viernes, abril 20, 2018

EN EL CORAZÓN DE TU NECESIDAD…


*Foto de Pablo Martínez Burkett.










*


Cuando no se cree en nada
y sin embargo
en el fondo del vientre, como un hijo,
crece un árbol de estrellas,
una selva luminosa y hostil
parecida
(tan cruel)
a la esperanza
y una se aferra
a la fe vegetal con sangre y alma
y espera.
¿Qué mujer
no se sentó, alguna vez, en el balcón
al borde del amor o la caída,
esperando como esperan los fieles y los perros?


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com










EN EL CORAZÓN DE TU NECESIDAD…










DESPOJO*



*Por Patricia Suárez. cazadoraoculta@gmail.com



Buenos Aires, Argentina
19-20 de Julio de 1999




Personajes

LILA, la Madre. Usará un tapado de piel durante toda la obra.

ARIEL, el hijo mayor

BORIS, el hijo menor.

ANITA, la novia de Ariel





Escena Uno



Sala. Sofá largo, mesita con una lámpara. Mesa ratona. Atrás, una vitrina con Budas y elefantitos de porcelana de diferente tamaño con su respectivo billete enrollado en la trompa. Muchos adornitos de otra época, cigarrera antigua, bombonera de cristal, cenicero, etc. Portarretratos con fotografáis de familia, los nacimientos de los dos hijos, una señora joven en una fotografía poco conocida de Pola Negri. Otra biblioteca cargada de libros con filigranas de oro. Son los libros de literatura francesa que leyó Lila y con los que casi ganó el concurso de Feliz Domingo, treinta años atrás.
La madre aun con el tapado de piel puesto, en el sofá, llorando y aullando dramáticamente.
Entra BORIS y se queda parado estático del susto.

BORIS: Mamá, ¿qué pasa?
La madre hace un gesto de que no puede hablar.

BORIS: ¿Le pasó algo a Ariel? ¿Ariel está bien?
La madre repite el gesto.

BORIS: ¡¡Habláme, mamá!!

MADRE: Falleció el doctor Rausch.

BORIS: Oh.

MADRE: Sí, una cosa terrible.

BORIS: ¿Estaba enfermo?

MADRE: No, no.

BORIS: Pobre.

MADRE: Tenía setenta años. Los cumplía el mes que viene porque es de Virgo.

BORIS: ¿Fue un accidente?

MADRE: Era. Era de Virgo. Se suicidó.

BORIS: ¿Se mató a él mismo?

MADRE: Te estoy diciendo que se suicidó.

BORIS: ¿El doctor Rausch?

MADRE: Sí, Boris.

BORIS: ¿Vos estás segura, mamá?

MADRE: ¿Y yo cómo voy a estar segura?

BORIS: No sé, pero que se suicide un psiquiatra…

MADRE: Pero se mató.

BORIS: Qué raro.

MADRE: Mi doctor, te das cuenta. ¡Tantos años que me atendió, tanta solicitud, tanta abnegación! Ya no está más, se murió.

BORIS: Es bastante improbable que un psiquiatra se mate por mano propia…

MADRE: Pero se mató.

BORIS: Ya sé, ya me lo dijiste.

MADRE: Estoy shockeada con el asunto; pienso con lentitud. ¿O vos me querés que decir que lo mataron?

BORIS: No, cómo voy a…

MADRE: ¡Morir así!

BORIS: No te pongas así, mamá.

MADRE: Recién vuelvo, si ¿no ves?, aun no me quité ni el tapado. Llego a la sesión y veo los coches de policía, la ambulancia. Pensé que algún paciente hizo una locura. ¡Iba cada atropellado a la consulta! Pregunto a un agente, porque era mi hora, el turno y mientras pregunto, lo veo salir en una camilla, al doctor Rausch, la cara cubierta por un nylon y toda sangre que iba chorreando desde el cuello.

BORIS: …!

MADRE: Se rebanó el cuello con una navaja que usaba para abrir las cartas.

BORIS: Ay, qué horror.

MADRE: Le harán una autopsia. Me duele el cuerpo de pensarlo.

BORIS:

MADRE: ¡Ay, era tan buen doctor! La paciencia que me tenía! El me sacó adelante cuando fue lo de tu padre!

BORIS: Mamá…

MADRE: Veinte años llevo viéndolo al doctor Rausch. Llevaba. Me duró más que tu padre! Si todavía me acuerdo de tu padre subiendo al coche y yo que le digo: Quedáte a ver la transmisión, Asa. Mirá que el hombre hoy pisará la luna, capaz que hay marcianos y después viene una guerra espacial y desaparece la tierra. Quedáte, Asa.

BORIS: Lunáticos.

MADRE: ¿Qué?

BORIS: Lunáticos; marcianos son los que viven en Marte.

MADRE: No hay vida en Marte.

BORIS: No importa, se dice así.

MADRE: Pero se fue tu padre y después se estrelló llegando a Posadas. No lo vió a Neil Diamond pisar la luna.

BORIS: Neil Armstrong.

MADRE: Vos sabés que es mala educación corregir a la madre?

BORIS: Neil Diamond es un cantante de jazz.

MADRE: Ya sé quién es Neil Diamond; es un cantante judío.

BORIS: Neil Armstrong es el que comandaba el Apolo 13. Voy a ser licenciado en astronomía. Me faltan ocho materias y…

MADRE: Vení, tocáme el pecho. Tengo palpitaciones, no? ¡Ay cómo se me vino a morir el doctor Rausch!

BORIS tratando de quitar la mano del pecho de la madre: Ya vas a conseguir otro doctor bueno, que te ayude con…

MADRE: ¡No, no! Yo no quiero otro doctor! Nadie puede reemplazar al doctor Rausch!

BORIS: Lo mismo dijiste de Canuto y después trajimos el salchicha…

MADRE: Cómo podés comparar al doctor con un perro salchicha, Boris!

BORIS: No es comparar; vos lo querías a Canuto y sin embargo…

MADRE: Vos fuiste hecho en mala noche, Boris!

BORIS: Vas a ir al entierro, al…?

MADRE: Vamos a ir los tres al entierro a despedirlo. Porque él nos hizo mucho bien a todos, a la familia. Quién sabe qué clase de familia hubieran tenido si él no me hubiera ayudado! Mantuvo la salud dentro de esta casa. Yo hubiera perdido la cabeza completamente cuando tu padre… Bueno, cuando fue lo de tu padre.

BORIS: Yo ni lo conocía a tu psiquiatra.

MADRE: Porque nunca me quisiste acompañar al consultorio.

BORIS: Te traigo un té.

MADRE: No quiero té!

BORIS: Tenés que calmarte, mamá. Vos tomaste la pastilla? Te quedaban pastillas? ¿Ariel dónde está? ¿Sabe?

MADRE: Ahora está en la morgue; cuando salga de la morgue lo entierran. Al doctor; tu hermano andará vendiendo algún mueble en el negocio. Tienen que dilucidar qué fue lo que le pasó. En las paredes escribió con sangre “Malditas hijas de puta”, ¿a quiénes se refiriría?

BORIS: Pero si se cortó el cuello no tenía mucho tiempo para escribir…

MADRE: Vos no sos criminólogo.

BORIS: Ya sé, pero…

MADRE: Me parte el corazón pensar que hablaba de los pacientes, pero razón no le faltaba. Un día me dijo Betty, los pacientes son gente egoísta. No piensan más que en sus propias penas, y quieren que yo les justifique los pecados más espantosos. Usted no es así, Betty, pero hay gente… Nosotros hablábamos horas y horas sobre la literatura francesa; a él le gustaba tanto la literatura francesa. El me decía: No todo es literatura francesa, Betty, pero ojalá lo fuera.

BORIS: Mamá, vos no te llamás Betty.

MADRE: A él le gustaba decirme Betty. ¡Era un bromista!

BORIS: Tenés las pastillas? Te quedaron pastillas? Porque si no hay que conseguir una receta

MADRE: Para lo que le sirvió ser tan bromista…

BORIS: Esta noche pedimos pizza. Vos no te preocupes por hacer la cena.

MADRE: ¿Vos pensás que yo estoy en una lista de sospechosos de la policía?

BORIS: Ariel viene a comer o va a lo de la novia? Fijáte en tu pastillero cuántas tenés. El litio.

MADRE: Me angustia mucho pensar que soy sospechosa de haber matado al doctor.

BORIS: Pido tres pizzas y punto.

MADRE: Deberíamos mandar flores al entierro. (Se levanta como para llamar por teléfono) Pero ¿para cuándo les digo? Cuánto tiempo está un cuerpo en la morgue hasta que deciden si lo mataron o fue suicidio?
Boris también va al teléfono y llama a la Pizzería.

MADRE: Boris, justo quería encargar las flores… Si pedís pizza, después vas y sacás las cajas de cartón a la calle. Porque si no atraen a las ratas; no hay cosa que a las ratas las deleite más que los restos de pizza.
Boris le hace que espere, que está hablando. Dice cosas como Napolitana, fainá, etc. Tapa el tubo e inquiere a la madre.

BORIS: Qué pasa, mamá?

MADRE: Lo que te dije de las ratas. No puedo poner veneno para ratas todos los días; cualquier día va a pasar una desgracia.

BORIS: Hay un pote de veneno lleno en el desván.

MADRE: No está más el frasco; lo tiré. O querés que nos muramos todos? Ahora se usan otras cosas para matar a las ratas.

BORIS: Tocar Freilach en la flauta.

MADRE: Hacete el gracioso.

BORIS al teléfono: Una fainá sola, sí.

MADRE: Boris, me quiero morir en este mismo instante. Estoy desolada sin el Dr Rausch: a mi modo, yo lo amaba. Sí, estaba enamorada de él.

BORIS a la pizzería: Tres cuartos de hora? Por qué hay tanta espera?

MADRE: Estoy segura de que si aprieto así los labios y me aprieto la nariz con los dedos, dejo de respirar y me muero. No sé cómo pude, no sé cómo podré vivir de acá en más…Una muerte digna en honor a mi larga amistad con el doctor Aarón Rausch.

BORIS aun con el teléfono en la mano: Qué tiene que ver la Copa Libertadores? A la madre: No podés.

MADRE: Hago la prueba y me asfixio.

BORIS: La gente no se muere así.

La madre hace lo que dice. Cae redonda en el suelo.
Boris grita, deja caer el teléfono.

BORIS: ¡Mamá!



Fin de Escena 1






Escena Dos



Ariel ayuda a la madre a cargar cajas con cosas a la calle. El aparador quedó despojado de las figuritas de porcelana. Entra Boris.

BORIS: ¿Qué hacés, Ariel? ¿Qué están haciendo?

ARIEL deja una caja en el piso, agitado: Mamá quiere deshacerse de los elefantitos y de los budas.

BORIS: ¿Y eso por qué?

ARIEL: Saliste temprano.

BORIS: Iba a acompañar a mamá al entierro del Dr Rausch.

La Madre entra de la calle.
MADRE: Ah, ¿creíste que nos mudábamos y te dejábamos, pajarito bonito?

BORIS: Qué?

MADRE: Gatito bonito. Mamá nunca te va a dejar.
La madre vuelve a salir con una caja.

BORIS: Por qué está haciendo esto?

ARIEL: ¿Los budas eran tuyos? Porque yo le dije a mamá, fijáte que no haya cosas de Boris, que después haya problema.

BORIS: Por qué está regalando…? Vos sabés si está tomando las pastillas, mamá?

ARIEL: Me peleé con ella porque me quiso tirar el cohete. El símil Apolo 13, que es un recuerdo: me lo compró papá antes de irse. Cuando ella grita me da un zumbido en la sien y no le oigo nada lo que dice. Me dijo que me lo habría regalado mucho papá pero que la plata con la que lo compró era de ella. Ahí me dio el zumbido. Así que no sé por qué quiere tirar las cosas. Preguntále.

BORIS: No. Te pregunto a vos si la viste tomar las pastillas.

ARIEL: Le tenés que preguntar a ella. Está afectada por la muerte del doctor.

BORIS: ¿Te contó cómo se murió? Es cuento que se rebanó el cuello. Salió en el diario; se envenenó. Se hizo un té verde y le puso veneno. Le conté a mamá y me dijo que él siempre tomaba té en las sesiones. Es bastante raro eso.

ARIEL: ¿Tomar té?

BORIS: La última vez que mamá se puso a tirar cosas tuvimos que internarla diez días.

ARIEL: ¿Cuándo?

MADRE de afuera: Ariel, ¿qué pasa con las cajas?

ARIEL: Ahí voy.

MADRE: Hace media hora me decís ahí voy y no te movés. No hacés otra cosa que trabajar desde los trece años y resulta tampoco servís para trabajar.

ARIEL: Ya voy, mamá. Vos decís hace como seis años, que tiró la ropa de papá. Pero hacía falta tirar la ropa de papá; no se puede estar guardando la ropa de un muerto toda la vida. Trae mucha polilla. La polilla no es saludable.

BORIS husmea: Dejáme ver qué tira. Este es el retrato de la abuela Rosa. ¿Se deshace del retrato de su madre?

ARIEL: No es. La abuela de mamá murió en un campo de concentración cuando mamá era una criaturita. No tiene foto de la abuela. Esta es una fotografía de una actriz de Hollywood del año de la polca, que mamá puso acá y les dice a todos que era su madre.

BORIS: Ah.

ARIEL: Pola Negri.

BORIS: Es linda.

ARIEL: Era una actriz famosa, en su época.

BORIS: …

ARIEL: Qué? Vos no sabías?

La madre vuelve a entrar
MADRE: ¿Qué estás revisando, Boris?

BORIS: Si hay cosas mías que estás tirando. No hay cosas mías.

MADRE: Pero no! Lo dono todo a Emaús. Le tengo afecto a esa institución, porque cuando yo estudiaba, me compraba libros ahí. Todos los de la literatura francesa con que competí en el concurso… Bueno, todos no, pero casi todos, los compré ahí porque costaban medio peso. … Algunos compré ahí. Stendhal, todo. Por eso digo, ellos me hicieron tanto bien. Pensá que me gané el viaje a Bariloche gracias a eso y ya estábamos de novios con tu padre. Y a lo mejor tu padre decía: Si con la rusa esta que gana concursos, viajo así y vivo así, me conviene casarse. Y se casó conmigo.

BORIS: Mamá, te pregunté ayer y no me contestaste. A vos te quedan pastillas de las que te recetaba el Dr Rausch?

MADRE: Qué? Querés una?

ARIEL: Ojo, que vengo con una caja pesada.

BORIS: Por qué? Qué traés?

ARIEL: Es increíble pero la porcelana es pesada.

BORIS: Mamá, me vine a poner el ambo negro…

MADRE: Igual Anita, la novia de éste, le pregunté y me contestó que no quería los adornitos para la casa de ellos, cuando se casen.

ARIEL tan normal que lo que dice no llama la atención de nadie: Anita no quiere casarse conmigo. Al principio quería, pero ahora no quiere más.

MADRE: Ayudáme con esa caja.

BORIS: Esperá, mamá.

Salen los tres cargados con cajas.
Vuelven a entrar.

BORIS: Vine porque me dijiste que te acompañe al entierro del Dr Rausch.

MADRE: ¡Ay, dios mío! ¡Ay, dios mío!

La madre deja caer la caja, se tuerce sobre sí y llora de una manera trágica. Los hijos se quedan paralizados.

MADRE: Todavía no lo sueltan de la morgue. Siguen con la autopsia, ¿qué tanto le cortan al pobre?

BORIS: Tanto pobre no. Hay rumores extraños.

MADRE: Qué rumores puede haber si era un santo?

BORIS: Que tenía mal carácter y que en la Clínica Pinel tuvo una cosa con una paciente…

MADRE fría: Cómo una cosa?

BORIS: Un amorío.

MADRE: ¡Ay, lo que es la calumnia!

ARIEL: Mamá, no llorés así que hiperventilás.

MADRE: ¡Maldito dios por qué será así con los buenos!

BORIS: Lo que no entiendo es por qué lo tienen tanto tiempo en la morgue. No es que fue un suicidio?

MADRE: No sé, ay maldita mi madre que me hizo así!

ARIEL: Te traigo un vaso con agua, mamá?

MADRE: No, no. Dejénme llorar, déjenme.

ARIEL a B: Para qué le hablaste del Dr Rausch?

BORIS: Pensé que ella quería ir al entierro y…

MADRE: Sabés qué pasa? Los buenos se mueren primero que los malos. Yo veo que el mundo está lleno de malos. Dónde está tu padre ahora?

BORIS y ARIEL: …

MADRE recuperada: Donde debe estar.

ARIEL con una caja en brazos: Vino un viajante que va mucho a Posadas. Vino a la mueblería pero yo justo estaba atendiendo en mi turno y oí que hablaba con Pablo. Pablo le contó cómo me llamaba yo, Ariel Sprintz, y el viajante dijo: qué casualidad. Porque hay una familia así con el mismo apellido, Sprintz, en Parada Leis en Misiones. A mí no me parece que haya tantos Sprintz en el mundo.

BORIS: Capaz que sí.

ARIEL: Capaz que no.

BORIS: Esperanza quiere decir. Sprintz, quiere decir esperanza.

ARIEL: ¿Y qué? Al principio, cuando Pablo me contó, yo pensé que deben ser parientes de papi que vinieron de Rusia…

MADRE: Ay, tu padre.

ARIEL: Qué?

MADRE: Si habrá vendido muebles en Misiones, en Formosa, en Chaco… Todo el norte-litoral hacía. Pobrecito, y así dejó la vida en una ruta de provincia o... O peor, en una carretera secundaria. Los buenos se van primero, como digo yo. Quién sabe si habrá visto cómo el hombre llegó a la Luna en algún parador de la ruta… Treinta años mañana que se fue tu padre; un día que se fue el Dr Rausch…

ARIEL: Pero después cambié de opinión. Después, yo estaba seguro de que el viajante me hablaba de papá. Que papá estaba en Parada Leis.

MADRE: Vos sabés que no, Arielito. Ojalá fuera.

ARIEL: Yo me acuerdo de papi el día que se fue. Me hizo así con la mano desde el vidrio del parabrisas. Lo vi bien clarito y después vos me metiste adentro a los empellones.

MADRE empieza a llorar histriónicamente: Era invierno. ¿Querías agarrarte una pulmonía?

ARIEL: Ese día llegó el hombre a la luna.

BORIS: Noche, era de noche.

ARIEL: Vos no podés saber porque eras un bebé.

MADRE: No había forma de pararlo a tu padre cuando se le metía algo en la cabeza. Se quería ir y se quería ir…

ARIEL: Aclarále, mamá. Que este estúpido era un recién nacido. Por eso no sabe, no se acuerda.

BORIS: Tenía dos años. Nací en el ’67.

ARIEL: No te podés acordar si tenías dos años.

MADRE: Y se fue ese día, tu padre, nomás. Ni la transmisión juntos llegamos a ver.

BORIS: Le tendrías que haber preguntado al viajante si papá sigue teniendo una cruz. En el punto de la ruta donde se estrelló.

ARIEL: Papi era judío. ¿Quién le iría a poner una cruz?

BORIS: Si vos te accidentás y te morís en la ruta, te ponen una cruz para recordarte.

ARIEL: Ponerle una cruz a papi hubiera sido una falta de respeto.

BORIS: Una Estrella de David. No sé. La tía Estercita dijo que fue una cruz.

ARIEL: ¿Vos viste una estrella de David a la vera de la ruta, alguna vez? Yo no.

MADRE: Me podés ayudar a envolver las estatuitas de los perritos? Este es una dama antigua con miriñaque, y éste el deshollinador y… Tené cuidado, Boris, sos un bruto.

Van envolviendo estatuitas y metiéndolas en cajas.

ARIEL: A lo mejor es que los judíos son más cuidadosos cuando manejan en la ruta.

BORIS: Pero papi se mató.

ARIEL: Porque conduciría con emoción violenta. Porque se había peleado con ésta. Que no le paraba de gritar: “Asa, Asa” y palabras fuertes, muy feas, que en aquella época si yo las decía, ésta me partía la cara de un cachetazo.

MADRE: Esta tiene nombre.

ARIEL: Mamá, sí.

MADRE: Lilián.

BORIS: Pero vos tendrías que haberle preguntado eso de la Cruz o de la Estrella de David al viajante. Porque la tía Estercita decía que le habían puesto una cruz con su nombre completo en el kilómetro, en la curva donde él se mató.

ARIEL: tendrías que haber estado vos. A mí no se me pasó por la cabeza preguntarle.

BORIS: El viajante sigue en Buenos Aires?

ARIEL: Sí. Pablo tiene el nombre.

BORIS oyendo la bulla que viene de afuera: Qué pasa afuera?

Boris sale y vuelve corriendo.

BORIS: Están abriendo las cajas que dejamos en la vereda.

ARIEL: ¿Quiénes?

MADRE sale corriendo a la calle: Ladrones, dejen eso! Antisemitas!



Fin de Escena 2







Escena Tres



Anita sentada en el sillón esperando –la sala desprovista de adornos, portarretratos y libros- sólo queda de pie la lámpara larga. Entra Boris, con el ambo negro.

ANITA: Vas a ser testigo de una boda?

BORIS: Voy a un entierro.

ANITA: Ah.

BORIS: Se murió el psiquiatra que atendía a mi mamá.

ANITA: Sí, supe.

BORIS: Hablaste con mi mamá?

ANITA: Salió en el noticiero. Lo denunció una paciente por abuso sexual.

BORIS: Sería una loca.

ANITA: Nydia algo… Uriarte, Balcarce. La citó el juez a declarar en el caso.

BORIS: Qué caso?

ANITA: Lo catalogaron como homicidio.

BORIS horrorizado: ¡Oh!

ANITA: Sí. Venía a hablar con Ariel.

BORIS: La llevó a mamá a la modista. Porque el vestido de luto de hace treinta años le queda chico. A ver si se lo puede agrandar de urgencia la modista.

ANITA: Pensé que vos estabas con tu mamá.

BORIS: Yo no tengo auto.

ANITA: Ya lo sé.

BORIS: Preferí comprarme un telescopio. Me es más útil en mi carrera. Pero podés esperarlo acá a Ariel, no hay problema. Yo tengo que estudiar y…
ANITA: No, no. Quedáte acá.

BORIS: Tengo un examen pasado mañana.

ANITA: Sobre qué es?

BORIS: Mecánica celeste 1.

ANITA: Quedáte acá un ratito, así aprovecho a hablar con vos.

BORIS: Preferiría ir a estudiar, Anita.

ANITA: Es importante lo que te quiero decir.

BORIS: Es importante el estudio.

ANITA: Sabés lo que decía mi abuelo?

BORIS: Cómo voy a saber lo que decía tu abuelo, Anita?

ANITA: Decía que mirar mucho el cielo, achica el espíritu.

BORIS: Eso lo decía Platón, no tu abuelo.

ANITA: Mi abuelo también lo decía.

BORIS: Igual no sé qué quiere decir Platón con…

ANITA: Eso. Sentáte conmigo.

BORIS: Mirá, si es por lo que pasó la otra vez, te pido mil disculpas. No quise ponerte en ese brete, pero a veces pasan cosas así. Entre la gente quiero decir, hace un brindis y después… No hay que brindar, de eso se trata.

ANITA: Boris, yo no me voy a casar con Ariel.

BORIS: Pasa que yo nunca tomo el alcohol y el día que tomo…

ANITA: Vine a romper el compromiso con él.

BORIS: Yo no te quise besar, Anita. Te pido que …

ANITA: Yo estoy enamorada de vos, Boris.

BORIS:

ANITA: Pero no me malentiendas; no es de ahora que estoy enamorada de vos. Es de mucho antes.

BORIS: A Ariel le vas a romper el corazón si no te casás con él.

ANITA: Hace cinco años que estoy de novia con tu hermano. Hace cinco años que estoy enamorada de vos.

BORIS: Fue un beso, Anita. No hicimos nada más.

ANITA: ¿Vos pensás que fue un accidente?

BORIS: ¿Qué?

ANITA: ¿Qué va a ser? El beso.

BORIS: No… Habíamos brindado y el brindis… Ya no sé por qué brindamos.

ANITA: No fue casualidad. Yo te besé.

BORIS: Me pareció.

ANITA: ¿Vos no sentís nada por mí?

BORIS: No es eso, Anita. Es que vos sos la novia de mi hermano.

ANITA: ¿Si yo me desnudo acá mismo, a vos no te pasa nada?

BORIS: Acá no, Ana. Una cosa así, no.

ANITA: Vamos a tu cuarto.

BORIS: No, no. Mirá si justo llega Ariel. No.

ANITA: ¿Pero querés?

BORIS: ¡No! ¿Cómo voy a querer?

ANITA: ¿Harías el amor conmigo sí o no, Boris?

BORIS: Así, si me ponés contra la espada y la pared…

ANITA que tiene arrinconado a Boris: Sí. Así.

BORIS: Yo soy virgen, Ana.

ANITA: ¿Qué?

BORIS: Nunca estuve con una mujer.

ANITA: ¿Por qué?

BORIS:

ANITA: ¿Es algo religioso? ¿Sos un nazareno o algo así?

BORIS: ¿Un qué?

ANITA: Nazareno. No se cortaban el pelo, no iban con mujeres.

BORIS: Ese es Cristo, no yo.

ANITA lo toma de la mano y empieza a arrastrarlo hacia el cuarto: Vayamos a tu cuarto y hagamos el amor. Si hay algo que vos sentís por mí, algo verdadero, lo vamos a descubrir haciendo el amor.

BORIS: ¡No, no!

ANITA: Vení, Boris. Hacéme caso.

BORIS: ¡No! Dejáme.

ANITA dolida: Estás despreciándome.

BORIS: ¿Quién te dijo que una cosa tiene que ver con la otra?

ANITA: A lo mejor no te gusto.

BORIS: El amor es el amor y el… sexo…

ANITA se sienta y llora: …

BORIS: Ay, no.

ANITA: Igual no me voy a casar con Ariel. Porque no me puedo casar con alguien a quien no quiero.

BORIS: Anita, Anita.

ANITA: Me casaría con él solamente si me lo pedís vos.

BORIS: ¿Si te pido qué?

ANITA: Ay, sos tan estúpido. No sé cómo puedo quererte tanto.

BORIS de rodillas frente a Anita: Casáte con mi hermano, Anita. El te adora.

ANITA: Pero vos, ¿vos qué sentís por mí?

BORIS: Eso no tiene importancia.

ANITA: La tiene para mí.

BORIS:

ANITA: Está bien. Pero si me caso con él, es porque te quiero a vos. Porque quiero estar cerca tuyo siempre. Lo que dure el matrimonio, que si vos estás cerca va a durar toda la vida.

BORIS: Ana…

ANITA: Voy a tener un hijo con él. O dos y les voy a enseñar las estrellas y la Luna como vos me enseñaste a mí. Las constelaciones.

BORIS:

ANITA: Puede que sean hijos tuyos, también.

BORIS: Eso no. Qué locura.

ANITA: Te queda lindo el traje de enterrador.

BORIS: Gracias.

ANITA: ¿Es el de tu tío?

BORIS: Sí, con este inauguró la mueblería.

ANITA: Te arreglo la solapa.

Anita se inclina sobre él y le cepilla la solapa, quedan muy juntos. Se miran durante un instante y Boris la besa largo y apasionado. Anita lo corresponde.

ANITA: Huyamos, Boris. Dejemos esta casa y huyamos juntos. Salgamos de Buenos Aires.

BORIS: Anita, Anita.

ANITA: ¿Querés que vaya a tu cuarto?

BORIS: ¡No! ¡No!

ANITA: Vení, no seas bobo.

BORIS: No. No puedo.

ANITA: Porque no te gusto o por deber?

BORIS: ¿Vos qué creés?

ANITA: Que no te gusto.

BORIS: Yo lo quiero a mi hermano.

ANITA: Ya lo sé. Yo también. Pero lo nuestro es diferente.

BORIS: No empieces otra vez.

ANITA se para y lo besa, él se para otra vez, muy abrazados: ¿Desde cuándo me querés?

BORIS: Desde el día que entraste a esta casa.

ANITA: No es cierto.

BORIS: Lloré toda la noche porque eras la novia de mi hermano.

ANITA: Mentiroso.

BORIS: Y no eras mía.

ANITA: Puedo serlo ahora.

BORIS: Mi hermano es todo para mí.

ANITA: Decíme que me querés.

BORIS: No puedo.

ANITA: Decíme que te gusto, que me deseás.

BORIS: ¡No puedo!

Ana hace unos pasos, de espaldas al público y se desnuda. Lo hace con mucha sencillez, pero se quita toda la ropa.

BORIS se tapa los ojos: ¡Maldición de Dios!

Boris empuja con fuerza la lámpara de pie que se apaga y va hacia Anita.

BORIS: Acá, sobre la alfombra.



Apagón, fin de Escena 3









Escena Cuatro



Anita y Lila (vestida de luto y con el tapado de piel puesto) están en medio de la tarea de enrollar la alfombra para sacarla de la casa.

ANITA: Es muy linda esta alfombra. ¿No la va a extrañar después, Lila?

MADRE risueña: ¿Cómo voy a extrañar a una alfombra de Tabriz? A una persona puedo extrañar, pero ¿a una cosa? A mi madre que se la comieron los nazis, a mi padre que me metió en el barco a la Argentina y no lo ví más, a… a… Una alfombra de Tabriz por mucho nudo turco que tenga, no. Además a la gente le hace falta.

ANITA: Tiene unos dibujos muy lindos.

MADRE: Omar Chayyam y su mujer a la sombra del Árbol de la Vida y atrás Persépolis.

ANITA: No habría que haberle puesto la mesa ratona encima.

Lila va hacia el teléfono, descuelga, comprueba que tenga tono y vuelve a colgar.

MADRE: Siempre alguno lo deja malcogado y si alguien se puede comunicar, no puede.

ANITA: Yo no hablé, Lila.

MADRE: Me dijo Sarita, la secretaria del Dr Rausch, que me avisaría cuándo es el entierro… Ay, pobre Dr Rausch. ¿Por qué se habrá matado? Estaba siempre tan serio, tan aplicado a sus cosas. Qué motivo habrá tenido para matarse, ¿sería que le faltaba la alegría?

ANITA: En el noticiero dijeron que fue homicidio.

MADRE: Nena, ¿quién lo iba a matar? Tan buen hombre, tan buena persona, pobre mi doctor. Nada me queda de él para recordarlo; ni las pastillas.

ANITA: Habrá tenido sus motivos para... Lo denunció una mujer ayer, Lila. Después se sumaron cinco mujeres más. Todas de la clínica Philippe Pinel.

MADRE: Debe ser algún delirio de masa.

ANITA: Tal vez sí. Usted nunca notó algo…? Algo…? La acarició o…?

MADRE: No! No, definitivamente. Era un hombre encantador el Dr Rausch; sin duda las mujeres lo seguirían atrás; capaz que en su juventud fuera el novio de América, pero ahora, de viejo… Era un señor muy mayor. (Cambia a un estado de ánimo alegre) ¿Vos sabés quién fue Omar Chayyam el que está en la alfombrita de Tabriz?

ANITA: No…

MADRE: Era un poeta y un matemático persa. Un hombre muy importante de su época.

ANITA: Yo pensé que era medio pariente de ustedes, cuando los miraba. Porque como tiene el pelo negro y la piel tan blanca…

MADRE: Asa y su familia eran de pelo negro. Yo no. Mi mamá era bien rubia, mirála. (Busca el portarretratos un buen tiempo y luego, desmoralizada, se sienta). ¡Ay, regalé la fotografía de mi mamá sin darme cuenta! ¡Ay! Qué necia soy!

ANITA: Tal vez deberíamos descansar y dejar la alfombra para mañana.

MADRE: Hay mucha gente que duerme en la calle y que no quiere ir a los refugios. Yo los entiendo, no creas que no. Es feo estar metido en una institución, que no es tu casa. El doctor Rausch me prometió que mientras él viviera no iba a permitir que yo fuera a parar a una institución. A los pobres de la calle les puede venir bien una alfombra con estos días de frío.

ANITA: ¿Pero cómo lo va a tomar Ariel cuando se entere?

MADRE: Enrollá más apretado allá que está quedando desparejo.

ANITA: Porque por ahí los chicos se habían encariñado con la alfombra.

MADRE: A los chicos Omar Chayyam y el Pato Donald les da más o menos lo mismo. Se detiene en seco: ¿O vos la querías para vos, Anita? ¿Para llevártela al departamento cuando te cases?

ANITA: No, lo digo por…

MADRE: Porque si la querías para vos, me lo tenés que decir.

ANITA: No.

MADRE: Entonces vamos a dársela a los pobres. Ojo, que yo no los subestimo. No les doy una alfombra nomás para que tengan donde apoyar el culo caliente. También fui y les regalé los libros de literatura francesa. Para que lean y se entretengan leyendo.

ANITA: ¿Los libros?

MADRE: Sí.

ANITA: ¿Todos?

MADRE: ¿Por? ¿Vos los querías leer, Anita? Me tendrías que haber dicho.

ANITA: No, yo no.

MADRE: Ah, vos decís que los hubiera guardado para tus hijos, los que tengas con Ariel. Pero para ese entonces los libros van a estar amarillos, seguro los agarran los ácaros, las lauchas, que no saben vivir en paz sin destruir el papel… En esta casa los roedores siempre fueron peste.

ANITA: No, es que me da pena que haya regalado así los libros que… para usted eran un buen recuerdo.

MADRE: ¿A vos te gusta leer?

ANITA: A veces. Leo muy poco.

MADRE: ¿En la carrera que vos hacés no hay mucho estudio, no?

ANITA: Estadística. Hay muchas materias de…

MADRE: Historia de la literatura, del arte. ¿Eso lo estudian?

ANITA: No…

MADRE: ¿Vos qué hacés? ¿Salís del Estudio del Dr Papo y te vas a cursar?

ANITA: Sí. Pero no curso todos los días. Miércoles y Viernes nada más. Los otros días voy al gym.

MADRE: …?

ANITA: Hago aerobics.

MADRE:

ANITA: Voy a casa, miro la tele. O vengo acá.

MADRE: Y mirás la tele.

MADRE: Decíme, Anita, ¿y vos no querés hacer nada más? Digo, yo siento que me pegaría un tiro si llevara una vida como la tuya. Lo digo con todo respeto, yo te tengo afecto. Pero hoy por hoy las mujeres pueden hacer más cosas. Pueden ser líderes políticas, líderes humanitarias, artistas, escritoras. Podés ganarte un Premio Nobel en lugar de aplastarte frente al televisor. ¿La vamos levantando?

ANITA: Sí. Yo tengo ideales, Lila.

MADRE: Ojo que no te estoy criticando. Hablo por hablar.

ANITA: La verdad es que no me quiero casar. Eso de ser ama de casa.

MADRE: Este paseíto hasta la puerta me destrozará las lumbares.

ANITA: No sé si es la vida de hogar lo que rechazo. No me quiero casar con Ariel.

MADRE: Anita, hija, no te oigo.

ANITA más fuerte: Con Ariel no me quiero casar.

MADRE se incorpora, sacude la cabeza: Por estar con la cabeza gacha, me viene un zumbido. ¿Qué decías?

ANITA: ¿La levantamos?

MADRE: Cuando me casé mi suegra y Asa, que era joven y lindo por ese tiempo, me llevaron a ver las alfombras persas. Para elegir una para nuestra casa; mis suegros eran gente muy pudiente. Había alfombras de Ardabil, con mucho rojo y verde pistacho, pero no tenían dibujos, eran más de formas geométricas. Me gustan mucho las alfombras. Aprendí a que me gustaran mucho, a entenderlas. Así fui aprendiendo cómo era Asa, también, porque yo lo quería y tenía la obligación de querer a mi marido. ¡Ay, cuánto lo quería! A veces, las nochecitas, yo salía a esperarlo a la puerta, cuando era soltera, y lo veía venir, y ¡tenía que apretar las piernas! Me daba tanto placer con sólo verlo que tenía que apretar las piernas…!

ANITA:…

MADRE: Es lindo querer a un hombre así. Aunque después no valga la pena.
Hacen unos pasitos hacia la puerta y descansan.

MADRE: Qué pesada es esta alfombra. El día anterior al que me casé, vino mi suegra, Rica, con las sirvientas y puso ella misma la alfombra, la clavaron en los cuatro costados al suelo. Después, me besó y me dijo: Que tu vida sea con mi hijo un camino de leche y miel! Pobre de ella.

ANITA: Leche y miel.

MADRE: Las bendiciones de ella, de mi suegra, eran así. El estúpido de Boris cuando era chiquito se imaginaba que la abuela era apicultora.

ANITA: Me pasa con Boris que…

MADRE agitada, con esfuerzo: Qué pesada es esta alfombra del diablo, jah, ¡si habrá pesado mi matrimonio!

ANITA: A mí me cuesta pensar en el matrimonio. Me atemoriza.

MADRE: Es que no hay que pensar. Es como tirarse al mar.

ANITA: Por eso, será porque yo no sé nadar.

MADRE: Si después de acarrear la alfombra me sigue quedando derecha la espalda, va a ser un milagro. A ver, intentá vos tirando de allá…
Anita tira y la Madre se queda en pie, mirando cómo ella hace. Anita no se da cuenta que es ella sola quien arrastra la alfombra hasta fuera de la casa.

ANITA: Ya está, llegamos.

MADRE: Los llamo.

La madre sale, llama a gente de la calle, que se llevan la alfombra.
Al ratito la madre vuelve, agitada.

MADRE: Estaban contentos.

ANITA:

MADRE: Olían mal pero estaban contentos. Les pregunté si leyeron los libros y me dijeron que los vendieron. Bueno, un libro siempre es útil al que quiere a los libros.

ANITA mirando para afuera: Están cortando en pedazos la alfombra.

MADRE: Es que son varias familias.

ANITA: Ay, separaron en dos a la parejita. Lila, le tengo que decir: yo lo quiero a su hijo… Me refiero a que…

MADRE: …Omar Chayyam y la esposa bajo el Arbol de la Vida…

ANITA: Me refiero a Boris. Lo quiero a Boris.

MADRE: Qué concentrado habían hecho a Omar Chayyam. Le estaría hablando palabritas de amor a la esposa. Esperá, a ver si me acuerdo; la memoria siempre fue lo mío…

ANITA: No me quiere oír, Lila.

MADRE: Esperá y me decís. Dame un momentito. (Nostálgica, errática) Tiene una poesía que dice: “Mi amor está en la cima de su llama,/ mi amada en el zenit de su hermosura,/ mi corazón desborda de ternura / y ebrio de inspiración mi mente inflama…” Creo que era así.

ANITA: Lila, le repito lo que le dije?

MADRE: Más adelante, la misma poesía dice: “Gran Dios, ¿qué extraño caos en mí impera?”

ANITA: Porque es importante lo que me atrevo a decirle y es que yo…

MADRE: Qué extraño caos en mí impera? Ahora tenemos que barrer bien, porque debajo de la alfombra siempre se escondían las ratas, los ratones. Pero ya no tengo veneno para ponerles…

De pronto, la Madre se retuerce sobre sí y empieza a llorar como una nena.

MADRE: Ay, la alfombrita de Tabriz! Ay, mi alfombra de recién casada!


Fin de Escena 4







Escena Cinco


Atardecer, la sala despojada. Casi no queda ningún mueble a excepción del sillón. Anita y Boris en la escena. Entra Ariel, demudado, llega a la mitad de la escena y se golpea la frente como si se hubiera olvidado algo.

ARIEL: Qué suerte estén acá los dos. Hay algo que me está quemando por dentro. Hablé con el viajante de Misiones. Obré en consecuencia, porque no me gusta dejar cabos sueltos. Yo seré muy ignorante, el que no fue a la escuela, el cabeza hueca. Pero tengo los pies sobre la tierra y no me cuentan cuentos de hadas todos los tirifilos que se me cruzan.
Ariel se sienta, derrotado.

ANITA: Ariel, Boris y yo queremos hablar con vos de eso.

ARIEL: Hablaron con el viajante de Misiones ustedes también?

ANITA: No. Con el viajante no. No es un tema del viajante.

ARIEL: Sí, yo también quiero hablar, pero es por lo del viajante. Porque lo que tengo para decir, vos, Boris, te quedás de piedra.

BORIS: Mamá está hecha polvo con todas las denuncias que le aparecieron al Dr Rausch. Dice que para ella era el médico perfecto, un dechado de virtudes, etc. Pero una paciente, menor de edad para colmo, denunció que el viejo ese la violó.

ARIEL: Qué?

BORIS: Que era un pervertido.

ANITA: Pero queríamos hablar de otra cosa, Ariel. Los dos, Boris y yo, queríamos…

ARIEL: Mamá, dónde está?

BORIS: Se recostó a descansar; hace dos días que no pega un ojo con el asunto de que está esperando a que la llamen para el entierro del Dr Rausch. Igual quiere ir al entierro.

ARIEL: Cerrá la puerta, es mejor que no escuche.

BORIS: Mamá se quedó sin pastillas y estuvo regalando todas las cosas que quedaban. Anita se quedó con ella y yo fui a recuperar el colchón de ella… Fue un escándalo sacárselo a los linyeras. Ya estaban tirados encima y cuando fui, media docena se sentó en el colchón, para que solamente por la fuerza se los pudiera quitar. Debe estar lleno de piojos el colchón ahora. Hay que pararla a mamá, hay que llevarla a un médico antes de que se descontrole más…

ANITA: Yo puedo ir si ustedes quieren. Pero ella mucho caso no me hace…

BORIS: Le podemos decir que la llevamos a un restaurante a ver desde ahí el filme de cuando el hombre llegó a la luna. Hoy se cumplen treinta años y lo pasan en todos los canales. Podemos aprovechar eso. Vos la metés en el coche, Ariel y ahí...

ARIEL; Papá vive.

BORIS: A ella siempre le gustó el Dora. La podemos llevar al Dora y de ahí a la Guardia.

ARIEL: Papá vive, en Misiones. No está muerto papá.

BORIS: Ay, Ariel, vos también! Mamá necesita que…

ARIEL: Tiene dos hijos, como nosotros. Uno nació en el ’69 y otro unos años después. El chiquito se llama Ariel, como yo. El más grande, Boris, como vos. Como que hizo el camino al revés teniendo hijos. Primero vos, y después yo, que soy el más grande. Todo me lo contó el viajante de Misiones. Yo al principio creí que hablaba de otra persona. Hay tantos Sprintz, quiere decir esperanza, sprintz. Pero después estoy seguro que hablaba de papá, que papá se fue y tuvo otros hijos.

BORIS: Cada vez que mamá tiene una crisis nos trastornamos todos eso pasa.

ARIEL: No estoy trastornado. Mirá, estoy tranquilo.

ANITA: Si vos querés hablamos a solas de lo nuestro…

BORIS: Te estaría haciendo una broma, el viajante.

ARIEL: Tiene una mujer que sí se llama distinto, se llama Rosa. La habrá elegido por el color? O porque le gustaba la mujer?

BORIS: Ariel, terminála. Habrá visto que sos un cabeza hueca y te hizo un chiste.

ARIEL: Pablo le dijo: Aprovechemos que no está Luis, el jefe, y llamemos a Posadas. Así hablás con tu papá. Llamamos…

BORIS: Vos me estás hablando en serio?

ARIEL: Sí, papá vive. Hablé con papá.

BORIS: Con papá?

ARIEL: Sí, con papá.

BORIS: Debe ser un impostor y se está burlando de vos.

ARIEL: Y por qué?

BORIS: No sé. Anita, ¿vos no le habrás estado coqueteando a Pablo?

ANITA: Qué querés decir?

BORIS: A lo mejor lo enamoraste a Pablo, también. Le diste ilusión, después no le cumpliste y ahora en venganza le hace ese chiste de mal gusto a este cabeza hueca.

ARIEL: Pablo no es chistoso.

ANITA: Me estás insultando, Boris.

ARIEL: Por eso nunca fuimos a la tumba de papá. Que ella dice que no lo enterraron, que lo cremaron y después hicieron volar sus cenizas ya no sé dónde.

BORIS: En las Cataratas del Iguazú.

ARIEL: Cómo vos y yo fuimos a creerle eso de las Cataratas del Iguazú, las cenizas, a mamá?!

BORIS: Cómo sabés que era papá?

ARIEL: Era papá y punto.

BORIS: Pudo haber sido cualquier otro, haciéndose pasar por papá. Si vos no te podés acordar de la voz de papá. Hace treinta años que se murió.

ARIEL: Me hizo así con la manito cuando se fue, pero mamá me metió para adentro enseguida. Por eso lo primero que le pregunté es: Por qué le pusiste los mismos nombres que a nosotros a tus otros hijos? Porque los extrañaba mucho a ustedes, me dijo papá.

ANITA: Tiene su lógica.

BORIS: Calláte, Ana Laura.

ANITA: Ariel, lo que yo te quiero decir es que Boris y yo estamos enamorados.

ARIEL: Después, Anita, por favor. Sabés qué me dijo papá? Qué lindo que me llamaste, hijo. Me habló como si nos hubiéramos despedido ayer. Así, con la manito…

Boris se sienta al lado de su hermano, en exactamente la misma posición que él. Parecen coreografiados. Están tiritando de frío.

BORIS: Mamá regaló la estufa. Esa no hubo manera de sacársela a los linyeras.

ANITA: Son gente pobre; está muy necesitada.

BORIS: Eso dice mamá.

ARIEL: Le pregunté: Por qué no volviste, papá?

BORIS y ANITA:

ARIEL: No sabe.

BORIS y ANITA:

ARIEL: No sé, me dijo. Mamá estaba enferma, te necesitaba. Tenías dos chicos; el Boris era un bebé. A una familia no se la abandona como a un zapato viejo. Hay deberes, hay obligaciones con la esposa de uno… Me habló del corazón, del corazón de él. Yo no pude entenderle.

ANITA: A lo mejor tuvo un infarto.

ARIEL: Vos no tendrías que estar acá escuchando, Ana. Porque encima que entendés todo al revés, opinás. Andá a ver el catálogo de Telva con los vestidos de novia.

ANITA: Ya te dije que no me voy a casar.

ARIEL: Lo que vos quieras, Anita.

BORIS: No la eches así.

ARIEL: Papá no era enfermo del corazón.

BORIS: Capaz que sí. A fin de cuentas, ¿quién no es un enfermo del corazón?

ARIEL: Vos no estás enfermo de nada. Vos sos inteligente, estudiás, no salís a trabajar, comés de la mano de mamá, sos la luz de sus ojos. En una de esas si papá no se iba, yo también podía estudiar en vez de hundirme en la zapatería del primo Luis…

BORIS: Igual para mí no era papá el tipo con el que hablabas.

ARIEL: Quién era?

BORIS: Un pervertido, qué sé yo.

ARIEL: Capaz que tenés razón.

BORIS: Y sí.

Un tiempo en el que todos cambian de posiciones, andan, se alivian.

ANITA: Ahora puedo hablar yo?

Ariel saca un papelito de la chaqueta.

ARIEL: Llamemos por teléfono a Posadas y hablás vos con él.

BORIS: Te estoy diciendo que mamá es un peligro. Está despojándose de todo.

ARIEL: Entonces no querés llamarlo? Te acobardás.

BORIS: Ahora no, Ariel.

ARIEL; Me hacés mal, Boris. Esperaba de vos otra respuesta.

BORIS: Estás enojado, por eso obrás así.

ARIEL: ¡No! Estoy contento; encontré a mi papá vivo y vive en Posadas.

Anita se para delante de Ariel.

ANITA: Tenés que saberlo, Ariel.

BORIS: Basta, Ana!!

Ariel la aparta de delante de él.

ANITA aulla: ¡¡¡Ariel!!!

ARIEL indiferente: …

ANITA: Ariel, no me voy a casar con vos.

ARIEL: Está bien, no sigas. El problema que hay en esta casa, en esta familia, es que las personas no cumplen con su palabra. No es que sean delincuentes propiamente dichos. Hay leyes que no están escritas. El respeto, por ejemplo. No se pueden estar escribiendo todas las leyes para cada cosa. Hay que pensar un poquito con la cabeza.

BORIS: Ariel, no llames justo ahora. Mamá está esperando que le hable la secretaria del Dr Rausch para ir al entierro.

ARIEL: Mirá que yo no terminé séptimo grado, porque mamá me mandó a trabajar. Pero me doy cuenta, que uno piensa con la bragueta, otro piensa con la billetera… así no puede funcionar el mundo. La gente se despoja de sus obligaciones como quien se quita un abrigo raído. Corréte, Ana, que tengo que usar el teléfono.

ANITA: No, Ariel. Yo quiero que vos sepas.

BORIS: Papá no nos quiere; si tanto nos hubiera querido no nos habría dejado…

ARIEL: Justo eso es lo que voy a averiguar. ¿Era yo un despojo, un nadie, una basura, para que él me dejara así? Así con la manito le hice, no se le cayó una lágrima cuando atravesó la puerta. Mamá lo puteaba que daba calambre oírla.

ANITA delante de Ariel: Estoy enamorada de él.

ARIEL: Estás estorbándome el paso.

ANITA: Vos me oíste. Lo que pasa entre Boris y yo?

ARIEL: Ah!! Vos me estás diciendo que vos y mi hermano andan juntos?

ANITA: Sí.

ARIEL: No te dije que no sigas? No me cuentes más.

Ariel aparta brutalmente a Ana.

ARIEL: Dejáme llamar.

Ariel empieza a discar, corta. Vuelve a llamar. En uno de los cortes suena y nadie se anima a atender.

BORIS bajo: Llamaste por operadora?
Ariel hace que no, sigue sonando. La madre entra como un rayo, abrigada con su tapado de piel.

MADRE: Nadie puede atender?! (atiende). Sí, diga. Sara, Sarita! ¿Adónde? Ay, pobre doctor Rausch!!






Escena Seis



Ariel, Anita, Boris y la madre entran a la sala luego del entierro del Dr Rausch.
Está sólo el sillón.

BORIS: El doctor Rausch se abusó de vos, mamá?

ANITA: Boris, a lo mejor tu mamá no quiere hablar de eso.

MADRE: Nos perdimos la transmisión de los 30 años que el hombre llegó a la luna.

BORIS: Tiene doce denuncias por tocamientos impúdicos y relaciones sexuales no consentidas. Así dice en el noticiero.

MADRE: Terminála, Boris. Que me digan que el Dr Rausch era un violador es como que me digas que mi madre no es mi madre o que ustedes no son mis hijos.

ARIEL: Atendía a la gente de la alta sociedad.

BORIS: Conocía los resortes de la mente, dijo una paciente y después abusaba de ellas. Seis pacientes lo denunciaron por abuso y vejaciones y una enfermera atestiguó malos tratos con una paciente esquizofrénica, al que la vió pegarle. Vos no sabías nada, mamá?

ARIEL: A la gente así hay que darle un palizón que se le quiten las ganas hasta de vivir.

MADRE: No hables así, Ariel. El Dr Rausch está muerto y no se puede defender de las acusaciones. Todas calumnias que le hacen.

BORIS: Las denuncias fueron hechas unas semanas antes de que él se matara. Viste cómo estaban las mujeres atrás de la valla del cementerio?

MADRE: Yo lamenté no haber podido ponerle una flor. Tendrían que habernos dejado pasar.

BORIS: ¡Mamá, el Dr Rausch era una lacra humana!!!

Silencio.

MADRE: Sería lo que sería, pero era mi doctor. No lo estoy defendiendo: ahora ustedes dicen que es un monstruo. Será un monstruo, yo no lo sé…

BORIS: No llores, mamá. Nada más te preguntamos.

ANITA: Voy a hacer té.

Anita sale.

BORIS: Vos tenías relaciones sexuales con el doctor Rausch?

MADRE:

BORIS: Vos tenías sexo con el Dr Rausch? Es importante, mamá.

MADRE: No.

BORIS: Porque si lo hacías, por la razón que fuera, nosotros te vamos a apoyar para que lo denuncies.

ARIEL: Claro, mamá.

MADRE: Ustedes están locos. ¿Cómo voy a denunciar al Dr Rausch? ¿Para qué?

ARIEL: Alguna vez hay que decir las verdades que uno tiene para decir.

MADRE: No sé qué hubiera tenido de malo, que yo, una mujer viuda, con dos chicos a cargo, tuviera un amorío con su doctor…

BORIS: ¿¿Lo tuviste, mamá??

MADRE: A su manera todos nosotros somos necesitados como los que están allá afuera durmiendo en la calle. Todos tenemos un huérfano, rabiosamente muerto de hambre, que arremete contra todo y contra todos. Cuando yo era chica, mi papá, ese hombre que me subió al barco para venir a la Argentina y al que después no vi nunca más, me dijo: Dorit, vos nunca digás en voz alta qué necesitás o que tenés, porque pueden venir los malos y te lo van a quitar. Te vas a quedar desnuda como una lombriz, reptando y pidiendo a Dios te dé algo de buena suerte. Nunca digás lo que necesitás, nunca pidás ayuda a ninguno. Todos son malos.

BORIS: Mamá, decíme sí o no. Vos te acostabas sí o no con el Dr Rausch?

ARIEL: Vos te llamás Dorit, mamá?

MADRE: Mi padre me llamaba Dorit. Capaz que yo me llamaba Dorit, qué sé yo. Acá la tía me decía Lila. Lila sería la traducción de Dorit?

ARIEL: Vos te llamás Dorit. Papá dónde está?

MADRE: De qué hablás, Ariel?

ARIEL: Papá no murió.

MADRE: Ay, otra vez ese tema. Para mí está muerto y para ustedes debe estar muerto, porque su madre soy yo y yo los crié y punto. Si yo digo Asa está muerto, Asa está muerto.

ARIEL: Pero vive.

MADRE: No sé si vive o está muerto; yo en los designios de Dios no me meto.

ARIEL: Nos hiciste vivir diciendo que él estaba muerto.

MADRE: Fue lo primero que me salió. Estaba muy enojada; después ya no podía recular porque dije una cosa enojada.

BORIS: No puedo creer lo que oigo.

MADRE: Tampoco es tan grave. ¿Qué les faltó a ustedes? Nunca faltó un plato de comida; hubo que trabajar mucho, los tres tuvimos que trabajar mucho. Ariel, sobre todo. Pero la familia salió adelante. Yo te estoy agradecida, Ariel, por todo lo que hiciste; sos un buen hijo. No me mires así, el agradecimiento de una madre es leche y miel.

ARIEL: Vive en Misiones, tiene otra mujer. Tiene dos hijos a los que les puso el mismo nombre que a nosotros. Dice que vos lo echaste cuando te enteraste que él tenía una mujer allá, y que esperaba un hijo.

MADRE: Empezó vendiéndole un juego de living asturiano. Un sillón de dos cuerpos y dos sillones de dos cuerpos. Después la mesa francesa con cuatro sillas Morris. Cuando le vendió la cama de algarrobo con piecera doble, me temí lo peor. Pero ya había nacido Boris y no pensé… No lo creí capaz.

ARIEL: Es muy difícil, mamá, así. Muy difícil.

MADRE: Me abandonó con un bebé en brazos y otro que balbuceaba, Porque vos tenías cinco años y apenas hablabas. Pensábamos que tenías un retraso mental, alguna cosa. Claro que no te acordás de eso. La abuela Rica no se metió, escupió el nombre de Asa y nos pasó plata toda la vida. Dijo Si para vos Lila, él se murió; para mí él se murió aunque sea mi hijo.

ARIEL: No te creo, mamá.

BORIS: El le dijo a Ariel que la abuela sabía y que vos le pusiste un cuchillo al cuello a ella para que se callara.

MADRE: Cómo voy a hacer eso yo, con lo que la quería a la abuela Rica? Golpea las palmas: ¡Ana! ¡Anita, traé ese té! ¿Ustedes cómo saben tanto de tu padre?

ARIEL: Hablé con él por teléfono.

BORIS: Ariel dice que es papá.

MADRE: Ah, o sea que capaz te están engañando.

ARIEL: Es papá. Me dijo cosas que sólo papá sabe.

MADRE: Por las dudas, si te pide plata no le gires plata a ningún lado. Debe ser un truco nuevo.

BORIS: Debe ser papá… Podríamos esperar a chequear, pero…

ARIEL: ¡Basura! ¡Es papá, qué me querés robar todo!

MADRE cortante: Ariel, ¿cómo tratás así a tu hermano??

ARIEL: Me quitó a la Anita también.

MADRE: Qué?

ARIEL: Así como lo oíste.

MADRE: Qué locura es ésta, Boris?

BORIS: No es tan así, mamá. Después te explico…

MADRE: Explicáme ahora. Me venís a pedir cuentas que hago o qué no hago con mi pisquiatra de toda la vida y… algo me olía yo. Pero no podía creer que traicionaras así a tu hermano. Qué feo, Boris. Ariel estás llorando?

ARIEL: No estoy llorando, mamá.

MADRE: No llores, hijo. Yo siempre te quise más que a este avechucho. Ahora me vuelve el alma al cuerpo, porque tenía el corazón acá atragantado desde que te regalé el telescopio.

BORIS: Me lo compré yo. Peso sobre peso. No tenés que echarme en cara…

MADRE: Se lo regalé a los menesterosos de abajo del puente. Quién dijo que a los menesterosos no les gusta mirar a las estrellas?

Boris sale corriendo a su pieza, sollozando, a comprobar que esté el telescopio.

MADRE: La gente es mala. Eso pasa. Opina mal.

Ariel se arrebuja en la falda de su madre. Ella lo acaricia.

MADRE: Chiquitito.

ARIEL: Seguro regalaste mis botas.

MADRE: Sí.

ARIEL: Tenían piel de cordero adentro. Eran bien calentitas.

MADRE: Nunca hay que necesitar nada, Ariel. Ya ves lo que pasa cuando necesitás algo; te hieren en el corazón de tu necesidad.

ARIEL: Ya sé.

MADRE: Vos la querés a Anita?

ARIEL: Sí.

MADRE: Querés que la rete? Está muy mal lo que ella hace con vos. Querés que te la maldiga bien hasta que le dé espanto?

ARIEL: No sé.

MADRE: Llamála.

Ariel sale, busca a Ana. Anita entra temblorosa con el té y el azúcar.

ANITA: No hay azúcar.

MADRE: Yo no le pongo más azúcar al té. Trae enfermedad el azúcar.

ANITA: Lila, ya sé que Ariel le dijo y…

MADRE: Estuviste muy mal, hijita.

ANITA: Perdóneme.

MADRE: No, no. Eso no. Porque si el mal está hecho, está mal que te perdone. Vos eras una buena chica y ahora hiciste un mal.

ANITA llorosa: Si usted me perdona, Lila, yo me caso con Ariel. El problema no es él. Soy yo que a veces me confundo… porque me dá miedo el matrimonio y… Boris, él.

Ariel entra, se queda espiando por la ventana hacia la calle.

MADRE: Boris es un estúpido; Boris usa pañales todavía. No te lo dijo, pero se hace pis en la cama. Nunca lo pudo remediar; le viene angustia y se hace pis. Cuando era chiquito, yo le ponía un cuartito de las pastillas que me daba el Dr Rausch en la naranja fanta para que pudiera retener la orina, pero no hubo caso. ¿Nunca te preguntaste por qué la habitación de Boris huele tan mal? ¿Y vos, una muchacha grande, te vas a unir a un chico que todavía mea la cama?

ANITA: Me caso con Ariel.

MADRE: Hay que ver si él quiere. Ariel parece un bruto, pero tiene el corazón sensible. Vos se lo heriste, vos… Ariel, vení. Qué hacés ahí atrás? Me doy cuenta que estás atrás nuestro haciéndote el tonto.

ARIEL: Hay un hombre en la puerta.

MADRE: Qué?

ARIEL: Un hombre en la puerta. Lo acompaña otro más joven, como de mi edad.

MADRE: Debe ser un menesteroso. Esperá.

La madre se levanta, va hacia la puerta. Se oye un rasguido y en off

MADRE off: Aquí tiene. Pero no hay más.

La madre vuelve a entrar. Trae medio tapado de piel. Lo rasgó a lo largo, tiene una sola manga. Anita y Ariel la miran asombrados.

MADRE: No dice Jesús que hay que darle el abrigo a los necesitados?

ARIEL: Vamos a tener mucho frío esta noche.

ANITA: Si querés le pido a papá la estufa de cuarzo del negocio, que de noche no se usa…

Baja corriendo Boris de la escalera y gritando.

BORIS: Afuera está papá. ¡Papá vino a vernos, a buscarnos!

MADRE: Pero no! Vení, Boris. Qué abombado.

Boris corre a la puerta de calle, Ariel lo sigue.

MADRE: Anita, decíles que cierren la puerta que entra frío. Y que se vayan a charlar con el padre a un café, a un bar. No me van a meter a ese crápula adentro de la casa.

Entran los dos hijos arrastrando los pies.

BORIS y ARIEL: Mamá…

MADRE: No pienso hablar con él. Nunca lo voy a perdonar.

BORIS: Son dos Inspectores de la Policía. Tenés que ir a declarar.

MADRE: ¿Yo? ¿Por qué? Yo todo lo que hice fue consintiéndolo. El me dijo que me quería y yo a mi manera y como podía, lo quería también.

ARIEL: Yo te acompaño a declarar, mamá.

MADRE: Adónde? Yo no voy a ir a ningún lugar.

BORIS: Tenés que ir; te van a llevar a la fuerza sino.

MADRE: Jamás.

BORIS: Mamá, ¿vos te acostabas con el Dr Rausch?

MADRE: Qué tiene que ver eso ahora?

BORIS: Te acusan.

MADRE: Yo me dije Uno me deja, dos no me van a dejar. Había sufrido mucho con tu padre y pensé… pensé que esto con el doctor era sincero. Las otras pacientes habrán pensado lo mismo, claro. Estaba deprimida y él… Él. Pobre doctor Rausch.

BORIS: Te acusan de homicidio.

MADRE: No voy a hablar.

ARIEL: Debe ser un error, mamá.

BORIS: Le pusiste veneno para ratas en el té. Encontraron abajo del puente, en la caja de adornitos que le diste a los linyeras el pote de raticida que usaron con el Dr Rausch. Que usaste vos, dicen…

MADRE: Pasáme la cartera, Ariel. Será mejor que vaya a la comisaría y arregle este asunto. A ver si todavía paso por asesina de un hijo de puta. Al final, va a ser más importante si lo mató una paciente o si era un hijo de puta con las pacientes. ¿Podemos ir en el coche de Ariel o hay que ir en el móvil de la policía?

ARIEL: En el móvil, mamá.

MADRE: Anita, traéme el collarcito de perlas que está en el cajoncito de la mesa de luz. Que eso me hace más seria, más elegante. Apuráte.

Anita corre ida y vuelta.

ANITA: No está, Lila.

MADRE: Lo habré regalado.

BORIS: Estás bien así, mamá. No los hagas esperar.

MADRE: Parece que tenés apuro por sacarme de encima. Para enredarte con esta tilinguita.

BORIS: No, mamá…

MADRE: Bueno, cuiden todo hasta que vuelva. La madre mira el ambiente. Qué desastre esta casa, las paredes vacías cómo quedaron. Qué desastre esta casa. La culpa, la culpa se come la casa más rápido que la rata.
La madre sale.



Fin de Escena 6

Apagón. Fin de la obra DESPOJO






-PATRICIA SUAREZ. Nació en Rosario en 1969. Es dramaturga y narradora. Así como escritora de libros para niños.
Como dramaturga escribió la trilogía Las polacas. Recibió el premio Scrtittura de la Differenza por su obra Edgardo practica, Cósima hace magia en Nápoles, Italia, en 2005 y ese mismo año recibió el 2do premio del 6to Concurso de obras inéditas del INT por El tapadito, montada en 2006 por Hugo Urquijo y y nominada a Mejor Obra Argentina por los Premio Ace. Obras suyas fueron representadas en el extranjero como La rosa Mística en el Proyecto Padre, del Teatro San Martín de Caracas, de la mano de Gustavo Ott (2009), Disparos por Amor dirigida por Jorge Cassino en Madrid (2010) y La engañifa, espectáculo de Marta Monzón basado en en Las Polacas, en La Paz, Bolivia, en 2011; también en 2011 la puesta de la obra para niños Aventuras de Don Quijote dirigida por Hugo Medrano en el Gala Theatre de Washington DC y en 2014 en Teatro Mirador de Madrid, RUDOLF, dirigida por Cristina Rota; las lecturas de las obras: Herr Klement en la Radio Polaca Nacional (2010), La chica serbia (2011), Chiclana, Cádiz; Casamentera (2012) en la State University de Ohio; Rudolf (2012) Madrid, España y La huelga de las escobas (2012)
en co-autoría con M. Ogando y R. Aramburu, en el Teatro Stabile di Genova . En 2011 recibió el I Premio Latinoamericano Argentores por su obra Natalina.  Fue coordinadora en el Teatro Nacional Cervantes junto a Adriana Tursi el Ciclo de Teatro Semimontado AUTORAS ARGENTINAS.  El musical Las Polacas  fue puesto en escena en el Galatheatre de Washington DC en 2015, los mismo que Las nuevas aventuras de Don Quijote, bajo la dirección de Hugo Medrano. Ese mismo año se estrenaron las obras Solamente una vez dirigida por Carlos Cordera en La Paz, Bolivia y El puerto de los cristales rotos en el Teatro Avante de Miami, dirigida por Mario Ernesto Sánchez. Recibió durante tres años consecutivos el Premio Estrella de Mar de Mar del Plata en 2014 como autora de El corazón del incauto, en 2015 por Maldad y en 2016 la obra Natalina fue premiada como mejor drama. La obra La Virgen del Colibrí recibió en 2015 el Premio Anual de la Legislatura de Buenos Aires.  En 2016 su obra Shylock fue el 2do premio de I Premio Pop Drama de Caja Granada, la cual está siendo traducida al inglés. Durante 2017 la obra Benilde recibió el premio Estrella de Mar a mejor producción, y fueron puestas en escena las obras El juicio de Rica por Claudio Aprile, Carmencita por Mariano Dossena y Querido San Antonio por Marcela Walter Sallas es Houston, Texas. Actualmente está por estrenarse en el teatro Regina de Buenos Aires Solamente una vez una comedia romántica de teatro y música.















En el censo azul del horizonte*



En el censo azul del horizonte,
vencedor y vencido son un solo cadáver.

El campo de batalla no reconoce dignidades;
no hace distinciones ni permutas.

La sangre accidental del derrotado
y la sangre del héroe victorioso
se buscan bajo tierra
hasta descubrir que no son tan distintas;
se mezclan bajo tierra
y encuentran las raíces
del árbol poderoso
que nacerá mañana,
y allí, entre los ramajes,
vencedor y vencido son una misma savia.

Toda batalla entraña
infinitas derrotas
y una sola victoria,
efímera como la ola
que apenas rompe se retira
para no volver más.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De El horizonte traicionado.

















El último día de septiembre*




*Novela de Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




(Parte 4 de 10)





Llegar a la ciudad nueva fue un evento extraño. Las calles eran más angostas y las avenidas eran menos transitadas. El colegio fue un escenario peligroso. Apenas recuerdo a mis primeros amigos. Sin embargo, creo que me adapté. Al avanzar en los grados escolares me sentí desplazado, pero no por algún tipo de discriminación o sarcasmo evidente. Sólo me gustaba recluirme, evitar las fiestas y las reuniones. En aquel entonces empecé a leer. Eran libros de todo tipo, de portadas brillantes e imágenes de extraterrestres o monstruos. También había aventuras medievales, duelos entre diestros espadachines, leyendas que no enseñaban en la escuela. Me tumbaba bocabajo en la cama y leía en las tardes, después de comer. Con el tiempo me dio por escribir aunque, desde aquel entonces, no pude hilar ninguna historia completa, sólo escenas que parecían inconexas. Me gustaba la sensación de no pertenecer por completo a un grupo escolar, de conservar una especie de independencia, de rebeldía secreta y silenciosa. A los demás parecía no incomodarles y pocas veces se acercaban a mí, como si estuviera hecho de aire, como si mis acciones fueran prescindibles para ellos. Crecí y, con alguna reticencia de mi madre, empecé a recorrer la ciudad por mi cuenta. Exploré algunas rutas del transporte público. Cuando me preguntaban la razón de mi mudanza les contaba del terremoto. Sin embargo, en el fondo, sabía que había algo más. Y entonces imaginaba aquellos días de septiembre y la imagen de mi familia en la ventana, mirando el estacionamiento, algunos árboles moviéndose mientras varios objetos caían de los estantes. Trataba de recordar más eventos, escenas de años anteriores o posteriores. Sin embargo, las referencias eran turbias. Aquel 19 de septiembre de 1985 se había afianzado en mi mente, había extendido sus límites hasta devorar los hechos de otros días. Por eso, cuando recorría las calles de la nueva ciudad pensaba en el azar de las decisiones. Pensaba en alguien como yo, un doble mío, con mi rostro, mi ropa, alguna manía como observar a la gente por la ventana, viviendo en la ciudad de México, subiéndose al metro, comiendo en algún restaurante barato de una de tantas colonias hirvientes de tráfico y de gente. Este hombre no habría sufrido los estragos de la timidez y, estoy seguro, habría seguido un camino opuesto al mío. Cada decisión mía era sustituida, casi al instante, a muchos kilómetros de distancia. Tenía la fantasía de encontrar a ese alguien cuando viajaba a la ciudad de México. Sería difícil pues, con el tiempo, buscaríamos lugares distintos para tomar un café o pasar la tarde. Tal vez sería casado, con hijos y un trabajo estable. Acabaría sus jornadas sin dudas, satisfecho. No sabría su origen. No tendría sospechas de su relación conmigo, de su génesis a partir de una decisión, un cambio, un gesto distinto en el paisaje, una serie de hechos conectados entre sí, una reacción en cadena iniciada desde hacía mucho tiempo. Ese yo desprendido, cuyo origen más visible era una mudanza que, en su caso, no se había llevado a cabo, se reafirmaba hora tras hora hasta ser más real que yo. Por eso la necesidad de fabricarlo, potenciarlo desde mi imaginación para conocerlo mejor. Me gustaba imaginar que un buen día, en algún viaje a la ciudad de México, lo reconocería en alguna calle, en un pasillo de un centro comercial o en la fila de alguna tienda. Lo más probable es que me quedaría observándolo desde lejos porque sabría, intuitivamente, que sería detestable para mí. Al principio pensé que el odio aparecería casi al instante porque ese yo, ese doble, habría podido superar todas las pruebas en las que yo había fracasado. También pensé que mis pequeñas victorias, aquellos momentos en que me había sentido satisfecho, eran situaciones que pasaban desapercibidas para él: la compra de un refresco, la espera en el auto mientras el semáforo cambia a verde, el locutor de una estación de radio anunciando las tres de la tarde.




***




¿Qué es Mérida? Mérida es un lugar al que no se llega. Mérida es un viaje de quince horas. Mérida es la incandescencia de una naranja en la tarde. También es el cuerpo de ella, la fiebre que convoca alguna palabra. Mérida es una cuadra que, a su vez, contiene un grupo de calles cuyas piedras permanecen calientes durante las noches, como si vinieran de las entrañas de la tierra. Mérida es la llegada a un motel sucio, silencioso, con huellas de encuentros oscuros, visitas a la carne y a la saliva. Mérida es el miedo a perder algo: quizás la rutina, la seguridad que llega, puntual, cuando no se tienen grandes expectativas. Mérida es la figura de alguien en una ventana. Ese alguien es R. Él piensa que su vida es un truco de magia, pero aun así piensa en su vecina y en Mérida como una ilusión. Mientras mira por la ventana trata de creer esa mentira. Trata de creer que está a punto de llover aunque el cielo parezca una superficie azul y estéril. Va a una libreta en la que ha apuntado hechos dispersos de los últimos días. Intentó, durante algún tiempo, medir sus encuentros con ella, desde que se mudó al edificio y su presencia era, apenas, unos pasos en la escalera y él vinculaba ese trayecto con la migración, casi mínima, de las palomas en la Catedral; con la persistente letanía de los vendedores de comida en las esquinas, con manos depositando monedas y lentas voces escondidas en el humo de los cigarros en las mesas al aire libre. Intenta escribir pero se detiene casi de inmediato porque necesita un poco de certidumbre, combatir la sensación de que los días pasados son peces confundidos en sus colores, tranquilos reflejos explusados del vaso que sostiene y que, de pronto, desaparecen. Da un sorbo. El agua desciende. Cae la hoja de un árbol en Mérida. Leves ramas se agitan y luego se quedan quietas, como una respiración suspendida. R se aleja de la ventana y escucha los pasos de ella en la escalera. Esa noche, a pesar de los pronósticos que indicaban lo contrario, llovió





***



Llegaron a casa después de la cremación. R sabía que en ese momento empezaría a suceder la muerte de su madre. La muerte, hasta ese entonces sujeta a una imagen, a un instante preciso, ejercía su peso en el sillón, en los cojines que ella acomodaba escrupulosamente, en la alfombra devastada que tantas veces había intentado cambiar. Los tres se sentaron, exhaustos, como salidos de una feroz batalla de la cual apenas eran conscientes. R llegó a la cocina y miró el jardín. ¿Quién lo cuidaría ahora? En el segundo piso estaba la recámara de su madre, tal y como la había dejado la noche anterior, cuando comenzó a sentirse mal del estómago y vomitó la cena. R, en ese momento, estaba en el departamento, mirando la televisión, ignorante de todo, inocente de esa muerte que aún no se abatía. Era domingo y era septiembre. La había visto en la tarde. En ese último encuentro ella, antes de despedirse, se sentó con dificultad en la cama. Después se acomodó el camisón sobre las rodillas huesudas y pálidas. Se acercó a él y lo tomó de la mano. Estuvieron en silencio por unos segundos. Luego ella dijo, en voz baja, como si le contara un secreto, que quería salir, sentir el calor del sol en su piel; estaba harta de la habitación, de pasar del sillón a la cama, de la cama al sillón, del sillón al baño. Estaba harta de esos recorridos mínimos que acentuaban su condición de presa, su vulnerabilidad. Pero no tenía fuerzas para contrarrestar el feroz embate del cáncer. El vientre se le había abultado y esa transformación de su cuerpo la había debilitado aunque aún podía caminar unos pasos. R presentía el final pero posponía la idea para no enfrentarla. Ella, a pesar de su alejamiento de la religión, creía en dios; el dios de las redenciones innecesarias, el dios que le mostraba en esas últimas semanas los errores de su vida y, así, la preparaba para una despedida en calma, lejos de aquellos años de lucha y de rabia. Sin embargo, esa redención tenía algo de juicio, de castigo por un fracaso gestado durante largos años. Los tres se quedaron un rato en la sala, sin saber si comer o emprender alguna acción irrelevante que los regresara paulatinamente a sus actividades cotidianas. R guardaba en su celular los mensajes que le mandaba su madre. Al final ella ya no tenía fuerzas o lucidez para contestarle y le dejaba saludos con su hermana. “Estoy bien”, “Duerme”, “Te quiero mucho”. R caminó por la cocina y miró las notas de su madre distribuidas estratégicamente en papel adhesivo de color amarillo. Algunas estaban en el refrigerador; otras en un calendario a un lado de la puerta que daba al jardín y en las entradas de las recámaras. Las notas incluían números telefónicos de doctores, frases que se dirigía a ella misma y en las que se decía que iba a estar bien, que era más fuerte cada día, que iba a superarlo. También, en el calendario, había un cuidadoso registro de las medicinas y de los tratamientos alternativos que decidió seguir cuando ya no quiso ir a las sesiones de quimioterapia. Las potentes medicinas la habían devastado: su rostro lucía carcomido y algunas veces fueron necesarias transfusiones de sangre para recuperar el conteo de glóbulos blancos. Después de una sesión su interior era un campo erosionado, una superficie sin vida indefensa ante cualquier enfermedad. Su existencia era un castillo de naipes, una estructura de aire, el sueño de alguien que está a punto de despertar. Entonces, no volvió al hospital. La próxima cita llegó y ella se mantuvo en el sillón, mirando la ventana, con la secreta convicción de que su cuerpo se iba a defender por cuenta propia o iba sucumbir con dignidad. Ya no más esas filas interminables para recibir el tratamiento. Ya no más la agobiante espera del taxi mientras sentía que sus huesos se resquebrajaban y el aliento se le iba. R se despidió de su padre y su hermana. Emprendió el regreso a casa. Atrás quedaba su adolescencia, muchos años de juventud y, en una de las habitaciones, una cajita con una cruz, llena de cenizas.




***




Siguen caminando. Los tres hombres se bambolean entre pequeños derrumbes. Son las únicas personas en la calle. No importa que la lluvia arrecie y haga el camino de regreso más difícil. “Hay algo de heroico cuando uno busca un último trago”, piensa Ezequiel. Roberto y Jonas caminan juntos. La lluvia excava caminos junto a restos de banquetas, erosiona el paisaje hasta volverlo un escenario primitivo. A lo lejos las luces son más brillantes. Sus ojos se afianzan a la ruta luminosa de las calles que están más allá, calles asfaltadas con cemento hidráulico, que conducen a edificios recién construidos y a centros comerciales que están repletos los fines de semana. Los tres hombres pasan junto al cadáver de un camión del transporte público. Huele a podredumbre húmeda, a tierra mojada durante mucho tiempo. El alcohol los sigue moviendo: durante el trayecto se transforma en una presencia que los persigue, una presencia que les exige cosas, les hace prometer incoherencias, los obliga a repetir las mismas palabras.





***




“¿El cáncer es una deuda que muchos tienen que pagar? ¿Qué pensamiento provoca una alteración en las células? ¿Es una enseñanza? ¿Una selección aleatoria para recordarnos que somos débiles, que nuestro cuerpo puede devorarse a sí mismo?”. R no pudo seguir escribiendo. Miró el calendario en la pared: 15 de septiembre. En las plazas había gritos. En un par de horas habría cohetes y fuegos artificiales. Ella, aprovechando los días festivos, había regresado a Mérida. Le contó el día anterior, después de hacer el amor, que necesitaba visitar a su familia. La palabra “Mérida” apareció en sus labios como un objeto extraño, artificioso. Él no hizo demasiadas preguntas. Ahora sólo podía prender el televisor y mirar en las noticias los preparativos para la celebración nocturna. Se sintió un poco enfermo. Había cosas que revisar en su computadora. Sin embargo, decidió postergar la labor. Fue al refrigerador por una cerveza. Pensó en el gato que aún no tenía nombre. En las madrugadas podía escucharlo. A veces sobre las macetas, otras sobre las hojas que se desprendían de los árboles de la acera y que cubrían algunas zonas del piso. Siguió entrampado en sus pensamientos. ¿Qué haría si en futuro le detectaban cáncer? ¿Qué deuda tendría que pagar? ¿Valdría la pena sufrir hasta el final? Bebió un trago. Pensó en su madre. Pronto se cumpliría un año de su muerte. Trató de recordar una imagen lo suficientemente clara de ella. Septiembre parecía recomenzar en esa semana, volver al primer día. Recordó a su madre pintando cerámica. Fue un corto periodo en el que se hizo de una caja de pinturas, pinceles y figuras horneadas, de color blanco, que ella decoraba con paciencia y minuciosidad. También pintaba tazas, tarros y adornos que le llamaban la atención. R trató de identificar si en aquella época le habían detectado cáncer por primera vez o si aún faltaban años para el anuncio. Él recordaba una noche en el estudio de la casa. La luz amarilla de una lámpara. A un lado, el librero. La memoria era imprecisa para recordar las palabras de su madre en aquella reunión después de su visita al laboratorio. Sin embargo estaba seguro de que ella se había conservado ecuánime a pesar del temblor incipiente en sus ojos y el brillo intenso en sus pupilas que evidenciaba una lucha por no entregarse a las lágrimas. El nombre de la enfermedad salió de su boca y, en ese momento, él corrió a su cuarto para mirar la ventana que daba a la calle. Después, sin poder contenerse, pateó una pila de ropa y la puerta de un armario. Semanas más tarde conservó la serenidad durante los tratamientos, cuando ella despertaba en las madrugadas por un vómito inminente y había que acudir para ayudarla y acercarle una cubeta. Después de un año el cáncer cedió y hubo un paréntesis, una tregua disfrazada de amenaza que servía para recuperar fuerzas y buscar la normalidad. Quizás pintar cerámica la ayudaba a concentrar la mente y no someterla a eventos del pasado. La selección de colores y el cuidado que ponía en cada pieza le permitían olvidar la enfermedad, sentirse nueva, lejos de la historia de su familia, de sus padres siempre lejanos, disponible en un ahora que a veces era tan frágil como un pedazo de madera llevado por la corriente de un río. R lloró mientras la veía agonizar en el cuarto del hospital y, mientras los paramédicos la trataban de reanimar, volvió a dar varias patadas, esta vez, a una mesa alta con ruedas que servía para dejar los expedientes médicos. Antes de ese día no había derramado una lágrima y no sabía si debía sentirse culpable por ello. Algunas figuras de cerámica se vendieron rápidamente. El cuidado que ponía su madre en la decoración, en los detalles, las hacía atractivas para sus amigas que se las compraban sin regateos. Un día dejó de pintar. Las pinturas se quedaron en la caja. No supo si había dejado alguna guardada porque después de su muerte decidió no investigar en sus pertenencias, no avivar recuerdos.





***




La miró salir con su maleta y tomar un taxi. Quiso decirle que la acompañaba a la terminal de autobuses pero supo, instintivamente, que era una mala idea, que no lo dejaría. El beso de despedida fue lento y pensó, por un momento, que no la volvería a ver. Regresaría a sus tardes solitarias y a su observación reiterada y enfermiza de los departamentos vacíos. Elucubraría teorías cada vez más fantasiosas que explicarían por qué no se rentaban. Las versiones más obvias indicarían algún encantamiento o un fantasma que echaría a los inquilinos a las primeras de cambio. ¿Cuándo regresarás? El lunes, sin falta. Le molestó aferrarse a las cosas. Le molestó depender de ella y esperar con ansias ese último día de septiembre. ¿Qué eventos ocultaba su relación? Ella lo sumergía en un ámbito efímero y, al mismo tiempo, seguro. ¿Algún día visitaría su departamento? Estaré aquí. Quizás podamos ir a cenar a tu regreso. Ella asintió con la cabeza. Sí, quizás, la invitaría al departamento. Notaría de inmediato el desorden. Un suéter que quedó esperando una tarde lo suficientemente fría como para ameritar su uso. Quizás miraría con curiosidad una cinta adhesiva en la mesa, como si fuera el juguete olvidado de un niño y dudara preguntar cuál era su lugar o a quién pertenecía. También llamaría su atención una reproducción de Renoir recargada en lo alto de un librero porque R no había decidido dónde colgarla. El invierno se acercaba. Ella arrastró su maleta por las baldosas y llegó a la acera. El taxi pronto llegaría. R imaginó el departamento de ella, la cama tendida y los sillones en los que la desvestía con urgencia, como si tuvieran escasos minutos para el amor antes de que un evento desconocido cambiara el transcurso de las cosas. Ella parecía distinta en la espera. En cierta forma, mientras los ojos esperaban la llegada del taxi, recuperaba su papel de desconocida en una papelería, en una calle iluminada por las luces de los aparadores. Se acordó del gato y lo tomó de la mano. ¿Le darás de comer hasta que regrese? Claro, lo prometo. Después le encontraremos un nombre. R volvió a imaginar la cita futura, la esperada entrada de ella en su departamento y su encuentro con una pila de libros, con su frágil equilibrio, y la infructuosa búsqueda de una lógica, un orden. Había de todo: novelas, crónicas, poemarios que, de tanto leerlos, tenían la portada un poco ennegrecida. No hacía viento. A partir de septiembre el tiempo transcurría rápido y lento, como la espera del taxi y su vida que volvería a quedar en blanco. Cuando el auto se acercó, R pensó que eran pocos días de ausencia, que no tenía sentido su nostalgia. Se dieron un último beso y ella abordó.
Saludó al taxista y le dijo que iba a la terminal de autobuses. Se sintió cansada. El dinero se acaba y mis padres no me enviarán más si nos los convenzo. Quisiera decirle la verdad. Contarle que, a veces, quiero acabar con todo, terminar la farsa en que se ha convertido mi vida. ¿Regresaré? ¿Por cuánto tiempo? El taxi se detuvo en un crucero. Un payaso con el maquillaje corroído hacía acrobacias. En un semáforo cercano un hombre hacía malabares con fuego. Mi padre, con su voz grave, su gesto duro y preciso, recorriendo las enormes habitaciones de la casa, sacando cuentas de sus negocios. Él no cree en esta ciudad, quizás yo tampoco. Ahora, el regreso al hogar, contestar las preguntas de rutina con palabras de un fantasma. ¿Qué sigue? El taxista la miró por el espejo retrovisor. A él también le podría mentir, decir que voy a Madrid o a París, que me hospedaré en un hotel de cinco estrellas porque soy una persona muy importante. Tal vez alguna mentira termine por engañarme a mí misma. El auto, después de cruzar una parte de la ciudad, llegó a la terminal. Se formó en la fila para comprar boletos. Sería un largo viaje. Había previsto, semanas antes, viajar en avión, pero había comprado una cámara fotográfica y un par de abrigos, una decisión de última hora, un capricho que satisfacía con urgencia cuando estaba aburrida y él aún no volvía del trabajo. Ella esperaba su figura bajo las lámparas de la calle. A veces se detenía para comprar pan o cervezas. Tendría que inventar algún pretexto para justificar su llegada en camión: la colegiatura había aumentado, libros muy caros, la renta del departamento que tuvo que adelantar por cuestiones administrativas del edificio. Sus padres, demasiado enfrascados en sus vidas, apenas le prestarían atención. Por eso huía, para alejarse de la órbita familiar demasiado cenagosa, quizás entrampada por el calor, por las calles blancas que parecían hervir hasta en la penumbra.





(Continuará)


*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.













*

Volver a la intensidad de esos ladridos que hacen disparar a los pájaros como proyectiles. Volver a la intensidad donde Lázaro es detenido en la muerte. Donde el propio lobo de adentro me mastica de a poco, suavecito y brutal, interminable.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com








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