*Pintura de Claudio
Uzal. (c) UZAL
PODRÍA IR DE
MEMORIA*
a cualquiera de
las casas que habitaste
llegar hasta
calle Villaguay Este
guiada por el
amarillo recién estrenado
de las fachadas
y jugar durante
horas en el barrio
hasta escuchar
desde lejos tu voz en alto
diciendo Diego
Gabrieeeel en la vereda.
Llegar, tiempo
después, a la carpintería
y reírme hasta
las lágrimas
con las visitas
de doña Hortensia:
vos tratando de
poner orden
a la voz de
juicioooo
los días en que
ella te decía Grabiela
y nosotros
éramos una sola carcajada.
Mate de té y
buñuelos de manzana
para los días
difíciles.
¿Cuántos termos
nos habremos tomado
entre tantas
confidencias de la vida?
En el medio la
vida cotidiana:
la casa fresca
siempre encerada
y los consejos
de cómo blanquear la ropa al sol.
Todo podía
faltar en esos años
todo, menos el
aroma de la crema Pond's
sobre tu rostro
y la colonia Veritas para después del baño.
Las batas de la
nona, los sillones a la sombra de la parra,
la torta
económica antes del Parque Ferré
y tu mirada
verde y cómplice como ninguna otra.
Podría ir de
memoria hasta la casa de la nona
guiada por el
sonido de tu risa poderosa,
acodarme al
lado de la pileta de los platos
y contarte una
vez más
que las cosas
no siempre salen
como uno
quisiera.
Y se que me
entendés, tía, mientras
planchás las
cintas perfectas para María Constanza
y apagás la
pava para nuestra próxima tanda de mates
de la tarde.
*De Cecilia
Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com
PIES DESCALZOS HAN CRUZADO LA GRUTA DEL DESEO…
PROTOHISTORIA*
“Soñé que era
un ala, desperté con el tirón de mis raíces.”
CLARIBEL
ALEGRÍA - NICARAGUA
Cuanto daría
por evadir la impiedad de esa noche.
Cuanto daría,
cuanto.
Pajonal
jadeante. Oscuridad.
Abrumadora
soledad del médano.
Los pies
descalzos han cruzado la gruta del deseo.
Un enero de
polvo desolado muerde la prisa del verano.
Aullido
martillo. Viento pujante.
Jano mira hacia
el Este.
Desnudez
fecundada.
Rosa abierta,
desangrada y expuesta.
Morir / nacer /
penumbra / luz.
Pájaros de
papel buscan el crepúsculo sangrante
del día.
La muerte no
tiene futuro.
Rompe el
silencio la ternura enmarañada del primer llanto.
Han partido los
huéspedes de sombra.
¿Adonde irán?
¿Dónde los llevarán los médanos?
¿Quién llevará
la cruz y quién la espiga?
Detrás ha
quedado el agua, el eclipse, el brote.
El cardal y una
rama de sauce.
Un país
desconocido aguarda
Cuánto daría
por que vuelva esa noche.
Cuánto daría,
cuánto.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
LA ESTACION*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Salí al aire
frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no
reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía
tomar un tren.
Pocos días
antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje.
Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla
de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos
juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién
era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el
lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién
se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado
con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que
sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino
había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco
después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse
mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta
adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación,
dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería
inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que
surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la
menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad,
me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un
moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga
humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar
en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado
algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle,
de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de
concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré
en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas
muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación,
al breve diálogo.
Ya en el
interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si
cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá
afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío
formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que
multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a
lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos
viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases
cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país,
cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el
espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo
entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado,
un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario
previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por
los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz
femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces
algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las
escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia
frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y
escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces
vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de
llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había,
en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el
cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y
riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire
apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban
ignorantes de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir
que en este lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a
esas tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la
cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir
a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese
vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho
en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar
referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había
de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos
bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome
frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas
palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá
maravilloso y excitante.
A mi lado, una
mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como
hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el
gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por
qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría
que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni
siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual
insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no
eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y
melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino
aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de
aquel lugar, de este lugar en el que
ahora estoy
sentado y escribiendo estas agónicas frases que se han venido repitiendo una y
otra vez en mi atormentada mente!)
Sonó la
campanilla. De inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz de mujer, recitando
la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para
comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete,
para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado
solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables
transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso
de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de
origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje
proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento,
en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora
no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es
menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse,
debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones
proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda
respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los
ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas
que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a
sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi
presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin
protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya
el tren hacia D.?
- No puedo
estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo ha
hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el diálogo.
Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces
¿Llegó usted hace poco?
Iba a
responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa predisposición
a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi bruscamente
interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la mujer:
- ¡Estás loca!
- Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de
veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun
cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo
hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo
idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable
caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé
en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino
que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que
la resignación o la locura.
- Yo nada
espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que
comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en
una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu
puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia
la luz.
- ¡Cállate! -
Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados
en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre
ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis
esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de
viejo egoísta,
su desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de
sus reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir
machacándome. No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No
sé si tendré fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las
palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me
sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del
que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez
la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le
avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es
insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos
segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se
reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo
serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo,
quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes
tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta
ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,
como tantos
otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No,
muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te
inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de
llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no
tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así
aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una
gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas
muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que
también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue
subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes.
En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas
de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por
las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire
fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía
y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi
interior.
La mujer gorda,
que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco
contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el
tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún
motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa
desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se
desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi
miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía.
Vi trenes
lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi trenes
que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito
de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y detenidos en
medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver,
al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño,
antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el
paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura
emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas
ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé
que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel,
releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con
desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío
intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado,
estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento
despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido
de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún
modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan
- hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de
mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más
probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por
la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía
en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación
que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en
mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras
del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que
allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más
confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas
sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones,
dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas -Es
por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las
caminatas.
- ¿Caminatas? -
Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las
desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es
preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se
corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se
burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda.
Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de
quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que
nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere
usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se
resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era
verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido
un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada
mañana...
- Muchos días y
muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero,
obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco
otro camino.
- Sin embargo,
yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede,
en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que
su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así.
Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse. Sea amable con los
funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los trámites de
su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad. Nada sucede
antes de tiempo.
- Pero es que
debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar?
¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que
acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No
sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no
hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que
considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia alcantarilla?
¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de que no hay
regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor de
reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el
sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en
rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo,
de negármelo a mí?
Me sentí
derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es
cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba
regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es
verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo
que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible
realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus
palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén
y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún
modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que
atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar
quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es
muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta
prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un
número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de
incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el
superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a
nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos,
hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo
que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos
hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía
hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me
había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir
oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa
imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres plantas,
tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda
se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su
rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi
hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin
esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces,
mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel
electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha
ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los
que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos
minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada,
reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por
una vía muerta.
Como todos he
intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar
a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas
con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco
aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la
misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes
han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples
sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal
vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una
siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también
los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus
fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían
estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a
otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería
fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de
arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que
alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a
excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la
rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece
condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La
voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas
del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación
estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y
alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea
posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se
pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos
lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza
sincera y real, monasterios...
Y sin embargo,
sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha
de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un
viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas, congelándome,
y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá definitivamente su
razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en ella. Porque ese
tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida invención de mi cansado
corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella carta, buscando un
pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes sin nadie y sin nada
en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras estaciones desiertas,
otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la suerte, idénticamente
solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando sin fe un
destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es inútil, que
ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí
que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de
mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría,
porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está
entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso
así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender
en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún,
con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera
descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que
hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito,
sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén
desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren
que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino
que viene a reclamarme.
Des-Vivir*
Como casi todas
las mañanas
florece la luz
en el umbral del día.
Un asalto de
trinos se hace responsable
de escandalosa
alegría.
(Dentro de la
casa escribo versos, historias
que nunca serán
leídas...)
En el
rectángulo de luces y colores
las noticias
precipitan
su porción de
todo tipo de miserias.
Desenfunda el
viento sus látigos.
Azota a su paso
la realidad de miles.
Se desmadra la
lluvia que castiga y castiga.
Y los hombres
¡ah, los hombres! ocupados
en la dura
fatiga del desencuentro.
Me convierto en
cazadora de sombras esquivas.
Impotente.
También en mí
se inundan los matices.
A un lado los
versos, las historias!
Otra vez
un asalto de
pájaros desmiente
el gris-el
dolor-el infortunio-el desigual lenguaje
de esta raza
humana
que aún sin
entender...
des-Vive.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
POEMA
DESPOBLADO DE VERDE*
“Desde ese entonces
data la ferviente
y abrasadora
sed que me arrebata”
NICANOR PARRA
De qué sirve mi
verde si vos no estás conmigo
De qué sirven
mis cenizas de amor
El sol.
Armado con
lanzas de fuego.
Verdugo
implacable del bosque profundo,
Despuebla
Mi pajonal de
verde.
Arde rojo de
sangre y ceniza.
La luna,
Piadosa, le
acerca
La humedad
plateada del amor.
De qué sirve la
luna, en cenizas de ausencia
Si al irte te
has llevado mi esplendor hecho verde.
¡Oh, dioses del
averno, acallad mi boca!
¡Oh, sol! ¡Oh,
pajonal!
¡Despobladme de
verde las manos!
¡Lo merezco!
¡Cambiad mi
sangre por arena!
Olvidé:
El verde
deslizante de la lagartija entre las piedras.
El arco iris
sonoro de los loros.
El verde
denunciante de los árboles quietos.
Olvidé el
picaflor.
Ese pequeño
pájaro dormido
Que busca el
refugio de mi boca.
De qué sirve el
solsticio que se anuncia
Si mi corazón
no es una yema verde, verde espera
El sol
Desarmado, sin
lanzas, ni fuego.
Compañero
ardiente del bosque profundo,
Puebla
Mi pajonal de
verde.
La ceniza se va
y la sangre queda.
La luna,
Más luna que
nunca,
Le acerca
La humedad
plateada del arraigo.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
IGNORANCIA DE LA
NUCA Y EL PERFIL*
Juan tiene un
nombre común, un nombre casi anónimo por multiplicación de individuos. Juan, a
quien le ví un rostro difusamente conocido, me pidió que le firmase un libro y
le hiciera una dedicatoria.
Yo no soy una
autora famosa harta de halagos y expeditiva por hartazgo.
Hablé con Juan,
le pregunté "¿Y quién sos?". Me contestó que no sabe quién es. Le
respondí que eso es algo que nadie sabe, que nadie sabe quién es, y dije esto
siendo poco original aunque sea efectivamente cierto. A Juan, que no sabe quién
es, escribí.
Nadie sabe
quién es, cuál es su esencia, aquellas cosas de las cuales es capaz pero no
hace por falta de oportunidad o por no estar lo bastante motivado.
Nos percatamos
de que es difícil conocer nuestro interior, creo que podemos acordar con
cualquiera en que hay una rápida coincidencia en que sentimos esto, pero rara
vez notamos que al ver el mundo, (el universo, si queremos ser muy
abarcativos), al ver el universo no nos vemos en él a nosotros mismos. Todo lo
vemos, menos a nuestra propia presencia. Alguna vez un vidrio, un espejo,
alguna superficie brillante nos muestra nuestra imagen, pero esa imagen nos
mira de frente, alerta y posando para nuestra mirada.
Conocemos al
detalle los pormenores de cómo nuestros amigos caminan, sonríen, se enojan.
Podemos describir cómo éste se inclina hacia atrás, cómo ella sacude la cabeza
aseverando lo que dice, cómo se pierde la vista de él cuando en medio de la
reunión súbitamente se sumerge en las profundidades de su propio reducto.
Pero a
nosotros, a nosotros mismos no podemos describirnos con propiedad. Cómo
caminamos, cómo nos paramos, cómo cambia la mirada cuando una oscuridad nos
ensombrece. Son otros quienes nos descifran y reconocen.
Nosotros
estamos condenados a ver sin vernos. Nuestra mirada va hacia delante, hacia lo
exterior, lo que tenemos enfrente. Nosotros no estamos en ese mundo que nos
rodea.
Cuando Myriam
se topó de pronto con su imagen chocando en un comercio con un espejo, pudo
verse como a una señora un poco confundida que se hacía a un lado, y por un
segundo pudo darse cuenta de cómo la ven los demás. Por qué alguien le cede el
asiento en el autobús, si en sus sueños sigue apareciendo la muchacha que fue y
que quizás eternamente siga siendo en el territorio de lo profundo. Myriam ve
una señora, y por un segundo de extrañeza vislumbra la imagen elusiva que se
refleja en los ojos ajenos.
En las
fotografías y en las filmaciones nos quejamos de lo mal que salimos retratados.
No podemos vernos, no queremos vernos, no deseamos modificar ese personaje que
vagamente se nos parece pero es una construcción de nuestra imaginación.
Entre los
objetos y los seres, uno hay que no podremos conocer jamás.
Para nombrarlo,
le damos el más común y el más engañoso de los apelativos.
Le decimos
"yo".
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
El crepúsculo o
la última batalla de una diosa*
El espacio se
cruza de agua y de sonidos, y el sabor de lo perdido que vuelve.
La lluvia
abrillanta el olor de las flores. Hay un sueño a punto de aparecer y un antiguo
color.
El fuego
irradia hasta invitar a lo íntimo.
Besos errantes,
paseo por el tiempo y una casa en el mar con chimenea.
El fuego inventa
imágenes. Sol que se retira, pero antes de hacerlo, despliega una revolución
roja en el cielo. La violencia de la belleza.
El crepúsculo
es la última batalla ardiente... La firma de un dios que no se rinde en la hoja
celeste o será diosa con sus colores cambiantes. Una diosa todavía inocente con
los bolsillos que se abren y desparraman sus hogueras brillantes. Una diosa si,
dios es perfecto y se murió por nosotros me dijeron, pero una diosa vive y
saltan sus chispas vitales a chorros imperfectos.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
LAS MUJERES DE
PIEDRA *
Nosotras las
mujeres de piedra vivimos en cavernas sombrías
Dormimos. Lecho
diurno de cactus que florece de noche.
Vivimos y
morimos en la Sima de los Huesos
Un cóndor
moribundo llora su soledad partida en dos.
Llora el tajo
en la roca.
Varias rocas.
Varios tajos. La misma roca, el mismo tajo.
Nosotras las
mujeres de piedra sangramos en arena impoluta.
Dura Madre Roca
madre, las mujeres de piedra.
La herida del
amor tiñe las verbenas azules.
Grandes grietas
parten de nuestro ombligo.
Desgarran la
placenta de piedra
El agua
bautismal desciende de las cumbres,
Cubre de carmín
y desdibuja las montanas azules
Atraviesan los
llanos, los valles de la muerte.
Alumbramiento.
Roja luna se
refleja en los pequeños charcos.
Nos ha tatuado
el tiempo y el hombre.
Las mujeres de
piedra llevamos en el útero secretos milenarios.
En nuestro
vientre se inscribe la historia de los siglos.
Cantamos
Aleluya. Cicatrices y huellas.
Voces previas a
la palabra escrita.
Bendita seas
flecha que desanda los pasos de la tierra.
Las mujeres de
piedra albergamos en abrazo de tierra
El polvo de los
árboles, del animal, del hombre
Por eso las
mujeres de piedra, vivimos, gozosas, en cavernas sombrías.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
-Del libro
“NOSOTRAS”.
InvenTREN
La crisis del
chocolate*
*Por hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
& Eduardo
Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
¿Por qué íbamos
a preveer errores, si avanzábamos sobre teorías sólidas?... La crisis del
chocolate se extendía a nivel mundial. Parecía que las plantas de cacao se
hubiesen puesto en huelga hasta que las especies transgénicas, introducidas a
cada país con tratados de libre comercio, renunciaran a sus patentes en el
mercado.
Eran esos
tiempos futuros, o arcaicos (nadie lo sabe bien), en que el chocolate era
valorado más que el oro u el cobre en estos días. El Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional se vieron obligados a intervenir para rescatar al país
de lo que los expertos ya llamaban "La Crisis del Chocolate",
elaborando un oportuno plan, como en casos similares suelen ser elaborados.
Las ya
tradicionales opciones fueron consideradas: instaurar una dictadura militar,
despidos masivos, privatizaciones, permitir que una potencia invada al país
para rescatarlo, incrementar la deuda externa... Incluso la opción de dejar al
mercado nacional sin protección del Estado, para que por un milagro del mercado
mundial se estabilizara el país y lo sacara de esta terrible crisis; algo así
como cuando los extraterrestres secuestran a las personas (principalmente
mujeres, aunque luego suele haber equivocaciones), y usando técnicas de
inseminación artificial les dejan preñadas, solo que en este caso: usando
dinero y países para los experimentos.
La crisis
avanzaba rápidamente, y el plan debía ser definido; pero la experiencia
histórica frenaba cada opción al recordar que ninguna de ellas, ni todas
implementadas al mismo tiempo, resolvían crisis alguna y sólo protegía los
intereses de los grandes capitalistas. Fue entonces que la respuesta que se
buscaba, aquella que aportaría la evidencia rotunda de lo acertado de las
doctrinas neoliberales, apareció para salvar al país: se adoptarían todas las
opciones tradicionales, pero además, y ésta fue la gran respuesta, se
construiría una fábrica de chocolate.
Y así fue: la
construcción se inició un par de horas después de consumado el golpe militar.
La localidad elegida fue el pueblito de Herrera Vegas, junto a la vieja
estación abandonada del ferrocarril. Su construcción traería desarrollo y
empleos a la localidad, además de chocolate a la nación.
Lo que causó la
primera sorpresa fue el gran letrero a la entrada de la fábrica, que anunciaba
el nombre: "Alfonso Luis Herrera"; que hacía recordar esos tiempos de
la revolución mexicana de 1910, donde el tercer mundo había intentado definir una
ciencia que se distinguiera del resto por haberse originado en un país llamado
"subdesarrollado", y por haber intentado unificar la experiencia y
expectativas del pueblo con las explicaciones naturales del Universo:
FÁBRICA DE
CHOCOLATE "ALFONSO LUIS HERRERA"
Auspiciada por
el Banco Mundial.
Herrera Vegas,
Buenos Aires. República Argentina.
"El
patriotismo tiene una base química, pues nuestras cenizas irán a formar parte
de nuestros descendientes; estamos formados con detritus de nuestros
antecesores y otros seres y minerales de nuestra patria. Después de una guerra,
las sales de los muertos, por medio de los vegetales, el trigo, el pan, etc.,
nutrirán los futuros pobladores de la región en que se dieron las batallas, lo
que significa una reconciliación química profunda de las razas
combatientes"
(Alfonso L.
Herrera)
Al poco tiempo,
las cosas marchaban como era de esperarse: la crisis poco o nada se había
resuelto, las medidas adoptadas sólo habían logrado dar estabilidad a los
grandes capitalistas, los pobres trabajaban más y comían menos, y la deuda
externa se había incrementado en algunos millones de dólares. Todos llegaban a
la estación Herrera Vegas con la curiosidad de saber qué se hacía en la fábrica,
pero quienes lograban entrar salían siendo personas completamente distintas,
aún cuando seguían siendo los mismos (algo por demás extraño de explicar).
Los rumores
comenzaron a causar desconfianza, pues nadie había visto por la región algún
chocolate de los producidos por la fábrica, y regularmente eran observados
cargamentos que llegaban al ferrocarril, transportando equipos de laboratorio,
secuenciadores de genes, sustancias químicas y demás cosas que pasarían
inadvertidas, si a donde eran llevadas no fuera una fábrica de chocolate.
Y es que dentro
de ésta, colocado inmediatamente en la entrada, se encontraba un espejo que
tenía la curiosa propiedad de invertir la simetría de las moléculas en todo
aquello que se reflejara en él. Este espejo era utilizado con el fin de
invertir la simetría quiral en los seres vivos, pues una propiedad de todos
ellos es que los elementos moleculares que los constituyen, en cuanto a los
aminoácidos que forman parte de las proteínas y los azúcares que componen el
material genético (ADN y ARN), se orientan a un lado en particular: los
aminoácidos en los sistemas biológicos son izquierdos (levógiros), y los
azúcares son derechos (dextrógiros). Bien, el espejo invertía esta simetría
(esta quiralidad), en todo ser vivo que se reflejaba en él.
A poco de
andar, nos dimos cuenta con Astrid que el proyecto real no iba a ser
aceptado ni entendido. Aún en ese mismo Centro de Investigación Avanzada, donde
se desarrollaban ideas muy audaces.
¿Cómo podíamos
aceptar ser auditados por los organismos que financiaran las obras y el
equipamiento?
Tuvimos que
fabricar chocolate -el oro de la época- para poder sostener la investigación
básica.
¿Como explicar
que el proyecto contaba con la colaboración de una civilización extraterrena?
¿O que nuestras
creaciones genéticas estaban poblando el planeta incubadora Gl 581 C?
Nosotros
trabajábamos en la inversión y/o modificación genética de la vida. No
imaginábamos que nuestros procedimientos alteraran la ideología de los sujetos.
El marco teórico nos llevaba a suponer que la ideología de los sujetos es
más dura e inmutable que su genética.
Así pensábamos
hasta poco tiempo atrás, cuando en el marco de la visita de un economista, jefe
del Banco Mundial, ocurrió un acontecimiento imprevisto: Mientras el hombre
recorría la línea de producción de monedas de chocolate -las cuales pueden ser
consumidas o utilizadas como medio de pago hasta la fecha de vencimiento, pues
vale aclarar que en nuestra época, el dinero es comestible y tiene fecha de
vencimiento en su utilización- fue entonces cuando notamos que el espejo
inversor había quedado descubierto por una esquina, y sin poder evitarlo, el
economista se reflejó en él. Cruzamos miradas de pánico pero no ocurrió nada,
todo siguió aparentemente igual.
Al final de la
visita, Astrid acompañó al hombre hasta la estación. Para el horario de llegada
del tren faltaban unos 20 minutos. Al rato de llegar, el hombre se disculpó un
momento para ir al baño de la estación. Caminó hasta el muro lateral -pintado
impecablemente de color arena- y allí, a la vista de muchos pasajeros que
aguardaban el tren al igual que él. Extrajo de sus ropas un aerosol de pintura.
¿Lo había robado de nuestra fábrica, en la sección donde rotulan la producción
embalada en cajones?
Astrid saco fotos
con la cámara de su teléfono celular mientras pintaba el muro, y otras al
graffiti finalizado:
"La
burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces
se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto,
al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus
servidores asalariados"
-Marx y Engels-
"El
capitalismo es una mafia"
"Lea El
Capital y El Manifiesto Comunista".
Ya ha pasado
algún tiempo y todavía no tenemos una explicación confiable a este suceso.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
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