miércoles, abril 25, 2018

ALGÚN FOGONAZO DE LUZ Y NADA MÁS…



*Foto de Paula Novoa.









OTOÑO*



7

Delante de mí camina una pareja:
él la abraza, firme.
Ella gesticula.

Los conozco desde siempre
pero no los detengo.

¿Por qué interrumpir el ritual
de dos que están solos
como antes de que yo naciera?








INVIERNO*


6

Querías sacar el almendro
para construir nuestra casa.

Hoy,
escribo bajo su sombra.








PRIMAVERA*



4


Todos estuvimos en un laberinto alguna vez,
matamos a un minotauro
y seguimos el hilo de Ariadna para salir.
Todos alguna vez versionamos nuestro propio mito.







VERANO*



1

No sé si los grillos traen buena o mala suerte,
pero uno se posó sobre mi hombro
y cargué sobre él toda mi fe.




*De Paula Novoa.
-Poemas de su libro El paso de la babosa, Cave librum editorial, 2018

-Presentación de "El paso de la babosa"
Sábado, 19 de mayo a las 17:30
En Libros Saint Exupéry. Piñero 975, Bella Vista











ALGÚN FOGONAZO DE LUZ Y NADA MÁS…










DESTIERRO*




Sentí el impacto.


La escotilla de la nave cilíndrica se abrió quejosamente. Con lentitud comencé a moverme. ¿Cuánto tiempo había transcurrido en esa nave? Cientos de años, tal vez. Asomé en esa inmensa soledad. Sólo arena y más arena. A lo lejos, un cordón de montañas. Hay cierta distancia. No sé cuánta. Nunca antes pase por esto.
Debo caminar, me dije. Miré la carrocería de mi nave habitáculo: con abollones. El brillo original, era de suponer, opaco. Sé que no puedo volver. Es un viaje sin regreso, me dijeron. Y debía retirarme rápidamente, luego de abierta la escotilla, porque se va a destruir. Y se destruyó.
No sé dónde estoy. Ni en qué galaxia ni en qué parte del universo visible. Recuerdo, vagamente, que antes de esto, era una idea o algo así. Y para estar en este universo, tengo un cuerpo. Este cuerpo. Y no sé quién me lo asignó ni sé cómo caí en esta trampa. El cuerpo, ¿estaba desde antes o me introduje en él al caer la cápsula de viaje? ¿Para qué necesitaba, entonces, una cápsula espacial? ¿Será, tan solo, una ilusión? Lo cierto es, percibo, que este es un universo muy pesado, muy duro.
Comencé a caminar y a tener sensaciones que nunca tuve. Sed. Hambre. Cansancio. Sueño. Soledad. En mi estado anterior, eso no ocurría. Y todas esas sensaciones me alteraron, me enojaron. Y grité. Grité a rabiar.
Nadie contestó.





GENESIS


Llegué a las montañas. Me senté sobre una roca. Había sombra. Un hilo de algo brilloso y fresco pasaba a metros entre las rocas. Debía aprender. Mi mano se extendió y fue agradable la sensación. Me chupé los dedos. Sentí una sutil sensación de alivio. Con mis dos manos unidas unté ese brillo fresco y me lo llevé a la boca en reiteradas ocasiones. Todo mi cuerpo se estremeció. Estaba aprendiendo. Ese brillo que corría era útil a mi cuerpo. Debía estar cerca de él. Un poderoso sentimiento de supervivencia despertó en mí. Debía descansar mi cuerpo. Agotado, dolorido, con esa sensación extraña de desear masticar algo. Debía aprender. Busqué un lugar cómodo para descansar. Debía hacerlo pero, a la vez, estar alerta. No sabía si estaba solo o había alguien o algo más. No sabía nada de este universo. Sólo de su dureza. Y me dormí cuando la luz se fue haciendo sombra. Ese fue el fin de mi primer día.



*


Este cuerpo es muy tosco. Sin nada que lo cubra. Por primera vez sentí la necesidad de abrigo. El frío, en mi otro universo, no existía. ¿Cómo lograrlo? Mientras cavilaba sentí que algo se movía. Me puse en guardia. Alerta. Primero fue una sombra. Luego una pierna. Luego un cuerpo entero. Cuerpo distinto al mío pero igual de tosco. Se sentó frente a mí. Yo estaba sentado y retrocedí cuando extendió su brazo para tocarme. Percibí que no había intención de agredirme. Volvió a realizar el gesto y esperé su contacto. Sonrió. Sonreí. Señaló su estómago. De un saco hecho con cuero rústico sacó algo que comenzó a masticar y me ofreció un bocado. La sensación de hambre corroía mi estómago. Acepté. Fue un bocado agradable. Ese ser hizo un gesto de aprobación y se echó hacia atrás levantado sus brazos para volver a su posición normal. Nos miramos. Tenía protuberancias en el pecho. Yo no. Tenía un tajo entre sus piernas. Yo no. Nos sentimos atraídos. Hicimos del lugar un espacio para vivir. Nuestro lenguaje era gestual con pocos sonidos guturales. Pero nos entendíamos. Su panza se hinchó y, al tiempo, otro ser distinto al nuestro salió de sus entrepiernas. Y lo cobijamos. De hecho, no fue el único. Con el tiempo, otros aparecieron de la misma manera. Pero los estábamos esperando porque lo sabíamos. Algunos murieron; duro aprendizaje, como lo es todo en este mundo.



*


Con el paso del tiempo, enredado en quehaceres diarios, fuimos olvidando nuestro origen de más allá de las estrellas. A ella le había ocurrido algo similar: un largo viaje. Aprendimos a hablar, a escribir, a bailar, a entonar canciones, a defendernos, a sembrar, a cazar, a atacar, a domesticar, a guerrear, a esclavizar, a industrializar, a navegar, a volar, a reproducirnos, a morir… pero con el olvido instalado. Más, algo quedó en nosotros. Una cierta nostalgia al mirar las estrellas; cierta nostalgia que no tenía cabida en el quehacer cotidiano. Entonces, inventamos dioses de toda laya y color para entender la nostalgia de lo perdido sin memoria.



*


Un universo que sólo reconoce la fuerza física. Aquí estamos, me dije, le dije. Hay que hacer fuerzas para todo. Caminar o nadar. Saltar o levantarse. Procurarse la comida o la vestimenta. En cada acción debemos hacer fuerza porque hay una fuerza que nos enfrenta. Así empezamos a darnos cuenta que este universo sólo opera con la fuerza. Y que si pensamos, imaginamos, reflexionamos, podemos crear algo para enfrentarla y superarla. Así creamos las ideas y las aplicamos para nuestro beneficio.



*

De la atávica memoria no quedan rastros. Sólo ráfagas de brisa, un hilo de la trama, algún fogonazo de luz y nada más. ¿Alguien o algo se encarga de borrarla?



COLONIZACIÓN


Las naves nunca dejaron de llegar. Siempre naves personales enviadas desde remotos lugares del universo, condenados a soportar una condición de sumisión y de prisión. Imperceptibles, continúan llegando.
Ese hecho posibilitó nuestra expansión en el planeta en tan corto plazo. Había otros cuerpos, pero eran y siguen siendo cuerpos de animales de toda forma y tamaño. Creo firmemente que estaban antes que nuestros cuerpos en este planeta. Pero no saben que saben. En cambio, nosotros, sí: sabemos que sabemos. Ese último matiz, nada desdeñable, hizo que acumuláramos experiencia tras experiencia, beneficiando cada vez más cualquier acción que emprendíamos.
Fue así que, con el paso del tiempo, fuimos incorporando territorios a nuestra ocupación. En ocasiones pacíficas y, en otras, muy violentas. Desplazar a los animales a un nuevo reducto o encontrarnos con una tribu, similar a nosotros, pero desconocida, hacia que las acciones no estuvieran carentes de violencia.
De todas maneras, una y otra tribu –amigas o no- terminamos colonizando todo el planeta.

Y aquí estamos. Desde hace un tiempo nos llaman Adán y Eva.



*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar













El último día de septiembre*




*Novela de Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com





(Parte 5 de 10)




Soy Ezequiel Linares. Vine al mundo el 14 de octubre de 1977. Desde hace años no sueño. Soy Ezequiel y tengo insomnio. Por eso, cuando no estoy con mis compinches, saco una silla y miro el patio de la casa. Miro el camino en común con las otras casas. Me siento un animal carroñero en busca de un cadáver que se demora, que nunca llega. Fantaseo con vender la casa aunque está a nombre de mi esposa y ella jamás lo consentiría. También pienso en mi despido y en los perros que vagabundean en la colonia. Estamos como ellos, peleando por un lugar, disputando un territorio, un pedazo de carne. Estoy a pocos metros de una tienda en busca de una botella de ron. El alcohol se ha vuelto un instrumento de sobrevivencia, una brújula que apunta a la nada, a la basura que se acumula como un sedimento imperturbable al paso del tiempo, al río de aguas negras que corre por esta parte de la ciudad y que se desborda en temporada de lluvias. Cuando el efecto del alcohol disminuye o cuando despierto al día siguiente, con las huellas de algún golpe, varado en la cama, con una sed que quiere paralizar mi garganta, imagino que he muerto y que estoy en la antesala del infierno. Las moscas entran a la habitación y las cortinas percudidas, devastadas en algunas partes, no pueden contener el sol que me recorre con su aliento ardiente y amarillo. Después de discutir con mi esposa me convenzo de que puedo emplearme en algunas cosas, quizás llevar las cuentas de un negocio. No me asustan los números a pesar de la falta de práctica. No terminé la preparatoria porque reprobé un par de materias y mi padre me puso a trabajar en el taller de herrería; después, cuando tuve la mayoría de edad, me consiguió un taxi viejo que apenas pasaba los controles del gobierno. En realidad siempre soñé con atender una tienda a la orilla de una carretera. Una vez lo planeé tan bien que estuve a punto de salir de mi casa, abandonar a mi mujer, cambiarme el nombre para que nunca me encontrara. Ya imaginaba mi fotografía en los periódicos, en los portales de internet, mis señas en algún noticiario de radio. Como soy un cobarde no llegué al final de la calle. No llevaba nada conmigo. Ni una maleta o algún veliz con ropa. Sólo caminé con la idea en la mente, como si fuera el único requisito para cumplir mi meta. No hubiera durado mucho. Apenas tenía el dinero suficiente para un par de viajes en el camión y hasta ahí. Hubiera regresado a las pocas horas, avergonzado, volviendo a encontrar a mi mujer para seguir peleando, tratando de encontrar alguna solución para acabar ahí, dejar todo de una manera fácil. Por eso me arrepentí, enfrenté mi derrota secreta evitando fantasear y ahora estoy aquí, entrando en la tienda después del largo peregrinaje entre lodo, podredumbre y oscuridad. Roberto recupera el aliento y alza las cejas en señal de victoria. Jonás tiene una mirada en la que se mezclan el alivio y el ansia. Nos internamos por los pasillos. Hay estantes repletos de papas fritas, pan de caja, dulces y galletas. A un lado hay una máquina de café. Hace mucho que no pruebo uno. En los refrigeradores brillan las cervezas. Las luces nos deslumbran. Parecemos insectos encandilados por la luz blanquísima de la tienda. Jonás toma la iniciativa, olvida el espejismo de las cervezas y se dirige a la caja para pedir el ron. Parece, por el gesto detenido en su rostro, que lo olisquea. Roberto mira los estantes como si tuviéramos dinero para comprar más cosas. Balbuceo una burla que se queda en el camino. Hay varias personas en la fila. Quizás vengan de alguna fiesta. Mientras espero llega a mi mente la palabra Madagascar; sí, incluso soñé con viajar a Madagascar. ¿Por qué? Busqué en un almanaque las referencias y supe que era una isla, que había especies animales únicas y árboles de formas extrañas. Memoricé el nombre de su capital: Antananarivo. Parecía un juego, una broma para horas después, cuando mengue la botella de ron y apostemos si tenemos la suficiente habilidad para pronunciar esa palabra. Sin embargo, nunca lo he hecho, a nadie le he confesado este secreto. Jonás tiene un leve tambaleo o eso parece desde mi perspectiva afectada por el alcohol. Hay un par de personas en la fila. Un hombre le pide al dependiente –un muchacho de unos quince años– una recarga de crédito para su teléfono celular. Estamos los tres, Roberto, Jonás y yo, muy juntos, como si esta compra fuera la última y la botella de ron fuera un evento digno de memoria. Sin embargo no es así. Seguiremos reuniéndonos muchas noches para beber, jugar dominó, pensar que somos ladrones terribles, terroristas de la nada.





***




Al fin regresa. Miro el taxi por la ventana de mi departamento. Durante todo el día sólo he podido mirar los árboles, las personas que desfilan por la banqueta, los anuncios de las tiendas que comienzan a encenderse. Es domingo, el último día de septiembre. El calendario, por alguna razón, parece llegar a su fin, como si los meses restantes de este año fueran una farsa, una entelequia. Miento, no sólo miré, también escribí un par de páginas. Están a poca distancia de mí, en el escritorio. En algún punto de la tarde, después de comer en un restaurante casi abandonado, interrumpí el trabajo de la oficina y comencé a escribir en la libreta. Al principio tenía la mente en blanco. Después describí el itinerario de un viajero, sus devaneos en una ciudad muy parecida a ésta. Lo imagino como una variación del álter ego, el hombre que ha vivido mi vida en la ciudad de México, la continúa. Ahora no lo pienso como un enemigo o una amenaza. Es, más bien, una versión diminuta de mí, un portavoz de mis pensamientos. Pienso que este personaje también está pendiente de su llegada. Pero, quizás, hay una ligera variación en su espera. En lugar de estar en la ventana del departamento, mirando el taxi, al conductor que, en este momento, busca un espacio para estacionarse, va a la terminal de autobuses. Estaría sumergido en la multitud, con un café humeante entre las manos, pendiente de su llegada. Esa diferencia es la que me impide bajar de inmediato por las escaleras. Esa distancia es la que hace que siga pensando en ella como un evento presente. El conductor del taxi abre la cajuela y deja en el piso una enorme maleta. Ella paga y, antes de enfilar a la entrada, dirige la mirada al edificio, como si llegara por primera vez a la zona y no estuviera segura de haber llegado a la dirección correcta. Me escondo entre las cortinas como un animal que se refugia en su madriguera. El cielo está oscuro y, a lo lejos, se ven algunas manchas oscuras, nubes que pronto dejarán caer su carga de lluvia sobre la ciudad. La veo arrastrar su maleta y casi calculo los segundos para bajar con rapidez las escaleras y encontrarla en la puerta principal. No quiero delatarme, que ella no sepa de mi espera impaciente, de mi sueño intranquilo, breve, de la tarde. Mientras salgo del departamento pienso en su próxima ausencia, en diciembre, cuando ella regrese con su familia y yo me tenga que enfrentar con las huellas de mi madre muerta, imaginar las marcas de su cuerpo en el sillón reclinable, aún cubierto por una sábana blanca. Quizás por eso este último día de septiembre parece alargarse. Mañana, primero de octubre, tendrá el doble de horas. La primera semana del nuevo mes tendrá la extensión de un año. Todo octubre será una extensión casi infinita, alimentada de actos insulsos y cotidianos: tomar café, esperar el rojo del semáforo para cruzar la calle, mezclarme entre la gente de una tienda departamental para leer revistas. Ahí habrá una pausa para no pensar, para bajar las escaleras y salir a la calle sin un itinerario fijo. Los árboles de la calle alentarán su crecimiento, sus hojas permanecerán más tiempo entre las ramas. Aquel viejo que contempla el aparador de una tienda será eterno. Quizás encuentre la fórmula para que nunca acabe el año, para que no haya un nuevo inicio que me haga sentir más cansado y, así, pueda seguir con los mismos planes inconclusos. Prolongar el tiempo, estoy seguro, nos haría más seguros, más sabios.
La encuentro en las escaleras. Me abraza y hay algo en su olor que evoca Mérida, una estancia impaciente en un cuarto que aún conserva rastros de la adolescencia. El tiempo se reanuda mientras le pregunto cómo le fue en el viaje y, finalmente, si tiene hambre. ¿Sabes qué? Creo que aceptaré la invitación que me hiciste a cenar. ¿Recuerdas?





***





¿No alcanza el dinero? A ver, cuente bien. Jonás separa las monedas con dedos temblorosos. El dependiente lo mira y en sus ojos hay una mezcla de impaciencia y curiosidad. Faltan 15 pesos. Roberto le pide que vuelva a contar. Las monedas forman una nueva pila. Ahí, en esa superficie blanca, iluminada por la luz de una pantalla, está nuestro tesoro que se revela insuficiente, una broma. Podríamos reír. Podríamos tomar la botella y salir corriendo. Pero el alcohol, antes acicate, ahora nos paraliza. Hay un hombre atrás, esperando pagar. El mundo parece conspirar contra nosotros. Dios aprieta el puño y nos hace ver nuestra insignificancia. Dios es un ojo ardiente. Dios es una sonrisa abrasiva. Dios es una patada en los riñones. Jonás sigue mirando las monedas como si esperara que, en cualquier momento, pudieran aparecer algunas más, no muchas, sólo las suficientes para comprar la botella. La esperanza se diluye y Roberto parece un animal desahuciado, meditando en silencio sus escasas opciones. Todos los productos de la tienda son espejismos, sueños que pronto se evaporan. Jonás, sin decir nada, recoge las monedas y se las echa en el bolsillo. Yo comienzo a salir de la tienda. De nada sirve rogar, buscar en el piso monedas extraviadas, de brillo desgastado, estrellas fuera de su órbita, peces agonizando en la arena. Estamos afuera de la tienda pero no nos atrevemos a alejarnos. Roberto, al fin, explota. “¡Maldita sea!, les dije que contaran bien el dinero”. Se rasca la cabeza. Ligeras gotas caen en el estacionamiento. Hace frío pero la voz de Roberto parece hervir desde muy adentro. Me mira a mí y luego a Jonás. Quizás, en otros tiempos, hubiera soltado algún manotazo, un empujón para buscar la chispa de la violencia y hundirse en ella para olvidar su derrota. Sin embargo, se limita a patear una piedra pequeña que apenas hace ruido cuando se estrella contra un bote metálico de basura. La calle está solitaria. No hay autos en el estacionamiento. El hombre compra una botella de vino barato. Escuchamos el sonido electrónico de la caja. Aún se percibe la botella de ron, a la distancia, como una promesa no cumplida. El dependiente la conserva en el mismo lugar, como si quisiera remarcar su cercanía, los remanentes de la vergüenza que aún rondan entre nosotros. Jonás sonríe aunque su sonrisa cambia a un temblor de labios. Después, como si fuera un acto planeado de antemano, con una furia alimentada de locura, saca las monedas de su bolsillo y las arroja al piso. “¡A la chingada con todo!”, exclama. Su grito es absorbido lentamente por el silencio de la noche. Apenas hay un eco. En esta noche el alcohol ya no puede ser el disfraz de la desgracia. El alcohol, ahora, es el conteo antes del fuego, la grieta antes del derrumbe. Y lo necesitamos. No hay vuelta atrás. Nuestras ropas se humedecen. Quizás por eso seguimos en el estacionamiento. Seguir adelante es, quizás, volver a casa de Jonás. Seguir adelante es dejar que la sobriedad empiece a poner las cosas en su lugar y que la vergüenza aumente. Se escucha el rumor de una avenida cercana. No podemos seguir adelante y, conforme transcurren los segundos, sumergidos en un engañoso sosiego, nos convencemos de un camino alterno aunque todavía desconocido. Como si el camino de regreso fuera más largo que el de ida. Las monedas siguen en el piso, inútiles y brillantes.






***




La mira subir al autobús. La mira en la cama, desnuda y dispuesta para él. La escucha en las escaleras. La espía por las cortinas entreabiertas mientras abre el refrigerador y su cuerpo oculta por un instante la luz del sol que entra por la ventana. La asedia con preguntas después de hacer el amor con la esperanza de más información. Sin embargo, ella apenas da pistas. A veces hay muchas versiones de una misma historia. A veces Mérida tiene las características de otra ciudad, una ciudad oriental, repleta de callejones oscuros, gatos pintos y fumadores de ojos amarillos; una ciudad de calles abandonadas que, de pronto, se llenan de voces, ruido de autos, puestos ambulantes. Una avenida cambia de nombre, se transforma en otra. El relato de una conversación podría ocurrir muchos años después. Por eso los textos que R escribe cambian. Las hojas se amontonan en el fólder de siempre, sujetas con el mismo clip, pero ahora ya no le interesa hilar los párrafos, condensarlos en busca de una coherencia que pronto se revela inútil. A veces una frase queda incompleta o sembrada con el germen de una palabra que no evoluciona. La palabra, entonces, queda frente a un vacío, como un viajero enfrentado a un imprevisible abismo. Quizás, esta interrupción, es porque R deja la pluma en la mesa y se interna en escenarios futuros, momentos volátiles que se diluyen con cualquier distracción: el vuelo de una mosca, una llamada a su teléfono celular, el ladrido de un perro que tiene la suficiente fuerza para llegar hasta la altura del departamento. Él persevera a pesar de los papeles abandonados y los enunciados inconclusos. Tumbado en un sillón, con una cerveza a un lado, se imagina con ella. Fantasea con una vida en común, una convivencia que pone en riesgo su soledad cultivada con obsesión durante muchos años. En este escenario él sigue escribiendo en la sala, con la televisión sintonizada en el noticiario nocturno. Ella duerme en una recámara y él abandona la escritura, se levanta de la silla y camina para verla. Dormida, imagina, quiere creer, parece otra, más antigua. Dormida su rostro se despoja de los gestos infantiles que aún conserva a sus veintitantos años: el puchero que hace cuando no puede acordarse de una fecha, su risa que brota fácil o la manera de entrecerrar los ojos cuando habla de su vida en Mérida, como si estuviera expuesta a las calles blancas, al sol inclemente que pone a hervir piedras, tejados, sombreros. Pero ya no puede imaginar más y regresa a la realidad del departamento. Nunca ha viajado a Mérida y ese viaje no realizado se convierte en una carencia. Por eso, en estos días de septiembre, en el par de semanas que tiene de conocerla, sólo puede asentir en silencio o acompañar con monosílabos a cada una de las referencias que da de la ciudad. Por eso, también, trata de llevar la conversación a un tema más tangible para él, algo material, verificable. Y le habla de su trabajo en el que contesta correos electrónicos hasta el hartazgo con la esperanza de que ella muerda el anzuelo. Ella, desnuda en la cama, sólo le dice que le gusta subir al autobús porque no soporta manejar un auto. “Me pongo nerviosa” y después utiliza esas palabras como pretexto para hablar del pasado, para ahondar en sus días de escuela, cuando se escapaba de clases y se iba con sus amigas a un parque o a un centro comercial.




***




Entonces lo vimos salir de la tienda. Las monedas seguían en el piso y su brillo aún no había terminado. Eran los postes de luz o quizás la luna que se asomaba redonda de entre las nubes. El diminuto resplandor era una gota a punto de derramarse, a punto de caer e iniciar una reacción en cadena. El hombre, quizás de unos cuarenta años, enfilaba hacia la avenida principal, cuando Roberto y Jonás se acercaron con pasos rápidos. El hombre pensó, tal vez, es algo que ahora reflexiono y le doy vueltas, que iban a preguntarle alguna dirección o pedirle fuego para encender cigarros. Pero cómo pedir una dirección en aquel laberinto de calles a medio asfaltar, repletas de zonas irregulares y de autos avanzando trabajosamente. Cómo pedir lumbre con ese gesto entre apresurado y nervioso. Sin embargo, el hombre supuso esa posibilidad porque elaboró una media sonrisa que quedó interrumpida cuando lo jalaron de los brazos y le metieron la boca del revólver entre las costillas. Yo sólo pude seguir a la procesión conformada por Jonás y Roberto. El alcohol parecía haberse evaporado de mi cuerpo. Para ellos ya no importaba. La decisión, aparentemente, había sido gestada en instantes. Pero yo sabía, mientras miraba de reojo la entrada de la tienda y seguía a mis compañeros, que en esos momentos estaban consolidándose las ruinas de sus vidas, sus biografías de polvo, sus esperanzas hechas de terrores cotidianos y delirios amansados a medias por el alcohol. Por eso era la sed y la necesidad de llenar los espacios vacíos que se multiplicaban en sus cuerpos con cada respiración. Yo también estaba involucrado. Llevaron al hombre por callejones vacíos, llenos de grandes charcos, montañas de tierra y cadáveres de perros que aceleraban su pudrición por la humedad. Me gritaban algo como Ezequiel, chingada madre; Ezequiel, no te retrases; Ezequiel, ahora sí nos la van a pagar; Ezequiel, lo tenemos; Ezequiel, vamos a ver qué hacemos con él. Eran voces lejanas, venidas del fondo de una pesadilla, de un cuarto oscuro lleno de posibilidades. Eran voces agrias y victoriosas, apenas atenuadas por el sonido de sus pasos. Las luces de la ciudad latían atrás de nosotros. Apreté el paso y pude distinguir el cuerpo desmadejado del hombre. Por un instante, temí que estuviera muerto. Roberto y Jonás, sumidos en el vértigo de la adrenalina, no habrían podido contenerse. Un disparo bastaría para derramar la vida del hombre. Sin embargo, vi cómo movía los pies, elaborando una última y demorada resistencia. Las casas, medio derruidas, algunas inacabadas y sin pintura, permanecían calladas. Apenas podía distinguir un par de ventanas iluminadas, como si sus habitantes estuvieran tras las cortinas, escondidos, conformes con su papel de cómplices silenciosos. Yo era como ellos: testigo falaz, hombre directo al precipicio porque sólo eso le da sentido a su vida.





***



Siempre pensó que su madre sufría depresión. Quizás fue una enfermedad anterior al cáncer, un prólogo o un escenario que se estableció poco a poco, echó raíces y empezó a cambiar su vida. ¿Qué habrá detonado la enfermedad? ¿Fue algo químico? ¿El continuo alejamiento de su padre? Teorías y más teorías. Lo cierto es que ella no disfrutaba la vida y se concentraba en los pequeños desencuentros, las molestias cotidianas que, de tanto pensarlas, se volvían entes gigantescos, desiertos cuyas arenas ocultaban cualquier ruta de escape. Decía que tenía los dientes desgastados por la tensión que tenía en las mandíbulas. Él se acercó a ese pozo sin fondo un año después de su muerte. No había podido recibir un pago prometido desde hacía mucho. En las tardes se refugiaba en pequeños cafés en los que gastaba el tiempo leyendo novelas policiales. De regreso al departamento hacía cuentas de los ajustes a su presupuesto. Esa cadena de obstáculos, en apariencia irrelevante, fue creciendo en su mente. Fantaseaba con renunciar de una vez por todas al trabajo y encerrarse de forma definiva en el departamento. Vería el mundo a través de la ventana. Incluso renunciaría a los encuentros esporádicos con su padre y con su hermana. El siguiente escenario, cuando quedaran pocas monedas sobre la mesa, sería el suicidio. Para qué seguir en un mundo que había perdido sus significados más interesantes. Las semanas eran una superficie pantanosa. Los años empezaban y terminaban de la misma forma. Una tarde, aburrido y casi sin proponérselo, comenzó a investigar en internet. Buscó métodos indoloros para acabar con él. No soportaba la idea del dolor. Quería despertar y darse cuenta que ya no estaba en el mundo. Pero no era tan fácil. Se metió en foros en los que había varios consejos para suicidas. Algunos recomendaban algunos analgésicos que no requerían prescripción médica. Otros decían que era más efectivo el veneno para ratas. Leyó aquellos consejos con curiosidad creciente y, mientras lo hacía, se olvidaba de sus intenciones iniciales. Se enteró, por ejemplo, de que el Paracetamol sólo causaba daños al hígado. Llegó a la conclusión de que la ingestión de medicinas entrañaba grandes posibilidades de fallar. ¿Dónde conseguir una pistola? Apenas se aventuraba en la periferia de la ciudad y, seguramente, le costaría localizar a algún contacto que le vendiera un arma en el mercado negro. Ahora, en las noches, antes de dormir, elaboraba distintos escenarios para lograr su meta. Curiosamente, ese pensamiento constante, esa amenaza íntima y posible, lo habían acercado tanto a la muerte que la convirtieron en un acto banal. Ya no era un escape sino un escenario para la egolatría y la presunción. Se había habituado a la oscuridad. Le había perdido miedo al fuego y, ahora, se sentía capaz de explorarlo, palpar sus distintas partes. El tiempo avanzó. Pensó en su madre, en sus mandíbulas apretadas mientras intentaba conciliar el sueño. Era una tortura sostenida, un hilo sometido a una tensión extrema, un hilo que, a pesar de temblar y estremecerse, no se rompía. Así era su vida: un dique que soportaba el embate del mar y que, a veces, parecía derrumbarse. Una mañana, después de desayunar, fue al banco y encontró el depósito prometido.








(Continuará)


*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

















MARCADO*




Eran entonces los atardeceres en un pueblo de llanura, lejano y mezquino como lo son todos y tal vez no haya un sentimiento que lo vuelva generoso.
Vagábamos por los dos clubes (al otro lo negábamos porque era un desprendimiento del nuestro) y todo resultaba excesivamente íntimo, en la rutina insidiosa y sin horizontes. Lo único efectivamente cierto era que para los que disponían de una familia que les costeara los estudios ese sería el último verano que vagarían sin compromiso por esas calles tan quietas, donde las niñas se paseaban con sus vestidos livianos y soleados, exhibiendo sus labios que yo jamás besaría, las palabras numerosas de amor que no serían para mí ni el abrazo que nunca se cerraría en mi cuerpo.
La incerteza a secas amilana, arredra y se pone inmóvil sobre uno como una piedra inmensa. Dentro de ese espacio cerrado al vacío que implicaba el accionar un poco espontáneo, pero con proyectos personales más o menos definidos a voluntad o dirigidos por padres que orientaban sistemáticamente a ordenar o moldear una vida futura, había un abismo. Lo concreto y lo cierto era que fueron las primeras promociones que se aventuraron a vivir fuera del pueblo y se trató de nuestra generación. En verdad, solo los varones se atrevían entonces, estaba mal visto que una niña de buena familia saliera a buscar su futuro. ¿Acaso no lo tenían como futuras esposas de los futuros profesionales?
Mi condición de descendiente de analfabetos me tornaba en un elemento ilegítimo por mi origen. Todos los míos habían sido obreros y estudiar fuera de la primaria, un desatino, si a veces ni eso tuvieron ni mis abuelos ni mis tíos.
Algo sin embargo se revolvía dentro mío con más rebeldía y convicción, como un camino hecho a los tumbos, a los manotazos, pero que se afirmaba cada vez más como un destino.
Los atardeceres llenos de imágenes ponían un acontecimiento más triste, si yo me volvía bajo esos plátanos añosos, pisando sus hojas en los otoños procelosos de nostalgia y mis primeros reveses amorosos que me recordaban  a cada rato que yo me tenía que ir, que no era bien querido allí y —extremaba— tal vez en ninguna parte, salvo las dos o tres personas que confiaban en mí.
Cada trabajo que emprendía lo tomaba como momentáneo, aunque es casi seguro que aprendido de ese oficio yo podría mantenerme e incluso progresar. Pero yo, oscuramente, buscaba otra cosa, otro horizonte, y los libros que furiosamente leía en la biblioteca de mi club me dirían alguna vez la verdad. Al menos la mía, mi pequeña verdad relativa.
Había empezado a escribir casi sin quererlo y con un fin catártico, sin pensar ni en un momento que publicaría alguna vez y que me dedicaría “a ese arte de bajo precio”, según escribió Pedroni, y lo cito de nuevo, “al que finalmente me aficioné”.
Alguna vez pensé que aquella niña no supo nunca que su negativa, su decisión de retirarme su liviano amor en ese atardecer donde la luz del crepúsculo nos protegía de todo, menos de las inclemencias que a mí me esperaron y se ensañaron conmigo como el otoño desnudando sus árboles, hizo que yo me alejara para siempre pisando esas hojas cobrizas como una imparable pasión de los tiempos.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar















El imperio del recuerdo*




El empecinamiento lento, pero firme,
de los pasos en la osadía del regreso
hacia esos lugares donde habitó la sonrisa,
los recodos que se pierden en la memoria.

Creo que pronto comenzará el otoño,
se apresuran los insectos y las nubes,
y es que toda piel presiente el cambio
y un imán acerca la noche a nuestra casa.

La terquedad del retorno a la nostalgia
de aquellos brazos quietos en la niebla.
La caída hacia las viejas oseras abismales
de los monstruos que empeñamos olvidar.

Creo que pronto las lluvias serán frías,
se aprestan los peatones y las luces,
y es que las voces acortan las distancias
y las miradas tornan breves hacia el suelo.

La derrota de los elementos, la invasión,
de la hojarasca, del pensamiento terco.
Viejos pájaros acicalan nuestros cuerpos,
transitando hacia el imperio del recuerdo.

Creo sí, que pronto vagaremos en silencio,
se disponen las cortezas, emigra el verde,
y hacia los recónditos lugares de la tarde
se escapa un suspiro por todo lo perdido.



*De © Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com









*


Sin la literatura el hombre niega su condición confusa. La literatura le devuelve su irrealidad. Se trata de cambiar la necesidad por la contemplación. Es una operación alquímica de transmutación. De ser títere de fuerzas desconocidas pasa a ser creador y sus irrealidades le dicen que también él es irreal. Y lo asume con humor, con paradoja, con ironía. No hay más gozo que éste.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com










Inventren



-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


 Próximas estaciones


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






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Km 55


-Por Ferrocarril Midland


Próximas estaciones

ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.






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-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.



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