viernes, abril 13, 2018

EN LAS HUELLAS DE LAS LÁGRIMAS…



*Dibujo de Erika Kuhn.









*



Pongamos que de esa vez a esta hubo una fractura
un decalage, un impasse.
Pongamos que de pronto te despertaste y jamás habías visto
el verde como ese día.
Los pájaros cantaron en ramas impares.
Pongamos que experimentaste el amor
no a una persona
no a un animal:
amor a todo
un estado de reconciliación con el mundo
balada sin música
entendimiento perfecto del silencio.
Sabías que no podía durar
atesoraste el momento porque entonces
no estabas desesperado.
El tiempo se abre en grietas
aquí, ahora, nos miramos en estanques pero al menos después de aquello
cuando el agua es turbia
lo sabés.
Perdiste y recuperaste la comunión
conquista diaria de lo absoluto
te viste en unos ojos que te reflejaron
(pero otras veces no).
Pongamos que peregrinamos cada día
lejos de nosotros mismos.
Como hijo de tu tiempo, pensás siempre
en lo que no persiste
pensas en lo que termina
cerras los ojos
la soledad invade los poros
soñamos frente a pantallas lumínicas.
No olvides
que siempre está la opción de morir.



*De  Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com


-Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.












EN LAS HUELLAS DE LAS LÁGRIMAS…












Invisibles llagas*



Las veo caminar cada mañana
entre la bruma de las calles.
Cansancio y rímel sobre sus pestañas,
maquillaje en sus conversaciones,
en sus bocas heridas, en sus caras
gastadas como la piedra roma
que cada noche lapida
y lapida
una y otra vez
una y otra vez
el ajado lienzo del recuerdo.

Como la pétrea mano que golpea,
noche a noche,
la blanda carne amoratada,
la consciencia que se torna niebla.

Una lágrima escapa.
Sombra de un grito insinuado
que un día escucharemos.
Tal vez
cuando ya sea demasiado tarde.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si mañana no amanece, Poemas de @S_Borao_Llop















El último día de septiembre*




*Novela de Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



(Parte 2 de 10)




Estamos en la casa de Jonás. Es de madrugada. Roberto mueve las manos en la mesa, asedia las sucias fichas de dominó. Dice que siempre gana y que algún día, cuando tengamos algo para apostar, nos dejará sin nada. “Vamos, Ezequiel, te toca”, me anima. El alcohol nos entume, nos vuelve valientes aunque el sentimiento dure sólo un par de horas. Afuera, la ciudad bulle, se escuchan los autos. Un enjambre es esta ciudad: insectos devorando a otros insectos. La casa de Jonás es, en realidad, un par de cuartos pequeños conectados por un estrecho pasillo. Estamos en la orilla de un camino en partes asfaltado y en partes de terracería. El aire se vuelve tibio. Las paredes ahumadas y grises parecen moverse por la indecisa luz del foco. El último día de mayo recibí mi liquidación. Los meses siguientes fueron casi infinitos en el calendario. Jonás da un trago largo a su vaso en el que se mezclan ron y Coca Cola. Roberto tira una mula de cuatro. Soy Ezequiel Linares, el liquidado, el que se cansa de decirle a su esposa: “no tengo dinero, no hay para pagar las deudas, no hay nada”. Mi hogar es una caldera, una superficie con carbones encendidos lanzando chispas. Los reclamos aparecen en cualquier momento. Nadie responde a mis solicitudes de empleo. Una mañana, mientras caminaba por el centro de la ciudad, encontré a Jonás y Roberto, compañeros también despedidos. Nos saludamos, fraternos en la desgracia, y nos encaminamos para reavivar la esperanza en un bar. Las reuniones siguieron, a veces sin el pretexto de entregar solicitudes de empleo. Jonás inclina el cuerpo en la silla, dice que pasa, que no tiene la ficha adecuada para seguir en el juego. Yo miro mis armas y digo lo mismo. Roberto se regodea y su risa es una serpentina de humo, una señal que intenta ser maligna pero que apenas llega a triste destello. La fábrica nos despojó a todos, de un solo tirón, como un fusilamiento masivo. Volaron los magros cheques de liquidación que terminaron en nuestras manos ansiosas y llenas de terror. Entonces nos convertimos en sujetos degradados, involucionando hasta balbucear justificaciones, excusas, esperanzas. A nadie le importa. Quizás así está bien. Atrás vienen otros, más jóvenes, dispuestos a gastar su vida en líneas de montaje, en bodegas inmensas llenas de cajas vacías, en pequeños cubículos recibiendo llamadas de los confines del mundo. “Gané”, dice Roberto, “son todos unos pendejos”. Y se levanta de la silla como un demonio avivado por su efímera victoria. Después va a una esquina del cuarto y cambia el disco en la grabadora. Mientras una canción ranchera se abre paso entre el ruido de la calle, comprendo que cada día empeoramos más, nos hundimos en un pantano en el que es difícil respirar. Es inútil saber que estamos al final de la línea, en el último proceso antes de ser desechados para siempre. Por eso empeñamos baratijas, compramos botellas de ron y buscamos no sentir, anestesiar la capacidad de pensar para buscar la inocencia que teníamos antes, cuando éramos niños. Pero nuestra inocencia, a veces, revela su peor parte y buscamos pelea, como los perros callejeros que se enfrentan en la calle mientras jugamos dominó. El dinero se va, los billetes son de juguete, los políticos son artificios de la mente cuando se tienen encima muchos tragos y, entonces, sus decisiones, sus discursos, sus promesas, son coherentes y contemplamos nuestro destino con dignidad y paciencia. Jonás elabora una sonrisa estúpida, una sonrisa que se queda entre los dientes porque ya no puede más, es demasiado alcohol, demasiado ron barato que se funde en el aliento, lo trastoca y regresa a una edad primitiva, una edad fundada en la fuerza y en el odio hacia todos y hacia nadie. Las palabras de Roberto se apagan, como si presintiera, de repente, su ridículo, el diminuto calibre de su festejo. ¿Qué hacemos aquí? Conjurar contra nosotros mismos. Morir y respirar al mismo tiempo. La mesa se agita cuando reímos. Por un momento somos felices aunque las bromas sean hirientes, clavos ardiendo en nuestras gargantas. Nos echamos en cara nuestro infortunio y tratamos de saber quién ha caído más bajo, quién ha soportado más ultrajes. Los ojos se desorbitan. Son fugaces los parpadeos. El ron oficia con libertad en nuestras voces y las eleva en la noche. Ya no importan los autos afuera. Mi vista se entrampa en la estela que dejan las cosas: las fichas de dominó, el reloj barato de Jonás cuando empuña su vaso con avaricia, como si portara una antorcha que iluminara, plena, la borrachera. La turbia luz de un foco alimenta las sombras de nuestros cuerpos. “Son todos unos pendejos” resuena en mi mente y no sé si Roberto se refiere a nosotros o a los insectos que medran en la penumbra, al anuncio de una tienda de ropa que está en la calle de enfrente o a la basura acumulada en los terrenos baldíos de la colonia.




***



“La ciudad de México es una de las más contaminadas del mundo. El Departamento del Distrito Federal regulará el uso de los automóviles prohibiendo su circulación un día a la semana”. Su padre abandona la lectura del periódico. El café hierve en una taza. A un lado, una servilleta y unas migajas. Su madre y su hermana desayunan. R se descubre de nuevo niño. ¿Qué año es? Abre los ojos. Reconoce la alfombra roja del departamento, las puertas blancas de las recámaras. El olor del café es penetrante. Los muebles parecen más grandes. Tiene la extraña certeza de que no puede alcanzar los pedales de un auto. La luz de la mañana se derrama en los mosaicos del piso. Hace un poco de frío. Es temprano. El reloj de la cocina marca las 7:13 de la mañana. Su padre anuncia que cambiará de trabajo y que tendrán que mudarse a una ciudad más pequeña. Su hermana le pregunta si ya no volverá a ver a sus amigas. R mira a su madre, aún joven, y trata de olvidar el futuro, el momento en que morirá devorada por el cáncer. Deja la mesa, camina por la pequeña sala y se asoma por la ventana. Percibe que algunas cosas se mantuvieron intactas en el recuerdo durante casi treinta años: el estacionamiento de adoquines rosados, las líneas amarillas que dividen los cajones para los autos. Más allá está el jardín de una anciana y una avenida transitada. ¿Qué año es? Él viste el uniforme de la primaria. Es jueves y los jueves toca deportes así que viste unos pants y una chamarra blanca con franjas azules en los costados. En unos minutos su padre bajará con ellos al estacionamiento, abrirá la cajuela del auto, un Rambler color azul claro, y los llevará a la escuela. Descubre la fecha en un calendario: 19 de septiembre de 1985. Es cumpleaños de su madre y no sabe qué va a regalarle. El reloj ahora marca las 7:15 de la mañana. Escucha las voces de sus padres. Cuando quiere regresar a la cocina el edificio comienza a moverse. Todos se acercan a la ventana. Tiempo después se preguntará por qué no bajaron por las escaleras. Los cuatro miran por la ventana mientras las luces se encienden y apagan, como si tuvieran vida propia. El edificio cruje. Las fotografías familiares se balancean, algunas caen. Están en un tercer piso. No hay gente en el estacionamiento y no se escuchan pasos apresurados en la escalera. Como si la realidad que está viviendo en esos momentos se sujetara a las reglas del recuerdo. La ciudad se vuelve turbia, parece que el terremoto deja en libertad el polvo acumulado por los años. Los segundos se extienden, se hacen pesados. R sabe que el terremoto devastará media ciudad, sin embargo, cerca de su edificio, no habrá daños. Los siguientes días, sin luz en el departamento, escucharán las noticias en un viejo radio de pilas. Pasarán las noches mirando la ciudad a oscuras mientras los muertos siguen esperando entre los escombros. Mira con ansiedad el rostro de sus padres y el de su hermana. Se quedarán ahí hasta que termine todo. Meses después saldrán de la ciudad de México y continuarán con sus vidas. R quiere conservar ese momento para quedarse ahí, hacer las cosas que no pudo, madurar en esa ciudad y, quizás, cambiar las cosas, no enfrentar la muerte de su madre en el año 2013. Su madre devastada por el cáncer, como un edificio sostenido por sus escombros, perdiendo la vida en un hospital pequeño, de apenas tres pisos y repleto de habitaciones color amarillo. Pero no puede. El terremoto sigue su curso. Es muy largo. La vida de mucha gente acaba en esos momentos. Se siente indefenso. Es alguien mirando una vela votiva, cuyo fuego es asediado por una tenaz corriente de aire.



***



Comienza a llover. La partida de dominó aún no acaba. Toca un dos o un seis. Tengo sólo un cuatro y un tres. Jonás me mira con sorna. Roberto se toca los bigotes, como si le mandara señales secretas a un fantasma. Las calles, en tiempo de lluvias, se vuelven un lodazal. “Chingaos, al rato tendremos que llenarnos los pies de lodo, como los cerdos”, dice Roberto con una furia que, al final, se vuelve tristeza. Yo digo “paso” y Jonás completa la jugada. Pienso que hay poca estrategia en el dominó, la ventaja es el azar favorable, tirar la ficha adecuada. Un rayo estremece el cielo. Las calles que rodean la casa de Jonás son de tierra apisonada por el tránsito de autos y camiones pesados. A pesar de ello hay partes en que predominan las depresiones y socavones que los vecinos intentan llenar con piedras. Sin embargo, la acción del agua erosiona la tierra que bordea esas islas artificiales y, muchas veces, provoca un deslave mayor. Los camiones, en noches como ésta, van como animales ciegos y bamboleantes, vadeando un pantano creciente, arenas movedizas que amenazan con tragárselos enteros. Roberto da un trago largo y dice: “Pinche lluvia, que caiga en otros lados, donde la necesitan más”. Disfraza su nostalgia de rebeldía. En la colonia es conocida su historia: su esposa lo había abandonado por golpearla. Un día llegó de la fábrica y ya no la encontró. Decía que sólo le dejó una nota en el viejo refrigerador: “También me llevé a tu hija, pendejo”. Como era previsible, llegó la furia. Platos en el suelo, un espejo roto, una silla de madera en el jardín después del furioso viaje por una ventana. Más tarde se desahogó en el bar de la esquina. Quizás –muchos así lo pensamos– ahí se gastó casi todos sus ahorros. Botellas de distintas graduaciones iban como en carrusel. La juerga, cuentan, fue de varios días. Lo veíamos andar en las calles de la colonia, como perro herido, escondiéndose del sol. Pasaron los meses y, una vez curadas sus heridas, se refugió en su diminuta casa. Algunos vecinos lo veían, silencioso, regresar de la fábrica. Decían que su mujer estaba en Tepic y que vivía con otro hombre. Roberto apenas asomaba las narices desde su ventana. Alguno aventuró que ya no bebía y que estaba en una supuesta desintoxicación, una iluminación espiritual que lo reconciliaría con el mundo. Sin embargo, a los pocos meses, volvió a vociferar en los bares, a lanzar comentarios procaces en el mercado y a quedarse en su silla los domingos, con la frente lustrosa de sudor y los restos de la resaca en la boca entreabierta. Parecía un molusco secándose al sol, apenas atendiendo el brillo fugaz de las moscas que lo asediaban y que quizás lo confundían con un cadáver prematuro. Cada vez que mencionaban a su mujer fruncía el entrecejo y fingía ignorar el tema. Acto seguido, tanteaba con la mano el aire hasta encontrar la botella de cerveza que sorbía con premura y deleite. Por eso no se lamentó demasiado cuando lo despidieron. De los tres fue el que mejor asimiló la noticia. Para él era regresar a un orden natural de las cosas, a una somnolencia que le demoraba el metabolismo y le hacía espaciar, cada vez más, las comidas. Perdió unos kilos y, desde entonces, se le afiló el rostro tostado. Había algo de joven y viejo en él. Sus cuarenta años parecían cuarenta batallas. Su vida, en términos generales, era una larguísima derrota. Por eso su gesto, que traslucía cierto dolor, era el de un boxeador que ha recibido muchos golpes pero que aún tiene fuerzas para retar a su oponente antes del impacto definitivo.
El dominó sigue. Las fichas se alinean y se retuercen. La botella de ron mengua y sus brillos se estancan en la penumbra que se desprende de nuestras manos. Jonás festeja una nueva victoria. La sombra de la botella es la de un árbol entre la lluvia, entre la niebla.



***



El segundo encuentro fue en una papelería. Ella usaba una boina roja y en la mano derecha llevaba una pequeña libreta. Era un sábado de septiembre. R curioseó un pequeño aparador. Ella encargó copias de un grueso libro. El dependiente prendió el aparato que rompió el silencio con un zumbido. R se acercó por atrás y se quedó muy cerca, indeciso de hablarle, apenas respirando, como anunciando en secreto su presencia. Ella vestía una blusa color durazno y una falda azul de mezclilla. Sus largas piernas se reflejaban en el vidrio del mostrador en el que se amontonaban plumas, gomas, libretas de distintos tipos. La blusa tenía una abertura circular en la espalda. Él pudo ver unas pecas marrones, perdidas entre el cabello largo y recogido en una coleta. Se colocó a un lado de ella y la saludó. Las fotocopias salían con rapidez. A través de los botones superiores se percibía el inicio de los senos, la línea que los separaba. Después de pagar ambos caminaron hacia el edificio. El libro tenía en la portada la fotografía de un hombre visto por la espalda; tenía las manos entrelazadas y la cabeza un poco inclinada. R iba a descubrir el título pero ella cambió el libro de posición y sólo pudo ver letras aisladas. Subieron juntos la escalera. Un gato blanco y negro holgazaneaba junto a una maceta. ¿Es tuyo?, preguntó R. No, anda por ahí. A veces se acerca a mi puerta. Se queda un rato mirándome y luego se va. Parece que espera que le diga algo. Se quedaron en el espacio entre los dos departamentos. Un poco indecisos, se mantuvieron en silencio, como si de repente tomaran conciencia de que, en realidad, seguían siendo dos desconocidos sin muchos temas para platicar.
Ella sacó las llaves y, después de introducir una con extremo redondeado, dejó entreabierta la puerta. R giró levemente la cabeza. Pudo ver el estrecho pasillo y el espacio de la sala ocupado por un par de sillones de color verde. Todos los departamentos eran iguales a excepción de los ubicados en el último piso que eran un poco más chicos. Ella percibió el interés de él y abrió un poco más la puerta para demorar la observación. Sobre la estufa estaba una tetera plateada y, a un lado, una cafetera vieja. La puerta del refrigerador estaba adornada con imanes con forma de frutas. R trató de reconstruir los movimientos de ella en las mañanas, ahora en un escenario más preciso: la mano delgada sacando un tazón y el vapor del café llegando hasta sus ojos. Casi la pudo ver en la pequeña mesa de madera, junto a una alacena de metal, desayunando cereal con leche, cubierta por una bata o por un camisón estampado con flores. El radio, que estaba arriba del refrigerador, era el que escuchaba todas las mañanas. Aunque le seguía incomodando no poder comprobar la existencia de unas pantuflas o unas sandalias. De esta forma quedaría en la incertidumbre si ella desayunaba con los pies calzados o iba descalza por las habitaciones, preparando su ropa antes de salir, mirando la ciudad a través de las ventanas como un testigo atento y, al mismo tiempo, tímido. Ella movió ligeramente la cabeza y sujetó el libro con la otra mano. Él salió de su ensoñación, de su espionaje impune. Ella musitó un “nos vemos”. La puerta se cerró y R se quedó pensando en las distintas posibilidades de esa frase corta. Quizás era una sutil invitación que no supo descifrar y por eso el ansia soterrada en el tono de voz, en la duda final en sus manos cuando fueron a la perilla y empujaron la puerta.




***



Después de mudarse empezaron los problemas. Su padre no pudo conseguir trabajo y, al cabo de un año, tuvo que regresar a la ciudad de México para retomar a sus antiguos clientes. Volvía los fines de semana para platicar con ellos, dejar el gasto y conocer las novedades escolares de R y de su hermana. Muchas veces se preguntó por la relación que habían tenido sus padres antes de que él y su hermana nacieran. ¿De qué platicaban en las noches? ¿Qué aficiones compartían? ¿De qué tenían miedo? Una vez su madre le había contado los intentos por concebir en los primeros meses del matrimonio. Sin embargo no hubo suerte. Ella nunca se extendía demasiado en esos temas. Tomó un tratamiento hormonal, quizás uno de los primeros que se podían recetar en aquellos años. Al poco tiempo nació R. Fue un bebé prematuro y tuvo que pasar algunos días en una incubadora. Su madre siempre se conmovía cuando relataba las visitas que hacía a la sala del hospital en donde lo cuidaban. Lo veía tan frágil que pensaba que no iba a sobrevivir. Pero R pronto ganó peso y salió del hospital para llevar una vida normal. Después de tres años nació su hermana. ¿Qué tanto influyeron sus vidas en la progresiva separación de sus padres? Quizás fue algo imperceptible, interacciones cotidianas que se fueron perdiendo, como las conexiones de un mecanismo que se deteriora lenta e irrevocablemente. Ellos no eran conscientes de esa erosión alimentada por la rutina. Quizás por eso la ruptura de la familia, con su padre en otro lugar cinco días a la semana, no provocó decisiones fuertes como regresar a vivir a la ciudad de México. Se acostumbraron demasiado pronto a estar solos y a depender, en todo momento, de las elecciones de la madre. Sin embargo, para ella la carga extra fue demasiada. Se volvió aprehensiva y trataba de controlar cada aspecto de la administración del hogar. Pronto la conversación entre los dos, en aquellos muy cortos fines de semana, dejó de explorar los sentimientos y se concentró en las necesidades diarias: el dinero que a veces no alcanzaba o el auto que se había descompuesto. Su madre aprendió a prescindir de su marido, de su voz en las mañanas, de su cuerpo en la cama. Con el transcurso de los años, se fue habituando a la figura ausente, a la voz que le hablaba por teléfono en las noches para saber qué había pasado, si R o su hermana habían dormido temprano o si se habían enfermado. En las semanas de septiembre, antes de su muerte, R atestiguó una frágil reconciliación. Su padre se excusó con sus clientes y hacía viajes especiales entresemana para llevarla al Seguro Social, comprarle medicinas, pedir por teléfono la comida. Quizás, en esos momentos, pudieron recuperar un fragmento de los primeros años, cuando eran una pareja de jóvenes casados y había esperanzas y planes. Ese fragmento, recuperado a medias, dirigido a una conclusión dolorosa, sirvió para alcanzar tranquilidad, un punto fijo al cual asirse mientras se acercaba la muerte. A veces permanecía sentado en el sillón mientras ella estaba acostada. Parecían dos figuras de un cuadro lúgubre cuya cercanía anunciaba una probable esperanza. Las peleas de años atrás se convirtieron en un silencio que moldeó una tregua hecha de pocas palabras. Él la ayudaba a levantarse, tendía la cama, inclinaba el sillón para que no estuviera incómoda. Después bajaba a la sala y se preparaba una comida frugal. El jardín ya tenía el pasto crecido. Algunos bonsáis tenían la tierra seca. R miraba las buganvilias, rosas, hortensias y recordó que, desde aquel primer anuncio de la enfermedad, cuando ella llegó a casa y dijo derrotada, con la voz temblorosa y sorbiéndose las lágrimas, que el diagnóstico era cáncer, pensó en el jardín y en que algún día iba a quedar abandonado.




***



El tercer encuentro fue el definitivo. Septiembre era un auto moviéndose con pesadez en las calles. Septiembre era un vaso de whisky acompañado de una silla vacía y un cigarro intacto. Septiembre era, también, el gato dormitando en las escaleras, con el cuerpo desmadejado, ajeno a casi todo. Entonces llegamos al espacio entre nuestros departamentos y ella dejó su puerta entreabierta, como la última vez. Los dos sillones de color verde parecían estar en la misma posición. La última luz del sol se distribuía en cada uno de los objetos de la cocina sumergiéndolos en un vago color amarillo. Tuve la sensación de recuperar un momento del pasado, echar atrás los segundos, volverlos lentos, una voz que demora pronunciar una palabra. Ella evitó cualquier insinuación de despedida. Yo evité ese gesto de indecisión, la displicencia que disfraza el ansia y echa abajo los planes. Ya no otra oportunidad desperdiciada. Me tomó de la mano y entramos a su departamento. Miré un suéter en el respaldo de una silla. Unas medias oscuras en el piso evidenciaban una acción apresurada. Quizás habían sido dejadas a propósito, como una escenografía preparada con esmero, cuidada hasta el último detalle para lograr el efecto adecuado. Esa hipótesis cobró relevancia cuando comprobé el orden de los cubiertos y la mesa de la cocina cubierta con un mantel blanco, sin arrugas. Entramos a la recámara. Nos desvestimos con urgencia. El crepúsculo acabó pronto. Pero no había oscuridad total. Las lámparas de las calles despertaron. La respiración de la ciudad mezclaba ruidos de autos, voces y pasos en las aceras, en los cruceros. En las noches las calles despertaban a otra vida, quizás más lenta y secreta. La besé con lentitud y pensé en las pocas mujeres que había besado. También pensé, mientras ella iba a mi cuello, en los días repetitivos que colmaban mi vida. Mañanas calculadas, jornadas cuya sorpresa era un nuevo programa de televisión o descubrir el olvido de un libro en la oficina. Aquí había una desviación, una oportunidad para observar de forma distinta el silencio. Porque ella apenas hacía ruido. Y yo empecé a recorrerla con más ímpetu, mi cuerpo comenzó a ejercer todo su peso para que hablara o para que esa expresión en su boca entreabierta se transformara, al fin, en un grito, una palabra, un suspiro, el punto en el que un sueño se desbarata y los ojos se abren. Después del sexo mi cuerpo quedó a la orilla de un abismo. Mi aliento parecía una cuerda recién pulsada. Ella estaba tranquila. Su torso navegaba entre las sábanas blancas. Su cabello negro, largo, derramado en la almohada, indicaba un nuevo camino a seguir. Pero me mantuve inmóvil. Pensé, absurdamente, en mi departamento, a pocos metros de distancia, con el desorden de libros, papeles y vasos; un desorden que me daba seguridad. En cambio, en el ámbito de ella cada objeto tenía su lugar, cada espacio parecía haber sido planificado. Un aliento frío recorrió la habitación. Vi, con placer y sorpresa, cómo se erizaba la piel de su espalda. Ella percibió ese descubrimiento como una transgresión, algo fuera de la ruta planeada y se levantó de la cama. Sus primeros pasos, calculados, fueron un intento por recuperar su inicial extrañeza. Sin embargo, para mí, cualquier aspecto suyo, cualquier interacción con su mundo, era algo nuevo. La línea de sus nalgas, las caderas afiladas, el torso largo y el cuello frágil. Si la ciudad fuera un puerto ella sería la mujer de un pescador insomne que lanza, todas las noches, sus redes sabiendo de antemano que sólo obtendrá restos, basura, piedras grises. Ella, aún desnuda, bebió un vaso de agua. Al dejar el vaso en el buró una gota descendió de la orilla redonda, corrió como una lágrima y se fundió en la transparencia del cristal y de la noche.




***




Iniciamos otra partida de dominó. Es el último día de septiembre. Nuestros ojos se agrandan achispados por el alcohol. En un rato tendremos que salir en busca de otra botella. No será tan fácil. Necesitaremos juntar monedas, apilarlas con avaricia en la mesa para contarlas. Un peso, dos pesos, cincuenta centavos. Cualquier moneda servirá. Las fichas parecen saltar, ansiosas, entre nuestros dedos; los números avanzan vertiginosamente y el juego crea un laberinto sobre la mesa, pasillos angostos, filas que se alargan como voraces insectos. Transcurre una ronda. Jonás gana. Devolvemos las fichas sobrantes. Apenas festeja, concentrado en la codicia del alcohol, en hacerlo rendir lo suficiente. Las manos comienzan a entumecerse. Es agradable perder el control, aumentar progresivamente de velocidad hasta creer que es posible todo. Por eso los insultos, las risas ardientes que hienden la oscuridad, el odio caldeado en cada respiración, en cada plan que se nos ocurre para conseguir dinero fácil. El gobierno nos va desmembrando, nos conduce a la primera edad del mundo, una edad en la que los desposeídos recorren las calles para medrar comida, algún beneficio. Nuestras casas son cuevas impregnadas de desesperanza. Hay que racionar la comida, robar electricidad y lucrar con la lástima de los vecinos.
El ron, al fin, se acaba. Nos queda, como inútil consuelo, un aliento dulzón al fondo de los vasos. Se enturbia la borrachera. El murciélago estilizado de la etiqueta parece mirarnos con sorna. El juego se interrumpe al igual que la última canción en la grabadora. Me quedo en silencio, abstraído, inmóvil. Jonás mezcla las fichas de dominó, pero no se atreve a repartir su próximo juego. Roberto congela un gesto y, después, alza la mirada. Me pregunta: “Ezequiel, ¿cuánto tienes?”. Como respuesta vacío mis bolsillos y dejo sobre la mesa una pila irregular de monedas. Jonás hace lo mismo. Juntamos el dinero y lo contamos con torpeza. Jonás dice que tiene una provisión extra de Coca Cola en casa de una tía. Eso hará rendir del dinero. “Jonás, chingaos, pues en estas emergencias hasta es prescindible el refresco”, dice Roberto. Enseña sus dientes amarillos bajo sus ralos bigotes. “Bueno, creo que alcanza, vamos a la tienda”, digo.
Salimos a la calle. Jonás nos muestra su Datsun modelo 84 color blanco. Tiene rota una ventanilla y dos llantas están ponchadas. Malas hierbas anidan en la defensa delantera, entre óxido y pintura resquebrajada. Un rosario cuelga del espejo retrovisor. Él, entre risas, informa que el auto casi no tiene frenos. Caminamos entre piedras y excrementos de perros. Las lluvias recientes humedecen el asfalto que aún no ha desaparecido y lo vuelven un espejo que refleja la luz de un par de postes. Hace un poco de frío. La borrachera se apacigua un poco. Roberto, en estos casos, toma el papel de general y habla para que no disminuya el coraje, el ansia de sentirnos vivos. “Pinche tienda, queda bien lejos”, dice mientras evade un charco. “A ver cuándo abren una tienda por acá”. Su regordeta figura se bambolea en la penumbra. La tienda está cerca de un conjunto de edificios. Abrimos un poco las bocas. El siseo de los grillos reverbera. Boqueamos como peces en busca de un imaginario trago de ron. Se escuchan los ladridos que, en estas noches, se convierten en música de fondo, el último detonante para la adrenalina. Mientras caminamos fantaseo con descubrirme de pronto cadáver y así saber que, por fin, quedarán atrás las preocupaciones. Adiós mundo cruel, ya nada importa. En el más allá no recordaré el rostro de mi mujer y, por lo tanto, no tendré remordimientos. ¿Dónde estaremos en unos años? ¿Hasta cuándo aguantaremos tanta inmundicia?





(Continuará)


*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.















Hay gente que espera a la lluvia*



Al final del excesivo día,
todos bebemos de las sombras,
conspiramos como murciélagos
anhelando el misterio de la noche.

Hay gente que espera a la lluvia,
sin preguntas, sin horizontes,
solo por ver las gotas caer
y sentirlas sobre sus mejillas.

Al final de los orgasmos,
todos cedemos a una pequeña muerte,
sudamos una piel imperceptible
bajo esa otra piel que es anatema.

Hay gente que espera a la lluvia,
sin idolatrías, sin sacrificios,
solo un mito de agua vertical
humedeciendo sus rostros intangibles.

Al final de los caminos,
todos ensayamos una respuesta,
calculamos el tiempo trascurrido
como una clepsidra de sangre vieja.

Hay gente que espera a la lluvia,
sin compromiso, pero con valentía,
solo para sentirse nuevamente viva
y no diluirse, en la huella de las lágrimas.


*De © Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
- 2018 -















MI ABUELA HABLA DE LOS HOMBRES CASADOS*



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com



La locura le había dado a mi abuela una notable agudeza para profundizar en las cuestiones de la vida. Ella, que siempre había hablado de la vida con la jactancia de los que presumían haberla recorrido de cabo a rabo, pero con la frente  bien alta y los ojos muy abiertos, ahora daba la impresión de estar preparada para husmear en los vericuetos, nadar en los pliegues ocultos, desafiar los abismos chiquitos y ruinosos de la vida. Así fue cómo, entre su extravío mental y su agudeza, empezó a hablar de los hombres casados. Y lo hacía partiendo de la base que los hombres formaban una raza aparte relacionada con un aspecto del mundo merecedor de nuestra atención y de nuestro implacable estudio.
Hay hombres casados por todas partes.  Van  aquí, allá, se alejan de sus casas incluso muchos kilómetros, parecen sueltos, pero sin embargo todos están unidos por lazos invisibles que los reúnen en una cofradía poderosa y secreta. Por la época en la que mi abuela se dedicó exclusivamente a hablar de los hombres casados hubo que aguantarle sus delirios y exageraciones. Según ella misma lo aseguraba estaba  adiestrándome a mí  en el oficio de vivir en el que ni los accidentes callejeros, ni los traficantes de drogas ni los gérmenes patógenos y ni siquiera los comunistas constituían un peligro mayor que los hombres casados. Un hombre casado era algo más que un simple ser humano, al que una apetencia puramente carnal había conducido a una oficina pública a firmar un papel que lo autorizaba, e incluso obligaba, a vivir bajo el mismo techo con una mujer. Un hombre casado constituía una especie aparte, había evolucionado en línea directa del mono con mayor rapidez y, por lo tanto, ponía en peligro de extinción a las otras especies. Un hombre casado podía confundirse a simple vista con otro, podía jugar póquer con sus amigos o ir a pescar o comportarse correctamente en situaciones inusuales, pero en el fondo bajo la mirada iniciada de una mujer inteligente tal confusión desaparecía. Mi abuela quiso volverme experta en este asunto de identificar a simple vista hombres casados y yo traté de contentarla, admitiendo que al empezar a practicar en esta clase de reconocimiento, sin querer me estaba entrenando para un futuro poco prometedor.
Con la intención de informarme, la mejor manera que mi abuela halló fue su típico método de contar historias. Claro que aunque del único hombre casado del que se encontraba en condiciones de hablar a ciencia cierta era de mi abuelo, ella consideró que sería mucho más ilustrativo hablar de los casados con otras mujeres. De esta forma conocí los pormenores, la vida y milagro del vecindario presente y pasado. La galería de personajes masculinos que una vez en su existencia habían firmado una libreta en el registro civil, amenazaba con ser inacabable. Las historias se parecían entre sí por las mentiras, el ocultamiento y el famoso triángulo. De todas las formas geométricas existentes, la triangular le hacía a mi pobre abuela brillar los ojos. Una de las historias más repetidas que, por supuesto, mi abuela contaba una y otra vez fue la del repartidor de leche. Era un triángulo cuadrangular  debido a que la mujer en cuestión también estaba casada. El repartidor de leche, de tanto andar oliendo las intimidades hogareñas al entrar en la cocina y dejar su producto, se había vuelto insaciable. A mi abuela le encantaba repetir la palabra “insaciable”. No llegué a saber los nombres de las mujeres que ocuparon los dos vértices del triángulo  y no quise averiguarlo, porque era muy posible que mi abuela, en su avanzado estado de locura, confundiera los nombres y las circunstancias y, según ella insistía, lo verdaderamente importante era lo ejemplar del asunto. Por desgracia no en todos los casos el desenlace de las historias encerraba alguna lección o moraleja. Mi abuela citó innumerables ejemplos: el casado que se apaña con la vecina, el que hace gimnasia en el parque y mira mucho, el que dice que se marea y se apoya sobre el cuerpo descuidado de la mujer ajena, el que ronda las salidas de los colegios secundarios, el que no disimula su traición, el que la disimula hasta sus últimas consecuencias, etcétera. En fin, una gama variada y completa que ella gustaba condimentar con refranes más o menos mal aprendidos, tales como: “El casado, casa ajena pretende”, “Más vale viuda en casa, que casado en el bar”, “El buey bien acompañado, mal se lame” y otros por el estilo. En muchas oportunidades, las historias se interrumpían sin razón, entonces yo me quedaba confusa y la cabeza no dejaba de buscar un final adecuado. Sucedía lo mismo en el teleteatro de la tarde que tía Margarita veía de lunes a viernes y que le dejaba un feo malestar durante el fin de semana. A manera de aprendizaje yo tomé la precaución de no inquietarme demasiado por el final de esas historias. La vida no era más prolija que la manera de contar de mi abuela. Y, por lo supuesto, tampoco lo eran las telenovelas de la televisión.
Hombres casados –murmuraba mi abuela -mascullando y reflexionando al mismo tiempo- hombres que se marchan amablemente de las casas de mujeres que viven solas o a las que ellos mismos conducen a la soledad dándoles a entender, con ese farsante aire metafísico que han aprendido a simular, que su mujer no los comprende y que aseguran que están a punto de separarse, que se encuentran en un tris de ver hundirse su hogar en las Tinieblas. Hombres de bigotitos absurdos que vaya a saber por qué deciden dejarse crecer alguna vez, bigotitos  que llevan con cierta devoción o resignación,  como si estuvieran cumpliendo una promesa, pero que están allí para ocultar alguna cicatriz, algún rasgo desagradable o un lunar velludo. Bigotitos que ocultan y que son el emblema de su carácter, la metáfora de su personalidad. Es imposible imaginar qué sería de sus caras sin esos bigotitos. Hombres a secas con actitudes dañinas y uñas con barniz suavecito, fanáticos del deporte, deseosos de que su esposa haga cursos de manualidades o visite a los parientes lejanos para conseguir sus escapadas. Viven inquietos, sus vidas están llenas de frunces y dobleces y hasta hay que creer que se apasionan más por el peligro que por la mujer que contribuye a hacer desapacibles sus vidas. Eligieron la infidelidad porque ser agentes de contraespionaje les quedaba grande. Hombres cobardes que sufren mirando el reloj, con un pie aquí y una bragueta allá, hombres de buena memoria, amantes de un peligro pichulero en el que no se arriesga el pellejo sino el statu quo. Añoradores del tiempo del noviazgo eternizado fraudulentamente. Traidores del hogar, apátridas del fuego de la hornalla, mentirosos de entre sábanas, desamoríos muertos. ¡Desgraciados!
El tema de los hombres casados obsesionó a mi abuela. Al principio doña Pepa supuso que no estaba del todo mal, ya que era un modo de reflexión que le estimulaba el funcionamiento de la sesera y lucía bien ya que mi abuela hablaba enfervorizadamente, lo que estaba a tono con los tiempos políticos que corrían, Claro que tanto a mi abuela como a tía Margarita y a mí, semejante obsesión con  un solo tema nos parecía un poco exagerado, y por demás rencoroso, tratándose de una reflexión bastante oscura que, al fin de cuentas, rondaba  una cuestión que no la afectaba a ella directamente. Cuando mi abuela empezó a despotricar y discursear sobre este asunto lo hizo con relativa discreción. Su voz se apagaba y se irritaba a medida que el rezongo se prolongaba en el tiempo,  aunque manteniendo siempre un ritmo parejo. Después, cuando su voz se alzaba junto con su dedo admonitorio para realzar lo que sus palabras indicaban, es decir, cuando pretendía convencernos de que los hombres casados eran la peor plaga que azotaba al planeta y la maldición primordial del mundo, nos preocupamos sinceramente. Doña Pepa descartó sus ilusiones de una mejoría y predijo lo contrario. Entonces tratamos de explicarle a mi abuela que un hombre casado también era un ser humano, que había nacido de un vientre de madre, que era padre de sus hijos, por lo tanto merecía como cualquiera una segunda oportunidad, algún perdón o una actitud piadosa. No sólo fueron inútiles nuestros pedidos de clemencia sino que recrudecieron su furia. Quisimos darle a entender que casarse o descasarse podía ser un percance, un error en la vida de cualquiera y tanto era así de no tan grave que en muchos países, sin ir más lejos en el Uruguay, existía el divorcio. A mi abuela, escuchar la palabra “divorcio” la trastornó del todo. Sin otro remedio, al final optamos por ignorarla de una buena vez y dejar que anduviera si quería con su tema de hombres casados a cuestas de un lado a otro del patio. Sí a ella le gustaba, sí le hacía bien, si...digamos, no la escuchaba ningún vecino con la conciencia sucia. ¡Allá ella!



-Blogs de Irma Verolín















ESTACIÓN DE LA PASIÓN*



“Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan,
se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son”.
Julio Cortázar




Solo es un permanecer. Una caída. Un desprendimiento de enero.
No creen en Dios. Ni en dioses. Solo, adioses.
Sin embargo, todos los días, todos, suben al Gólgota.
Fascinación y rechazo. Amor y odio. Fidelidad y traición.



ESTACIÓN DEL ESTUPOR

Y porque están cerca y es la hora.
Conjugar la ceremonia de la vida. En segunda persona.
Pasión y goce. Dolor en frutal incandescencia. Estupor.
Ah, viejas lagunas embrujadas. Ha llegado el sediento.



ESTACIÓN DEL ESPEJO

Un gemido les llama. Un temblor. Una llaga abierta.
No hay mejor espejo que la piel encrespada, las olas y los vientos.
Vestidos de soledad, se acercan.
Son los mismos de siempre. Diferentes.



ESTACIÓN DEL ENCUENTRO

Todos los días, todos, bajan del Gólgota.
Los cuerpos se adivinan. Torpemente se encuentran.
Desde el lago sublunar de la patria. Vuelven.
Blanca sábana lino. Abren los brazos. Y allí quedan.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com













*


Cuidar que nuestra vida sea de verdad vida intensa para que no sea tragada por la gran boca de lo homogéneo.



*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com








Inventren








KronoX *



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com




Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?








-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


 Próximas estaciones en el Ferrocarril Provincial


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***


Km 55


-Por Ferrocarril Midland


Próximas estaciones en el Ferrocarril Midland:


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.






InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

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