*Foto de Silvana
Surra.
4 poemas de Cecilia Romana que pertenecen a su libro Callao 1824.
La carta que
dejó
Tres líneas
legibles. El resto, Dios sabe.
Es Ramón
Estomba, el que ya no habla.
Díaz, Lista,
Videla, Reaño, anota
con caligrafía
minúscula sobre un papel
gorrino.
Manuel, abogado, ¿por qué no vio
al enemigo? Y
esa mujer,
¿qué hacía allí
esa mujer? María del Valle, escribe.
María. No
india, no mestiza. María,
y dos hijas.
Hace memoria.
Eran dos, y el español cayendo
sobre todos
como una gran frazada.
Se esfuerza,
Ramón Bernabé Estomba,
piensa, en su
lugar qué hubiera hecho, Dios mío,
que habré hecho
mañana.
Escupe en la
punta de su pluma.
Firma.
Más tarde
agrega: nadie tiene culpa en lo que hago, ni hoy,
ni nunca.
El punto final
es una mancha.
En instantes,
será un agujero.
El derecho
de propiedad
Alguien te
nombra
y el cuello de
tu saco
deja de ser
completamente mío.
Así ocurre:
anotan tus iniciales
y mi propiedad
caduca.
Cualquiera
puede verte,
opinar por sí o
por no
acerca de tus
cosas.
Cualquiera le
pone precio
a lo que te
costó años,
décadas.
Pero mi ley es
diferente.
Yo no considero
por sobre
mis derechos
los del prójimo
no importa
quién sea.
Bastaría con
que me dijeras lo contrario
para cambiar de
parecer.
Pero tampoco
sería justo.
¿En qué mundo
viviríamos
si no hubiera
ley, si no existiera
acaso
la mismísima
regla que nos mantiene separados?
La casaca de
Luna
en manos de
Manuel Silvestre Prudán
San Silvestre
instauró el domingo como día sagrado.
Murió santo,
pero no mártir.
Sin conocerlo,
Prudán hizo al revés, porque su vida
no tuvo ni una
pizca de santidad.
El heroísmo no
cuenta. Era joven
y su mayor
pecado fue recibir una casaca nueva
para ponerla
encima de la que estaba usada.
El tema es
Estomba
Es complejo
tratar de encuadrarte
en un libro. Te
vas
siempre de
tono.
No importa qué
corrija, cómo tuerza la verdad
para convertir
lo negro en blanco, lo inaceptable
en cosa
corriente.
Más allá de la
métrica –que me importa
cada día
menos-, el tema
es modificarte
de forma tal
que entres en
cuadro.
*De Cecilia Romana. ceciliaromana@gmail.com
-Cecilia Romana nació y vive en Buenos
Aires.
Es escritora y
licenciada en Artes y Ciencias del Teatro. Lleva publicados siete libros de
poesía, cuatro de relatos infanto-juveniles y varios volúmenes escolares para
nivel inicial, primario y secundario en Kapelusz y Santillana. Ha ganado el
Premio de Poesía Iberoamericana Sor Juana Inés de la Cruz (2006), el Jaime
Sabines (2006) –ambos en México-, y dos veces el Segundo Premio del Fondo
Nacional de las Artes en Poesía. Sus poemas han sido traducidos al francés,
inglés, portugués, italiano y polaco, y forman parte de antologías argentinas,
latinoamericanas y estadounidenses. Colabora asiduamente en las revistas Fénix
(Córdoba), Espacio Murena y Hablar de Poesía (Buenos Aires), como así también
en el diario El Litoral, de Santa Fe.
Los poemas de
esta selección pertenecen a su libro Callao
1824 próximo a salir por editorial Leviatán.
LOS AMIGOS*
Para Roberto
Vega y Toto Míguez
Cuando mi
cuerpo descansa bajo esa larga sombra que proveen los fresnos y ese orgulloso
ibirá pitá, cuando recostado en esa reposera que fue de mi padre y que yo
usufructo imperioso y sin piedad, cuando el bullicio de los pájaros arremolina
plumas solitarias, con las luchas de las calandrias y las pirinchas y los
pacíficos horneros que picotean el césped recién cortado por mi hermano, y
comen de allí bichitos de la tierra, alguna lombriz sola como indio loco, dicen
en mi pueblo, una lombriz solitaria pero no en el sentido de una Taenia
saginata, sino de una habitante de la tierra cada vez más sola, perseguida por
los pesticidas al uso.
A veces paso
mucho tiempo para visitar mi pueblo, mi barrio de cuatro manzanas, mi parva de
recuerdos, mis amigos que ralean cada vez más con sus partidas, con su reunión
en el cielo de los pobres, que no debe ser tan intolerable, aunque es
definitivo. Tan definitivo como el sol que rueda detrás de las altas casuarinas
oscuras, los eucaliptus y los pinos solitarios en el río ancho de ese atardecer
que viene pus y sangre encima nuestro.
Me cuesta mucho
trabajo, un esfuerzo cada vez mayor para imaginar esta calle hoy pavimentada y
muy concurrida por todo tipo de vehículos, con ese recuerdo de cuando era una
cortada que cubría un leve manto de gramilla. Esa gramilla que conocía el peso
de nuestros pies descalzos en la levedad furtiva de nuestras espontáneas
travesuras.
Recientemente,
en un encuentro con mis amigos de siempre –Toto Míguez y Roberto Vega– que le
debemos a la generosidad de Marcelito Fiordani, repasamos aquella infancia que
me parece sueño. Sin embargo, ellos están allí, firmes con sus anécdotas, para
dar fe de que no vivo en un ensueño, en una burbuja que tantos años de ciudad
me produce. Y hablamos como si todavía estuviera esa hilera de paraísos coposos
que alguien había plantado un poco simétricamente, en lo que podríamos decir
con recuerdos y sigilo, “la vereda de mi casa”. En una siesta yo esperaba a
Roberto que había iniciado su venta de helados Balagué, con su carrito que
tiraba un caballo macilento, con su toldito blanco, cuando lo veo ingresar a
esa cortada donde yo lo esperaba para pedirle un trozo de hielo que llevaba
para conservar los helados, y eventualmente un pequeño helado de 50 centavos,
con la crema al medio y las tapitas que la protegían. Recordamos la anécdota,
yo, descalzo, el mancarrón, nervioso, se espantaba las moscas y de pronto me pone
una pata sobre mi pie descalzo y me lastima. Roberto me puso sal, que ayudaba a
mantener el hielo, y el hielo mismo para que me refrescara. Curioso, le
pregunto por su edad al comprobar que la anécdota era recordada por él. “Yo
tenía 9 años”, me dice, y yo le contesto: “¡Y ya trabajabas! Entonces yo tenía
6”, le digo, “qué suerte, porque actuaste como un hermano mayor”. Él vivió unos
años frente a mi casa hasta que se mudó de barrio, pero nunca se olvidó de
nosotros, y jugamos al fútbol en el mismo equipo, con Toto también, hasta que
me vine.
Roberto siempre
jugó de arquero. Más preocupado por lesionar a un rival en el área cuando salía
a tapar un centro y que a veces se le escapaba la pelota de la mano. Esta vez
me traje una anécdota que no conocía. El equipo del club llegó a una final
cuando yo ya no estaba. El partido –me dicen– se jugó en Gödeken. Y uno de los
adversarios le pegó muy mal a Pili Míguez, hermano menor de Toto, produciéndole
una larga herida a lo largo de toda la pierna. Roberto, calentón y fiel con los
amigos, se cruzó la cancha y lo quería pelear. Cambiaron unas palabras y el
árbitro puso orden.
– ¿Vos sos
guapo?– le espetó el otro.
– Muy guapo, te
espero en el área.
Y así fue que,
en una pelota de alto, mi amigo Roberto, el arquerito heroico, fue con los dos
puños no a la pelota, sino al rostro del delantero y lo noqueó. Lo durmió, y lo
sacaron en camilla, olvidándose de la pelota que quedó picando y otro delantero
la empujó a la red. No obstante, ganamos dos a uno.
Lo que no
entendían ni Toto ni Roberto al recordarlo era cómo el árbitro no vio el golpe
de Roberto, o tal vez lo vio y prefirió enfriar el partido porque era muy
áspero hasta allí y se trataba de una final.
Reflexiono,
pienso, no sé si le conté a otro amigo entrañable, el querido Negro Cárdenas
que vive en Posadas, por qué ellos están –digo, Roberto y Toto– en el rincón
más primario, más íntimo, son como la certificación hecha acto y figura de que
yo tuve una infancia. Era en un pueblo de llanura cruzado por los pájaros, los patos
que chillaban en la noche, yendo a dormir a los cañadones llenos de juncos y
espartillo, las noches modestas en nuestras casas humildes de toda condición,
que recibían nuestros sueños grandes sin saber entonces si alguna vez se
cumplirían.
LA CORDILLERA*
Al norte de los
montes pelados, allí donde la vegetación se adueña de las piedras y cubre los
caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un pueblecito.
Se trata de una
pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y
un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y
piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el
aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la
atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón
oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas
regiones y la falta de cuidados.
Frente a la
puerta de la antigua capilla se extiende una amplia plazoleta cuyo centro
adorna una hermosa fuente de piedra, no menos antigua que los edificios
circundantes, de la que no cesa de manar un agua fresca y cristalina.
Las
construcciones que rodean la plaza son fuertes y austeras, con paredes muy
gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno, puede verse surgir un
humo denso y oscuro, producto de la combustión de los tarugos de leña, algo
húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la nieve que poco a poco va
blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto del poblado. Es un
pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un intrincado camino de algo
más de metro y medio de anchura al que los aldeanos denominan pomposa y
llanamente “carretera”.
“...No, señor.
No somos muchos los que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos
tan viejos como yo. Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos
todos. ¡Qué va! Siempre está viniendo gente, como si aquí hubiera algo... Sí,
vienen de otras aldeas pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y
también, fíjese, de la ciudad. Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del
sur”.
Invariablemente
del sur... Hacia el norte se halla la cordillera.
Nadie sabe qué
hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados,
con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que
parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de
los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que
califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero
unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con
similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con
igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a
marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del
éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un
nuevo equipo visita la zona.
“... y así
desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se quedan aquí en secreto. Abandonan sus
modales, su pedantería y muy pronto se confunden con nosotros. Pero nunca
conseguimos enterarnos de nada. No sabemos qué es lo que miran y remiran tantas
veces por los aparatos. En el pueblo se dice que igual quieren saber cómo son
de altas las montañas. Cuando llegan se les ve ansiosos, preocupados. Se ponen
a trabajar como si no hubiera otra cosa en la vida, sin importarles que pueda
descargar una tormenta, noche y día, hasta que encuentran o creen que han
encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro días sin probar bocado, y eso
que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya sabe, somos buena gente. No
duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como si hubiera ahí algo que
nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la verdad, no creo que estén
midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una tarde que lo que hacen es
mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay al otro lado. Debe ser
algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan contentos. Aunque mi hermana
dice que son los guisos que preparamos para ellos lo que les pone de tan buen
humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y ella debe saberlo, porque
estuvo una vez.”
Otros ancianos,
más leídos, consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de
la roca que forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a
través de la piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el
gobierno está construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que
pasará muy cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de
gente desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de
sus hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y
las estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus
vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su
paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que
se aventuran a alejarse de sus casas.
Los jóvenes,
ante la falta de expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se
dice que hay trabajo en la industria y buenos salarios; pero siempre regresan,
cansados, viejos y sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas
cultivable. A veces, en la madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos
con un macuto al hombro dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca
regresan. Jamás envían correspondencia.
“... Al
principio organizábamos batidas por el bosque, rastreábamos las laderas y las
cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada. Nunca les encontrábamos. Al
final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no buscamos a nadie. Quien se va,
sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos. Ahora ya no se preocupa nadie.
Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos ido haciendo a la idea de que
es algo natural. Los primeros días, su familia los echa de menos, pero muy
pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a ser como antes...”
Desde tiempo
inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo año tras año como en una
secuencia interminable. Siempre con idénticos resultados. En verano, muchos
vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el ascenso a las escarpadas
cumbres de la cordillera. Todos los días llegan automóviles cargados de
personas provenientes de los llanos del sur. Todos vienen ligeros de equipaje.
Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se han apeado, giran en la
plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a las ciudades del llano, en
busca quizá de más intrépidos escaladores. A la mañana siguiente, los
aventureros parten hacia la cordillera para no regresar.
“... En todas
las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede ser lo que
hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan decidan no volver
nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero somos demasiado viejos
y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no podíamos subir ni las primeras
cuestas, que según se dice son las más tendidas. Aunque, entre nosotros, el
viejo Colás, que estudió en la capital cuando era joven, dice que sí, que
también nosotros, cuando nos llegue el momento, subiremos a esas montañas y
pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles y nuestros huesos pesen
demasiado.”
De momento, el
pueblo se está quedando desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la
vida en las ciudades. Y los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca
el otoño, apenas logra reunir a media docena de ancianos en torno a la
antiquísima fuente de piedra o en las toscas sillas de madera y anea de la
taberna. Allí, sentados, van dejando pasar los largos inviernos y las hermosas
primaveras mirando por las ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros,
en espera de lo que el viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en
que cada uno de ellos, cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior.
Entonces, aunque el día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos
en una bolsa los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin
una lágrima, hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros
valles, de otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.
*©De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
De pequeña
soñé con puentes,
con blandos puentes de madera tendidos en las
calles,
brotados entre los plátanos y los fresnos.
En mi sueño,
corría descalza sobre las casas,
suspendida,
yo también
entre cielo y tierra.
Mi paso soñado
jamás quebró la calma de las siestas.
Veía
la red de puentes dormidos sobre los techos,
adivinaba
en el horizonte el río,
y más allá, la ruta, y dios qué sabe.
Yo podía mirarlos
desde arriba,
porque a veces también me soñaba libre y pájaro,
y a veces,
aún sueño que me crecen
unas alas pequeñas,
tan pequeñas,
y yo debo escapar
y ya no hay puentes que me alejen de casa.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Presagio de
luz*
En adelante
niña
soltarás tu
vestido
y dejarás que
el viento haga lo suyo
las sedas
bailarán con soltura
y aflojarás la
tensión de tus dedos
practicando
caricias generosas
entregarás tu
tacto a las pieles más amables.
De a poco
niña
la tela de tus
ropas soltará sus arrugas
y secarán al
sol la humedad acumulada
luego de tanto
lodo
cuidarás tus
bordados
el perfecto
delineado sobre el blanco
y recordarás
usar tus dedos
solo para
acariciar.
La alegría te
visitará
muy pronto
niña
y se quedará a
vivir en el rincón
que escogiste
para ella
—cuando salías
de la cueva ¿te acordás?—
justo detrás de
tu lóbulo derecho.
Encontrarás más
espacio
entre tus
pechos
niña
y la gracia se
colgará de los altos de tus piernas
así
la locura
anidará entre tus hebras erizadas.
Recobrarán el
brillo los colores de tu casa
y las plantas
harán fotosíntesis a la luz de la luna
sabrás niña
que el clima
oscurecerá de repente
y sabrás
también
que no hay que
temerle a las tormentas
—las peores ya
pasaron—
La amargura se
escabullirá entre las piedras del suelo
y brotarán
espinas en cantidades exponenciales
que no podrán
lastimarte
tan lejos del
suelo.
Las flores
parirán hijos acuáticos
y nadarás con
ellos en los espejos que formarán
las hojas
sudando aguas
los ríos
subterráneos seguirán corriendo
pero esta vez
conseguirás sumergirte
niña
sin ahogar el
aire en tus poros.
Sabrás que el
otro lado de tu mundo seguirá allí
avergonzado
y podrás
brillar
en el
intersticio entre el sueño y la vigilia
brotarán tus ideas
más prodigiosas
intentarás
extender este espacio
y crecerás como
nunca
guardando en tu
cartera estrellas inexploradas.
Entre tus
brazos, burbujas enormes
oscilantes
te
transportarán de un hogar a otro
y tu
sensualidad cobrará fulgor
inspirarás a
mil soles
recogiendo la
luz de los que reconozcan tu encanto.
Serás más bella
ahora, niña
evaporados de
tu rostro los gestos solemnes
y tus ojos
iluminarán como luna llena.
No podrás
ocultar tus emociones
porque tu
brillo será sincero, izará corazones
así encontrarás
seis parejas que harán de ti
una mujer
niña
y serás niña
mujer eternamente.
*De Lorena Suez. lorenarsuez@gmail.com
-Poema incluido
en Intemperie. Viajera
Editorial. 2016
PIEDRITAS*
Nosotras fuimos
creciendo juntas
un poco gauchas
un poco guachas
cuando él se fue.
Me refiero al
padre.
No pudo
quedarse en el pueblo sin agua.
Paco nuestro
perro, era el hombre de la casa.
Ladraba por
nosotras en la noche densa.
La oscuridad
baldía.
El frío del
invierno bajaba de los altos techos.
Un día él
llamó.
Según dijo se
sentía sólo.
Había parado el
auto en la banquina por Salto.
Otra vez sé que
preguntó: - ¿Y tu madre?
¿Cómo está tu
madre?
Podría ir a la
casa familiar
allá en el delta y sentarme en la costa
del Luján a ver
pasar la tarde, la lancha y el remo.
Pero tengo
miedo
de tirar
piedritas al río
que en el
círculo del agua aparezca
que de la
corriente
salpique una
piedra
y duela sobre
mi cabeza.
*De Adriana Saliche. adrianasaliche@hotmail.com
Chivilcoy.
Piropo con rima*
Salimos de la
iglesia un sábado a la tarde. Como en los últimos meses de su vida el tío venía
caminando sosteniéndose con su mano izquierda en mi antebrazo derecho casi
llegando a la muñeca, todavía me parece sentir la fuerza con la que su mano se
aferraba. Al llegar a la parada del colectivo que lo llevaba a su casa el tío
vio pasar en bicicleta a la mujer con calzas. Ahí nomás soltó su piropo con
rima:
"Como
quisiera ser asiento para llevar ese flor de pensamiento".
Nos reímos un poco.
Pero mi risa no era cierta, sentía una amargura de despedida en cada paso que dábamos.
No podía reconocer la épica de un viejo de casi 90 años por mantener su picardía
intacta.
Luego llegó el
colectivo, lo sostuve con una mano en su espalda para que superara los dos
primeros escalones. Pude ver cuando se sentó en el primer asiento y saludo
desde la ventanilla levantando el bastón mientras el colectivo se ponía en
marcha.
*De Eduardo Francisco
Coiro.
*
Anoche llovió. Yo agarré la tijera y otra vez me
corté el flequillo, ahora está demasiado corto. Aparecieron las primeras puntas
de los brotes de acelga. Son verdes y fuertes. En cambio, las primeras hojas de
lechuga son delicadas, parecen cisnes sobre la tierra negra. Son los días en
que tengo la ventana abierta para sentir los primeros fríos. Algún vecino debe
estar cocinando pollo asado, y eso que es muy temprano para el almuerzo. Mi
perra Roma se está poniendo vieja pero levanta su hocico y busca. A veces dejo
registro de la vida cotidiana para darme cuenta de que sigo acá.
*De Valeria Pariso.
-Valeria Pariso nació en 1970 en la
provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el
nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la
persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa",
Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015)
Editorial El Mono Armado,
"Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares.
-Tiene inéditos
los libros "Uva negra" y "Mascarón de proa".
Varios de sus
poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
En el año 2014
crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía
contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad,
incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.
Coordina talleres de poesía.
Sus blogs:
Inventren
SE SENTÓ A MI
LADO*
*De Ines Legarreta. ineslegarreta@yahoo.com.ar
"Siempre
viaja a esta hora?", me preguntó para romper el silencio en el que yo, con
obstinación, me resguardaba. “Una joven como usted viajando sola en este
horario... y con el frío que hace; uno o dos grados bajo cero, fíjese que los
vidrios de las ventanillas están escarchados, y afuera, mire la helada en los
pastos, blanco, todo blanco; no entiendo cómo esa gente puede dormir hacinada
bajo cuatro chapas”. El tren había aminorado la marcha porque atravesábamos una
zona de inundación y aunque el agua se había retirado podían desmoronarse los
terraplenes de manera que avanzábamos muy despacio y la villa miseria pareció
extenderse indefinidamente. “Pero dentro de poco los sacamos”, dijo, y me miró.
No esperó que le contestara. “Los vamos a sacar porque es una vergüenza que si
viene gente de afuera, extranjeros, vean este espectáculo y crean que Buenos
Aires, que la Argentina es esto”. “Uhmm”, fue toda mi respuesta.
“¿Pero todavía
estás dormida o te comieron la lengua los ratones?” Giró con brusquedad el
cuerpo y como era robusto, de piernas y brazos largos quedé, en cierta forma,
arrinconada contra la ventanilla. Me había caído mal de entrada. Y después eso.
Esto. Que eligiera sentarse a mi lado, o sea en la fila de los asientos para
dos personas, cuando prácticamente el vagón entero estaba vacío. Éramos, creo,
cinco en total: una señora mayor envuelta en una manta de pies a cabeza, dos
hombres que no hablaban entre sí aunque tenían puesto el mismo uniforme de
trabajo: campera y pantalones grises y un bolso en bandolera con el nombre de
la compañía impreso; y del otro lado, una chica más o menos de mi edad que se
había estirado en un asiento para tres personas para poder dormir mejor.
Todos estábamos
adormilados cuando subió. Subió en Haedo con el tren en marcha. A mí siempre me
gustó ver al jefe de estación, con la gorra puesta, dando la señal de partida:
dos o tres tirones como calcados de la cadena, el balanceo exacto de la campana
de bronce lustrada, brillante, y ese sonido agudo que soltaba el badajo, aquel
talán, talán, talán hería el aire llamando a los retrasados pero me llenaba de
alegría: era la señal de que salíamos de viaje, de que dejaríamos el pueblo
atrás, de que atravesaríamos la pampa, verde, vacas pastando, un paisano a
caballo, caminos de tierra, ¿abuela cómo se llama esta estación?, ¿mami, vamos
al coche comedor?, ¿qué es aquello, papá?, ¿aquella torre que se ve a lo lejos
es la basílica de Luján?, ¿en Buenos Aires vamos a ir al zoológico?, ¿me vas a
comprar el vestido para mi cumpleaños?, ¿adónde queda el baño?, ¿cuánto falta,
falta mucho para llegar? ; la campana de la estación había sonado, sacaba la
cabeza por la ventanilla para saludar a la gente en el andén, todo el mundo
levantaba la mano y saludaba hasta que el tren se perdía de vista y luego,
inmediatamente, correr bamboleándonos para elegir los mejores lugares,
pe-learnos con mis hermanos para no ocupar el asiento del medio aunque al rato
me daba igual, caminaba por el vagón, iba y venía, no molestes me decía mamá,
pero la gente me daba charla y yo charlaba, era charlatana y por eso me hacía
de amigos y el viaje se acortaba entre preguntas y pedidos y retos y cuando
menos lo esperaba mamá empezaba a bajar los bolsos del portaequipajes y la
abuela insistía en que me pusiera el abrigo mientras trataba de arreglarme el
moño que sostenía mi trenza porque ya estábamos entrando en Once, estábamos en
la Capital. Era una fiesta.
Por mi infancia
abrí los ojos, me despegué del asiento y limpié con la mano el vidrio empañado,
el puntito inicial se fue agrandando en círculos concéntricos hasta despejar el
cuadro: ¡tantos momentos felices! Las campanadas que acababa de oír eran como
las de la niñez; seguían siendo las mismas pero ahora viajaba en sentido
contrario: de Buenos Aires a mi pueblo y no era precisamente festivo este regreso
precipitado. ¿En qué estación estamos?
Haedo. Faltaban dos horas y media para llegar; nunca el viaje me había
parecido tan largo, tan inclemente. Ahora hacía un frío húmedo que calaba hasta
los huesos y afuera la neblina desdibujaba la estación y cubría a los pocos
hombres y mujeres que esperaban en el andén, sombras que desaparecieron en
instantes pero su voz, una voz a la que había que prestar atención dijo: ‘’Me
permite ‘’. Era una fórmula que no admitía respuesta. Se sentó a mi lado.
Segundos antes,
al voltear la cabeza para volver a reclinarme sobre el asiento mi mirada se
había enfrentado a la de un hombre parado justo en el medio del vagón; estaba
midiéndonos, comparando su persona con nosotros, los otros, en esa madrugada de
invierno. Me bastó verlo para rogar a Dios que le hiciera pensar que era
preferible para alguien como él la calefacción y la mullida comodidad de las
butacas de los vagones de primera clase o que apareciera el guarda pidiendo los
boletos y le indicara que él no, en segunda clase no, ‘’el señor tiene pase
libre, sírvase acompañarme, por favor’’ pero era demasiado temprano para que el
guarda se molestara en pedir los boletos y en cuanto a Dios - sonreí por dentro
con amargura - Dios no daría abasto con los pedidos de ayuda, de misericordia,
de piedad.
‘’Te tuteo‘’,
me dijo acercando su cara a la mía, ‘’porque sos muy joven, podrías ser mi
hija‘’. ‘’No tanto‘’, le contesté, ‘’soy joven pero no tanto como
usted cree, en realidad, parezco más joven de lo que soy‘’. Sabía que debía
decirlo, decirle lo siguiente: ‘’Y usted no puede ser mi padre, mi padre es
mucho mayor que usted‘’. Me miró con
evidente satisfacción y yo aproveché para sentarme con las piernas cruzadas de
modo que no tuvo más remedio que abrir el cerco donde pretendía encerrarme.
‘’¿Fumás?’’, con un gesto le indiqué que no fumaba (sí fumaba), ‘’mejor, no es
bueno para la salud‘’, dijo mientras sacaba un Dupont de oro del bolsillo
interior del impermeable azul oscuro que llevaba encima de un traje a la última
moda; se desprendió los botones del saco para exhibir la pistola, para que
viese la empuñadura que sobresalía y el correaje de cuero pero yo no hice
ningún comentario, sólo dije: ‘’tengo sueño, no estoy acostumbrada a madrugar‘’
y cerré los ojos. Prendió el cigarrillo, cuando terminó de fumarlo apagó la
colilla en el piso; al rato prendió otro y después otro, fumaba un cigarrillo
tras otro, aplastaba las colillas en el suelo, se revolvía en el asiento; yo
seguí haciéndome la dormida hasta que el guarda entró al vagón y empezó a
golpear con el picaboletos los barrotes de metal para que los pasajeros se
despertaran.
‘’¿Dormiste
bien?‘’, y luego se apresuró a decir: ‘’qué suerte que tenés, yo no duermo
nunca, ni de día ni de noche’’, pero eran gajes del oficio – por eso no se
quejaba - me explicó. ‘’ Uno tiene que estar siempre listo, operativos hay a
cada rato; al final te acostumbrás, con dos horas por día ya está. Por más que
quiera dormir no puedo. Por ejemplo, ahora que voy para mi campito - me compré
regaladas unas trescientas hectáreas cerca de Suipacha - yo allá, en medio de
tanta tranquilidad tendría que poder dormir pero igual no hay caso. Ni con
pastillas duermo. Uno vive acelerado, qué le vas a hacer. ¿Conocés Suipacha? Un
pueblo de mierda como todos los pueblos, ¿no serás de Suipacha vos, no? No,
claro, te tendría vista si fueras de Suipacha’’. El guarda esperaba que
terminara de hablar, no se animaba a interrumpirlo y entonces él le preguntó
con sorna si se pensaba quedar parado ahí toda la vida a lo que el pobre hombre
contestó con un gesto dubitativo, como dándole la razón, y luego recuperándose
me dijo: ‘’su boleto, señorita ‘’.
‘’Perdón, lo
molesto ‘‘; pero a él no, al tipo no le molestaba que tuviera que estirarme por
sobre su cuerpo para mostrarle mi boleto al guarda que lo marcó casi sin mirar
mientras le decía lo que yo había pensado que iba a decirle: ‘’Señor, adelante
están los vagones de primera clase, si usted quiere...’’ ‘’Café quiero, adónde
está el cafetero; hágame el favor de mandármelo para acá así convido a la joven
con un café ‘. El tren se detuvo. Hacía rato que venían apareciendo casitas,
construcciones, galpones; el maquinista había ido disminuyendo la velocidad de
manera que el chirrido de los frenos fue leve y los vagones se detuvieron
despaciosamente. Miré por la ventanilla, reconocí la estación sin necesidad de
leer el gran cartel a un costado de las vías y pensé que todavía me faltaba una
hora: una hora soportándolo. Había amanecido. El sol iluminaba el andén
solitario donde un perro dormía acurrucado con la cola entre las patas. Era la
imagen misma de la soledad, del desamparo. Juan Luis. Nosotros. Yo, con la cola
entre las patas. Hasta ese momento había logrado detener toda sensación, todo
recuerdo, todo pensamiento que no fuera trivial, práctico, conducente. Y de
pronto se me llenaron los ojos de lágrimas: no sabía si era rabia o dolor.
‘’Hijo de puta‘’, pensé, con los ojos llenos de lágrimas. ‘’
Este hijo de
puta sentado a mi lado‘’. Juan Luis estaba sujeto con varias vueltas de alambre
a un poste telefónico, una oreja cortada, quemaduras, cuatro balazos en el
pecho: cerca de la medianoche alguien dio aviso. Iba a su entierro. Al entierro
de un amigo de toda la vida, asesinado. No lo podía creer, no lo puedo creer,
es increíble.
‘’Problemas?’’
Me observaba: no iba a pasar por alto que me pusiera los anteojos de sol. No
podía decirle me molesta el sol, le dije: ‘’sí’’. ‘’Con razón tan callada, un
café te va a sentar bien‘’. Tomé el vasito, el café estaba recalentado, asqueroso,
tragué un sorbo sin respirar como venía haciendo con cada palabra que
pronunciaba el tipo, era de ‘’ la pesada ‘’, no había dudas, tenía que ganar
terreno antes de que se pusiera a indagar de manera que susurré: ‘’¿tiene
hijos?‘’. ‘’Uno, pero vive con la madre‘’. ‘’ Varón o mujer?’’. ‘’ Varón,
gracias a Dios’’. Y agregó: ‘’No, yo con una hija mujer me hubiese vuelto loco,
ahora se ve cada cosa, te encontrás con cada cosa‘’. Suspiré. Un suspiro hondo,
verdadero. Entonces lo ataqué, le dije: ’’Estoy embarazada y no sé qué hacer,
no sé cómo decírselo a mis padres’’ Se quedó mudo, entre sorprendido y
defraudado; lo veía, veía lo que pasaba por su cabeza, la súbita reacción: el
cachetazo, la bofetada del derecho y del revés y después el grito acusador, quién,
quién te hizo semejante cosa, te casás, se casan por la iglesia, vos no sos una
cualquiera... hasta hacía minutos había estado tratando de seducirme y ahora
era El Padre, se sentía mi padre, un padre con una hija embarazada, justo lo
que él no quería; eso indeseado le pasaba a él, no, a él eso nunca le pasaría.
‘’Tu novio, me imagino que no te dejó, ¿qué opina?, ¿está con vos ése o piensa
rajarse?‘‘; supe que preguntaría de la misma forma en los interrogatorios, cantá lo que sabés, cantá todo, con cada
pregunta incrementaría los voltios, la brutalidad, mirá que te la meto hasta el cogote; ‘’
¿se van a casar por la iglesia?’’. ‘’Sí ‘’.
Había logrado
su cometido y se quedó tranquilo. Un buen rato estuvo callado y yo simulé
dormir de nuevo. El tren, a todo esto, había parado en dos estaciones y vuelto
a reanudar su marcha pero yo ni me moví, la cabeza apoyada contra el vidrio,
los brazos cruzados, las piernas contraídas; él fumaba como al principio un
cigarrillo tras otro y de tanto en tanto me miraba. Pero ya no se podía quedar
quieto, en un momento se levantó y pasó al vagón de adelante donde se puso a
hablar con el guarda; yo escuchaba palabras sueltas y sin embargo todas
convergían en una sola: impunidad. Era la demostración pública y abierta de su
poder. Que todos en el tren se enteraran de que lo iban a estar esperando, la
comisaría local tenía órdenes expresas de ponerle un auto a su disposición, él
disponía a su antojo de recursos y personal porque no cualquiera hacía lo que
él: jugarse la vida por el país.
‘’Suipacha‘’,
gritó el guarda. ‘’Los que bajan en Suipacha‘’. Se bajaba en Suipacha. Por fin,
pensé, por fin. Además se creía un caballero, estaba convencido de serlo y
cumplía con las normas: vino a despedirse. Me tendió la mano, no podía negarme
a darle la mano, pero traté de que el contacto fuera mínimo. Entonces bajando
un tono la voz condescendió a explicarme: ‘’Mirá nena, tus viejos te van a
entender; de entrada a lo mejor se calientan, y con razón’’, dijo mirándome a
los ojos, ‘’con razón’’, repitió, ‘’porque para un padre que una hija... pero
al final te van a entender ‘’, y me dio dos palmaditas en la cara. ‘’Suerte,
piba’’. Me hubiese gustado ser gitana para maldecirlo por toda la eternidad,
hubiese querido ser bruja para poder hacer un conjuro que lo paralizara y lo
desmembrara y lo disecara, deseaba con toda el alma ser uno de esos
experimentos de laboratorio que salen mal: la mujer radiactiva. Y él había
estado sentado a mi lado. Pronto, muy pronto, en una o dos horas se desvanecería
en el aire como si nunca hubiese existido. Pulverizado por mi cercanía, por
haberse sentado a mi lado.
Un patrullero
mal estacionado dificultaba el paso de la gente que se dirigía a la fila de los
taxis. A unos pocos metros del patrullero había otro auto. No bien descendió
del tren se abrieron las puertas traseras de ese auto y dos tipos saltaron como
resortes del interior; mientras uno corrió hacia él y cargó con el minúsculo
bolso de viaje, el otro se apostó en el ángulo que dejaba la puerta entreabierta
y el techo del vehículo, dispuesto a disparar ante el menor movimiento
sospechoso. Era la táctica de costumbre: sembrar miedo. Subió al auto, dieron
marcha atrás y se alejaron a toda velocidad seguidos por el patrullero.
El jefe de
estación tocó la campana. ¿Cómo era posible que siempre sonaran igual, tocara
quien las tocara y habiendo pasado tanto tiempo y tantas cosas? El tren volvió
a ponerse en marcha. Abrí la ventanilla para tomar aire fresco. Me inundó el
olor a campo, a eucaliptos, a tierra húmeda. El cielo ya pintaba diáfano, el
día iba a ser uno de esos días radiantes de invierno, de una luz que de tan
transparente se torna irreal. ‘’Dios
mío‘’, pensé, ‘’ ¿por qué en un día así?’’,¿ por qué así?, ¿cuándo
acabará esto?’’.
El traqueteo de
los vagones, el silencio de la gente, nadie miraba a nadie. De pronto lo supe.
Sonreí con amargura por ese resto de inocencia que todavía aparecía de cuando
en cuando: aquella niña de la infancia que viajaba en tren – mágicamente - lo
había hecho desaparecer. Pero no. No había logrado conjurarlo.
Y sentí como si
la luz invernal fuera urdimbre y no transparencia, como si la neblina de la
madrugada no se hubiera levantado ni hubiera sol ni yo estuviese llegando a mi
pueblo ni caminando por el andén buscando entre caras conocidas a los pocos
amigos con quienes nos juntaríamos en un abrazo que era más que un abrazo. Lo supe.
El viaje apenas
comenzaba.
-Inés Legarreta nació y reside en
Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. Su libro de cuentos “En el bosque” (1990)
obtuvo el Premio Iniciación de la Secretaría de Cultura de la Nación y la Faja
de Honor de la SADE. En 1993 ganó la Beca Creación del Fondo Nacional de las
Artes. En 1997 publicó “Su segundo deseo” (cuentos) que mereció el Tercer
Premio de Literatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y una Mención de
Honor en el Premio Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En
2000 le otorgaron Medalla de Plata como Mujer Destacada Bonaerense. En 2004
publicó “La Dama habló “(cuentos) que mereció el Premio Único del Gobierno de
la Ciudad de Buenos Aires. En 2008 y 2010 publicó las nouvelles “El abrazo que
se va” y “Tristeza de verse lejos”; en 2012 publicó “La turbulencia del aire”
(cuentos) y en 2014 el libro de sueños “La imprecisa voz que me sueña”. En 2015
recibió la Medalla de Oro como Mujer Destacada Bonaerense. En 2016 publicó “La
puntada invisible”, libro de poemas. Ha obtenido numerosos premios nacionales e
internacionales, entre ellos, el Primer Premio Nacional de Los Cuentos de la
Granja, Segovia, España, en 1989 y 1993. Co-dirigió desde 2005 hasta 2012 la
revista literaria Fledermaus. Coordinó talleres de escritura y de lectura.
Algunos de sus textos han sido traducidos al inglés, al alemán y al italiano.
-Próximas
estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland- & -Ferrocarril
C.G.B.A-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
Próximas estaciones literarias en el
Ferrocarril Provincial
JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE. FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
Próximas
estaciones literarias en el Ferrocarril Midland:
KM. 55.
ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO
BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir
escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
-Editor
responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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