*Foto: El niño
Coiro.
-Textos de Eduardo Coiro & Urbano Powell.
*
-Lo
inconsciente esta servido.
¿Vas a comer?
¿Vamos a
comernos?
¿Con voracidad,
como el caníbal hambriento que duerme en el cerebro reptiliano?
¿O lentamente,
como esos matrimonios que cuelgan de sus telas de araña acumulando años y
polvillo?
Esteban y Lucia
Esta arriba de
ese tren pero sabe que no va a ninguna parte, vagamente trata de calmar la
soledad con el método que utilizaba su tío después de enviudar por segunda vez
a los 85 años. "contra la soledad del domingo no hay como un viaje en
tren" -recuerda con la voz presente de su tío.
Se levanta y se
dirige al vagón comedor buscando una excusa para estirar las piernas, adelante
va una mujer muy agraciada. Al entrar al vagón comedor la mujer casi se
tropieza con un hombre que caminaba en sentido contrario sin verla.
El hombre
observa que de las disculpas ellos pasan casi enseguida a un abrazo. "sos
vos" se dicen, "pasaron 26 años".
Como único
testigo lamenta no tener mejor oído ni leer los labios.
Los
reencontrados buscan una mesa, se sientan. El hombre que viaja sin destino los
sigue quizá por curiosidad, quizá por darle un acontecimiento rescatable a su
vida en este domingo. Encuentra una mesa, puede verlos pero no escuchar. Debe
seguir lo que ocurra desde sus gestos.
Los bautiza
para poder imaginarlos mejor: él se llama Esteban y ella tiene cara de Lucia.
Esteban tiene
entre 55 y 60 años. Vive solo o con padres ancianos.
Lucía aparenta
una década menos que él. No esta sola de hombre aunque la soledad es la sombra
de sus pasos.
Se ríen mucho.
De pronto Esteban ha recuperado la postura de un hombre joven.
"llevo tu
beso perenne en mis labios" quisiera decir Esteban.
Ella le toma
delicadamente la mano, la acerca a su boca y le besa ese dedo que transporta un
hechizo compartido hace muchos años.
No, no fueron
amantes. Despliegan un cariño que solo puede dar una bella amistad.
Hace frío, aun
en este comedor donde hay vapores de café y tibiezas de cocina. Esperan el
pedido tomados de la mano.
Cuando la moza
llega a la mesa desprenden sus manos con incomodidad.
Después del
café con leche aparecen ataduras, dolores expresados en el relato de los
rostros.
-26 años es
mucho tiempo-.
Lucia le
recuerda que “El lenguaje es una piel”, saca un libro de su cartera. Le lee
largo rato a Esteban.
"La vida
es un milagro" "Encontrarse vivos y mutuamente sensibles es aún más
milagroso"
Con los
celulares se muestran fotos. Se brindan expresiones de ternura.
-Son las fotos
de los hijos. Intuye el observador.
El tren va a
detenerse en una estación. Ellos se levantan. El hombre sabe que se van a bajar
de ese tren.
Hermoso día
para refundar el mundo con sus propios pasos -deberían decirse.
El hombre se
asoma por la ventanilla. Los ve irse tomados de la mano. Llevan una promesa de
futuro.
Seguramente no
les interesa ni el nombre de la estación, pero en el cartel se lee "San
Sebastián".
La lección
A edad oportuna
la abuela se lo había dicho a su madre con todas las letras.
Años después su
madre pudo explicárselo a ella con la firmeza de un catecismo. Como un saber
que no debe ser olvidado:
“Hay que
conquistar el corazón del hombre, pero que él no conquiste el tuyo”
No entregar
jamás el corazón -ni la ilusión- era la consigna implícita.
El tiempo pasó
escurriéndose como el agua. Su libertad era tan profunda como su soledad.
En la cola del
banco, mientras esperaba su turno para cobrar la jubilación. Escuchó la
conversación de dos mujeres jóvenes que hablaban de cómo “Enganchar un tipo”.
Quiso hablarles
pero se le hizo un nudo en la garganta.
*
Otra vez pensé
en el ángel de la reparación.
Quizá sea un
mito, sólo un mito necesario.
Pero dicen que
cada tanto en la vida de cada cual alguien llega a reparar o intentar reparar.
No es el plomero ni el electricista.
El efecto de su
presencia es intangible en la inmediatez.
La gente
humilde -que de creencias vive- dice que el ángel de la reparación existe y que
el día menos pensado aparece tendiendo su mano…
Cosas de amigos
José y Claudio
son amigos desde la escuela primaria. Se ven cada tanto. Una o dos veces al
año. Se cuentan sus problemas, intercambian algún consejo y siguen cada cual
con la vida en la mochila al salir del café. En el último encuentro José llega
rengueando. -Una hernia de disco. Tras meses de buscar explicación a dolores
que migran por ahí, pero cerquita de la cintura.
Claudio le
dice: No puedo más, me voy a separar de Graciela. No es compañera. No me ayuda
con mis viejitos. Ni una palabra de sentimiento sale de su boca. Hace meses que
vivimos en horribles discusiones. Los platos vuelan y se rompen, por ahora no
logra dar en el blanco: mantengo la agilidad del wing de rugby que conociste a
los 20 años.
José intenta
hacerlo desistir: no sabes lo que es la calle, es peor que un desierto.
En un momento
le dice con tono de desesperación: -Mírame, soy el espejo de lo que no tenés
que ser ni ahora ni en un futuro. No te quedes sólo a los cincuenta. No te
vayas a vivir con tus viejos aunque sientas que te necesitan. Aunque tu mujer
siga con la guerra de los platos voladores. Entra a tu casa con casco pero no
te quedes solo…
José, que nació
en Galicia y llegó a la Argentina a los seis años, vive con su madre anciana.
Ahora esta casi encerrado en el dolor, ni los remedios ni la kinesiología
parecen ser efectivos.
-Y si me pasa
algo no tengo a nadie que se ocupe de ir a escuchar el parte medico.
Claudio
retruca: -No estoy seguro que Graciela me acompañe si me enfermo.
Lo mío, ya hace
rato que es una ficción matrimonial. Más de un mes sin sexo.
José piensa en
la imagen de Graciela, cuarenta y cinco años, una morena con aire a Jennifer
López...
Ni se anima a
decir lo que piensa.
Supone la
respuesta de Claudio: -Hermano, pero con el culo solamente no haces nada.
Claudio
continua con el relato, José se ha perdido una parte abstraído en sus
pensamientos. Casi todos los días tenemos gritos, una tensión insoportable en
el aire completa la situación. Ni me da para preguntarle porque llega a
cualquier hora y me ignora como si fuera un mueble más de la casa, o mejor
dicho: como si fuera la cómoda de la abuela que esta tirada en el galpón.
Desde un
televisor situado en la esquina se escucha una frase recortada de una
publicidad que se repite una y otra vez pero ellos escuchan sólo esa parte y
ríen:
-No veo la hora
de que llegue el iceberg y terminemos con todo esto.
José no se
queda atrás con la marea de desdichas:
-¿Sabés cuánto
hace que no duermo con una mujer? -Mucho, quizás un record mundial. Ni lo vas a
adivinar. Años… Desde el final de la relación con Cecilia.
***
Así siguen. Van
cinco horas desde que entraron al bar. Tres cortados. Un te con miel. Un té de
tilo. Ni José logra que Claudio intente mover algo para salvar su matrimonio.
Ni Claudio consigue que José crea que su vida puede salir del abismo de la
desdicha y soledad.
Hasta que harto
de seguir la cuestión a distancia Javier -mozo y estudiante avanzado de
psicología- decide intervenir. -Amigos, nunca opino de los problemas de los
clientes pero esta vez creo que ustedes van a aprovechar el consejo: Necesitan
tomar distancia. Prueben ubicarse en otro lugar, verse "como de
afuera".
Claudio y José
agradecen. Ponen cara de "lo vamos a pensar". Javier se va a atender
otra mesa.
Después de
horas de estar empantanados y no ver una lucecita, Claudio tiene una
ocurrencia: ¡Un enroque! ¿Qué...?
-Sí, un
enroque, veníte una semana a casa a vivir con Graciela, yo iré una semana a
vivir con tu madre, prometo que le daré la bolsa de agua caliente a la hora de
irse a dormir.
¿Y yo que tengo
que hacer? arriesga José.
-Llévate una
muda de ropa y los remedios para la hernia, a la noche - si te lo permiten-
dormí en la cama matrimonial con mi mujer. Es fría como el mármol. Si en una
semana conseguís tener un ratito de sexo serás un ídolo.
-Después de una
semana de distancia veremos si las cosas mejoran.
Antes de partir
acordaron algo más: que cada cual llevaría un diario con lo significativo de la
experiencia vivida en la casa del otro.
Aunque Javier
no ha podido escuchar el rumbo de su consejo puede ver al fin gestos de
convicción y alguna expresión de alegría en el rostro de los amigos.
Una intemperie
regada de estrellas
Otra vez pensé
en Raquel. Caminábamos de la mano por la calle peatonal de su ciudad, hoy
lejana para mi. Era invierno y de madrugada, íbamos como suspendidos en el
aire. La noche estaba estrellada y limpia, por momentos parecía que el cielo se
derrumbaba y las estrellas estaban ahí nomás, como al alcance de una mano
extendida.
Estábamos solos
en la calle o al menos sentíamos que éramos los únicos seres presentes en ese
momento tan único y tan frágil a la vez. Una pareja que buscaba una casa, una
cama para resguardarse de un frío polar.
Y ahí
aparecieron las preguntas sin respuesta sencilla. ¿Que hacía allí lejos de mi
pueblo con ella? ¿Que era aquello tan fuerte que nos unía? ¿Era el amor o la
devastación de la vida antigua la que nos dejaba unidos en esa intemperie
regada de estrellas?
Pensé en la
intemperie como algo primitivo: una pareja se refugia de temores y amenazas
bien reales. Buscar una caverna, encender el fuego, abrazarse, cubrirse con
unas pieles. El mundo era ese ínfimo presente, la idea de la presencia del
pasado en sus vidas no tenía sentido. El futuro por definición no existía. Solo
ese presente.
Después
llegaron trabajosamente los descubrimientos. Los seres que viven su realidad en
un escenario interno que llevan consigo, en una neurosis que los protege y
limita a la vez, su propia caverna y el rugido de sus ancestros dinosaurios por
si no alcanzara con los miedos reales de la jungla social.
En eso estaba,
bien perdido en pensamientos sin solución, cuando llegamos a la casa.
Y antes o
después del cariño físico, Raquel me trajo las pantuflas de su ex marido para
que no se enfriaran mis pies en el camino al baño.
María Lucila
"Cubre la
memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que
fuiste"
Alejandra
Pizarnik. -Caminos del espejo-
El hombre con
el que me encuentro en el bar se llama Emilio, sabe de mi interés por escribir.
Dice que va a contarme algo de su historia personal que sin dudas tiene
relación con la antigua estación de trenes. Le aviso que no logro escribir
razonablemente bien y que más aún, tengo la sensación de que mi escritura
empeora con el tiempo.
-No importa,
vengo a contarle esto porque necesito que alguien lo escriba. -me dice con tono
de suplica.
-Y porque a mi
me duele tanto el pasado que necesito contarlo a quien tenga un rato para
escuchar.
Lo que sigue es
el relato del hombre, dos horas y media sentados, con tres cafés cortados de
por medio que quiso invitarme si o si. -Me ofende si no me permite pagar a mi-
dijo para terminar con mi resistencia.
En la estación
María Lucila trabajaba su abuelo. Su madre nació allí y la llamaron María
Lucila para homenajear a la estación que además de darle trabajo a su abuelo
era su vivienda.
Pasó en el
pequeño pueblo sus primeros años, luego de la nacionalización, al abuelo lo
trasladaron un par de veces de estación hasta que se jubiló.
Lo cierto es
que su madre pasó su adolescencia y juventud radicada en Avellaneda.
Se hizo amiga
de la Alejandra Pizarnik, cuando era una chiquilina tímida y tartamuda. Y al
menos una vez se fueron en tren a conocer el pueblo que lleva el nombre de mi
madre.
El hombre me
muestra una foto con dos jóvenes que posan para la cámara haciendo equilibrio
sobre el riel, más allá se observa una estación típica del Midland pero es
posible ver el lugar donde se colocaba el cartel con el nombre. Atrás de la
foto puede leerse "con florita Pizarnik, María Lucila, enero del '53.
Mamá era una
mujer hermosa -dice el hombre. Igualita a las chicas que dibujaba Divito.
Por alguna
cuestión que desconozco lo único perenne en ella, lo que había echado raíces
profundas era la angustia. Su verdad era una cuna de angustias de la que nadie
había logrado sacarla.
(....)
Se equivocaron
ella y mi padre en casarse. Mi padre era psiquiatra y mi madre su paciente, se
enamoraron o se tuvieron lástima -vaya uno a saber- , o quisieron dar vuelta la
historia de cada cual que los había llevado en ese punto de encuentro o
desencuentro.
Usted sabe que
todo, absolutamente todo en el universo se acerca o se aleja, pero nosotros nos
ingeniamos para negar esas percepciones incomodas.
Creo que mi
padre pensó que la iba a cambiar, no hay héroe más fallido que el que quiere
cambiar una persona.
Llego a
decírmelo una vez: -lo que no se da espontáneamente bien entre una mujer y un
hombre no se lograra jamás. Nadie puede cambiar al otro -ni a sí mismo, según
parece.
La angustia de
mi madre le impedía conectarse plenamente con los otros, estar presente y
atravesar los acontecimientos que te van marcando en la vida.
Se fue cuando
mi hermano tenía 5 y yo 3 años. Dejo una carta.
Mi padre
después de leerla ni intento buscarla, entro en un profundo silencio que le
duro meses.
Un día nos
presento a su nueva mujer: Ella es Natalia, vivirá con nosotros -nos dijo.
Natalia nos
crío y malcrío lo mejor que pudo.
Mi hermano
creció, estudio ingeniería electrónica y se fue a vivir a Estados Unidos. Vive
en Nueva Orleans, tiene mujer e hijos americanos. Un auto y vacaciones.
Mi padre tenia
70 años cuando falleció, era 8 años mayor que mi madre. Yo no había cumplido
los 21.
Antes de
enfermar, me invito a charlar en un bar. Sin que se lo pidiera me dejo su
consejo: -A los 20 años un joven debe elegir si en su vida será un hombre o un
marido. Te recomiendo que seas un hombre...
Creo que le he
fallado, no logre ni ser un marido eficiente ni un hombre en el sentido que
creo que le daba a esa palabra mi padre con un tono cercano a lo sagrado.
*
De mi madre,
quedaron casi todas las preguntas sin respuesta.
Nunca sabré si
volvió a ver a su amiga Alejandra "la florita" como la llamaban los
abuelos.
Hay un abismo
de treinta años de silencio.
La tía Eugenia
-hermana menor de mi madre- logró encontrarla unos meses antes de su muerte.
Tuvo una
corazonada y la siguió. Volvió a María Lucila 20 años después de que cerraron
el ramal los militares y se llevaron las vías. Y allí estaba mamá viviendo en
la estación. Sin luz eléctrica, sin vecinos cercanos. Salvo una escuela pública
ubicada enfrente de la estación no había nadie a Km.
Allí vivía mi
madre. Envejecida prematuramente. Sacando agua con una bomba manual, cultivando
vegetales en unos pocos metros de quinta. Rodeada de pájaros -tenia muchos en
jaulas- y otros que venían a visitarla a los que agasajaba regando la tierra
con alpiste, o mijo o arroz según lo que tuviera.
No sabía nada
del mundo, ni siquiera quien era el presidente de turno, no tenia radio ni
televisión.
¿Sabe cual era
una de sus costumbres? Sentarse con una silla a la hora de salida de la escuela
y ver el rostro de los niños. Estudiarlos con detenimiento y luego verlos alejarse
por el camino de tierra hasta que eran manchas blancas.
(....)
Sabía del
suicidio de Alejandra, le dolía como si hubiera pasado apenas unos días atrás:
"Pobre
Florita, repetía. Tan lúcida y tan frágil. Pobres todas las personas sensibles
del mundo porque no tienen cabida". Eso es lo que me dijo mucho después la
tía, a la que hizo jurar que no le diría a nadie donde estaba y como vivía.
*
Esto es lo que
la tía Eugenia rescato: unas fotos, unos libros de Pizarnik con anotaciones de
mi madre. Una historia clínica que le dieron en el hospital donde se observa
que en los últimos años sufrió con su cuerpo.
Muy poco para
un enigma de más de 30 años.
El hombre
vuelve a abrir el libro que le dejo su madre y lee otra frase de Pizarnik
marcada con birome azul:
"Como una
niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la
lluvia"
Así me siento,
así me sentí siempre, -escribe al costado mamá- y espero que quienes esperaban
algo distinto de mí puedan perdonar esta soledad en la que he hundido mis días.
Emilio derramó
lágrimas. Arrugó con rabia una servilleta de papel después de secarse para
evitar que sus lágrimas de sal caigan sobre el pocillo de café.
Al rato nos
despedimos con un abrazo.
Mientras
caminaba por la avenida me di cuenta que ninguna historia de las que he podido
contar son historias de vida de gente feliz.
*
Se desnudan.
Ella apoya su
espalda contra el respaldo de la cama.
Abre sus
piernas.
Deja sus
piernas dobladas, las rodillas quedan como una cima curva y perfecta.
Un haz de luz
que se filtra por los postigos entornados les da un aspecto irreal. Son la
superficie de un planeta mágico.
Ella Desnuda.
Con sus piernas abiertas y el sexo expuesto, recibe al hombre.
El hombre apoya
su espalda en los pezones se chispean a la altura de sus pulmones.
Ella lo
contiene en sillón de mullida ternura humana. Abre un libro, recorre en
silencio las páginas.
Cada vuelta de
hoja genera una brisa o un huracán en la piel.
Él se concentra
en la respiración. Los pulmones son una caja perfecta de resonancia. Siente al
latido del corazón de ella como doble latido del propio corazón.
Ella comienza a
leer.
Su voz se eleva
en catedrales.
En su voz que
eleva en catedrales hay un eco de otra voz dormida.
El hombre
cierra los ojos. No esta del todo allí.
Hay una niña
que canta en latín. Cuando su voz vuela, se despega del coro y los fieles se
giran, dejan de ver hacia el pulpito y buscan el origen a ese desgarro del aire
que llega a los oídos.
Afuera,
probablemente esta nevando, el reloj de la iglesia esta congelado como en una
postal sepia a las 10 y 5 minutos de una mañana de domingo. Los tejados rojos
cubiertos en algodones de nieve. El río D'Orba hace espuma al chocar contra los
pilotes del puente de hierro y madera, más allá, el horizonte se eleva como en
una visión de piernas que culminan en cimas nevadas de luz matinal.
El hombre, que
se elevo lejos lejos para imaginar el canto de su abuela, vuelve al
cielopiel que acaricia con sus manos.
La Rica
A Antonio Dal
Masetto.
El hombre lee
en su asiento una carta escrita sobre papel verde. Se inclina un poco tratando
que el sol que ingresa por la ventanilla ilumine de lleno en esas letras de
birome azul. Tiene sus ojos cansados y la presbicia lo obliga a distanciar
bastante la carta, a punto de temer con incomodar con la extensión de su brazo
a la señora sentada enfrente en la que puede ver una mirada curiosa detrás de esos
anteojos redondos con bastante aumento.
En realidad, no
le importa que esa señora de mediana edad y pelo rubio enmarañado se interese
por su carta. Ella solo podría haber leído la fecha y el lugar que están en
letra visible e imprenta, arriba a la derecha de la primera hoja. Luego viene
la letra manuscrita, pequeña y encriptada de Gabriela que se hace imposible de
descifrar si la persona no esta familiarizada con ella.
Y además, que
importancia tiene que esa señora sepa de su felicidad, de su ir y venir con el
amor y la distancia.
Ella iba y
venía, en su trabajo por los aires, en sus ensueños o en amores fugaces de cada
aeropuerto que no lograban desplazarlo a él. Su hombre. Él, que iba y venia
todos los fines de semana para compartir su lecho, sus labios. Para caminar con
ella de la manito o en el abrazo de hombro de ella a cadera de él que tanto les
gustaba, como a los eternos amantes, novios o compañeros de vida, aunque nunca
supieron definirse, no les interesaba otra cosa más que llevarse de la mano o
del abrazo por la vida que era una sucesión de instantes o una eternidad bajo
una misma luz, pisándose a veces con mutua torpeza los pies en aquellas
estrechas veredas del centro antiguo de la ciudad, para luego retornar al
departamento de ella y fundirse en un solo cuerpo a luz de luna o estrellas, a
sol que entibia la piel o a cielos de acero sin grietas. Aun parece sentir el
ruido de la lluvia cayendo a gotones de sonido persistente por los techos,
mientras adentro los cuerpos se encendían bajo cobijas del frío invierno.
Sentados en la
cama, los domingos a la tarde él le leía cuentos de Dal Masetto y ella a él a
Borges o Cortázar. Una vez, le leyó "Romance" y él sabía, que era
apenas un pretexto para llegar a la frase final que tanto lo oprimía como
presagio, como una anticipación acechante a la vuelta de la esquina, o en cada
ir y venir a la estación de trenes, para llegar o partir de los brazos de ella,
su amor, su compañera.
Recuerda
haberle leído esa frase final del cuento de Antonio Dal Masetto que ahora ronda
en su cabeza: “el destino es insondable y no existe felicidad que no este
amenazada”.
Su piel lo
enloquecía. Su blanca piel casi transparente en la que podía ver rutas celestes
que no parecían venas sino mapas de cielo como los que ella surcaba primero en
Aerolíneas Argentinas y más tarde en Lufthansa.
Él sentía cada
encuentro y cada despedida como si fueran una misma imagen superpuesta de ese
intento imperfecto de volver una y otra vez al placer, o al contacto de la
piel, la fusión de los cuerpos, el orgasmo de cada cual a su tiempo y modo, la
sonrisa del después y el dormir abrazados para entrar en la noche del sueño
bien juntitos. Gabriela y su parecido a Bette Davis. Sobre todo la expresión de
su mirada. Fue un descubrimiento mientras en una madrugada vieron “La extraña
pasajera”. Como les pego esa frase que adoptaron casi como un lema propio:
"tenemos las estrellas, no pidamos la luna".
*
Vuelve a doblar
en dos las tres o cuatro hojas de la carta sin dejar de echar una última mirada
con los ojos húmedos sobre el encabezado, que seguramente la señora que esta
allí enfrente ya ha leído, aun fingiendo desinterés y con la mirada perdida en
algún punto de la estación que de una vez están por dejar cuando la fuerza de
la máquina logre romper la inercia y el viaje se desate sin atenuantes.
No importa que
esa señora sentada enfrente haya leído la fecha: Hamburgo, 15 de abril de 1992.
Y más abajo el
Querido Javier: y luego el texto que conoce de memoria y ha leído una y otra
vez durante estos años a bordo del tren.
“A los tristes
no los quiere nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces el
tren arranca y el hombre rompe la carta en cuatro con expresión de angustia
marcada en el rostro, aunque ya maldice su impulso, su inútil esfuerzo por
doblegar ese pequeño hilo de ilusión que lo mantiene ahí, no queriendo
preguntarse sin respuesta, y entonces guarda esos grandes pedazos en el
bolsillo derecho de su campera, quizá ya mismo piensa en pegarlos con cinta
transparente al llegar a su casa.
Intenta
disimular su rostro desencajado. Se levanta y se va al otro vagón, no quiere
testigos, que nadie sospeche ni se pregunte por que él sigue yendo y viniendo
en ese tren. Como si el tiempo no hubiera pasado.
Palabras con “F”
Al hombre le
cuentan una historia cercana.
Ocurrió unos
años atrás. El amigo del hombre conoce a una mujer que vive a unos 500 km de su
ciudad. Resulta que se forma una pareja a distancia. Ellos se quieren.
Mantienen la relación por varios años. Se extrañan mucho pero resisten la
espera. Sólo el hombre puede viajar y lo hace cada 15 o 20 días. Si, logran
festejar juntos los respectivos cumpleaños. En uno de esos cumpleaños -el de
ella- sucede lo que el amigo del hombre desea contar: los presentes comienzan a
jugar con rondas de preguntas difíciles. La memoria hace un juego inestable y
selectivo: el hombre tiene la foto vívida de cuando a su compañera le
preguntaron si creía en "la fidelidad" ella respondió con un
"No" bien cortante acompañado del movimiento de tragar saliva. El
amigo del hombre tenía apenas unos instantes para ensayar una respuesta. Hasta
el día de hoy sostiene que fue la respuesta más honesta y la difunde como un
hallazgo digno ser donado para quien lo necesite:
"La única
posibilidad de fidelidad es la felicidad"
*
Silencio de sol
ausente. El hombre percibe con su nariz cerrada por el resfrío como se abre
paso lentamente un aroma a sopa de vegetales. Un olor a hogar inunda el aire
quieto de la habitación.
Él, ahora,
puede respirar bien, bastante mejor que ayer a la noche. Se abren sus sentidos
y el gusto a sopa le trae bien cerquita la voz de anoche, con su compañera
cantando en la cocina…
“Who can buy this wonderful morning?”
“Who can buy this morning to me?”
Abajo de su voz
de blanca negra alcanza a oír la percusión, un ritmo espontáneo que surge del
cuchillo cortando sobre la tabla de madera.
Pedacitos y
pedacitos que serán bien pronto aroma y alimento.
Recién en la
mañana, con la cama bañada de sol, el hombre abre sus pulmones y los llena del
aire a sopa, y también del sonido que bien evaporado y mezclado en los sabores
vegetales flota en la habitación…
“Who can buy this wonderful morning?”
“Who can buy this morning to me?”
Por cierto,
nadie puede comprarle esta maravillosa mañana
Nos veremos otra
vez
Llueve, y
llueve fuerte. Afuera de la ventanilla el horizonte esta velado por una cortina
de agua.
Nos queda
intentar arreglar las cosas desde la literatura piensa el hombre.
El arquitecto
Ricardo Klepka acaba de ver a Irene entrando al vagón. Le hace señas para que
se siente al lado de él. Irene que tarda en reaccionar, pasaron casi 20 años.
El pasado es otra persona, otro mundo al que ya no pertenecemos, y eso incluye
a las personas que quedaron allí apresadas en esas capsulas congeladas.
Pero el saludo
es emotivo, abrazo, besos. Esa sensación de vértigo que da el no ver al otro en
décadas.
¿Cómo me
reconociste? –Pregunta Irene.
-Sos vos,
igualita antes del tiempo, solo te falta el cigarrillo en los labios y el humo
dejando fantasmas.
-Me prohibieron
el cigarrillo, pero yo fumo a escondidas, es un ritual personal y no voy a
renunciar mientras el cuerpo me lleve hasta un kiosco y pueda comprar los
cigarrillos por mi misma.
Ricardo
recuerda esa imagen en el estudio de arquitectura donde ambos trabajaban. La
vista fija de Irene en la ventana, como no viendo o viendo otra cosa. Ese aire
a la Pizarnik que descubrió cuando la vio leyendo un libro con la foto de
Alejandra en la tapa.
Irene que le
dice con aquel libro en mano y su infaltable cigarrillo en la boca:
-Decidí que iba
a fumar una tarde a los 11 años viendo a mi abuelo fumar en el patio.
“Veía a mi
abuelo fumando solo en el patio. Esa concentración de estatua viviente imposible
de describir: ¿en que pensaba?
Viéndolo con
ese hilo de humo que se disipaba en el aire dejando siluetas que jugaba a
descubrir mi abuelo era una locomotora mansa. Era de los viejos de antes,
macizos, parecían invulnerables. Esos bigotes tipo manubrio de bicicleta que
después descubrí que eran igualitos a los de Hindenburg.
Como los
abuelos de muchos otros niños mi abuelo había sido foguista ferroviario.
El abuelo
armaba sus propios cigarrillos sin filtro o fumaba en pipa, pero yo empecé a
fumar en la adolescencia los negros
Parisiennes, éramos
minoría las mujeres que fumábamos negros”.
En un momento
se funden los recuerdos con la palabra presente de Irene que evoca los momentos
compartidos: me encantaban esas horas donde no pasaba nada o no había trabajo y
se hablaba, se fumaba y se tomaba mate hasta la hora de irse cada cual a su
casa.
Llueve mucho
che, el tren parece un barco. En este momento ya debe haber gente con
el agua al cuello. –dice Ricardo volviendo por un instante la mirada a la
ventanilla
¿Te acordas del
proyecto de la casa-barco? Dice Irene.
-Vendría bien
retomarlo, todavía tengo cuadernos con apuntes y los planos enrollados.
De memoria :
“El barco casa es una unidad transportable, pensada para ser utilizada como
vivienda en medios urbanos manteniendo sus características de flotabilidad ante
situaciones de inundación extrema” recuerdo la risa de los dueños del estudio,
“ni en el Delta lo usarían”.
-Vos terminabas
indignado Ricardo.
-Algunas veces
los maldecía en polaco y otras en ruso. Y si me preguntaban, les decía:
consíganse traductor a mí me pagan por proyectista.
La música
funcional del tren les acerca a Serú Girán.
¿Te acordas
cuando lo desafinábamos a dúo? –dice Irene abriendo bien grandes sus ojos verdeagua.
Si te hace
falta quien te trate con amor
Si no tenés a
quien brindar tu corazón
Si todo vuelve
cuando más lo precisas
Nos veremos
otra vez
Un encuentro
puede ser fulgor. Alegría imprecisa.
La próxima
estación como un futuro impredecible esta todavía lejos.
*
Dos novios se
dan un beso en el andén.
La chica sube
al tren.
Beatriz vuelve
a decirle "cuando la gente se quiere ver, se ve".
Fue la
despedida y ocurrió cuando ese hombre que mira era un adolescente de la edad
del chico que quedo allí, parado en el andén, viéndola partir.
Ellos y el
universo
Se abrazan en
el umbral con sus pies en la vereda.
A sus espaldas
-ya pasado inmediato- hay un pasillo, una casa y una cama donde todavía están
tibias las sabanas. El aire frío corta los rostros.
El espera un
taxi. Ella espera verlo partir muchas horas, días, kilómetros.
Es la hora
justa para dormir abrazados de piel a piel.
La calle es
tierra del viento. Como un trotamundos, una caja de cartón rueda en la calle.
Más lejos, un hombre de espaldas trabaja empujando por el cordón con su cepillo
de acero los restos del día anterior. Un perro lo sigue. Se acompañan en su
mutua soledad.
La melancolía
es una hada antigua que habita en cada cual y sobrevuela visible en el aire.
Llega el taxi.
Rompen su abrazo. Se dan un beso tenue.
- Cuídate, -se
dicen en espejo.
El sube.
Cierra la
puerta.
Se aferran en
la mirada…
Y en ese
instante suspendido son ellos y el universo.
FLORECIDO
El hombre la
había arrancado de su vida como se arranca a un yuyo indeseable en el jardín.
Con la misma
brutalidad en el tirón, tratando de arrancar la raíz de cuajo. Sin sentir nada.
Al otro día, justo al otro día. El hombre plantó en su lecho a una muchacha
bella como una azalea. La mujer se marcho prontamente sin echar raíces en su
vida.
No se quedo
quieto. Siguió plantando bellas mujeres que se marchitaban antes del amanecer.
Nadie pudo crecer ni florecer en ese lugar. Su vida era un jardín desierto al
que regaba inútilmente antes de anochecer.
Hasta que
percibió esos movimientos adentro. Esos pujos que sintió por todo su cuerpo y
que se ramificaban de noche a día con la velocidad implacable de la naturaleza.
Y eran la luz y esa tibieza que anuncian una primavera cercana.
El hombre se
vio a la siguiente mañana en el espejo, comprendió lo que sucedía.
No había
logrado extirpar bien las raíces.
Sus brotes se
abrían paso por sus poros y estaban a punto de estallar en flor.
-Sólo pido que
las flores sean del color de sus ojos. Pensó resignado.
UNA GOTA DE
HUMANA TERNURA.
Así estaba el
hombre.
Y esto que no
es decir nada daba a entender que en su vida casi todo hacia agua. Se le
escapaba la belleza de los días como en un colador.
¿Y que le
quedaba en el colador? Sólo los restos pensantes de alguien que no podía
percibir la felicidad. ni buscarla consecuentemente.
Ya no le
preocupaba la soledad pequeña de noches vacías de abrazos. De despertares con
la boca besando la piel de la almohada. No era la penuria de sentido a la luz
del día, cuando su vida se escurría en rutinas auto-administradas para no caer
en la percepción del vacío. No era la soledad pequeña entonces. No era eso sino
la enorme soledad del desamparo la que lo atormentaba por debajo de cada paso
que daba. Sentía que el suelo, lo más material y evidentemente sólido que se
nos brinda en la ciudad ya no era seguro para él. Sentía ciénagas. Arenas
movedizas donde los demás seres pisaban veredas y calles. Sólidas, evidentes.
Ese hombre
leía. Leía hasta que una frase lo fulminaba y lo obligaba a cerrar el libro y
transitar varios días con ella circulando en los laberintos de su mente, que
por costumbre, no conducían a ninguna salida. Pasó con "Una gota de humana
ternura" leída en "la octava maravilla" de Vlady Kociancich.
Entre lágrimas
se vio como un mendigo de amor buscando alimentarse de sonrisas que recibía
tras algún piropo ingenuo.
Y además el
encierro. Ese temor desmedido a alterar sus pocas rutinas.
Quería y
necesitaba de algo que le diera aire a su vida.
Pero no lograba
superar la etapa del diagnostico.
Hasta que logro
asumir que lo suyo era ser “enamorado del aire”.
Esa imagen -aun
ilusoria- “vivir de amor en amor etéreo” le ilumino el día, ahora debía seguir
adelante buscando día tras día sostenerse bien en el aire con sonrisas e
ilusiones intangibles.
Lo
verdaderamente heroico
Le dejo a su
sobrino sus cuadernos de notas por legado. Le llegaron embalados en una caja y
atados con hilo de yute. Son cuadernos comunes de hojas rayadas y espiral que
vienen con su título en la tapa. El hombre elige abrir el que dice “Amor”.
Son frases
sueltas. Según parece muchas eran propias, del propio saber del tío gestado en
años de andar por la vida. Otras escuchadas. A veces frases subrayadas con
resaltador en un recorte de diario.
Todo
prolijamente anotado con su letra cursiva grande y clara, que le elogiaban
tanto en su empleo de revisor de cuentas.
El hombre va al
final del cuaderno. Esa es la última frase. Tiene una aclaración:
“Me dicen en el
bar que lo dijo la Rosa Montero en un reportaje. No es textual, la escribo con
mi memoria no tan buena…"
Lo
verdaderamente heroico es querer al otro tal cual es.
"Tal cual
el otro es" -Escribe para dar énfasis a la frase.
Luego sigue una
reflexión:
“Cada vez
seremos más los viejos solitarios. Hasta que lleguemos a estar sentados en el
geriátrico mirando un Potus.
Con suerte
habrá una ventana para ver el movimiento de la calle.
Y en una mañana
cualquiera, una viejita se sentara al lado nuestro. Nos tomara la mano.
Y será tarde
para casi todo, menos para sonreír”
*
Alboroto de
gorriones
Van al árbol
dormitorio
florecido en
pájaros de la noche.
No caen a
pétalos.
se acompañan
de hoja en
hoja.
Ellos
Se preguntan
porque no hacen
nido.
Mirando al
cielo vedado
por hojas y
pájaros.
Se abrazan.
Y hacen del
abrazo un nido.
***
-Eduardo
Francisco Coiro nació en 1958 en Lomas de Zamora, Argentina. Es Licenciado
en Sociología de la Universidad de Buenos Aires. Es Editor del proyecto
cultural Inventiva Social, una publicación virtual abierta para escritores.
***
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