*Obra de Joaquín Sorolla.
(27 de febrero de 1863 Valencia
- 10 de agosto de 1923 Cercedilla)
*
El océano piensa soy infinito
mis olas son abanicos de gotas golpeadas por la luz
hay una nena en la playa jugando con arena
que quiere venir a cabalgarme
le da miedo y decide montar
a las palabras
sé que a veces llaman a eso poemas
la nena esconde la belleza en el baldecito húmedo de arena
y espera
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
ABANICOS DE GOTAS GOLPEADAS POR LA LUZ...
No queremos paraguas*
Nervaduras de lluvia, nos tocan ciertos días, nos
mojan desde adentro, como el roce de un cielo íntimo, sabio, después nos
abrillantamos, las gotas juegan, el desierto se aleja.
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
Es bella la vida con música en los ojos
la sonrisa hablándole a la vida
y tú, cantándole
a la princesa bella del alba
al amanecer límpido de voces.
La vida es bella
como bello es el amor
ante la sedienta tristeza que se apaga
por banales esquirlas.
Colgaremos cada pena
en el cordón de la desmemoria
para soñar el cielo que abre las estrellas
en la sonrisa del sueño.
Y tú y yo desde esta distancia
recordaremos una utópica vida de amor
sin dudas. Sin presagios.
La vida de amor y esta música
alimentan cada primavera del alma
no deja de dar vueltas y vueltas.
Cierra cada párpado a la lágrima marina
en la tibia conciencia alegremente saludable
de sabernos vivos amor
de sabernos...
AMÉN*
Lo conocí mucho antes del destierro
Antes de la luz.
Estaba en el espacio de un tiempo sin edad.
Habíamos recorrido los cauces del Río del Olvido.
Vimos las huellas de Caín entre amapolas y lirios pisoteados.
Encontramos golondrinas degolladas.
Testigos de la puerta tapiada de la bella durmiente.
Divisamos la morada del lobo y su cortejo.
En nombre del Padre al vacío empujaban el Hijo.
Fuimos al adiós de la rosa impoluta del martirio.
No conocía su voz ni sus silencios.
Oí su voz. ¡Ay! y era mi voz.
Voz silencio de arena y equinoccio de otoño.
Voz de sal y bálsamo en el costado abierto.
Voz de vides, de leños crepitantes.
Voz de puñal de plata.
Voz de grito.
No he tocado las yemas de sus dedos ni sus brotes.
No he tocado sus manos, ¡ay! sus manos. Conocidas, antiguas.
Manos con manchas angustiosas de tinta.
Manos aferradas a las salvajes crines de los vientos.
Manos de ocasos y de auroras.
Manos de pan y vino.
No he tocado las yemas de sus dedos.
Sin embargo, he andado y desandado sus arterias.
He besado el arco tenso de sus sienes.
He recorrido, con mi boca, la alfombra de sus huellas.
He descansado en sus cepas, niña triste de incienso.
Es el mensajero del retorno del agua.
De la palabra nueva. De la sal y la greda.
De la lumbre y el aire.
De la unidad de naipes fragmentados.
Si embargo, quizás nadie lo sepa.
Bajo la piel de árbol milenario, palabras escondidas
Escondidas palabras, saben a veneno, a bilis, a miel amarga.
Nadie ha de saber tampoco, cuando ahueca su mano
(Saciedad hoguera del poeta.)
Muere gota a gota…
Y a la vez renace.
Renace. Bálsamo, savia, zumo de eternidad, amén.
*De Amelia Arellano.
Los fantasmas*
Sus padres le habían encerrado en aquella habitación como castigo
por sus malas notas. De nada habían servido sus súplicas y sus gritos de miedo
implorando que no le encerraran "porque la estancia estaba llena de
fantasmas", únicamente habían arrancado unas sonrisas despectivas.
Llevaba veinte minutos en la penumbra de la habitación y ya
comenzaban a manifestarse. Pequeños ruidos en el armario, movimientos de las
cortinas y ráfagas de aire caliente en su nuca lo llevaban a un estado de
pánico irracional. Acurrucado en un rincón se sentía paralizado, incapaz de
pensar en otra cosa que no fuera huir, salir de la habitación, escapar.
De pronto, notó que algo le estaba tocando un brazo. Con el rabillo
del ojo percibió una sombra humanoide que flotaba a su lado. Alocadamente saltó
por encima de la cama intentando escapar y corrió hacia la puerta cerrada. No
se detuvo.
Se encontró en el pasillo, al otro lado de la puerta. ¡Había pasado
a través de ella!. Suspiró aliviado. Por fin había conseguido atravesarla.
Había valido la pena fijarse durante los otros castigos en como lo hacían los
fantasmas de la maldita habitación.
*
Acostumbro transitar
por la piel de los recuerdos.
Voy
y vuelvo...
Pero hoy no quiero
voy a cerrar esas puertas
sucede que actúan calladamente
en silencio...
pero me he dado cuenta
que en sus amplios bolsillos
suelen robarme el presente.
TIERRA ASENTADA*
Me cuenta Miguel lo que otros contaron, que es una forma de
homenaje a los narradores, a lo narrado, a la memoria que se derrite como el
hielo en verano, que se esfuma, que tiende a desaparecer.
Y me cuenta Miguel que le contó Antonio que su padre, brazos en
jarra frente al mar, le dijo "qué lecos está mi
casa", italiano frente al mar, italiano frente al océano,
frente a la inmensidad del espacio pero más del tiempo. "Qué
lecos está mi casa", y le aclara "mi
casa de la infancia". Todo un mar, señor Cali, todo un mar
entre su Italia y la América.
Y cuenta Miguel que su amiga Inés le dijo una historia, me imagino
historia contada a media voz, historia de sobremesa, cuando la luz he decaído,
la emoción florece y los vellos sutiles propenden a erizarse frente a lo
intangible, a lo tan real que se puede tocar con esos, los dedos verdaderos del
comprender por completo.
Inés le contó a Miguel que su mamá llamó a un taxi, le dio la
dirección de su casa para volver a ella, y el taxista comprobó que la casa a la
que la señora quería dirigirse era esa de la cual había salido recién para
tomar el taxi. Sería, me imagino, la casa de la infancia. Pero ella no quería
volver a esta casa presente, a esta casa donde ella es vieja y su hija ya no
juega ni llora con las rodillas raspadas. Ella no quiere esta casa repintada,
transformada, con gentes distintas a fuerza de calendarios y sucesos y vida que
transcurre. Ella quiere volver a su casa de la infancia.
El océano del tiempo la separa de esa casa de fantasmas. Cómo
podría ser esta casa la casa de la infancia, si aquí papá no está, si en esta
cocina las manos de mamá no amasan los tallarines en la mesa empolvada de
harinas pasadas, ya irremediablemente posadas en la madera que ya no está.
Y mi madre vuelta a su Euskadi que me dice que aquí por donde pasa
la autovía era la fábrica, y aquí donde ya nada hay, en este sitio que ya no es
pero fue, ella jugaba. Y el señor Coiro con sus ojos de cielo, plantando en
este clima dos sufridas parras y un nogal retorcido para traerse un pedacito de
su paisaje de montañas.
Me doy cuenta de que esta es una tierra de gentes sin hogar.
Mudados de ciudad o de país, mudados de casa, pocos pueden atrapar el polvo
dorado que los rayos de luz orlaban para sus abuelos. Me doy cuenta de que esta
tierra es una tierra de gente trashumante, que tiene la extraña costumbre de envejecer,
de perder amigos familia y conocidos, de viajar el tiempo que aleja aleja aleja
irremisiblemente de las casas de la infancia.
El papá de Antonio, brazos en jarra delante del mar, del infinito
mar, descubrió que la casa de la infancia estaba lejos. Que la infancia estaba
lejos. Que era un marino del océano del tiempo y del espacio.
El polvo de los altillos se asienta en los suelos de madera. El
libro troquelado se va cerrando, la casita se pliega, queda el mar. Se escucha
en el silencio un reloj.
*
Si vas a caer,
que sea.
Que temas al abismo,
que se abran
las viejas cicatrices
como las amapolas.
Que te entregues al viento,
que te sepas
efímero.
Que nunca seas el mismo
cuando te levantes.
-Nació en
General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó:
Cuadernos
de la breve ceguera (La Magdalena 2014)
Jardines, en coautoría
con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija
del pescador (La Magdalena, 2016)
Y Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
Tu*
Muy lejos del paraíso
en la cumbre de nada
caminaba.
En mitad de mi camino, Tú:
Pequeña sombra de veinticinco años
herida por las brisas del ocaso
y las palabras vanas del asfalto
cayendo abrasadora sobre mis ojos ciegos
con la brutal violencia de un torbellino arcano.
Sobre mi frente quebrada
en millones de pétalos-luz de ardientes amapolas
llovieron despedazados
minuto
a
minuto
diez largos años de ausencia
diez galaxias encendidas
girando vertiginosas
ante mis ojos sin vida.
Y esa mirada tuya mayor que un universo
despertó la aletargada lágrima de fuego,
despedazó mis párpados difuntos,
miríadas de recuerdos fueron desenterrados
y he ahí la presencia irrevocable
de otra mirada, lejana, caída bajo las ruedas
del carromato del tiempo.
¿Qué no hubiera dado entonces por una sola palabra?
Pero hoy tus ojos vencidos
por una inmensa languidez tristísima
se han mirado en los míos y he sentido
una furiosa voz soliviantada
chocando contra mis huesos
golpeando mis sentidos
desbordando los poros de mi cuerpo
pero una voz ahogada.
Yo me acuso
de haber puesto en mis bolsillos
treinta monedas de sangre.
Tú, sombra, tú, cara oculta de mi vida,
ya para siempre en mi retina, tú,
en todos los espejos, tú,
por las vertientes cóncavas del cielo, tú,
con tu mirada yacente de amanecer decapitado
preguntando denunciando interrogando
por tu vida
por tu
vida
por tu vida.
Sombra, tú, volando en autocares atestados
en los jardines en las pláticas nocturnas
en los suburbios en los árboles dormidos
en la calma de los mares y en las fábricas
en el canto melodioso de las madres
en la lluvia que nutre las cosechas
en el fondo imperfecto de las fuentes
en los versos que silban los abetos
en todos los colegios de la tierra.
Tú con tu tierna mirada
y yo de pie, sin palabras
como un muerto fugaz adivinado
por tus ojos de noche solitaria
presentido quizá soñado solo
que ya nunca sabré...
Pero más allá de las conversaciones urbanas
urdidas con cenizas de otras bocas;
más allá de la frontera de los trenes
que siempre parten después de medianoche;
más allá del refugio del que huye
y el inútil bullicio de las calles;
allende las trincheras violadas por el fuego
y el grito dolorido de los parias
allí donde los gatos ya no lloran
y la noche es un punto de partida
yacerán enterradas para siempre en el barro
treinta monedas turbias treinta cofres de llanto
y una sonrisa encinta nacerá de tus labios
y un universo virgen nacerá del encuentro.
Red*
El deseo de la palabra, espera, se desnuda,
cae por el ojo hasta abrirse en el cuerpo como una
red de ecos.
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
Inventren
Oráculos*
Me leyeron las líneas de la mano en La Plata. Los posos del café en
Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y delgada, cuyos ojos refulgían como
diminutos diamantes de fuego, me echó las cartas en un oscuro tugurio de Buenos
Aires.
Todas las predicciones auguraban lo mismo: Debía ir a ese lugar.
Tal coincidencia me alarmaba. Las razones nunca estaban claras. Unos decían una
cosa, otros, la contraria; los más, esgrimían la consabida excusa de que la adivinación
no es una ciencia exacta y de ese modo eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo más curioso: yo nunca creí en esas patrañas. Fue una
amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía hacerme? -preguntó, con esa convicción
inocente de la que sólo ellas son capaces. Así pues, lo hice únicamente por
complacerla (y de paso, me dije, tal vez ella, alguna de estas noches...)
Si la primera adivina (su cuchitril era un arquetipo de consulta
esotérica engañabobos, con gigantescas cartas de tarot en las paredes, a modo
de cuadros, y una bola de cristal sobre un tapete de terciopelo negro, colocado
encima de la mesa hexagonal que ocupaba el centro de la sala, sobre la cual
había una lámpara de gran potencia. El resto del cuarto estaba a media luz,
para realzar el misterio, supuse) no hubiese mencionado el nombre, la cosa
hubiese terminado ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más entre tantas otras.
Pero lo hizo. Y luego me miró, leyendo en mis ojos una intranquilidad que le
animó a seguir por ese camino. Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis
comentarios acerca de esos lugares de adivinos y mi risa forzada provocaron su
curiosidad. Algo había sucedido allá adentro y ella era consciente. Le conté lo
sucedido (realmente no todo, sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear
chismes de otro tiempo) y dije que sólo se trataba de una casualidad, pero no
quedó convencida. Propuso visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente.
Yo aparentaba estar tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi
interior. Así que, entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez fue en Morón. A Rebeca (mi amiga) le hablaron de un
hombre anciano, recluido en una casa a las afueras y cuyo contacto con el resto
de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba a algo llamado libanomancia, un rito
mediante el cual se puede adivinar a través de la observación del humo. Jugar
con fuego no me atraía en absoluto, pero ya había dado mi consentimiento
previo, así que no fue posible echarse atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el
viejo juntaba un montón de ramas secas y las encendía, sentándose luego junto a
la hoguera e invitándonos a imitarle. Mientras aguardábamos, él contemplaba el
humo, muy atento. Quizá para hacernos más llevadera la espera, nos estuvo hablando
de su especialidad (también llamada capnomancia o ignispecia) y de los
múltiples éxitos cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un momento
dado, enmudeció, me miró con una expresión severa y nombró el sitio. Después
nos rogó que nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y
salimos a la brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una
mera coincidencia.
Pero si por un momento pensé que la cosa iba a terminar ahí, no
conocía bien a Rebeca. Unos días después se presentó en mi casa, me obligó a
vestirme con prisa, nos metimos en el auto y condujo hasta Quilmes. Allí nos
recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo similar). Su técnica era la
fisiognomía. Esta especialidad consiste, según me fue explicando Rebeca durante
el viaje, en el estudio de las cabezas y las caras. La mujer, ciertamente
amable, me ofreció asiento en una silla antigua. Después, se colocó frente a
mí, en un sillón situado sobre una especie de pequeña tarima, y se puso a
mirarme con insistencia y atención. De cuando en cuando, se levantaba y pasaba
sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para comprobar la veracidad del
testimonio ocular. Me sentía terriblemente incómodo, pero Rebeca estaba
radiante. Aguanté casi una hora entera. Después, escuché la palabra que no
deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la ciudad.
“En Rosario hay un tipo que se dedica a la grafomancia”, dijo
Rebeca por teléfono dos días más tarde. “Mañana vamos”, contesté. Mientras yo
trataba de fijar una cita para esa misma tarde (cine, cena y unas copas
cómplices), ella me explicaba con detalle la “ciencia” en cuestión: Se trataba,
según entendí, del estudio de la escritura. Tamaño, forma, inclinación, todo
eso. No hubo más discusión. No oyó (u simuló no haber oído) mis razones, casi
súplicas, para vernos esa misma noche.
Al día siguiente viajamos hasta Rosario. En tren. No me apetecía
conducir tantas horas y, de paso, tenía la esperanza de quedarnos allí a pasar
la noche y, ¡quién sabe!
El Doctor Morales –tal era el nombre del grafomante- vestía una
bata blanca cuando nos abrió la puerta de su estudio, un lugar atiborrado de
objetos de diversa índole, muchos de los cuales desentonaban entre sí, dándole
al lugar el aspecto de un trastero, un almacén de antigüedades o la vivienda de
un demente. De entrada, me incliné por esta última posibilidad. El tipo nos
condujo, a través de aves disecadas, aparatos de radio estropeados y muebles
con irreparables desperfectos, hasta su despacho, no muy diferente, en realidad,
de lo que habíamos dejado atrás, salvo por la luz, más nítida.
Me sentó a una mesa –previo desalojo del montón de objetos
amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a escribir. “Cualquier cosa”,
dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de Dante o una colección de
chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo más fácil, esperaremos
aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a su elección”. Después
de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco, lapiceros y una botella
de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una puerta diferente a la
utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a sus habitaciones.
Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué escribiendo casi
furiosamente.
No me seducía la idea de dejar allí constancia de mis ideas, así
que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes del Decamerón, del Quijote, de La
Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de Kafka. La rememoración de esos
textos, leídos tantas veces en la soledad de mi cuarto, me sirvió para olvidar
dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre todo, el temor infundado de que,
en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi adorable Rebeca estuvieran
demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos sonetos de Borges y el quinto
lo usé para reproducir El espejo que huye, relato de Giovanni Papini. Sin
omitir una coma. Lo conocía de memoria.
Tardaron más de hora y media en regresar. Para entonces ya había
usado otros tres folios, dejando en ellos fragmentos dispersos de Lugones, Poe,
Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con mayúsculas, como le llamaba cariñosamente
uno de mis alumnos. Morales tomó asiento frente a mí y se abismó en la lectura
de mis garabatos. Mi amiga se colocó justo detrás de él, leyendo por encima de
su hombro. Yo la miraba con amargura y también un poco de ira, pero ella no me
prestaba atención, concentrada como estaba en la contemplación de los folios
escritos. Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales
parecían ligar mi futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras,
hacía círculos rojos alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto
sin interés. La voz de Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al
oírlo, el rostro de Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo,
pero esa sonrisa borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un
hotel. El conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda
apoyada por el billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de
recepción): Había, en efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de
comunicación interior.
En la cena me mostré encantador, conseguí que Rebeca tomase un par
de copas de champán tras el postre, le prometí un nuevo viaje para la semana
próxima: iríamos a ver al siguiente de su lista (a esa altura ya había
confeccionado una vasta nómina de “especialistas” en asuntos esotéricos), pero
la puerta de comunicación permaneció cerrada toda la noche. No dormí bien. En
la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la puerta con la esperanza de que
ella, por fin… Traté de girar el pomo con precaución, mas no se movió ni un
milímetro. Decepcionado y triste, volví a la cama y caí en un sueño
entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio de dos pesadillas, me
juré terminar con todo aquello de inmediato.
En el desayuno, Rebeca me anunció que debía permanecer en la ciudad
un par de días, trámites burocráticos para su madre, quien no andaba bien de
salud. El viaje de vuelta fue una tortura. Me encerré en casa y juré no volver
a salir en mi vida. Leí furiosamente, escuché música a un volumen que mis
vecinos seguramente juzgaron excesivo, jugué al ajedrez contra un rival
imaginario, ordené toda mi colección de sellos antiguos. No habían pasado tres
días cuando Rebeca se presentó en mi puerta, se declaró asustada ante mi
aspecto, me obligó a tomar una ducha, afeitarme, vestirme “decentemente” y
acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa” dijo. Esa energía suya siempre me
desarma, así que obedecí. Sin la menor objeción.
Todos padecemos adicciones. Sean graves o insignificantes, nos
acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces, ni las percibimos. Puede ser
el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más común y menos diagnosticada-,
el chocolate o las bebidas dulces. En esa ocasión, mientras íbamos hacia
Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia (observación de las aves),
descubrí que la adicción de Rebeca eran los gabinetes esotéricos. Y me
arrastraba tras ella como a un perrito, con la excusa de hacerme un favor: era
yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El asunto resultaba muy extraño –no
voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad crecía con cada nueva respuesta
afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el futuro? Bastante tenemos con
soportar el peso del pasado y vivir lo mejor posible el presente.
En Corrientes fue la enomancia (lectura de símbolos en el vino).
En Mendoza la numerología.
En Luján, la sicomancia, que utiliza hojas.
Fueron semanas de viajes, escenas sacadas de películas en blanco y
negro, habitaciones contiguas pero siempre separadas y esperanzas renovadas por
la mañana, que veía arder cada noche en el fuego glacial de la soledad. La boca
de Rebeca era una promesa eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar
de forma alarmante.
En Bahía Blanca,
botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia (madera) en Paraná.
Aluromancia (adivinación practicada con harina) en Junín.
Se ha dicho que la locura es hacer siempre lo mismo esperando un
resultado distinto. Nosotros hacíamos justo lo contrario: Probar diferentes
medios y obtener un mismo resultado. Llegó un momento en que ya parecía
imposible la existencia de otra respuesta. Si eso hubiera sucedido, si se
hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos hubiéramos quedado
atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición de la prueba.
Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado fue La Eneida, de
Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).
En Catamarca, ceromancia (se usa la cera de una vela).
Si al principio nos guiaba la búsqueda de una comprobación, ahora
era más bien la esperanza del error: que en una de esas gravosas visitas,
alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una ventana a otra realidad, un
agujerito minúsculo por el cual escapar de esta condena que se cernía,
implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación de los fenómenos atmosféricos) en Salta.
Tarot en Resistencia.
Al borde de la extenuación y la ruina, Rebeca insinuó una última
posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en Chile, existía un viejo cuya
habilidad consistía en interpretar los signos de la arena. Tras dos horas
caminando por la playa, agachándose de cuando en cuando para observar algún dibujo
más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su dictamen fue implacable.
Era el último viaje. O más bien el penúltimo. Faltaba uno,
naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la vuelta, vendí el auto y fui
a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero Williams y llamé a Rebeca, pero
no obtuve respuesta. Dos días estuve telefoneando sin resultado. Fui a su casa,
pero la portera sólo me informó, secamente, de su ausencia y no condescendió a
dar más explicación. Me miraba con desconfianza. Pensé en contactar con la
policía y denunciar su desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso
que me estaba calcinando por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia
Ingeniero Williams.
Hice la mayor parte del viaje dormido. O abstraído. Al llegar, bajé
del vagón con un sentimiento de derrota en mi ánimo. Como si los fantasmas del
pasado me hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”, me pregunté. En la
estación no parecía haber nadie más, lo cual me contrarió, porque charlar dos
minutos con el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera servido para
serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un banco, al sol. Recordé, como había venido haciendo
durante esas últimas semanas, las escenas de veinte años atrás. Quise razonar
que tal vez este regreso era mi expiación. Sin duda, no estaba preparado para
lo que ocurrió a continuación.
De un rincón en penumbra, a mi derecha, a unos diez u once metros,
surgió una voz que no pude dejar de reconocer.
- Te estaba esperando.
Pensé que se trataba de un espectro, pero el contorno del hombre de
quien provenía el sonido parecía muy sólido. No podía verle el rostro (¿era
realmente necesario?). Sólo el gabán, el sombrero, los zapatos. Las manos
enguantadas.
- Te creía muerto – respondí, con un aplomo que no hubiera
supuesto.
- He esperado mucho tiempo –dijo, como si no me hubiera oído.
- Veinte años – susurré.
- Veinte años – repitió él, como un eco acusador.
Podría excusarme alegando que lo ocurrido entonces fue accidental.
Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su mujer. Y mucho menos hacerle daño
a él, a quien consideraba un buen amigo. Simplemente ocurrió así. Sólo defendía
mis intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso
me sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado la hora de la venganza y yo
estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola queja. Me parecía justo.
Fue entonces cuando percibí el perfume. Miré hacia el rincón. Tras
la sombra del hombre, había otra, más pequeña, casi imposible de ver desde la
zona soleada donde yo me encontraba. Y lo comprendí todo. Sin decir palabra,
fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro tren acababa de llegar. Iba en
dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la derecha. Cuando miré, en el
rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la esperanza de haber sufrido
una alucinación provocada por el sol. Pero al volver la vista pude ver, como en
un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el interior del vagón. La
puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías. La estación quedó
desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo invadiría todo.
-Próximas estaciones de escritura:
KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
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