*Obra de Arturo
Domínguez. ojoarturo@yahoo.com.ar
Doña Efigenia*
*De Nechi
Dorado. nechi.dorado@gmail.com
Todos los días
cuando el calor más apretaba y el sol parecía convertir en estacas de fuego
cada rayo; o cuando el frío ponía rojas las narices y la base de las orejas, la
mujer pasaba por el filo de la calle angosta bordeando la orilla del riachuelo
sin contaminación en ese tiempo de vendedores de a caballo y pilas de valores
ahora desvalorizados.
Éramos muy
pequeñas mi amiguita y yo y esperábamos su aparición con nuestros corazoncitos al
galope estrenando los primeros temores ante lo diferente. A lo que se alejaba
de los parámetros de normalidad impuestos socialmente. El motivo de nuestra
espera decían que se llamaba doña Efigenia y el nombre en sí mismo nos sonaba a
algo extraño, como si no fuera propio de esta tierra. Creo que los adultos
tampoco sabían mucho de esa persona que hoy, con varias décadas más sobre mis
hombros, aparece como una visión muy fuerte, casi como si fuera un personaje
atemporal.
Si tuviera que
hacer un retrato de esa mujer de andar exhausto diría de ella que parecía
penitente de auroras enlodadas, como si pasara sus horas entre nubes oscuras de
veneno derramado en su linfa. La imagino como arrojada a un vacío repleto de
guijarros.
Diría sin temor
a equivocarme que doña Efigenia pateaba desencuentros de arcángeles dormidos,
asemejándose a un bodoque; a estrella deformada; a un árbol sin tutores; a una
aguja sin ojo incapaz de enhebrar el hilo de la vida.
Su mirada
esquiva parecía ser el resultado del salto imperceptible de un resorte; sin
escuchar el tono de su voz lo imaginábamos áspero; elucubraciones propias del
desconocimiento, del exceso de fantasía que nos hacía imaginarla como un ser de
otra era entre los rumores de un barrio chato, aburrido, donde resultaba más
divertido presuponer que callar.
En una
oportunidad, mientras esperábamos ansiosas su paso, las vecinas la mencionaban
haciendo una especie de vaticinio histórico de la vieja, de su pasado, de su
destino vetusto:
-Ella tuvo una
infancia desgraciada, decía doña Blanca, la mamá de Sofía, era hija de padre
bebedor que golpeaba hasta a su propia madre en cada exceso etílico. La cargó
de hijos, no se cuántos, pero eran muchos.
-Si, eso me
dijeron, asentía doña Clorinda agregando detalles quién sabe si con fundamento;
además, continuó, estaba para casarse y el novio la plantó en la iglesia, la
pobre enloqueció.
Mi amiga y yo
íbamos recopilando datos que por supuesto la imaginación se encargaba de inflar
como masa con levadura.
-Además tuvo
otros amores, comentó doña Anita con la seguridad de un abogado carancho que
pretende imponer su tesis falsa, agregando unas gotas más a una especie de
alquimia barrial que pretendía dibujar un perfil al que nadie nunca tuvo
acceso.
-Dicen que
perdió un hijo, agregó doña Luisa persignándose, a lo que doña María sumó su
“Dios lo tenga en la gloria, pobrecito, dicen que era deforme”.
Doña Efigenia
siguió pasando muchos años con su marcha de madreselva herida; mientras
nosotras nos deteníamos en su mirada de ángel en exilio, dentro de las
posibilidades que brindaba al dar los buenos días tímidos, sin voz audible, con
un simple movimiento de su cabeza siempre cubierta por un pañuelo de colores
devorados por el sol y las lloviznas.
Lo que hoy
pienso cada vez que la recuerdo es que cargaba un estigma que no tuvo ni quiso
y aun así, de ser cierto lo que se decía de ella, fue capaz de carcomer el odio
irracional de la ira. Jamás tuvo un gesto irrespetuoso pese a tanto desprecio
que sin dudas podría percibir en el entorno.
A pesar de su
parquedad doña Efigenia fue capaz de desplegar alguna sonrisa efímera que no
tenía sentido, empalideciendo al sol, encandilándolo con ganas locas de
perseguir su día.
Hoy sigo
recordando a esa mujer opaca, imaginando que mientras sueña su sueño -tal vez y
por los años pasados, ya podría ser eterno, no sé-, habrá de andar susurrando
alguna frase encendida, inconexa, como quién murmurara en un oído tibio una
canción de amor para dormir al niño que decían.
Siento que tal
vez depositó su aliento, dio su vida, por esa mariposa que hizo nido en su
ombligo y quisiera decirte que si alguna vez, por esas cosas extrañas de la
pervivencia se cruzara por tu camino, ya vencida, observes dulcemente como
carga tormentos. La mujer era un canto de amor en esta vida, aunque fuera
lacónica, hirsuta, desteñida.
SÓLO ES REAL LA SED…
*
La piedra tenía
agua adentro.
¿Qué le diré a
mi hija
cuando pregunte
dónde ha caído?
¿Qué haré con
las manos
que resistieron
el trenzado de crines
pero se
doblaron al tirar la piedra?
Estoy en medio
de todos.
Que no me
equivoque ahora.
Estoy mirando
hacia arriba.
No escucho el
agua.
Quien la recoja
sabrá de lo que hablo.
Quien la recoja
hablará por mí.
El día que
lancé la piedra
le puse un
grito y un llamado.
*De Valeria
Pariso.
-Valeria
Pariso nació en 1970 en la provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de
poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina
esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de
la noche" (2015) Editorial El Mono Armado,
"Triza" (2017)
Editorial Detodoslosmares.
-Tiene inéditos
los libros "Uva negra" y "Mascarón de proa".
Varios de sus
poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
En el año 2014
crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía
contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad,
incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.
Coordina
talleres de poesía.
Sus blogs:
Espejismos*
Las ciudades,
las sierras,
los aviones,
los patos,
los parques y
ambulancias,
las luces, los
teléfonos,
los gatos, los
tranvías,
las alocadas
multitudes,
las carreteras
grises,
las farolas y
esquinas,
tus manos, los
bolígrafos,
el vuelo de los
pájaros
y el mar, el
mar, el mar...
Todo desaparece
tras la siguiente duna.
Sólo es real la
sed.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
La tristeza
siempre es en
pasado.
Es la bestia
que nos mordió
una vez,
cuando fuimos
inocentes.
Lo que duele es
la cicatriz,
el rastro de la
herida
quemando hasta
el hueso,
hasta la
certeza virgen de la felicidad.
Entonces,
¿quién puede
pronunciar
los nombres del
dolor?
¿Quién recuerda
esa fragilidad
de rama
quebrándose en
el aire?
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
RITO DE PASO *
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
I
Miro la
carretera. Desde hace varios minutos no pasan autos. Algunos matorrales
espinosos en las orillas. Bajo las botas, el asfalto, un caldero. Después de
caminar un rato el mundo se vuelve amarillo y el cuerpo, como vela, se consume.
No sé cuánto tiempo llevo caminando. En mi cabeza sólo hay fragmentos: la sombra
de un árbol, la tormenta de luz que evade las cortinas, los zapatos a un lado
de la cama. El alboroto del polvo alrededor de la casa. La hojarasca. Siento el
peso de mis manos. En la mañana las miré, pálidas y flacas. Las llevé a la luz.
Ahora cuelgan a los lados, como ramas secas. Ayer soñé que caminaba en la
carretera. Soñé que sus orillas estaban sembradas con perros muertos. Todos
amarillos, como flores. Miraba con interés los carcomidos huesos. Moscas
buscaban guaridas en ellos; las habilidosas hacían fiesta con sus aleteos. La
imagen de los esqueletos me despertó. Medio ahogado por el sudor me levanté de
la cama. La madrugada aún pesaba en el cuarto. Pensé que, en medio del llano,
la soledad me estaba cambiando. Como suave veneno. Como un secreto guardado
largo tiempo. Apenas amaneciera iría al pueblo.
Camino en la
incandescencia. A la distancia los árboles. Cuervos lustrosos de sol, en sus
ramas. Extiendo el brazo y mantengo el pulgar arriba. El gesto es sólo un
consuelo porque no pasan autos. Como en el sueño el camino es desierto y nada
hace ruido, ni los cuervos, ni las piedritas que el viento empuja por el llano.
En la carretera sólo fantasmas. Mi figura empecinada, hundida en el resplandor,
única habitante, entonces.
II
Una camioneta
se detiene. Un hombre gordo se asoma por la ventanilla. Sus ojos son como los
de los peces, cansados de mirar las mismas cosas. Las horas muertas, quizá. El
lento latido del tiempo.
—¿A dónde va?
—Al pueblo
El hombre
sonríe. El sol le baña los ojos. Por un instante me pierde de vista. Mueve
torpe la cabeza, ciego de sol. Busca entre incandescencias mi rostro. Al fin,
cuando me encuentra, me dice:
—Entre, parece
que está penando.
Subo a la
cabina. En la nariz un olor a quemado. Espero humo entre nosotros, densos
nubarrones. Sin embargo nada ocurre. Al hombre le brilla, como pavesa, la
calva. Densas gotas de sudor le brotan en ella. Se le derraman en las cejas.
Entreabre la boca. Imagino la desolación de los dientes, los afilados
colmillos.
—Puros
fantasmas en el pueblo ¿no? —me dice
—Me levanté con
ganas de ir —le confío.
—Nadie quiere
ir.
—A lo mejor hay
mujeres, algunos perros.
El hombre
suspira.
—Allá usted,
sólo tengo que informarle una cosa.
—Dígame.
—Antes del
pueblo, voy a una casa, ¿le importa?
III
El hombre se
aplaca con una mano los bigotes, mira sus uñas mientras maneja; también el
infinito, allá, en el borde de la carretera, desmoronándose entre los
matorrales. La camioneta rechina. Vibra el volante, la palanca de velocidades,
el cuarteado espejo. En la cabina baila el polvo. Un rosario golpea, como
obsesiva mosca, una y otra vez, los cristales. Nuestros ojos esperan nubes. Las
nubes, desde hace tiempo, malabares de la mente, trucos de magia para
inocentes. El hombre me dice:
—Ya mero
llegamos, no desespere.
—No se
preocupe, no tengo prisa.
Intento añadir
algo pero las palabras se me atoran en la boca. A veces las voces empeoran las
cosas. A veces sólo puedo mirar. Y el aire tibio llega a mi rostro y su mano
comedida me seca los labios. La mirada del hombre abandona el camino. Pone los
ojos a volar. Los lleva, leves, a sus ensoñaciones. En su rostro, de repente,
una sonrisa
—¿Qué opina?
—me dice el hombre sin mirarme.
—¿De qué?
—Del pueblo.
—No sé, hace
mucho tiempo que no voy
—Por eso
—insiste— ¿cómo lo imagina?
Las palabras
del hombre me molestan. Son como dardos en vuelo. Como aguijones. Miro el breve
espacio entre mis manos. También elevo los ojos pero no para recordar, sino
para evitar al hombre, sus gestos. Para borrarlos después de mi memoria.
—Recuerdo una
tienda de ropa, un viejo que empujaba un carrito de nieves, nada más —digo por
decir.
—Muy bien… algo
es algo —dice
—¿Es
importante?
—Uno nunca sabe.
La aguja del
velocímetro vibra. El hombre acelera. El sonido del motor nos llena los oídos.
Ráfagas de aire entran por las ventanas y nos brindan consuelo. El cuello de la
camisa blanca le vuela. Varios papeles, víctimas del soplido, aletean en la
cabina. Por el espejo lateral, el paisaje se distorsiona. Afuera la herrumbre.
El papelerío cunde en la cabina, aves espantadas tenemos. Pero el hombre no le
da importancia. Negado al mundo, como embelesado, con un gozo vivo en el
cuerpo. Y un silbido que tiembla en sus labios, coronando su silencio.
—Uno nunca sabe
—repite y mira el horizonte de la carretera.
IV
El hombre apaga
el motor. Frente a nosotros una casa de dos pisos. Alrededor de ella no hay
nada. La casa parece, en su abandono, la primera del mundo. Alrededor de ella
el polvo primigenio. Lo miro en las ventanas, en el quicio de la puerta. En el
patio cercano a la entrada una jaula, en el interior de ella un par de alegres
canarios. Los animalillos se columpian, picotean codiciosos el alpiste. El
hombre baja con dificultad de la camioneta. Camina como las bestias morosas,
impregnadas de sueño. Se acerca a la puerta. Voltea a la camioneta.
—No se quede
ahí, encerrado, entre al fresco— me dice.
Bajo de la
camioneta. Me acerco a la jaula. Los codiciosos dan pequeños saltos. Tocados
por el sol más amarillos, de oro, parecen. En el patio algunas plantas
insoladas y de nuevo el polvo, ahora en montoncitos, en el parabrisas.
El hombre saca
una llave. Entramos en la casa. Una amplia estancia, ventanas redondas como
claraboyas, paredes desnudas y encaladas. Velas en una mesa. Servilletas
dobladas, como barquitos navegando en la desolación. También en la mesa hay
monedas, fotografías sepia, las dispersas entrañas de un reloj. Las moscas
medran en el piso, en el ventilador del techo, en el resplandor de un
abandonado frutero. Al fondo, en una esquina, dos sillones de terciopelo rojo.
En los sillones, dos ancianas dominan la estancia, como parsimoniosos vigías.
Una es espejo de otra. También, como en los espejos, las cosas alrededor más
vivas parecen y se disponen iguales. Sus rostros navegan entre luces y
penumbra; parpadean casi al mismo tiempo.
—Tardaste en
llegar —le dicen ásperas, a una sola voz, al hombre.
El hombre
esboza un gesto de disculpa. Mira las puntas de sus zapatos. Me señala con un
dedo culposo.
—Lo encontré en
la orilla de la carretera —dice.
Las ancianas
aguzan la vista, me examinan con el veneno de sus ojos, en silencio. Sus ojos
se encaraman en mis piernas, en los muslos y en los brazos.
—Pase, no se
quede ahí, como niño regañado —me dice al fin una de ellas.
Las ventanas no
tienen cortinas y un manto de sol colma una parte de la estancia. Busco, por
instinto, una sombra. Quiero apagar el sol en mi piel, sacar la candente
estación del cuerpo. Ellas lo notan. Con las largas manos se abanican los
rostros. Las imagino viejos pájaros, batiendo las alas. Pero deshago la imagen
y más concentrado las recorro: las dos tienen vestidos pardos, terciopelo en
las mangas, puños de encaje. Cuchichean. Pero sus voces agrias, de malignas
hadas, se elevan. Hablan de mi origen, de la tarde que no avanza, de las cosas
que la soledad moldea. La única diferencia entre ellas son las canas: el
cabello de una completamente empolvado, el de la otra apenas las raíces.
—¿Y a usted
quién le procura sombra? —pregunta, al fin, la empolvada, después de la
conferencia. Inclina el rostro, abre un poco la boca, ávida de humedad, de
aire.
—A veces los
árboles —digo por decir.
—Los árboles
—murmura la de cabellos negros y sus labios parecen remover las palabras. Las
palabras de ella, maderos ardiendo, elevando inútiles chispas en el aire. Acuna
en el regazo el peso muerto de sus manos.
El hombre se
rasca la barriga. Las faldas de la camisa le vuelan, impulsadas por el viento.
El viento espanta a las moscas. De repente ya no hay más zumbidos, sólo las
sosegadas respiraciones de las ancianas. Alrededor de la casa también el
silencio, a veces roto por el soliloquio de los canarios. La empolvada me mira.
La otra tiene aún muertas las manos pero, a diferencia de antes, puedo ver
sobre ellas una constelación de venas, de abultados ríos.
—Qué
descorteses somos. Enseguida le traigo una cerveza —dice la empolvada
—Estoy bien, no
se preocupe —le digo, pero ella se levanta y enfila a un cuarto, al fondo de la
estancia. Miro sus pasos. Tan lentos son que alrededor de ellos innumerables
eventos suceden: un bostezo, un instante de luz, la inútil muerte de una mosca.
Bajo el andar se adivinan las puntiagudas, tristes caderas. Los magros pechos. La
otra mira a su compañera desaparecer en un cuarto. Mientras regresa nos
guardamos las palabras. Miramos, al mismo tiempo, el ventilador del techo. Las
aspas giran cada vez más lento. Densas aguas baten, en lugar de aire. El hombre
está fastidiado. Se espulga, como mico, los pocos pelos de la cabeza. Baja la
vista. Se toca los bigotes. Afuera, una nube se estanca en el cielo. Nuestros
cuerpos aprovechan la nube y beben más sombra. Del cuarto se escucha una lata
que cae. Después forcejeos, aleluyas, algunas maldiciones.
—Espero no
haber tardado mucho —dice la empolvada después de un rato. En una charola lleva
una botella alargada y ámbar. También un tarro. Me siento en una silla, ella
arrima una mesa plegable.
Miro la cerveza
oscura. Me asomo a un pozo. Empino el tarro. A través del cristal se vuelve de
agua el mundo. También las ancianas. Mientras bebo del tarro, a través del
reflejo, juguetonas niñas me parecen. El ventilador completa una última vuelta
y se detiene. El aire se adensa en la estancia. Como licor dejado en libertad.
Y pesan más los párpados y los ojos.
—Qué
contrariedad —murmura la de cabellos negros
—A veces falla
la electricidad—completa la empolvada
—Pero la luz, a
esta hora, no hace falta. Sólo envilece las cosas —retoma la primera.
—En realidad,
si tienes buenos ojos, no sirve para nada —concluye la otra.
La cerveza
pulsa en mi garganta. La casa parece entumida en su silencio. Dejo el tarro en
la mesa plegable. Pero entrampado en sus reflejos busco brillos en todas
partes: en los restos del reloj, en la armadura verde de las moscas. También
busco en la empolvada y me doy cuenta, desde que entré a la casa, que sus
labios, de alguna forma, son hermosos.
Pienso en las
ancianas, olvidadas del mundo, alejadas de Dios. Aunque a veces Dios se
acuerda de ellas y enciende sus locas palabras. No puedo seguir aquí. Necesito
irme porque se hace tarde y el pueblo y el sueño que tuve y su perorata que me
encandila. Pero ellas retoman su intercambio:
—Las nubes
anuncian la muerte.
—A la muerte
hay que sacarle la vuelta. Por eso tenemos limpio el cielo.
—Aunque también
funcionan los canarios.
—Pero la muerte
siempre acomete, siempre vigila.
—O se va
volando.
—Yo voy al
pueblo —interrumpo.
—No desespere,
hay tiempo para todo, hasta para el pueblo — dice la empolvada. Las arrugas
merman sus ojos, le cansan los párpados. Los aretes de perlas tienen un leve
movimiento, como el ámbito de la boca, de la lengua que involuntariamente le
imagino.
—¿Qué sabe del
pueblo? —me pregunta.
—El pueblo está
allá, al final de la carretera— le digo y señalo, sin pensar, las ventanas.
La de cabellos
negros se levanta de la silla.
—Déjeme mirarlo
más de cerca —dice.
Percibo sus
pasos. Su perfume me remite al olor de las cartas guardadas, el de una alacena
que de pronto se abre. En la aproximación brilla una melladita en su pecho. La
torturada imagen de un santo. El santo de los extraviados, de los difuntos, de
los locos, pienso.
La anciana me
toca la cara, recorre con sus dedos mis rasgos, los dibuja de nuevo con
lentitud: la nariz, los labios, los pómulos. Sus dedos tiemblan y abandonan. La
curiosa lleva los dedos a su rostro. Y sus labios parecen más jóvenes y toda
ella, por un instante, reverdece.
—Es más joven
que los otros —le dice a la otra.
—Hubo un año en
que fueron puros viejos, apenas podían andar, allá, en el llano — recuerda la
empolvada.
—¿Cuáles
viejos? —pregunto. El miedo ensaya en mi cabeza su locura. Y el golpe de sangre
en los nervios. Todo eso me delata. La empolvada lo comprende y hace más dulce
la voz, para apaciguarme, para apagar mi fuego.
—Los otros, los
locos, no usted —dice, la apacible.
— ¿Cuáles
otros? —insisto.
—No le haga
caso —dice la otra— desvaría.
—El desvarío es
necesario a veces —corrige, la ofendida.
Las imagino
asomadas en la ventana, mirando a una parvada de viejos romper lentamente en la
noche, en la carretera. Las imagino solazadas con sus visiones. Sus risas
secretas. Hechas de polvo, de cortinas viejas, ellas, las ruinosas, entre
baúles infestados de recuerdos, como los viejos que renquean, que posan sus
miradas, como palomas, en el horizonte.
La de cabellos
negros, con un carraspeo, termina mis imaginaciones. De repente, alumbrada por
una sentencia, una raíz escondida, me dice:
— ¡Pero
hombre!, el pueblo no existe.
— ¿Y qué hay,
entonces?
— No hay nada,
mire.
Nos acercamos a
una ventana. Echamos un vistazo. Allá, lejos, las jorobas de unos cerros. Los
cerros y la tarde que se derrama entre ellos, en los apretujados rebaños. El
polvo asentado por la mano quieta del viento. Los interminables postes de luz.
A la derecha, el trazo inmóvil de la carretera. En el patio sólo los luminosos
canarios, su alboroto.
La de cabellos
negros me toca el hombro. Siento en el cuerpo sus dedos nevados. El alma de
ella, la de todos, humo elevándose en la tarde. Sus ojos, tenaces, me miran por
dentro.
—No hay nada
—me repite, con voz queda, susurrante, en el oído.
Doy un paso
para alejarme. Pero su voz sigue ahí, dejando ecos, como atrapada en un
laberinto, bajo una superficie de agua.
—Bueno, tengo
que irme —les digo.
—Espere, yo lo
llevo — dice el hombre.
Por un instante
dudo en aceptar. Pero el gesto ensombrecido del hombre, las manos que hunden su
nerviosismo en los bolsillos de los pantalones, me hablan de una posible
traición, el toque final de una elaborada trampa.
—No se
preocupe, es sólo un trecho más—miento.
—Si no hay más
remedio— replica el hombre con sorna.
—Lo acompañamos
a la puerta —dicen los tres, a una sola voz, como niños cantores.
Camino hacia la
entrada. Los celosos guardias me siguen. Adivino sus pasos y sus miradas
oscuras; también vigías, sus respiraciones. De pronto creo escuchar una risa
fugaz, un relámpago. Volteo pero los tres están muy serios, los rostros como
frutas amargas, oscilantes en la sombra.
Les doy las
gracias y me despido. Los miro alinearse muy correctos, en el quicio de la
puerta, como figuras de juguete.
Comienzo a
caminar.
La carretera se
interna hacia el norte, infinita. A lo lejos, como un minúsculo milagro, el
limo del horizonte. A mis espaldas la empolvada conversa a chiflidos con los
canarios. La otra, ensimismada, los ojos vacíos en el cielo, como los aburridos
de las despedidas, en los muelles. Del hombre, después de un trecho, sólo le
vislumbro las abultadas carnes.
V
Camino por la
carretera. El asfalto ya no arde. El sol hundido, lentamente, en el
horizonte. Mientras cae dispersa su última lumbre. Después de un rato
pierdo la noción del tiempo. Los minutos se desgranan; los segundos. A veces
suenan los insectos. A veces, esculpidos en el silencio, se presienten. Busco
una señal del pueblo, algún anuncio. En poco tiempo oscurecerá. Pronto la luna,
su redonda cabeza, sus locas bocanadas. Entonces la carretera apagará su fuego
y ya no habrá hervor en las piedras, ni en el aire. Miro a la izquierda, junto
a un poste, un perro muerto, medio devorado por el tiempo; amarillo, como en el
sueño. Sigo caminado. A lo lejos se vislumbra una construcción. Tengo
esperanza. Tal vez sea el primer indicio del pueblo. Como la luna, en mi
cuerpo, las locas bocanadas. En mi corazón también. Camino más rápido. Casi
corro. El alboroto en los nervios. Como si renovados bríos estuvieran en ellos.
Me detengo. Llevo las manos al cielo. Frente a mí, a corta distancia, una casa
desolada. En el patio, adormecidos, los canarios. Una luz se prende.
*Alejandro Badillo.
(Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP),
Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y
exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
Tiempo fugitivo*
Todo va
quedando atrás.
La casa que mis
ojos ya no vislumbran.
La calle que se
perdió en un atardecer.
El suburbio que
se extravío en el tiempo.
También la
tormenta aquella,
en las formas
de las nubes que aún recuerdo,
que cambió el
sentido de mis pensamientos,
dando
horizontes nuevos a mis catorce años.
El silencio de
aquel amigo.
El egoísmo
vacío que lo alejo de mis versos.
Esa sorpresa
peregrina de un abrazo sincero,
por las calles
húmedas y frías del Barrio Sur.
La vieja ciudad
aquella.
Sobre las
barrancas y con su enorme parque.
Las glorietas
florecidas y las fuentes griegas
los hermosos
senderos perdidos en el verde.
La piel de una
mujer.
Que la llama de
mi primer incendio sustentó
y que como
todas las hogueras de mi mundo
poco a poco se
fue diluyendo en mis poemas.
Y los surcos
desprolijos que horadan la piel.
Y los verbos
terribles de los amores sin sentido.
Y las caricias
que cambian de color por las mañanas.
Y la agonía de
los domingos impares por la tarde.
Muchas cosas
irán quedando atrás.
Y toda casa
siempre tiene puertas que se cierran,
voy desandando
una calle céntrica para no verlas.
dando cuerda a
un reloj que escapa de mis manos.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
- 2016 -
BEDUINOS*
El desierto se
presentaba delante de ellos como un mar de arenas sin fin y a pesar de ir
dejando atrás una duna tras otra, la aparición de otras de igual apariencia les
hacía tener la sensación de que no avanzaban en su huida.
No se
arrepentían de su decisión y el amor que les había lanzado a marcharse de sus
respectivas tribus les daba fuerzas para seguir. Su amor estaba por encima de
las rencillas, los odios y las continuas peleas que durante décadas habían
enfrentado las dos familias.
Sólo la
casualidad hizo que se conocieran y gracias es ella se había fraguado aquel
amor que les llevó a resolución de huir y formar su propia familia lejos del
pasado.
Al cabo de
muchas jornadas llegaron a un oasis pequeño y escondido detrás de unas
formaciones rocosas de escasa altura, pero que mantenían el lugar lejos de las
miradas de circunstanciales trashumantes por lo que decidieron establecerse
allí.
Con el curso de
los años, tuvieron dos hijos, consiguieron cultivar la tierra y tener algunos
animales pudiendo con todo ello vivir una vida tranquila, feliz y en paz.
Una mañana
despertaron sorprendidos al ver que el oasis había desaparecido, sus dos hijos
no estaban y el huerto y los animales se habían esfumado. Sentados sobre la
arena caliente con los primeros rayos del sol de la mañana, se miraron a los
ojos y comprendieron, con desesperación, que habían vivido todos aquellos años
en un espejismo.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
Barcelona
*
La noche es
ancha y honda
como el río.
La ejecución
perfecta
de la brazada
sobre el agua
me acerca a la
otra orilla.
El músculo en
tensión
me pertenece.
Una vez, y otra
más.
Y siempre otra.
Y no pensar en
nada
más que en la
herida simétrica
del cuerpo
al dividir las
aguas.
Que la noche
estalle sobre
el mundo.
Que los pájaros
huyan hacia el
monte,
que las
pequeñas bestias
se escondan en
sus cuevas.
Yo nado a
ciegas
entre el agua y
la noche,
yo,
esta pequeña
oscuridad
que busca
orillas.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
*
Somos hijos del
caos: aunque tengamos voluntad, el orden jamás podrá pertenecernos. Hasta el
arte con sus simetrías muestra los agujeros del mundo. O tal vez es el que más
nos habla de los vacíos que se esconden en la perfección.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Feria*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Poco antes de
mediodía, Mariano bajó del tren.
Siguiendo una
vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en
el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la
abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como
buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun
así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar
en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca
lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de
pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién
sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó
en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre
las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de
la corbata que nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya
estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una
gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano
rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la
Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció
de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que traía para
invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano
llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un
anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su legítimo dueño.
Cuando salió de
la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de
automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando
acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección
al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco
manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la
desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano
de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le
parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico
hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a
gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que
podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que
llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..."
pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba
formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo
suficiente para comer algo.
Luego, por la
tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar
nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a
algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros
pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores
del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las
innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas
mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió
en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados,
tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de
que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del
comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de
semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.
Al entrar en la
habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó,
perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba
las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener
que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él
era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían
los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las
partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que
aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche
tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí,
entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en
otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron
definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.
Tras la cena,
escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó
al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de
siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió
una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él
las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de
vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra
ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo,
una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven
de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a
mirarle fijamente.
—¿No vas a
invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.
—Me gustaría
mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa
que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.
—Las dos sois
muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.
Algo pareció
agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que
volvió a hablar.
—¿Quién es?
¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por
favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de
su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la
barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le
dicen "Visi".
Un repentino
silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la
camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para
respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las
últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el
entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a
otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar
la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un
hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La
"Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y
no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...
No pudo seguir
hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.
Las otras
también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como
ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte,
apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su
pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente
le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia
sucedida.
Se recordó
veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación
Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo.
Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de
todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese
modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo,
en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la
tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones
hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi".
Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se
pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin
a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos
sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y
los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de
la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó
de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar,
por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de
Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el
saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el
bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un
pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la
oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro
lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su
amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.
El pueblo
entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura,
hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y
un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo
antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse
de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso
ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por
causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo
contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su
vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo
que decir al extranjero.
La vida en el
pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus
más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso
fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de
vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos
y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible paradero
de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes
venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido
principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.
El tiempo fue
pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas
cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del
alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A
partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su
padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le
convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su
afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la necesidad
de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A pesar de la
inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese viaje era
peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar los aperos
y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.
Mientras
apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica
morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole,
como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se
posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente
impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese
momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba sobre
la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores momentos. No
se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de seducir por el
simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no era más que la
mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las tinieblas a un
hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo, sin siquiera
sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la vida a Thomas
de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no había ningún
intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió siendo nada
más que una prostituta, linda y voluptuosa.
El
descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola
visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los
almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de
familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años
había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico,
a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese
estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que
presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído
tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera
vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas
máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que
jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al
explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más
tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los
folletos para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había
estado viendo durante todo el fin de semana).
Durante la
mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes
repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y
un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a
los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo
disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma,
sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas
y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables
avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y
glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De
ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había
hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después
de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto
banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de
los bares que aún permanecían abiertos.
¿Cómo no
evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus
recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su
mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a
Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los
clientes.
Un camarero le
había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y
una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo
por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el
fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al
desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un
rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los
ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que
reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca
sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas
exclamaciones y ruidosas carcajadas.
Habían pasado
siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus
ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces
eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron
deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran
podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles
con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados.
Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto,
la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar"
musitó.
El cambio de
expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar?
¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al
final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la
verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa
reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local,
donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita
para el día siguiente.
Pero ése fue un
ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo.
Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó
asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo
unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño.
Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a
estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió
otra. Al menos el anís era bueno.
En ese momento,
al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una
escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de
una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle
allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y
se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás
haciendo aquí?
—Sólo quiero
estar contigo —respondió él humildemente.
—Deberías irte.
Aquí no hay nada bueno para ti.
—Estás tú.
Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser
de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.
Increíblemente,
a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor,
volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo:
"Llévame a tu hotel".
Los detalles de
ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció
que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor
físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada
que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).
Mariano
regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al
velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora
tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo.
Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir,
siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces,
sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres
días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas
partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de
algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría
desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la
vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran
comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para
preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la
amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras,
con idéntica resignación, los viajes de Mariano.
También la
"Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una
transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además,
había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al
año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño
remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia
ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la
última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce
años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada
otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el
infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero
siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y
no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca
dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que
había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible
evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser
iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y
acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más
extrañas.
Y ahora, la
"Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él
pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz
que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para
siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los
años en las calles de la Ciudad.
Se percató de
que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan
importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que
lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen
por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas
y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó.
Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa;
sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en
brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante
brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a
otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior,
el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral
por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches
vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas
partidas de cartas, al lecho frío.
Al día
siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las
sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó,
hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación,
sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al
otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras
le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente,
seguía.
Pero he aquí
que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había
permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre
cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre,
extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión diferente.
La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho del viajero,
una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.
Ignoramos el
texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente
y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la
ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su
equipaje y se apea en la primera estación.
Más tarde
tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente,
pertenece.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland- &
-Ferrocarril C.G.B.A-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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