*Obra de Julio
Ovejero.
-Muestra de las
obras de Alfredo Ceverino y Julio Ovejero. En el Espacio
Cultural Julio Le Parc.
Hasta el 23 de
noviembre del 2015.
ANTES DEL FIN
2.0 *
Cuando subía por última vez la
cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que
su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que
llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella
protestó. Yo insistí. Finalmente aceptó y se fue cuesta abajo, balanceando un
pequeño bidón de plástico y canturreando algo que no supe identificar. La miré
mientras se alejaba. Un par de veces se volvió, agitando la mano libre en señal
de despedida. Parecía feliz. Su horizonte era el lugar donde su moto la pudiese
llevar con ese euro de gasolina. Sentí que el escenario había cambiado, que ya
no podía hacer aquello para lo que había venido hasta el río. Que no tenía
derecho mientras esa mujer siguiese caminando por el mundo con su bidoncito
para gasolina y esa tonta canción germinando obstinada entre sus labios.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
NUNCA REGRESAREMOS DE ESAS TIERRAS DE HUMO…
-Textos de Sergio Borao Llop.
PAISAJE
Era ya la cuarta o quinta vez
que le veía ahí sentado, bajo la primera arcada del Puente de Piedra,
contemplando el río o tal vez las torres del otro lado. Una hora más tarde
volví a pasar y ahí seguía, en la misma postura.
Así que me acerco y le digo:
-¿Qué hace?
Él me mira sin amabilidad.
Tarda, pero al fin responde:
-Estoy pintando un cuadro.
-¿Del río? –pregunto- ¿De la
Basílica?
-No.- dice después de un rato.-
Yo, soy el cuadro.
TÁCTICA
Durante siglos, se aplicaron a
la quema indiscriminada de libros, laboriosa e inútilmente.
Más tarde cortarían la lengua a
los vencidos, para que no pudiesen transmitir la filosofía de su raza a las
generaciones venideras.
Prohibieron el ejercicio de las
artes, enemigo mortal de la ignorancia.
Cansados de soluciones parciales
e ineficaces, optaron por celebrar un congreso. Después de intensos debates,
según cuentan las crónicas de la época, decidieron aplicar la estrategia del
caballo de Troya.
Así, desde el oscuro palpitar de
sus entrañas, fueron asesinando la cultura.
MOEBIANA*
Para verificar que venía
siguiéndome, ensayé itinerarios imposibles. Así, ejecutamos con precisión
idénticos vaivenes, idénticas elipses, recortes y tirabuzones. Recorrimos
extraños vericuetos, laberintos y desiertos. Inventamos rutas, estaciones y
nombres de ciudades.
Como era previsible, nos
perdimos; y lo que es peor: Después de tantas vueltas inútiles ya ni siquiera
sabemos quién es el perseguido y quién el perseguidor, ni qué motivó esta
situación, ni adónde nos dirigimos.
*Moebiana. De Moebius.
La banda o anillo de Moebius es
una superficie de un sólo lado, donde envés y revés son la misma cosa.
COMPOSICIÓN
El pintor supo que se estaba
muriendo y de inmediato comprendió que aún había una última cosa por hacer.
Para evitar inútiles lamentaciones
y odiosas pérdidas de tiempo, ocultó celosamente su enfermedad y dijo a todos
sus allegados que se disponía a comenzar una nueva pintura. Todos sabían que
eso significaba su completa desaparición de la vida pública por un tiempo
indeterminado.
Definitivamente aislado, juntó
todos sus cuadros en la nave que le servía de estudio y almacén (nadie había
sospechado que los que vendía, aquellos que se exponían en las mejores galerías
del continente, eran meras copias edulcoradas de los originales, que nadie
salvo él había visto). Poco a poco, los fue ordenando en el muro del fondo.
Noventa cuadros. Podría formar con ellos un rectángulo. Nueve filas de diez (o
seis de quince, o cualquier otra cábala imaginable).
Hizo instalar unos estantes de
lado a lado de la nave. Después, tuvo que contratar a un obrero para que se
ocupase de las filas más altas. El tiempo se agotaba. Cada vez más ansioso, fue
dirigiendo la composición del improvisado puzle, guiado por su poderosa
inspiración, de la que tanto se había escrito en las revistas especializadas.
Algunas veces gritaba, ante la indignada sorpresa del peón; otras, paseaba
nervioso por toda la nave, murmurando para sí. Su mirada delataba la fiebre;
aquella inquietud era el símbolo de un presagio. Su salud se consumió en pocos
días.
Al fin, tembloroso y débil,
sentado en una butaca junto a la puerta de la nave, lugar desde el que se podía
apreciar mejor el conjunto, hizo una imperceptible indicación a su empleado,
que cambió un cuadro por otro, lo mismo que había estado haciendo una y otra
vez durante las últimas horas o los últimos días. Pero esta vez, el resultado
satisfizo al pintor: Sonrió levemente, hizo un gesto vago con la cabeza, se
recostó en la butaca y pareció extasiarse en la contemplación de la obra terminada.
Si otra persona hubiese estado
allí, junto a él, tal vez su corazón se hubiese sobrecogido ante el magnífico
espectáculo, quizá hubiese podido comprender que aquel gigantesco mural,
poblado de horribles criaturas danzantes, de imposibles árboles que no podrían
crecer en otro lugar que no fuese el innombrable averno, de casas formadas por
cuarzo y estiércol, de ciudades llameantes y mares negros, no era otra cosa que
el retrato fiel e inconfundible del pintor que ahora yace en la butaca
contemplando con sus ojos muertos el poso que los años fueron dejando en su
alma.
BOLETOS
A mi amigo Miguel,
que despertó estas palabras
No nombraré la ciudad porque la
ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en
otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes,
eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con
mi maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de
recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba
acentuando a medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi
pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la
salida de mi tren, tomé asiento en una terraza sombreada. Enfrente, al sol,
había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en
los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con
traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se
acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es
antiguo. Se trata de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del
suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia
de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay
gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no
caer en manos de la policía.
No muy lejos de allí, las máquinas
excavaban lo que muy probablemente se convertiría con el tiempo en un centro
comercial o un edificio de oficinas. Quizá a causa del monótono ruido de las
excavadoras, me amodorré un poco.
Una voz suave me despertó.
- Señor...
Cuando levanté la vista, una
chiquilla morena, con dos trenzas medio deshechas y una mancha oscura en la
mejilla, me ofrecía uno de aquellos billetes.
Mi primer impulso fue echarme a
reír y despedir a la mocosa con unos céntimos o con la amenaza de la policía,
que es el remedio habitual en estos casos, pero algo en su mirada me impedía
hacer una cosa así.
- El número es lindo -dijo,
tratando de vencer mi indecisión con esas simples palabras.
Entonces la miré con más
detenimiento. Sus ojos no eran los de una niñita suplicante, no eran ojos
mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien está
estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos de
alguien que sólo pide lo que por derecho le corresponde.
No lo dudé un instante. Conté
algunas monedas y puse en su mano el dinero que costaba el billete. Ella me dio
las gracias, sonrió dulcemente y regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba
alejarse correteando alegremente, guarde el papelito en mi cartera, junto a la
fotografía de Mariela.
Miré el reloj. Había que irse.
Mi tren estaba a punto de llegar.
Sé que es innecesario contar lo
que sigue, decir que aquel fue el primero de una larga colección de boletos
caducados, que hubo en mi camino otras muchas estaciones, otros niños y otras
excusas, que en cada lugar que visité fui atesorando con avidez los boletos que
aquellos niños famélicos me ofrecían, siempre ante la atenta y burlona mirada
de los testigos, ciegos, incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos
papelitos medio arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que
indicaban los números impresos.
Durante años he llevado conmigo
ese primer boleto, prueba irrefutable de que la escena anteriormente narrada no
fue un sueño. A veces, contemplo la cifra, ("-El número es lindo")
como si en ella pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o menos
armoniosa de dígitos. A veces, contemplo la cifra como esperando que esos
signos revelen algo que en realidad no necesita ser revelado.
PENÉLOPE
ILUSTRADA
Una mujer está leyendo un libro.
Desde el primer momento, las imágenes, los nombres, los sucesos allí narrados
le resultan familiares.
Gradualmente va percibiendo que
ese libro contiene la historia de su vida.
Comprende también que, cuando
llegue a la última página, morirá.
Tal vez por eso, cada noche,
cuando ya está dormida, su mano sale de la cama, tantea con cuidado la
superficie de la mesilla, coge el libro y, sin que nadie lo advierta, cambia de
lugar el marcapáginas.
LA EXTRAÑA
Después de tantos meses, el
paseo vespertino era una rutina más, un invariable deambular por las calles del
barrio y los parques cercanos.
La costumbre traza itinerarios.
Así, aunque uno se dejase ir al azar, los propios pasos se amoldaban a la
monotonía grisácea de las aceras y conducían siempre a los mismos destinos, a
idénticos regresos.
Salvo esporádicos encuentros con
algún vecino o intrascendentes conversaciones accidentales, nunca sucedía nada.
Pero esa tarde de martes - lo
mismo podría haber sido viernes o domingo; así de plano era mi horizonte por
esa época – hubo un cambio.
Como tantos otros días a lo
largo del tedioso e inacabable periodo de convalecencia, yo había salido a
caminar por el barrio. Ya de vuelta, intentaba introducir la llave en la puerta
para entrar en el viejo edificio donde vivía, cuando vi a la chica. Algo en
ella me llamó la atención, y por eso me quedé mirándola, con cierta curiosidad.
se de abrir de una vez la puerta
para poder entrar en el patio. itinerario edCuando llegó a mi lado, se quedó
allí parada, como esperando que terminase de abrir de una vez la puerta para
poder entrar en el patio. Así lo hice, invitándola con un gesto a franquear el
umbral, cosa que hizo con bastante celeridad y sin el mínimo sonido, como si
estuviese formada de brumas o de la intangible esencia de los sueños. Luego, se
demoró un poco junto a los buzones, aunque sin abrir ninguno de ellos. Por un
momento, pensé que tal vez fuese una repartidora de publicidad, aunque deseché
tal idea al observar que no llevaba un solo papel en las manos.
Pasé junto a ella, musitando un
sordo “hasta luego” que no recibió respuesta (cosa harto común en este inicio
del XXI) y comencé a subir los cuarenta y ocho escalones que me separaban de mi
casa, de la temible e inquebrantable soledad tan arduamente edificada a lo
largo de los últimos diez años.
No tardé en percibir sus pasos
leves, indecisos, a mi espalda. Cada vez más convencido de que ella no
pertenecía al edificio, temí que me hubiese venido siguiendo, que tratase de
robarme (unos días atrás le había sucedido algo así a una vecina del segundo)
pero ese pensamiento me resultó absurdo. La chica era delgada y no muy alta.
Calculé que no pesaría más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Resultaba
difícil pensar en ella empuñando una navaja o una jeringuilla.
Deseché tal visión y seguí
subiendo con lentitud, con esa lentitud que da el cansancio, ese cansancio
nacido de la repetición infinita de los actos cotidianos. Cuando por fin llegué
junto a la puerta de mi casa, ella también se detuvo, detrás de mí, a menos de
un metro de distancia, mirando al suelo y en silencio.
Me sentí incómodo. No sabía si
meter la llave en la cerradura o dar media vuelta y bajar de nuevo los cuarenta
y ocho escalones; o quizá encararme con ella y preguntarle por el significado
de su persecución o de su estancia allí. Ninguna opción me satisfizo. Tenía la
certeza de errar, independientemente de lo que finalmente decidiese hacer.
Muy despacio, esperando que
fuese ella quien se viese obligada a tomar una u otra decisión, metí la mano en
el bolsillo del pantalón y demoré unos segundos infinitos en encontrar el
llavero. Luego, con una casi ceremoniosa parsimonia, seleccioné la llave
indicada y la introduje en la cerradura, girándola dos veces y abriendo
finalmente la puerta, sin prisa, con aparente calma (pero mis entrañas eran un
campo de batalla, un entrechocar de sensaciones contrapuestas sin solución
posible).
Cuando ya estaba en el interior
de mi vivienda, me giré un poco para comprobar su reacción. Seguía allí, al
otro lado del umbral, inmóvil, mirándome con esos ojos verdes, profundos, como
esperando una invitación (me recordó, no sé por qué, esas historias de
vampiros, en las que el vampiro no puede entrar en una casa sin el
correspondiente permiso del que la habita).
Mas su mirada no albergaba un
ruego, ni una pregunta. Nada. Sus ojos eran un remanso de aguas tranquilas.
Como si su presencia allí afuera, justo al otro lado de la puerta, fuese lo más
natural del mundo.
Imposible precisar el tiempo que
duró esa escena. Yo la miraba, interrogándola con los ojos, sin cesar de hacer
difíciles conjeturas acerca de sus motivos, esperando que dijese algo, tratando
de convencerme de la conveniencia de cerrar la puerta y dejarla allí con su
insoportable silencio y su corta melena rubia y el misterio abisal de sus
pupilas que no cesaban de mirarme. Ella sólo aguardaba un gesto.
Lo malo de tomar decisiones es
que siempre hay que elegir un camino y desechar todos los demás. Uno nunca sabe
qué hubiera pasado de haber hecho otra cosa. Resulta frustrante la sospecha de
haber elegido la peor opción. Por eso, no cerré la puerta, pero tampoco la
invité a pasar. Di media vuelta, me adentré en el recibidor y dejé que fuese
ella quien se viese obligada a decidir.
No dudó ni un instante. De
reojo, comprobé que, desde el interior, cerraba tras de sí con mucha
delicadeza, como tratando de evitar el mínimo ruido. Sonreí.
LA BODRIOTECA
DE STURGEON
La bodrioteca de Sturgeon la
componen el 90% de los libros que se publican (no hay datos respecto a lo que
no se publica, pero es coherente pensar que el porcentaje sea parecido).
La figura del bodriotecario,
entonces, resultaría innecesaria, a no ser por un perverso instinto que nos
empuja a la búsqueda de libros que, bien lo sabemos, nada han de aportarnos.
Pero la fe en la incapacidad del sistema es nuestra guía: Ocasionalmente, un
error burocrático provoca la presencia de un libro valioso en las vastas
estanterías de la bodrioteca. La búsqueda de dicho volumen -cuyo título
ignoramos- puede llevar toda una vida, y acaso justificarla.
Pero nada asegura la existencia
de dicho libro, ni el éxito de nuestra descabellada empresa.
CUANDO DIGO
PARÍS
Cuando digo París no estoy
hablando de las fotos que duermen en los álbumes del sótano, aunque tras las
persianas del recuerdo naveguen los colores de la noche como cristales que
lentamente se van deshilachando sobre un cojín de nostalgia bordado con
caricias y notas musicales.
Cuando digo París no hablo de
pasos misteriosos y prófugos resonando a una orilla de la calle, ni de la
sombra añil que deja una lágrima rodante, ni del labio-trasluz detenido en el
tiempo por el furtivo impacto de unos besos cuyos ecos van rebotando y
multiplicando su reflejo por todas las esquinas en penumbra.
(Sé que cuando tú dices París es
la voz de una melodía no inventada, es el empedrado irregular y las riberas del
Sena, es el amanecer en plena noche y la risa, la colosal estatura de los
edificios, la insólita música de las piedras, la fuente helada de Versalles, la
verificación de un sueño...)
Pero si yo digo París te estoy
nombrando. Cuando digo París hablo de ti y de los puentes, sobre todo de ti y
de los puentes y de una isla; y en esa isla, unos pies parados en el infinito,
allí parados y mirando eternamente hacia la mole indescriptible, hacia las
torres que esperan, hacia la inmensa soledad de un reloj que nunca se detiene.
SANTATERESA
Los humanos nos juzgan crueles,
pero ¿qué valor puede tener en estos tiempos la opinión de los humanos?
Consideran que nuestras
costumbres sexuales son violentas, pero ¿hay algo más violento y sanguinario
que ellos sobre la faz de la tierra?
Cierto es que matamos a nuestros
amantes durante la cópula, pero ¿qué mayor homenaje a sus caricias? Puesto que
la muerte ha de llegar forzosamente ¿no es mejor su advenimiento durante el
delirante clímax?
Que nadie vea en estos
argumentos una justificación. No hay tal cosa. Si arrancamos la cabeza de
nuestros amantes durante el acto es simplemente porque hay en nosotras un
impulso que no puede ser reprimido, y que proviene sin duda de la voluptuosidad
del instante. Pero no hay engaño. Saben que así debe ser, y cumplen su papel
sin la menor queja. Amar y morir son una misma cosa para ellos. No hay
traiciones, ni deslealtades, ni malentendidos. Sólo el placer, y después la
nada. A nosotras, en cambio, nos queda la amargura de la soledad, la
certidumbre del desencuentro.
Uno tras otro, van pasando por
nuestras vidas. Llegan, nos aman y se van, sin posibilidad alguna de regreso.
Casi no da tiempo ni a juntar un puñado de recuerdos. Por eso siempre estamos
profundamente tristes; en nuestro abatimiento, parece que rezamos.
Hay voces que afirman que
nuestra conducta sexual está basada en el antiguo principio que dice que todo
macho es infiel por naturaleza, y que sólo tratamos de protegernos del
inevitable abandono. Pero estos teólogos carecen por completo de credibilidad.
Una hora de irrefrenable lujuria con una de nosotras bastaría para desmontar la
más sofisticada teoría al respecto.
Los
humanos nos miran por encima del hombro, pero en la intimidad nos envidian, y
en el fondo les gustaría poder imitarnos, sentir el vértigo del instante,
paladear esa espesa mezcla en la que miedo y deseo son una misma gelatina
multicolor, habitar, apenas un momento, esas zonas oscuras de su alma a las que
ni siquiera en sus horas más desoladas se han atrevido a asomarse.
PERSECUCIÓN
No es fácil determinar en qué
momento apareció; tampoco sabría decir cuándo adquirí la seguridad de que venía
siguiéndome, pero desde que soy consciente de ello me siento levemente incómodo
y con el paso del tiempo, esta situación ha empezado a resultar extremadamente
molesta.
Mentiría si dijese que hay algo
irregular en su comportamiento. En realidad, lo único que hace es caminar
detrás de mí, a unos pasos de distancia. Nada que no pueda verse en cualquier
otra ciudad, a cualquier hora del día. Nunca antes la he visto, ni es probable
que ella me conozca, lo cual acaso fuese un motivo, siquiera remoto, para
caminar en pos de mí por toda la ciudad.
Si lo miramos bien, no puede
decirse que sea una niña, aunque así me lo pareció al principio. Alguna vez he
aprovechado el reflejo de un escaparate para observarla, siquiera un segundo:
su rostro no refleja en absoluto ninguno de los síntomas característicos de
toda persecución. Por el contrario, parece completamente tranquila, como
entregada a la meditación o al olvido. Un espectador casual acaso pudiera
sospechar que su itinerario es tan arbitrario como el mío, y que el hecho de ir
delante o detrás es tan irrelevante como, por ejemplo, los nombres de las
calles que atravesamos en nuestro coincidente tránsito. Pero si entro en una
tienda o en un bar, ella permanece afuera, esperándome sin impaciencia, y
reanuda la marcha en el momento en que vuelvo a salir a la humedad que impregna
las calles.
No se me malinterprete: En
ningún momento ella ha hecho nada que pudiera molestarme. Se limita a imponerme
su presencia a una distancia razonable. No voy a ocultar que en algunos
momentos, en determinadas calles poco transitadas, saber que ella estaba ahí,
unos pasos más atrás, me ha resultado reconfortante, ya que no soporto la
visión de las paredes grises que la soledad oscurece aun más y el silencio
multiplica implacablemente.
Podría pensarse que todo es
producto de mi imaginación, que me invento estas cosas, que los médicos no
erraron al diagnosticar mi enfermedad. También podría ser que para ella todo
esto no fuese más que un juego inocente. ¿Por qué, entonces, son infructuosos
todos mis esfuerzos por despistar su vigilancia? Si avanzo lentamente, ella
camina despacio; si lo hago más deprisa, ella acelera la marcha; si corro,
corre también. Siempre se mantiene a la misma distancia. No parece interesada
en alcanzarme, pero tampoco permite que me aleje demasiado. Me pregunto cuánto
durará esto, y si en verdad es posible concebir un final que pueda
satisfacernos a ambos.
(Aunque es un hecho perdido en
mi confusa memoria, he de confesar que yo también, en mi lejana juventud, fui
siguiendo a alguien durante algún tiempo. Quizá supe quién era, pero ahora ya
no recuerdo su rostro, ni su forma de caminar, ni las calles por las que
transitábamos. No era un juego: Esa persecución, aunque pueda parecer un
disparate, determinó mi futuro.)
Tal vez por eso me siento tan
apenado ahora que, al girar con disimulo la cabeza frente a uno de los
multiplicados zaguanes que salpican el incomprensible itinerario, he podido
constatar, acaso sin sorpresa, que la niña ha dejado de seguirme. Probablemente
ha encontrado por fin su propio camino y ya no me necesita. A pesar de la
aparente incomodidad que me provocaba su presencia, ahora echo de menos sus
pasos leves a mi espalda. Pero la esperanza también es una forma de rebeldía;
por eso, de cuando en cuando, al volver cualquier esquina, echo un rápido
vistazo hacia atrás: No es imposible que alguna vez mis ojos me muestren una
sombra, o la vaga sospecha de una sombra siguiéndome, justificando así, de uno
u otro modo, mi errático caminar por estas calles que se me antojan eternas.
ZUMBIDO
A
veces, abro los ojos, me incorporo y camino con lentitud por las estancias.
Como si aún estuviese vivo.
A veces, incluso me aventuro a
salir al exterior para comprobar que otros seres semejantes a mí se mueven por
las calles, se apresuran, chocan entre ellos, se someten a la tiranía de
relojes y semáforos, se detienen y se miran unos a otros y en ocasiones conversan.
Sí, a veces también yo finjo
estar ahí, entre ellos, provocando sonrisas o muecas de irritación o atascos.
Finjo vivir. Pero siempre regreso al lecho en sombras. Me acuesto, cierro los
ojos y convoco secuencias que nunca termino de comprender.
Finalmente, me pregunto cuál de
estas irrealidades es más ficticia. Cuál de estos dos sueños es el que está
encerrado dentro del otro. Si tuviese acceso a esa ansiada respuesta, tal vez
podría despertar, ser. En uno u otro lado, pero existir.
Lo
que más me atormenta es ese molesto zumbido del teléfono que no parece tener
lugar y que sin embargo nunca acaba de callarse.
CONJUGACIÓN
Alguien debió entrar durante la
noche y dinamitó el verbo.
Por fortuna, según se desveló en
un primer comunicado, no se trataba de uno de los verbos mayores, como poseer,
dominar o triunfar. Era más bien un verbo cortito, chico, casi insignificante;
obsoleto. Pero así y todo, quizá por pura rutina, a la mañana siguiente
acudieron los académicos, con sus potentes linternas y sus PDA subvencionadas,
para censar los destrozos, tomar las oportunas notas y emitir el dictamen
correspondiente.
La fachada no había sufrido
grandes daños, por lo que la preocupación inicial se disipó en parte, dejando
paso a una disimulada indiferencia.
El interior, sin embargo, estaba
en ruinas.
El presente de indicativo, en
especial la primera persona, sólo podía conjugarse maquillándolo con abundantes
adverbios y adjetivos, lo cual no impedía que se tambalease, pero le daba una
apariencia aceptable, aun cuando a pesar del camuflaje resultara evidente su
decadencia.
Todos los pretéritos -salvo el
perfecto de indicativo, repentinamente convertido en imperfecto- habían
desaparecido. A primera vista, no podía descartarse la hipótesis del secuestro,
pero todo apuntaba a su total aniquilación. Gerundio y participio lloriqueaban
en un rincón, despojados de toda dignidad. Estaba claro que habían sido objeto
de algún tipo de violencia. Más inquietante resultaba el estado del infinitivo,
cáscara hueca sin signos vitales, armazón inútil cuyo devenir ningún experto se
atrevió a pronosticar.
El rostro del futuro había sido
deformado de tal modo que ahora no era más que una máscara horrible: La mueca
del tramposo sorprendido en el instante exacto de seducir a su víctima.
Evaluados los daños, y puesto
que la reconstrucción no parecía posible (y, según el parecer de los eminentes
sabios, tampoco merecía la pena) se acordó de forma unánime que lo mejor sería
dar unas manos de pintura y elaborar un concienzudo manifiesto para evitar
cualquier reacción adversa de la opinión pública, reacción que, por otra parte,
se valoró como improbable. En poco tiempo -comentó alguien en voz baja- ya
nadie se acordará.
Una vez que todos hubieron
pronunciado sus solemnes frases ante las cámaras de televisión, cuando el
tumulto de barbas, voces graves, preguntas y sentencias fue dejando paso a la
tranquilidad, cuando hasta los últimos curiosos abandonaron la escena, cuando
el silencio se extendió finalmente por la estancia, se escuchó un levísimo
sonido lastimero: Bajo los escombros, herido, magullado, alicortado, sangrante
y olvidado, resonaba, como una flamígera esperanza, el presente de subjuntivo.
LA EXPLANADA
Por la tarde,
mientras nuestros padres iban perdiendo la vida en el barullo de los destajos y
de las horas extras, mientras nuestras madres fatigaban sus espaldas haciendo
cualquier clase de faenas en casas ajenas o remendaban con fervor los ya
remendados harapos que nos servían de vestimenta, nosotros, sus amados hijos, nacidos
por quién sabe qué incomprensible razón, deambulábamos aburridos por las
calles, hastiados del tedio familiar, de la repetición constante de gestos,
conversaciones, reconvenciones y silencios que formaban una interminable serie
de secuencias idénticas. Recorríamos sin mayor convicción las angostas callejas
del Barrio o las anchas y relucientes avenidas de la zona residencial cercana,
repletas de deslumbrantes rótulos de neón y de gigantescos escaparates llenos
de aquellos juguetes tan lindos y tan caros que, por inalcanzables, nos hundían
aun más en nuestra indeseada condición de niños pobres, de escoria social
largamente marginada.
Nuestro Barrio
era el más humilde de toda la ciudad. Vivíamos en casas de cuatro o cinco
pisos, mal iluminadas, contaminadas por un extraño olor cuya procedencia nadie
conocía y que nunca terminaba de desaparecer. Algunas de ellas presentaban
tales signos de deterioro que a nadie hubiese sorprendido su repentino
desmoronamiento. Pero nosotros, niños, en nuestra alevosa inocencia, no nos
percatábamos de lo penoso de nuestra situación. Teníamos un techo, comida y
cariño. Eso nos bastaba. Era casi el paraíso para nosotros que todos los días
presenciábamos, al caer la tarde, a todas esas gentes que se hacinaban en
chabolas hechas de cartón, hojalata y barro, o en el mejor de los casos, con
maderas procedentes de muebles viejos, a menudo podridas, arrebatadas al camión
de la basura.
También estaban
los otros: seres solitarios, aun más pobres, que habitaban en cajas de cartón
que, amparados en la caída de las sombras nocturnas, situaban ante las entradas
de las lujosas tiendas atiborradas de electrodomésticos o en los zaguanes
carentes de luz. A veces, la policía los desalojaba, no siempre sin violencia,
y podíamos verlos caminando sin rumbo hasta que daban con un lugar más
resguardado en que poder instalar por esa noche su mísera morada. Por eso
teníamos la convicción de ser, en cierto modo, afortunados.
Pero esa era
una convicción falsa y lo sabíamos. Lo sabíamos con esa certeza de niños que no
necesita de razones ni estadísticas. Lo adivinábamos en los rostros tristes y
ojerosos de las madres, siempre atareadas; en la impotente fatiga de los
padres; en el gusto amargo del café que alguna vez bebíamos tras la exigua
comida; en el hondo silencio que solía acompañar las llamadas del timbre a
primeros de mes, cuando el hombre vestido de negro venía a cobrar el alquiler;
en las miradas furtivas y carentes de esperanza que intercambiaban nuestros
progenitores cada vez que uno de nosotros realizaba una pregunta que ninguno de
ellos podía contestar. Que nadie podía, en realidad.
Mas nosotros no
entendíamos de alquileres ni de salarios bajos ni de explotación. Era la
nuestra esa edad que reclama juegos y diversiones, la edad que no comprende una
respuesta negativa, que no tolera la rutina quieta de las tardes sin término.
Por eso, a pesar de la penuria entrevista en los hogares, de la escasez
económica, sentida en la propia hambre nunca saciada, no éramos del todo
infelices. No poseíamos otros juguetes que la calle y la imaginación. Aun
siendo escaso, este material solía bastarnos.
Porque además
nosotros teníamos algo que nadie más podía tener: la explanada. Nuestra
desbocada sed de aventuras no necesitaba más.
La explanada
era un solar de unos tres o cuatro millares de metros cuadrados, situado en el
extremo occidental del barrio de los ricos. A un lado, estaban los modernos
edificios que albergaban a aquellas familias que solían mirarnos con arrogante
desdén y que jamás osaban profanar las estrechas calles de nuestro pestilente
barrio. Eran impecables en el vestir y refinados en el hablar, hasta tal punto
que, cuando nosotros oíamos de pasada una conversación entre aquellos pazguatos
bien educados, rara vez éramos capaces de comprender algo de lo que allí se
decía.
Al otro lado
del solar se desplegaba una amplia avenida por la que podían verse desfilar,
durante todo el día, automóviles, furgones y camionetas. Más allá, una
interminable hilera de casas, todas idénticas, como ventanas alineadas frente
al cansancio de todos los que a diario atravesaban aquel monótono camino de
vuelta a sus hogares, al final de la dura jornada. Esas casuchas habían sido
construidas, años atrás, por los propietarios de la vieja fábrica de autos,
para dar cobijo en ellas a los afortunados obreros de la cadena de montaje,
venidos, en ocasiones, desde el otro extremo del país. Así, la empresa,
generosamente, les proporcionaba un hogar sin cobrarles alquiler alguno. Al
otro lado de esas viviendas, que estaban pegadas a la fábrica y que nosotros
solíamos denominar “nichos”, se amontonaban otras muchas factorías, con las
fachadas grises y ennegrecidas por el humo de las chimeneas. Allí era donde
trabajaban nuestros padres, diez o doce horas al día, en penosas condiciones,
dejándose la vista, la salud y hasta las ganas de conversar cuando, al término
de la jornada laboral, nos reuníamos en torno a la pobre mesa y devorábamos
todo cuanto cayera en los platos sin preguntar su origen, sin pararnos a pensar
en ese gustillo amargo que a veces se nos quedaba pegado en el paladar.
Pero al fin y
al cabo, nosotros teníamos nuestra explanada, y aunque estuviera en el barrio
de los ricos, era nuestra porque nadie más la utilizaba ni nosotros lo
hubiéramos consentido. Era nuestra porque allí nos íbamos formando, sin saberlo
íbamos creciendo entre los cascotes y restos que otros arrojaban allí y las
enormes ratas que pululaban de continuo por entre las basuras, sin importarles
en absoluto la presencia de seres humanos. Mas no toda la explanada se
encontraba llena de deshechos. Sólo la parte más lejana, la que limitaba con la
carretera, como nosotros llamábamos entonces a la avenida, se veía invadida por
juguetes rotos, baldosas trizadas y cachivaches de diversa índole. Cada cierto
tiempo, los funcionarios de la limpieza pública, impecablemente uniformados,
recogían toda aquella basura y la iban echando a un camión, que partía después
con rumbo desconocido. Cada uno de aquellos inevitables saqueos nos golpeaba en
el alma, era como si se hubiesen llevado una pequeña parte de nosotros mismos,
de nuestros juegos y nuestras imaginadas praderas inabarcables.
Desde la zona
en que vivíamos no había mucha distancia hasta el extremo de la explanada.
Tomábamos dos calles a la izquierda, luego una a la derecha y ya estábamos en
el barrio de los ricos. Dos manzanas más allá, era cuestión de girar a la
derecha una vez más y desde allí ya se veían los primeros montones de tierra
recubiertos de hierba y trastos abandonados.
Acaso lo mejor
de todo fuera esa extraña sensación de libertad y de poder que nos invadía en
cuanto nos hallábamos dentro de los límites de nuestro territorio. Allí nadie
nos daba órdenes. No había que lavarse las manos, ni recoger del suelo cosas
que nosotros no habíamos tirado. No estaban los ojos tristes de las madres ni
el cansancio paterno. Allí no nos podían afrentar los niños ricos con sus
altivas miradas de supuesta superioridad, ni venían los hombres elegantes a
mirarnos por encima del hombro con ese gesto tan clásico de evidente
desaprobación ante nuestra extrema desfachatez y nuestro mísero aspecto.
Allí éramos los
únicos amos. Una piedra podía ser un tesoro; un orinal oxidado, el yelmo de un
caballero andante; un trozo de madera era una espada y una zapatilla vieja la
llave de los cielos. Allí éramos piratas, aventureros, pistoleros famosos y
hábiles detectives, como aquellos de las radionovelas que, al atardecer,
escuchaban nuestras calladas y atareadas madres buscando acaso evadirse ellas
también de aquella triste existencia.
Después, antes
de anochecer, antes de que nuestros padres regresaran, malhumorados y esquivos,
de las ya silentes fábricas, llegaba la hora del retorno. Era la hora de pasar
con el rostro pleno de orgullo, rebosantes de esa pequeña felicidad que más
tarde sabríamos que era la única, bajo las iluminadas ventanas de los lujosos
edificios.
Sabíamos que
tras los cristales estaban los niños ricos, jugando acaso con sus juguetes
caros y de vivos colores; que habrían merendado suculentos pasteles o
apetitosos bollos rellenos y ahora estarían viendo el televisor o descansando
en sus confortables habitaciones, empapeladas en tonos suaves, y provistas,
según los rumores, de calefacción. Sabíamos que a veces nos miraban regresar de
nuestros juegos, medio escondidos tras las floreadas cortinas. Intuíamos las
burlas, las conversaciones al calor de sus cómodas alfombras, las inevitables
comparaciones y la soberbia que sin duda les invadía al saberse protegidos y
seguros en ése, su inmerecido castillo de vanaglorias y falsedades.
Era cuando el
instinto nos empujaba más fuerte a refugiarnos en lo poco que creíamos poseer.
Teníamos nuestro pequeño trocito de cielo, nuestra grandiosa explanada, en la
que nadie más podía entrar sin nuestro consentimiento. Era nuestro mundo fuera
del mundo de los otros, fuera del ajetreo cotidiano de las calles repletas de
luz y del ruido insoportable de las fábricas y del inexpugnable silencio
familiar. Allí, en el centro mismo de la perversa ciudad que nos cerraba sus
puertas, nosotros dictábamos las leyes, organizábamos en secreto otro modelo de
sociedad menos irresponsable, nos estábamos educando sin saberlo en aquel
pedazo de tierra yerma, en aquellos nuestros tres o cuatro mil metros cuadrados
de fantasía impermeable.
Allí, nosotros
teníamos nuestra explanada y en ella desaparecía la envidia que sentíamos por
aquellos niños pálidos y enclenques a quienes nada faltaba; desaparecía el
odio, y también el indigno sentimiento de inferioridad. Con ellos se iba el recuerdo
de tantas supuestas diversiones, de tantos juguetes caros y tanta televisión,
sucedáneos insulsos de aquella, nuestra absoluta libertad; de las múltiples
aventuras que la tierra, las piedras y los rincones sombríos entre tantas
paredes a medio derribar nos guardaban exclusivamente a nosotros.
Pero (cómo
saberlo entonces, sólo éramos niños) toda felicidad es efímera, engañosa. Un
día ocurrió algo que escapaba al orden que habíamos establecido en nuestra
pequeña islita de paz, algo que se clavó en nosotros y que probablemente
condujo a la inevitable sucesión posterior de los hechos. Fue una tarde en la
que las fábricas estuvieron inusualmente atareadas (una urgencia con rumbo a
algún país extranjero, se rumoreó). Mi padre y otros hubieron de quedarse
trabajando hasta pasada la medianoche. En compañía de unos pocos amigos,
contando con la silenciosa complicidad o la mera indiferencia de las madres,
salimos después de cenar y nos fuimos a dar un paseo por las calles. El
espectáculo de la noche extendiéndose sobre la ciudad siempre nos había atraído
con fuerza, quizá porque entonces aún nos estaba vedado. Sin habérnoslo
propuesto, como nos sucedía tantas veces, nos encontramos frente al último
escaparate de la avenida, justo al lado de nuestra querida explanada.
Ninguno de
nosotros dijo nada, pero todos sabíamos lo que en verdad deseábamos hacer.
Nunca habíamos estado allí de noche, y se nos antojaba una aventura mayor que
todas las que habíamos podido vivir a la luz del día. Fue así como llegamos
ante los primeros montículos recubiertos de aquella hierba débil y enfermiza
que algunos achacaban al humo nocivo que salía por las altísimas chimeneas, a
los vertidos de las fábricas. Atravesamos con sigilo las trincheras, los
parapetos, los postes en los que habitualmente quemábamos a los magos malditos
y arrancábamos las cabelleras de los rostros pálidos. Fue así, en medio del
silencio total, impresionados por la intensa oscuridad apenas rota por el
insuficiente reflejo de una luna a medio formar, como llegamos al lugar que
constituía el centro de poder: a nuestro cuartel general. Allí guardábamos
algunos cigarrillos conseguidos con habilidad esa misma tarde y unas cuantas
cerillas sin usar, recogidas con suma paciencia en las aceras del Barrio. (En
el otro, en el de los ricos, todos usan encendedor).
Al oír las
palabras, fue como si un rayo hubiese caído sobre nosotros, carbonizándonos.
¡Alguien había tenido la osadía de penetrar en el recinto sagrado! Fuera quien
fuese, estaba hablando en voz queda, como susurrando. Tenía todo el aspecto de
un ataque por sorpresa. Pues si estaban pensando en arrebatarnos nuestro cubil,
o peor, en invadir la explanada, iban a tener que pelear duro. Con cautela, sin
un ruido, fuimos rodeando el lugar, apenas dos paredes formando un ángulo recto
y una tercera, casi destruida por completo, cerrando lo que hubiera podido ser
un triángulo irregular. Pudimos contemplar, a través de los muchos agujeros
existentes en los muros, a aquellos que habían penetrado en nuestros dominios,
aquellos dos adolescentes sentados contra el rincón, abrazados y besándose
mientras se decían breves e incomprensibles palabras cuyo eco llegaba
amortiguado a nuestros oídos. No supimos interpretar entonces que acaso fuera
ése el único lugar donde podían ser felices. Durante algunos momentos no fuimos
capaces de reaccionar. Nos quedamos inmóviles, viéndoles entusiasmarse en cada
beso, mirándoles y tal vez deseando ser aquel niñato, estar en el lugar del
chico bien vestido que besaba y abrazaba a la dulce muchacha de trenzas
amarillas. Fuera el hecho en sí o la envidia posiblemente provocada, lo cierto
es que nos pareció intolerable.
Ya los susurros
iban descendiendo en intensidad, ya la mano de él se perdía entre los pliegues
de la falda, cuando alguien (no sé muy bien si fui yo u otro cualquiera) lanzó
un agudo grito de guerra y salimos de nuestros escondites, arrojándonos por
sorpresa sobre el aterrorizado muchacho, que ni siquiera tuvo la presencia de
ánimo suficiente para repeler el ataque. Arrodillado sobre el barro seco,
lloraba y pedía clemencia, apelando a nuestra buena voluntad. He de reconocer
que fuimos duros, quizá en exceso, con aquel petimetre plañidero. Algo nos
empujaba a seguir golpeando, algo que nos venía de muy adentro, que no admitía
razonamientos, algo misterioso e indescifrable que nos convirtió en bestias
sedientas de venganza. La muchacha, acurrucada en el rincón, con las manos
sobre el rostro, gimoteando histéricamente, ni siquiera sabía lo que estaba
pasando. Sólo cuando el chico estuvo inconsciente y alguien murmuró: “Lo hemos
matado” dejamos de aporrearle. Aun hubo quien tuvo la suficiente serenidad para
apoyar la mano en el pecho del vencido para comprobar que no había muerto, que
sólo estaba inconsciente o desmayado de terror. A ella ni siquiera la miramos.
La dejamos allí, en su rincón, decepcionada y asustada. Nos fuimos a nuestras
casas con el corazón latiendo aceleradamente y estuvimos un par de días sin
aparecer por la explanada.
Después, cuando
de nuevo empezamos a frecuentar el viejo solar abandonado, el lugar de nuestras
aventuras y nuestras inolvidables hazañas, pensamos que nada había cambiado
(pero ya estaba en nosotros, ya sabíamos) y seguimos dedicando horas y horas a
nuestros juegos sin acordarnos más del incidente (pero el amargo incidente no
se borraba de nuestras mentes ni un solo momento, se había quedado allí
anclado, como un inesperado e indeseable huésped cuya presencia nos incomoda
pero al que no sabemos cómo evitar) o al menos sin mencionarlo en nuestras cada
vez más cortas conversaciones.
Volvimos a
nuestras pequeñas guerras, a nuestras conquistas del lejano Oeste, a los
saqueos marítimos, a los ataques sobre las ciudades costeras de nuestra
imaginación, a las disputadas competiciones de fuerza o habilidad y a nuestras
interminables pesquisas en busca de los presuntos criminales que nuestras
mentes infantiles habían diseñado en el pasado. (Pero en cada barco saqueado
había una muchacha que lloraba y tenía barro en las rodillas. En cada batalla
nos rodeaban soldados con el rostro silencioso, atónito y suplicante del
muchacho apaleado).
Poco a poco,
sin que pudiéramos darnos cuenta, se fue formando un muro de silencio entre
nosotros. La explanada ya no era la explanada.
Ahora no era
más que un solar igual a cualquier otro, lleno de los mismos desperdicios y
cascotes, pero sobre todo, lleno de aquella presencia que ya no podíamos borrar
y que se nos había apoderado lo que siempre había sido nuestro sin que
pudiésemos mover un dedo para evitarlo.
Nuestros juegos
en aquel lugar fueron perdiendo, de forma imperceptible, ese excitante sabor a
cosa desconocida, a selva virgen. Inútilmente tratamos de cambiar el escenario
de nuestros encuentros, pero el desencanto no estaba en la explanada sino en
nosotros mismos. Las calles que llevaban allí, las casas adyacentes, los
escaparates, hasta los niños ricos que desde sus confortables escondites nos
vigilaban con disimulo, eran los mismos. Lo que se había perdido para siempre era
nuestro interés.
Después, nos
dijeron que el gobierno había construido una escuela para niños pobres y que
allí nos iban a enseñar a leer, a escribir y a hacer cuentas. Nos distribuyeron
en diferentes clases y comenzamos a no vernos más que a la hora del recreo y en
las cortas caminatas desde el colegio hasta los insoportables hogares, cada vez
más tristes, cada vez más asfixiantes. Muy pronto nos fuimos alejando aun más,
hicimos nuevos amigos, descubrimos nuevos juegos y nuevos lugares. Con el paso
del tiempo, puede que incluso nos olvidásemos los unos de los otros.
En la explanada
hicieron un parque.
Un hermoso
parque con bonitas fuentes rodeadas de macizos de flores y setos inviolables,
con frondosos árboles traídos en enormes camiones desde quién sabe dónde y
bellos bancos de piedra que invitaban al reposo. Un bonito parque, sí.
Construido sobre las cenizas de nuestros sueños infantiles. Un parque que sin
duda comenzó a existir mucho antes, acaso aquella noche de media luna en la que
hubimos de golpear a aquel muchacho, aquella noche en que sentimos por vez
primera (ahora ya es posible admitirlo) que algo muy profundo nos estaba siendo
arrebatado, que una espesa capa de olvido estaba a punto de caer sobre nuestra
corta pausa de felicidad, ensuciada acaso por los juegos menos inocentes de los
enamorados.
Hoy pasé por la
entrada, vi la fuente del hermoso parque que por las noches se llena de parejas
y de trinos y en el que ninguno de nosotros, estoy seguro de ello, ha podido ni
podrá entrar jamás.
PAISAJE SIN
BATALLA*
Al fondo, a la derecha, puede
verse un árbol repleto de pájaros callados. Ni un trino, ni un revoloteo, nada.
Sólo una multitud de pájaros de ojos inmensamente abiertos, de ojos fijos;
pájaros inmóviles y silenciosos como si estuvieran dormidos. Pero no están
dormidos, sólo quietos.
Ligeramente más abajo hay una
fuente cuyas aguas manan o parecen manar muy lentamente, como lamiendo con
incierta voluptuosidad cada piedra, cada matojo de hierba amarillenta, como
acariciando sin deseo, sin precipitación, desapasionadamente, el estrecho cauce
apenas pronunciado. Sobre la boca del manantial, una pequeña roca parece ir a
desprenderse provocando la catástrofe, cegando para siempre el ojo que destila
las frescas gotas de agua. Pero sin duda lleva siglos allí, amenazando sin
esperanza el tranquilo discurrir del escueto regato sobre la tierra seca.
Más arriba, agazapado en la
oscuridad de la roca, un lagarto gris acecha cualquier posible presa
disimulándose contra la frialdad de la piedra. Parece alerta y sin embargo,
diríase incapaz del menor gesto, como si su inquietante inmovilidad no fuese
una excusa sino un fin. Sus ojos miran, sin espanto, hacia el oeste, donde el
sol debería estar poniéndose, mas el sol no se ve por parte alguna; sólo el
ligero resplandor rojizo que suele acompañar los atardeceres, pero con una
tonalidad más pesada, más asfixiante, como un turbio presagio de tormenta. En
el cielo semioscurecido, sin embargo, no se aprecia la presencia de
ninguna nube que pudiera apoyar tal hipótesis. A pesar de todo, una extraña
claridad domina el paisaje.
A juzgar por el silbante sonido
que llena el valle adormilado, está soplando el viento. Pero ni una brizna de
hierba se mueve, ni una hoja del árbol se agita, no hay un solo grano de arena
volando por los aires. Nada.
La llanura, que en un punto
indeterminado aparece cortada sugiriendo un barranco, rezuma quietud, como si
el tiempo no existiese todavía. Salvo por las dos figuras que a lo lejos
caminan acercándose y en cuyos labios puede apreciarse algún movimiento.
Probablemente charlan.
Tal vez el viento ha cesado;
acaso no existió jamás. Lo cierto es que a pesar de la distancia pueden oírse
las voces. Vienen resonando por el centro de la llanura, desde el lugar que
ahora ocupan las dos sombras que se acercan. Por su aspecto, nadie hubiera
sospechado que fuesen capaces de hablar de esa extraña manera, en ese curioso
tono quebradizo y glacial. Es tan profundo el silencio, que las voces llegan
con total nitidez y casi parece que procedan de los cuatro puntos cardinales,
tal es su intensidad.
A ambos lados de un camino
indefinible, presentido apenas, las piedras reverberan carentes de brillo y se
diría que su indiferencia es sólo aparente, que en realidad esa quietud no se
debe sino al tremendo esfuerzo realizado para absorber el estricto sentido de
esas voces que se van acercando con lentitud, tan despacio como fluye la exigua
corriente que, después de resbalar por la roca hasta el suelo, rodea el árbol y
va a perderse serpenteando en la distancia, más allá del lugar en que se hallan
los caminantes, allende el final de la llanura, como si en un punto el agua
quedase suspendida entre dos planos superpuestos e irreconciliables.
En la lejanía se divisa un
puntito en el cielo descolorido y lánguido. Tal vez sea un ave sobrevolando el
lugar del que acaso vengan los dos hombres que ya están cerca, un lugar que
posiblemente ya no exista o que tal vez nunca haya existido sino en su
imaginación. Quizá no sea un ave. También podría tratarse de un sol lejanísimo
y negro, destinado a negar la luz a quienes tengan necesidad de ella de igual
modo que a los otros, aquellos que renegaron de la claridad e hicieron de las
tinieblas su morada, su mundo, su religión. Acaso no sea más que la sombra de
un dios desconocido e inseguro, proyectada por él en esa lejana dimensión,
pretendiendo así carecer de ella, tratando de ignorarla para no sentirla
esclavizándole.
Al pasar los dos hombres junto
al árbol, los pájaros deberían estremecerse y estallar en una violenta y
ensordecedora algarabía, deberían echarse a volar y llenar el cielo de trinos
espantados y de alas negras. Pero no lo hacen. Permanecen quietos, mudos,
indiferentes, negando con su impasibilidad las voces y la presencia de los dos
hombres que caminan cansinamente. Alguno, quizás, ha girado con desgana la
cabeza en un intento superfluo de seguir la marcha acompasada e irremediable de
los dos hombres que conversan.
Cuando hayan terminado de pasar
(si es que alguna vez llega ese momento, si ese momento es en verdad posible)
las piedras seguirán calladas y expectantes. La fuente, el árbol, los pájaros y
hasta la misma hierba seca y amarillenta y baldía, permanecerán en sus puestos
como leales soldados en espera de una escaramuza que nunca ha de llegar. Seguirá
el lagarto derramando su mirada sobre ese sol que jamás acabará de ponerse, ese
sol que no ha de volver a levantarse de la tierra. Quedará el cielo, plomizo e
insoportablemente denso, como único testigo de una conversación absurda, de un
nuevo diálogo suicida entre dos hombres que, aunque ellos lo ignoren, nunca
aprendieron a hablar el mismo idioma, nunca comprendieron la lengua del otro.
El mismo resplandor agónico iluminará con escasez la escena donde nada va a
ocurrir, donde, con toda seguridad, nada ocurrió jamás.
*Relato incluido en el libro: EL
ALBA SIN ESPEJOS (Literaturame, 2013)
OCASO
No me quedan
auroras que ofreceros.
Nunca
regresaremos de esas tierras de humo
donde yacen
calcinados los arcángeles
y una flor es
un símbolo de infamia.
No me quedan
ibones ni amapolas,
ni el destello
fugaz de un arco iris.
Tan sólo lluvia
triste en los bolsillos.
Otoños.
Cánceres de
paloma desplumada.
Y a lo lejos un
sol que se desmaya
tiñendo de
silencio los campos desolados.
***
- Sergio
Borao Llop. Nacido en Mallén, (Zaragoza - España) el 25 de diciembre de
1960. Reside en la ciudad de Zaragoza desde 1964. Ha desempeñado los oficios de
impresor, encuadernador, entrenador de baloncesto y también colaborador en
diferentes publicaciones de ámbito local y nacional, así como coordinador de
contenidos en el portal de internet Aragonsport.es, hoy desaparecido. Fue
finalista en los certámenes de Poesía y Relatos "Ciudad de Zaragoza
1990".
Es miembro de
Poetas del Mundo, de la Red de Escritores en Español (REMES) y de Los puños de
la paloma. Colabora habitualmente en los boletines electrónicos Inventiva
Social e Inventrén. Han aparecido textos suyos en las revistas Nitecuento,
Imán, Alhucema y Rampa, así como en el libro Versos sin Bandera, antología
hispano-colombiana. También en las revistas virtuales EOM, Elfos, Almiar
(Margen Cero), Letralia, Gaceta literaria, Con voz propia, Narrativas, Oxigen,
Literatuya, Cayo Mecenas, Artesanías literarias, NGC 3660, Caminos de Pakistán,
Logogrifo, Isla negra y RAMPA.
Sus trabajos
aparecen en diferentes páginas como la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes,
Poesi.as, Arte poética (web de André Cruchaga), El cronista de la red, El Gato
de Hank, Poetas del mundo, Palavreiros, Proyecto Patrimonio, Cisne Negro, La
Biblioteca de Bizién, Círculo cultural de poetas latinos, Nausicaa, El viejo
faro, El Guardavías, Vapores deliciosos, Poesía Salvaje y en algunas webs
antibelicistas.
Sus textos han
sido leídos en varios programas radiofónicos.
En el weblog
literario Al_Andar publica textos de autores que han ejercido influencia en su
aprendizaje, y de escritores contemporáneos, descubiertos mayoritariamente en
la red.
http://inventren.blogspot.com/
El Sur
(Dudignac)*
Podría abrir
los ojos, encogerme de hombros, decir: “no sé qué estoy haciendo aquí”. Y sería
verdad, al menos parcialmente. Toda verdad es incompleta, eso lo sabemos.
Porque el conocimiento de nuestra propia realidad también es parcial. Verdad es
que nunca antes había oído esa palabra, pero no es menos cierto que escucharla
me trajo, de repente, imágenes de un tiempo ya pasado, de un lugar nunca visto,
de una música extraña…
Creo que lo
dijo Urbano Powell, una tarde imposible, mateando. Aunque ya no sé si es
recuerdo o presunción. Evoco la palabra: “Dudignac”, una voz pronunciándola, el
tenue escalofrío que mi cuerpo sintió… Otra voz, no la primera, apuntó: “eso
está en Europa, en Francia, en el sur”, y la primera voz, tranquila, replicó,
“no, ché, eso está aquí mismo, a poco más de 300 kilómetros de Buenos Aires,
cerca de Nueve de Julio. Es un pueblito… y bueno, también es una estación
abandonada…” un silencio expectante, un leve carraspeo “de aquellas del
Midland, ya sabés”.
Y yo, que
escuchaba en silencio, con el corazón encogido, no sabía, pero… supe.
Supe que tenía
que ir a esa estación, y no, no me pregunten, porque aun hoy, aquí sentado,
todavía no tengo una respuesta… No podría precisar tampoco los acontecimientos
que siguieron. Todo fue un vértigo de acciones sumidas en la niebla. Sé que
hablé con personas a quienes no conocía, que acumulé datos innecesarios, que
hice preguntas cuya respuesta en realidad no me importaba, porque desde el
primer momento, desde que aquella voz pronunció esa palabra, yo sabía que un
día mis pies se posarían en la antigua estación abandonada, en ésta en la que
ahora me encuentro, viviendo en primera persona esta historia que ni siquiera
yo comprendo…
El verde tiene
muchos tonos, hay muchos verdes, pero el sur francés es otra cosa. No lo sé yo,
yo nunca estuve allí, nunca salí de esta tierra que a veces me resulta
inhóspita, pero a la que, sin saber muy bien el motivo, no puedo dejar de amar…
Yo no lo sé, repito; pero lo sabe él: ese hombre que escribe, ese hombre que
está escribiendo estás líneas, alguna vez estuvo allí, en ese sur plagado de
colinas verdes y valles inmensos que su palabra inhábil no alcanza a describir
de forma precisa…
Pero yo no lo
sé, yo nunca estuve allí. Sin embargo, si cierro estos ojos, testigos de la
infamia de más de medio siglo, que sin querer mirar lo han visto casi todo… Si
aquí sentado cierro los ya cansados ojos y dejo que mi mente vague libre, puedo
sentir el olor de esos viñedos que no son de estas tierras; puedo percibir, sin
ver, esos árboles verdes, ese césped que es casi un resplandor a ras de suelo,
los diminutos pueblos que adornan las laderas. Pero si abro los ojos, si cedo a
la tentación de lo real (pero ¡qué sabemos en el fondo si es, en verdad,
real!), vuelvo a estar aquí en Dudignac, una vieja estación abandonada por la
que ya no pasa el tren; o tal vez sí: un tren fantasma que no conduce a ningún
sitio, sólo al recuerdo de otras gentes que están lejos de aquí, allende el mar
y el tiempo, escribiendo palabras que yo no entendería.
Allí, en ese
otro lado, en ese otro sur que nunca vi, la estación tiene vida. Hay viajeros
que esperan, viajeros que conversan, viajeros solitarios que no saben muy bien
cuál será su destino (si lo miramos bien ¿quién sabe, en realidad?). Hay
funcionarios con sus uniformes un tanto gastados por el uso, hay maletas,
cigarrillos, un viejo reloj, expectativas… Acaso alguna vez, ese hombre que
escribe, estuvo en tal lugar, acaso él escuchó la música que ahora, sentado en
este banco con los ojos cerrados, me parece evocar.
Con los ojos
cerrados se siente un viento fresco, la caricia del sol en pleno rostro, ese
sopor me lleva hacia lejanas fechas, me invaden los recuerdos de aquella
primavera (¿qué primavera? pienso) Aquella primavera que es mi otoño, tal como
siempre fue. Con los ojos cerrados casi puedo sentir el temblor de la tierra,
el sonido lejano de un tren que va acercándose, las voces que resuenan
alrededor de mí…
Y aunque sepa
que por aquí no pasa el tren desde hace más de treinta años, es tan grato
dejarse seducir por esa magia… Tal vez sólo por eso, permanezco sentado en este
banco, con los ojos cerrados, aguardando en secreto la llegada del tren, ese
tren que es tan sólo una esperanza, la inverosímil fantasía de un alma que
dormita.
Y entonces, él
también, ese hombre que escribe, puede cerrar los ojos; allí parapetado tras su
mesa, puede cerrar los ojos, recobrar ese olor casi olvidado, sentir la
emanación de los viñedos, las voces, las campanas, y retornar al día en que
llegaba el tren que no pudo tomar en su lejana Europa (ese tren que había de
conducirle a su destino). Nada importará entonces si el nombre no es el mismo,
si es apenas el eco de una voz junto al fuego, una simple palabra que se quedó
prendida en el alféizar gris de esa ventana que algunos llaman alma. Tal vez
así los dos: ese hombre que sueña (si es que es él, el que sueña), y este
hombre que espera (si es que soy el soñado) podamos al final entremezclar
nuestras ficciones: su Sur con este Sur, el mío con aquel que nunca he
conocido.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
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ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
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PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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