*Dibujo de Erika Kuhn.
Pero no lo sabes*
Por la noche se derrama un silencio de plumas.
Digo tu nombre. Pero no lo sabes.
Entonces, tu recuerdo sin fronteras
galopando en mi interior
se despeña en un cielo anticipado.
Y cae.
No puedo salvarlo.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
POR LA NOCHE SE DERRAMA UN SILENCIO DE PLUMAS…
Atlas del frío
en el cuerpo*
El campo de
futbol que colindaba con el fraccionamiento había permanecido casi sin cambios
a través de los años. Algunos vecinos recordaban los primeros tiempos y la
extensión de pradera que iba más allá de las porterías. Los hijos de los
primeros colonos descubrieron algunos senderos entre las hierbas y los utilizaron
para andar en bicicleta. Sus siluetas se podían ver a lo lejos, ganando
velocidad hasta desaparecer por completo. En aquella época había unas granjas
que, conforme la ciudad fue creciendo, quedaron abandonadas. Antes de que en la
zona se construyeran enjambres de diminutas casas rojas, se podían ver los
establos vacíos, con techos de color blanco, derrotados en algunas partes por
el óxido.
Cada año el
invierno parecía extenderse más. Empezaba en octubre y aún podía sentirse en
algunas mañanas de abril, cuando los autos amanecían con las ventanas
empañadas. En esos meses el campo de futbol se quedaba sin jugadores apenas
declinaba el sol y sólo era habitado por las luces blancas de un par de postes.
A Josué le gustaba mirar las luces desde su ventana. Le gustaba mirar al
vigilante que revisaba el campo y cerraba con candado la reja de la entrada.
Josué dejó de observar. En la cocina el televisor estaba encendido. A esa hora
pasaban las noticias. No les ponía demasiada atención, sólo le gustaba escuchar
el ruido mientras escribía, leía un libro o cenaba una sopa de fideo. Glenda,
su gata, dormía en un rincón, acurrucada sobre un suéter rojo de lana. Josué se
preguntaba cómo podía dormir tanto tiempo. La había encontrado en una esquina,
cerca de la panadería que acostumbraba visitar en las tardes al regresar del
trabajo. En aquella ocasión, después de pagar, enfiló a su casa. La gata, de
manchas blancas y negras como las vacas, se lo quedó mirando con sus ojos
grandes y amarillos y lo siguió todo el camino. No dudó un instante, como si
supiera de antemano la ruta, como si andar tras él fuera una misteriosa
necesidad, un acto íntimo y premeditado. A Josué no le gustaban los gatos.
Pensaba que estaban llenos de enfermedades y que su penetrante orina hacía
imposible cualquier convivencia cercana. Sin embargo, la gata decidió quedarse
en el jardín y él, a pesar de su reticencia, no hizo mucho por ahuyentarla.
Pronto comprendió que le daba tranquilidad verla en el jardín, bajo un árbol,
arañando la corteza o trepando con habilidad por sus ramas. Un día la encontró
en la sala, junto a un cojín blanco, profundamente dormida. Trató sin éxito de
averiguar por dónde se había metido. Siempre se aseguraba de cerrar las
ventanas y no había ningún pasadizo o hueco suficientemente amplio que
permitiera el paso del animal. Josué fue al comedor, se sentó en una silla y se
la quedó mirando en silencio. Unos minutos más tarde volvió a salir y regresó a
casa con comida para gato y un arenero de color amarillo. La gata estaba
curioseando sus libros con la cola espesa y alzada. Lo volvió a mirar con sus
ojos amarillos, sin parpadear, con interés y confianza, como si estuviera
segura de que nunca la echaría, que desde ese momento tendría libertar para ir
y venir, explorar el quicio de las ventanas, la mesa del comedor y la jardinera
llena de geranios. Entonces Josué dejó un poco de comida en un tazón y comenzó
a pensar en un nombre para ella.
Josué llevaba
muchos años en el fraccionamiento. No siempre había estado solo en esa casa de
dos pisos y un pequeño jardín repleto de geranios y protegido por una reja
color verde. Hubo un tiempo en que vivía con Alan, su hijo, y su esposa
Mariana. Alan había muerto un par de años antes. En las noches, después de
apagar la televisión, pensaba en él, en su cuerpo abandonado en la calle
después de ser embestido por un auto. La ausencia estaba ahí, clavada en alguna
parte de su cuerpo. A veces se preguntaba qué había pasado con él, dónde
estaría en ese momento. Todas las noches, al pasar por la recámara de su hijo,
sentía un vacío que parecía salir de las paredes, de objetos que habían quedado
como recuerdo y que no se había atrevido a desechar: una pelota de futbol, un
álbum de estampas, un carro de juguete. Después de la muerte de Alan, casi sin
darse cuenta, empezó a remodelar la casa; cambió los muebles de la cocina, la
alfombra de la sala y pintó algunas paredes de color blanco. Sin embargo, la
habitación de Alan apenas cambió. En los días posteriores al accidente Mariana
había permanecido extrañamente ecuánime. Después de las lágrimas en el funeral
se había refugiado en un silencio obsesivo, interrumpido por monosílabos que se
repetían hasta volverse un siseo que apenas se diferenciaba del silbido de la
cafetera, la estática del radio cuando perdía la señal o el murmullo de un auto
en la calle. No hubo ninguna reclamación por la muerte de Alan, sólo una tácita
aceptación que se fortalecía al evitar el tema y con el paso del tiempo. Pronto
la muerte de Alan dejó de mencionarse y el silencio incluyó a familiares y
amistades cercanas. Josué sintió que debía de recuperar la normalidad, así que
pidió más horas en la universidad y aceptó dar conferencias en ciudades
lejanas. Cuando regresaba la casa le parecía más silenciosa como si ésta, en
secreto, aprovechando su ausencia, se despojara de pequeños ruidos, sonidos
habituales que, hasta ese momento, cobraban importancia.
Josué miró a
Glenda dormida sobre su suéter rojo. Sus orejas triangulares apenas sobresalían
en el horizonte del sillón. Le gustaba el nombre por el cuento de Cortázar en
el que un grupo de fanáticos de Glenda –una estrella de cine– modificaba en
secreto sus películas hasta volverlas, para ellos, perfectas. Le parecía una
buena idea ir a la cinta de tu vida, a tu pasado, y cambiar cosas que no te
gusten. A veces fantaseaba con enmendar una mala decisión, evitar una frase en
apariencia insulsa que, secretamente, había hecho una fisura, una pequeña
grieta que con los años se haría más grande. Apenas comenzaba el invierno. En
el noticiario había imágenes de ciudades asediadas por el aire helado y nieve
cubriendo las zonas altas. Glenda abrió los ojos, bostezó y se estiró hasta
despertarse por completo. Se lamió las patas. Josué se asomó por la ventana de
la cocina: el frío cubría todo. No había viento y los arbustos en algunas
banquetas parecían detenidos en el tiempo. Recordó que estaba por acabarse la
comida de la gata. Miró el reloj, se puso una gabardina gruesa, unos guantes,
tomó las llaves y salió de casa.
Manejó por
calles casi desiertas. El frío traspasaba la tela de los guantes y le entumía
los dedos. Recordó que a Mariana no le gustaba el clima de la ciudad. Siempre
buscaba algún pretexto para mudarse. Decía que el frío la enfermaba aunque
desde hacía mucho no tenía gripe o algún síntoma atribuible a la temperatura.
Después de la muerte de Alan la búsqueda se intensificó: consultaba
inmobiliarias, avisos en periódicos o recomendaciones de conocidos. Él seguía
la rutina con indiferencia: estaba cómodo, quizá porque la ciudad gris,
homogénea, con pocos eventos relevantes, le ofrecía el pretexto perfecto para
quedarse en casa, prender el calentador eléctrico y ponerse a leer o escribir
la reseña de alguna película o libro que después publicaba en el periódico
local. Una noche, antes de la cena de Navidad, Mariana le dijo que le habían
ofrecido trabajo en otro estado. Él la miró en el quicio de la puerta. Las
luces de la habitación estaban apagadas. Los adornos navideños de los vecinos
dejaban rastros de color entre las sábanas. Ella se quedó callada, sin
decidirse a entrar, como si avanzar más la comprometiera a otras palabras y él
supo que debía retener ese momento, la imagen de ella con el camisón azul y los
pies descalzos e indecisos. Ella al fin se acercó y se metió entre las sábanas
y entonces sólo quedó el olor, el perfume de lavanda que usaba, una esencia
primordial que, de alguna forma, le devolvía a una Mariana más joven, cuando la
había conocido en la universidad y las cosas habían sucedido demasiado fáciles,
sin complicaciones, como un juego resuelto de antemano. Mariana se durmió casi
enseguida, como si su única preocupación hubiera sido desahogarse, planear un
futuro que no lo incluía. Josué se quedó mirando el techo pensando en que esa
ruptura, esa otra desviación en la ruta de sus días, había ocurrido con la
misma facilidad con la que había transcurrido, hasta ese momento, su vida.
Josué llegó a
la veterinaria y compró una bolsa de comida. La tienda estaba a punto de
cerrar. El frío había despoblado las calles y apenas se veían autos recorriendo
la avenida. Lo único vivo en la zona eran los anuncios neón de las tiendas.
Josué manejó de regreso a casa. Le gustaban esas salidas sin planear: a veces
iba por una cerveza, comprar un par de zapatos. Esas decisiones le recordaban
sus tiempos de estudiante, cuando se ausentaba de alguna clase para ir por un
café y leer un buen libro. Después de cruzar la entrada del fraccionamiento el
auto comenzó a perder potencia, expulsó por el escape una espesa nube de humo
que se elevó lentamente y, después de un par de vibraciones, dejó de caminar.
Intentó encender el motor pero no hubo ninguna reacción. Se bajó contrariado y,
tiritando, levantó el cofre: no había ningún desperfecto a la vista. De todas
formas, él no conocía de autos. Cuando había algún problema prefería pagar al
mecánico antes de intentar algo por su cuenta que, seguramente, terminaría en
desastre. Miró alrededor: las luces de los vecinos ya estaban prendidas. Varias
calles lo separaban del portón de su casa. Buscó el teléfono en su gabardina
para pedir una grúa pero no lo encontró. Era algo que le empezaba a suceder:
olvidaba el teléfono en la recámara, las llaves sobre la mesa de centro;
también no pagaba el gas o la luz en las fechas adecuadas. Suponía que era por
los cambios en la rutina; antes Mariana estaba ahí para auxiliarlo, hacer
llamadas, recuperar cosas perdidas, ahora sólo era él y aún no se acostumbraba
a esa nueva condición. Suspiró. Su respiración formaba un vaho que ascendía por
su rostro y se perdía en la oscuridad. Iba a cerrar el auto para ir caminando a
casa cuando escuchó:
–¿Necesita
ayuda?
Josué miró en
dirección a la voz. Una mujer le hablaba desde una ventana.
–Sólo necesito
un teléfono, gracias –dijo Josué.
–Pase, haga la
llamada acá. Hace frío.
Josué apenas
alcanzó a agradecer. Se acercó a la casa de un solo piso, con un par de
ventanas redondas, protegidas por herrería, y un jardín dividido por un camino
hecho de piedras blancas. Había pasado muchas veces frente a esa casa y, a
pesar del pasto cuidadosamente cortado, del buzón libre de óxido y las cortinas
que se adivinaban impecables, siempre le daba una sensación de abandono, de
ausencia, como si entre esas paredes viviera un fantasma. Entonces la puerta se
abrió con un ligero rechinido y entró.
La mujer que le
había abierto aparentaba unos treinta años. Le pareció demasiado delgada, casi
frágil. Las clavículas sobresalían y los pómulos le daban un perfil afilado al
rostro. Vestía un suéter negro y un pantalón de pana color beige. El frío había
disminuido aunque no lo suficiente para despojarse de la gabardina. La mujer le
sonrió y le indicó un teléfono sobre una mesa alta de madera oscura. “No
tardaré, es una llamada local”, dijo Josué para corresponder a la sonrisa, para
llenar el silencio que siempre le incomodaba cuando estaba con un desconocido.
Marcó el número de la grúa y miró la sala, el inicio del comedor y una parte de
la cocina. Parecía que nadie vivía ahí pero, al contrario de sus suposiciones,
no por abandono sino por la pulcritud de los muebles y rincones.
Esa noche,
acostado en la cama, mientras la televisión llenaba de voces el cuarto, recordó
la despedida de la mujer. Se llamaba María. “María… Mariana”, murmuró sin saber
a qué adjudicar la coincidencia. Pasó de canal en canal sin interés. Glenda
dormía cerca de él. Cuando apagó la luz sintió la necesidad de reconstruir el
interior de aquella casa, de aquellos muebles apenas tocados, como si María no
dejara huellas o como si éstas se evaporaran al instante de ser creadas.
Después fue inevitable recordar la plática: ella le dijo que era maestra de
primaria aunque en ese momento no daba clases. La grúa tardó un poco en llegar
y ella, sin preguntarle nada, fue a la cocina por un par de tazas de café.
Rodeó la suya con ambas manos, buscando contagiarlas con el calor humeante del
líquido. Él le contó, sin abundar demasiado, de sus seminarios y materias que
impartía en la universidad. Después comentaron de la inminencia de las fiestas
navideñas y generalidades del fraccionamiento. Se dio cuenta de que ella, después
de hilar varias frases largas, parecía desgastarse un poco y tenía que hacer
una pausa. Entonces sonó el claxon de la grúa, Josué apresuró el último trago
de café y le dio las gracias. Antes de salir miró, sobre una repisa, una fila
de frascos rojos y blancos. Una fina llovizna enturbiaba las luces de los
postes. El operador de la grúa aseguró el cable a la defensa del auto. Josué
subió al asiento del copiloto y, mientras se despedía de ella, tuvo la
sensación de que esa naturalidad, el tono espontáneo que utilizó para hablarle
desde la ventana, habían sido ensayados segundos antes. Quizás, incluso, había
dudado en hablarle. ¿Qué la habría convencido al final?
Al siguiente
día le habló a otra grúa y llevó el auto a la agencia. Le dijeron que había que
cambiar una pieza del motor. No era una contrariedad, le gustaba caminar y
también sería una oportunidad para sacar la bicicleta. Tomó un autobús del
servicio público y viajó a la universidad para no perder su única clase del
día. Más tarde, después de comer, regresó a su casa. Al pasar por la calle de
María se preguntó si, en ese momento, ella estaba tras las ventanas, espiándolo
tras las cortinas. Recordó su respiración entrecortada antes de dar el primer
sorbo al café y supuso que, tal vez, tendría asma o alguna alergia. Sin embargo
había algo más que una simple enfermedad, era la manera en que sus manos
buscaban el calor de la taza, como si en ella encontrara un refugio ante el
frío que la obligaba, de alguna forma, a revelarse, a decir más palabras de las
necesarias. Y quizá cada objeto, cada maceta, cada figura de porcelana, tenía
el mismo poder y por eso el conjunto reflejaba ese aire impecable, de cosas
recién compradas, como si esa casa detuviera el tiempo renovando cada instante
a sus pobladores.
Transcurrió un
par de días y recuperó el auto. Los exámenes finales estaban cerca y las clases
se alargaron resolviendo dudas y recomendando bibliografía. En poco tiempo
sería Navidad y no estaba convencido de ir a la acostumbrada cena con sus
padres. En realidad estaba gestando una idea: quedarse con Glenda, comprar una
botella de vino y mirar los preparativos de la gente de su calle. Brindaría
acompañado por su gata y pensaría en el rumbo del siguiente año: más clases,
tal vez un empleo nuevo. Sonrió ante las posibilidades que se abrían, las cosas
no planeadas que podrían aparecer en el futuro. Miró una vez más el campo de
futbol abandonado, cerró las cortinas y fue a su recámara. Era curioso pero,
después del encuentro con María, la casa le parecía más grande. Haciendo
memoria, esa plática con ella había sido la única, después de un par de
semanas, cuyo objetivo no había sido laboral o académico. Sus pasos resonaban
con más fuerza en el pasillo y quizá por eso adquirió la costumbre de prender
el televisor por más tiempo aunque no estuviera interesado en algún programa en
particular. Josué pensó en Alan, se preguntó si él y Glenda, de haberse
conocido antes, habrían podido ser buenos amigos. Esa pregunta, importante e
inútil al mismo tiempo, lo acercaba al recuerdo de su hijo. Sin embargo había
algo en esa frágil memoria que lo alarmaba: la posibilidad de perder su voz.
Iba a un álbum de fotografías que Mariana no se había llevado y recorría
lentamente las imágenes. En pocas estaban los tres juntos como si, desde aquel
entonces, previeran un camino que no seguirían juntos y así evitaran cualquier
recuerdo doloroso. Josué se esforzaba en recordar la voz de Alan y maldijo su
displicencia, no comprar una cámara de video para tener un saludo, una risa,
una pregunta que, en aquel instante, habría pasado desapercibida, pero que
ahora sería algo para aferrarse. Alan se diluía con los meses, como una pintura
que se erosiona con la lluvia, y a menudo se detenía en medio de una clase o
mientras esperaba el cambio de una compra porque esa certeza se hacía más
honda. Por eso quizá eran tan importantes el campo de futbol y el frío. Ambos
espacios le permitían internarse en la memoria, moldearla, extenderla a un
punto del futuro. Una vez, mirando al vigilante mientras cerraba la puerta del
campo de futbol, imaginó que Alan había crecido y trabajaba en una oficina en
el centro de la ciudad. Lo imaginó más alto que él, vestido de traje y con una
barba negra y tupida. Otra vez pensó que Mariana tendría remordimientos por
haberlo dejado. Incluso se convenció de que lo llamaría en cualquier momento.
Pero pasaron los días y el teléfono no sonó. Ni siquiera se habían divorciado.
Ella le dijo que regresaría para dejar todo en orden. Pero a Mariana le gustaba
dejar las cosas en suspenso, inacabadas. En eso era extrañamente parecida a él.
La llamada prometida era, en realidad, una forma de reafirmar una pausa, un
espacio que se iría llenando de pretextos, oportunidades perdidas y, por
último, de recuerdos.
La ciudad
seguía con su leve bullicio. Había días, sobre todo los fines de semana, en que
apenas circulaban autos sobre las calles. Algunas bolsas de basura flotaban en
las banquetas y los carritos de los supermercados eran manadas solitarias y
brillantes. Quizá la gente prefería quedarse en casa para no tener que soportar
las bajas temperaturas. Josué los imaginaba como seres de las cavernas,
esperando la estación cálida para salir de su aislamiento. Pensó en María y
quiso creer que no tenía nada en común con ellos y que eso la había convencido
de hablarle aquella tarde desde la ventana.
Un día amaneció
lloviendo: una rara lluvia de invierno. Una densa niebla había ocupado la
ciudad. Los autos circulaban con las luces altas. Apenas se distinguía el
perfil de las casas y la orilla de las aceras. Josué se puso un suéter de lana
y una chamarra para ir a clases. Al terminar su jornada pasó a recoger un
pantalón a la tintorería. Iba a regresar al auto cuando descubrió, a pocos
metros, un café recién inaugurado. Le pareció una osadía emprender un negocio
en esa época y se acercó a curiosear los estantes que ofrecían pan, galletas,
mermeladas y harina para hacer pasteles. Cuando estaba por irse, descubrió a
María en una de las mesas. Vestía un suéter gris, una falda larga color verde y
unas botas altas. La ciudad era lo suficientemente pequeña para que cada cierto
lapso de tiempo se encontrara con vecinos o compañeros de la universidad.
Generalmente aquellos encuentros duraban pocos minutos y no iban más allá de
las acostumbradas frases de cortesía que evidenciaban, en el fondo, desinterés.
Se acercó y la llamó por su nombre. Ella aguzó la vista, como si no lo
reconociera del todo, pero enseguida le sonrió y lo invitó a sentarse. Le contó
que el lugar era propiedad de una amiga de su familia que comercializaba
productos orgánicos que, a la postre, eran bastante escasos en la región. Josué
pidió un pan de dulce y un café con leche. Estuvieron unos instantes en
silencio, mirándose. Hacía unos años, cuando recién se había casado con
Mariana, ese encuentro podría haber tenido cierta apariencia romántica, una
complicidad lista a confundirse con una infidelidad en ciernes. Ahora, esa mesa
compartida, en aquel lugar recién inaugurado, carecía de cualquier complicación
y se unía a otras mesas ocupadas, casi anónimas, en la ciudad. María pidió más
café y repitió el acto de rodear la taza con ambas manos. Ella parecía cómoda
en ese mutismo, un anzuelo para que Josué hablara. Y él, aprovechando la
situación, le dijo que su padre alguna vez había intentado poner un negocio
parecido pero no prosperó ya que no era un buen comerciante: no tenía orden en
sus cuentas y las deudas se acumularon hasta hacer insostenible el proyecto.
Quizás él había heredado su inteligencia poco metódica, siempre dispuesta a
improvisar, a cambiar de rumbo. Le dijo que su padre había trabajado muchos
años como ingeniero especialista en aeropuertos. De aquel tiempo recordaba sus
corbatas anchas y las camisas con cuellos largos y puntiagudos. También el
vapor de la leche en la mañana, las diminutas llamas azules en los quemadores
de la cocina y el frío que sentía en el cuerpo cuando lo despedía, todos los
días, en la puerta. En esas despedidas miraba los árboles en la acera de
enfrente y sabía que el frío estaba ahí, metiéndose entre las ropas de la gente
que caminaba rumbo al trabajo y supo que algún día se uniría a ellos en esa
procesión casi interminable que seguía todas las mañanas. Quizá por eso su
reticencia a cambiar de ciudad pues sentía que cualquier alejamiento, sin
importar la razón, sería un abandono, el rechazo a una identidad que lo
mantenía a flote, protegido de eventos no predecibles, amenazantes y extraños.
Al terminar sus reflexiones se dio cuenta que había hablado demasiado. Se
disculpó con María. Ella respondió que no importaba, le gustaba escuchar. Él le
preguntó por su familia pero ella no abundó demasiado, sólo dijo que sus padres
y su hermano mayor vivían en Canadá; cada mes le mandaban dinero para mantener
los gastos de la casa. Josué se sintió un poco defraudado por el breve comentario,
sin embargo le gustó saber esos detalles que, probablemente, se extenderían en
un futuro. Le echó un poco de azúcar a su café con leche y le contó de Mariana
y de Alan. Le dijo que sólo había llorado una vez por su hijo, unos días
después del accidente, cuando vio su número de teléfono en la pantalla de su
celular y supo que ya no podría hablarle para rectificar a qué hora salía de la
escuela, si había que comprar algo o si tenía partido de futbol en la tarde.
Entonces comprendió que no volvería a llorar por él, pero no por desapego sino
porque Alan iba a pasar lentamente al ámbito del pensamiento, un territorio
amplio, volátil, en el que naufragaría poco a poco, un lugar en el que Josué se
internaría todas las madrugadas para tratar, en vano, de recuperarlo. Y así
había sido hasta el momento.
Acabaron el
café y el pan. Ella pagó la cuenta a pesar de las protestas de Josué. Él, como
compensación, se ofreció a llevarla. Subieron al auto y emprendieron el regreso
al fraccionamiento.
–No debería
estar aquí –dijo ella mientras Josué trataba de sintonizar el radio del auto.
Había un poco de interferencia. Quiso replicarle con alguna frase hecha, algo
que la hiciera sentir bien o soltar una idea que llevara aquel momento a otro
rumbo, pero no pudo. Enfilaron por una avenida amplia. Se detuvieron en una
intersección en la que unos trabajadores reparaban un semáforo averiado.
Volvieron a avanzar: el paisaje parecía repetirse con su serie de tiendas
iguales, anuncios parecidos, puentes del mismo color amarillo. Mientras María
miraba con atención el exterior –como si ese trayecto le fuera desconocido–,
pensó en la extraña familiaridad que habían alimentado gracias al azar, a una
extraña inercia por seguir una conversación, como quien sigue una pista en la
oscuridad. Josué le dijo:
–A veces tiendo
a clasificar a las personas en grupos. Están los amigos y las personas que no
conozco. Apenas descubrí que hay un grupo intermedio: los
desconocidos-a-medias. Son personas que he saludado una o dos veces y que
después los dejo de ver. Más tarde me los encuentro y no sé cómo tratarlos. Es
un asunto que me pone en crisis.
–¿Yo pertenezco
a ellos? –preguntó María con curiosidad.
–Tengo que
averiguarlo –contestó con una leve sonrisa.
El sol estaba
oculto tras una persistente superficie de nubes. El frío se hizo aún más
presente y María parecía hacerse más pequeña en el asiento. Pasaron por la
escuela en la que Josué había estudiado la primaria. Después, por un nuevo
centro comercial. Los autos transitaban lentamente, como animales adormecidos.
–Mariana
siempre se quiso mudar. No le gustaba la ciudad –le dijo sin saber si era una
confesión, una intimidad apresurada, de mal gusto.
–Tengo cáncer
–le dijo ella sin mirarlo, concentrada en un punto indefinible de la avenida.
Un camión pasó a un lado y su ruido llenó esos instantes. No hubo incomodidad
en la revelación. Después del ruido el radio ya no tuvo interferencia y se
escuchó el final de una canción; un locutor anunció las rebajas de una nueva
tienda de ropa. Josué se sintió extrañamente tranquilo, como si hubiera
esperado esas palabras desde hacía mucho tiempo. Le pareció una locura, pero la
confesión de María le restituía, de alguna forma, la despedida que no había
podido tener con Alan y las confesiones no hechas a Mariana. Era cierto: algo
le devolvía y le quitaba al mismo tiempo. El precio a pagar era que ya no
podría mirarla sin pensar en la enfermedad que la iba erosionando desde
adentro, volviéndola más frágil, impredecible. No se atrevió a mirarla a los
ojos en el resto del trayecto. Pero no había tensión o vergüenza. Acaso, por un
momento, volvió a su mente la misma indecisión que sintió cuando abrió la
puerta de su casa para llamar a la grúa. Las palabras de María tenían siempre
el mismo peso, como si las hubiera pensado desde mucho antes y por esa razón la
confesión sobre su enfermedad era extrañamente igual a la solicitud de un café
en algún restaurante, un comentario cotidiano sobre el frío o la queja
reiterada sobre el viento que, en las noches, arrastraba hojas hasta la entrada
de las casas.
–¿Quieres pasar
la Navidad en mi casa? –le preguntó Josué.
Ella dejó de
indagar el exterior y lo miró directamente a los ojos:
–Sería
buena idea.
Pasaron los
días. Josué miraba el calendario cada vez que iba por algo a la cocina. Se
preguntaba constantemente cómo se había atrevido a hacerle la invitación. Los
últimos acontecimientos tenían un aire de irrealidad, como si hubieran sido
parte de un sueño. No se tomó la molestia de investigarla en internet:
seguramente había varios millones de Marías. Las clases acabaron, entregó los
últimos exámenes y firmó actas. A veces leía o miraba la televisión y, al mismo
tiempo, pensaba en ella. Seguramente había llegado al fraccionamiento hacía un
par de años. Trató de recordar la construcción de la casa de ventanas redondas
y techo a dos aguas. En aquellos tiempos no se había interesado en registrar
los cambios en el fraccionamiento pues era frecuente la llegada de nuevos
colonos que empezaban de inmediato a construir. Cuando iba a comprar pan o la
comida de Glenda se hundía en sus pensamientos y apenas reparaba en los cambios
en las calles. Ahora, sin clases, con mucho tiempo libre, tenía tiempo de salir
e investigar los cambios en las cercanías de su casa pero prefería estar en su
sala, acompañado por Glenda, mirando en las noches el campo de futbol mientras
la tele empezaba con su perorata. Su creciente retraimiento había hecho que
algunos amigos le recomendaran ir con un psicólogo: no querer salir era un
claro síntoma de depresión. Él se burlaba de aquellas opiniones y les decía
que, últimamente, no se identificaba con nada de lo que le decían sobre él,
como si estuviera desapareciendo o como si se estuviera convirtiendo en un
fantasma.
Una semana
antes de Navidad Josué habló a casa de sus padres para avisarles que no iría a
cenar con ellos. Cuando le preguntaron la razón, adujo un nuevo amigo que se
había quedado solo en la ciudad y que necesitaba compañía. Colgó el teléfono
con la certeza de que no había mentido del todo. El frío aumentaba cada vez
más. Fue a la ventana y miró la calle: tres autos estaban estacionados; un
perro amarillo ladraba en una azotea. Algunos vecinos habían aprovechado para
salir de la ciudad e ir a alguna playa, lejos del gris del cielo y de las bajas
temperaturas. Siempre había intentado soñar con Alan. En los días posteriores a
su muerte pensó que tendría alguna señal de él, sin embargo no hubo nada, ni
una imagen, un sonido, una voz. Con el paso de los años su cuerpo en el asfalto
caliente sería algo físico, una escena que sería sustituida por recuerdos más
antiguos que le devolverían algo más real, más rescatable y presente.
El 24 de
diciembre fue a comprar una botella de vino y pasta para hacer un espagueti. Le
pareció, o quiso pensar, que esa cena de Navidad sería un nuevo punto de
inicio, un cambio de rumbo que lo llevaría a otro lado. Sin embargo, no estaba
seguro de querer cambios. Se sentía ansioso y, por momentos, tranquilo. Tal vez
los días seguirían casi iguales y eso estaba bien: se jubilaría en la
universidad y estaría con Glenda. Tal vez rescataría a otro gato para que le
hiciera compañía.
Después de
cocinar la pasta estuvo mirando la televisión. Eran las ocho de la noche.
Llegaban a su celular mensajes saludándolo y deseándole felices fiestas. Se
arrepintió de no haberle pedido a María su número aunque seguramente no se
habría atrevido a marcarle. Se sintió en sus tiempos de estudiante, cuando le
gustaba pasar desapercibido por los pasillos de la escuela y veía a sus
compañeros como seres ininteligibles, casi inalcanzables.
María llegó a
las 9 de la noche con un abrigo rojo y cargando una bolsa de papel. Después del
saludo inicial cruzó el pasillo y se encontró con la gata.
–Glenda, ella
es María; María ella es Glenda –las presentó Josué.
La gata se
acercó con curiosidad pero conservando con celo la distancia. Después fue a
echarse sobre una silla.
Prendió las
luces del comedor y puso sobre la mesa el espagueti después de calentarlo en el
horno. Ambos se sentaron. Glenda miraba la escena desde la altura de un
librero, ajena y cómplice al mismo tiempo. Sus ojos amarillos destacaban en la
penumbra.
–No debo beber,
pero traje vino –dijo ella y sacó de la bolsa de papel un tinto de Argentina.
–Puedes brindar
con agua –dijo Josué.
Empezaron a
comer en silencio.
–No voy a
volver a la quimioterapia. Ya no más.
–¿Cuánto tiempo
estuviste en el tratamiento?
–Tres meses.
–¿Y tu familia?
–Mi familia no
sabe nada.
Josué se
levantó y puso música en el estéreo.
Mientras
cenaban y Josué servía agua en la copa de María, no pudo dejar de pensar en la
muerte. ¿Cómo sería? Siempre había creído que, cuando muriera alguien cercano a
él, no podría sobreponerse. Sin embargo, después de la muerte de Alan siguió
una temporada de sosiego que diluyó lentamente la impotencia. María parecía
compartir esa cualidad mientras miraba su copa transparente. Era algo más que
simple resignación. Era un conocimiento profundo del paso de los días, una
nueva conciencia de cada respiración, cada pestañeo. Cada acto, por mínimo que
fuera, tenía ese peso y eso hacía que cuando se quedaba callada –como en ese
instante en que miraba las cortinas de la cocina– estuviera en otra parte, muy
lejos de ahí. ¿Cerca del final las decisiones serían más fáciles o más
difíciles?
“Feliz
Navidad”, dijeron. Chocaron las copas y el movimiento empujó el vino y el agua
a las paredes del cristal dejando una película fina y volátil. Se escuchaba
alboroto en las casas vecinas. Seguramente intercambiaban regalos, quizás habían
dejado de cenar y estaban en la sala comentando anécdotas familiares. Josué no
tenía nada para María. No se le había ocurrido comprar un regalo y era
demasiado tarde para remediarlo. Supuso que era demasiado tarde para muchas
cosas. Sólo quedaba esperar el fin de la noche, contar los minutos y beber más
vino.
El espagueti se
acabó. María sugirió caminar por el campo de futbol. Josué asintió. Se pusieron
sus abrigos y los guantes. Glenda pasó entre las piernas de María y enfiló a la
recámara desentendiéndose del plan recién acordado. El cáncer no volvió a
aparecer en las escasas palabras que intercambiaron mientras se acercaban al
campo de futbol. En esos minutos habían consolidado un acuerdo silencioso. Era
como si él se hubiera extendido con los detalles de la muerte de su hijo o
recreado con minucia la abrupta despedida de Mariana. Quizás ambos entendían
que había que conservar una parte del dolor, un pedazo íntimo para rescatarlo
en las noches de insomnio y, quizá, transformarlo en otra cosa. Eso no lo podrían
compartir. Ya estaba cerrado el campo de futbol pero Josué le dijo que había
otra entrada, junto a unos arbustos y una pared a medio construir. El pasto
resplandecía por las luces de los postes que lo hacían parecer una superficie
congelada. Se sentaron en una banca de metal. Él le contó que había recorrido
esos senderos en bicicleta, que, en algún lugar, entre aquellos conjuntos de
casas rojas, casi infinitas, ahora iluminadas a plenitud, estaban los establos
y un área despoblada. Le contó de la vez que él y sus amigos intentaron podar
el césped sin mucho éxito; de un par de asadores que compraron gracias a una
cooperación entre vecinos y que apenas se usaron. Ya no había nada de eso. Todo
se había esfumado y apenas quedaban algunas fotografías maltratadas para darse
una idea. Entonces ella se detuvo y le dijo:
–¿Sabes? Te
estuve espiando tras las cortinas aquella ocasión en que se te descompuso el
auto.
Josué sonrió y
alargó la mano hasta su mejilla.
Las dos
siluetas siguieron un rato en la banca, iluminadas por las bocanadas blancas de
los postes. Después, mientras seguía el barullo en las casas y la celebración
llegaba a su fin, regresaron por la calle vacía.
ESTACIÓN DE LAS
LLUVIAS SALVAJES*
“Es un
privilegio que en el aluvión, el calendario sea una sábana de pétalos y el
ensimismamiento, mantel de la sangre…”
Andre Cruchaga.
Una sola
estación bastó. Una sola.
Era - como no
serlo- la estación de las rosas y salvajes lluvias.
Estación de
pájaros alborotados. La muerte huyó, despavorida
Le respiré el
pecho con un puñal de luz. Ay, con un puñal de luz.
ESTACIÓN DE LAS
EPÍSTOLAS
Entregó sus
epístolas de piel, mansamente. Ávido.
Y la lluvia
cayó, ferozmente. Brutal ley de los opuestos.
Y bebía gota a
gota. Bosque. Bárbaro Humano. Suave.
Alucinado. Los
peces se alojan en sus ojos .Atónito.
ESTACIÓN DEL
FRAGOR
Y moría al
mirarlo. Y vivía. Sus ojos de rodillas.
Entrar. Tirar
la llave. Plurales tierras y fragor de lluvia.
-Barro esfumado
entre los aguacates de la sed y el hambre-
Y quitar los
zapatos del cuerpo. Santos. Putas.
ESTACIÓN DE LAS
LLUVIAS SALVAJES
Y aun no saben
quien quitó los clavos.
Fruto partido,
ojos en las lágrimas. Muslos. Bocas.
Locos. Dioses
adúlteros. Mueren los días entre abrazos.
Fragua. Lengua,
enrojecida. Látigo.
Y la lluvia
golpeándome las ancas.
Golpeándose las
ancas, salvajes.
Hoy, no llueve,
Venus reluce. Empapado el monte.
*
ya no habrá
dolor porque no habrá mar
porque la
arteria biológica del mundo ya no arderá
y no habrá un
pájaro ya nunca
ni una piedra
ni un río
ni un apéndice
de bosque
ni crepitará
una rama
no habrá una
sola mariposa ni una sola rosa ni un color
nada dolerá
porque no habrá sobrevivido nada
volveremos a
habitar en los desiertos
con las bocas
abiertas aguardaremos el puño de la lluvia
no habrá dolor
porque no habrá lenguaje para nombrarlo,
ni una casa ni
un árbol,
no quedará una
ceniza que recuerde el hueso rojo donde
saltó la
alegría
cuando
intentemos recordar no habrá memoria.
los corazones
andarán por la tierra buscando la sombra
de un cactus,
una puerta secreta, un indicio de vida/
PUERTAS*
Puertas que
parecen cerradas, transparentes,
muestran un
mundo que se abre a los ojos,
solamente a la
mirada impedida de escape
sofocada de
tanta espera.
Puertas
golpeadas, encadenadas a un silencio intolerable.
Nadie acaricia,
no introduce la llave,
la gira, hace
un ruido, empuja la hoja,
le habla con
palabras sutiles, y la cierra
suavemente,
como si fuera un cristal costoso.
Nada, no sucede
lo inesperado, un mudo sollozo las invade,
la madera vieja
que las forma, desnuda y desprotegida
del árbol, del
bosque, ya no está perfumando su existencia.
Es solo parte
de su esencia, una gota de nostalgia
enmoheciendo
sus recuerdos.
Puertas
elegantes, de casas fabulosas,
se abren con
cautela, con sigiloso desplante.
Siempre
pulcras, aceitadas, golpeadas con guantes,
esperando
abrirse al buen vestir,
son puertas que
parecieran tenerlo todo
mas, al cerrar
sus hojas sienten
el rigor abismante
de la soledad.
Atacadas
maliciosamente por las inclemencias del tiempo
nunca muestran
sus corazones roídos.
Puertas
humildes, desmembradas por los dientes
del viento, que
las muerde cada vez que pasa
quizás deseando
llevarse una de sus partes.
Puertas
giratorias, emborrachadas de prisa,
quién sale
quién entra, da lo mismo
solo dejan una
ráfaga de inquietud, solo eso,
Una frialdad
endulzada de indiferencia.
Puertas
rechinando desamparo
lamidas
por el calendario del olvido,
sin llaves que
las abran, sin cerrojos que las cuide,
entregadas a
los brazos de inclementes soledades
abren las
bocas, modulan palabras de desconsuelo
y con voces de
aserrín claman al cielo
volver a centro
de sus raíces.
*
el presente es
una piel
estremecida
entre la orilla
del mirar
y la proximidad
que no se
alcanza
*De alejandra
alma. almaalma3h@gmail.com
SEGUNDA
OPORTUNIDAD*
CUATRO
“Wanting,
needing, waiting
For you to
justify my love” (Madonna)
Resulta difícil avanzar sin
calzado sobre vegetación áspera, sobre todo para quienes se han criado pisando
cemento y rara vez se descalzan. Los arbustos y árboles de tronco delgado se
van espesando a medida que se internan en el corazón de la isla. Sonoro cantar
de aves tropicales, enormes y brillantes mariposas, sedante rumor de hojas en
la brisa, infinitos tonos de verde, las flores más coloridas que hayan podido imaginar
alguna vez… A cada paso uno de los dos emite un quejido de dolor: astillas y
piedritas conspiran desde el suelo contra la improvisada exploración.
—¡No, no! ¡Basta! —protesta
ella, aferrándose del hombro y uno de los brazos de él, con expresión dolorida.
—Volvamos. Así no podemos seguir.
—Tampoco hay mucho que descubrir
—se consuela él, mirando en varias direcciones, aceptando la uniformidad del
paisaje y la negativa de ella. —Vamos, pero quedémonos en esa franja de
arboleda que hay antes de llegar a la playa. Quizá podamos improvisar alguna
choza.
—¿Choza? —se mofa ella. —¿Vos
alguna vez construiste una?
—Nunca —sonríe él. —Pero con
intentarlo, no perdemos nada. Ya lo hemos perdido casi todo, así que… —y se
encoge de hombros.
Regresan por donde vinieron,
sosteniéndose mutuamente, escoltados por una bandada de mariposas que
revolotean sobre sus cabezas. Ambos dejan los bolsos a pocos metros de donde se
inicia la playa, y en un impulso, ella corre hasta el agua. El la sigue,
caminando, curioso ante su espontaneidad. Ella se remoja ambos pies donde
mueren las olas, echando la cabeza hacia atrás, abriendo los brazos en cruz, y
soltando un quejido liberador.
—¡Diosss!!! ¡Muero por un buen
par de Nike´s!!! —y agrega, al volverse hacia él, apuntándole con un dedo: —Y
mejor que no se te ocurra volver a hacerme sufrir.
—Qué poca resistencia… —critica
él, con una media sonrisa, remojándose también los pies, alzando uno de los
suyos hasta la altura de la rodilla para masajeárselo, aliviando el escozor
causado por el doloroso terreno irregular.
—¿Ah, sí? —exclama ella, de
espaldas a la playa, y aprovechando la vulnerabilidad de él, parado sobre un
solo pie, lo empuja con todas sus fuerzas hacia las agónicas olas.
El cae aparatoso, agitando con
estupor los brazos en el aire, salpicando espuma, hundiéndose pronto en una
pendiente costera que se profundiza veloz.
—Turra… —murmura, escupiendo
agua mientras gira hacia ella y se incorpora con lentitud. —¿Querés jugar?
Ahora vas a ver…
Ella corre divertida al borde de
las olas, mirando por sobre su hombro mientras él la sigue de cerca. Con
piernas muy largas, muy pronto le da alcance, aunque ella en un solo giro
intente escabullirse frenando, agachándose y queriendo correr en otra
dirección. La toma veloz por detrás, rodeándole la cintura con un brazo,
sosteniendo el peso del cuerpo con su otro brazo, apoyando las nalgas de ella
contra su cadera, y avanza tambaleante pero divertido hacia las olas.
—¡Bajame, cobarde!!! ¡Así no
vale!!! —ríe ella a carcajadas, forcejeando en su protesta, intentando patearlo
mientras se halla en el aire.
—¿Y lo tuyo sí vale?
La pendiente más allá del borde
del mar desciende con rapidez. Le resulta difícil calcular la profundidad bajo
sus pies mientras las olitas siguen llegando. Así que al dar unos pocos pasos
trastabilla y ambos caen en el pozo, salpicando con un estruendo espumoso. Arde
la sal sobre las pieles insoladas. Ella se zafa, gira hacia él y lo toma por la
cabeza, empujando hacia abajo para hundirlo.
—Me querías ahogar, ¿eh?
—exclama muy divertida. —¡Ahí tenés!
El cierra los ojos bajo el agua
pero afirma los pies en la arena, avanzando entre las olas con los brazos
abiertos, derribándola desde abajo con un tackle de rugby, cayendo sobre ella,
quien cae de espaldas sobre la pendiente. El agua en los ojos apenas le permite
ver a él, pero sus manos se deslizan hacia arriba sobre el cuerpo de ella,
intentado asirla para que no se vaya. Tropieza con sus pechos, y cae sobre
ambos codos, su rostro empapado muy cerca del rostro de ella. Parpadea varias
veces, mientras ambas risas se extinguen…
…y entonces se contemplan con
una mirada que apenas han esbozado desde que se conocen, e intentaron mantener
con éxito en secreto. En una fracción de segundo les parece estar en otro
lugar, quizá siendo ellos mismos, pero en otra vida, nada paradisíaca como
ésta, extrañamente cercana y lejana a la vez, manifestando una intensidad
erótica inequívoca, pujante, avasalladora de cualquier prejuicio, que comienzan
a experimentar en este preciso instante.
[Otra vez ese parpadeo, ese
ajuste de lentes, esa especie de misteriosa transición que ocurre entre los
dos, vinculándolos más allá de lo aparente, en una inexplicable comunión que
trasciende toda lógica racional]
El beso se impone sin duda
alguna. Ambos se buscan, los labios entreabiertos, las bocas ávidas, las
lenguas lascivas, una misma respiración. Este beso les recuerda otro… ¿De otra
persona? No… De ellos mismos. Tal vez... Pero, …¿cuándo? ...¿cómo?... Si se
acaban de conocer...
“No… Es muy pronto… Es imposible
que nos pase esto… ¿Qué estamos haciendo?”
“No pienses más… Besá, y no
pienses en nada más…”
“Dejate llevar, mi amor… Si te
calienta tanto… ¡No te reprimas más! Olvidate de todo… Ya no importa otra
cosa…”
“Dejate llevar… ¿Quién te espera
en casa? ¿Cuánto hace que no te sentís así???”
“¡No pienses más!!! ¡No pienses
más!!!”
¿Es él… es ella…? ¿Dónde están?
¿Quiénes son?
Aquel contacto resulta tan
saludable y reconfortante como el hecho mismo de abrir los ojos al sol luego de
haber atravesado la agonía del accidente. Señal de que la vida se impone por
encima de cualquier obstáculo. De que, por alguna extraña razón, el amor es lo
último que se muere. De que ninguno de los dos se hundirá debajo de una ola
enorme. De que en el futuro próximo volverán a encontrar y besar a …¿sus
niñas?…
Ella lo abraza como si se
aferrase al último ser vivo en la Tierra, deseosa de que la proteja contra todo
mal. El siente la atracción que perfilara a bordo del avión con una potencia
mucho mayor de lo que imaginase al contemplarla por primera vez. Y en el beso
eterno, salado, pasional, experimentan la certeza de que ya nunca volverán a
separarse del todo.
El apoya una mano contra la
arena y la eleva a ella en el aire, sosteniéndola por la espalda con su otro
brazo. Ella no deja de besarlo. Se acomodan lentamente, logrando ponerse de
pie, con las olas hasta las rodillas, sin q sus bocas se separen demasiado. El
abrazo es distinto, más lábil, aunque el beso mantenga su poderosa consistencia.
Las manos abiertas de él descienden por la espalda de ella, descansando en su
cintura o rodeándole las nalgas, abarcándola toda. Ella se aferra a sus hombros
delgados, ascendiendo con una mano hasta su cuello, rodeándole la cintura con
la otra. Hasta que por fin se separan, volviendo a mirarse, casi como dos
extraños, …¿como lo que son?..., con un intenso deseo expresado sin palabras a
través de sus ojos.
—Vení —susurra él, goteando agua
de mar, por sobre el sonido del oleaje.
La toma por la cintura y la conduce
hasta las palmeras, donde yacen los bolsos, olvidados. Ella respira agitada,
dejándose llevar. La excitación le hace olvidar todo, desde dónde se encuentra
hasta cómo se llama. Sólo le importa que él esté con ella, como un hombre y una
mujer que se atraen mutuamente, amándose por un rato…
…o durante el resto de su nueva
vida.
El apura el paso y se agacha
junto a la mochila. Recuerda haber visto algo en el fondo, debajo del resto de
las cosas, mientras revisaba esta mañana, deseando con el alma no haberse
equivocado. Extrae apurado parte del contenido antes de dar con lo que
ansiosamente busca.
—¡Bingo! —vuelve a exclamar, por
segunda vez en el día, al alzar la mano con una manta de polar, con una cara
impermeable, muy prolijamente doblada.
—Dámela —casi le ordena ella,
temblando de emoción, desplegando la manta y extendiéndola bajo el conjunto de
palmeras que los guarecen de este sol abrasador.
Ni bien acomoda la tela de
polar, se acuesta boca arriba sobre ella y lo atrae hacia sí. Aún mojados y
salados, se encuentran irresistibles. Y el siguiente beso tiene el efecto de
una poderosa descarga eléctrica. Beso que reúne nuevamente a esas lenguas,
inquietas y reptantes, que se nutren entre sí, vigorizándose. El, boca abajo
sobre ella, comienza a frotar su entrepierna contra la de ella, generando los
más diversos suspiros. Luego se deshace del beso y lame profundamente un lado
de su cuello, desde la base hasta la oreja izquierda, demorándose dentro de
ella. Besa repetidamente la mejilla del mismo lado, mientras va descendiendo
con sus labios hacia el mentón, el cuello, la clavícula, la prominencia del
pecho derecho, mientras ella gime, le aferra la cabeza con ambas manos y ahoga
el gemido al mismo tiempo. El retira la tela del vestido hacia un lado y besa ese
pezón oscuro que parece llamarlo, para luego lamerlo con la lengua bien
extendida, arriba y abajo, por un costado y por el otro, presionando pero con
lentitud, mientras ella gime sin reprimirse, acariciándole la cabeza y dejando
la vista vagar entre el alero de hojas de palmera que se forma sobre ellos.
El separa la tela que cubre el
otro pecho y reitera la misma operación, sintiendo el sabor de la sal sobre esa
piel que ha dejado de estar fresca por efecto de las olas, para ir acalorándose
gradualmente al compás de las caricias. Las manos de ella no se quedan quietas,
lo tocan en la cabeza, descienden por el cuello, le palpan los hombros,
aferrándose a ellos, le buscan los glúteos. ¿Cuánto hace que alguien no la
excita de esta manera? ¿Qué ha pasado con su marido en los últimos años? ¿Por
qué se desconoce, como si no fuera ella misma quien disfrutase de este placer,
sino otra mujer, despreocupada por completo, libre de cualquier atadura?
El se iza sobre ambos brazos y
de rodillas le levanta la cortísima falda para besarle y lamerle el ombligo,
aún con restos de agua de mar. Continúa lamiéndola toda, como sólo él sabe
hacerlo. Del mismo modo que excitaba tanto a su mujer, hace ya demasiado
tiempo… ¿Qué le ha ocurrido en los últimos tiempos? ¿Por qué ya no disfruta de
hacerle el amor, sintiendo que es apenas un delicioso trámite rutinario? ¿De
qué manera podrá recuperar a la fiera erótica y enjaulada que siente que es?
Ensarta los pulgares en los
bordes de la bombachita y tira hacia las rodillas, mientras ella eleva las
piernas para que se la quite, sin dejar de gemir al separarlas. El se recuesta
sobre la manta, aferrándose de los temblorosos muslos de ella, para acercar su
cara hasta los labios vaginales de ella y comenzar a lamer, despacio, de abajo
hacia arriba, demorándose un instante sobre el clítoris con un círculo de
saliva, para luego recomenzar. Los gemidos de ella van en aumento, enloquecida,
causándole la sorpresa de una frase que proclama durante semejante éxtasis, y
que por algún oscuro motivo remueve recuerdos en los dos.
—¡Así, mi amor!!! ¡Así!!! ¡Sos
hermoso…!!!
¿Dónde han escuchado repetidas
veces esa frase? ¿Proviene acaso de su otra vida? ¿De un pasado remoto
compartido con otros cuerpos, otros climas, otras situaciones? ¿Dónde habita la
línea que separa lo actual de lo vivido? ¿Y lo real de lo fantástico? ¿En qué
clase de extraña dimensión se han sumergido, que ya nada parece ser dueño de
ninguna consistencia, salvo este intenso placer que los arrasa y proyecta hacia
el vacío?
El respira agitado, con el torso
sudoroso, pero como broche de oro, con el rostro empapado por los jugos de
ella, le introduce la lengua dentro de la vagina, tan lejos como pueda llegar,
ondulando en su interior como un lascivo pez, ansioso por llegar a la fuente,
para luego ascender, presionando con fuerza el clítoris, superlativamente
excitado, lamiéndolo repetidamente para volver a introducir la lengua dentro de
ella, quien ya cree estar al borde del orgasmo, algo mágico que no le ocurre
desde hace muchísimo tiempo.
El incorpora el tronco, aún de
rodillas, y se desabrocha el cinturón, el botón y la cremallera. Ella se sienta
de un salto, respirando muy agitada, le baja el borde del bóxer elastizado con
una mano y toma su miembro con la otra, acercándose hacia él, reptando sobre
sus nalgas, hasta alcanzar la hinchada cabeza de su pene e introducírsela con
ahínco en la boca, recorriendo el cuerpo de ese pene con los labios, para luego
retirar la boca y chupetear esa cabeza ya morada, a punto de estallar, darle un
lengüetazo y volver a avanzar con la boca, devorándolo de nuevo. El gime con
sonoridad, la frente echada hacia atrás, y una visión caótica de las hojas de
palmera por detrás de esa poderosa sensación que lo abarca todo.
Le toma la cabeza de mojados
cabellos rubios con la mano izquierda, y con la derecha sostiene su pene, para
golpetear el glande contra la lengua de ella, que tiembla y se agita fuera de
su boca. Esto la excita como ninguna otra cosa, impulsándola a tocarse el
clítoris, buscar chuparlo de nuevo, y emitir un progresivo aullido de pasión.
—¡Hijo de puta…!!! ¡Metemelá!!!
El se baja la ropa hasta las
rodillas, para luego sacársela de su pierna derecha, mientras la empuja
suavemente hacia atrás, volcándola sobre la manta otra vez. Ella separa las
piernas, levantándose bien alto la falda, suplicándole con la mirada,
mordiéndose el labio inferior, ardiendo como pocas veces en su vida. El se
inclina sobre ella y la penetra despacio, muy despacio, hasta sentir que se
halla completamente dentro, como en casa, en el hogar que siempre ansió tener.
Y se mueve oscilante, con un suave vaivén que le permite a ella sentirlo y
gozarlo, llenándola sin invadirla, acompañándose juntos hasta la gloria.
El levanta una de las piernas de
ella hasta calzar el hueco de su codo derecho debajo del hueco de la rodilla
izquierda de ella, para luego afirmar mejor la rodilla derecha contra la manta
y el muslo derecho contra la nalga de ella, e imprimirle al movimiento un
énfasis progresivo, que los excita como nunca. Gemidos, jadeos, respiraciones
agitadas… Y una sensación profunda que los eleva en sintonía, que los vuelve
uno y a la vez ajenos, hasta hacerlos estallar al mismo tiempo en una vibrante
y placentera sacudida orgásmica, gritos y aullidos mediante, sin que a nadie le
importe que él haya eyaculado adentro.
El se deja caer, su cabeza sobre
el hueco del cuello de ella, ambos agotados en extremo, el corazón desbocado en
un galope de latidos, respirando muy profundo para no quedarse sin aire ante el
agónico esfuerzo. Ella lo abraza con infinita ternura, aferrándose a esos
hombros cuyo aroma la excita tanto como el sexo vivido hasta hace unos
momentos. Las palmeras oscilan ese denso follaje por encima de sus cabezas,
mientras una brisa cada vez mayor va creciendo en su entorno.
Y de manera casi inadvertida,
avasallados por el agotamiento físico causado por el stress del accidente, la
tensión de las últimas horas, y el reciente y liberador encuentro sexual, ambos
caen dormidos, relajados uno en brazos del otro, respirando en un solo aliento,
sintiendo una misma conexión psíquica.
(Continuará…)
***
INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/
De paso*
(De la estación
Ingeniero De Madrid)
Lo pensó así en
el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros
cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una
canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su
mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo
aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido
minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida
de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por
eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier
parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es
una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué
venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el
exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un
cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de
Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de
Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un
entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las
que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese
detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre
de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún
ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en
algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no
sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora
pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle
sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea,
imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas
anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes
futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada,
infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o
gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las
escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de
hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o
anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La
única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y
no queda registro en parte alguna...
Vio las vías
perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el
desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso
concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares
de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus
respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y
este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación
erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente
perdidos o inimaginables.
Así sucede
-pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el
inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro!
Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros...
Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le
habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero
¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede
tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo
el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se
pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes
que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía
que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también
-por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había
venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia.
(Pero -atinó a pensar más o menos
confusamente-
¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el
tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese
error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se
llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso
nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la
estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.
Los
desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y
¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación?
Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos
rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había
visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de
nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos
alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo
estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se
desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí en
esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible
derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora
disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando
tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad?
Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre
seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad?
Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy
lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez
uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en
las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes
tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron
durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar
que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan
grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era
la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el
cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que
sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los
soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados,
cabizbajos.
De los dos
jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba,
sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto
vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará
haciendo ahí?
Después de un
rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y
sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está
esperando.
El joven le
mira, incrédulo.
- ¿El tren?
Pero entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente
él sabe.
- Pero si
supiera, entonces...
El viejo calla.
Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya
casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación
abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz
grave, sentenciosa.
- Hay gente que
va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace
las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales,
insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años
y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay
alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora
espera. Nada más.
Y sin mirar
atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no
fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se
extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo
entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que
recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma
leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo
será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Próxima estación para escribir:
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Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
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