martes, febrero 28, 2012
LAS HORMIGAS DE LA MEMORIA...
-Dibujo: Ray Respall.
La Habana. Cuba
HABLÓ EL ÁNGEL*
Poesía Haiku
Es el abismo
abierto a mis ojos
como un imán.
El ángel dice
subido a mi hombro:
. No es tu vuelo.
- Vuela tus penas,
redime tus angustias,
lee horizontes.
Sueña despierto.
anuda los milagros
entre silencios.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
PERSISTENCIA DE LA MEMORIA
de Salvador Dalí*
*De Liliana Díaz Mindurry
Habla de
no sabe de qué habla
tal vez de la tristeza
o de la memoria que cae en gotas desde el cielorraso,
y entonces
como quien trata de hacer respirar al que se muere
como quien lava con agua las manchas de tinta, como quien camina en las
/piedras de la luna desde adentro de los ojos
la memoria
las hormigas de la memoria
sus relojes líquidos
sus pesadillas.
Y ya después de la memoria ella puede terminar de ponerse vejez en los
/cabellos, mirar cómo crece la hierba en las manos de los niños
ver en el fondo de las fotografías
el ángel frío que la abuela cosía en las mañanas.
Habla de
no sabe de qué habla
de relojes goteando
hace apenas un ruido de cucaracha que se quiebra en el piso
oye la muerte en sí, la simple pureza de la muerte
apaga el cigarrillo en el fondo de la taza
y se va a dormir envuelta en esos trapos que se llaman sábanas
bebe la última luz de la memoria.
(No cabe en la cama
despacito se le rompen las piernas)
Por cosas así la gente muere,
por cosas así.
Vivir es sólo una forma de la impiedad.
-Poema de Resplandor final, Ruinas Circulares, 2011.
-Fuente: http://vc-mordiscos.blogspot.com/2012/02/liliana-diaz-mindurry.html?spref=fb
El gefilte fish de la frontera ruso-polaca.*
*Por Jorge Schussheim
http://www.facebook.com/jorge.schussheim
Desde mediados de 1941 hasta principios de 1946 y debido a una de las recurrentes crisis económicas que solía tener mi padre en esas épocas, vivimos en casa de mis abuelos Aarón León y Esther Schussheim, en el primer piso del ya demolido edificio de Corrientes 2791, esquina Pueyrredon.
Además de mis abuelos, de mi papá, de mi mamá y de migomismo, en la casa vivían mi tío David (papá de Renata), mi tía Lushka (a la que yo la llamaba sin parar 'tiatiatiatiatiatiatiatiatiatiati', y le quedó Iati, nomás), el Señor Levin, tipo alto, de lentes gruesos, que tenía el cuarto del fondo y a quién yo suponía goi, porque durante un tiempo creí que se llamaba 'elinquilino'; y finalmente, Marika, la shikse, una tucumana ya mayor, mandona y entrañable.
En esa casa, las cosas no eran como hoy en día, en que todo es una confusión. Allí todo era muy claro: mi abuelo volvía del diario, almorzaba, dormía la siesta, escribía dos horas exactas encerrado en su cuarto y después se iba al lado, a su mesa vitalicia del Bar León, a practicar su deporte favorito, esto es, a desmenuzar a sus enemigos políticos y a pelearse con sus amigos políticos.
Mi papá volvía de trabajar, saludaba y después se iba enfrente, a su mesa vitalicia del Paulista, a encontrarse con "los muchachos" (nunca entendí bien porqué a esos ancianos de treintaypico años los llamaba 'los muchachos').
Mi abuela terminaba de dirigir las tareas de la casa y se iba a la otra esquina de enfrente, al Café-Té-Bar-Billares-Damas La Moneda, a tomarse un Indian Tonic con limón.
El Sr. Levin volvía de trabajar, saludaba y se encerraba en su habitación hasta el día siguiente.
Marika terminaba de trabajar y se iba a dormir.
Mi tía Iati volvía de trabajar y se dedicaba inmediatamente a su ocupación principal: contarme cuentos.
Mi tío David volvía de trabajar y salía rajando a encontrarse con sus novias.
Yo terminaba de escuchar el cuento, me tomaba la última mamadera de la jornada y me iba a dormir.
Mi mamá terminaba de hacer sus cosas, se iba a la cocina y empezaba a volverse loca.
"¿Porqué ella le pone azúcar?
Ella era mi abuela Esther, la genial contadora de cuentos, el centro de las grandes reuniones sociales para setenta u ochenta invitados especialísimos que se llevaban a cabo durante el primer séder de Pésaj, la mundana, la gran dama; pero para mi mamá ella era la galitziana. Sepan que mi mamá era rusa, y para una rusa (al igual que para una lituana, para una alemana, para una checa, para una rumana, para una guatemalteca, para una birmana, etc., etc.), galitziana era como prostituta, pero peor.
"¿A todo le tiene que poner azúcar?
A los polacos les gusta ponerle un poquitito de azúcar a la comida. Ustedes dirán: "¿y a quién no le gusta un postrecito?". Lo que pasa es que los polacos no le ponen azúcar solamente a los postres; tambien se la ponen a los fideos, a los arenques, al pan, a la carne, a las verduras, a los lácteos, a los huevos y, en general, a todo lo que se come. Y mi vieja, que nunca se caracterizó por ponerle dulce a nada, empezando por su propio carácter, probaba la comida de mi abuela y se volvía loca.
Aquí, una anécdota real y aclaratoria.
En 1922, terminada ya la guerra civil rusa, quedaron unas decenas de kilómetros de la frontera
ruso-polaca sin demarcar. El problema parecía imposible de resolver con los métodos diplomáticos ortodoxos, hasya que a Mijail Litvinov, canciller por ese entonces de la URSS se le ocurrió aplicar
la solución idishe. Concovó a su par polaco, también judío, y juntos se fueron en tren a la zona de conflicto. Allá, y en cada shtetl, le preguntaban cómo comían el gefilte fish: si respondían que salado, entonces el pueblo pertenecía a Rusia; si dulce, era inequívocamente polaco. Suena increíble pero es rigurodamente cierto.
Ahora vuelvo a mi familia.
En realidad, mi mamá todos los días se volvía normalmente loca. pero cuando había que preparar el gefilte fish para el famosísimo primer séder de Pésaj, se volvía especialmente loca. Entre la tres (contando a mi tía Iati), preparaban el pescado relleno en varias cacerolas inmensas. En cuanto mi
mamá salía de la cocina por cualquier motivo, mi abuela le ponía azúcar, bastante azúcar. Para decir la verdad, mucha azúcar. Al rato era mi abuela la que salía. Mi vieja probaba, ponía su famosa cara de asco y rectificaba con sal, bastante sal. Mucha sal.
Ese sabotaje recíproco seguía durante horas y horas, hasta que al fish se le formaba una capa de caramelo de como dos dedos de alto.
Nunca supe si gustaba o no el famoso pescado. Lo que sí recuerdo con claridad es los invitados se pegaban muchos más codazos durante el gefilte fish, que durante el caldo o el pollo. Y que el resto del año todos los sectores de la comunidad tenían tema de conversación para tirar al techo.
Su voz*
Su voz
es un fantasma boreal, su pelo
un rebelde cometa clandestino.
Sus ojos, un abismo.
Una ráfaga triste su mirada.
Una nube su cuerpo.
Su alma...
No preguntéis por su alma.
La primavera yace
tendida entre cien párpados confusos.
Nadie la toca
nada
parece haber cambiado.
Sólo la aurora sabe.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
Comido por las hormigas*
*Por Luciano Lamberti
Hay una guerra en mi barrio. Una guerra de blancos contra negros. O mejor dicho: una guerra de gringos contra negros. Mi barrio se llama Buchardo, y mi casa está a dos cuadras del límite de la ciudad. Desde el techo se pueden ver los eucaliptus plantados en línea para cortar el viento y los surcos prolijos de finales de noviembre, antes de la siembra. En los setenta, mis padres vendieron a un precio ridículo las pocas hectáreas que tenían en Morteros y se vinieron para acá. Encontraron gente como ellos, parejas jóvenes con hijos chicos. Descendientes de inmigrantes piamonteses expulsados por la miseria de la Segunda Guerra. Dicen que en esa época era un barrio tranquilo, un buen barrio para criar a tus hijos. Los gringos vivían como si la guerra no hubiera terminado, trabajando de sol a sol, ahorrando centavo por centavo por si llegaba a suceder una catástrofe, almorzando de parados una lengua a la vinagreta o un mondongo al perejil. A la siesta, soñaban con sus padres, los antepasados que sobrevivían en las viejas historias y en una lengua muerta, y en el sueño los padres tenían largos bigotes y sombrero, y descansaban luego de una extenuante jornada con la azada bajo el brazo, solos en medio del campo, reyes del vacío infinito.
Y de un día para el otro, el barrio se llenó de negros. Todo cambió entonces. Había un remisero que se pasaba el día viendo tele y nunca atendía su remís. Había un taller de motos donde los muchachos se juntaban a comer asados, oír cuarteto al mango, tomar vino en caja y silbarles a las chicas. Había un galpón donde dormía una familia entera que años después empezó a engendrar niños monstruosos, producto de relaciones entre primos, o entre el padre y las hijas, o entre el tío o el padrino y las hijas. Había una vecina a la que el marido no le quería comprar un secarropas y venía todas las tardes a usar nuestro Kohinor. Y sus hijos, que eran chicos cuando llegaron, después se tiñeron el pelo y armaron una banda de hardcore. La banda se llamaba Mandala y estaba en la subespecie “hardcore satánico popular”. Después del ensayo, los miembros fumaban en la vereda y rompían los focos del alumbrado público a cascotazos. Venía el comando radioeléctrico, la luz circular barriendo las persianas cerradas. Los miembros de la banda corrían a esconderse en las vías.
Un día empezaron los robos. Desaparecían bicicletas, equipos de música, ropa colgada de la soga en el patio. Los gringos afirmaban que eran negros que a la noche saltaban los techos y se llevaban lo que vos habías conseguido trabajando honradamente. Se metían en tu casa como animales o sombras y manoseaban tus cosas, tus sábanas, tus toallas, tu ropa interior, la ropa interior de tus hijas, usaban tu cama matrimonial como inodoro y se limpiaban el culo con tu cepillo de dientes, dejando en el aire su olor a negro, olor a pis y vino y reyerta. Y vendían tus cosas en los barrios de negros para comprarse vino, droga, porno, casets de cuarteto. Si un chico viene a pedir a tu casa, “¿no tiene algo que me dé?”, seguro que el padre está a dos cuadras oyendo cuarteto o mirando programas de cuarteto en la televisión, y usa la plata que vos ganaste con tu trabajo honrado para comprarse vino, droga, porno, casets de cuarteto.
El caso de Salomone. Un tipo que levanta a la familia de la miseria poniendo un almacén en el garaje de su casa. Durante años, el único gusto que se da es ir al campito a jugar a las bochas. Ahí se juntan los gringos, en grupos cerrados, con las manos a la espalda, como si tuvieran un gravísimo secreto. Vos ves a Salomone en un extremo, la bocha en la mano, tomando carrera con pasos livianos y largos que te hacen pensar en animales acuáticos, garzas sobre el agua, insectos. Una noche de invierno, dos negros con una escopeta recortada entran a su almacén. Salomone no se pone nervioso, ya le han robado tres veces ese año. Se deja llevar atrás, donde la familia acaba de cenar y está mirando televisión. Los ladrones ponen a la mujer de Salomone y a los chicos contra la pared, de espaldas, como si estuvieran en penitencia. Luego le dicen a Salomone que traiga la plata de la venta del auto. “¿De qué auto?”, pregunta Salomone. “No te hagás el pelotudo”, dicen ellos. Salomone no sabe de qué están hablando. El único auto que tienen es un Fiat 600 que han dejado afuera al empezar el almacén, y que con los años se ha vuelto inutilizable por la lluvia, las cagadas de pájaro y las hojas de fresno. Pero los tipos insisten: “La plata del auto, la plata del auto”. Salomone señala una lata de leche en polvo en la alacena. Adentro hay un rollo de billetes sujetos con una gomita elástica. Los billetes tienen olor a leche y suman mil seiscientos pesos y monedas. Los tipos se ríen. “¿Qué es esto? –le dicen–, buscá la plata del auto.” “No sé de qué están hablando”, dice Salomone. Los tipos lo hacen arrodillar en el piso y le ponen el caño en la nuca. “¡No hay ninguna plata, la puta que los parió!”, grita Salomone. Se oye un disparo. Por un momento, todos se quedan sordos. Cuando uno de los chicos se da vuelta, los negros han desaparecido y Salomone está en el piso, con la cabeza en un charco de sangre.
En esa época, papá consigue un revólver. Un 38 corto, usado, sin papeles, de un ex policía al que le dicen El Choclo porque tiene la cara poceada por la viruela. A veces vamos al campo de Suárez, un amigo de papá, ponemos una latita de Coca en el poste del alambrado y le tiramos. El barrio entero cambia en esa época. Se ponen rejas en ventanas y puertas. Se compran perros policías, rotwaillers, dogos argentinos. A las ocho, la gente está encerrada en su casa con las persianas bajas. Todo tiembla. Las noticias viajan haciendo temblar los cables eléctricos. Ancianas violadas y asesinadas, niños violados, bebés tirados a la basura. Los abuelos, que hace mucho vinieron del campo, oyen los cables vibrar por las noticias y tiemblan. Miran Crónica, Canal 9, TN. Dicen: “Este es otro mundo”. Dicen: “Esto no es natural”. Se ponen alarmas, se contratan servicios de vigilancia. Las madres escuchan las sirenas de las ambulancias, los silbidos altos y angustiosos, y tiemblan pensando en sus hijos allá afuera, como ovejas en la oscuridad.
Mamá era peronista porque Eva le regaló su primera muñeca de trapo, desde el tren, cuando pasó frente a su pueblo. Papá era peronista porque mi abuelo era peronista. Mi abuelo empezó siendo peronista pero en esta época era menemista, y había sido peronista porque un radical, cuando era joven y vivía en el campo, le pidió prestada un hacha y nunca se la devolvió. El decía que los negros eran el fin del país. Trabajó hasta los ochenta años en su taller, afilando cuchillos y tijeras que le llevaba la gente del barrio. Yo iba con los tramontinas de casa y me quedaba viendo la rueda giratoria, las chispas que saltaban del metal. Era un viejo loco, con un gran amor por la vida. Después se enfermó de los riñones y lo internaron. Nunca había dormido en un hospital, y estar ahí lo deprimía mucho. Bajó como veinte kilos en un par de meses. Con mi familia nos turnamos para acompañarlo y yo fui a pasar una noche con él. Llevaba un fajo de revistas Nippur que casi no miré porque había un televisor empotrado en una esquina. Después de cenar apagamos la luz y me puse a dar vueltas en la cama, inquieto, sintiendo crujir al plástico que envolvía el colchón.
Mi abuelo se rascó la mejilla, se acomodó y dijo: “Mirtha. Mirtha, vení para acá te digo”.
Una noche entran a casa. Estoy casi dormido cuando oigo un ruido que me pone los pelos de punta. El ruido de una baldosa floja en el patio, una baldosa que suena como una botella descorchándose. Tengo doce años y voy hasta la pieza grande y sacudo a papá varias veces hasta que se despierta. Se despierta y me mira. Le digo que hay alguien afuera y papá se lleva el dedo a la boca para que haga silencio, saca el calibre 38 de la mesa de luz, abre la recámara y lo carga. “Se quedan quietos”, dice, antes de salir de la pieza con el caño apuntando hacia arriba. Apenas sale y el perro de la vieja Lario, un perro chiquito con la mandíbula torcida, empieza a ladrar desde el patio vecino. Otros perros en otros patios le responden y de pronto parecería que todos los perros del barrio y de la ciudad y del mundo están ladrando al mismo tiempo. Espío por la persiana pero no se ve nada y mamá me dice que salga de ahí. Me siento en la cama. Nos quedamos esperando. Imagino que los ladrones van a entrar en cualquier momento por la puerta de la pieza, van a atarnos las muñecas con alambre y van a violarnos por turno. Entonces se oyen talones corriendo sobre las baldosas, una puteada y un segundo después un tiro. Mamá se lleva la mano a la boca.
“La puta madre que los parió”, dice papá. “Me parece que le di a uno.” Tiene los pies descalzos llenos de pasto y un costado de la pierna izquierda con un manchón verde.
“¿Qué te hiciste?”, le pregunta mamá.
“Me caí por allá, me hice mierda”, dice él.
Después me pide que lo acompañe. Buscamos la linterna y vamos a ver. Cruzamos el patio de baldosas y salimos al patio de césped. No hay luna y todo está muy oscuro. “Quedate acá”, dice papá. Todavía tiene el revólver en una mano. Va hasta los frutales y barre el piso con la luz de la linterna. Encuentra al cuerpo enseguida, cerca del árbol de mandarinas. Se acerca, lo toca con el pie.
Después me llama y recogemos las cosas que el tipo se estaba llevando, tiradas en el pasto. Un par de Addidas blancas de papá, un cinto de cuero, unas pinzas y unos destornilladores de la caja de herramientas. “Hacerse matar por estas porquerías”, dice papá. Lo repite muchas veces.
Dejamos las cosas adentro y papá me pide ayuda para levantar el cuerpo. Lo agarra de las axilas y yo de los pies y lo entramos cruzando el patio de cemento hasta la galería. Lo dejamos sobre las baldosas, boca arriba, con sumo cuidado, como si pudiera romperse. “Dios querido, Dios querido”, dice mamá. Está en camisón. Nos quedamos mirando al tipo, el corte a la cubana, las zapatillas caras, el tatuaje de la Virgen del Perpetuo Socorro en el brazo.
“Andá a buscar una frazada”, dice papá. Pero no sabemos a quién le habla y por un rato ninguno hace ni dice nada.
A la hora llega la policía. Un tipo grande, canoso, de ojos claros, con saco y corbata, y uno más joven vestido de policía. Papá les ofrece café y el más joven le dice que podría ser un cafecito. Papá prepara el café. El policía canoso dice que los vecinos han oído un disparo y papá responde que también lo oyó y que por eso estamos despiertos. Los policías le preguntan si tiene idea del lugar de donde provenía el disparo y papá dice que a lo mejor del techo o del campito a la vuelta, que acá siempre se oyen disparos, que él dio una vuelta con la linterna y no vio nada. Los policías le preguntan si pueden pasar al patio. Papá los acompaña. Al rato vuelven. “Muy bien”, dice el canoso. “Cualquier cosa nos llama, eh”. “No hay problema, oficial”, responde papá.
Uno de los hijos de Salomone estudió ingeniería en sistemas y tiene su propio negocio de computación. Otro, el que tenía mi edad, se volvió completamente loco. Era un chico alto, con el pelo rojo como una zanahoria, que usaba pantalones militares, esos pantalones con muchos bolsillos a los costados, y tenía tatuajes en la nuca, la espalda y los brazos. Uno de los tatuajes estaba en chino y nadie sabía lo que significaba. Otro era el dibujo de un puma. El hijo de Salomone estaba todo el tiempo buscando pelea. Nadie podía mirarlo a los ojos y salir ileso. Su lugar preferido era el baile de los Bomberos Voluntarios. En el gigantesco salón tocaba Trulalá, Chébere, La Mona. El hijo de Salomone se emborrachaba y buscaba pelea. Pero no sabía pelear, nunca había peleado, y terminaba en el hospital San Justo con los dedos entablillados, puntos de sutura en alguna parte del cuerpo y la nariz quebrada. Cuatro veces le quebraron la nariz. La madre le decía: “¿Qué hacés, hijito? ¿Qué buscás?”. El hijo de Salomone miraba por la ventana sin responder. Y el fin de semana siguiente estaba de nuevo en el hospital. Con el tiempo fue aguantando más los golpes, se fue endureciendo, no sé muy bien cómo decirlo, parecía incluso más alto y tardaban mucho más en tumbarlo. Empezó a ganar peleas, a ganar el respeto de todo el mundo. Después lo agarraron a la salida del baile y le dieron tres tiros en la cabeza.
Cuando el abuelo murió, la abuela se mudó a su habitación (dormían en piezas separadas), descolgó el retrato de Evita que había en la cabecera de la cama y lo tiró en el taller donde el abuelo afilaba los cuchillos. Tiró a la basura sus lociones y sus peines. Envolvió la ropa y los zapatos en bolsas de consorcio para la iglesia. Yo estaba casualmente ahí y le pregunté: “¿Quién es Mirtha?”.
Mi abuela me miró. Siguió doblando la ropa.
“Una negra que andaba con tu abuelo”, me dijo. “La dueña de un bar.” Después me contó que una vecina había visto el Peugeot 404 gris estacionado todas las tardes frente a la casa de la tal Mirtha. “Tu abuelo se gastó en negras toda la plata. Cuando se enfermó yo tuve que poner de mi propia jubilación. No tenía un centavo. Ahora se murió y dejó de traerme preocupaciones.”
Le pregunté si podía quedarme con una campera del abuelo y me la hizo medir. Nos miramos frente al espejo del ropero.
“Chanta –me dijo–, tenés el mismo cuerpo.”
Mucho tiempo después, me enteré de que Mirtha apareció en un programa evangelista de la medianoche. Mamá lo encontró haciendo zapping en uno de sus repetidos y desesperantes insomnios. Conocía a Mirtha porque a veces le compraba chorizos secos para armar la picada del bar, incluso se había enterado de lo de ella y el abuelo, y verla ahí, a las dos de la mañana, la impactó. Mirtha estaba bien peinada y maquillada, y parecía tan tranquila y segura de sí misma que mamá pensó un segundo en recurrir a los evangelistas para mejorar un poco nuestras vidas. Pero eran ideas del insomnio que a la luz del día parecían ridículas. Sentado frente a ella había un pastor brasileño. Mirtha dijo a las cámaras que su esposo estaba lisiado, que su hijo se drogaba, que su hija había quedado embarazada y no sabía quién era el padre. Contó que un domingo había planeado tirar veneno para ratas en la salsa de los ñoquis para matar a toda la familia. Pensaba que sólo así iba a encontrar un poco de paz. El pastor le explicó que en ese momento había estado poseída por un espíritu diabólico. Le dijo que los síntomas de la posesión eran el cansancio, el estrés, el insomnio, oír voces o ver figuras en el aire, recibir la visita de animales desconocidos. El pastor tenía un fuerte acento brasileño, como si hubiese bajado del avión el día anterior. Mirtha dijo que había tenido todos y cada uno de los síntomas. Casi al final agregó que en ese momento, cuando tenía el veneno para ratas en la mano, no era propiamente ella.
“No podés decir una palabra de todo esto”, dice papá. “Si se te llega a escapar algo, tu mamá y yo podemos terminar en la cárcel por defender nuestra casa y a vos te va a criar una familia sustituta.”.
“No voy a decir nada”, digo yo.
Entonces papá me cuenta que a la otra mañana, mientras yo estaba en el colegio, él sacó el bulto cubierto por la frazada y con varias vueltas de soga plástica que la noche anterior habíamos escondido en el lavadero, bajo un montón de ropa sucia, y lo cargó hasta el baúl del auto. Que sacó el auto y manejó hasta el campo de Suárez. Que junto a Suárez llevaron el bulto hasta la franja de eucaliptus centenarios, a través del campo de tierra arada, y que los teros se levantaban a su paso, y que a la sombra de los altos árboles, con una pala honda y una de hoja ancha, trabajando por turnos, él y Suárez hicieron un pozo. Que tardaron más de dos horas en cavar el pozo con las dimensiones necesarias. Que era un pozo vertical, no horizontal, y que el bulto quedó parado en vez de acostado en el fondo del pozo. Que luego cubrieron el pozo con tierra y se fumaron un cigarrillo. Que volvieron al galpón de Suárez y se lavaron los brazos y que mientras tanto uno de los peones había armado una picada con salame, queso, pan, lengua a la vinagreta, vino y soda. Que comieron de parados.
La leyenda: hubo un tiempo en que se podía dormir con las ventanas abiertas. Un tiempo de paz. Las cigarras cantaban en los atardeceres de verano. Había luciérnagas sobre el pasto recién cortado, guiando a los viajeros. Mi abuelo era joven y en los meses de sequía tenía que llevar a las vacas a pastar cerca de la laguna de Mar Chiquita. Era un viaje largo, lleno de aventuras y dificultades. Dormían bajo chapas de zinc, comían charqui, armaban balsas para cruzar el río. Una vez, a la altura de Morteros, mi abuelo detuvo el caballo y se bajó para mear. Se metió entre unos pastos altos, se abrió la bragueta y cuando estaba por largar el chorro lo vio. El chorro se le cortó de golpe.
A sus pies, había un hombre sentado. Un hombre con el pellejo seco. Las hormigas le salían por la boca y los ojos. Mi abuelo contaba esa historia y siempre se detenía en el mismo detalle. Decía que las hormigas, hormigas negras y chiquitas y furiosas, le habían devorado la carne, los órganos e incluso la ropa, pero habían dejado intactos los genitales. El pito y los huevos. Mi abuelo se quedó mirándolo un rato. Después orinó, se volvió a subir al caballo, le pateó las costillas y siguió la marcha. Esa noche iba a dormir a la intemperie, envuelto en una frazada, con las botas detrás de la cabeza, mirando las estrellas cargadas de leche.
Estoy en el patio. Miro los árboles frutales, el pasto, los geranios y las margaritas contra la pared. Me agarro del borde del tapial y subo. Hago equilibrio con los brazos abiertos hasta llegar a la zona donde el techo se une al tapial, y entonces me subo al techo. Miro el patio desde arriba. Después, ayudado por una saliente de cemento, me subo al tanque de agua. Me quedo sentado en el borde del tanque mirando el campo en general y después el campo de Suárez. Los eucaliptus viejos y altos como una mancha imprecisa en el horizonte.
Hace unos años, fuimos al bar de Mirtha con unos amigos. En la única mesa ocupada había un tipo medio dormido mirando una pelea en la televisión y tomando vino con soda. Desde la cocina, cubierta por una cortina de tela floreada, llegaba el olor y la crepitación de milanesas fritas. Una chica gorda que debía ser la hija o la nieta de Mirtha nos vino a atender. Mis amigos pidieron una cerveza y yo un fernet. Tomamos mirando a un puertorriqueño y un norteamericano pelear por cinco rounds. Después, de una sola trompada, el puertorriqueño tumbó al norteamericano y el árbitro vino y le levantó la mano. El puertorriqueño se largó a llorar de la emoción. Cuando terminamos, me acerqué a la barra y la chica gorda llamó con un grito a Mirtha para que viniera a cobrarme. Se corrió la cortina de tela. Vi a entrar a Mirtha. Camisa con hombreras, el pelo blanco, la piel suave de los viejos. Quince pesos, me dijo. Le di un billete de veinte y se quedó mirándome.
Después me dio los cinco pesos del vuelto y desapareció detrás de la cortina.
El cuento por su autor*
*Por Luciano Lamberti
Este es el único cuento que escribí “por encargo” con un tema específico: el peronismo. Un día me llamó Damian Ríos para invitarme a participar en una antología que iba a sacar Mondadori. Es raro escribir con un tema. En general, uno desarrolla una historia y si es lo suficientemente buena el tema sale por sí mismo. Encima era en la época del conflicto del campo y yo estaba enervado por los discursos que reflejaban los medios. Además, el peronismo había sido visitado directa o lateralmente por grandes escritores y yo sentía esa larga tradición como un peso en la espalda. Por ejemplo, el peso de los hermanos Lamborghini, o el de Walsh, o el de Borges. Me acuerdo que estaba histérico y no me salía nada. Me costó muchísimo escribirlo y lo empecé varias veces, siempre, desde distintas perspectivas. Tomé notas de varios comienzos, uno era simbólico y otro una especie de farsa y así por el estilo, hasta que me pregunté cómo había percibido yo al peronismo en mi infancia, no en mi ciudad ni mi barrio sino en mi cuadra y las que la rodeaban, una porción minúscula de la historia, y ahí todo empezó a marchar sobre ruedas y no tuve ningún problema en terminarlo rápido. En ese sentido (y en ningún otro) es autobiográfico. Quise retratar la ideología de los gringos de campo, especialmente los hijos de los inmigrantes piamonteses. Yo nací y me crié en esa ideología, racista y conservadora, cuyos valores más altos son el trabajo duro y el ahorro. Mi abuela, que era una persona generosa y tierna conmigo, me preguntaba siempre si mis novias eran “negras”, o decía, para denunciar las continuas infidelidades de mi abuelo, que “tenía una negra”. Todo un clima Deep South, como se ve. Traté de reflejar ese discurso, esas tensiones, desde la óptica de un hijo de inmigrantes, y también desde las diferentes versiones del peronismo, sus mil y una caras. Lo hice con una oreja en “El Matadero” de Echeverría y la otra en “Cabecita negra”, de Germán Rozenmacher. La tercera oreja estaba puesta en las voces que había oído hablar cuando era un chico. Este es un cuento donde la violencia abunda, pero la política al fin de cuentas es violencia pura, y creo que ahí está –si está en algún lado– su tema.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-188474-2012-02-28.html
No la conocí bien*
No la conocí bien, pero en su caso
me sirvió para imaginarla perfectamente
tan resuelta, tan firme acercándose
en las oscuras noches de lluvia a mi cucha
reconociéndome hombre aun allí
y quedándose.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Correo:
¿Cuál es tu parte? Aunque no seas ni maquinista ni empresario.*
Es probable que no se resista por izquierda la primer parte de la lectura, pero propongo llegar al final.
Hace unos pocos meses murieron dos jóvenes en un accidente vial en Bahía Blanca. Su exceso de velocidad no era compatible con el badén hidráulico de la calle. ¿Alguien se planteó la lógica de que un badén pronunciado y progresivo (inclinado), esté ubicado en una calle directriz?. Un político ordenó instalar miles de columnas de alumbrado a la vera de una ruta nacional en La Matanza. Todos los accidentes leves se transformaron en fatales por el descuartizamiento que sufrían los autos al morder las banquinas y chocar contra las columnas. ¿Cuál es la responsabilidad del funcionario, de todo nivel, que no prohibió y/o levantó esas columnas? ¿Cuál la del contratista que coloca en la banquina algo extremadamente peligroso? ¿Cuál la del que firmó los planos?.
Nadie fue preso en LAPA, pero quedó demostrado que ese piloto no estaba capacitado para volar y que los aviones repetían falencias una y otra vez. Igual, los pilotos volaban y los talleres entregaban aparatos ¿Era el alcohólico propietario el que piloteaba y el que entregaba los aparatos?
La presión laboral debe tener un límite. El riesgo de muerte debe ser el límite y la justicia laboral debe aplicar un plus de sanción económica y penal cuando una empresa presiona para que se transgredan normas que ponen en riesgo la seguridad de las personas.
El tren 351 del 27/12/2011 partió con el paragolpes delantero izquierdo del primer coche (encomiendas), colgando de su resorte y sin un solo bulón de los cuatro que tiene. Si el mismo se montaba sobre la locomotora, la muerte se hacía presente. Los cuatro viejos, gordos y grandotes auxiliares y demás de la estación sugirieron un enema con el reglamento ferroviario y rodearon al denunciante. No estaban entre ellos ni el gobernador ni el gremialista preso.
Un funcionario ejecutivo debe sancionar a una empresa ante un incumplimiento de normas de seguridad. Un funcionario de control debe impedir la partida o habilitación de un coche, locomotora o tren en malas condiciones. Un capataz de taller ni siquiera lo debe entregar al servicio. Un maquinista no lo debe conducir. Un "control-trenes" no lo debe autorizar a circular. Un guarda debe cancelar la corrida.
Todos están mucho antes que el paragolpes del andén número 2 de Once.
El riesgo a ser despedido o suspendido por negarse a poner en peligro a vidas humanas solo termina cuando los primeros comienzan a enfrentarlo. Mientras, son todos responsables, aunque sus conscientes quieran proteger a sus inconscientes.
*De Jorge de Mendonça. jorgedemendonca@gmail.com
- Ingeniero White - Buenos Aires
-Febrero 28 de 2012
*
Inventren Próxima estación: INGENIERO DE MADRID
(CON COMBINACIÓN EN EL FERROCARRIL PROVINCIAL CON DESTINO LA PLATA O MIRAPAMPA)
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
http://inventren.blogspot.com/
InventivaSocial
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domingo, febrero 26, 2012
LA VIDA DE LOS QUE NO TENEMOS ÉXITO...
-Dibujo: Ray Respall.
La Habana. Cuba
PERMANENCIA*
para dejar de ser esto que no soy.
José Luis Fariñas
Si puedo estar a tu lado en un día gris
Sin que preguntes el motivo,
Mas, tomando mi mano,
Regalándome un poema, una flor,
Una sonrisa,
Me haces sentir la necesidad de tu presencia.
Si logras entender este ponerme taciturna,
Incomunicablemente sola,
Arisca, azul,
Y solo aguardas,
Con la paciente espera de un amigo,
El regreso de la alegría.
Si logras secar mis lágrimas
Sin mencionar jamás
Que me has visto derrotada.
Sé que te quedarás,
Sabrás que te has quedado,
Sabremos, los dos, que los ángeles existen.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba
FOTOS DE FAMILIA*
*Por Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
al Kelo Isaías, el tío viajero
Sobre la piel curtida del Otoño, con el pueblo cada vez más lejano, más solo, más perdido, entre la rugosidad austera de la pampa, allí traté de armar mi recuerdo.
Hay algunas fotos sobre mi mesa.
Son amarillentos cartones donde una vida instantánea pone hoy el amarillo sobre el presente.
Es decir ¿qué me convoca hoy a la memoria esa cabeza rapada, ese guardapolvo blanco, esos zapatos de cuero ordinario, ajetreados, pelados en las puntas a pura gramilla y pelota de cuero? ¿Y el chico con el jopito de previsible gomina y las medias de rombos oscuros? ¿Medias “Carlitos”, acaso? ¿Y quién es ese chico que comparte conmigo ese instante de vida a la salida de la escuela, de esa humilde escuelita de pueblo? Esa escuelita con su previsible gotera y sus tejas rojas y raídas por donde se colaba –inclemente- el invierno. La escuela se llamaba Provincia de Salta y mi amigo se llama Juan Tallarico.
Claro, en aquel tiempo, como es obvio, era para todos, “el Juancito”.
Hay otras fotos, sin embargo.
Están allí los grandes ojos de la nona Laura. Está sonriente, joven, plácida diría y por qué no: feliz.
A su lado hay un chico de claros ojos saltones, con un mirar entre travieso y divertido. La cabeza es una entera bocha de pelos cortísimos. Sin mirarlo mucho sé que es el Kelo. ¿Le diría Kelito, mi dulce abuela por entonces? Esa foto trasegó íntegramente mi infancia. Cuántos años tendría El Kelo: ¿diez, once? Tal vez.
La foto los toma con menos de medio cuerpo, sin embargo se nota el crucifijo en la solapa del tapado de mi abuela y el traje marinero de su hijo. ¿Acá habrá sido el inicio de su vocación que lo llevó por el mundo? ¿Tendrán que ver en un niño estas casualidades de la infancia, estos caprichos de la madre?
Sigo mirando estas fotos, mientras mis hijas curiosean y preguntan.
Allí aparece otra. Son dos hombres esta vez.
Evidentemente es una instantánea, tomada en un zoológico, seguramente el de Buenos Aires. Los dos calzan sombreros y una sonrisa confiada.
Lucen elegantes, muy elegantes. El de oscuro es el Pancho. El más alto, el que mira con aire de conmiseración es El Kelo. ¿Es el año 50? No sé. Es probable, por esos sobretodos tan largos, uno advierte allí o imagina una tramada lana pesada.
Los zapatos aún brillan en la opacidad de la foto tan vieja.
Sigo revolviendo. Aparece otra vez El Kelo. Esta vez abrazando a una mujer rubia, menuda. Luego recuerdo. Oí decir en mi infancia que era una novia yanqui que tuvo en Chicago. Están en traje de baño, en una playa casi desierta. La foto es pequeña, tal vez tomada por alguna pareja de amigos o por un bañista casual. Casi con seguridad la cámara era común, de esas que uno compra cuando va de vacaciones y luego pide –ruega, invita- al primero que para que “si tiene la amabilidad… etc”.
En la otra, la más pequeña hay tres hombres. Están apoyados contra la pared de una casa. El primero, el más alto, quien sobradoramente observa la cámara, el que tiene pantalones oscuros y camisa de mangas cortas, blanca, con un negligente cigarrillo colgado de los labios: ése es El Kelo. Al dorso dice en letras casi borrosa: San Juan de Puerto Rico, verano, 1950.
Todo ese pasado que encierran estas fotos, me parece, es como si en algún lugar El Kelo estuviera esperando que yo hable de él.
Que yo lo siga obsesivamente nombrando. Sin embargo, pienso que este es un Otoño apto para
–literariamente, claro- matarlo. Esa sombra suya, como de entera despreocupación tiene que irse de mi vida.
Kelo, he envidiado siempre esa vida tuya hecha de grandes horizontes marinos.
Ver esas fotos o escribirte es una manera de dejar siempre algo inconcluso.
Estoy listo para partir, siempre.
Y sin embargo, sin saber adónde fueron tus huesos, yo noto que imperceptiblemente envejezco.
Y no puede ser que así, tan a mansalva.
RESISTIR*
Soy capaz de resistir todo menos la tentación de vivir.
Llevo en las manos un ramillete de golondrinas muertas.
Mustios cardales y crisantemos negros.
Y me vuelve una desazón antigua. Una duda. Una certeza.
La cerbatana ha atravesado la manzana.
Un hambre de veranos estalla en el ocaso.
Un perfil de puñaladas desangra la hojarasca.
Un temblor de niña me recorre.
También tiemblan mis malecones. Y resisten.
He aquí el secreto.
La manzana no cae.
Y me vuelve un recuerdo antiguo. Una sentencia.
Cardal en flor y crisantemos blancos.
Y la vida es una tentación ineludible.
Un resistir continuo.Un salir al encuentro.
Inedulible tentación.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
ESA ÍNTIMA DESOLACIÓN*
Crónicas del Hombre Alto (n° 76)
La chica rubia tenía 27 años (igual que Janis, igual que Amy, salvando las amplias distancias). Era modelo, conductora de televisión y aspiraba a ser periodista. Tenía uno de esos rostros sugerentes tan requeridos por los publicistas y un cuerpo perfectamente ajustado a las estrictas leyes que rigen el mundo de la moda. La mujer negra tenía 48 años, era cantante, compositora y, en menor medida, actriz. Tenía (o había tenido) una voz extraordinaria. Su cara ya no exhibía la belleza poseída en la juventud pero entre las evidencias del deterioro era posible vislunbrar todavía cierto centelleo de su antiguo esplendor.
La carrera de la chica rubia estaba en pleno ascenso. Se había hecho famosa a los 17, al ganar un reality-show y, si bien el modelaje continuaba siendo su actividad central, había estudiado Comunicación Social con miras a un futuro diferente que, según quienes la conocían, se le presentaba promisorio. La carrera de la mujer negra, en cambio, estaba en decadencia. La acumulación de Grammys y discos de platino, el ingreso al Libro Guinness por causa de sus 170 millones de discos vendidos, eran hitos de un fenómeno ocurrido veinte años atrás. El pico de popularidad y el suceso mayúsculo habían quedado a sus espaldas, y le estaba costando demasiado competir contra un pasado nutrido de gloria.
La chica rubia necesitaba consumir drogas, alcohol y psicofármacos para sobrellevar lo cotidiano, o para cumplir con la letra chica del contrato de la fama, o para controlar sus demonios interiores, o para todo eso junto, quién puede saberlo. La mujer negra, también.
La chica rubia de nombre floral y la mujer negra con apellido de ciudad texana murieron de la misma forma, de la misma absurda forma, con una diferencia de sólo diez días entre sí.
Apenas se supo la noticia, se puso en marcha el previsible circo macabro que rodea la muerte de las celebridades. La foto del cadáver de la chica rubia fue exhibida sin ningún pudor en una revista,y la edición de la revista se agotó en 24 horas. Diez pisos más arriba de la habitación donde encontraron muerta a la mujer negra, hubo una fiesta esa noche, la fiesta a la que ella estaba invitada y a la que no pudo asistir. Entre champagne, reflectores y mucho glamour, sus colegas la recordaron con gran emoción. “Show must go on”, ¿no es cierto, Freddie?
Toda muerte temprana, se sabe, provoca mayor consternación de la habitual. Pero cuando esa muerte precoz viene asociada a la belleza o al talento conmociona mucho más, se vuelve casi obscena. ¿Qué tiene que hacer una palabra tan horrenda como “inhumación” al lado de la imagen sensual de una jovencita sonriente? ¿Cómo puede caber el adjetivo “ahogada” aplicado a una mujer cuya voz tenía la facultad de conmover a quien la escuchara? Y si además esa muerte apresurada sobreviene por los excesos propios de quienes la terminan padeciendo, si es la consecuencia casi inevitable de un suicidio financiado en cuotas, la desazón se multiplica. Frente a las falsas moralinas de dedos acusadores y las declaraciones de mal gusto, frente al vampirismo oportunista y la filosofía de velorio, lo que cuenta y queda, finalmente, es la triste certidumbre del desperdicio irremediable.
La chica rubia y la mujer negra, cada una a su escala, tenían todo aquello que al público le resulta deseable, habían alcanzado todo eso que en nuestra sociedad suele llamarse éxito. Entonces, los que transitamos la existencia sin mayores brillos, alejados de todo estrellato, los que espiamos el universo VIP desde afuera como una meta siempre envidiable, no logramos comprender por qué no pudieron ser felices. Su muerte nos confunde. Nos cuesta aceptar la presencia de esa íntima desolación que yace bajo las máscaras de la fama, dar por cierto ese vacío amenazante cuyo acoso se pretende mitigar en la bañera.
Tal vez deberíamos invertir la perspectiva. Revalorizar esta vida nuestra de cada día, tan subestimada por falta de micrófonos y cámaras que la enmarquen. Redescubrir lo que esta rutina aparentemente tan insulsa guarda de envidiable, incluso para quienes habitan el mundo VIP. Acaso así, impensadamente, descubramos asombrados –vaya paradoja- cuán exitosa puede ser la vida de los que no tenemos éxito.
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
*
No me nombres
Solo siénteme
No gastes mi nombre para otros
Que se pueden llevar algo de mí
Y volarían mis velos de nostalgia
Se abrirían mis alegrías
Y no se quien podría amarrárselas
No quiero que descubran mi pasión
Que es poema inmerso en la mar
Acaríciame con dulces ofrendas de vocablos
Infinitos y desmesurados, sin tiempo
Deja el reloj fijo en el instante
En la quietud de esta tarde de reencuentro
No importa tu figura ni tampoco la mía
Ni los años que han pasado
Tu llamado de tan lejos
Me ha acercado a lo más profundo de mi universo
Colmando de ansiedad y de amor
Que creí perdido
En este palpitar que me conmueve
Me he descubierto viva
No me nombres, no es necesario
El color de la vida es tan intenso
Y es el más puro secreto que tengo para darte.-
*De Azul. azulaki@hotmail.com
- 25/2/12.-
Ceylán*
*Por Juan Forn
Cuando sólo se podía llegar por barco a Ceylán, la primera mañana en que podía avistarse la isla desde el agua, los marineros esparcían canela molida sobre cubierta, bajaban a despertar a los pasajeros y los invitaban a subir, para que pudieran "oler la isla" en el horizonte. Ceylán era el paraíso: además de canela, daba al mundo la mejor pimienta, seda, sándalo, índigo y coral. Sí, Ceylán era el paraíso: entre las cuatro y las ocho de la mañana, cuando no llovía. En la época de los monzones, mientras diluviaba en Ceylán dieciocho horas al día, Neruda escribía enloquecido sus poemas de Residencia en la tierra y después, para rescatarse, se mamaba leyendo a gritos el Don Segundo Sombra que le había mandado su amigo Eandi de Buenos Aires. En la época de sequía hacía tanto calor en Ceylán que el reloj de bolsillo de DH Lawrence se detuvo, y sus anfitriones le insistían que para hacerlo arrancar debía sumergirlo brevemente en un vaso de gin. En Ceylán era habitual ver coches salidos del camino y hundidos hasta la manija de las puertas en los arrozales, con gente vestida de fiesta adentro, beatíficamente dormidos (a
veces el coche era depositado de nuevo en el camino por monjes budistas que pasaban, sin que sus ocupantes se despertaran). En Ceylán, un gobernador fue destituido por culpa de su jardín: el tipo tenía las plantas más hermosas de la isla, una parejita le pidió permiso para sacarse una foto, el gobernador
siguió paseando por sus dominios, al rato vio a la chica con las polleras alzadas y al muchacho con la cabeza hundida entre los muslos femeninos, la chica sólo alcanzó a musitar "¡Picadura de víbora!", el gobernador hizo a un lado al muchacho, se sumergió él en la entrepierna, el muchacho levantó la
cámara de fotos y al día siguiente el gobernador no tuvo cómo explicar la foto y el titular que aparecían en primera plana del diario de la oposición:
"¡Picadura de víbora!".
En Ceylán, escribió Leonard Woolf, la única ocupación que podía desviarlo a uno de la bebida y el adulterio era el juego. En la India, sólo las castas superiores podían apostar. Ceylán había pertenecido a la India, como había pertenecido a China, a los árabes, a los portugueses, a los holandeses y a los ingleses. Por esa razón, en Ceylán podía verse a un pescador hombro con hombro con un banquero apostando compulsivamente en un bar o un callejón.
Era bueno para evitar las huelgas, decía el gobierno: la gente prefería trabajar para tener dinero para jugar. Hasta que el ejército incautó todos los mejores caballos, las carreras movían en Ceylán tanto dinero que no estaba mal visto que una mujer respetable se acostara con un jockey para sacarle información sobre un caballo (las damas decían que no calificaba como adulterio porque los jinetes eran demasiado pequeñitos). En Ceylán había un juego de cartas llamado ajhuta, que nunca duraba menos de ocho horas y por lo general se extendía durante días: los portugueses se lo enseñaron a los nativos para distraerlos mientras conquistaban la isla.
En Ceylán, la abuela de Michael Ondaatje heredó a los 68 años una casa en un pueblo de montaña a medias con su hermano, que tenía 65. Decidieron jugársela en una partida de ajhuta, que duró dos días. Fueron en la motocicleta de él hasta allá, con el sidecar lleno de botellas de gin.
Jugaron y bebieron de tal manera durante esos dos días que no registraron que se había desatado un diluvio que desembocó en inundación. La abuela de Ondaatje perdió, salió a la veranda resignada a tomar un cochambroso ómnibus que la llevara de vuelta a la ciudad y sintió con alivio que no haría falta ni esperar ni viajar apretujada: la corriente de agua la levantó en el aire y la llevó como una alfombra mágica, ella creía que a su casa. La encontraron tres días después, finada y sonriente, sentada como en un trono en las ramas más altas de un jacarandá azul, donde la habían depositado las aguas. Cuando preguntaban a la familia de Ondaatje de qué había muerto la abuela, ellos contestaban: "De causas naturales".
En Ceylán, durante la Segunda Guerra, ya había ferrocarril, y un único regimiento inglés para proteger la isla, así que las tropas iban y venían en los trenes nocturnos de un punto a otro de la isla donde hubiera riesgo de invasión japonesa. El padre de Michael Ondaatje era oficial pero bebía a la par de la abuela, así que cuando cerraban los bares se subía al primer tren nocturno para seguir bebiendo. Su sitio favorito en el tren era la locomotora, así que luego de agenciarse un par de botellas de gin en el
vagón comedor enfilaba hacia adelante, a emborracharse con el maquinista.
Para no despertar a los soldados ingleses, pasaba por el techo de ese vagón en sus trayectos hacia la locomotora y de retorno al vagón comedor en busca de más bebida. Cuando se acercaban al primer túnel en la montaña, el maquinista ya estaba borracho y el padre de Ondaatje frenaba el tren y se internaba desnudo en las tinieblas del túnel a lidiar con su delirium tremens. Tenían que ir a buscar a su esposa hasta la ciudad para que se internara ella en el túnel con la ropa del marido bajo el brazo. La señora
necesitaba entre una y dos horas a oscuras, recitando en voz baja rimas infantiles, hasta que el borracho entregaba su arma y aceptaba vestirse y salir. La señora Ondaatje resistió once años antes de dejarlo. El día del entierro del padre de Ondaatje acudieron millares de personas de todas las razas y clases sociales de Ceylán. Ricos, pobres, tamiles, singaleses o europeos, apostadores públicos o borrachos privados, todos explicaban con las mismas palabras su presencia allí: "El tenía tanta fe en mí que yo también lo quería". Incluso en la muerte su generosidad excedió lo físicamente posible: había donado su cuerpo a los seis hospitales de la isla.
Michael Ondaatje se fue de Ceylán a los once años y terminó viviendo en Canadá. Una de sus hermanas se había quedado en la isla y Ondaatje fue a visitarla veinticinco años después, el día en que se preguntó dónde empezaba una familia y dónde terminaba. Llegó con algunos apuntes sobre sus recuerdos y se proponía juntar más, hasta tener lo suficiente para un libro. Una noche en casa de su hermana con amigos, le piden que lea algo. Ondaatje comienza: "Mis padres y mis abuelos son para mí un libro al que le faltan hojas, que yo sigo leyendo aunque lo sepa". Como le pasó a Kafka cuando leyó La metamorfosis en casa de Max Brod, todos rieron y celebraron cada frase. La hermana le dijo con lágrimas en los ojos: "Yo creía que nuestra infancia no pudo ser más desdichada. Me has devuelto el sentido del humor". Afuera llovía y la noche era un túnel, y dice Ondaatje que no encontró valor para internarse en él.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-188228-2012-02-24.html
*
Ser bajo la transparencia del deseo
brillo o sonrisa en el aire.
Lo que queda de la ausencia
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
Correo:
Asociación Prometeo de Poesía
Una entidad sin ánimo de lucro para la poesía
Convocatoria de la
MUESTRA 2012 DE LA POESÍA EN ESPAÑOL
Desde enero de 1980, Prometeo ha recibido poemas de todo el mundo de lengua española que se publicaron en una serie de revistas (Cuadernos de Poesía Nueva y La Pájara Pinta fueron las más duraderas, más numerosas antologías, con un total de unas doscientas ediciones), y después en el entorno virtual (Prometeo Digital), con sucesivas convocatorias. Gran parte de esos poemas se puede consultar en el espacio “Poemia”, que lista 2.347 poemas de 553 poetas (faltan por incluir los Cuadernos de Poesía Nueva y dos docenas de antologías).
En fin, en 2005 se convocó y publicó una “Muestra Siglo XXI de la Poesía en Español”, en la que aparecieron 277 poetas (85 españoles y 192 americanos); se puede consultar en Prometeo Digital-
Creemos que, pasados 7 años desde aquel trabajo muestral, procede hacer una nueva cata, incluso más amplia que la vez anterior, para incluir, junto a valores consagrados en activo, muchos nuevos poetas valiosos que han aparecido desde entonces. Por esa razón, convocamos la
Muestra 2012 de la Poesía en Español
—Habrá en 2012 tres “colectas” de poesía, con vencimientos, o cierres de edición, en las “oleadas” hasta 15.5, 15.9 y 15.12.
—Podrán enviar sus poemas en español (inéditos en libro y posteriores al año 2000) los autores de cualquier país con arreglo a las siguientes indicaciones:
Deben enviarse por internet a nuestra dirección appmadrid@yahoo.es antes del fin de la “oleada” más cercana (ver arriba); si llegan después, se conservarán para la siguiente “oleada”; el nombre del fichero con el (o los) poemas debe indicar: “M2012” más el apellido del autor.
El autor incluirá en su envío una cesión expresa de sus derechos a la Asociación Prometeo de Poesía, solo para esta “Muestra 2012 de Poesía”, conservando sus derechos de autor para otras publicaciones.
Se pueden enviar hasta dos poemas por “oleada” y autor, en un solo documento, solo en formato Word (.doc), tamaño A5, un poema por página, tipo de letra Times, cuerpo 11, texto no centrado sino ajustado al borde izquierdo de la página, así: autor (negrita), dos líneas de microbiografía del autor (cpo.10, con el número de poemarios publicados), título del poema, citas si las hay (cpo.10), texto del poema, año de composición (cpo.10): ver un ejemplo ficticio debajo.
Todo ello es para facilitar nuestro no remunerado trabajo; los envíos que no lo cumplan no serán procesados. Tómense su tiempo. También puede enviar un solo poema más largo, en dos páginas; el resto de las condiciones es el mismo.
Prometeo publicará en la “Muestra” hasta dos poemas por cada autor dentro de una sección de Prometeo Digital denominada Muestra 2012 de Poesía en Español. Se informará a los autores de la inclusión de su poema o poemas, y a profesores y otras entidades de su aparición.
No descartamos la publicación de la “Muestra” en papel, si el coste económico es asumible, como se hizo con la Muestra 2001.
Esperamos mucho de esta segunda “Muestra” mundial de poesía. La emulación, la comparación con trabajos de otras latitudes y experiencias será una maravillosa herramienta de estímulo y superación para todos los poetas de la lengua.
Cordialmente,
Juan Ruiz de Torres
Director de “Prometeo Digital”
En la página siguiente, un ejemplo ficticio de cómo presentar los poemas (no lo imiten: es malísimo y seguro que no sería publicado). El título del archivo sería (ver arriba): M2012 – SANTIAGO, F.
Felipe SANTIAGO
San Juan (Puerto Rico), 1973. Lic. Medicina. Tres poemarios publicados. Premio “Isla Negra”, entre otros. Escribe narrativa y ensayo literario.
LA ORENSIADA
Alea jacta est
(atribuida a Julio César)
En el principio
después de los artículos
llegó el pronombre.
Fue recibido con júbilo,
con energía.
Pero más tarde se comprobó
que su valor era mínimo.
Lástima, porque tenía buen aspecto.
Entonces, todos
los hombres de la tierra
se comprometieron a jamás,
jamás, jamás,
enderezar el surco
sin la ayuda del arado.
Fue una lástima.
El espacio se acababa
y no cabía más poema.
Tuvieron que suspender el empeño
y mirarse en los cristales.
Estaban perplejos;
no cabía más trigo en los alcorques,
ni llama en el hogar.
Sí. Fue una lástima.
(2007)
*
Inventren Próxima estación: INGENIERO DE MADRID
(CON COMBINACIÓN EN EL FERROCARRIL PROVINCIAL CON DESTINO LA PLATA O MIRAPAMPA)
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lunes, febrero 20, 2012
AÚN NO HE APRENDIDO A LEER LAS CENIZAS...
-Dibujo: Ray Respall.
LA MARIPOSA PISOTEADA*
Al caballero que siempre dice “ni”, un cuento sin “nis”
por su cumpleaños 40.
El otro lado del tapiz. Las cosas
que nadie mira...
“El oro de los tigres”
Jorge Luis Borges
Insertó el DVD virgen que había dejado al lado del portalápices, para grabar la discografía de Amy Winehouse, y comenzó a ver a desfilar en la pantalla el menú para elegir escenas de “Los inmortales”.
¡Imposible! El día anterior había comprado esa película y le había salido defectuosa, la tenía en la cartera para devolverla, al ir a guardarla recordaba haber sacado el disco virgen, que dejó en su buró…. Fue a su cartera y encontró en su lugar el DVD virgen, aún envuelto en el celofán de la compra. Volvió a la computadora, ahí estaba la caja de “Los inmortales”.
La vez anterior había sido un exergo tomado de El Libro de las Mutaciones, que al reabrir el documento al día siguiente se había transmutado en una frase de Borges. Recordaba haber dudado, como es lógico, pero al final la había dominado la certeza, como ahora con los discos, de haber escogido la frase del I Ching y salvado antes de cerrar el archivo… Después los amigos le preguntaban por qué no elegía una pareja para compartir su vida, por qué no tenía hijos, por qué huía del concepto “echar raíces”… ¿Cómo explicarles estos fenómenos, apenas perceptibles, casi en el rango de “detalles sin importancia”?
La asaltó nuevamente el terror de despertar cada día en un hogar ajeno, al lado de un extraño, de no cuidar de sus seres queridos, sino los de alguien muy semejante. Imaginó a sus hijos (los salidos de su vientre) siendo educados por una extraña con su rostro y sus manías, que nunca sería “ella”, aunque tal vez, como ella, se percatase del irremediable equívoco y – si eran copias de un mismo archivo cósmico, les suponía emociones similares – se resignaría a comportarse del modo más adecuado posible, interpretando el personaje que le había sido asignado en la cambiante comedia de la vida… Un eterno viaje entre las grietas de la aparente realidad, siempre a un ambiente similar, salvo por esas pequeñas diferencias que iban desde la barba crecida de un amigo que había visto afeitado el día anterior, un tiesto con jazmines donde hubo violetas, la dedicatoria de un libro que decía “amor” donde antes leyó “amistad”, hasta el color de una casa, saltando de verde a rojo en una noche.
Pensó en los seres de la Creación, constantemente intercambiados, cual piezas de un juego de abalorios fuera de su alcance, del poder de su voluntad y de su comprensión, alternándose de una realidad a otra por mero placer o experimento de una entidad superior. Tantos, sin percatarse de estas “naderías” que pasan inadvertidas, o son tomadas por lapsos mentales, descuidos perdonables que van a engrosar los archivos del olvido… ¿Por qué le había sido otorgada la capacidad de advertirlos, memorizarlos y hasta de intentar encontrarles explicación?
Sintiendo la ansiedad de la mariposa pisoteada que aún con medio cuerpo pegado al pavimento, intenta mover las alas para recobrar el vuelo; guardó la película en su caja, fue en busca del DVD en blanco y se resignó, como cada mañana, a ser un pasatiempo de los dioses.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba
CIGÜEÑAS*
*De Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
Tal vez primero fuera un camino solitario que sólo cruzaban los pájaros.
Pero en ese tiempo originario esos caminos tenían sus olores. El querendón olor de la albahaca en casa de la abuela materna o el trébol fragante que criaba mariposas.
Esos caminos que cruzaban los hurones y los cuises, y de vez en cuando una barra de chicos con sus hondas y tramperas camino a los bañados donde dormían los flamencos y las garzas. Esos bañados que festoneaban de juncos y espadañas, nidos de zorzales y estrépito de teros, desconfiados siempre, siempre alertas, siempre a los chillidos que perforaban el aire calmo del verano.
Los campos en esos amaneceres que estallaban de rocío, un rocío que se volvía vapor apenas los primeros rayos de sol urdían el foco ígneo, en fuga comba hacia la boca todavía cerrada del crepúsculo.
Muy por arriba sobrevolaban los chimangos, porque tal vez divisaron el cuerpo de algún animal muerto por el campo.
Yo no lo sabía en ese tiempo, pero yo también era paisaje. Todos lo éramos. ¿Qué otro valor tendríamos mayor a esa florcita azulina de cardo? O a los propios vilanos que volaban -erráticos- por el campo.
A decir verdad, no sólo yo era paisaje en ese tiempo, mis compañeros de caza, fútbol y aventuras también lo eran.
¿Acaso no nos cortaban a todos por igual el pelo muy corto, vestíamos ropa muy humilde que cosían nuestras propias madres y andábamos todo el día descalzos cuando era verano.
¿Acaso todos nuestros padres no eran jornaleros, alfabetizados en parte, en parte analfabetos? ¿Acaso no fueron todos afiliados al Sindicato Obrero y luchaban por sus salarios?
De alguna forma éramos como esas nubecitas que en verano se iban agrupando al amparo de la brisa hasta formar una más amplia que hacía una sombra visible sobre algún lugar del campo, de los bañados o de algún camino florecido como el llamado “Del Diablo”, o el de Ramón Camiscia o el de la tapera del ruso Bay que llevaba a Maldonado y quien dice Maldonado dice el Noventa o el Veintidós, con sus sendos espejos de agua que no se llenaba de peces en las inundaciones.
Al noventa se accedía por un ancho puente de madera y luego de transitar un largo camino festoneado de árboles, de pinos o eucaliptos, no sé. Aunque es probable que sólo hubiera añosos tamariscos donde hacían su nido las calandrias y las monteras.
Pero quedaba muy lejos y nunca –que yo recuerde- fuimos solos.
Hubo, sí, alguna incursión con mi viejo y con algunos de mis tíos a cazar patos. Como no se podía de ir a pie, siempre se conseguía algún vehículo que nos transportara a todos.
Y hasta una vez recuerdo un viaje donde también fueron de la partida mi madre, mi tía, mis primas.
En esa oportunidad el vehículo era una cómoda chata con sus cuatros ruedas de goma, infiero que pertenecerían a un rastrojero, tirada por dos caballitos rendidores.
Como la chata tenía un par de barandas en uno de sus laterales, allí apoyaron las mujeres unas sillas y viajaron con gran comodidad, ya que las ruedas de goma saltaban mucho menos que las de hierro sobre el duro y polvoriento camino de tierra. Hoy ignoro por qué caminos internos de la estancia anduvimos, pero la proximidad de la gran cañada tuvo presencia mucho antes por el tipo de aves que nos cruzamos entonces. Mientras fuimos por los primeros caminos internos de la Estancia (así con mayúscula, como se conocía el Establecimiento Maldonado, por entonces) la diversidad de pájaros era reconocible por el tamaño de las especies: corbatitas, gorriones, federales, mixtos, jilgueros, tacuaritas, calandrias, horneros o algún picaflor extraviado.
De pronto una formación de garzas moras hendió el aire trayendo a la mañana su canto lastimero. Luego un grupo de gaviotas que levantaban vuelo siguiendo a las espantadizas bandurrias y al confiado chorlito.
En una hilera de postes de ñandubay vimos unos cuantos biguás caracoleros, señales inequívocas de agua que reemplazaba a la postal de las lechuzas que esperaban pacientes el paso furtivo de algún roedor por el costado de los alambrados.
De pronto, al doblar un recodo y ya entrando al camino recto de los tamariscos vimos el reflejo del agua donde titilaban los rayos del sol y una inmensa bandada de flamencos rosados que alzaban vuelo empequeñeciendo la mañana.
Cuatro inmensas cigüeñas se espantaron y fueron cuatro sábanas blancas en nuestras retinas para siempre.
LA ÚLTIMA OBSESIÓN*
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Augusto:
Esta es la última carta que te escribo.Te lo juro. He esperado una noticia tuya durante estos meses y nada Ahora se que lo del viaje era una mentira imperdonable. Imperdonable. Vos sabes que te he amado de la única forma que puedo obsesionadamente. Así también te he odiado, quizás mucho más. Lo único que me queda claro es que nos unió el deseo, un deseo animal Ahora lo que siento (y por eso que me decidí a escribirte) es una rabia sorda que me carcome, que la siento en las vísceras sube por mis piernas y se aloja en mi pecho.
Me da ganas de romper todo destrozar el mundo de gritar y gritar pero me paralizo me quedo quieta me clavo las uñas me muerdo la boca y esto no lo aguanto si sigo así voy a volverme loca.
Ayer salí como una cabra loca extraviada por el viento de norte no sé cuanto anduve y por donde anduve, no se quien me trajo a casa lo único que se es que cuando desperté tenía un sabor amargo en la boca y la cabeza se me partía tenía una sensación de angustia, de premonición, intolerable
Mi cama amaneció mojada de sangre menos mal porque si hubiera continuado el embarazo te juro que lo aborto no quiero un hijo que puede ser una mierda como su padre. Quiero cortar con todo lo que me acerque a vos mutilarme si es necesario hacerme una lobotomía borrarte de mi vida, no pensar no soñar no respirar.
Te imagino pidiéndome cordura ¿Qué derecho tienes, hijo de puta para pedirme cordura? ¿Donde te llevó tu serenidad, tu Dios, tus putas ideas de paz? ¿Como podés pedirme cordura si sos un cabrón cobarde? Juzgabas lo que vos llamabas mis excesos. ¿De que te sirvió tu orden, tu equilibrio? Mira aun debes estar agradecido que yo conseguía sacar el animal que tan negado que había en vos. Nunca te lo perdonaré Nunca. Primero no te perdono tu silencio Debiste decírmelo No tenes el derecho de elegir por mi vida. Sos un egoísta siempre lo fuiste decías querer cuidarme pero lo que buscabas era tu propia tranquilidad ¿Por qué no compartir conmigo? ¿Porque, porque? Me lo pregunto mil veces y no lo entiendo.
¿Qué hago yo ahora, me queres decir que hago?
Tengo clavada en mis retinas las miradas de las viejas harpías cuando me dieron la noticia, no me importa la mirada de censura de tu madre ni la sorpresa de la mía lo que no me aguanté es esa puta mirada de lástima.
¿Cómo crees que reaccione cuando me entere de tu muerte? ¿Con dolor, tristeza, llanto? No fue así .lamente no tener tu cuerpo muerto a mi lado para patearte la cabeza, si hasta me imaginé tus sesos desparramados por el piso. ¿Crees que con una carta ibas a solucionar esta traición, esta infamia, esta cabronada que no tiene nombre? ¿Sabes que hice con la carta? La quemé sin abrirla por lo tanto jamás tendrás la satisfacción de reparar el daño: aún no he aprendido a leer las cenizas.
Si estás en algún lugar aunque sea como polvo no te me acerques, aléjate de mi déjame sola con esta rabia que es lo única fuerza que me queda y me permite seguir viviendo porque si no tomo una resolución drástica es porque aun me queda un resabio de duda ante tu certeza de otra vida y no quiero volver a verte ni en esta vida ni en otra
Carmen
No me busquéis*
Cuando, olvidados ya de mí y de mis quimeras,
tal vez echéis de menos mis manos en la noche.
Cuando, perdidas ya las pistas de mi risa,
caminéis por el filo de una voz enemiga.
Cuando mueran los trigos.
Cuando desaparezca...
No me busquéis en casas decoradas
por artistas del lujo y el boato.
No me busquéis en cálidos despachos
ni entre alfombras, cortinas o lámparas antiguas.
No me hallaréis tampoco entre las gentes
que, despreciando al hombre, conversan vanamente
con vacías palabras que nada significan.
No estaré con aquellos que filtraron
(sin piedad, sin rubores)
gota a gota la sangre de los pobres
para hacer de cada vena un instrumento
de riqueza enterrada en sus bolsillos.
Buscadme en el sepelio de una hoja
brutalmente arrastrada por el viento.
Tal vez en las aceras, entre las multitudes,
solo,
contemplando el ocaso de un insecto
o el cambio de colores de un semáforo.
Ahogándome quizás tozudamente
en gigantescas fuentes de nostalgia,
o prendido de un silbo
recorriendo recuerdos.
También me encontraréis enredado en la hiedra
que crece por los muros del eterno
rayo que hirió mi piel y no se apaga.
Tal vez esté subido en una estrella
o escarbando la tierra malherida
o cantando a la luna mis desvelos
o arrullando las aguas del arroyo
o a la orilla nocturna de ese mar compañero
de viajes y esperanzas, de ese mar que me ama.
Jugando con las ninfas sobre una flor de loto,
en el curso de un río al norte de mi aldea,
comentando con un almendro amigo
las últimas promesas del otoño
o el tono grisverdoso del crepúsculo.
Allí me encontraréis sinceramente vuestro
si me buscáis en pie, sin veleidades.
Quizá malhumorado, alegre, deprimido,
confuso, triste, solo, emocionado,
feliz, cansado, incierto...
pero vivo.
-De El rostro prohibido
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
Kryygi*
*Por Osvaldo Bayer
Desde Bonn, Alemania
Hace casi un año y medio escribí para esta contratapa una nota llamada Damiana, hoy vuelvo al caso con el nuevo nombre que ha recibido aquella adolescente en idioma aché, la de su etnia, una población indígena que vive desde hace siglos en el Paraguay. Relaté en esa página el destino que había tenido esa niña en nuestro país, Argentina, a principios del siglo pasado.
Fue una víctima más de la política de desprecio y explotación a los que se sometió a los pueblos originarios desde siempre.
En 1896, unos colonos blancos de Sandoa (Paraguay) buscaban un caballo que se les había perdido. De inmediato acusan a un grupo de achés, originarios de las selvas paraguayas, de haber sido ellos los culpables, ya que los sorprendieron en un asado. Sin comprobar nada los balean y caen muertos tres
achés, uno de ellos una mujer. Queda viva una niñita de unos cuatro años que es entregada a los antropólogos estadounidenses Ten Kate y Charles de la Hitte, quienes la retienen para estudiar sus rasgos típicos. La llaman Damiana porque el día en que se la apropian en el calendario es San Damián.
Ironías cristianas. A las cosas hay que hacerlas bien. Dos años después entregan la niña en La Plata al doctor Alejandro Korn, director del hospicio de esa ciudad. La madre de éste utilizará como sirvienta a Damiana. En 1907, el antropólogo Lehmann-Nietzche la fotografía desnuda, la "india" tenía ya
14 años, foto que fue exhibida en el museo de La Plata. Dos meses después la desdichada murió. Su cabeza fue enviada al académico Johann Virchow, en Alemania. El cráneo -cortado en la frente con un serrucho- fue mostrado allí en la Sociedad Antropológica de Berlín. El resto de su cuerpo fue llevado al Museo Antropológico de La Plata. Hasta que, en 2007, una organización aché del Paraguay reclamó los restos de Damiana. Fueron muchos los científicos y estudiantes argentinos que entonces se ocuparon de poner en claro las cosas y finalmente entregaron esos restos a su tierra aché. Fue una ceremonia
plena de emoción. Los representantes argentinos supieron pedir disculpas por lo que se había hecho con Damiana, quien para los achés pasó a llamarse desde ese momento Kryygi y posteriormente Kryygimai, mai significa que ha muerto. Fue un acto con un profundo significado porque señala una vez más que la ética finalmente triunfa.
Pero, para tener completa la reivindicación, había que recuperar los huesos de la cabeza de la niña que habían sido enviados a Berlín para su "estudio" y, por supuesto, para su exhibición.
Finalmente, esos huesos fueron encontrados en el museo del hospital Charité, Berlín. Fue una tarea que se propuso y logró la ciudadana alemana Heidi Boehme-cke, quien junto a otras personas -entre científicos argentinos y estudiantes universitarios- solicitó a las autoridades alemanas la entrega
de esa cabeza a su pueblo originario, los aché. También lo hizo la organización paraguaya Liga Nativa por la Autonomía, Justicia y Etica. Pero el museo alemán exigió que ese pedido fuera realizado por el gobierno argentino. No le bastaba la solicitud de científicos e intelectuales justamente interesados en reparar el daño moral que se había cometido no sólo con la niña Kryygi, sino también con su pueblo aché. Se continuaron haciendo los trámites en ese sentido apoyados por la embajada argentina en
Berlín. Ya se estaba por conseguir este último paso cuando reaccionaron los aché a través de su organización. El director del museo berlinés donde se halla el cráneo ha recibido una carta de la mencionada Liga Nativa donde se le señala que "no encargamos ni confiamos algún mandato a nadie para
gestionar en nuestro nombre y lugar la restitución de la cabeza de Kryygi en Berlín. Y aclaramos que todo trámite de restitución -respetuoso de nuestra soberanía, de nuestros tiempos de meditación y ritmo propio de decisión sociopolítica- debe contar con nuestro aval debidamente escrito, nuestro
conocimiento y nuestro acuerdo previo". Es decir, le están negando a los científicos y estudiantes argentinos el gesto bien positivo que tuvieron de comprender el caso, en lo que significa la autocrítica y la reparación del nefasto delito con esa niña al no haberla devuelto a sus ancestros, al utilizarla como sirvienta, mostrar su cuerpo desnudo en un museo y finalmente haber exhibido su cabeza en un museo europeo.
La ciudadana alemana Heidi Bochme-cke ha reaccionado con enorme tristeza ante este hecho porque hubiera querido estar también -como estuvo en la entrega de los otros huesos de la difunta- en el acto de solidaridad entre los que representan al pueblo ofendido y a los de las sociedades de los
ofensores.
Escribimos esto porque todo el desarrollo de los hechos reivindicativos de la figura de esa inocente niña víctima del racismo muestran una nueva actitud de las generaciones jóvenes. Hacerse cargo del violento racismo que se cometió en el exterminio de los pueblos originarios y la posición de creerse "civilizados" al tratar de imponer la cultura europea. En vez de hacer un verdadero encuentro de las dos formas de vivir, para aprender una de otra. Por eso es una pena la actitud de los achés de querer actuar solos.
Ojalá pues que sean los argentinos que reciban de los alemanes ese símbolo que es la cabeza de la adolescente humillada al extremo, para entregárselas ellos a su pueblo original y demostrar así que lo que hicieron sus antepasados fue un mero y repudiable racismo. Realicemos juntos lo que nuestras generaciones anteriores no lo llevaron a cabo.
Relatar este hecho parece una búsqueda de desviar la atención, cuando en Europa arde Troya porque la rabia del pueblo quema edificios enteros de pura rabia. Grecia. Sí, la Grecia aquella donde alguna vez Sócrates y Platón abrieron las puertas a la sabiduría. Pero es que la vida también está conformada por los cubos del juego de "rompecabezas". Si en los pequeños hechos -que a veces son fundamentales- se pisotea la Etica, qué podemos esperar luego cuando esa falta de Etica provoca grandes acontecimientos de violencia, a veces justa, a veces exagerada, por pura desesperación.
Por ejemplo esto, a lo cual el diario regional de Bonn le ha dedicado una página entera. Título: "Dejan cesante a una directora de jardín de infantes católico". Subtítulo: "Por haberse separado de su marido, la docente de 47 años de edad ha sido despedida por la Iglesia Católica".
Uno relee esos títulos porque no lo puede creer. ¿En Alemania, esto? ¡Si fue uno de los primeros países que aprobó la ley de divorcio! Sí, pero esto ha ocurrido en la región católica de Alemania. La noticia trae una foto donde se ve a dicha maestra tocando guitarra y cantando rodeada por un grupo
numeroso de niños sonrientes. Informa el diario que, al saberse la noticia, de inmediato un grupo de padres apoyó a Bernardette Knecht, la docente despedida. Un vocero de esos padres dijo: "No luchamos contra la Iglesia Católica, pero sí defendemos a un ser humano". Es que la maestra posee la fama de ser muy buena docente, muy paciente y bondadosa con los niños. Pero el responsable de la Iglesia Católica en la escuela fue muy parco. Dijo el padre Schiffers: "Nuestros docentes firmaron un contrato y deben cumplirlo".
En ese contrato se establece que está prohibido el divorcio.
Increíble. Como el otro suceso de estos días que también atañe a la Iglesia Católica, en esta región renana. El Concejo Municipal de la ciudad de Colonia (Köln) aprobó por unanimidad una declaración en la que se repudian los procesos contra las llamadas brujas realizados por la Iglesia Católica hace 400 años, que finalizaron con la muerte en la hoguera de las acusadas.
Este comunicado se firmó al cumplirse justo 400 años de la ejecución de Katharina Henot, quemada viva. El Concejo Municipal ahora la rehabilitó, señalando la inmensa injusticia cometida con ella y con las demás mujeres.
El mismo cuerpo municipal ha solicitado al arzobispo católico de Colonia que se distancie de aquellas resoluciones criminales tomadas en esa época. Pero hasta ahora el arzobispo no ha respondido.
La historia del ser humano. ¿Cuándo se aprenderá a defender la Vida y la Libertad por encima de todo?
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-187811-2012-02-18.html
Y chau al recuerdo y el olvido.*
*Cuento de Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar
…y cada palabra sólo es el recuerdo
guardado de ella misma.
Quizá por un ejercicio de memoria estos días recordé la muerte de alguien que nunca divisé ni en fotos. Algo involuntario por más que en su momento me amargara de verdad el dolor que sufriría su hija Jelena, la mujer que yo más quise y tanto me dolió su lejanía.
Sin detalles, digo que con Jelena nos hablamos las primeras frases viajando en un tren y al conversar el día siguiente en un bar de barrio, con su modo trabajoso y ‘en argentino’ me reiteró ‘cada persona es su propia palabra si se compromete con ella’. Una parrafada algo teatral en ese tiempo de juventud ensoñada de acaso y desamparo a veces olvidable, y los augurios de aquel febrero del ’76 con el sol mineral cayendo sobre Buenos Aires. ‘Yo nací en ciudad cerca de Belgrado, más frío’, y además diría de su tiempo en California más los años en Santiago de Chile. ‘Mucho extraño mi casa de ahí, bonito barrio’, musitó contrariada por hablar de eso.
Jelena cumpliría veinte años y yo con veintitrés la iba de empleado en atención al público de un Banco, donde hablar con gente a veces confidente hacía informativa y amable la tarea. Más nuestro primer código común lo hallamos al rebuscar ‘esas frases curiosas de ustedes’ que la animaban a pesquisar entusiasta cualquier vocablo sólido y certero. Igual no poco le indiqué ciertas voces ‘con miga’ frente al lenguaje gelatinoso de cualquier diccionario, y al descifrar mina, atorrante, bulín o turro compartíamos la risa. También me recitaba ‘nosotros ya somos palabra comprometida’ al apreciar juntos la bisectriz de un pájaro en un vuelo sin luz, y un anochecer de besarnos a morir en la callecita junto a la vía me anunció ‘mamá hoy hablará a mi padre, siempre de viaje’. Así que al otro día me apuró ‘mi madre quiere vernos en casa, la calle es insegura’, un renglón que llegaría de su padre aunque al llegar juntos, la madre aflojó el clima sonriendo sobre mí algo que después descifré en una trabajosa charla de los tres. Donde hablamos hasta que sin prólogo ni ceremonias, la madre ‘para tranquilidad’ nos ofrendó unos preservativos que los tres festejamos, más Jelena agradeció ‘gracias y chau’ al entrar a su cuarto.
- Si vos tranquilo todo será bien – por mi ansiedad al desvestirnos y calmado ese apremio, en la escena cada palabras apenas sería un eco. Porque el silencio mucho vale cuando hombre y mujer se aman íntegros en libertad, nuestro amor con Jelena no permite el repaso de alquimia palabrera ni oración sin retorno. Y en esa noche después de cenar y reírnos en la mesa con traducción de madre incluso, al salir y estimar el aire acondicionado en cada ambiente y las costosas paredes enmaderadas, según empleado bancario me acordé del padre de Jelena. Que me contaría ‘papá es experto en comerciar cosas defensivas o algo así, y viaja mucho’, sí que por esos días de 1976 toda palabra era sospechosa en Buenos Aires y no había renglón relegado a los rincones, volvimos al territorio de nuestra ternura. Esa habitación por donde las horas cruzaban sigilosas casi en puntas de pie, y acaso sin temor ambos nos diríamos imprevistos. Puede ser.
Por más que a nadie intrigue aquel amor frenético ni si ella lagrimeara en nuestro último abrazo, nuestra etapa de ternura minuciosa con Jelena bien pudo ser distinto y más cuando el padre viajero quiso volver a Chile. Ese lugar del mapa que ella tanto apreciara, ‘bien cerca, nos veremos’, y entonces esquivé esa promesa magra que ilusiona el proyecto de un reencuentro. Ella no merecía ninguna farsa cuando por voces a medias pero frecuentes, yo bien sabía de milicos malandras de uniforme y disfraz que jamás cara a cara ni menos hombre a hombre, despedazaban laburantes. Esos que tal vez mejor pensaran en la noche perpetua impuesta por asesinos, rezadores y verborrágicos publicistas; toda esa misma mierda.
Lo mismo, de aquello tan cobarde y oculto crecerían voces y más voces con ecos de otra historia, así que por años siguientes al 1976 sin finales felices ni suspenso peliculero, releí algo extraviado en tanto olvido: ‘mataron a mi padre y ni siquiera nos dijeron dónde’. Y Jelena tal vez delinearía ‘te extraño con la misma ternura’, ¿más cuánto es la nostalgia vana y deshojada ante una realidad sin pájaros volando a ciegas al atardecer? Si al fin el tiempo prosiguió su ronda y la pena por un amor perdido ya resuena en palabras que dejaron de ser comprometidas. Y en la recordación del negociante de armas entreverado a esa mujer que yo quisiera tanto, ya merezco decir chau al recuerdo y el olvido.
-Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
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Pequeño infinito*
Duermo con vista a un pedacito de cielo, una lluvia de infinito cae sobre mis sueños. Me abrigo en el arte efímero de los pequeños momentos. Entre el infinito y el instante, fluye la vida.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
*
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viernes, febrero 17, 2012
EN CADA RESTO QUEDA EL MUNDO...
-Dibujo: Ray Respall.
Noche de azules*
En cada resto queda el mundo
José Luis Fariñas
Escribe un verso, alma mía,
sobre brújulas y barcos de papel,
sobre rosas amarillas en tu infancia
y ese rostro que ves reflejarse en los espejos,
el aroma a misterio de las catedrales,
la eufonía de campanas que brota
en las noches azules del desierto…
Sobre la lluvia que acude a borrar el caos ordenador de la memoria
donde anida un invierno que no quiere ser evocado,
pero vuelve, en la respiración entrecortada de mi amante,
dormitando junto a mi vigilia y ese matiz arcano
que tienen los olivos centenarios cuando sueño.
Deja fluir el anima mundi hacia mis dedos,
no temas las evocaciones,
nada es locura en este mundo irracional,
nada existe más allá del árbol que florece en mi ventana,
hoy mi mente es el vacío que llena todo espacio.
Ven, contempla la luz oscura de mis ojos,
ven y asómate al pozo del recuerdo.
Somos bidimensionales figuritas en papel,
nuestra esencia anida en otra conjunción,
esto es una entelequia de lo que pudo haber sido real,
¿y qué lo es?
Dejo ir a lo que amo,
por ver si Amor toma su mano y lo regresa.
Dime si fuimos uno en otra vida,
si lo somos, si nos reencontraremos…
Pero no me dejes morir en los estruendos de la nada,
no hay tormento peor que ese silencio
donde las palabras pugnan por ser vistas:
cántale al hambre y a los duelos,
cántale a la orfandad del universo.
Hay tanta soledad… tan sin remedio,
que ya ni Dios se asoma a vernos.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba
La Dictadura*
No sabía quien le había denunciado, pero los guardias entraron en su casa a las cuatro de la madrugada rompiendo la puerta y llevándoselo preso. No le permitieron ni siquiera vestirse y entre gritos y amenazas le maniataron. Descalzo y en pijama se lo llevaron a las dependencias centrales de lo que llamaban Inteligencia Militar.
Allí pasó dos semanas interminables. Una serie de personajes que parecían cortados por el mismo patrón le interrogaban reiteradamente por los nombres de sus compañeros de la resistencia, Entre golpes y torturas de todo tipo le dijeron que habían detenido a su madre y su a novia, que las tenían en "dependencias" y que serían interrogadas duramente si él se negaba a colaborar.
Aquella dictadura militar que hacía años sufrían, era cada vez más cruel. Se habían perdido todos los valores y la lucha parecía inútil. Acabarían quedándose con todo. "Todo es propiedad del gobierno", decían.
Sin saber como resistió, principalmente porque tenía pocas cosas que decir ya que su carrera de arquitectura le había mantenido al margen de cualquier actividad que no fuera el estudio. Desgraciadamente había una foto suya en la puerta de la facultad en medio de una manifestación. Esa fue su falta.
Al cabo de un mes le llevaron a una edificación en la que no había letrero alguno en la puerta y donde concentraban a los recalcitrantes. Para "ablandarlos", decían. Le metieron en una celda de nueve metros cuadrados con veinte centímetros de agua en el suelo, para impedir que los presos pudieran descansar. El suelo estaba construído con ladrillos colocados de tal manera que cada dos planos había uno en pico hacia arriba, que quedaba justo bajo la superficie del agua. Esta configuración impedía sentarse y dificultaba caminar.
Al verse en aquella habitación quedó anonadado y perdió las escasas fuerzas que le quedaban. El suelo correspondía a uno de los diseños que había presentado para su tesis de fin de carrera, la diferencia es que él había pensado usarlo como decoración en la pared de su habitación de matrimonio. Finalmente el gobierno se había apropiado también de sus ideas.
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
Jonás*
*Por Guillermo Saccomanno
Para Anselmo
I
Todos los 2 de mayo nos encontramos. Cuando es la fecha dejamos todo de lado, se trate de trabajo o de familia, y nos encontramos. Una vez al año. Nos gusta, al emborracharnos, evocar los que éramos, parte de aquella tripulación. Y no los que somos ahora. Porque ya no somos los mismos. Ya no somos los marinos que fuimos. Kevin ahora es chofer de taxi. Tiene cuatro hijos y una mujer diabética. Michael es vigilante de un supermercado. Es viudo. Tiene una hija heroinómana. Y yo. Yo. Mejor me callo. A mí tampoco me fue mejor. Yo no importo. No es de mí que voy a hablarles. De los tres es Michael quien se encarga siempre de organizar el encuentro, y lo hace con la misma pasión que colecciona películas, fotos, insignias y banderines de barcos de guerra y submarinos. En especial, de submarinos. Los submarinistas somos tipos especiales. Vemos el mundo desde abajo.
Esa noche, Kevin, Michael y yo, al salir del bar y entrar en la niebla del Támesis, tropezamos con Johnny. Estaba solo, una sombra hablándole al río. No lo habíamos vuelto a ver desde entonces. Que se nos apareciera justo en esa noche de aniversario le confería un sentido misterioso a nuestra reunión anual. Kevin fue el primero en reconocerlo. Johnny tenía, como nosotros, no más de cincuenta, pero era un viejo esquelético. Apestaba, como todos los que duermen en la calle. Sabemos reconocer a los derrotados. Y los derrotados somos, a pesar de la victoria, los que estuvimos allí. Allí es las Falklands. Y nosotros, basura bajo la alfombra. Pudimos ver en Johnny al tipo vencido que alguna vez, como nosotros, fue joven y, siendo marino, creyó pertenecer a una estirpe. Uno de los nuestros. Pero el mar, también lo sabemos, se las ingenia para ahogar nuestras pretensiones. Los que fuimos del mar, sin barco, somos homeless.
Creo haberlo dicho: Johnny venía hablando solo. Frases sueltas, algunas más acentuadas. Sonaba a rezo lo suyo. De pronto se calló, mirándonos. A los ojos. Pero no era a nosotros que miraba. Tardamos en darnos cuenta de que pronunciaba nombres. En español. Argies. De memoria los decía. Preguntando a la oscuridad decía cada nombre. Pero nadie le contestaba.
La ballena, le escuchamos decir.
Johnny no estaba borracho.
Y esta es su historia.
II
Mi padre, un párroco de Manchester, nos había contado Johnny. Cuando lo mandaron a Manchester se convenció de que él era Jonás y Manchester, su Nínive. Un enviado del Señor. Con una misión especial: irradiar la fe. Y yo, cuando no trabajaba en un taller mecánico, era el portero en ese templo con goteras. Me reventaba atender los menesteres del culto. La fe era su problema. No el mío. Pobre, mi viejo. Terminó abandonado por el resentimiento de sus feligreses, los obreros en la calle. Cómo convencerlos de que había un Dios si no había un pan. Las fábricas cerraban, aumentaba la desocupación y, en tanto, los irlandeses morían en sus huelgas de hambre. Mi madre, celadora de un colegio que era un reformatorio. Nuestra casa, angosta, de dos plantas: el olor a frito, los pasos en la escalera de madera que suenan como martillo clavando un ataúd, las risas de la tele, un foxterrier viejo y su hedor en los almohadones, una novia escuálida teñida de azul y con granos. Nos mudamos a Londres.
Mi madre limpió las letrinas de un asilo de idiotas en Bayswater. Era mejor que nada. Para mi padre esta mudanza era otra señal de Dios: Londres, su nueva Nínive. Dios no paraba de mandarle señales. Dios y la ginebra también. Porque a esta altura se había vuelto devoto de la ginebra. Se emborrachaba hasta que los renacuajos, las iguanas y las culebras imaginarias le trepaban por el cuerpo. Mi madre movía su culo gordo calentando a los idiotas del asilo.
No tuve suerte como mecánico. Conseguí trabajo en el lavadero de un hindú. Me quedaba una chance más digna: enrolarme. Un sueldo fijo. De acuerdo: te preparaban para matar. Pero no había nadie a quien matar. El imperio tenía cada vez menos colonias. Y nadie ya se acordaba de la última guerra. Me pagaban por lo que nunca haría.
Mi padre cayó en un hospital de mala muerte. Lo visité una tarde. Qué sabía de la ramera babilónica, me preguntó. No le contesté. Tampoco insistió. Lo último que un hombre debe perder es la fe, me dijo. No clamo por tu perdón, Señor. Y agradezco tu castigo. Aun en la desgracia, conservo mi fe. Le conté que me había enganchado en la Marina. Que me habían asignado a un submarino. Antes de marcharme, me agarró la mano. Puro hueso era. Alambres sus dedos. Si Dios nos somete a una prueba, no podemos huirle, me dijo. Dios es el dueño de todo y todo lo gobierna: los cielos, la tierra, el mar. La tempestad y la calma. El mal le desagrada y pide su castigo. Pero es misericordioso y perdona, aprecia el arrepentimiento. No te enojes, Jonás. Tu misión es terminar la que yo no pude. Nínive, me dijo. Puedo verte llevando el mensaje de la fe. Alucinaba: Jonás, me llamaba. Nunca antes me había llamado por mi verdadero nombre. Que me resistía a ver la señal, me dijo. Para él estaba clara la señal, mi señal: la ballena, dijo. Lo único que me faltaba: continuar su misión de fe. No le quise llevar la contra. No correspondía.
Quedé en visitarlo. Cuando volví al hospital, mi padre ya no estaba. Terminó su última botella y su vida en un rincón de Park Lane.
Londres era otra vez Dickens, si es que alguna vez dejó de serlo.
III
A Johnny, al principio, le costaba creer no sólo que lo habían admitido en la Royal Navy. También su destino. Y si el padre había entrevisto lo que él se resistía a aceptar, se preguntó. Y si el submarino no era sólo la señal que Dios, padre todopoderoso, le había enviado. Y si el Conqueror era una prueba para que el hijo, convenciéndose de la existencia de Dios, cumpliera la misión que el padre había dejado inconclusa. Y si todo esto era así, entonces qué. Prefirió no pensar en esa dirección. Además, antes, convenía meditar que Dios, de haber existido, le habría concedido a su padre el último voucher de la fe.
A la mierda con Nínive, decidió.
Pero el impulso le duró poco. Nos tocaron misiones de rutina: vigilar a los soviéticos en el Mar del Norte. Johnny ahora estaba metido en sí mismo. A veces su silencio era un sigilo. Aunque ahora formaba parte de un equipo, un seleccionado épico, uno de los nuestros, la Royal Navy, no podía olvidar la profecía paterna. A menudo lo ganaba la ansiedad: no aguantaba la espera, el suspenso. Cierre de escotillas. Una presión en el pecho.
IV
Hay tipos que al volver de la guerra no hablan más del asunto. Otros, para quienes fue lo más importante que les pasó en la vida, no dejan de exagerar su participación, agrandar anécdotas y juntar souvenirs. Michael es uno. Le entusiasman los documentales y los libros sobre Falklands. No se pierde ningún artículo al respecto. Se sabe de memoria la guerra de las Falklands. Como los detalles de nuestro submarino. Y cada vez que puede filtrarse en la conversación, sin pedir permiso, se descarga. Michael le dio precisión al recuerdo:
Con casi noventa metros de eslora, diez de manga y nueve de calado, el submarino nuclear Conqueror provenía del astillero Cammel Laird, en Birkenhead. Lo botaron a fines de los sesenta. Disponía de seis tubos para disparar torpedos Mark 8, Mark 24 y Misiles Arpón. Sumergido podía alcanzar una velocidad de veintiocho nudos. Su tripulación: cien marinos. Nosotros entre ellos. El objetivo, espiar los movimientos de la fuerza naval soviética. En abril del ‘82 anclaba en la Base Naval Faslane. Hasta que un día nos ordenaron entrar en acción. El objetivo ahora era vigilar la flota argentina y en especial un buque que navegaba al sudoeste de Falklands.
Unos militares argies buscaban salvarse y conservar el poder persiguiendo la unidad nacional con una guerra. Alguien dijo que esa guerrita representaba lo mismo para la Dama de Hierro. Johnny no prestó atención. La política no le importaba. Apenas el comandante informó el destino, nos preguntamos qué hacían los argies invadiendo las Shetlands. Creíamos que esas islas estaban cerca de las Shetlands. Shit-lands, bromeó alguno. Por qué no invadieron las Barbados, tan soleadas. Un oficial nos informó que del alto mando pedían que tuviéramos cuidado con las ballenas. Una especie en extinción. Una cosa es la guerra. Y otra la ecología. Que no confundiéramos al enemigo con un cetáceo. Eso les preocupaba.
Johnny sentía el vértigo. Se preguntaba si estaría a la altura de la situación. Kevin era el encargado del sonar y Johnny, el torpedista. Fueron los primeros en advertir el objetivo. El Belgrano se reabastecía de combustible en altamar. Un satélite había detectado al petrolero Rosales, fácil de captar por sus motores diésel. Michael identificó el objetivo en su pantalla. Nos acercamos.
Subimos lo mínimo como para usar el periscopio. Además del Belgrano y el Rosales estaba cerca el destructor Piedrabuena. Informamos a Londres, nos ordenaron perseguir al Belgrano. Que no jodiéramos a las ballenas, recordaron. Ya recibiríamos más órdenes. Dos días después, el 2 de mayo, una tarde de domingo, antes del anochecer, el submarino, a casi dos kilómetros de distancia, disparó sus torpedos.
Johnny los disparó.
V
Michael, el maniático de los datos, con su obsesión de filatelista, busca completar la historia. Con su detallismo, se acuerda de Pearl Harbor: el Phoenix provenía del astillero New York Shipbuilding. Ciento ochenta y cinco metros de eslora, veintiún metros de manga, siete metros de calado. Quince cañones, tres en cada una de sus cinco torres. Ocho cañones antiaéreos. Veintiocho cañones Bofors. Veinticuatro cañones de veinte milímetros. Hangar para cuatro aviones. Dos montajes cuádruples de misiles Sea Cat. Fue botado un domingo de 1938 y por entonces, en un viaje diplomático, ancló en aguas argentinas. Más tarde, en el Pacífico, sobrevivió el ataque japonés en Pearl Harbor. Superstición, se dirá, pero fue domingo el desastre de Pearl Harbor y también sería domingo el día de su muerte. En Pearl Harbor respondió al ataque, pero no fue alcanzado por las bombas japonesas. Le ordenaron que se lanzara tras los portaaviones enemigos. Más tarde, en los años de la guerra, participó en diferentes misiones. Tuvo su gloria en Filipinas. Le causó bajas importantes a la Marina japonesa. Terminada la guerra, retornó a la Argentina. Lo compró Perón. Habrán oído hablar de aquel Mussolini. Trae mala suerte cambiarle el nombre a un barco. Debieron saberlo los argies. Una fecha folklórica le pusieron: 17 de octubre. Pero no fue por mucho tiempo. Unos militares rebeldes decidieron voltear al tipo. Y emplearon el ahora 17 de octubre para desembarcar en Buenos Aires. No tuvieron mejor idea que bautizarlo por tercera vez: el nombre de un prócer. Esos países bananeros.
Si es verdad que no conviene cambiarle el nombre a un barco, los argies desafiaron demasiado la suerte. El Phoenix sufrió dos nuevos bautismos. Dos domingos, dos bautismos, dos torpedos. Un 2 mayo. El Phoenix estuvo maldito desde el mismo día en que cambió de bandera. Y su destino estaba sellado en esa tarde del’82, cuando dos torpedos del Conqueror lo hundieron en menos de cuarenta minutos. El viento soplaba a ciento veinte kilómetros, las olas medían más de doce metros, la temperatura era de diez grados bajo cero. El Phoenix se encontraba al este de la Isla de los Estados y al Sur de las Falklands. De sus mil tripulantes, perdieron la vida más de trescientos.
VI
El mar estaba encrespado y los torpedos iban a cinco metros de profundidad. Los argies no pudieron verlos. Podíamos imaginar lo que pasaba en el Belgrano. Un marino que camina por un pasillo siente una explosión. Todo se mueve. Tiembla el piso. Se corta la luz. La oscuridad más negra. El silencio que aturde. Alguien grita: “¡Tranquilos, que no pasa nada!”. Entre una y otra explosión hay treinta segundos. El primer torpedo impactó en la sala de máquinas de popa, cerca del comedor y los dormitorios. Los muertos, los heridos. El olor a petróleo intoxica. La onda expansiva provoca una chimenea de quince metros y atraviesa las cinco cubiertas. Treinta segundos. El segundo torpedo acierta en la proa. Se eleva una columna de agua y hierros. Desaparecen quince metros de buque. Más tarde se dirá que de los trescientos muertos del Belgrano la mayoría murió con el primer impacto. Mientras se arrojan al mar las primeras balsas, la tripulación todavía no escucha la orden de abandonar el barco. Marinos desnudos, envueltos en llamas, se retuercen aullando. Los compañeros quieren arroparlos, pero es tarde. El Belgrano se inclina, las balsas siguen cayendo al agua, los marinos saltan. El Belgrano se hunde. Una humareda densa se recorta en el cielo gris. Los náufragos buscan poner distancia del barco. Al hundirse, puede tragarlos. A las cinco de la tarde, cuando los náufragos se alejan del Belgrano, lo ven hundirse. En menos de cuarenta minutos sólo flotan en el océano los cuerpos de los sobrevivientes y las balsas. Es casi de noche.
Divisan unos buques escolta. Pero los buques se esfuman temiendo otro ataque. Unas horas después, un temporal sacude las balsas. Las olas amenazan darlas vuelta, impiden la atención de los heridos. Los marinos vomitan. Les cuesta cerrar los techos de lona. El termómetro baja. En la noche de tormenta, las olas, cada vez más altas. Las balsas se inundan. Los hombres usan su calzado para desagotar. El frío mortal. Los náufragos mean las bolsas recolectoras volviéndolas bolsas de agua caliente. El viento arrastra las balsas hacia la Antártida.
En tanto, el Conqueror, aplicando la lógica de cualquier submarino después de un ataque, se alejaba de la zona evitando ser localizado por las fuerzas enemigas que pudieran acudir en ayuda.
Cuando el submarino ya se encontraba fuera de peligro, algunos nos preguntamos dónde estaba Johnny. Lo encontramos. En su camastro, agarrándose las orejas, tapándose los oídos, en posición fetal, temblando, murmuraba. La ballena, murmuraba. Perdón, Señor, murmuraba. Se agarraba la cabeza, se tapaba los oídos.
VII
Ahora, esta noche, Johnny terminaba de contarnos su versión. Su suerte siempre estuvo escrita, dijo. Una maldición, dijo. Dios lo había traicionado, dijo. Estuve por decirle que la salvación del alma no puede depender de un libro. Menos de uno de fábulas. Qué otra cosa es la Biblia. Pero me callé. Michael también se calló. Con todo su coleccionismo de batallas navales no supo qué decir. Kevin, siguiéndole la corriente a Johnny, lo quiso consolar: al fin de cuentas, sus torpedos habían librado a Nínive de los militares. La historia avanza sobre cadáveres.
Johnny nos miró como perdonándonos.
Se perdió en la niebla balbuceando más nombres.
El cuento por su autor*
*Por Guillermo Saccomanno
El enemigo se me parece. Tanto. ¿No seré yo? Como en la dialéctica del doppelgänger de Poe en William Wilson, si elimino al otro, morimos los dos. Esta puede ser una vuelta intelectual para comprender una guerra, pero no alcanza. En la superficie están los nobles valores patrios que encubren los intereses de los poderosos y por debajo, tendales de muertos inocentes. Aunque no creo que la literatura pueda arreglar demasiado en este aspecto, escribí, como tantos, sobre la Guerra de Malvinas. Transcurría el 2008 y Esther Cross y Angela Pradelli me llamaron para participar en una Biblia por escritores. Pensando en Melville, en Conrad, en Stevenson, pensé en el mar y pensé en Jonás, su prueba de fe dentro del vientre de la ballena. Y pensé, al mismo tiempo, en Malvinas. La prueba de fe que dos gobiernos hambreadores (los milicos argentinos de este lado, la Thatcher del otro lado) exigieron a pobres pibes asolados por la mishiadura económica. A los milicos y a la Thatcher la guerra les vino fenómeno para patear la pelota afuera. Un pensamiento perverso, pero que puede ser realista: la democracia se la debemos a los ingleses. Soy consciente de que este argumento irritará a muchos. Especialmente a los veteranos que asumieron la prueba de fe. Miren los retratos de Juan Travnik de los ex combatientes y díganme dónde fue a parar la fe patriótica de los que se jugaron en nombre de causa patria. Las imágenes sobre Malvinas son siempre estremecedoras. Y su literatura no se queda atrás. Desde el pionero Fogwill a la fecha hay narraciones que vuelcan diferentes perspectivas, pero que coinciden en un punto: la guerra es un crimen. Y los responsables no la pagan. Dal Masetto, Feinmann, Soriano, Pron. Rivera, Borges, Esteban, Gamerro, Rodrigo Fresán (con ese cuento memorable del pibe argentino que ansía ser prisionero inglés para llegar a ver a los Rolling, cuento que expresa una contradicción de la que no se habla), hasta llegar a las crónicas tristes y afinadas que escribió Belgrano Rawson post Malvinas, son solamente algunos de los autores que describieron el horror. Y, no me cabe duda, seguirán escribiéndose más. Y más. Porque la herida no se ha cerrado. Pero uno de los testimonios que más me impresionaron siempre fue el libro documental del soldado británico Vincent Bramley. Terminada la guerra, Bramley vino a nuestro país y buscó reencontrarse con sus “enemigos” y conversar reconstruyendo la desgarradora experiencia compartida en el terreno. Al venir al país, al andar por los suburbios, al adentrarse en el conurbano, lo sorprendieron lo parecidos que eran los combatientes de ambos frentes en su pobreza. Bramley comprobó también que la suerte de los pibes argies que combatieron en Malvinas no había sido diferente de la de los ingleses. Pertenecían a barrios miserables, no lograban reinsertarse, seguían destinados a una vida de explotación, marginalidad y sometimiento. Del mismo modo que Gran Bretaña escondió a sus héroes víctimas bajo la alfombra, Argentina también. La guerra no había existido. Era una pesadilla que convenía olvidar. Entonces pensé en escribir un cuento desde otro lugar, desde el otro, mi semejante. ¿Era este semejante mi enemigo? ¿O lo era un sistema, el capitalista, cuya mayor industria rentable, además de la farmacológica, es la bélica, y su conjunción, porque suelen trabajar juntas? Por más monumentos que consagren los nombres de los muertos, el crimen sigue y seguirá impune. Dificulto que un relato, cualquiera, pueda modificar lo ocurrido. Pero quizá sirva para advertir que Vincent podía llamarse Vicente. Y haber estado de este lado. Las coincidencias que Vincent pudo encontrar entre las víctimas de aquel lado y de este fueron los detonantes de este cuento. Pensar que uno siempre es otro. Y al liquidar al otro, eso que muere en uno es uno. Una última reflexión: el Dios que salvó a Jonás, no salvó a los chicos de la guerra. Es un Dios sin culpa que instiga las incontables guerras que se desarrollan en el mundo mientras ustedes leen esta línea. Porque Dios quizás es el socio más interesado en el negocio de la muerte, que desde el comienzo de los tiempos no es otra cosa que la facturación de la culpa.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161431-2011-01-30.html
Alimento necesario*
Recuerdo la torta de queso centroeuropea que vendían en un almacén en la calle Uriburu. Dos finísimas capas de masa y un relleno suave, alto, orgulloso, erguido. Leche que se volvía sólida. Era como morder la vida, reternerla en la boca. Cuando acababa el trabajo tumultuoso del parto, Norberto iba a buscarla. Antojo apenas perfumado. En la ceremonia de ofrecerme como alimento, ella me construía. Necesitaba su consistente resguardo. Ni recargado ni empalagoso, ni la mezcla de muchos sabores, ni sobreactuado, ni lujo. Soberbia simplicidad. Si se tratara de literatura, una síntesis que resalta lo verdadero. En mi boca, con la pequeña boca prendida a mi. Bien metidas las dos y él que la proveía, en la boca de la vida. Con el dolor y la alegría de un pueblo exilado atravesando tierras con sus recetas, hasta llegarme. La estaba esperando, la elegí. La torta de ricotta italiana de mi familia era la que quizas me estuviera destinada, más dulce, más conversadora, con la luz opulenta, sin ambiguedades, del paisaje de Sicilia. La otra, de dulzura parca, parecía contener la palabra y el silencio. Materia vital que abrillantaba la lengua y, por lo que guardaba sin decir, al lenguaje.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
El rectángulo en la mano*
*Por Juan Forn
Sergio Larraín camina por las callecitas de la Ile-Saint-Louis en París, saca algunas fotos al voleo, vuelve a su taller a revelar, algo le llama la atención en una de esas imágenes circunstanciales: al ampliarla descubre al fondo, en segundo plano, una pareja cogiendo contra una pared. Cae de visita
su amigo Julio Cortázar, Larraín le cuenta lo sucedido, Cortázar vuelve a su casa y escribe "Las babas del diablo". Michelangelo Antonioni lee el cuento y decide convertirlo en Blow-up. En la película, no es un acto sexual furtivo lo que pesca el fotógrafo, sino un crimen, y no es en las callecitas de París, sino en el corazón del Londres psicodélico. La película es un exitazo. En las redacciones periodísticas europeas se codean cuando ven entrar a Larraín: "Ese es el chileno de la Magnum, el fotógrafo de Blow-up".
Los fotógrafos de la agencia Magnum (la legendaria cooperativa fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson) no eran coquetos fotógrafos de moda, como el de la película de Antonioni. Eran los que mostraban al mundo lo que era imprescindible ver: las guerras, la miseria, la otra cara de la noticia.
Pero eran épocas de leyendas, y la historia de Larraín daba de sobra para la leyenda. Unos meses antes del estreno de la película de Antonioni, Magnum había mandado al chileno a hacer un reportaje sobre la mafia siciliana.
Larraín volvió con una foto de Giuseppe Russo, il capo di tutti capi, durmiendo la siesta al fresco, que apareció en todas las revistas del mundo.
Como en todas sus fotos, uno sentía que estaba ahí, al lado del fotografiado, sintiéndole la respiración. Eso tuvieron siempre las fotos de Larraín.
Nacido niño bien en Santiago, había desoído el mandato familiar (su padre era el arquitecto estrella de Chile), abandonó una carrera universitaria en Estados Unidos y se volvió a su tierra a sacar fotos, a principios de los años '50. Una serie suya sobre los chicos de la calle que vivían en las alcantarillas del río Mapocho, en pleno centro de Santiago, llegó a manos del gran Edward Steichen cuando dirigía el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Steichen compró dos de su bolsillo, las donó al museo y le escribió a Larraín que por favor siguiera sacando fotos. Con ese cheque de Steichen, Larraín partió a Valparaíso, se pasó un año vagando por sus calles y el puerto e hizo un libro maravilloso, chiquitito, en el que casi todas las fotos son verticales, y cualquiera que haya subido al funicular de Valparaíso entenderá que no hay otra manera de ver esa ciudad: todo es vertical ahí, todo sube o baja por esas calles que caen al mar. Una imagen legendaria de esa serie es conocida en el mundo de la fotografía como "la foto mágica": una nena sube por unas escaleras al sol, otra nena va bajando en segundo plano por las mismas escaleras, una viene hacia la cámara, la otra se aleja, nos da la espalda escaleras abajo, son asombrosamente iguales las dos, el mismo pelo, el mismo vestido, la misma actitud corporal, sólo que una parece la otra tres años después, como si por bajar escalones pasaran los años.
El British Council de Chile lo mandó becado con unos pesos a Inglaterra. Larraín se sumergió en el Londres blanco y negro de posguerra y salió con otro librito igual de austeramente impreso, pagado con los francos que le dio Cartier-Bresson por una de esas fotos (que tuvo colgada en una pared de su estudio hasta que murió). La foto es vertical, una toma de las escaleras mecánicas del metro de Londres vistas desde abajo: gente que se acerca por un carril, gente que se aleja hacia arriba por el otro, un oficinista en primer plano, borroso, como si estuviera por chocar contra nuestro hombro.
Además de comprarle esa foto, Cartier-Bresson invitó al chileno a formar parte de Magnum. Ese es el Larraín que Cortázar conoce callejeando por París en los '60. Hay dos partes bien nítidas de los '60 y Larraín corresponde sin discusión a la primera, por afinidad digamos espiritual. En todas sus biografías dicen que a fines de los '60 se volvió de Europa, asqueado del naciente star-system que empieza a haber en el fotoperiodismo. Yo creo que es fácil ponerle fecha de inicio a ese asco: cuando se estrenó Blow-up en 1966, aunque hay quienes dicen que fue un año más tarde, cuando volvió de Persia, de sacar fotos de la coronación de Farah Diba como emperatriz, y la Magnum no consiguió interesar a nadie en esas imágenes que mostraban la otra cara de la coronación en las calles de Teherán.
Lo cierto es que Larraín se volvió a Chile, sus envíos a la agencia se hicieron más espaciados y el interés de la agencia por él decayó igualmente.
Una sola cosa le interesó de esa segunda mitad de los '60: el misticismo y sus variantes. En esos años hace contacto con Jodorowsky y Claudio Naranjo, toma LSD, viaja por el desierto, empieza a meditar, conoce en Arica a un sincretista boliviano llamado Oscar Ichazo, que combina Gurdjieff, Jüng y Esalen en su ashram del norte de Chile. Desde allá rompe famosamente con Magnum. Cuando Cartier-Bresson le pide por carta que recapacite, Larraín le dice que ha dado su obra fotográfica por terminada, que se retira del mundo.
Es el año '71. Nunca más volvió de ese retiro. Pasó el gobierno de Allende y el golpe y la larga noche pinochetista y Larraín siguió viviendo en una casa junto a un río en las montañas del norte de Chile. Cada tanto alguien se acordaba de él y le ofrecía por carta hacerle una nota, organizarle una retrospectiva, recordarle al mundo que existía un fotógrafo llamado Larraín.
El contestaba que había quemado todos sus negativos. El gran Josef Koudelka, que lo veneraba, se tomó el trabajo de rastrear en los archivos de Magnum y entre los fotógrafos europeos todo el material que pudo encontrar de él y, sin avisarle nada, le organizó una muestra hoy célebre. Larraín siguió rechazando notas y viajes y exposiciones, y la semana pasada, a los 81 años, se murió.
Se supo tarde, porque se lo creía muerto de mucho antes. Dicen que, además de dar clases de yoga, meditar y cuidar el río y las montañas, había seguido sacando fotos, pero abstractas, que revelaba él mismo en el cuarto de al lado del lugar donde meditaba todos los días, en su casa a la orilla de un
río en las montañas del norte de Chile. En ese cuarto lo velaron sus compañeros de meditación, repitiendo un mantra: "El presente no es el camino. El presente es la meta". En el entierro, en el cementerio del pueblo, no se podía sacar fotos, por expreso pedido de él. Una vez que un sobrino suyo le pidió consejos, Larraín le mandó una carta extraordinaria sobre lo que significaba la fotografía para él, que aparecerá en Radar el domingo, en la que decía: "Cuando paseo la mirada por ahí afuera, con el
rectángulo en la mano (así llamaba a la cámara: el rectángulo en la mano), es en el interior de mí mismo que busco". Así fue como se supo por fin de quién era la respiración que creíamos oír en sus fotos: era, bendito sea, la de él.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-187760-2012-02-17.html
Agradecimiento*
*De Wislawa Szymborska.
(1923-2012)
Debo mucho
a quienes no amo.
... El alivio con que acepto
que son más queridos por otro.
La alegría de no ser yo
el lobo de sus ovejas.
Estoy en paz con ellos
y en libertad con ellos,
yeso el amor ni puede darlo
ni sabe tomarlo.
No los espero
en un ir y venir de la ventana a la puerta.
Paciente
casi como un reloj de sol
entiendo
lo que el amor no entiende;
perdono
lo que el amor jamás perdonaría.
Desde el encuentro hasta la carta
no pasa una eternidad,
sino simplemente unos días o semanas.
Los viajes con ellos siempre son un éxito,
los conciertos son escuchados,
las catedrales visitadas,
los paisajes nítidos.
Y cuando nos separan
lejanos países
son países
bien conocidos en los mapas.
Es gracias a ellos
que yo vivo en tres dimensiones,
en un espacio no-lírico y no-retórico,
con un horizonte real por lo móvil.
Ni siquiera imaginan
cuánto hay en sus manos vacías.
"No les debo nada",
diría el amor
sobre este tema abierto.
-De "El gran número" 1976
El Palacio de las Bellas Durmientes*
El extraño leve erotismo que acerca la vida y la muerte, frontera imprecisa que se desarma en el juego del deseo. La vigilia y el sueño, el ruido del mar y la voz que habla hacia adentro, y la que habla desde el cuerpo. La cabeza, un mundo surcado de caminos, de tiempos , diluido el bien y el mal, anverso y reverso, fantasía y realidad. Lo masculino y lo femenino. La razón y la oscura fantasía. La fiereza, la furia, los olores, la tenue densidad de la dulzura. La primera caverna y la civilización
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
*
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