturnas, y me siento orgulloso de pertenecer a la pequeña lista de integrantes de esta especie de logia secreta desparramada por el mundo, integrantes con almas, con corazones de cabras.


*De Antonio Dal Masetto.











Anna*




El hombre ha salido a caminar sin dirección, fuma y sus pasos y sus divagaciones lo llevan lejos. Nubes fugitivas en el cielo nocturno, temblor de luna, tibios reflejos de faroles en las calles empedradas, árboles podados, ramas apiladas sobre las veredas y, al doblar una esquina, una figura parada en la mitad de cuadra, un descubrimiento para el hombre que vaga por la ciudad vacía.
La muchacha permanece detenida, vuelta hacia él y parecería que lo mirara o lo aguardara, tiene flores en las manos y sus ojos están en sombra. También el hombre se detiene y ahí permanecen, observándose, mientras transcurren los segundos y el hombre sabe, súbitamente, como en una revelación, que el nombre de la muchacha es Anna y que las flores quizás sean para él.
Después ella da media vuelta y comienza a caminar y el hombre la sigue y no acorta distancia y allá van por calles y calles, entre las casas mudas y los gatos, y siempre hay nubes arriba y temblores de luna y de tanto en tanto la muchacha gira la cabeza, tal vez para comprobar si el hombre continúa detrás de ella, tal vez para incitarlo a que no abandone la persecución. Y el hombre, a la distancia, comienza a conversar con la muchacha y su discurso es confuso y es lento y no pasa de ser un susurro, aunque está seguro de que ella, allá adelante, lo escucha. Murmura: En esta tierra rica fundamentalmente de cosas perdidas, tierra de atrocidades, indiferencias y miserias, no me resultará fácil hablarte. El hombre intenta e intenta y se esfuerza por construir una historia coherente. Y así avanzan y hay más calles y faroles y jardines y plazas.
Y ya no importa si esta necesidad de confesión es apenas un torpe ronroneo en el gran silencio que lo rodea. El hombre comprende que la muchacha que lo precede ha venido a convocarlo, que éste no es un paseo gratuito. Comprende que es tiempo de balances, rendiciones de cuentas. El aire está poblado de señales, voces rotas, llamados difusos, rubores de la memoria, nombres trabajosamente rescatados, enarbolados ahora por encima de muertes, olvidos, desprecios e ironías, nombres que vuelven intermitentes con los rumores que el viento trae un instante y arroja nuevamente a las aguas de la noche.
Ya no importa la torpeza, la confusión, las palabras que no acuden o que la imaginación niega. Ya no importa nada de eso. Porque ahora ahí está la muchacha marcando camino, guiando, abriendo una brecha, despejando. La volátil y firme figura de la muchacha nocturna, imagen que no transige, que no sucumbe, que no habla de derrotas, pero sí de firmezas y permanencias y sin duda de una obstinada libertad.
Paso ligero de la muchacha a través de la ciudad dormida, reverenciando, rescatando, enalteciendo para la noche del hombre que la sigue, para sus horas futuras, las imprevisibles, las fuertes oscilaciones de la vida. Entonces, una vez más, alrededor del hombre, la noche vibra de significados nuevos, alberga años y sabor de juventudes y caminar detrás de la muchacha por calles nuevamente familiares, después de tantos voluntarios o forzados exilios, en este septiembre cambiante, es retomar viejas sendas y descubrirse entero y dispuesto, sacudido por estremecimientos olvidados, inconsciencias, locuras, alimentos para raíces de otros tiempos.
La hora se carga de certezas, aquella figura va opacando dudas, pone ráfagas de asombro en el silencio de los días. Y nuevamente la muchacha gira la cabeza, muestra brevemente su perfil y avanza y todo el tiempo parecería decir: También éste, como siempre, como todos, precisamente éste, es el momento decisivo.



*De Antonio Dal Masetto.
-De "Reventando Corbatas" Torres Aguero Editor. Bs. As. 1988.








ALMENDROS*



Sentado en el vagón de un tren que cruza la isla de Mallorca, el hombre recuerda el llamado de su hija hace nueve meses cuando le anunció que estaba embarazada, y aquella frase: “Esto no significa que vaya a dejar de ser tu nena, ¿verdad?”. El fruto maduró y el nacimiento se produjo. Ocurrió esta misma mañana, a las 8.43. El hombre había viajado desde Buenos Aires para pasar junto a su hija la última etapa del embarazo. Ahora se dirige a Manacor, ciudad del interior de la isla, al hospital donde ella trabaja como instrumentista y donde eligió que naciera su bebé. Lo decidió así porque, si bien vive en Palma, quiso ser atendida por los médicos que conoce. La frente apoyada contra el vidrio de la ventanilla, el hombre mira el girar lento del paisaje y habla a media voz en el traqueteo del tren. Le habla al recién nacido. Lo llama por su nombre: Nahuel. “Nahuel —murmura—, creo conocer algo del alimento que nutrirá tus años futuros.” Lo que ve desfilar son tierras cultivadas, montañas al fondo contra el cielo lavado, manchas claras de pueblos con sus campanarios, molinos de viento, olivares trepando las laderas, plantaciones de almendros a ambos costados de las vías. Y son fundamentalmente los almendros los que le aportan esa posibilidad de conocimiento que se atribuye, la progresiva revelación que él llama, a falta de mejor definición, algo del alimento de días y años futuros. Es la voz de los almendros la que se instala allá en los tiempos por venir. Estos almendros en su actitud de espera durante el letargo de los meses de invierno. La pujanza que el hombre presiente bajo la corteza de los troncos y las ramas, la concentración de fuerza trabajando y preparándose para la gran explosión primaveral. Es esa presencia sobre los campos la que llena esta nueva mañana del mundo. Nueva para el hombre, primera para el recién nacido.
De tanto en tanto el tren se detiene en estaciones semivacías y vuelve a partir en un arranque silencioso. El hombre habla, reconstruye los acontecimientos de las últimas horas: “Tu padre me llamó minutos después de tu primer berrido. ‘Nació el chaval’, me dijo. Me contó pormenores del nacimiento. Me los contó aparentando calma, pero estaba excitado, le faltaban palabras, le faltaba tiempo. Habían pasado a tu madre a la sala de partos y preveían una espera de un par de horas hasta que se produjera la dilatación adecuada. Pero tus ritmos cardíacos se alteraban y resultó evidente que tenías el cordón enroscado en el cuello y que al esforzarte para salir te estrangulabas. Así que decidieron intervenir sin perder tiempo, apurar, sacarte, evitar el peligro. Lograron desenroscar el cordón de tu cuello. La dilatación todavía no era suficiente, sólo alcanzaba los siete centímetros. Lo normal hubiesen sido diez. Pero había que seguir. Y ya era tarde para una cesárea, estabas demasiado encajado, demasiado abajo. Por lo tanto debías pasar por esos siete centímetros. Eran dos médicas las que estaban atendiendo a tu madre. Recurrieron a la ventosa, la aplicaron adentro, en tu cabeza. Mientras una chupaba y tiraba, la otra se montó sobre la panza y empezó a empujar desde arriba hacia abajo y poco a poco allá fuiste abriéndote paso. Tu padre mientras tanto la estaba pasando mal. Se encontraba en una habitación contigua y podía presenciar los detalles de lo que ocurría a través de un vidrio, aunque no oía nada. Todo le parecía muy violento, muy brutal. Lo que veía además no era sólo a las dos médicas trabajando, sino de pronto una cantidad de mujeres de blanco que aparecían desde alguna parte. Estaba asustado y se decía: ‘Algo grave está sucediendo’. Lo que no sabía era que, al enterarse de la inminencia del nacimiento y de la situación de apuro, habían acudido las compañeras de trabajo de tu madre, querían estar presentes y además colaborar en lo que pudieran. Para tu padre aquel revuelo sólo significaba una cosa: señal de alarma. Una de las mujeres entreabrió la puerta, se asomó y le dijo: ‘Tranquilo, no vamos a dejar que le suceda nada malo’. Y tu padre se preocupó aun más porque pensó: ‘Entonces algo está pasando, si me dice eso es porque algo está pasando’. Y su nerviosismo crecía y seguía pegado al vidrio tratando de adivinar, sin entender nada. Luego, cuando por fin asomaste la cabeza, lo llamaron, lo hicieron entrar y presenció de cerca el resto del alumbramiento. Así fue. Ahora ya estabas en una habitación con tu madre. Una habitación compartida con otra madre de una recién nacida”.
Una nueva parada, el arranque suave, la marcha. El hombre continúa con su monólogo. Pese a las imágenes que se ha ido formando del recién nacido después del relato del padre, pese a que lo llama por su nombre, siente que en realidad le está hablando a su hija, y que es a través de ella que sus palabras encuentran el camino para alcanzar al destinatario, como si el niño aún permaneciese dentro de la panza. Recién cuando llegue al hospital, y lo vea en los brazos de la madre, que quizá lo esté amamantando, podrá decirse: ahí lo tenemos, ya es alguien independiente, hasta hace unas horas existía como parte integrada de otro cuerpo y ahora se ha escindido, respira su propio aire, comienza su aventura, su pena de vivir y su gloria de vivir, su libertad y su carga.
La habitación es la número 231, segundo piso, lo anotó en su libreta. El hombre habla: “Los padres de tu compañera de habitación son africanos. Una pareja de los tantos inmigrantes que andan por acá. Africanos, asiáticos, latinoamericanos. Gente que emigra. Gente de todas las latitudes que como ha ocurrido siempre huye del hambre, de las guerras, de las dictaduras. Razas desbandadas por el mundo. También parte de tus orígenes provienen de esa clase de dispersiones. No por el lado de tu padre, que nació en esta isla. Una de tus raíces está fuertemente hundida en esta tierra donde florecen los almendros. Pero hay otros componentes con los que está amasada tu carne y ésos vienen de lejos. Tu madre lleva en las venas sangre italiana, del sur y del norte. Del sur, por línea materna, del norte por la paterna. Hombres y mujeres que abordaron un barco y enfrentaron la incertidumbre de las partidas definitivas y más tarde el desarraigo. El que hoy viaja en este tren, el padre de tu madre, yo, viene de un pueblo al pie de los Alpes. Emigrante niño, fue trasplantado a la edad de doce años a la vastedad de la pampa argentina. Tu madre nació en la ciudad de Buenos Aires, allá se crió y se formó y un día, como tantos jóvenes de su generación, decidió partir y tentar la aventura de una nueva vida. También ella cruzó el océano, esta vez en sentido inverso y, por elección o porque el azar así lo quiso, optó por esta isla. Derivó hacia esta isla para que vos nacieras. Orígenes, cruces de caminos, coincidencias, encuentros. Cada uno de nosotros ha venido de tantas partes, de tantas cosas. Somos uno y la suma de muchos. Y en esta suerte de balance no puedo dejar de señalar tu nombre: Nahuel. Un nombre que nada tiene que ver con los Alpes ni con la isla de tu padre ni con la pampa ni con la ciudad de tu madre, y sí con el pueblo mapuche que habitó el remoto sur patagónico antes de la llegada de los conquistadores exterminadores, una tierra sin límites donde el viento es señor y que un día querrás conocer y conocerás. De allá viene esa marca que te identifica y de la que deberás hacerte cargo. Te preguntarán sin duda qué significa ese nombre y habrá mucho para contar si te da la gana. También estás hecho de eso”.
El tren avanza. Los almendros lo acompañan siempre. El sol que da en el vidrio obliga al hombre a entrecerrar los ojos y le provoca una sensación de ensueño. Habla desde ese ensueño: “Soy alguien en tránsito que va a tu encuentro. En estos momentos estoy despojado de todo, salvo de esta expectativa de conocerte. Mi cabeza ya casi no alberga pensamientos. Si algo percibo todavía es el peso de mi cuerpo abandonado sobre el asiento de un tren en marcha. Me agrada sumergirme en este paréntesis de vacío. No es algo nuevo, reconozco este estado de cosas. Lo he vivido en cada hecho importante de mi vida. El viaje de hoy no empieza en este tren. Es un largo viaje. Me parece como si hubiese transitado por los trenes de las vías férreas de medio mundo, remontando tramo tras tramo, jornada tras jornada, para llegar hasta acá. Y en cada etapa, antes de cada decisión, antes de cada salto en el vacío, de cada enfrentamiento fundamental, sobrevino, igual que ahora, esta pausa de inercia y concentración, este recogimiento, esta suerte de suspenso donde soy sólo estupor y silencio. Si entreabro los ojos sigo viendo los almendros deslizándose en ese gran silencio. Sé, como lo he sabido en cada oportunidad, que allá en el fondo de esta aparente deserción del cuerpo y de la mente, agazapado en el sopor, algo sigue trabajando. Siempre algo fermenta detrás del silencio. Lo percibo como una vieja exigencia que me ha acompañado desde el comienzo, una forma de empecinamiento que no espera respuestas, que sólo pretende mantenerse activo, una obstinación en estado puro. Tampoco hoy habrá respuestas. Al menos no las habrá en términos de ideas. Las ideas quedan descartadas de este pequeño universo en el que acabo de enquistarme. Lo que hay, lo que habrá, son hechos concretos. El nacimiento de esta mañana a las 8.43 es un hecho concreto. Hoy es eso lo que se impone, lo que manda. Hoy también yo nazco un poco. Uno más de los tibios nacimientos que soy capaz de permitirme todavía. También vos, en tu futuro, tendrás otros nacimientos. Y sabrás que siempre es complicado nacer. Lo aprenderás una y otra vez a lo largo de tu historia”.
Una nueva parada y otra vez la marcha. Ya apenas faltan dos estaciones. El paréntesis se acaba, pero aún queda algo de tiempo. Afuera el paisaje sigue igual. Los tiernos colores invernales unifican cada cosa. El hombre habla: “Más allá de las montañas y los campos está el mar que ahora no se ve pero cuya presencia se siente. Son todas imágenes amables. Y sin embargo este mundo al que viniste no te aguarda con buenas noticias. La que nos precede, la que te precede, es una larga historia de atrocidades, de crímenes, de violencia. Una historia donde cada atisbo de piedad parece haber perdido la batalla. Desde siempre ha sido así. No le bastarán a la humanidad los siglos de su existencia futura para compensar, para saldar tanto dolor. Y pese a todo, en la luminosidad de este día, creo percibir un aleteo de difusa esperanza. Apelo a la única herramienta de que dispongo, la palabra. Arriesgo una frase: tu venida al mundo se opone a la irracionalidad del mundo. Y vuelvo a los almendros. También los almendros se oponen, también desmienten, también se resisten. Renacerán de su sueño y florecerán en poco tiempo, como lo han hecho cada año. E igual que cada año los campos se cubrirán con el blanco de las flores y serán una vez más ‘la última nevada’, como la llaman acá. La vida insiste. A esto quiero llegar. Puede sonar pueril ver en los almendros una señal de resistencia contra los tropiezos que te aguardan en los años por venir. Y sin embargo me obstino en creerlo así. Me basta mirar mi propia historia para saber que son justamente ciertas imágenes primeras las que nos ayudan a salvarnos. Imágenes aparentemente borradas, aparentemente perdidas, pero que persisten, arraigadas en el fondo de la memoria. Esas que desfilan rápidas ante mis ojos, las de los almendros en flor que pronto enriquecerán la llanura y los valles, son las que frecuentarás e incorporarás, y perdurarán en vos, en alguna parte de vos, intocadas, concentradas en su poder, dispuestas para resurgir y ayudarte a elegir el camino cuando haga falta. No el camino menos doloroso, pero probablemente el más limpio, el más cercano a una forma de dignidad. Y sé que al reencontrarlas recuperarás, cada vez, como recuperé yo, calma y sostén, también algo de la inocencia perdida, y fidelidad por esos principios sin nombre que siento vivir bajo el cielo de esta mañana soleada. Ahora sí estamos cerca, el tren acaba de entrar en la estación de Manacor.


*Antonio Dal Masetto.
-De El padre y otras historias.










Otros fuegos*



Los dolores comenzaron por la mañana, poco antes del mediodía. Después, habitación en el primer piso de la clínica, ventana que da al jardín, casas dispersas, techos de tejas en la neblina. Esperar las contracciones, controlar el reloj y mirar a través del vidrio. Aquel perro que corre sin parar de un extremo al otro de la terraza, yendo y viniendo, yendo y viniendo.
Toda la tarde oigo sin alterarme sus quejidos de dolor o de placer.
Tal vez sufra, pero maneja el asunto bastante bien. Para eso hizo el curso de parto sin dolor.
Salgo al pasillo. Fumo. Fumo bien, con todo el cuerpo.
Tratar de descubrirse ante la inminencia de un hecho trascendental.
El perro no cesa de trotar. Oscurece sobre las tejas mojadas. Aparece la enfermera, controla. Aparece la partera, controla. Dice: "Vamos".
Sigo la camilla. Recorro el pasillo como si fuera otro. "No soy yo, es otro." Una puerta que se abre, una puerta que se cierra. Ya estamos, adelante, llegó la hora.
Ella no se sentaba ni se acostaba: se agazapaba.
Hay buen ambiente. Se bromea. Me alcanzan un saco blanco, me lo pongo. Administro el oxígeno, le seco el sudor de la frente, hago lo que me ordenan. Ella, anestesiada, delira. Dice cosas graciosas. La partera, la enfermera y yo reímos. También desde esta ventana puedo ver al perro loco.
Cierta vez me asaltó un olor al cruzar una plaza. Un olor a hojas húmedas, a vegetales fermentados, a sombras, a cosas lejanas. Jamás pude olvidarlo.
En aquella época me había convertido en una especie de mudo, pero no en un tonto. Estaba más lúcido que un pez.
Pujar. La partera incita, alienta: "Vamos, fuerza, ahora, vamos muchacha".
"Ya viene." La partera me llama a los pies de la camilla para que vea la cabeza que comienza a asomar. Ultimo esfuerzo, sale. Gran suspiro. "Varón." La partera me alcanza las tijeras. "Tome, corte usted." Está bien, soy el padre. Corto el cordón donde me indican. Ahí está, berrea, tiene la nariz achatada. Lo arropan, me lo dan.
Soy mis manos y mi lengua.
Me dicen: "Vaya a dar una vuelta, coma algo". Anocheció. Camino por una calle vacía: un galpón, un vivero, un gato, un baldío, restos humeantes de una fogata. Alimento el fuego y lo veo crecer.
El fuego arde en la noche de la ciudad, en el invierno de la ciudad, a pocos metros de donde alguien acaba de nacer. El fuego vive de cosas abandonadas: ramas, trapos, restos de cajones, desechos. Ilumina el terreno, pone sonidos secos y precisos en la quietud de los faroles y las casas ciegas rodeadas por jardines.
Bajo el cielo sin estrellas vuelvo a ser lo que he sido tantas veces: un tipo inmóvil y sin pensamientos espiando el movimiento de las llamas.
A poca altura, cruza una sombra, un pájaro nocturno.
Tengo que acordarme de todos los fuegos que vi arder. Aquella fogata de la noche de San Juan, el calor en las piernas desnudas, la muchacha que me tomó la mano. Recordar, ahora que es invierno y que a veces el presentimiento de estar al borde de un instante de felicidad se convierte en una tensión insoportable. (La muchacha del brazo de su compañero dio un paso adelante, se me puso al lado, tomó mi mano y la retuvo en la suya.)
Podría decir lo siguiente: todas mis horas presentes en este momento. Podría, ante el vértigo de los años que me preceden, ponerme a gritar que este abandono me es perfectamente familiar, no hay de qué extrañarse, mi vida dictándome una vieja canción, una vieja tonada invernal, que no es portadora de emociones o asombros, sino la evidencia de una ley, cosas sabidas desde antiguo, lucidez que al fin y al cabo es sólo conciencia de ceguera, nada más que eso en mi tonada invernal, y tal vez, escondido, medido, regulado como con cuentagotas, un fondo de nostalgias, un velo agitándose sobre los ojos y las ideas.
Todos los desórdenes.
El fuego se extingue, es hora de volver. Vuelvo. La madre duerme, el hijo duerme. ¿Y aquel olor? Aquel olor era como un fuego. Algo vivo. Tan vivo como la llama subiendo en la noche. La llama que hipnotiza.
¿En ese fuego había cambio y había permanencia? ¿Era algo íntimo o algo que me trascendía? ¿Vivía en mí o me era ajeno? ¿Estaba ahí, sobre la tierra, o en otra parte? ¿Se ocultaba arriba o abajo? ¿Moría, renacía o se mantenía latente? ¿No era una representación del silencio, de la duda, del acecho, del ojo atento, del ojo ávido? ¿No se anulaba a sí misma esa llama? ¿No había también en ella una precariedad, una espera, un control, un pudor? ¿No se contradecía?
Y hoy que estás solo en la noche, lejos de la infancia, igualmente lejos de la madurez, habiendo perdido tanto la capacidad de amor como de odio, ¿qué te queda por hacer?
El dolor reemplaza al dolor y así se va robusteciendo.
¿A quién hablarle si no a él? Esbozos de mensajes, atisbos, manotazos, sondas lanzadas al vacío. Para quién este monólogo, este temblor. Y los ojos cansados a la espera de una revelación.
Pienso: cosa increíble los ojos.
Tal vez afuera, en el frío, el perro siga corriendo sobre la terraza, yendo y viniendo, yendo y viniendo.
También el perro podría entrar en esa carta que nunca logré escribir.
Estar ahí, mirando dormir y vivir al sin nombre, no es motivo de paz, sino el regreso de una sospecha. Frente a su cuerpo sin defensa, a las penas que lo esperan, no siento piedad por él.
Débil y feo.
Los faros de un coche iluminan la ventana y se van. De esta insistencia mía, de esta pelea contra el silencio, no queda sino una llamarada fugaz en los vidrios, menos que eso.
Rumores, llamados dispersos bajo el cielo en ruinas. Señales que alarman.
Lo dijeron todos: fue un buen parto.
Ahora, permanecer quieto en la oscuridad, recordar la fogata en la noche, velar el sueño de la madre, velar el sueño del hijo.



*De Antonio Dal Masetto.
-Contratapa en Página/12 del 5 de febrero de 1992.










El dolor*




Mientras caminamos en el anochecer invernal y nos rodea el fragor sordo de la ciudad, la persona que va conmigo se pregunta y me pregunta:
¿Y el dolor? ¿Adónde va a parar el dolor? El dolor producido por los hombres, el dolor que desde siempre el hombre inflige al hombre, el hombre verdugo del hombre. El dolor de la carne lacerada por las balas y las bombas. El dolor bajo los instrumentos de tortura en las cárceles del mundo, en los campos de exterminio a lo largo del mundo y del tiempo.
¿Se acumula en alguna parte todo ese dolor? ¿O se convierte en nada, ha sido dolor para nada, va a parar a la nada? ¿Es silencio que se suma al silencio?
¿Se diluye igual que el humo de los incendios, el humo de los hornos crematorios de los inocentes asesinados, y no deja tras de sí más que el balbuceo de algunas memorias espantadas?
¿Sólo la memoria, frágil, siempre a punto de sucumbir, es el receptáculo que intenta conservar la evidencia de ese dolor? ¿O el dolor es algo palpable, algo que una vez lanzado al mundo se independiza, fermenta en secreto y permanece?
¿Se deposita en alguna parte el dolor, grito sobre grito, desgarro sobre desgarro? Y si fuera así, ¿qué lugar es ese donde va a parar el dolor? ¿Se instala en las nubes que vagan por los cielos alrededor de la tierra? ¿Están cargadas de dolor las nubes?
¿O el dolor está en la luz que nos recibe cada día con una promesa nueva? ¿O está en el agua que bebemos, en el agua con que nos lavamos? ¿O está en el aire, oculto detrás del aire, y nos anuncia su presencia con los silbidos del viento?
¿O se va almacenando en la vegetación que nos rodea: selvas, bosques, plazas, jardines? ¿Se mueve con la savia que trabaja dentro de los árboles y sube desde las raíces a las ramas? Hojas, flores, pétalos, frutos, ¿albergues de dolor?
¿O está en esas sombras que se deslizan sobre la llanura en la claridad lunar y galopan en el fondo de la oscuridad en las noches sin luna?
¿O el dolor acecha y se agiganta oculto en ese gran vórtice negro del sueño de todos, en el territorio invisible e inexplorado del sueño sin sueños?
¿O busca nuestros cuerpos, se adhiere a nuestra piel formando otra piel, y otra, y otra, capa sobre capa, y lo llevamos a todas partes y en toda circunstancia, en el amor, en el desprecio, en la indignación, en el trabajo y en el ocio, y así andamos por los días en nuestro capullo de dolor que crece año tras año, vida tras vida, generación tras generación?
Zonas ocultas, cosas vivas, cosas en movimiento, ¿habita en alguno de esos sitios el dolor? ¿Hasta cuándo? ¿Habrá un límite para la acumulación de dolor? Y si lo hay, entonces, cuando caiga la gota que hace rebasar el vaso y el platillo de la balanza sucumba al peso, ¿resonará sobre todo esto el aviso de que ha llegado la hora de pagar?
Nubes, aguas, luz, árboles, cuerpos, sueño, sombras lunares, ¿estallarán los diques de contención del dolor? ¿Nos alcanzará, aniquilándonos, un definitivo diluvio de dolor?.


*De Antonio Dal Masetto.











Acueducto*




Cuántas cosas se veían desde el acueducto. Era muy alto, una cinta clara en el cielo, sostenido por una doble hilera de columnas, y cruzaba el valle por encima de las copas de los árboles. Estaba cubierto por planchas de cemento y se lo podía usar como atajo para ir desde la salida del pueblo hasta la base de un cerro. Se ahorraba tiempo yendo por ahí, porque no había que bajar ni subir y se avanzaba siempre en línea recta. Se oía el agua correr bajo los pies.
El día que anduvimos con mi padre por aquel camino aéreo había mucho sol y se veían nítidas las cimas de las montañas. Yo caminaba bien por el medio, con los brazos abiertos, haciendo equilibrio. ¿Qué ancho tenía el acueducto? ¿Un metro? ¿Más de un metro? ¿Menos? Imposible establecerlo. La memoria está
condicionada por el recuerdo del vértigo que me provocaba la altura.
Mirando de reojo, descubría abajo los nidos en las ramas, reconocía los sitios donde sabía que crecía el mejor musgo para el pesebre de Navidad, cada pozo de agua profunda en el río correntoso donde iba a pescar, la casa de un pariente, la de un amigo, campanarios, alguna silueta de hombre o mujer en el camino de la otra orilla. Se veían muchas cosas y sin duda aquel paseo hubiese sido un gran placer si el vértigo no me hubiese impedido disfrutar.
Mi padre me precedía. Una mochila vacía le colgaba del hombro. No se daba vuelta. Llevaba las manos en los bolsillos. De tanto en tanto, sin detenerse, giraba la cabeza hacia un lado y hacia el otro para seguir el vuelo de un pájaro. Tal vez silbara. Íbamos a buscar hongos y a recoger castañas en los bosques.
Yo, unos metros atrás, miraba su espalda y me preguntaba: ¿cómo hace para moverse tan tranquilo acá arriba y con las manos en los bolsillos? ¿Cómo hace para caminar sin hacer equilibrio? ¿Cómo hace? Y así lo seguía en aquel aire puro, alto sobre el valle, siempre con mis brazos abiertos, cuidadoso, tratando de colocar los pies en las huellas invisibles que dejaban los suyos.


*De Antonio Dal Masetto.
- "El padre y otras historias"











La función del cuentista*


El Bajo, madrugada. En el Bar Verde me encuentro con Tusitala, el moreno tamborilero que hace años supo ser cocinero jefe de una tribu de antropófagos reflexivos, en África.
-Tengo una historia para usted -me dice Tusitala-. Me la relató un misionero que capturamos en la selva, un tal Spencer Holst, tipo curioso, había aprendido el idioma de los gatos y hablaba con ellos como si fueran personas. La cuestión es que ya estaba por tirarlo a la olla (pensaba prepararlo a la cazadora con papas) cuando dijo que quería contarnos una historia. A la gente de aquella tribu le enloquecían los cuentos. Así que suspendimos todo y lo rodeamos para escucharlo.
-Usted tiene la virtud de despertar inmediatamente mi interés, Tusitala -le digo.
-Resulta que en un tiempo el misionero había andado por Bali. Usted sabe que Bali es un lugar maravilloso, siempre es primavera, todo es verde esmeralda, las mujeres son hermosas y andan con los pechos desnudos y adornadas con colgantes de oro, jade y laca púrpura, y se la pasan bailando al compás del gamelán.
-Siempre logra asombrarme con sus conocimientos, Tusitala.
-Me limito a repetir lo narrado por el misionero. El Radja de Klunckung, príncipe y señor del lugar, había sufrido terribles heridas en la cara, hacía muchos años, a raíz de un incendio en el puri, o sea, el palacio. Sus cicatrices fueron cubiertas con maquillajes y pinturas indelebles. Con el tiempo ya nadie se acordaba de cuál era su verdadero rostro. Rodeaban al príncipe siete ayudantes cuyas funciones eran dirigir, administrar y alabar.
-¿Alabar a quién?
-Cada día de la semana, por turno, uno de ellos se quedaba junto al príncipe y se dedicaba a halagarle la vanidad. A esa tarea se la llamaba kupiunga, ceremonia de la alabanza. Los consejeros también se encargaban de organizarle diversiones, proveerle los manjares más exquisitos, las mejores bebidas y las mujeres más hermosas.
-¿Mujeres jóvenes?
-Sin duda. Los agasajos mayores los recibía el Radja durante la Galunga, fiesta que comenzaba al sonar de kulkul, duraba quince días y en la cual participaban todos los súbditos. Imagínese que cada ofrenda medía dos metros de altura y se necesitaban tres hombres para levantarla y colocarla sobre las cabezas de las mujeres, que eran las encargadas de transportarlas.
-¿En qué consistían las ofrendas?
-Todo lo que usted se pueda imaginar.
-Piedras preciosas, telas, artesanías, pájaros embalsamados, trofeos, dinero.
-Dinero, no. Porque las kopong, antiguas monedas con su característico agujero cuadrado en el centro, prácticamente habían desaparecido de circulación. Se decía que, en realidad, todas habían ido a parar al bolsillo de los siete consejeros. Una de sus tareas era analizar las ofrendas y parece que acostumbraban ir quedándose con lo más sustancioso para certificar la calidad. Les correspondía a ellos, por ejemplo, comprobar si las niñas destinadas al Radja eran vírgenes.
-No eran tontos esos tipos.
-Resulta que andaba por ahí un actor de mala muerte, que comía salteado y que un día decidió sustituir al Radja. Durante la Galunga, aprovechando que la guardia se había emborrachado por el exceso de tuak, que es un vino de palma, se introdujo en el puri, clavó un kris en el corazón del Radja, lo arrojó a un pozo profundo, después se maquilló adecuadamente y lo reemplazó. Y así comenzó a gozar de la buena vida: comidas de primera, bellas mujeres, regalos y honores.
-¿Nadie lo descubrió?
-Imposible, por lo de la cara deforme.
-¿Y cuando hablaba?
-El Radja siempre había dicho sólo tonterías, así que el actor simplemente se dedicó a imitarlo. Aunque en realidad este asunto del reemplazo venía ocurriendo con bastante frecuencia. Dos por tres surgía algún ambicioso con ingenio que mataba al falso príncipe de turno. Porque el verdadero había sido asesinado y sustituido hacía muchísimo tiempo, después del accidente del fuego. Así que los que le venían sucediendo eran todos impostores.
-¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta?
-Bueno, los siete consejeros si estaban enterados. Sabían de las sustituciones desde el principio.
-¿Y no desenmascaraban a los usurpadores?
-¿Para qué? Ellos, los consejeros, no cambiaban, eran siempre los mismos. La pasaban bárbaro estando donde estaban, digitaban todo y hacían muy buenos negocios. Por lo tanto, como les daba lo mismo quién estuviese en el trono, la cosa siguió así para siempre.
-Lo invito una copa, Tusitala, se la ganó, su relato acaba de iluminarme como una revelación.
-Esa es la función del cuentista, mi amigo.
-Una pregunta: ¿se lo comieron nomás a la cazadora con papas?
-No. Por decisión unánime de la tribu lo dejamos partir y lo despedimos con ovaciones. Ya le dije que a los antropófagos reflexivos les gustaban las buenas historias.

*Contratapa de Página/12.







Romance*



1

Lo primero que al hombre le llama la atención, cuando llega a la casa de su viejo amigo Camargo -inventor-, es la gallina. Un animal gordo y vivaracho, pese a todo lo que le falta. Al verla, dispuesto a hacer comparaciones, lo primero que a uno se le ocurriría es que se parece a alguien que acaba de volver de la guerra. El hombre sabe que Camargo ama desmedidamente los animales. Su casa no es un zoológico por una simple razón: no soporta los ruidos. Ningún ruido. Las paredes están revestidas con planchas aislantes. Las ventanas y las puertas son dobles y están tapadas con gruesas cortinas. Acá se habla en voz baja. El amor que Camargo siente por los animales choca con esta imposición de silencio. Porque, desgraciadamente -según él mismo se lamenta-, casi no hay bicho que no ladre, bale, maúlle, rebuzne, ruja, silbe, muja y demás variantes. Ruidos y ruidos. Esta fatal contradicción entre su necesidad y su afecto es lo que condena a Camargo a la soledad. El hombre sabe todo esto y se dice que la presencia de la gallina dentro de la casa debe tener su historia.
Es así como más tarde, entre mate y mate, cuando la gallina se desliza con paso incierto frente a la puerta, el hombre, con voz distraída, pregunta: "Y esa gallina?" El relato no es simple, pero sí creíble. Un día, en una de sus escasas salidas, Camargo presenció como un coche atropellaba a una gallina. La levantó, comprobó que estaba viva y se la llevó. En su casa, después de revisarla, llegó a la conclusión de que sólo tenía una pata rota. Se la entablilló. Depositó la gallina en un canasto de mimbre y se dedicó a alimentarla, mientras esperaba la lenta curación. Seguramente agradecida, la gallina soportaba su dolor y guardaba silencio.
Pasó el tiempo y Camargo advirtió alarmado que la quebradura no soldaba. Al contrario, la infección amenazaba extenderse. Tomó una decisión drástica. Decidió amputar. Con un brebaje de su invención atontó al animal y después, con una tijera de podar, cortó donde consideró conveniente. Volvió a desinfectar y a vendar. Abandonada en el fondo del canasto, la gallina callaba. Poco a poco, se fue animando. Camargo supo que estaba salvada. Quitó el vendaje. Buscó una varilla de madera, la cortó a la medida adecuada y la ató firmemente al muñón de la gallina. En pocas palabras, le colocó una pata de palo.
Al comienzo, la gallina no se animaba a moverse. A lo sumo, se arrastraba un poco. Siguió un período de aprendizaje. Camargo la paraba, la sostenía de las alas, le hablaba, la alentaba, la impulsaba a caminar. Y así, primero a los tropezones, luego con más seguridad, la gallina fue aprendiendo a desplazarse con su pata artificial.
Acá surgió el primer problema. Durante el día, durante la noche, comenzó a oírse por los pasillos de la casa el toc-toc-toc de la patita de palo. Y es probable que el animal estuviese realmente entusiasmado con la nueva adquisición, por que no paraba de moverse. Mientras tanto, Camargo se volvía loco. Individuo de amplios recursos, encontró una rápida solución. Colocó debajo de la patita un taco de goma y el golpeteo desapareció. A partir de ese momento siguió una larga temporada de pacífica y amorosa convivencia. Hasta que llegó la primavera. La gallina, impulsada por el aire nuevo y vaya a saber por qué extraño arrebato de rebeldía, comenzó a cantar. No ponía huevos, pero los anunciaba a cada rato, de día y de noche. La casa se había convertido en un infierno. Camargo se había encariñado demasiado con la gallina como para echarla a la calle. Y menos podía hacerlo en esas condiciones. Una noche, arrancado violentamente del sueño por un estruendoso cocorocó, se levantó, tomó a la gallina, puso a funcionar la piedra esmeril y le limó el pico. Se lo limó hasta la mitad. La gallina anduvo varios días muy desconcertada. Pero después, Camargo comprobó que con lo que le quedaba de pico volvía a alimentarse. Seguramente había aprendido la lección y ya no se la oyó cantar. Con lo cual la convivencia volvió a ser grata.
Esa es la historia. Camargo le alcanza otro mate. El hombre mira hacia el extremo del pasillo y ve lo que había visto al entrar. Una gallina caminando con una pata de palo y con el pico por la mitad. Piensa que, sea en el nivel que sea, en este mundo no hay relaciones fáciles.





2


Aunque no se lo confiese, es probable que la razón por la que el hombre vuelve a visitar rápidamente a su viejo amigo Camargo sea la presencia de aquella gallina con una pata de palo y el pico cortado. Apenas llega, después de los saludos, echa un par de miradas alrededor: el animal no está a la vista. El hombre no hace preguntas, evita ser indiscreto. Por lo tanto se sienta y escucha al amigo Camargo hablar pausadamente de esto y lo otro mientras va preparando el mate. Pero su atención está puesta en otra parte. No pasa mucho tiempo antes de que su oído alerta detecte que algo se está moviendo en el pasillo. Es la gallina, sin duda. Tarda en aparecer. Lo que finalmente el hombre ve asomarse es algo que no se parece a una gallina ni a nada que haya visto antes de esta tarde. Pasada la sorpresa, logra recomponer la imagen del ave y se dice que buena parte de su desconcierto ha sido provocado por el hecho de que el bicho no camina hacia adelante sino para atrás. Al moverse se contorsiona todo el tiempo, como si algo le molestara. Y ya no se trata solamente de la pata de palo. Hay más novedades.
Salvo la cabeza y la cola, todo el cuerpo de la gallina está cubierto por una gruesa camiseta de frisa. Debajo de la camiseta, por lo que se puede adivinar, no hay plumas. Solamente aparecen dos mechones en las partes descubiertas: cabeza y cola. Aparentemente se ha quedado pelada. Ante esta nueva pérdida, como compensación, su pico ya no está cortado por la mitad, sino que luce entero, afilado, firme y lustroso. La gallina pasa junto a ellos, desplazándose siempre hacia atrás y retorciéndose. Desaparece por la otra puerta.
El hombre mira a Camargo de reojo y se aguanta la pregunta. Prefiere esperar a que el amigo toque el tema. Camargo le pasa un mate y, con tono fingidamente distraído, dice: "¿La viste?" El hombre asiente: "La vi." "¿Qué opinás?" El hombre no sabe qué contestar, ignora lo sucedido, pero si algo está pensando es que ese animal, últimamente, no anda con mucha suerte. De todos modos, calla. Evita correr el riesgo de parecer irrespetuoso. Finalmente se anima: "¿Qué pasó?" Camargo confirma lo que ya había percibido: "Se quedó pelada." "¿Repentinamente?” "Repentinamente" El hombre ensaya un gesto que pretende ser de comprensión. Pregunta: "¿Por qué le pusiste esa camiseta?" "Primero para que no pasara frío y segundo por un problema estético. Me pareció que era una forma de ayudarla a superar el mal momento. ¿Qué te pasaría a vos si te quedaras pelado de un día para el otro?" "No sé" "Te sentirías avergonzado. " "Seguramente." "A ella le pasa lo mismo."
Durante un rato, el hombre conserva un prudente silencio. Busca en su cabeza alguna frase adecuada para acompañar los sentimientos de Camargo. Dice: "Pero no se le cayeron todas, le quedó un mechón sobre la cabeza y otro en la cola." "Perdió absolutamente todo -explica Camargo-. Con sus propias plumas le fabriqué una peluca y con un pegamento le coloqué ese mechón en la cola."
Ahora, cada vez más, el hombre se siente obligado a hablar. Dice: "Le quedan bien." Camargo no contesta. El hombre pregunta: "¿Por qué camina para atrás?" Camargo: "Tomó esa costumbre desde que la vestí. Además hace todos esos movimientos extraños, ya viste, parece una contorsionista. Estuve pensando en eso. La camiseta se la coloco por la cabeza. Tal vez ella piense que retrocediendo pueda llegar a desembarazarse de la ropa." "¿Y si probaras a colocarle la camiseta por la cola?" "Es una idea, se podría intentar." "Noté que ahora tiene el pico entero, ¿cómo hiciste?" "Fabriqué la parte que faltaba y se la pegué." "Casi ni se nota." Camargo asiente, seguramente reconfortado por la observación.
Vuelve a entrar la gallina, con su pata de palo, la peluca, la cola postiza y la camiseta de frisa. Cruza la habitación, siempre reculando y contorsionándose. Desaparece hacia el pasillo. Camargo deja pasar unos segundos y confiesa: "Ya sé que no tiene muy buena pinta, pero yo la quiero igual." El hombre acepta otro mate y piensa que sobre la tierra no hay sentimiento más poderoso ni más noble que el amor.






3

El hombre visita nuevamente a su amigo Camargo. Apenas cruza la puerta mira alrededor, tratando de descubrir a la gallina. No la ve. Paciente, acepta el ritual del mate. Después, tímidamente, pregunta: "¿y la gallina?" el amigo sacude la cabeza, en un gesto que el hombre interpreta como una señal funesta. Se prolonga el silencio. Finalmente, se atreve de nuevo:
"¿que paso?"
La que sigue es la historia contada por Camargo.
Todo iba bien. La gallina había superado el peso de sus calamidades y se había adaptado maravillosamente al ritmo de la casa y a las exigencias de su dueño. Iba y venia con su pata de palo, tenía recorridos fijos, horarios, tal vez también aburrimientos. Hubiese sido difícil intentar adivinar lo que pasaba en su pequeña cabeza, bajo aquella peluca fabricada con sus propias plumas. De todos modos, Camargo estaba seguro de una cosa: la gallina no se sentía infeliz. Y así pasaban las semanas y la vida se iba deslizando en un clima de apacible medio tono, agradable para el amigo inventor, que tanto odiaba los ruidos y las estridencias. Hasta la mañana en que la gallina canto. No había vuelto a hacerlo desde aquella vez en que Camargo se había visto obligado a limarle la mitad del pico.
Desde el fondo de la casa, desde aquella habitación donde estaba el canasto de mimbre, llego el ronco sonido triunfal. Impreciso todavía, tembloroso, debido seguramente a la falta de practica y quizás a una incontrolable emoción.
Después, la gallina canto por segunda vez. Entonces, el amigo Camargo acudió para ver que ocurría.
Y ahí estaba, la desplumada, la mutilada, detenida en el centro del cuarto, en actitud solemne y marcial, igual que si estuviese en una parada militar, firme como nunca sobre su pata de palo. Y canto por tercera vez. El amigo Camargo se asomo al canasto de mimbre y se topo con lo inesperado: Un huevo.
A partir de ahí todo cambio. Una nueva realidad acababa de instalarse en la casa. La gallina comenzó a empollar el huevo. De tanto en tanto, Camargo llegaba hasta la puerta de la habitación y espiaba. Si la descubría en las escasas oportunidades en que salía para comer, se acercaba y miraba el huevo. No era un huevo diferente de todos los demás, pero ahí, en ese canasto, tan blanco, solo, desvalido, era como un descubrimiento, como un testimonio de los primeros días del mundo. Millones de huevos antes de ese huevo. Pero, para esa gallina, un huevo único. Y ella se obstinaba noche y día en su puesto, derramando torrentes de amor sobre él.
Ahí seguía el animal quieto, los ojos fijos, viendo más allá de las cosas y del tiempo.
Ahí estaba la gallina sin plumas, con su camiseta de frisa, su peluca, su pico emparchado, su pata de palo, la gallina con todas sus carencias, lanzada sin embargo hacia la vida, obedeciendo el mandato primordial de su especie. El amigo Camargo no ignoraba que, sin la participación previa de un gallo, aquel huevo jamás daría a luz una cosa viva. Pero no quería detener aquella historia, lo conmovía esa maternidad sin esperanza.
Hasta que un día ocurrió la catástrofe. Por distracción, por exceso de confianza, al volver al canasto, la gallina manejo mal su pata de palo, piso el huevo y lo rompió. De aquella promesa de vida no quedaron más que pedazos de cáscara y los restos de la clara y de la yema filtrándose a través de las varillas de mimbre. Consciente del desastre, la gallina salió de ahí, se arrastro hasta un rincón del cuarto y se echo. Un par de veces pareció intentar caminar, pero ya no supo manejarse y se desplomo. Rechazo todo alimento y, seguramente agobiada por la culpa de su crimen involuntario, ya no hizo un solo esfuerzo para seguir viviendo. Ella, que había superado la amputación de una pata, la pérdida de medio pico y todas sus plumas. No duro mucho. Una mañana, Camargo la encontró muerta.
Esa es la historia. El hombre ha escuchado con atención. En un gesto de solidaridad, estira la mano y pega un golpecito en la rodilla del amigo Camargo. Llega la hora de irse. En la puerta de calle, gira la cabeza y mira el pasillo vació que lleva a la pieza del fondo. Se despide, se marcha.
En su cabeza ronda una frase como un patético estribillo: el destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada.


*De Antonio Dal Masetto.
-Fuente: "Ni Perros ni Gatos" Torres Agüero Editor, Buenos Aires. 1987










Fueguito*



Es una noche cualquiera. Usted esta en un lugar cualquiera, un bosque, la costa de un río, el jardín de la casa de algún amigo. Junta hojas y ramas secas, hace una buena pila. Se arrodilla sobre la tierra, acerca un fósforo a las hojas y espera. Su figura -rápidamente lo descubre- tiene la reverente actitud de alguien que aguarda un milagro. Tal vez se trate de una vieja ceremonia a la que esta acostumbrado, y le baste forzar un poco la memoria para descubrir un vasto mapa de de fogatas a lo largo de su historia. Pero esta noche -siempre suele ser así- vuelve a sorprenderlo y a exaltarlo igual que la primera vez.  Ante el crepitar de la llama, usted se siente extrañamente en casa. Es como volver de una larga ausencia. Un reencuentro en el que, con el concurso de la noche y el silencio, se va desanudando un lenguaje al mismo tiempo familiar y secreto, alimentado de certeza y plenitudes breves.  El fuego crece y mantiene un monologo en el que usted encuentra una correspondencia exacta. El fuego es puro movimiento y usted no es más que sus ojos y el calor de su piel. Rodeados por la oscuridad, protegidos, suspendidos, están en el centro del mundo. Usted siente que nada puede tocarlo. Escucha su mente desbrozar trabajosamente una idea: no soy el que fui ni soy el que seré. Simultáneamente toma conciencia de la banalidad de todo pensamiento.
A esta altura, usted es una sola cosa con el fuego, un presente inevitable. Se entrega, se abandona. Sin embargo, cree comprender que de esa comunión se desprende un sentimiento más amplio, que trasciende esta hora. A través del trabajo del fuego parece surgir una medida de orden. Los ojos fijos, subyugado, sin cambiar de posición, usted piensa que, detrás de su persistencia, el fuego es fundamentalmente inocencia, un regreso a la limpidez del origen, al remoto albergue de toda posibilidad. Y comienza a percibirse usted mismo inocente, como una hoja en blanco donde todo puede ser escrito, donde todo esta por ser iniciado. Y acá es donde vuelve a reconocerse. Y a reconocer los términos que han marcado sus pasos a través de los días, los meses y los años: permanecer desposeído, abierto a lo imprevisto, alerta, en permanente sospecha. Son principios de una doctrina que se ha ido forjando y cuyo sentido ahora el fuego le devuelve.  Comprende que también en usted ha ardido siempre parte de ese fuego. Que esa es una llama de consumación. Una llama donde usted se ha sacrificado siempre a si mismo, ha sacrificado su vida, las posibilidades de su vida, los accidentes de su vida, tal vez con el único fin de deshacerse de su historia o de construir una historia diferente.  Es posible que oiga voces a través del aire nocturno, sin saber si se trata de amigos que vienen a buscarlo o si son llamados que llegan desde otros años, desde otros ámbitos, suscitados por otros fuegos. Acomoda algunas ramas y piensa que cuando todo esta dicho es bueno regresar al fuego, al origen.
Que es bueno, muy bueno, volver a arrodillarse ante su voracidad, estudiar su movimiento y el núcleo cambiante de su centro. Que es bueno para sus alegrías y para sus dudas. Que ahí, libre de toda esperanza, puede limitarse a mirar y a no pensar.  Y en esa llama sin tiempo ve arder también el ciclo que termina precisamente esta noche, el ciclo que comienza, los muchos que vendrán con sus cargas de confusiones y riquezas, lo que ha sido, lo que será, y todo cuanto alberga la oscura, invencible memoria o nostalgia de la sangre.


*De Antonio Dal Masetto.
-Fuente: Contratapa de Página/12.










Remolino*



Después de dieciséis horas de vuelo, dos trenes, un transbordador, el viajero regresa al pueblo donde nació y del que se fue siendo chico. Se instala en un hotel que en un tiempo fue un convento y de inmediato sale a recorrer. Camina lo que queda de ese día, camina al día siguiente. Pasa por la que había sido su casa, por la escuela, por la cancha de fútbol, por el cementerio. Cruza los puentes sobre los dos ríos que bordean el pueblo, busca sin encontrarla la represa donde iba a nadar. Demasiadas cosas cambiaron, modificadas por la intervención de los hombres o por las traiciones de la memoria. Y aun aquellas que se conservan tal como las había fijado el recuerdo ya no le pertenecen. El viajero camina sin parar, desilusionado y extranjero. En algún momento se pregunta si todavía estará cierto patio empedrado, detrás de una pequeña iglesia, bajando hacia el lago. Ahí se reunía a jugar con los amigos después de la escuela. De ese patio, vaya a saber por qué, conservó la imagen de un ángulo formado por las paredes de dos casas, donde el viento se arremolinaba y arrastraba hojas secas, briznas de pasto, papeles. Recuerda en especial -otra curiosa selección de la memoria- los envoltorios de caramelos. En la mañana del tercer día se mete en una callecita en sombra que viborea entre construcciones antiguas, pasa bajo una arcada y ahí está, frente a él, el patio. Acá no advierte grandes cambios. Sólo le parece que las paredes están más negras y que las puertas y las ventanas alrededor variaron de tamaño.
Avanza unos pasos cautelosos y entonces lo ve. En el rincón perdura el remolino. El viento arrastra hojas secas y papeles igual que antes. Después de haber deambulado por el pueblo sin encontrar nada que le permitiera identificarse, nada para abrazar, nada para poder decir "esto es mío, esto soy yo", el viajero acaba de oír una voz familiar llamarlo por su nombre.
Cierra los ojos para escucharla mejor, para que no se le pierda. Se abandona. Entonces piensa que desde el momento de su partida, la voz estuvo ahí, viva en el remolino, invocándolo, reiterando día tras día el conjuro para el regreso. Piensa que la voz perduró alimentada por un elemento tan inasible como el viento, se mantuvo gracias a la persistencia y a una forma de fidelidad del viento. Y el reclamo sin duda llegaba hasta él, en su ciudad del otro lado del océano, porque ésa, la del patio empedrado, era una de las imágenes que volvían a la hora de recordar. Al viajero le gusta creer eso. Y permanece parado de cara al rincón, viendo desfilar su vida. Su vida transcurrida en otras partes del mundo, sometida a leyes de otros vientos.
Aunque ahora le parece saber que, anduviera por donde anduviere, siempre estuvo mirándose en ese espejo, atento a la voz del remolino inicial, intentando mantener vivas también él, en las pérdidas y en las turbulencias de sus años, tantas diminutas cosas desechadas.



*De Antonio Dal Masetto.
-"El padre y otras historias"









*

(Fragmento de Siete de Oro)



Más adelante, mientras bajaba, me detuve frente a una carpintería. Detrás del cerco de madera, entre las pilas de tablones, se movían hombres y máquinas. El aserrín y el ruido llenaban el aire. Recordé que ese olor y ese oficio habían alimentado mi imaginación en un tiempo, hacía mucho. Aquel deseo seguía conservando su peso, se me revelaba ahora como una cicatriz y me gustó poder recorrerla, tantearla nuevamente bajo la capa de los años. Me sentí llevado a otra calle, bajo unas moreras, a la penumbra de otro taller visto a través de la ventana enrejada. Eran los mismos hombres silenciosos, seguros, atentos solamente a la marcha de su trabajo. Un viejo, desde adentro, me gritó si buscaba algo. Hice señas que no, pero no me moví. Seguí aferrado a ese rumor y ese perfume. Para mí eran como una base, imágenes ciertas, cosas que habían significado algo en mi vida. Me apoyé en esa seguridad y dejé que pasaran los minutos. Cuando me fui, durante un rato me acompañó el canto de la sierra. Después también ella se disolvió en ese aire demasiado puro. Giré la cabeza y el taller había desaparecido entre los árboles. Pensé: No está más. Y era igual que si se hubiese ido en el tiempo.
Me senté al costado del camino, frente a las montañas. Pasaron mujeres, grupos de chicos. Oía el sonido de las voces, pero no entendía las palabras.
Era como si hablasen un idioma extranjero. Cerré los ojos una vez más y traté de preguntarme quién era yo, qué hacía, qué esperaba. Pero no encontré más que una luminosidad vacía, una confusión en reposo.
En todo el tiempo que permanecí allí no hice otra cosa que recordar aquella última visita a la casa de mis padres. Estaba parado en la quinta, mirando las gallinas, los árboles frutales quemados por la helada, el muro de ladrillos, la enredadera, los almácigos, la casa marcada de pequeños trabajos, de preocupaciones diarias, la huella de todo eso en la tierra, en las ramas, en las paredes. Y me preguntaba cómo recordaría esas cosas en un tiempo, un año, dos. Qué quedaría en mí y qué lograría conservar sino un recuerdo vago, una idea, casi nada. Me pregunté de qué me valía la conciencia que tenía en ese momento de todo eso. Recordaría tal vez un jardín donde había tenido conciencia, donde había intentado tener conciencia. Y ese día se confundiría con otros anteriores, ese cielo con otros, las ideas de entonces se borrarían, yo sólo retendría la vaga sensación de haber estado allí, frente a las gallinas, a los gorriones. Me pasé horas sentado en el patio, sin moverme, sabiendo que no serviría de nada. Y aquella noche jugué a las cartas con mi padre. Tampoco esa vez hablamos, nunca hablábamos. Nos comunicábamos a través de cosas como ésa. A él le gustaba jugar conmigo. Era una forma de tenerme cerca, de recuperarme.
Estaba atento a su juego, ponía empeño. Yo lo miraba, trataba de grabarme esa imagen como por la tarde había tratado de grabarme la imagen del jardín.
Tenía todavía presente la forma temerosa en que el día anterior, al volver a verme después de cuatro meses, me había puesto la mano sobre el hombro y me había golpeado tres, cuatro veces, toscamente, como si no supiese qué hacer, como si no encontrase la forma de exteriorizar su alegría y de tocarme. Me pregunté si no sería ésa la última vez que nos veíamos. Y aun siendo así sabía que no hubiese encontrado qué decirle. Miraba su cabeza, miraba mis cartas. Mi padre me decía: "Dale, te toca a vos". Mi madre estaba en la cocina, lavando los platos de la cena. Afuera, del otro lado, había cosas que conocía. El silencio, los perros, las calles arboladas, los faroles, un pueblo donde había pasado parte de mi infancia y no había sido feliz. Mi padre repetía: "Dale". Yo me preguntaba: ¿Cuántas veces volveremos a vernos todavía? Advertía lo distante que estuve de ellos desde que me había escapado de esa casa, la resignación con que habían aceptado esa realidad, el silencio que había reinado entre nosotros durante todos esos años, la alegría furtiva que traían mis visitas, empañadas también ellas por la sombra de mi próxima partida. Miraba las paredes que, de vez en cuando, entre un viaje y otro, encontraba de color diferente. el retrato de casamiento de mis padres, el paisaje marino que yo había pintado a los trece años, los cuadritos que mi hermana se encargaba de comprar y que a veces renovaba, la heladera, una adquisición bastante reciente, el baño azulejado, con pileta nueva, la ampliación del corredor hacia el jardín. Todas cosas que habían ocurrido sin que me enterara, que significaban cambios, tal vez luchas, preocupaciones, discusiones. Hacía años que estaba ausente, no sabía nada de esa casa. Mi padre se impacientaba: "Y dale". Yo dejaba caer las cartas al azar, fingiendo lamentar las malas jugadas. Hubiese querido tener cosas que decir, hubiese querido recuperar todo ese tiempo. Desde la cocina mi madre preguntaba si queríamos café. ¿Se dirigía a mí? Tenía la sensación de que no era conmigo con quien estaban jugando a las cartas, de que no era a mí a quien servían cuando me sentaba a la mesa, sino aquel otro que se había ido hacía tiempo y en cuya representación yo aparecía de vez en cuando. Me sentí un extraño, un ladrón, y se me llenó la boca con gusto a muerte. Mi padre mezclaba las cartas, me empujaba a seguir, estaba contento.
Yo volvía a mirar esas mandíbulas fuertes, esa nariz tan igual a la mía. Me preguntaba: ¿Qué puedo hacer por él? ¿Trato de ganarle? ¿Lo dejo ganar? No se me ocurría otra cosa.



*De Antonio Dal Masetto.
-Fragmento del capítulo cinco de "Siete de Oro".








Pájaro*



Mirando a través de la ventana de mi departamento veo un pájaro cruzando el cielo de la ciudad. Entonces acude el recuerdo impreciso de cierta vez en que yo también anduve por el aire y creí sentir cómo era ser pájaro. Sé que en aquella experiencia hubo también un dolor. Un dolor pequeño, como el pinchazo de una aguja o de una espina. Aunque no consigo saber con exactitud qué oculta esa sombra todavía desdibujada en la memoria. No puedo precisar cuándo fue, dónde fue. Continúo en la ventana, otro pájaro pasa por encima de los edificios. Y otro más. Y yo sigo sin lograr recuperar. Después, poco a poco, la bruma que oculta los detalles del recuerdo se diluye y entonces puedo comenzar a ver. Había llegado a una pequeña ciudad, lejos, y después de andar arriba y abajo por sus calles empedradas tomé el funicular que iba desde la base a la cumbre del cerro. Estaba parado dentro de un canasto metálico, la baranda me llegaba a la cintura y era como estar en un balcón circular suspendido sobre el mundo. Me desplazaba hacia la cima y a los pies del cerro iban quedando los techos rojos apiñados y más allá había un valle con un largo camino recto y algunos autos que lo recorrían como hormigas.
Debajo de mí desfilaba la pendiente abrupta, rocas, arbustos y árboles.
También pasó una capilla, perdida en el bosque, con su campana y las tejas del techo destrozadas. Entonces fue cuando pensé en aquello de ser pájaro.
Deslizarse en silencio por el aire, solo, sereno, apenas unos metros por encima de las copas de los árboles, indagando, descubriendo algunos nidos ocultos entre las últimas ramas. Así, me dije, era como se verían siempre las cosas si uno fuera pájaro. Seguía subiendo y me sentía bien. Cada vez más alto. Permanecía atento, disfrutaba, registraba, absorbía, devoraba, era todo ojos y sensibilidad alerta. El trayecto hasta la cumbre era largo, tenía tiempo por delante. De todos modos, junto con el placer, no podía evitar que que me acompañara la sombra y la pena anticipada de saber que a medida que seguía elevándome, también me acercaba al final del recorrido.
Entonces algo vino en mi ayuda. Ocurrió un milagro. Hubo un desperfecto o un corte de energía, vaya a saber. Lo cierto fue que la maquinaria que me transportaba por el aire y me convertía momentáneamente en pájaro se detuvo.
Me di vuelta hacia la cima y vi la doble hilera de canastos detenidos, los que iban y los que venían, y en uno de ellos una figura. Estaba lejos, aunque podía adivinar que se trataba de una mujer. Éramos los únicos pasajeros. Los canastos oscilaban un poco por el viento. Yo la miraba y me parecía que ella también me miraba. Estuve a punto de levantar una mano para saludarla, pero no lo hice. Permanecimos así, solos allá arriba, ella, yo y el sol, en el silencio de la montaña.
Al cabo de un buen rato, sorpresivamente, sin que nada lo anunciara, comenzamos a movernos. Nos fuimos acercando y cuando su imagen se definió y la tuve frente a mí, vi que era la criatura más hermosa con que me había cruzado nunca. Vi también que sus ojos, que efectivamente no cesaban de mirarme, estaban llenos de promesas. Y después, mientras yo seguía hacia la cima y ella bajaba hacia el valle y su cara se borraba para siempre en la gran luz de la tarde, supe que estaba súbitamente enamorado y que en mi vuelo inaugural como pájaro, la vida acababa de herirme con un desconcierto nuevo.


*De Antonio Dal Masetto.
-Fuente: contratapa de Página/12.










Mariposa*



El hombre ha estado caminando al azar durante horas por las calles de la ciudad. ¿Qué lo atormenta? Su pesar tiene un nombre. Nombre de mujer. En este hombre que camina y camina hay algo irresuelto con respecto a esa mujer. Debe tomar una determinación. No es una determinación que vaya a modificar nada, todo está ya definido desde hace un tiempo, los hechos no cambiarán, no depende de su voluntad. Es en sí mismo donde el hombre debe resolver ese algo, dentro de sí, hacia adentro. Tal vez simplemente se trate de aceptar. Nada más que eso: aceptar. Pero no es fácil.
Regresa al edificio donde vive y al mirarse en el espejo del ascensor descubre que tiene una mariposa posada sobre el hombro izquierdo. Son las ocho de la noche, lo sabe porque acaba de mirar el reloj. Mientras el ascensor sube hasta el sexto la mariposa trepa por el cuello y el pelo del hombre y va a colocarse en la parte superior de su oreja izquierda. Al llegar al sexto, al hombre le cuesta apartarse del espejo y cuando se decide lo hace con cuidado, como alguien que lleva una carga preciosa. ¿Se lo imaginan recorriendo el pasillo hasta la puerta de su departamento con la mariposa en la oreja? ¿Pueden verlo caminando con el cuello rígido, sorprendido, complacido, extrañamente gratificado?
Va directamente a pararse frente al espejo del living. La mariposa sigue ahí. El nombre de la mujer que lo acompañó durante todo el día, la imagen de la mujer, se mezclan con esta presencia de la mariposa.
El hombre escucha los mensajes del contestador telefónico, levanta una persiana, calienta café. Ahora, con la mariposa en la oreja, todo gesto rutinario adquiere un color y un peso nuevos. De tanto en tanto vuelve al espejo. Juega a pensar que la mariposa lo eligió, ¿pero para qué? En una de las idas a la cocina la mariposa abandona la oreja, emprende un vuelo breve y va a pararse dentro de la pileta, sobre el aro metálico del desagote. Tal vez busque agua. El hombre hace que una gota se deslice hacia ella. Parecería que efectivamente la mariposa acepta el agua. Después se desplaza por el fondo de la pileta, intenta subir por una de las paredes, cae y queda echada de costado. El hombre la endereza y la mariposa vuelve a derrumbarse. Quizá se esté muriendo. Quizá vino acá a morir. Son las 9.40.
En la cocina, en una ventanita alta, hay dos macetas con plantas. El hombre toma suavemente a la mariposa de las alas y, estirándose, la coloca contra un tallo. La mariposa se prende, trepa. Se desliza por el lado inferior de una hoja, se detiene y queda colgada con las alas hacia abajo. El hombre se queda un rato observándola y después continúa haciendo sus cosas. A las 10.30, cena. A las once enciende el televisor durante diez minutos y lo apaga. Cerca de la medianoche se desata una tormenta. Llueve, sopla el viento y al mirar por la ventana el hombre tiene la impresión de que la ciudad acaba de inundarse. Quizá la mariposa lo buscó para escapar de la tormenta. A las dos se acuesta. Se duerme rápido pero se despierta apenas pasadas las tres y va a la cocina. La mariposa no volvió a moverse. Durante el resto de la noche el hombre se acuesta y se levanta varias veces. Amanece y la mariposa permanece colgada de la misma hoja. ¿Sigue viva o estará muerta? ¿Habrá realmente venido a morir acá, en su casa?
El hombre inicia su vida de cada mañana. Desayuna con una taza grande de café y le echa una mirada al diario que le dejan delante de la puerta. La tormenta pasó y amaneció con sol. Alrededor de las 9.30, al ir una vez más a la cocina, se encuentra con una sorpresa: la mariposa cambió de lugar. Ya no está colgada como toda la noche, sino parada sobre una hoja, otra hoja. Ahora, alta contra el resplandor del cielo, los colores de sus alas resaltan. Son anaranjadas, con manchas azules y pequeñas pintas oscuras. También las antenas se distinguen nítidas y sensibles en el contraluz. Las idas y vueltas del hombre se reanudan. La mariposa es un pequeño faro en su mañana. También es un interrogante, una esfinge mínima en la ventana de su cocina.
A las diez descubre que otra vez cambió de ubicación. Lo mismo a las 10.30, a las once, a las 11.30 y a las doce, aunque nunca logra sorprenderla en movimiento. A las 12.30 la mariposa no está. Después la descubre aleteando en la parte baja del vidrio. El hombre se queda ahí, viéndola revolotear contra la claridad. Hay algo que debe hacer, pero no está seguro, en él vive una contradicción, la misma que lo acompañó la jornada anterior, durante tantas jornadas anteriores a ésa, mientras caminaba con el nombre de la mujer martillándole la cabeza. Tarda en decidirse. Le cuesta. Le cuesta mucho. Por fin se sube a una silla, toma a la mariposa de las alas, abre la ventana y la lanza hacia afuera. Ve cómo se desvanece rápido en la luz del cielo y la imagen le provoca un sentimiento de pérdida al mismo tiempo que una felicidad breve. Todavía se pregunta: ¿hice lo correcto abriendo la ventana? ¿Debería haberla retenido un poco más? ¿Hice bien en dejarla partir de mí definitivamente?



*De Antonio Dal Masetto.
-De Señores más señoras.






Platito*


Parece que la crisis de pareja alcanzó niveles sin antecedentes y todo haría suponer que va en camino de agravarse. Tengo una clara señal del problema esta tarde, cuando me siento en una confitería y en la mesa vecina hay seis señoras tomando el té. Lindas señoras. Un ramillete de bonitas señoras.
Hablan en voz alta así que no puedo evitar escuchar la conversación. Más que hablar se quejan. Son voces acongojadas que terminan en llanto. Y la frase que aparece todo el tiempo es:
-Ya no hay hombres.
Cada una expone su drama, la última relación, la mala suerte, la indiferencia, el egoísmo y las canalladas del fulano. Se lamentan por los fracasos pasados y se lamentan por la imposibilidad de establecer una nueva pareja. Probaron de todo: retomaron los estudios en la universidad, recorrieron los boliches de moda, acudieron a las academias de tango y de salsa. No les queda nada por intentar.
-Ya no hay hombres -repiten.
Lloran. Las lágrimas no se deslizan por las mejillas, sino que salen disparadas de los ojos como de un surtidor y van a caer en las tazas de té.
En realidad son cinco las que se quejan y lloran. La sexta permaneció callada todo el tiempo. Es una morena delgada y de expresión serena.
-Chicas, chicas, paren la mano -interviene finalmente la morena delgada-. Están haciendo mal las cosas, ustedes tienen una visión errada del tema; la ciudad está llena de hombres y la mayoría disponibles. Los hombres están donde estuvieron siempre, solamente hay que saber atraerlos. Hace muchos años, pero muchos, que prácticamente no paso un día y una noche sola, y les puedo asegurar que cambié y cambio muchos compañeros, se va uno y aparece otro.
-¿Cómo hacés? -preguntan las otras secándose los ojos con las servilletas.
-Presten atención que les paso la receta. Como primera medida, siempre tengo un cartón de leche en la heladera. Apenas quedo sola, quiero decir cuando el último hombre que pasó por mi casa acaba de partir, saco la leche y pongo a entibiar un poco. Luego la vuelco en un platito. Utilizo un lindo platito, de ésos con flores esmaltadas. Agrego una cucharada de azúcar y revuelvo.
Después entreabro la puerta y coloco el platito cerca de la entrada, del lado de adentro. A la manija le ato un piolín que mediante un dispositivo muy sencillo cerrará la puerta apenas le pegue un tironcito. Y me pongo a esperar. Nunca tengo que esperar demasiado. En cualquier momento uno asoma la cabeza, descubre la leche tibia, entra con pasos cautelosos y se pone a lamer. En ese momento tiro del piolín, la puerta se cierra y una vez que está adentro, listo. Te pueden tocar gordos, flacos, jóvenes, maduros.
Algunos vienen lastimados, otros son un poco ariscos. Yo les tengo cariño a todos. Lo que quiero transmitirles, chicas queridas, es que la ciudad está llena de tipos necesitados de que le rasquen un poco la cabecita y le hagan unos mimos. Pongan en práctica mi método y nunca más van a dormir solas. No es que les vayan a durar para siempre. Algunos se van solos después de un tiempo, a otros hay que llevarlos del brazo para invitarlos a salir por la puerta por la que entraron. Y después de nuevo a calentar la lechita.
-Ya mismo corro a casa a fijarme si me queda leche en la heladera y si no me voy al supermercado -dice una.
-Yo también -dicen las otras. Pagan, salen, las miro despedirse en la vereda con besos apresurados y partir veloces en distintas direcciones. Me quedo pensando que el método seguramente se difundirá y dentro de no mucho tiempo la ciudad brindará a los desangelados caballeros que la transitan la posibilidad de cientos, de miles de puertas entreabiertas con el plato de leche esperando un poco más allá del umbral.



*De Antonio Dal Masetto.
-Fuente: contratapa de Página/12




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InvenTREN
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 JOSE RAMÓN SOJO.

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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