*Dibujo de Erika Kuhn.
LOS ZAPATOS DE
GRAVINO*
A Luis Calvo,
a
José Emilio Tallarico
No le quiten,
no le quiten,
por favor no le
quiten los zapatos a Gravino,
cuando él ya
está tendido en la cama, y
mirando con
desconfianza el viejo techo,
porque acaso en
sueños o en ensueños
él necesite
andar por los barrios lejanos,
cruzar las
plazas, y entrar a una cantina
desvelada
y tomarse una
copa, una sola, de ginebra,
para entonarse
con el aire de esa hora
en que los
perros vagabundos
cruzan la
avenida y dan vuelta por la
esquina.
Todo buen
caminante como todo soñador
necesitará
siempre sus zapatos
así como todo
marido fiel necesita siempre
un sombrero.
No le quiten,
no le quiten,
por favor Luis,
por favor José,
no le quiten de
los pies esas suelas
memoriosas,
que supieron
hacer el recorrido olvidado de
todos los
tranvías.
Además está
visto: él vio la historia como
quien la sabe
ver
desde un
ring-side, golpe a golpe y sin
campana
salvadora. El
también vio cómo los vientos
nacionales
golpeaban sin
piedad contra puertas y
ventanas.
(Y esto no es
propaganda, no es liviandad,
no es lavarse
las manos, ni es invento.)
Él ya dice, y
repite, año 2015: “qué me van
a hablar
de amor”; o
como su famoso tío poeta: “no
me cuenten
cuentos; yo ya
me sé todos los cuentos”.
Él siempre
creyó,
por otra parte,
en la dialéctica de Breton,
en los dibujos
de aire de Tchaikovsky
y en los
noctámbulos gatos de Olivari.
Él quiere,
sólo quiere, y
hay que dejarlo, rememorar
a Homero Manzi
y hacerle otro
sencillo homenaje a Cortázar;
y seguir
creyendo
en Kafka, en su
sinceridad ética y política,
en el gran
Gandhi,
y en Van Gogh.
O sea: dicho de otro modo,
entre el viento
helado y los
mares revueltos del siglo,
él divisó,
casi hundido,
un tronco que flotaba, y se
subió
a él, lo arañó
como pudo, y no se bajó más
de ese tronco,
por el que
flota y revive por las calles, con
sus pasos,
sus miradas,
sus acordes, sus olvidos. Es
que
él no tiene
otra salvación, otra salida, otra
tangente,
otra veta. No
le quiten, no le vayan a quitar,
aunque sea
tarde, muy tarde, los zapatos
a Gravino.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Buenos Aires,
marzo de 2015
-Amadeo
Gravino nació en Buenos Aires en 1945. Poeta de vasta obra. El mes
pasado se presentó en el ciclo del Café
Montserrat su
antología.
MIENTRAS LA INTACTA HERIDA SE MIRA EN EL ESPEJO…
RETORNO*
La idea del
perpetuo retorno es un misterio.
Una falacia.
Una necesidad absurda de quedarse
Ya lo dijo
Eráclito de Efeso.
Nada vuelve.
Somos un crepúsculo sin tiempo.
Es casi
demencial pensar en el regreso.
Es terrible
pensar que todo y nada será igual.
Los duelos nos
carcomen, pero no nos derriban.
Morir de pie
como los árboles, esa es la cuestión.
Ellos pelean
con la muerte día a día.
-La muerte no
es el efecto terminal-
A veces es
comienzo de otras muertes.
Ella siente, no
es esposo ni amante.
Solo un niño en
un cesto de sombras.
Lo vio una vez.
Mil veces una vez.
Lo acurrucó. Lo
sumergió en su laguna de senos
Lamió su cuerpo
y bebió su ardor, su fiebre.
Leve olor en
las plumas de ganso.
Mirar las
golondrinas en invierno.
Acaso cada cual
lleve una luna menguante en su maleta-
Es la negación
de la soledad.
¿La fábula
encubre la incapacidad de amar?
Cada uno guarda
un muerto en su ropero.
Ellos sufren un
deja vu constante.
¿Retornaremos,
amor mío?
Es casi
demencial amarnos en octubre.
Mientras la
intacta herida se mira en el espejo.
Dementes.
Insensatos. Desquiciados.
Esperamos
Volvemos. Volamos.
-Ven colibrí,
bebe de mi boca-
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
LA CORDILLERA*
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Al norte de los
montes pelados, allí donde la vegetación se adueña de las piedras y cubre los
caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un pueblecito. Se trata de una
pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y
un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y
piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el
aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la
atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón
oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas
regiones y la falta de cuidados. Frente a la puerta de la antigua capilla se
extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una hermosa fuente de piedra,
no menos antigua que los edificios circundantes, de la que no cesa de manar un
agua fresca y cristalina. Las construcciones que rodean la plaza son fuertes y
austeras, con paredes muy gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno,
puede verse surgir un humo denso y oscuro, producto de la combustión de los
tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la
nieve que poco a poco va blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto
del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un
intrincado camino de algo más de metro y medio de anchura al que los aldeanos
denominan pomposa y llanamente “carretera”. “…No, señor. No somos muchos los
que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos tan viejos como yo.
Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos todos. ¡Qué va! Siempre
está viniendo gente, como si aquí hubiera algo… Sí, vienen de otras aldeas
pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y también, fíjese, de la ciudad.
Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del sur”. Invariablemente del sur…
Hacia el norte se halla la cordillera.
Nadie sabe qué
hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados,
con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que
parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de
los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que
califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero
unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con
similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con
igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a
marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del
éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un
nuevo equipo visita la zona. “… y así desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se
quedan aquí en secreto. Abandonan sus modales, su pedantería y muy pronto se
confunden con nosotros. Pero nunca conseguimos enterarnos de nada. No sabemos
qué es lo que miran y remiran tantas veces por los aparatos. En el pueblo se
dice que igual quieren saber cómo son de altas las montañas. Cuando llegan se
les ve ansiosos, preocupados. Se ponen a trabajar como si no hubiera otra cosa
en la vida, sin importarles que pueda descargar una tormenta, noche y día,
hasta que encuentran o creen que han encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro
días sin probar bocado, y eso que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya
sabe, somos buena gente. No duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como
si hubiera ahí algo que nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la
verdad, no creo que estén midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una
tarde que lo que hacen es mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay
al otro lado. Debe ser algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan
contentos. Aunque mi hermana dice que son los guisos que preparamos para ellos
lo que les pone de tan buen humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y
ella debe saberlo, porque estuvo una vez.” Otros ancianos, más leídos,
consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de la roca que
forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a través de la
piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el gobierno está
construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que pasará muy
cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de gente
desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de sus
hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y las
estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus
vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su
paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que
se aventuran a alejarse de sus casas. Los jóvenes, ante la falta de expectativas,
se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se dice que hay trabajo en la
industria y buenos salarios; pero siempre regresan, cansados, viejos y sin
riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas cultivable. A veces, en la
madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos con un macuto al hombro
dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca regresan. Jamás envían
correspondencia. “… Al principio organizábamos batidas por el bosque,
rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada.
Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no
buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos.
Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos
ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los primeros días, su familia
los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a
ser como antes…” Desde tiempo inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo
año tras año como en una secuencia interminable. Siempre con idénticos
resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el
ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera. Todos los días llegan
automóviles cargados de personas provenientes de los llanos del sur. Todos
vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se
han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a
las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos escaladores. A la
mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera para no regresar.
“… En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede
ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan
decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero
somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no
podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice son las más tendidas.
Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la capital cuando era
joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue el momento,
subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles
y nuestros huesos pesen demasiado.” De momento, el pueblo se está quedando
desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las ciudades. Y
los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño, apenas logra
reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente de piedra o
en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí, sentados, van
dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras mirando por las
ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera de lo que el
viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada uno de ellos,
cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior. Entonces, aunque el
día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos en una bolsa
los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin una lágrima,
hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros valles, de
otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.
-Sergio
Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
“SAUDADES” *
“La peor forma
de extrañar a alguien es estar sentado a su lado y saber que nunca lo podrás
tener”
GABRIEL GARCÍA
MÁRQUEZ.
Turbulenta.
Marginada. Singular.
Así, te
extraño.
Muero de tanto
extrañarte corazón.
Siento el
vértigo en el exacto punto del hastío.
Un irrefrenable
deseo de dejarme caer.
Primitiva.
Hedonista. Irracional. Febril.
Parir amores
sin pecado original.
Tiemblo de frío
y nostalgia.
Un tazón de
leche. Un fogón. Zapatos. Busco.
Virgen
peregrina de los desarraigos.
¿Casualidad es
el nombre del pájaro posado en mi boca?
No. No lo creo.
No.
Las campanas
tienen plumas oscuras.
Los tabúes se
visten de esmoquin y galera.
La turbulencia
del deseo, es un vértigo inquieto.
Aquí y ahora.
Tenebrosa. Desarmada y desnuda.
Así me quiero.
Sin toga ni corpiño.
Así, pura y
descubierta, mi osamenta.
Es necesario no
despojarse del espejo.
Basta elevar la
copa del destierro y beberla; de un trago.
La vida es un
juego con reglas. Imposible, infringirlas.
Pero el barro
es una tentación que no decae.
Empujar el
cuerpo hasta el límite.
No. No me muero
de frío, aunque tirite.
Muero, de tanto
extrañarme, corazón.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
El Mensajero*
El Mensajero ha
llegado. El deshielo ha posibilitado circular por los viejos caminos. Lo nuevo
enaltece a lo antiguo y la primavera ya asoma sus dedos cálidos por una ventana
de oro. Intuimos o creemos percibir, el roce de las mandíbulas de las grandes
orugas que surgirán en pocos días. El Mensajero quizás, se ha alimentado
asiduamente de dichas orugas. Enflaquecido, grisáceo, sospechamos en su mirada
una fiebre que nos es ajena. Extrañamente sus primeras palabras pronunciadas
suenan incomprensibles, luego deducimos algunas en un lenguaje extranjero, un
idioma ya fósil. Inútil entenderse con este emisario, también nuestras
preguntas y nuestros gestos le resultan hirientes o intimidantes. El Mensajero
abre su morral y nos entrega su mensaje. Dos cartas de viejo papel, repletas de
tipografías extrañas en un lenguaje exótico, una tercera carta en blanco, las tres
manchadas por el lacre azul de la correspondencia oficial. Luego nos entrega un
puñal quebrado y deposita sobre el centro de una mesa una perfecta manzana de
plata. Todo esto nos es impropio y oscuro. El Coronel ordena aplicarle el arte
de la tortura, pero dos o tres voces se alzan en su defensa y nuevamente son
clausuradas las mazmorras. Igualmente por el esfuerzo de llegar hasta nuestro
poblado se organiza en su honor una pequeña ceremonia donde se le otorgara una
medalla y una pensión vitalicia si decidiera quedarse con nosotros. Algunas
viudas (que abundan en nuestra comunidad) ya han acicalado sus casas y pulido
la vajilla, el Mensajero no deja de ser un hombre guapo y todavía joven. Por
precaución y al amparo de la noche se fortifican las murallas y se preparan las
armas. Los ancianos izan cientos de cometas para evitar la intrusión de
voladores. Pasan los días y el Mensajero enferma y muere. Al cabo de algunos
meses los aprestos para la guerra son relegados al olvido. El consejo presidido
por el Coronel decide transmitir el mensaje. Consideramos que es egoísta
quedarnos con un conocimiento que se nos escapa. Tal vez el mensaje es erróneo.
Y es así como una fría madrugada cargo en mi morral las cartas y la manzana de
plata. En mi cinturón llevo un puñal nuevo. Solo sé que me aguardan los caminos
del invierno.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
Sobre cierto
arte*
Todas las
noches, un hombre miope sale al patio de su casa y mira hacia el cielo
estrellado. La debilidad innata de sus ojos le impide percibir con nitidez el
paisaje majestuoso que se extiende sobre él. No obstante, en aquellos débiles
fulgores apenas vislumbrados alcanza a intuir la mágica esencia de algún
secreto cósmico, y eso lo hace feliz.
Al día
siguiente, todavía conmovido por los fragmentos de eternidad que ha logrado capturar,
resuelve compartir sus modestos hallazgos con todo aquél que quiera escucharlo.
Pero apenas abre la boca frente a algún interesado, descubre con tristeza que,
por más que se esfuerce, no acierta a encontrar las frases apropiadas, ni puede
tampoco dejar de tartamudear. De su garganta sólo surge, entonces, un parlotear
confuso, compuesto de palabras incoherentes, fatalmente imprecisas. Su discurso
termina siendo sólo un pálido reflejo de otro pálido reflejo.
El frustrante
proceso se reitera día a día.
Y sin embargo
–he aquí el auténtico misterio- hay gente que al ver pasar al miope tartamudo
lo mira con admiración y comenta con gratitud: “ese hombre me ha enseñado lo
que son las estrellas”.
*De Alfredo
Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
¿Los recuerdos
necesitan hábitat?*
Las
luciérnagas eran tan grandes que marcaban el espacio de la noche. Con
extrañeza. Latidos, furia de la espuma contra la piedra. Había buscado la casa
de mis padres frente al mar y parecía haberse disipado en el tiempo. ¿Se pueden
ir por una fisura las paredes, los techos, los pisos? Pensé "intento un
poco más" y la encontré, en ese momento surgió el resplandor. No se había
esfumado el lugar cobijo de memorias y una de mi veía a la otra mirando desde
todas las ventanas de esa casa el mar, siempre el mar, desde todos los bordes.
El mar y la mirada.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
MIEDO*
“Hay un pájaro
azul en mi corazón que quiere salir pero soy duro con él, le digo quédate ahí
dentro, no voy a permitir que nadie te vea..."
CHARLES
BUKOWSKI
Ya lo siento
llegar.
En un rumor de
pasos que adelgazan la noche.
El viento ha
silbado tres veces. Ha llorado tres veces.
Tres veces lo
ha negado.
Pero él avanza
con su falo y su dedo, erectos.
Se acomoda en
mi cama.
Me cubre con su
cuerpo pesado.
Su aliento me
apuñala la espalda.
Me huele, me
habla, casi secretamente.
Se hunde en mí.
Me muerde.
Es una enorme
boca que devora la casa de mi infancia.
Los ladrillos
de luna. Los racimos.
Engulle sin
piedad la patria de mis ruidos impúberes.
El viento en
las ventanas. Las voces sacrosantas.
El tintineo de
las amapolas en la lluvia.
Y no hay
barcos, ni albergues, ni barriletes nuevos.
Y las palomas
migran, y los cielos y los dioses.
Solo quedan los
miopes y las cucarachas.
Los paralíticos
y una que otra langosta.
Y cuando
bendigo la impalpable luz de la locura.
Un mendigo me
acaricia los ojos y la boca.
Y lo beso, y lo
tomo y lo albergo.
Trae un pájaro
azul en su mirada
Me besa las
yemas de los dedos.
Y me dice con
su voz de cristal amargo.
Déjalo que
salga... y anda.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
***
http://inventren.blogspot.com/
CASBAS*
(De la Estación
Casbas. – Ferrocarril Midland)
En una historia
de Ray Bradbury, un hombre de joven no había abordado un tren. Por alguna razón
que no recuerdo o quizás no conste en el relato, este hombre con el pasaje pago
y el ticket en el bolsillo, había dejado pasar ese tren que se descarriló.
Todos murieron.
En la historia
de Ray Bradbury, el hombre vive una vida ordinaria trabajando, forma una
familia, pero siempre está atento a ese tren fantasmal que finalmente vendrá a
buscarlo. La muerte es, para él como para tantos, un expreso de medianoche.
Esto ocurre en
un cuento, por lo tanto ocurre lo esperado y la muerte viene a buscarlo sobre
vías de niebla; se ve el faro delantero iluminando oscuras arboledas, se
escucha el imposible traqueteo, la imagen final es la del tren repleto de
pasajeros que aparece en la noche para que se cumpla el destino aplazado del protagonista.
Aquí, lejos de
Illinois, en la estación Casbas una mujer espera en el andén. La estación es
ahora un museo, pero la mujer se obstina en ese andén sin trenes.
Me dirán que la
mujer espera el amor que partió, que espera la muerte que ha de venir. No lo
sabemos aun. Todavía hace falta mirarla un poco, descifrar las arrugas en la
frente, descorrer algunos velos.
En un banco de
madera y hierro la mujer se mece, se arrulla, se va desatando de la familia y
la ciudad. Se desvanece de a poco esta mujer que ahora se que no espera un tren
que venga a llevársela. Se desdibuja en tonos sepia, en rosados y mancha de
agua sobre papel.
La mujer no
espera la muerte, ni el amor. Ha venido a la estación sin trenes para saber que
nadie la vendrá a buscar. Sola, solita, la mujer se va despidiendo de sí.
No necesita
transporte para escapar hacia adentro.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
***
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POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
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RUPERTO GODOY.
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