*Dibujo de Erika Kuhn.
*
No pensabas que
el desamor
pudiera ser de
este modo:
mover la
dirección de la luz
hacia espacios
mudos
de todo lo
anterior.
La misma luz
que se concentra
en un racimo de
uvas verdes al sol
y que pudiste
ver como por hendijas.
La misma luz
que te alcanzó
para permanecer
en los días desmedidos.
¿Pero acaso no
sabías, aún,
que todo el oro
de los días
se desvanece
también de modo inexplicable?
Hay palabras
que son
como una uva
opaca
e inmóvil
en el centro de
un plato
vacío.
*De Cecilia Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com
HACIA ESPACIOS MUDOS DE TODO LO ANTERIOR…
El culo de
Marilyn Monroe*
*De Patricia Suárez. cazadoraoculta@gmail.com
Estoy en un
pueblo que se llama Banff, en Canadá. Subo la montaña hasta pasar el bosquecito
de cedros. Hay un parador para los turistas. Es un día soleado de primavera, en
poco tiempo empezará el frío recio y ya no se podrá subir. Sino que descenderán
los alces y los osos. Ahora los alces están en el período de apareamiento y se
ponen bravos, hay que tener cuidado de no enfrentarlos. Por el pueblo hay
carteles con prevenciones, qué hacer si uno es atacado por un alce. No parece
que hablarles pueda hacerlos entrar en razón. Yo apenas si ví algunos de lejos,
indiferentes.
Los venados, en
cambio, pasan cerca de uno husmeando si hay comida. Igual, al parador no se
acercan. Hay un plato especial que es Deer-steak, bife de venado. Deberían ser
caníbales o suicidas para andarse rondando por acá. El dependiente es un señor
muy viejo, de unos sesenta que le pesan como mil. Viene y me pregunta con cara
de pocos amigos qué quiero. Pido café. Hay una bicicleta un poco oxidada
aparcada dentro del parador, donde termina el mostrador. Cuando el viejo trae
el café, le pregunto si todavía la usa. Sí, responde. Debe darle trabajo
pedalear. Un poco, ¿la quiere? Se la puedo dejar en tres quinientos. ¿Tres
quinientos qué? Dólares americanos, de los grandes. ¿¿Tres mil quinientos??
¿Usted sabe acaso quién montó acá? Por ese precio tendría que haber sido la
diosa Diana en persona. Acá apoyó su bello culo nada menos que Marilyn Monroe.
Ah. Vino el director de la película, paraban al principio en Calgary. Escenas
de rodeos. Después vinieron a filmar el Río del No Retorno, que es como se
llama la película. No hay un río así, así que entre seis ríos de montaña
hicieron uno solo, el del No Retorno. El celuloide hace milagros. Como sea, la
estrella se aburre. Quiere estirar las piernas, no le gusta estar en el set.
Según me enteré después, Mitchum, el co-protagonista, la cortejaba. Pero ella
no quería nada con Mitchum que era una especie de macho cabrío. Ella estaba
triste, sí, muy triste porque acababa de romper con el marido, el deportista.
Así que viene, sube hasta acá. Yo tengo diez años. Me dice: Me prestas la bici?
Yo no podía ni hablar y tenía miedo de hacerme en los pantalones. Sí,
tartamudeé. ¿Me acompañas, me enseñas el camino?, pregunta y monta. Esa imagen
no puedo quitármela de la cabeza; tengo dos divorcios encima, mis dos ex
esposas hablan de esta obsesión. Ni que le cuente. Yo subo en la bici de mi
hermano -murió hace diez años- y le muestro cosas del camino. Ella dice: “Mejor
no hablemos, tengo que practicar”. Se pone a cantar One silver dollar,
que después canta y se acompaña con una guitarrita en el filme. Un dólar de
plata, brillante, pasando de mano en mano… Tres quinientos es un buen precio;
pero pensándolo mejor no la vendo. Ya estoy viejo; es el último recuerdo de
amor verdadero que tengo…
LA BAILARINA*
Lo que vislumbraba entre parpadeos era un paisaje en el que nada
parecía haber escapado a la más total desolación.
El Talismán
Stephen King y Peter Straub
Acaba de despertar y no recuerda nada. Desconoce su nombre, por qué ha
dormido en el suelo, por qué esta enorme habitación que en vez de ventanas
tiene oquedades que la miran como cuencas vacías. Se incorpora y se asoma a una
de ellas. Más allá de una muralla de pequeños escombros y paredes rojizas aún
en pie, sin llegar a formar parte de estructura arquitectónica alguna -piezas
extraviadas de rompecabezas-, distingue la línea del océano.
Un fragmento de espejo pegado a una pared le devela su imagen. ¿Ese es
su rostro y esa su edad? ¿Cuál será su nombre? Importa poco si, como presiente,
es el único ser vivo, extraño remanente de una ecuación equivocada. Recorre su
cuerpo con la mirada. Lleva un traje de bailarina, zapatillas… Aventura un
plié, quiebra la cintura, se alza en puntas… La asalta un inmenso deseo de
danzar. La música parece brotar de los retales de ciudad donde ha perdido la
memoria. Salta al exterior por el mayor de los agujeros, de cuyo dintel cuelga
un rótulo: “Exit”. Leve cual algodón, cabriolea entre las ruinas. Gira, salta,
mueve los brazos sintiéndose libre, al fin, sin saber de qué.
Asoma entre pared y pared de las otrora fundaciones del hombre, ahora
gañidos que brotan del suelo. Siguiendo el impulso de la coreografía que mana
de su interior, se acerca a la costa sorteando raíles que revelan lo que fue la
línea de un tren. “Las Tierras Arrasadas”, piensa, sin saber a qué rincón ha
ido su alma a extraer esa frase sin sentido. Baila sobre la arena, cada vez más
lejos del esqueleto de la civilización. Se acerca al líquido elemento y, justo
cuando la ola acude a lamer sus pies, se arremolina dulcemente sobre sí misma,
acompañando el giro de un suave balanceo de brazos. Recuerda que tiene el poder
de transformarse en cisne y salta al vacío.
Un instante antes de que sea lavada su conciencia de haber llorado
tanta muerte, equipaje demasiado atroz para tan largo viaje, recuerda por qué
ha sobrevivido a la hecatombe: quería regalar su última danza al mar y el
cielo.
En un universo lejano, el primer llanto de un recién nacido arranca la
sonrisa de los presentes. Venimos entre lágrimas… y es que no todo puede ser
borrado por los que manejan los hilos del destino. Algo subsiste de la mujer y
del cisne, imborrable e inquieto, palpitando en la gnosis de la Creación.
*De Marié
Rojas Tamayo.
La Habana.
Cuba.
Penumbra de
mármol*
Hace quizás,
algún tiempo,
en una penumbra
de mármol húmedo
y pabilos
abatidos, escuche llorar
a un pequeño
dios egoísta y vanidoso.
Un dios que ni
siquiera era de los primeros
que miraron de
soslayo nuestra tierra,
un heredero de
símbolos y arquetipos
un ídolo
postizo, primigenio y agotado.
Ante el eco de
mis pasos terrenales,
mi respiración
agitada por el frío sacro
y los roces
entre las columnas de pórfido,
vi a la deidad
bicorne huir cobardemente.
Por entre los oscuros
bancos de cedro,
a la manera de
una serpiente antigua,
repto su sombra
sorteando cenotafios
sus escamas
lamiendo beatos azulejos.
Solo después,
de revisadas las naves
y explorados
los retablos menores,
logré atisbar
finalmente su rostro
en el difuso
resplandor del altar mayor.
Difuso en el
espejo broncíneo de la patena,
y como una
Gorgona sobre el lento bronce
me resultó
imposible hacerle las preguntas,
su mudez databa
de siglos y persecuciones.
Cansado
entonces y desilusionado,
por no haber
satisfecho mi curiosidad,
enjuagué mis
lágrimas tenaces
y me aleje
hacia los caminos del sol.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
- 2016-
*
Ya conocemos
las ceremonias
del adiós.
La furia,
el golpe en la
puerta.
Una valija
en la que ya no
entra nada
para dejar
algo.
Un andén tan
largo,
tan lento y tan
largo
que nos dé el
tiempo
para
arrepentirnos.
El llanto que
nace
para
recordarnos
la ternura,
esa maldita
costumbre del amor.
El abrazo hondo
y la noche
eterna.
Y al abrir los
ojos,
las mismas
preguntas.
Cuando te
despiertes,
sabrás que me
fuí,
sin pena
y sin ruido.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Fuego frío*
Un vacío blanco
me ha invadido.
Frío.
Apócrifo.
Dañino.
Se ha burlado
de todas mis palabras
y se instala
como un fuego. Fuego frío.
que avanza como
las llamas
sin preguntarse
si es bueno
o no
lo que hacen
mientras van
quemando.
Este vacío
quema.
Como el fuego.
Como la
soledad.
Como el frío.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
El olor de un
puñado de hierba es el del universo entero, la hierba marchita desde tiempos
sin memoria, la que crecerá infinitamente en lo por venir y hasta el olor de
constelaciones y de mundo microscópicos. Y si de verdad uno lo siente al menos
alguna vez así, así como lo digo, entonces vive con intensidad, y de otro modo,
es una máquina dormida que sólo se interesa por la baja de acciones en la
Bolsa.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
-Del libro "La
Maldición de la Literatura", Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2012.
***
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El Reynoso*
Es un pesado
tren el de la memoria. Así lo siente el hombre mientras viaja acunado por el
vaivén del tren de trocha angosta.
El arquitecto
es hoy un hombre viejo. Ha dirigido muchas obras, ha visto desfilar delante de
su mirada a verdaderos personajes entre los albañiles y gremios que trabajaban
en sus obras.
Mira el
recorrido de la línea y se detiene en la Estación Reynoso.
“El Reynoso”.
Reynoso era el apellido del peón que se convirtió en una leyenda que circuló
por años en las obras. Cada tanto cuando le tocaba compartir un almuerzo con
los obreros, alguien contaba la historia, modificada con el énfasis y el
suspenso que le imprimen los Cuentacuentos a sus narraciones.
Los albañiles
son excelentes narradores de historias propias y ajenas. Al mediodía se
contaban historias, mientras se comía asado y se servía vino tinto.
Las épocas han
cambiado, casi no existe el ritual del asado en las obras. “Fuimos un pueblo
alegre” –se dice sin poder profundizar en explicaciones.
Pero el
arquitecto no quiere perder el hilo de los acontecimientos que fueron el origen
de la leyenda del Reynoso:
La obra era una
casa de campo que quedaba en el medio del campo y no era una metáfora. El
campito quedaba a un par de kilómetros de la ruta y a unos 300 metros del
apeadero del ferrocarril, se llegaba por una huella que se hacía intransitable
con una lluvia copiosa. Unas pocas casas perdidas. Un solo vecino con el que se
compartía el alambrado y una línea de eucaliptos altos a los fondos.
Para comprar
cigarrillos o comida había que ir hasta la ruta. Un solo corralón de materiales
“El cóndor” atendido por los dos hermanos del apellido inolvidable: los
“Cucurulo”.
Costo encontrar
un equipo de albañiles que estuvieran dispuestos a viajar horas en tren para
llegar hasta el fin del mundo.
Los albañiles
trajeron al Reynoso, un correntino fuerte que además de peonar en la jornada
laboral acepto quedarse como sereno en el medio de la nada.
Armamos un
obrador con chapas bastante grande, una parte se dividió para que sea el
dormitorio del Reynoso. Además del catre, ropa y unas pocas cosas el hombre
había traído un pequeño altar caserito del gauchito Gil.
El Reynoso
hacía las compras para el asado y llevaba los pedidos de materiales al corralón
donde teníamos cuenta corriente. En esa época no existían los teléfonos
celulares. Un día aviso que le regalaron una mascota.
-Le puse
“Tingui” dijo. Del gato de Reynoso nos olvidamos enseguida, al hombre se lo vio
comprar botellas de leche, juntar los huesos del asado o comprar hueso con
carne para el animalito. La mascota se quedaba dentro de un sector bien
alambrado pero agreste que ni siquiera fue desmalezado. La única entrada era la
puerta del fondo del obrador – casa del sereno.
Esa zona del
campito en la que no trabajábamos era el equivalente a unas 4 hectáreas. El
proyecto contemplaba en una segunda parte construir allí una amplia pileta de
natación, un quincho y parquizar.
En esa mañana
de enero había un calor demencial. Era una visita de rutina a una obra que ya
estaba en etapa de terminación, estaban los pintores, los albañiles y el
Reynoso que recién había vuelto de comprar las provisiones para el mediodía en
los comercios de la ruta.
Fue todo muy
rápido, como suele ser con los hechos que marcan la memoria para siempre.
Escuchamos tiros. Algunos nos silbaron por encima de nuestras cabezas. Uno de
los pintores se tiro de la escalera al piso. Se escucho un lamento de animal
grande, un ronquido doloroso que venia desde el pastizal. Luego escuchamos el
grito que pretendía emular al del Tarzán de Johnny Weissmüller. Ahí ubicamos al
tipo trepado al eucalipto blandiendo una carabina con gesto triunfal. No
habíamos salido de la sorpresa cuando vimos al Reynoso trepar como un gato al
árbol. Sujetó al hombre, lo bajo a los golpes. Ya en la tierra con el Reynoso
golpeándolo ese hombre ya no gritaba como Tarzán sino que pedía auxilio y
perdón…
Los albañiles
salieron disparados, cruzaron el alambrado, lograron sacarle al Reynoso el
cuchillo antes que lo sacara del cinto, creo que lo iba a degollar como a un
cordero.
Fue por esto
que supimos que ese tipo era un vecino, cazador furtivo –denunciado por
cuatrerismo- , que tenía a maltraer a varios campos de Saladillo. La noticia
podría haber salido en los diarios pero no fue así: el dueño del campo que
construía su casa era un empresario exportador de lana que compró un acuerdo de
silencio: nadie diría ni una palabra, no habría denuncias policiales. Supe que
el acuerdo incluía comprarle su hectárea a un precio increíble con tal de no
tener a un chiflado cerca. Reynoso iría a una obra que teníamos en Barracas.
A la mascota la
enterramos en los fondos del terreno. Reynoso que era un hombre grande lloraba
como un niño. Se había puesto sus mejores ropas y tenia un pañuelo colorado
anudado al cuello. Le habían matado a la única compañía que había tenido
durante casi dos años en la soledad de ese paraje perdido en la pampa. Ahí nos
enteramos de una habilidad de su mascota: como un perrito amaestrado traía en
su boca una piedra que colocaba sobre su alpargata, El Reynoso daba la patada
con fuerza y Tingui atrapaba la piedra en el aire o la buscaba entre los pastos
hasta traerla de vuelta a los pies del hombre.
***
20 años después
en otra obra ubicada en el barrio de Núñez a la hora del relato, el capataz
santiagueño volvió a contar la historia pero esta versión era algo mas
verosímil que aquellos hechos ocurridos delante de mis ojos: el vecino era un
joven drogadicto que había ahorcado al gato. Reynoso había hecho justicia: se
había trenzado en lucha y lo degolló sin miramientos.
No dije nada,
me limite a escuchar.
Además, lo del
tigre de Bengala jamás lo hubieran creído.
*De Eduardo Francisco Coiro.
***
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***
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