domingo, abril 08, 2018

DE LOS SUEÑOS FEBRILES E INCONCLUSOS…


*Foto de Karina Giglio.













La soledad*



Con el tiempo, es seguro,
vamos acumulando soledades,
innumerables porciones de memoria
y nos quedamos con un cajón vacío.

La soledad de los rincones.
La soledad de los atardeceres.
La soledad de los gestos en los rostros.
La soledad del clavo del carpintero.

Con el tiempo, mansamente,
huimos del mejor recuerdo,
aprendemos de los árboles quietos,
el lento desmayo hacia la indiferencia.

La soledad de una sola semilla.
La soledad del ala de un pájaro.
La soledad que aúlla en el desierto.
La soledad del arquitecto de poemas.

Con el tiempo, en la quietud,
cuando ya es olvido vano la tarde,
nos sentimos en presencia de uno solo
el que repasa las hojas de este libro.

La soledad de la cena del suicida.
La soledad del túnel de la carcoma.
La soledad del iceberg en la noche.
La soledad del mundo ya agotado.

Con el tiempo, es seguro,
vamos acumulando soledades,
innumerables porciones de memoria
y nos quedamos con un cajón vacío.


*De © Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com










DE LOS SUEÑOS FEBRILES E INCONCLUSOS…








Si algún día recobro la cordura*



Si algún día recobro la cordura
viviré como todos, reiré sin mesura,
quemaré con esmero los poemas
que en olvidadas tardes como ésta
compuse con la fiebre del que explora
vírgenes territorios inviolados.


Si algún día recobro la cordura
sonreiré al limpiar la sangre del cuchillo
con el que degollé la fe de un inocente;
saludaré con efusión a los sicarios
del señor de la sombra, y a sus perros
ofreceré los huesos de mis víctimas.


Si algún día recobro la cordura
vestiré los disfraces que las horas
fueron almacenando en el armario
donde mora el hedor de mis cadáveres,
donde la única certeza es el olvido.


Intercambiaré las máscaras de fiesta,
maquillaré las cuencas de mis ojos,
revestiré mis dedos con anillos
y en el podrido espejo de mi rostro
pondré una flor que disimule las ausencias.


Si algún día recobro la cordura
me olvidaré de ti, de aquellos meses
que alimentaron mi esperanza, de aquel día
que me abracé a tu cuerpo, de aquel otro
en que las playas de Donosti nos miraron
pasear unidos al amparo de la luna;
me olvidaré si es que recobro la cordura
de las semanas de felicidad y de la noche,
de la maldita noche,
que una sola palabra me abismó en las tinieblas.




*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si mañana no amanece













*



El intelecto no me acompaña esta tarde
hay sensaciones vagas, melancolía en las palabras
una hoja arrastra a otra hoja
y todas juntas ruedan sobre un colchón de agua
deshaciendo toda posibilidad de nervadura.
Dejemos de lado lo que no tiene solución:
la necesidad de predicciones:
¿me levantaré para trabajar mañana?
¿vivirá mi padre hasta los ochenta años?
Y la necesidad de certezas:
(¿me querés?)
(¿nos encontraremos hoy?)
Porque ayer soñé que paseaba por un bosque sola
lilas salvajes irrumpían en olores nuevos
las grietas de los árboles acumulaban resina
yo era esto y lo otro y lo de más allá
ninguna certeza, ninguna predicción
excepto levantarme
de golpe
como un resorte.
Tengo sueños
tan tiernos y tan trágicos
metidos dentro de ciertos modos de ejercitar
de una cierta retórica, podría decirse.



*De  Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com


-Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.
















El último día de septiembre*



*Novela de Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




(Parte 1 de 10)




“La decisión final y la historia de las migajas sobre la mesa. Hay palabras adecuadas como bermellón o sincronía. Los lentos pasos de un gato y la luz que forma caras en el piso. Había soñado con la selva brasileña y al mirarse las manos descubrió fragmentos de lluvia y de animales. El olor de las gardenias llegó hasta las nubes. Libros circulares, preguntas impregnadas de anís, escondidas en los armarios, esperando fermentar en largas espirales de absenta. Alguna vez intentaste hablar con una roca, le contaste de los sábados, de aquel maniquí que te miraba todas las noches. Por un momento te sentiste cazador de focas y el frío llegó a los dedos y provocó efectos tumescentes. Un hielo. Pájaros grises y verdes. Sientes aleteos en la garganta. El silencio es un animal manchado de humedad y la tristeza es el frágil esqueleto de un paraguas. Apagas la llama de la candela. Dibujas un hoyo negro con los dedos. Es tan fácil cambiar el nombre de las calles. En el desconcierto se perfila una. Cierras los ojos y comienza el regreso”. Dejó la pluma en el escritorio. Se acercó a la ventana. Miró el papel en el que acababa de escribir como un objeto extraño, una huella que se diluía por la acción del tiempo. En el cielo, una nube. Parecía desvalida, una anomalía. Las letras latían en su mente. Le gustaba escribir aunque a veces se sentía demasiado infantil, un poco ridículo. Solía pensar en lo que dirían sus compañeros de trabajo si se enteraran de su afición secreta. Era septiembre y, después de varias semanas de lluvias constantes, el cielo se mantenía limpio, con breves nubes que ofrecían al espectador una vaga noción de equilibrio. Las calles estaban en silencio. R se alejó de la ventana y se movió por la habitación. Se acostó en la cama y miró el techo. Estuvo así, casi inmóvil, aletargado.
Después de un rato se levantó de la cama, fue a la cocina, destapó una cerveza, prendió la computadora y se puso a trabajar. Su rostro se iluminó por el resplandor de la pantalla. Transcurrieron un par de horas. Anocheció. Las luces de las lámparas en las calles avivaban insectos. Recordó la nube que había visto y supo, mientras mandaba un último correo, que esa formación en el cielo representaba, de alguna forma, la serie de actos repetitivos que colmaban sus días. Despertarse, afeitarse, subir al auto, ir al trabajo, regresar. Pensó en nubes solitarias, a la deriva, como islas sin ningún asidero. Volvió a la cama y alargó la mano al interruptor de la lámpara que estaba en el buró. El foco se iluminó. La luz no era plena y mantenía algunos rincones en la penumbra. Unas violetas proyectaban una sombra alargada. La sombra, con un poco de imaginación, recordaba la silueta de una mujer. Apagó la luz y volvió a prenderla con la esperanza de más detalles, quizás el vago perfil de los hombros, del rostro o de la cabeza. Pero la sombra seguía en la misma posición, indecisa junto a una pila de libros, renuente a mostrar más señales. Derrotado, apagó la luz. Se sintió como un animal salvaje, al acecho de algo que nunca llegaría. Tendría que levantarse temprano para arreglar pendientes en la oficina. La noche era una recapitulación, una tregua con los hechos ocurridos desde la mañana hasta el crepúsculo de la tarde. Pero era, así lo creía, una paz falsa, porque cuando comenzaba a quedarse dormido se sentía acosado por una enfermedad invisible y silenciosa. Por eso, cuando despertaba por la alarma del despertador, a las siete o siete y media de la mañana, creía que su cuerpo estaba más cerca de una derrota probable. A veces tenía insomnio y bebía cerveza hasta que dejaba de pensar en el día siguiente y su atención se concentraba en el reposo del líquido en el vaso, en las diminutas burbujas que ascendían a la superficie y formaban una capa escueta y blanca. Ahí naufragaba cualquier pensamiento íntimo, cualquier intención de sondear la memoria para recuperar un saludo, una decisión tomada muchos años antes. Era un tiempo presente en la habitación, un páramo yermo que empezaba a erosionarse cuando cerraba los ojos. A veces la lámpara permanecía encendida y las sombras en la habitación, quizás impulsadas por las ramas de los árboles del exterior, agitadas por el viento de la madrugada, semejaban cuerpos femeninos, miembros turgentes que se entrelazaban sobre la alfombra, en un éxtasis que se extendía hasta alcanzar la parte baja de la cama y que moría con los primeros resplandores del día.




***



“El cuerpo es un espacio vacío que entra en acción con el pensamiento. La proximidad de la mujer amada forma caudales de sangre y reactiva órganos que permanecían displicentes, como animales adormecidos. El deseo, entonces, pasa del plano imaginativo al físico. La vulva se humedece como si añorara una antigua lluvia. El miembro del hombre rememora la memoria de una piedra. El encuentro sexual es el de dos viajeros en un bosque profundo. El sudor es una savia que transforma. El grito es un filo brillante que se abre paso en la garganta”. R dejó el libro en el buró y se quitó los lentes. Hacía un poco de frío. Un leve viento agitaba las ramas de los árboles. Escuchó pasos en las escaleras del edificio. Se asomó por la mirilla. Ese verano una joven se había mudado al departamento de enfrente. La miró en el pasillo, vestida con unos pantalones de mezclilla y una playera blanca. Desde el primer día R trató de seguir todos sus movimientos. Sabía que ella, en las mañanas, antes de salir, prendía el radio y escuchaba las noticias. Por las cortinas entreabiertas de su ventana podía ver que ella abría el refrigerador en busca, quizás, de un envase con leche. Después de unos minutos adivinaba el momento en que su mano iba al botón para apagar el radio. Creía percibir unos pies dirigiéndose al baño. Entraba el calentador de paso con su fuego en ascenso. El agua caía en la ducha. La imaginaba desnuda, bañada por la luz del sol que volvía más tangibles sus pechos, el hueco del ombligo, la parte superior de los muslos. En una ocasión R se mantuvo expectante en la mirilla. Ella se detuvo frente a la puerta de su departamento, dejó en el piso una bolsa del supermercado y sacó un llavero plateado. Antes de abrir la puerta, miró alrededor. Fue un vistazo fugaz, alimentado por la sospecha de tener una presencia cerca. Una sonrisa apareció en su rostro. Era una sonrisa discreta motivada por un recuerdo, una escena de su vida en la que también se había sentido observada. Percibió un acoso tranquilo, elaborado a fuego lento, una mirada que sólo atestiguaba. Por esa razón la sonrisa apareció sólo como un destello, como el reflejo de una ventana en la ciudad, el perfil de unos labios en un vaso de cristal o el vapor de una taza de un café ascendiendo y perdiéndose entre las voces de un restaurante. La muchacha cerró la puerta. R se quedó en la misma posición, apenas respirando, como un vigía de piedra, sumergido en la noche, esperando las primeras luces de la mañana. En esas tardes de otoño el edificio parecía estar en los límites de una playa abandonada, llena de rocas y despojos marinos. R se alejó unos pasos y puso la mirada en su mesa atestada con papeles del trabajo. Se preguntó qué haría el resto del domingo, el último de septiembre. Quizás regresar a las páginas del libro o prender el televisor para mirar una vieja película. A lo lejos distinguió el ruido de un auto. Muchas tiendas estaban cerradas. Algunas voces destacaban en la calle. Se prometió seguirla la mañana siguiente, después de que ella saliera de su departamento y echara llave a su puerta con ese movimiento de manos que tenía mucho de ritual y de oficio lentamente calculado. Esperaría unos segundos y bajaría por la escalera cuidando no hacer ruido. ¿Cuántos metros serían los adecuados para conservar el anonimato, para no delatarse? Su silueta podría confundirse con otros peatones. Tal vez ella le haría la parada a un autobús con dirección a la universidad o a algún edificio de oficinas. Él iría tras ella, en una caza fervorosa pero destinada a la derrota. Tras sus pasos hilvanaría una oración, un monólogo un poco desquiciado, algo como un “te sigo, miro tu cabello, el movimiento de tus brazos y espero con otras personas la señal del semáforo para cruzar la avenida. Hace frío en la ciudad, las banquetas están mojadas por la lluvia de la madrugada. Las tiendas abren sus cortinas, algunos repartidores pedalean en sus bicicletas. Un niño descalzo te pide una moneda y buscas en tu bolsa mientras el viento agita la banderola de un hotel y pone a bailar la página desprendida de una revista de modas. Mis zapatos pasan a unos centímetros de la página, quiebran ramas secas, patean el cadáver de una lata. La avenida se puebla, alimenta minuciosa sus ruidos. Sé que estoy lejos del edificio y me empiezo a inventar excusas para dejarte de seguir, para abandonar tu rastro e ir a un café a desayunar, intercambiar un par de palabras con el mesero y disimular con unos huevos revueltos mi fracaso. Quizás te siga todos los días hasta que te mudes de ciudad o de domicilio. Pasarán los años y me haré viejo en este edificio, único sobreviviente de mis papeles y de películas viejas que veré hasta el hartazgo. Entonces, buscaré a otros viejos como yo, habitantes de otros edificios, que también contarán historias de mujeres como tú, apariciones en sus vidas, fantasmas a los que apenas hablaron y que sólo apresaron en el terreno de las probabilidades, de los sueños febriles e inconclusos”.




***



“Los cuerpos estaban desperdigados por campos, calles y en los techos de algunas casas. El avión tuvo una falla en el motor principal y se desplomó desde 10 668 metros de altura. Quizás algunos pasajeros murieron de forma instantánea. Varios fueron encontrados en sus asientos. El evento ocurrió en instantes. Muchos cadáveres están fragmentados. Entre las plantas quedan algunos recuerdos: muñecos de peluche, agendas, pasaportes, zapatos”. R apagó el televisor. Era casi medianoche. Cerró los ojos. El ruido del reloj parecía un latido que se perdía en la habitación. Se internó en el sueño y pronto llegó a un campo de girasoles. A la distancia se podía ver una columna de humo negro. Olía a quemado, a gasolina. Caminó con dificultad entre las plantas. Sentía las piernas pesadas. Tenía la mente vacía. Avanzaba con una secreta convicción, como si el humo fuera algún tipo de respuesta, un elemento que completaba una lógica desconocida. Después de varios pasos tropezó con algo oculto entre la hierba. Bajó la mirada y encontró el cuerpo de una mujer rubia. Estaba desnuda y con los ojos cerrados. Miró sus piernas juntas, los pies llenos de tierra húmeda. No percibió ninguna herida. Parecía haber nacido de la tierra que oscurecía algunas partes de su cuerpo. La mujer abrió los ojos y sondeó el cielo que era recorrido por una nube solitaria. El movimiento, leve, hizo que sus piernas se separaran. El oscuro vello del pubis hacía contraste con la piel muy blanca. Pudo ver diminutas venas constelando sus senos. Tenía pecas alrededor de la nariz. Pensó en cada marca de su cuerpo como parte de la cartografía secreta de todas las mujeres. La mujer se levantó lentamente. Su cabeza ascendió entre los girasoles, como si fuera uno más de ellos, alimentada por el sol que caía a plenitud. Después se acercó a él y le bajó el cierre del pantalón. Ella se inclinó, sacó su miembro y comenzó a masturbarlo con la mano. Luego usó su boca para alimentar la erección. Él sintió un hueco que se abría paso desde las entrañas. Podía identificarlo en su estómago, en las costillas, en todo el pecho. Las manos de ella estaban frías, pero la sensación de su tacto no era incómoda. El placer lo inmovilizó, sus piernas estaban rígidas y sus labios secos. Sin embargo, a pesar de la satisfacción corporal, se sentía frágil. Pensó que al eyacular tendría la certeza de que él era uno de los pasajeros del avión. Quizás estaba perdido entre otros altos girasoles o abandonado en un campo desierto, con el rostro mirando la tierra, asediado por las moscas, esperando un imprevisible rescate, un milagro. Trató de mirar más allá, hasta donde se adivinaba el perfil de una colina, y se preguntó por la soledad de un cuerpo muerto. La mujer ahora le lamía el vientre. “¿Qué dicen las cosas que rodean a un muerto?”, pensó él. “¿Cómo pueden permanecer impasibles, sin cambios, ajenas a todo?”. R llevó la mano a los cabellos rubios de la mujer y sintió su textura. Miró las clavículas afiladas, la línea de la espalda que terminaba en la curva de las nalgas. El placer aumentó y los pensamientos fueron a objetos inmediatos, desperdigados en su entorno: turbinas humeando, restos de plástico fundidos por el fuego, pedazos amorfos de metal. También había hierba quemada, huellas oscuras que podrían permanecer vivas por semanas, meses. La mujer había regresado a su miembro dispuesta a llegar hasta el final. R, en medio del sueño, quiso resistir, no descubrir si estaba entre los restos del avión, con los ojos abiertos, parpadeando lentamente, esperando un último latido. Quizás su realidad, disfrazada por el placer, estaba en su habitación. Tuvo miedo de su cuerpo abandonado en la cama, bocarriba, con los brazos extendidos, ocupando casi todo el colchón, como si estuviera aburrido y la única razón para respirar fueran las figuras imaginarias en el techo: nubes, formas femeninas, rostros afilados, edificios demasiado altos y deformes. La erección en la boca de la mujer era más grande y el flujo de su semen era el del tiempo, el de los segundos indistintos e irrevocables. Alguna vez leyó que en la habitación de un muerto los objetos son más grandes, un espejo es una superficie amenazante, un armario es un vigía lúgubre y solemne. Nadie quiere abrir la puerta de la habitación. Nadie quiere ser el primero en descubrir el cadáver, cerrar sus ojos, acomodar sus manos en el pecho. El líquido seminal comenzó a moverse. El límite del mundo comenzó a desvanecerse. A poca distancia se podían percibir las fisuras entre la vigilia y el sueño. Los girasoles se volatilizaban. A lo lejos seguía la densa columna de humo. Se mantenía casi vertical, compacta, como si formara parte de una fotografía que se resistía a desaparecer. La mujer retiró la boca de su miembro y la eyaculación surgió restaurando la conexión con la vida. R tuvo una última visión mientras se vaciaba, la de su cuerpo a pocos metros del avión, con las manos abiertas, llenas de tierra. Sus manos convertidas en raíces oscuras, en flujos de agua absorbidos por la hierba. La mujer rubia alcanzó a sonreír.
Despertó.





***




Una revista de modas está abandonada en la banca de un parque. Está abierta por la mitad. Algunas páginas están arrugadas, quizás por la acción del sol o por el recuerdo de una lluvia reciente. Una página medio rota ondea como una bandera y, después de unos momentos, se desprende para sobrevolar un arbusto y posarse, como un curioso insecto, en el piso adoquinado. R camina por el parque. Parece que va a llover de nuevo. En el noticiario de la mañana dijeron que septiembre será un mes lluvioso. R se sienta en la banca. Apenas se fija en la revista que parece envejecer rápidamente, desintegrarse en cualquier momento. Mira a unos niños mojándose en una fuente. Es el primer lunes del mes y la siguió, como casi todos los días, por las calles hasta la parada del autobús. No sabe si va a la universidad o si se dirige a un complejo de oficinas. Quizás trabaja en un despacho jurídico, lleva las cuentas de varios negocios o atiende un escritorio en una oficina de gobierno. No se atreve a subir al mismo autobús. Sólo puede imaginar la ruta y a ella en uno de los asientos de adelante. Las voces de los pasajeros en medio del rechinido de los frenos. Un tope, después una vuelta y la espera en un crucero transitado. Quiere pensar que ella encuentra algo distinto, irrepetible, en cada uno de sus viajes. R camina de regreso al edificio. Tiene trabajo pendiente, papeles que revisar, correos estancados en la computadora. Piensa en el mapa de sus recorridos, rutas que no se alejan mucho de los vagabundeos de su adolescencia. Piensa en los lugares visitados en su niñez, cuando vivía en la ciudad de México, parques que se fueron llenando de basura, bancas que se fueron desmoronando embestidas por una marea invisible, nutrida de contaminación y lluvia tóxica. Esta ciudad de provincia, a la que llegó después del terremoto de 1985, ha crecido y sus engranajes giran a una velocidad más rápida. Los nombres de las tiendas son fugaces. De un día para otro aparecen nuevas avenidas. Se asfaltan calles, se construyen puentes y las personas en los autos parecen más aturdidas, atrapadas en una peregrinación inacabable que se interrumpe en los cruceros. Ahora las tapas de las alcantarillas son robadas para vender el acero. Ahora los callejones son más oscuros. Ahora las malas palabras generan balazos y los balazos cumplen puntuales con su cuota de cadáveres tiesos, cubiertos por mantas, escoltados por un par de blancas y temblorosas velas. Por eso no le gusta salir de noche. Sueña con un autoexilio, con ser prisionero por su propia voluntad y quedarse en el departamento todo el día, pidiendo comida por teléfono, escribiendo y leyendo libros. A veces sube al último piso. Ahí uno de los dos departamentos abandonados no tiene puerta y adentro se acumula el polvo, la suciedad y restos de lluvia que parecen fermentar larvas de insectos que, una vez adultos, revolotean su efímera existencia en los pasillos. En ese lugar, luchando por contener el vértigo, mira el horizonte de la ciudad, los anuncios espectaculares que en la noche cobran vida y ocultan lo que ocurre abajo. R llega a la entrada del edificio. Sube las escaleras. En un departamento se acumulan los recibos de la compañía de luz y una telaraña en una maceta atestigua los meses de soledad, la dificultad para rentar o vender ese espacio. Muchos interesados piden informes y fruncen la nariz cuando se enteran de los precios. La escalera es recorrida por el silencio y por un leve bochorno que entume la frente y los párpados. R llega a su piso y da un respingo cuando la encuentra en la entrada de su departamento, con un sobre amarillo en las manos. En el breve lapso de tiempo antes de saludarla se siente víctima de un engaño. Trata de calcular los minutos que transcurrieron desde que salió tras ella y llega a la conclusión provisional de que se bajó del camión pocas cuadras después y regresó a paso rápido para llegar antes que él. Quizás recogió el sobre en el buzón que está en la planta baja o lo compró en una papelería cercana. R sonríe y le tiende la mano: “Hola”.




(Continuará)


*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.





















EL VERANO AMARILLO*



Guillermo Colussi i.m.





Es probable que haya sido en la densidad amarilla y adocenada del verano con su resabio de trigo. Es decir, el verano de aquel tiempo era una explosión de trigales y el rojo en invasión de la chorreante y pulposa sandía. El verano era ese espacio –para nosotros– vacío, un rompecabezas que podríamos armar con ingenio, una rayuela posible, una capacidad móvil que dependía de nuestra deliberada creatividad, cuando ya las órdenes eran un lazo que se aflojaba en su tensión hasta su ardorosa explosión que daba abasto a lo ardido, a lo más enjundioso que no cubría silencios ni astillas emergiendo del fondo del tiempo.
Con lluvia abundante, era todo verdor el ofertorio mayor de los choclos, con el inequívoco esplendor de sus dientes. El verde alfalfar solo una bandera muy verde, acostado con sus pezones de florcitas muy blancas.
¿Era real ese paisaje bucólico, dijera Guillermo, el amigo en viaje? Siempre presente en la conversación, en los sueños, en la falta sin fondo que nos hace, por decirlo vallejianamente. Lo recuerdo pensativo, sentado muy serio en ese banquito del patio, me dice Silvana, su esposa. Y nos quedamos en silencio. Sin atrevernos a colegir qué pensaría con la mirada colgada en el claror de la tarde, con el libro sostenido en su mano derecha, como haciendo un alto en su lectura que estallaría después en un haz de asociaciones en su agudeza sin fin.
El verano siempre era un hiato esperado de aquella infancia lejana, y tal vez deberíamos usar una pasión más superlativa, que diluyera la luz de la media mañana en el frescor de la parra, que era el primor que encendía el corazón de la abuela, ahora que sabe ya que nunca regresará a su tierra porque ella dice que su tierra es esta, donde está enterrado su marido, donde viven sus hijos y sus nietos, donde puede cultivar sus azaleas tan rojas en esas macetas que orondamente adornan la terraza donde cada vez sube con mayor dificultad, esa terraza donde duermen los gatos, esa terraza que le recuerda a su aldea que ya no recuerda, que solo aparece en sueños, en esos sueños que recurren a ella cuando olvida el color de las avellanas y las nueces, cuando todos esperaban a sus 20 años que ella cosechara para las fiestas y que eran con seguridad las más ricas del pueblo de Orsogna y sus alrededores, cuando había terminado la guerra y no esperaba ver aparecer a mi abuelo, que estuvo cinco años prisionero de los austríacos. Fue el día más feliz de mi vida, repetía.
Cuando ese hombre a quien no reconoció en principio entraba en el vano de ese gran patio de tierra, cuando la felicidad era posible, y los hijos no estaban para oír sus historias de prisionero de guerra.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar















PUÑADITOS DE HASTÍO.*



Cuando veo en tus ojos
esos perfiles agrios de tormenta
encrespando arsenales de pétalos airados,
esos ciegos latidos sin memoria,
esa dureza de guijarro y trueno
excavando matrices amarillas
con óxido de ríos subterráneos

quisiera atrincherarme en mi agonía,
desenfundar las lágrimas
y acribillar tus sienes
con secos proyectiles de geranios.

Pero,
ya soy este silencio herido,
soy la sombra cautiva de tu sombra,
una tiniebla apenas esbozada
que se adhiere,
centímetro a centímetro,
a talladas ausencias o rincones,
a indiferencias largas,
a espinosos eclipses cotidianos.

Soy la desnuda piedra erosionada
bajo tu furia loca,
un crujido de greda a la deriva,
la ternura saqueada,

puñaditos de hastío
sobreviviendo adentro de las pieles
como huesos exhaustos.

Es todo lo que queda de los sueños:
la sangre hostil,
la soledad tajante,
las máscaras pariendo cicatrices
y esta luna implacable
estableciendo un reino de jirones
sobre escombros de cielo amordazado.


*De Norma Segades Manias. directoragaceta@gmail.com











*


Era el amor un campo siempre verde,
áspero
como un trigal
y corríamos los dos y no importaba
la herida roja abierta
para siempre.
Éramos
fuimos tan felices
cuando
ancho
se abría el mundo.

Y nos dijimos
una vez,
y otra vez,
y tantas otras
las palabras más duras,
las que nunca
podrá llevarse el viento.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com











*


Todo es casi nada y tal vez eso sea, precisamente, una forma de la maravilla.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com










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JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


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ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***


Km 55


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