jueves, septiembre 27, 2018

DE UN ARCANO LABERINTO DE AGUA…



*Foto de Karina Macció.











La nube*



*Por Tomás Downey.



Al principio no era más que una madeja deshilachada, blanca y traslúcida, colgando inmóvil del cielo como un dibujo. El año recién empezaba y todos estábamos entusiasmados. Martín arrancaba primer grado y Clarita cuarto. Pía había superado la peor etapa y hacía meses que no le agarraban los ataques de inquietud. Éramos felices.
Con los días, la nube fue espesándose y tomando un tinte grisáceo. Pasada la primer semana ocupaba el cielo de punta a punta, se cerraba sólida sobre el horizonte.
En casa esperábamos la lluvia. Nos sentábamos bajo el toldo del patio porque ya venía, estaba por caer, y mirábamos el pedazo de cielo negro que se recortaba en la línea del edificio vecino. Martín y Clara jugaban con los caracoles que salían de a docenas del cantero. Pía los miraba sonriendo y yo pensaba que sí, que teníamos una linda familia.
El calor fue subiendo despacio, desapercibido. Se lo toleraba porque bajaría en cualquier momento, cuando lloviese. Las ramas de los árboles caían pesadas hacia abajo. El aire se estancaba, quieto y pegajoso. Las habitaciones de la casa se impregnaron de un olor ácido, como a cartón mojado. Las paredes y los pisos se cubrieron de gotitas, todo transpiraba. Los muebles empezaron a hincharse y se llenaron de babosas que se alimentaban de la madera húmeda.
Pía, al ritmo del calor, empezó a ponerse rara de nuevo. La energía parecía sobrarle, la desbordaba. Se quedaba hablando hasta muy tarde de lo linda que era la bruma, de lo misterioso que se había vuelto todo de repente.
La nube crecía hacia abajo, se volvía espumosa. Y desde el cemento húmedo subía la niebla. Uno de esos días saltó el primer trozo de parquet. Se elevó en el aire con un chasquido y cayó sobre la mesa mientras cenábamos. Pía largó un grito que parecía venir desde muy adentro, imposible de atajar. Después nos miró y estalló en una carcajada nerviosa. Mandé a Martín y a Clarita a acostarse y me quedé calmándola.
La llevé a la cama y me acosté con ella. Las sábanas se me pegaban a la espalda y no había forma de estar cómodo. La escuché hablar de fantasmas, contaba historias de su niñez en el campo, de cómo los muertos salían al amanecer mimetizados con la niebla. Hablaba como si los viera. O como si ellos estuviesen ahí, mirándonos a nosotros. Cuando se quedó dormida me levanté, estaba desvelado. Quise fumar un cigarrillo, pero ningún encendedor funcionaba y los fósforos se descabezaban sin encenderse. Los faroles de calle, bajo los halos de bruma, emitían una luz débil.
Los hongos lo cubrieron todo; una pelusa blanca omnipresente, sobre los pisos, los techos, los muebles. Una mañana, Martín resbaló y se dislocó el codo. El auto no arrancaba, el tambor se había oxidado y no podía hacer girar la llave. Subimos a un taxi que casi choca dos veces. No se veía absolutamente nada. Los autos aparecían de golpe, a centímetros. Yo llevaba a Martín a upa y a Clara sentada al lado; más allá, junto a la otra ventana, Pía colapsaba con la mirada perdida.
Dentro del hospital parecía de noche. Los médicos caminaban por los pasillos oscuros arrastrando los pies, como sonámbulos en bata. La sala de espera, enorme, parecía un baño de vapor. Se escuchaban murmullos apagados, toses, llantos. Había sombras que pasaban y desaparecían al alejarse.
Tardaron una hora en atender a Martín. Le acomodaron el hueso y le pusieron un cabestrillo. Pero la inflamación no bajaba y unos días después le aumentaron los analgésicos. La dosis era muy fuerte, le arruinaba el estómago y lo hacía dormir todo el día.
Pía no podía quedarse quieta. Iba por la casa tarareando melodías. A veces se quedaba en silencio, escondida en la nube. Yo la buscaba sin poder encontrarla, hasta que de repente aparecía, su cara saliendo de entre la niebla, la garganta rugiendo. Después la risa, esa risa, que de nuevo se perdía en algún rincón.
Instalé a Martín en nuestra cama. Nuestra habitación era la más ventilada de la casa, el aire en el cuarto de los chicos era irrespirable. Clarita empezó a ayudarme con los quehaceres. Un día me acompañó al supermercado. Colas eternas, discusiones. Todos querían llevar más del cupo permitido. Al pagar había que sacar los billetes con cuidado, uno a uno, e ir depositándolos en la mano de la cajera para que no se deshicieran. Fueron dos horas de caminata, entre la ida y la vuelta. Las calles parecían desiertas y el cuerpo nos pesaba como madera húmeda. Conseguimos unas pocas latas de conserva oxidadas.
Las babosas y los caracoles ya eran plaga, estaban por todos lados. Caían del techo, nos subían por las piernas. Tratábamos de hacer barreras con sal, pero la poca que teníamos era una pasta que se adhería a nuestras manos. Clarita se ocupó de barrer los bichos hacia afuera hasta que empezó con los ahogos. El aire estaba cargado de esporas que te cerraban la garganta. La instalé en mi cama, con Martín. Por más que intentara acomodarlos quedaban en poses inverosímiles, como muñecos rotos. Cada vez que inhalaban, les subía desde del pecho un silbido sucio.
Pía perfeccionó sus escondites y ya no la encontré. Desde algún rincón, tarareaba en voz baja de la mañana a la noche.
La primera llaga la encontré en mi dedo índice. La piel se abrió dejando entrever unos hilos de carne rojizos. No sangraba, apenas supuraba un líquido aguachento. Me desnudé. Tenía el cuerpo repleto de pequeñas aberturas. Úlceras con labios tirantes, abiertos hacia afuera. No dolían, picaban. Revisé a los chicos y estaban igual. Los cuerpos casi inmóviles, hinchados y cubiertos de heridas.
Preparé una comida que no pudieron tragar. Tenían las mandíbulas duras. Cuando les acercaba el tenedor a la boca emitían un estertor ahogado, rechazándome.
Me moví por la casa. La voz de Pía parecía venir de todos lados, como si se hubiera vuelto parte de la nube. Salí a la calle y traté de gritar, pero no tenía aire. Y tampoco sabía qué decir, o a quién decírselo.
Volví como pude y me acosté con los chicos. Estaba demasiado cansado, decidido a no levantarme más. No sé cuántas horas pasaron, si dos o veinte. El día se diferenciaba de la noche por un brillo débil que apenas llegaba hasta la ventana. Creí que me ahogaba y apreté las manos, cerré los puños sobre las sábanas. Vi manchas de color que explotaban en la oscuridad y sentí un murmullo en los oídos, como una interferencia.
Supuse que morir era eso: una confusión creciente, un ruido molesto que alcanza un clímax y se apaga de golpe. Pero no. Estaba lloviendo.




*Tomás Downey. Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1984. Es guionista y escritor. En el 2013 obtuvo el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos, Acá el tiempo es otra cosa, que en el 2016 fue finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. En el 2017 publicó su segundo libro de cuentos, El lugar donde mueren los pájaros.

-Cuento incluido en Acá el tiempo es otra cosa. © Interzona, 2015.
Todos los derechos reservados.









DE UN ARCANO LABERINTO DE AGUA…










ARRIBO*



Venía con diez jazmines en la mano.

¿Adonde vas?

-Toda la sequía del mundo en mi mirada-

Al mar. Me espera el mar. El mar irremediable.

¿Cómo lo sabes?

-Páramo salobre en mis entrañas-

Una sombra ha cruzado los cardales.

Me espera una geometría de cosas y de nombres.


Vuelve en marejadas.

Patria misteriosa de los hondos secretos.


Una hembra latiendo en maduro fruto.

Un macho con corceles negros en los ojos.

Una alondra y un toro.

Gritos de cobre. De violeta. De clavel ausente.

Una pradera quieta y un halcón.

El niño duerme, envuelto en pañales de viento.

Laberintos. Estrellas. Delfines. Arrecifes.


Huésped de un arcano laberinto de agua.

Arribo.

Puerto de mar o páramo.

Puerto que florece en algas y cardales.

Puerto de un enero de amor.


Un hombre con los brazos extendidos.

Una mujer con diez jazmines en la mano.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com















EL DEBER HUMANO*



La lucha contra la adversidad era la clave. La lucha contra un destino amenazador, el destino como la tormenta que se desatará, que romperá las amarras y devastará la pobre humanidad o el pobre ser sacudido por los inclementes vientos de los años, de la lejanía, de la tristeza. El destino que se ensaña quitando la vista a Borges (eso será mucho después, pero qué es una década o un siglo para la historia), el destino que se ensañó con Beethoven desprendiendo de su ser esencialmente musical la valiosa y magnífica capacidad de escuchar el goteo de la lluvia, una puerta que se queja, los acordes monolíticos de una sinfonía.
Es el deber del ser humano la lucha contra la adversidad. Frase remanida, que no es espectacular por la formulación ni por la novedad, pero que con el contexto de haber sido expresada por Beethoven tiene una fuerza y un impacto que estremece.
Y luchó Beethoven contra la adversidad, contra el destino que en la quinta sinfonía se expresa para siempre en notas musicales, en una sola frase que se repite y muta pero que se alza como un monumento de piedra en la llanura destemplada. Lloraron los oyentes en su momento, nos emocionamos hoy cuando nos golpea ese bloque de música que forma la orquesta a pleno, y esa queja de un único instrumento solo que implora allá en las alturas, único como la plegaria de un inocente.
Ese pa ra pa páaan reconocible y trágico, tres notas cortas y una larga. La “V” en el código morse, la “V” de la victoria final aún cuando la muerte cierre y clausure. La victoria de haber presentado batalla como sea y contra poderosos ejércitos. Es la victoria de la lucha en sí, sin importar los resultados. La victoria del hombre de pie aunque sea al fin la caída, que no somos inmortales pero la victoria está en la resistencia.
Se había comprado o mandado hacer Beethoven todo lo que el ingenio de la época permitía para amplificar esas ondas elusivas que ya no formaban sonido en su cabeza. Trompetillas, cuernos, hasta una pesadilla de hierro que parecía salida de los sueños enfermizos de los inquisidores; un collar con largas varillas que se introducían en el piano. Vanos intentos. A los treinta años el ejecutante estaba completamente, fatalmente sordo. Y fue después que escribió cada una de sus sinfonías, sordo ya, trabajando con las coloraturas de los instrumentos de memoria, armando acordes poderosos con matemáticas e imaginación. Construyendo catedrales y recintos dibujados a contraluz y con trazos vigorosos. Luchando contra la adversidad, porque lo dijo y lo hizo, era su deber humano luchar contra la adversidad.
Y antes del pa ra pa páaan una aspiración, un silencio. Importante silencio de hache muda delante de la palabra. Impulso que eleva la fuerza y hace que la frase suba. Tomar aire antes del esfuerzo, echar hacia atrás el brazo en tensión para que la flecha llegue hasta ese blanco lejano. Tanto importa la hache, tanto hace un silencio, el vano con la misma contundencia espacial que la pared contundente. La muerte dando sentido a la vida por simple presencia invisible. Esas sutilezas que no se comprenden hasta que nos las explican, pero que sin embargo se pueden presentir en la emoción.
Nos hablan siempre de un hombre colérico de cabello despeinado. Se reducen finalmente los seres a una caricatura vacía. Debiésemos poner el relato en cosas más importantes, como su pasión que como toda pasión es desmedida y arrasa con árboles y edificaciones. Destruye y crea. Beethoven guiando a una orquesta que no escuchaba, nueve horas guiando la orquesta y cantando y gritando mientras los espectadores comían o charlaban, en esas maratones en las que un compositor presentaba su obra y que se llamaban academias. Lo imagino feliz, lo imagino por fin vivo y no como ese busto inmortal (esas inmortalidades de museo, de cámara funeraria, de olvido), ese busto inmortal y ajeno que no es Beethoven sino un pedazo de yeso o acaso mármol o bronce, materia que jamás fue viviente de vida humana, sueño y carne y espíritu desbordado.
Es deber humano luchar contra la adversidad, dijo Beethoven, vivo y viviente y tenaz. Quizás la única forma de construir obras justificadas, poderosas y bellas sea esa batalla desesperada contra la propia imposibilidad. Desde aquí se ve el inmenso edificio, y no notamos, ya, la labor del artesano, las huellas arduas de los cinceles sobre la piedra.
Será por eso que la quinta sinfonía fue la obra seleccionada para representar el sonido de lo humano, cuando se envió un mensaje al espacio. Qué temblor en la yema de los dedos, qué magnífico vacío en las entrañas pensar en esa frase musical resonando allá en medio de la negrura y las infinitas estrellas, viajando por el universo anónimo y llevando el mensaje de la humana esperanza de poder dar lucha al firmamento inabarcable.




*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

























CÁPSULA*



*De Angie Pagnotta. angie.pagnotta87@gmail.com




Mañana podemos morir y dejar de ser lo que hacemos.
Dejar de hacer, dejar de sentir ¿te imaginas?
Dejar de tocar tus manos, de besarte, de lamerte, de morderte.
Dejar que, como si el tiempo nos hubiera calcinado, no estemos más enlazados,
hambrientos, sedientos.

No quiero morir sin tu beso,
sin tu fiebre,
sin todo el calor que me das cuando te veo,
cuando te siento,
cuando, por un segundo, pienso en tu voz en mi cuello,
mutando en pequeños espasmos que se avecinan a mis manos,
que se aproximan a mi piel,
que se anudan, tal vez, en mis relieves.

No quiero morir sin desnudarte,
sin posar mi lengua por cada centímetro,
por cada milímetro de piel que me dejes roer.

No quiero morir sin que me desarmes de nuevo,
sin que me alejes del tiempo real donde estamos parados,
sin los suspiros al viento,
sin el abrazo por la espalda,
sin beber la miel de tu cuerpo.

Mañana podemos morir y no voy a hacer lo que no dejamos que sea.




-ANGIE PAGNOTTA es escritora y periodista. En 2012 fundó Revista Kundra –literatura aleatoria– y el portal de arte y cultura Baires Digital. Tiene una columna literaria en el programa de radio Cuentos Criollos donde recomienda autores y libros. Trabaja como periodista en medios de Argentina y Europa, escribiendo crónicas de viajes, entrevistas, perfiles y notas del ámbito cultural y artístico. Sus libros publicados son «Memoria de lo posible» (2017, Peces de Ciudad) y «Los desiertos efímeros» (2018, Peces de Ciudad). Escribió el libro de cuentos «Un segundo antes» y la novela «Nada que no quieras», ambos materiales inéditos. Conduce Nunca se sabe junto a Tommy Tow, programa de radio emitido por La Desterrada. Es Co-Fundadora de ENGRAMM, una plataforma cultural y artística que une Buenos Aires y Berlín. Su blog literario es http://matesliterarios.blogspot.com/















Siofn*



El hombre lee su informe por última vez:
"He observado que hacemos el amor en la esperable indiferencia con la que un empleado administrativo lee, firma y sella un expediente. Para el cual lo verdaderamente importante es el control. Que el expediente este en el estante correcto, disponible para cuando sea necesario otra firma, otro sello, pasarlo a otro estante con cierta indiferencia como si fuera a un nuevo abandono. (....)"
"Después de haber pasado varias veces por el planeta Siofn los seres tienen una vida sin pasión. Los supera saber que su nuevo cuerpo tiene fecha de vencimiento; ya no sienten estar en una vida verdadera con peligros y desafíos, incertidumbres, frustraciones.... se limitan a administrar su tiempo en redes psicofísicas a las que confirman su pertenencia con gestos tan automáticos, tan naturalizados en su inconsciencia (...)"
Por eso el hombre ruega que lo transfieran a un planeta de "sangre caliente" donde la vida merezca ser vivida. Donde pueda sentir de nuevo -como aquella remota vez- que cada instante es un principio y un final.



*De Eduardo Francisco Coiro.












*


Digo
que tu cuerpo
es como un río
en el que me hundo
y me hundo
sin remedio,
pero no.
Tu cuerpo
es como un árbol prodigioso
al que trepo
con manos de verano
en busca de otro cielo,
de otro fruto.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












LA BÚSQUEDA DE LÁGRIMAS SECAS.*



Leo la novela negra
para saber
cómo muere
el personaje
que atormentado
duda si es hombre
o pájaro
y se cortó las alas
usando un pedazo
de lágrima seca,
y por la costumbre
de honrar
el apego humano
al capricho
de la tragedia
sobre
otro final, crea
otra oportunidad
para que emprenda
el vuelo
disolviéndose
en la ambigüedad
las líneas.


*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es













HEMORRAGIAS*

a mi querido cumpa, Julián Bastías



Con menstruación permanente
dibujaba todo el espacio
de las torturas

¿Pensaba
que la vida
se esfumaría así, rápidamente?

El cabo cuando me llevaba al baño
se paró y me gritó:
-¿Es posible que usted sea la Sra. de Hinrichsen?

Pude haberle respondido
-Sí, mi cabo.
Pero callé.

Al orinar, la sangre
se arrebató en borbotones
y le ensució las botas.

-Conteste,
hija de puta,
aulló entonces

Y fue su culpa
por no dejarme a solas.
Mi vómito le ensangrentó el bigote.


*De Marta Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
-octubre 1973-2011-



-Marta Raquel Zabaleta nació en Alcorta, Argentina, en 1937; fue expulsada de Chile en 1973 y de Argentina en 1976. Desde entonces  vive en el exilio en el Reino Unido. Es madre de Tomás Alejo y de Yanina Andrea Hinrichsen. Es economista y cientista social, escritora y poeta. Como tal, y/o como mujer, figura desde 1992 en aproximadamente 50 biografías de Who’s Who, de EEUU y Europa. Coordina, entre otras cosas, desde hace años una red internacional ‘Mujeres y Palabras en el Mundo’.













LOS MUROS Y LA MEMORIA*



El sueño era en la casa, en ese lugar donde ocurre lo nocturno.
Siempre el escenario de la cocina rectangular, el patio de baldosas rojas, la puerta despintada de hierro con esos vidrios traslúcidos que prefiguran la inmanencia de lo informe. Y la mesa que ya no existe pero que perdura allí donde las cosas perduran, entremezclándose la infancia con las nebulosas impresiones superpuestas. Las sillas pesadas, la banderola que no llega a ser ojo abierto hacia el cielo de afuera sino cárcel. Y por qué lo atroz y no los gorriones sobre los cables. Por qué cada vez lo maligno.
Quizás el lugar no pueda desprenderse del frío constante de las habitaciones, de la pintura gris de las paredes, de los zócalos negros, de las baldosas graníticas fijadas en su dura geometría de aristas. Es que la casa es la casa de los velatorios, de las muertes, la casa de largo pasillo sin aberturas, tan propenso a la pervivencia de los espectros. No puede pensarse un pasillo como ese sin saber que es invitación al fantasma. Es la casa de la Nita que se consumió de a poco, cuando el cáncer era una enfermedad vergonzante, la casa de las locuras y las alucinaciones. La casa de los placares con monstruos y las cajas de cartón llenas de plumas.
Cuando la sacaron a la Nita hubo que parar el cajón para que saliera por el pasillo, dicen. Y la imagen se fijó a los cielorrasos, a los marcos de madera que conservan las muescas de uñas y marcas de dientes. La casa del suicidio, la casa donde hubo aljibe con espectro silbador, un espectro que dejaba oír su agudo silbido cuando había que pasar patios y traspatios para llegar al excusado. Ya entonces, cuando la casa primera, ya entonces la nube y el ocaso, las zarzas sofocando a los malvones.
El sueño era en la casa. Claro. Cada vez que la ansiedad ataca por la madrugada, el sueño es en la casa.
Algo debe de haber. Quizás sea que los aborígenes también dejaron la muerte bajo los cimientos. Hay un antiguo cementerio muy cercano. Quizás la infelicidad de una familia que se deslía en horizontes de gentes que perdieron la razón, quizás la ciudad misma, acechada por el río que reclama su territorio, quién sabe. Pero algo debe de haber para que la casa funcione de escenario para las pesadillas, y aparezca de vez en vez, igual a si misma, nítida y agónica.
Imagen bella la de las yeguas de la noche, las nightmares de los ingleses que llegan cabalgando desenfrenadas por los cielos obscuros. Crines al viento, bellas como lo es toda belleza amenazante y temible. Será de una de estas criaturas fabulosas la herradura que hallaron en el terreno. La casa es lugar de cabalgatas en lo negro, en el abismo de lo profundo. Por las noches se pueden escuchar los belfos exhalando vapores perniciosos, se huele el sudor de las bestias, y los cascos mueven los cuadros en los muros. Allí, las yeguas de la noche cabalgan al través de la casa inmóvil de permanente ocaso tormentoso.
Y esta vez, en este sueño, eran unos monstruos de rostro grotesco y vasto cuerpo. Pesados y brutales. Indestructibles. Sólo sabía, ella, que la única forma de matarlos era decapitándolos.
Puso los cuchillos sobre la mesada de mármol, los cubrió con una servilleta. Esperó con el pecho oprimido la llegada de los espantos, rodeada por la casa muda. La casa hostil. La casa de los sonidos pequeños.
Cuando cruzó el umbral de la cocina la primera figura enorme (los otros estaban allá en el comedor, venían por el pasillo), se acercó de espaldas a los cuchillos y despertó.
Sintió la frustración de que del otro lado la casa y sus monstruos siguen intactos, acechando a otros durmientes y otros sueños. No pudo matarlos, imposible destruir tan fácilmente el abismo de lo innombrable. Supo que volverá a estar en esa cocina, que los espectros no fueron exorcizados, que la casa espera pacientemente la cabalgata y el horror. Paciente, seriamente, la casa la espera. Con sus monstruos.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com











*


Hay cosas en el pasado que no tienen lengua para decirlas, que están más allá de frases, palabras. Porque son extrañas y brutales. Pero sobre todo porque son extrañas y no se pueden nombrar.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com









Inventren








EL TREN DE LA NOCHE*



Recuerdo el tren de las cinco de  la tarde, que pasaba por mi pueblo.
Dos trenes alteraban la pesada rutina de ese lugar, sin pasado ni futuro. Uno llegaba, todos los días, a las 5 de la tarde. Lo escuchaba desde la escuela y sabía que pronto sonaría la campana para volver a casa.
Al otro no lo había visto nunca. Pasaba dos veces a la semana, sin detenerse, por aquel viejo caserío que era lo único que yo conocía hasta ese momento. Su sirena era larga y parecía estar siempre lejos.
Heraldo y yo éramos amigos y vecinos y teníamos 12 años cuando ocurrió lo del campanario.
El cura nos permitía ir a pedir monedas en la escalinata de la Iglesia unas horas todos los días, a la mañana en invierno y a la tarde cuando empezaba la primavera.
No era un cura bondadoso o bonachón, como me contaron que había en otros pueblos, pero nos daba permiso para extenderle la mano a las viejitas que iban a la misa del atardecer.
No conseguíamos mucho, pero servía.
En especial a Heraldo, porque sabía que tenía que llegar a su casa con algo, o no entraba.
Cuando lo recaudado era poco, yo le daba parte de lo mío para que su padre no le pegue y después él me lo devolvía en las Fiestas Patronales, cuando la iglesia se llenaba de gente y todos estaban generosos.
Le había comentado a Heraldo acerca de los trenes. Mi curiosidad por el tren nocturno, que no paraba en la estación y que, por el ruido que hacía, parecía interminable.
Heraldo me propuso que nos escapáramos una noche, a las 23, para ver pasar a aquél misterioso tren.
Las vías dividían en dos a mi pueblo. De un lado estaba la Iglesia, la Comuna, la Comisaría y la plaza. Del otro lado estaban las casas más humildes, las calles sin mejorado y lo más lindo que tenía para mí el lugar: un enorme monte de eucaliptus.
Nos habíamos hecho amigos del hijo del guardabarrera, que vivía casi al lado de la vía, en una gran casa de madera que les prestaba el Ferrocarril.  El padre de nuestro amigo era un hombre alto, rubio, de serenos ojos claros, que nos trataba muy cordialmente. Sonreía mucho  y había prometido llevarnos a dar un paseo en la “zorrita” con la la que se desplazaba por las vías para solucionar algún problema. Nos gustaba mucho ir a visitar a nuestro amigo. A veces nos animábamos a entrar al bosque de eucaliptus, si había sol y era de día, porque era tan alto y tan tupido que no siempre llegaba la luz hasta el piso y por eso casi no había pasto entre los troncos. Lo cual era una ventaja cuando andábamos en ojotas en el verano, buscando algún pichón caído del nido.. Cada tanto el padre de nuestro amigo nos llamaba con un grito para saber si estaba todo bien, a lo que respondíamos gritando nosotros también y eso nos causaba mucha risa. Cuando regresábamos de esa excursión la madre nos esperaba con la leche y pan con manteca y azúcar y luego nos íbamos corriendo a la iglesia porque ya era la hora de la misa.
Esa noche hacía frío, era invierno y todos se habían ido a dormir temprano. A las 10.30 me escapé por la ventana del lavadero y pasé por la casa de Heraldo, que ya estaba esperándome. Nos fuimos hasta el baldío más cercano, por donde pasaba el tren y nadie pudiera vernos.
El frío era intenso y estaba todo el pueblo silencioso, solamente las ranas y alguna lechuza parecían estar despiertas como nosotros.  Por suerte estaba el cielo despejado y la luna llena iluminaba el campo, pero aún así, yo tenía miedo.
Nos quedamos a pocos metros de la vía, esperando. Minutos antes de las 11 empezaron a vibrar los rieles y la sirena del tren se escuchó a lo lejos. No podíamos ver nada, sólo una luz roja a lo lejos que se acercaba y agrandaba cada vez más.
“¡Ahí viene!”, me dijo Heraldo con un susurro, como si  alguien, o el mismo tren, pudiera escucharnos y descubrirnos.
El tren disminuyó la velocidad y pasó delante nuestro. Conté 34 vagones, duros, oscuros y fríos. El viento que produjo al pasar a nuestro lado nos azotó la cara y se nos voló el pelo y una sensación de pequeñez me provocó escalofríos.
Poco a poco pasaron los vagones, bastante despacio, tal vez porque atravesaba la ciudad. En un momento iba tan lentamente que casi podríamos habernos subido a él, pero no paró. Continuó avanzando con su sirena y se alejó, negro y poderoso, hasta que ya no lo vimos, en el oscuro horizonte.
Volvimos a casa con la curiosidad satisfecha, pero Heraldo estaba pensativo y un poco triste. Yo también sentía un poco de angustia. Y volví a sentirla cada vez que escuchaba, en las siguientes noches, la sirena del tren cuando pasaba.
No se habló más de la visita nocturna y todo siguió más o menos igual, hasta que ocurrió lo del campanario.
Heraldo llegó esa tarde de noviembre a la iglesia con un humor terrible. Estaba enojado y aburrido y se le ocurrió subir hasta el campanario.
El cura nos lo había prohibido, porque las escaleras eran muy viejas, algunas estaban rotas y la caca de las palomas que se metían por las aberturas había corroído la madera.
Yo traté de disuadirlo pero no sé qué le pasaba a él ese día; estaba como desafiante.  Le dije que el cura iba a enojarse.
“No seas cagón, Omar”, me respondió. “El padre Jorge está en el hospital a esta hora. Ni va a enterarse”.
Así empezamos el riesgoso e inolvidable ascenso al campanario.
Atravesamos una puerta angosta que nos llevó a una habitación llena de velas consumidas hasta la mitad, que estaban benditas y no podían tirarse ni usarse en otras celebraciones. Allí estaba la primera escalera, que había sido ya arreglada, y nos llevaba a una terracita, desde donde se tiraban los fuegos artificiales el día de las Fiestas Patronales. Con mucha excitación nos asomamos por encima de la pequeña pared: todo el pueblo se veía desde allí.  La vía del tren trazaba como un dibujo recto que lo dividía en dos y se curvaba al final. Podíamos ver  todos los techos: el de la escuela, el del hospital, el de las casas más lujosas y, a un costado del monte de eucaliptus, nuestro barrio.
El aire puro y la hermosa vista del lugar animaron a Heraldo, que me empujó a seguir subiendo.
La segunda escalera era más larga y ya no estaba en buenas condiciones. Se hamacaba bajo nuestro peso y me dio un momento de pánico.
“¡Vamos Omar, no va a pasar nada!” me alentó Heraldo.
Llegamos casi trepando al cubículo donde estaba el reloj.  Heraldo se paró en el pequeño espacio que quedaba entre la máquina y las paredes, cada una de ellas con un enorme esfera de vidrio donde estaba impresas las horas en números romanos.
Era increíble ver pasar la luz del sol por ahí. Yo podía ver el cuerpo de mi amigo atravesado por luces y sombras que parecían estamparle un dibujo singular.
Parecía algo mágico y hubiese sido totalmente maravilloso pero lo arruinaba el excremento de las palomas seco, que cubría gran parte del piso y parte de la escalera.
Quedaba un  último ascenso y era hasta la última parte de la torre, donde estaban las campanas. Nosotros las habíamos visto desde abajo, a través de unas ventanas ovaladas.
Yo no quise subir más. Me parecía una impertinencia haber desafiado la orden del cura y haber conocido también, desde adentro, la torre prohibida.
Pero Heraldo continuó y, aunque desde abajo  yo advertía su particular silencio de cuando estaba concentrado, pegó un grito de alegría cuando llegó a la cima.
“¡Vení Omar, esto es increíble!” gritó asomándose por la ventana, entre las campanas.
El cura Jorge volvía del hospital y vio a Heraldo, justo cuando se asomaba sonriente, triunfante, espantando a las palomas  que entraban y salían de la torre.
Desde abajo nos llegó su voz, fuerte y colérica, llamándonos.
Empecé a bajar con cautela y le dije a Heraldo que tuviese cuidado, porque las últimas escaleras estaban en un estado lamentable. Le pedí que se agarrara de las sogas de las campanas, porque aunque sonaran, ya habíamos sido descubiertos.
Nunca lo vi tan furioso al cura. Con la cara roja y hablando rápido nos dio un largo sermón sobre la obediencia y nos prohibió volver a pedir limosna en la escalera del templo.
Heraldo, que se había aguantado bastante bien el reto, se puso blanco y no dijo nada, pero tenía una expresión en la cara que nunca voy a olvidar.
Nos volvimos callados a casa caminando y nos despedimos en la puerta.
Fue la última vez que vi a Heraldo. Esa noche pasó el tren, a las 11 y escuché su larga sirena, perdida en el medio de la noche.

Heraldo se fue con él.




*De Cecilia Zanelli. Ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar





-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***

-Por Ferrocarril Midland-



Km 55


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.









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