*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
ESPEJOS*
La palta creció desde
su semilla. Partió su corazón y se alzó ante la vida. Frente a ella, a través
del cristal de la ventana, germinó su amor, que la refleja cada mañana.
*de Esther
Andradi. esther@andradi.de
-Del
Tomate. Inédito
EN UN SUEÑO TRANSPARENTE…
*Textos de
Esther Andradi.
http://www.andradi.de/es/startseite/
ON THE ROCKS*
El dolor se tragó mis
ideas, mis proyectos, mis locuras.
En su lugar quedó un
hueco, una cala donde el mar se acomoda por las noches, despacio.
Cuando hay luna, descontrolado,
sube a buscarla.
Entonces me despierta una
sirena.
* -Inventiva
Social - 2018
REQUIEM
POR RIOBAMBA*
Esa casa de la calle Riobamba era prefabricada, una miniatura. En esa casa escribía en el armario. Un espacio entre el baño, la cocina y el dormitorio, que se abría para escribir y se cerraba para guardar. Era el antecedente del archivo digital, pero entonces yo no lo sabía. Tipeaba por las noches, culpable por molestar, por no compartir el lecho, por la luz encendida. En esa casa me embaracé, sufrí mi primera pérdida, y los espasmos se fueron sólo cuando permití que la sangre arrasara con todo.
En esa casa pinté lila y blanco los muebles del dormitorio, la alacena verde y amarilla, los muros rosados. En esa casa fui joven y tuve tres perros: Violeta, Zorba, Bakunin. A Violeta la atropellaron y debí entregarla al veterinario para su sacrificio. Todavía hoy, cuando siento pena, me acarician sus ojos dulces.
Zorba huyó del estruendo del año nuevo.
Bakunin se quedó hasta la muerte.
Cuidando el lugar de quien no volvería.
Yo.
Miedos, utopías, nacimiento y muerte, la
revolución, el amor:
la ascensión del Chimborazo.
Todo permaneció intacto en esa casa que esta noche me visitó en sueños, envuelta en celofán, como un regalo de Christo, anexada a mi vida hasta el fin del mundo.
* Hispamérica
Nro 137, 2017
*
¿De qué tamaño es el
cordón?
¿De qué longitud el
cordel por el cual te anudas a mi cuerpo y te desatas?
¿De qué dimensiones la
herida borroneada en tu piel, que anuncia el olvido de la antigua unidad? ¿De
qué color la muestra de la sangre que separa tu trazo del mío, tu riesgo de mi
peligro, tu corazón de mi esperanza?
¿De qué peso la aguja
que habrá de tejerme a tu historia, la certera que hilvanará tu centro a mi
eje? ¿De qué textura el encaje que nos bordará, silenciosa, cada paso, cada
aleteo?
¿Cuántos centímetros,
cuántos metros, cuántas yardas entre tu vientre y el mío, desatando lo que
atamos, anudando lo desanudado, bordando lo descosido?
¿De qué espesor la
transparencia de la hebra que más se afirma cuanto más se corta?
Es inútil: no hay
gramática capaz de atrapar la desmesurada escritura del ombligo escurriéndose
como pez en el umbral de la vida.
*Fragmento de Tanta Vida, Novela, Simurg 1998
On
demand *
En el universo hay una señora que barre
el polvo que se acumula en los agujeros
negros
que mirándolos bien como ella sabe
no son tan negros
apenas oscurecidos
por una nube de polvo
que de vez en cuando hay que barrer
en el universo hay un montón de cosas
y una increíble ambición por agrandarse
y agrandarse
hasta los confines de no se sabe bien qué
y la señora que barre se impacienta
cada vez más espacio
cada vez más polvo
y ella sola
contra los agujeros negros
y su súper escoba para los polvos del
universo
*-Inédito-
LA GRAMA ENCUBIERTA*
O una versión personal
del "pastito interior"
Mi abuelo el árabe llegó a Argentina sin
conocer una palabra de castellano. Dicen las lenguas familiares que en Buenos
Aires sus paisanos le dieron una maleta con artículos para vender, que él tiró
por ahí, porque le avergonzaba su español insuficiente, y siguiendo las vías
del ferrocarril llegó a una colonia de inmigrantes donde iba a conocer a mi
abuela. La colonia se llamaba Nuevo Torino, de modo que el castellano por
cierto tampoco era su fuerte. Mi abuelo se bastó con una mandolina para
enamorar a las mujeres, y todavía hoy no hay hombres en la colonia que no hayan
oído hablar del lenguaje de sus brazos, sea para la dura faena del campo o para
la pelea, que ganas no le faltaban al árabe, ni susto le daban ni una ni otra.
De esa mixtura piamontesa y árabe, dialecto de Oms, nació mi padre y sus diez
hermanos, a la sazón los tíos de mi infancia, de las fiestas de la yerra y de
los chistes verdes en piamontés. Porque fue la abuela quien legó su lengua a la
familia, mientras el abuelo relegaba su idioma y enterraba la nostalgia.
Mi abuelo el anarco-sindicalista llegó de
Turín siendo un niño, y la leyenda familiar cuenta que todos servían al rey, y
habla de caballos blancos y negros ornados para los desfiles de una pompa, que
en las pampas argentinas de esos años, sin asfalto ni agua corriente ni
electricidad, sonaban como a historias de aparecidos de cualquier otro planeta.
Lo conocí poco, con su altura desorbitante, su blancura casi lunar y sus
anteojos de hombre que parecía destinado a actividades del espíritu.
Murió cuando yo todavía era una niña pero
me legó su olor. En los fondos de la casa de la abuela, que hoy ya no existe,
estaba la piecita del tesoro que yo visitaba a la hora de la siesta: la abuela
guardaba allí los recuerdos de su esposo. En medio de alcanfor y naftalina
sobresalía el olor de las revistas, a papel viejo y fotos de colores, que en
una época sin televisión acaso alguien pueda comprender la fascinación que
ejercían en una niña. Revistas políticas, fotos de los compañeros en el sindicato,
recortes de periódicos antiguos, todo se remozaba en los cajones de la cómoda
de la piecita, donde también se guardaba el yunque de mi abuelo, que era
metalúrgico y como tal, comandó más de una huelga y uno que otro sindicato. La
relación entre la abuela con ínfulas aristocráticas y el abuelo anarco provocó
la ira patriarcal y la expulsión de la bella Teresa del paraíso familiar. De
esa catástrofe nacería mamá y los seis tíos por vía materna. Con todo, la
desheredada y el político legaron a sus hijos el dialecto italiano dizque del
rey.
Ni qué decir que con esta historia de
mezclas y de pérdidas, siendo niña me cuidaba muy bien de pronunciar cualquier
palabra que no fuera típicamente “argentina”, si es que algo así existe. El
sistema de lenguaje familiar de la infancia era precopernicano: el
castellano-argentino era el centro del mundo y aquel que no lo hablase
correctamente, merecía el destierro, y la repetición del año escolar, para más
humillación. Los demás mundos eran satélites imperfectos cuya vida dependía del
idioma oficial. Sin embargo, este idioma era una suerte de castillo, que por
acción de los puentes levadizos de los demás idiomas, podía quedar protegido
como también aislado de la vida. En otras palabras, cuando mis padres
comentaban sus secretos hablaban el idioma periférico. Igual que mi abuelo el
árabe, que de tanto en tanto se refugiaba en el jeroglífico con sus paisanos
condenando a la abuela María al silencio. El idioma entonces era puente y
puerta, así como la periferia podía ser a la vez centro y viceversa, en un
movimiento continuo de relaciones, atracciones y oposiciones. Pero eso se me
iba a revelar mucho más tarde.
Porque ese universo de mi infancia
permaneció encubierto durante años, hasta el encuentro con el idioma alemán.
Idioma que, como se sabe, nada tiene que ver con el árabe ni con el piamontés y
tampoco con el castellano. En Alemania no sólo el idioma hablado era diferente.
Hasta las interjecciones, el idioma gutural de la infancia, venía en otro
envase. Así por ejemplo, los amigos alemanes decían "Ajjj" para
expresar la belleza, cuando todo el mundo sabe que en castellano argentino
"ajco" -asco- se "dice" con jota. Pero "asco",
según el idioma del nuevo mundo se expresaba con una interjección que suena más
o menos así:
"iii-guet-iii-guet"... algo que a mí
no me decía nada. Y en cuestiones de vida o muerte, si yo decía "ay",
para expresar mi dolor, el otro pensaba que se trataba de un juego, porque el
"ay" de ellos es "aua", y así hasta el infinito.
¿Qué hacer frente a tamaña diferencia?
¿Refugiarme en el exilio interior o dejar que me lavasen el cerebro? Como mi
abuelo el árabe, abrí mis puertas al nuevo sistema solar que se me ofrecía, y
me metí de lleno a aprender el idioma, a disfrutar de su sonido, a irritarme
con sus incontinencias, a rebelarme con sus diferencias. El riesgo que ofrecía
tamaña aventura no me era desconocido. En cualquier momento corría el peligro
de ser tragada por el agujero negro teutón, y adiós pampa mía. Pero también
tenía la posibilidad de ganar un universo que se conjugara con el mío, y que en
el espacio sideral ambos pudiesen convergir y moverse con la distancia que
permite la atracción pero no la deglución. Juntos pero no mezclados, como se
dice en criollo.
De esa relación contradictoria, tortuosa y
por cierto alterada por no pocas desesperaciones y dolores, he ido ganando poco
a poco profundidad en el universo de mi mundo de idiomas maternos, los
hablados, los callados, los gestuales, y podría decir que a la larga el
resultado no deja de ser satisfactorio, aunque de vez en cuando suele
arrebatarme la tentación de refugiarme en el castillo y levantar los puentes.
¡Como si el aceptar el nuevo universo fuese cosa a estas alturas de mi
voluntad!
Lo único inquietante de toda esta historia
es, que mientras gano en profundidad, mientras me sumerjo en el origen y el
nombre de las cosas en mi idioma original, buscando la raíz y dejando de lado
la espontaneidad y la presunta inocencia del idioma materno, me suele asaltar
la nostalgia por la extensión, privilegio que conservan los que viven en el
idioma. Quiero decir, que mientras estoy en el castillo alemán, el castellano
se me manifiesta con la contundencia del nombre, con la fuerza de lo esencial,
de lo originario/original, con la insistencia con que suelen expresarse las
periferias. Y por cierto, la nostalgia de perderse en la infinita pampa del
lenguaje colectivo, coloquial, vital, permanente, en el que nadan los que están
allá, se hace especialmente patente, apenas me rozo con ese lenguaje, sea en el
encuentro con el viajero recién llegado de aquellas tierras o en un viaje hacia
allá, donde me alcanzan las nuevas palabras. Entonces, por un instante, me baño
en el mar del idioma vivo de esos días. Y gracias a la exaltación, se refuerzan
en mi alma los giros oídos en la niñez, las risas paternas, los chistes verdes
en piamontés, las protestas y ordenanzas e inventos de palabras de esa familia,
que un día asumió el castellano-argentino. Pero que a la vez, en un pacto
secreto, en sus valijas deshechas, en sus bártulos desarmados, en la nostalgia
de un universo que no se resignaba a perder, guardó sus vocales e
interjecciones, sus ayes y sus peros, por si alguno de sus descendientes,
estimulado por el dolor de la opción, las recuperase algún día. Entonces, descubriría
que no hay centro ni periferia que dure cien años, ni gramática y corazón que
lo resista. Que hay una fuerza que persiste como la grama, que sigue creciendo
bajo la tierra recién removida.
*1993
- (en
antologías español, alemán, inglés)
FUTURO
INDECISO
Por las mañanas muy
temprano mi gata me exige caricias.
Primero comida, sí,
pero después caricias.
Su insistencia aumenta
con los años.
Cuando ya no esté,
seguiré acariciando su aura
mirando el arce por la
ventana.
Y cuando las dos nos
hayamos ido,
la memoria de la
ventana nos evocará cada
mañana en un sueño
transparente, gata y mujer, acariciándose,
para permanecer.
O no.
El sol*
(XIX)
Mi pequeña hija bate
palmas, se agacha debajo de la mesa para encontrarse con sus amigos en el otro
lado del océano, para hablar con sus hermanos no nacidos, con la abuela que no
conoció. Mi hija me enseña la zona de vacío entre la madera y el piso desde donde
ve. Y me invita a seguirla. Me inclino hacia abajo y creo que veo. Pero ella
sabe que no veo. Entonces me toma de la mano y me dice:
- Así no. Así- y apoyando la sien al borde de
la silla forma un ángulo agudo entre su cuerpo y el suelo.
Un arco se dibuja
entre el sol y la sombra a esta hora de la tarde.
- Así puedes ver, mamá. Así.
Y entrecierra los
ojos.
-De: Tanta
Vida novela, Simurg Buenos Aires 1998
FRONTERIZA*
Bésame, bésame mucho…
Corro, de un lado para el otro y estoy siempre
en el mismo lugar.
Me siento al escritorio y no puedo estarme
quieta.
Mis glándulas gritan, se ensanchan,
muerden.
Mis pies se agitan, mis manos se paralizan.
Sonido de grillos en los oídos,
la lengua pesada adherida al paladar
bloquea la palabra.
Todo el cuerpo bajo presión:
una locomotora se asienta en los tobillos,
empeñada en tomar el control.
En pocos minutos voy a evaporarme.
Morirá esa criatura célebre por sus
extravagancias y su aire pretencioso.
En su lugar nacerá una hiena, un sapo, una
medusa, que guay con mirarla.
-De Microcósmicas,
Macedonia Ediciones 2017
Metamorfosis*
Ahora soy una hierba
doméstica. Pero supe ser salvaje.
Orgías fueron aquellas: no te puedo explicar
la de bichos
que entonces se
balancearon entre mis lianas.
Nada que ver con el perejil en que me he
convertido.
*De "Microcósmicas",
Macedonia Ediciones, Morón, 2015-2017.
XVIII*
Locas. Dicen que están locas. Locas de
amor, de derrumbe, de deseo.
Locas por la justicia. La locura es poesía
urbana. En el delirio se concentran frustraciones, alegrías, descalabros,
furias y desmesuras de una sociedad, y se plasman en la calle como un árbol
florecido o una vidriera. Locura es paisaje urbano, la pieza que define el
puzzle, la fruta que destila el jugo. Y cuando la sociedad no puede tolerarla,
la borra, la inyecta, la lobotomiza. La condena a encierros en manicomios
secretos.
En vano se empeña en aniquilar la carcajada
vital frente a la estupidez de la normalidad. Cada sociedad tiene su alfombra
para hacer desaparecer sus locos y locas. Que los pongan debajo y los pisen, no
significa sin embargo que hayan terminado con ellos. Solo han escondido por un
instante la poesía, han amordazado las bocas para que callen, han maniatado los
cuerpos para que no dancen, pero igual permanecen, como los libros que nadie
compra, circulando entre catacumbas.
-Berlín
es un cuento, novela, Alción 2007
CABRAS*
Rompieron las cercas,
derrumbaron los muros, desmontaron las jaulas, transgredieron el orden y
huyeron hacia el monte.
Zumbando por los
potreros descubrieron que no todo campo es orégano.
Qué dicha.
*De: Microcósmicas.
Macedonia Ediciones, Buenos Aires 2015, 2017
Al
este del paraíso*
Argentina es el lugar del paraíso.
No uno sino muchos paraísos. Durante mi
infancia los veía florecer en las calles de mi pueblo marcando el inicio de la
primavera.
Años más tarde, cuando vivía en la calle
Carbajal en Buenos Aires, enfrente de la casa había un paraíso moribundo.
Miserable pero verde.
Agonizaba entre el cariño de los gatos
vagabundos del barrio, y la poca o nada agua en tiempos de sequía. Cuando llegaba
la primavera se alborotaba con nuevos brotes, como una vieja dama digna.
Una tarde de verano salí a la calle y el
paraíso estaba envuelto en llamas.
No lo pensé ni un momento y comencé a
cargar baldes de agua, que arrojaba uno tras otro sobre el paraíso ardiente.
Los de la mansión venida a menos, a quien
pertenecía el árbol, se asomaron al balcón para mirarme. Y yo seguía cargando
baldes hasta que no pude más.
El paraíso quedó chamuscado.
Alguien lo arrancó por la noche y al día
siguiente en su lugar sólo había un hueco.
Como una muela removida, en esa esquina sin
raíces, murió el paraíso.
Mi voluntad no alcanzó para salvarlo.
-De: Microcósmicas,
Macedonia Ediciones, Argentina 2015,2017
NUECES*
Los vegetarianos me dijeron que una nuez
tiene las mismas proteínas que un bife. Así que el domingo compré nueces.
Soy mujer de ideas antiguas o bien de
escasos artefactos modernos. Ergo: no dispongo de rompenueces. De modo que
pretendí partir a las condenadas golpeándolas contra la mesa. Imposible. Apelé
a mi instinto y aplasté una contra otra. Infalible.
La comprobación me enseñó, que aún con
feminismo y todo, la mejor forma de dividir a las mujeres no es aplastándolas
contra el piso —como nos hacen a algunas—, sino apretándolas una contra otra.
Como las nueces.
* De Come,
éste es mi cuerpo. Último Reino, 1991
ORÍGENES*
Cuando desperté, la planta de tomate estaba
aplastada, los gajos por el suelo, sus hojas fruncidas, en estado de shock. La
tierra reseca, el sol de punta. La tomé en mis brazos y la llevé al reparo
mientras regaba frescas gotas de agua sobre su cabeza. La dejé a la sombra y al
rato volvió a sus bríos, verde y lozana. Me parece mentira. Hace dos meses
nomás eran tomates deliciosos que probé un mediodía de primavera. Sequé las
semillas sobre una hoja de papel, después las puse en tierra. Y ellas
comenzaron a garabatear su historia, lentamente, emergiendo desde una
dicotiledónea que hizo sus primeras letras hace unos cuántos siglos en algún
lugar de México.
Xitomatl la bautizaron en nahuatl. Desde
entonces anda por el mundo con su identidad redonda y roja, sus dulces jugos,
su increíble capacidad de sobreviviencia frente a injertos, clones,
manipulaciones genéticas, jardines artificiales. Nada de reducciones, ella
disfruta de su diversidad. Mis reverencias, madre tomate.
*Del
Tomate. Inédito
AGUA VA*
En el mar del vientre, todos somos viajeros
y migrantes. Del útero al mundo, del mundo a la tierra, vamos pasando las
estaciones de elemento en elemento. Del agua al aire, del aire al fuego, de ahí
a la tierra y viceversa. Así infinitamente. Desterrados, desuterados, con la
nostalgia de un mar que nos contuvo en la cuna, vamos por el mundo añorando
raíces. Pero el agua no tiene donde aferrarse: hay que dejarse llevar con su
devaneo.
*De Microcósmicas.
Macedonia Ediciones, Buenos Aires 2015, 2017)
MEMORIA
DE ATOLÓN*
…amores habrás
tenido/amores en todas partes
La furia contenida no arroja fuego, lo
consume.
Entonces, el cuerpo afiebrado clama por
agua en todos sus colores y estados, hasta que la isla se hunde. En su lugar
aparece el coral, peces multicolores y el azul marino de tus ojos.
Inconfundible.
* -La
batidora literaria, 14.02.2020
CEBOLLAS*
Somos como la cebolla. Apenas se abren,
comienza el llanto. Superfluo, cierto, porque basta un chorro de agua fría para
que todo se supere. Y después, sólo después, es posible separar hoja por hoja,
sin presiones ni sugestiones, hasta llegar al fondo mismo del misterio, sin
perder la visibilidad entre la niebla de las lágrimas.
Pero siempre se necesita un buen chorro de
agua fría antes de comenzar. Es bueno no olvidarlo.
-De: Come,
éste es mi cuerpo. Último Reino, Buenos Aires 1991, 1997
MAMÁ
AMASA LA MASA*
El universo se expande. La lucha entre la
energía y la materia oscura. Mientras la materia oscura alienta la vida, el
orden, la energía oscura, impaciente, se estira.
Somos la masa de un pastel que no está
listo. Una doña Petrona fuera de órbita apronta el horno. Varios millones de
años le viene costando esta mezcla. ¿Le resultará esta vez?
Somos obstinados grumos de una masa
imperfecta. Sólo una buena batida nos pondrá en forma, si es que aún tenemos
arreglo.
*De: Microcósmicas.
Macedonia Ediciones, Buenos Aires 2015, 2017
*
-Esther
Andradi es escritora.
Nació en Ataliva, un pequeño pueblo de la
provincia de Santa Fe, Argentina, y en 1975 emigró al Perú, donde fue
reportera, columnista, y jefa de redacción. En 1980 viajó a Europa y se radicó
en Berlín (Occidental). En 1995 regresó a Argentina y vivió ocho años en Buenos
Aires. Desde 2003 vive y escribe en Berlín. Sueña con un túnel que conecte
Buenos Aires y Berlín, de manera que sea posible pasar rápidamente de una
metrópoli a otra. En sus textos emprende a menudo semejantes traspasos entre
uno y otro mundo, reflexiona sobre los cruces y márgenes, sobre aquello que se
pierde en la travesía. Y también lo que se gana. Publicó crónica, ensayo,
poesía, microficción, cuento y novela. Sus relatos fueron editados en numerosas
antologías y en diferentes idiomas. Sus ensayos sobre cultura, memoria y
migración se publican en diversos medios de América, España y Alemania. Tradujo
la poesía de la poeta alemana negra May Ayim al español. Editó la antología "Vivir en otra lengua",
pionera en la construcción de un espacio para la literatura latinoamericana que
se escribe fuera de las fronteras de los países de origen. Ha sido traducida a
varios idiomas, últimamente al islandés.
http://www.andradi.de/es/startseite/
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
LA
RAZÓN CENTRÍFUGA*
Llegué a Roque Pérez. Desde aquí no me
queda otra opción que hacer dedo. Pedir aventón traducen los españoles, pero
aquí no aventamos las cosas, las tiramos, las revoleamos como quien dice que se
saca algo de encima, lo agarra de una esquina, mueve el brazo en redondo por
sobre la cabeza, suelta y la cosa sale disparada hacia una esquina del mundo, y
se queda ahí donde ya no hace daño. No aventamos ni arrojamos, en nuestro tirar
hay una desesperación de revoleo, y me pongo a discurrir sobre temas tangenciales
para evadirme de este presente, de este haber llegado casi, de estar tan cerca,
aunque falte el último tramo.
No hago dedo entonces. Podría ponerme a la
vera de la ruta y con el clásico gesto de los mochileros indicar mi deseo de
que algún buen samaritano me recoja, pero en este lugar y en estos tiempos
podría pasar días esperando que alguien me levante.
En un barcito pregunto si hay forma de
viajar a la Estación Juan Tronconi. El hombre detrás de la barra lo piensa un
momento mientras pasa la rejilla borrando las gotitas que ha dejado la bandeja
de latón que se ha llevado el mozo. Dieciséis kilómetros, me informa. No me
pregunta para qué quiero ir a una estación que ha dejado de recibir trenes
desde hace más de cincuenta años, su orgullo masculino lo insta a resolverme el
problema. Se nota que es uno de esos hombres acostumbrados a solucionar
desperfectos, y lo veo dando vueltas un mapa mental de caminos rurales y
alambradas, adornado con vagas referencias de tendidos eléctricos repletos de
gigantescos nidos de loros.
La maestra. Me dice que la maestra de la
escuela número ocho va hasta ahí cerquita de la estación. Que la escuela está a
un tiro de piedra. Después si, ahora que me dijo cómo llegar, me pregunta para
qué voy. Quiere seguir demostrando eficacia, intenta adivinar, supone que hago
un relevo fotográfico de sitios históricos, pero me advierte que la estación ha
quedado en un campo privado, y sólo se ve de lejos, detrás de una alambrada.
Me dice que la maestra vive ahí a unos
trescientos metros del bar, que si camino hacia la izquierda voy a encontrar
una casa con una reja blanca y un ficus en la vereda. Me dice que no me puedo
equivocar, que el árbol es enorme y las raíces están tirando la pared que
sostiene la reja.
Tuve suerte, encontré la casa, la mujer se
mostró amable y accedió a llevarme hasta la escuela. Eso sí, me dijo, tendría
que compartir el automóvil con sus hijos y una enorme cantidad de cachivaches.
Pilas de cuadernos, rollos de láminas, cajas de diferentes tamaños, un chico de
unos nueve años y una nena de siete que fueron todo el camino disputando un
celular con el que uno intentaba escuchar una música mientas la niña lo acusaba
a la madre y viceversa.
No podíamos mantener la conversación sin
gritar, por lo que tras vanos intentos de preguntar o responder
superficialidades, pude mirar lo poco que había para ver mientras el auto
traqueteaba en el camino de tierra. Vacas, postes, alambradas, pájaros,
sembrados que para mi ignorancia podían ser cualquier cosa entre soja o
alfalfa.
La escuela consta de dos edificios
celestes, uno más grande y con una enorme puerta con arco de medio punto, de
hierro, con grandes cuadrados de vidrio repartido. No pude evitar pensar que en
la ciudad los vidrios ya estarían rotos, y por la noche habrían vandalizado la
escuela aprovechando esos grandes espacios sin rejas. Pero estamos en el medio
del campo, aquí se respetan los objetos construidos con esfuerzo humano.
Todavía no llegan los chicos ni las otras
señoritas, la maestra abre la escuela media hora antes del inicio del turno
para preparar los salones, abrir las ventanas, regar las plantas de las
macetas. Me dice que está reemplazando a la directora, que tiene muchas
ocupaciones, desaparece con los hijos ofreciéndose a llevarme de vuelta a la
ciudad cuando finalice el horario escolar.
Voy hasta la estación. Camino en un
silencio maravilloso. Las retamas rojas salpican el pasto que a esta hora tiene
un color precioso, brillante, favorecido por la lluvia de ayer. Claro que me
detiene el alambrado. Cerca, a unos cincuenta metros quizás, el edificio de la
estación con su techo rojo a dos aguas todavía parece vivo. Veo el andén, con
las cenefas de madera, las paredes de ladrillo típicamente inglesas como el
verde de las aberturas. Allá el galpón de carga, largo y tan hermoso acostado
bajo su cielo perfectamente azul. La hilera de altos plátanos retorcidos, el
molino dibujado finamente, haciendo contrapunto con el tanque de agua macizo.
Todo igual. Faltan los Sosa en la carnicería, la gente llegando con paquetes en
sus verduleras, el guarda y su silbato. Falta, claro, la gente. Pero la ilusión
de realidad es tan fuerte que creo escuchar las voces entremezcladas con el
grito de los teros y ladridos lejanos.
No pertenezco a este paisaje. Me lo
contaron. A pesar de mi edad, que ya me funde con todos los paisajes en sepia,
no conocí los acopios de cereales de los planes quinquenales cuando se
nacionalizaron los ferrocarriles, ni tampoco vi pasar la última formación en
1961. No estuve cuando levantaron las vías, cuando desapareció el puente que
unía Roque Pérez con Carlos Beguerie. No estaba yo sobre este andén borrado,
cuando esto dejó de ser una estación de trenes para ser testimonio de fracaso.
Vengo a despedirme. Por qué aquí, bueno,
porque en algún lugar se derrumbaron las ilusiones, y éste fue uno de esos
lugares. Recóndito, centrado en su telaraña de caminos polvorientos, posesión
inglesa primero, argentino luego, propiedad privada ahora, desaparecido,
inútil, lugar de fantasmas, mancha de lo que no fue.
Recostada contra uno de los postes del
alambrado, llorando sin mucha lágrima pero a corazón desollado. En soledad,
pequeña, despeinada, con las piernas cansadas, consciente del polvo en los
zapatos y de que empiezo a tener hambre. Con pena de tener hambre, porque las
ocasiones solemnes no debiesen opacarse con estas cosas. Triste, triste, muy
triste. Sintiendo el planeta esférico bajo mis pies, henchida de amor por esta
Argentina que me defrauda hasta el vértigo, a punto de ahogarme por la bronca
contra esta Argentina que me defrauda. Sabiendo que estoy haciendo un recuerdo,
que estoy plantando una bandera en mi memoria, un momento iluminado por el
relámpago, una quemadura desgarradora.
Mañana será Ezeiza, el vuelo, la partida.
Aquí, en el medio del campo, que es el
medio de la nada o sea el centro del alma y el centro de mi Patria, mirando de
lejos las ruinas de una promesa, viendo el puente que falta, las huellas de
vías que se desvanecieron, la caída de un enorme toro que desapareció en su
propia polvareda. Aquí, antes de volver a subir al automóvil de la maestra, me
despido.
Una figura aparece en el andén. No distingo
si es una mujer o un niño, la saludo con un amplio gesto de mi mano por sobre
la cabeza. Permanece inmóvil un instante y luego, despacio, me devuelve el
saludo con lentitud, dibujando un arco ampliamente con el brazo derecho.
¿Soy yo, de joven? Un escalofrío bajo el
sol. Quien se va se deja, me digo. Aquí queda mi juventud. Me marcho.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Próxima estación por
antiguo ferrocarril Midland:
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad,
la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura
literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven-
hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el
tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez
del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.
Queda renovada la invitación a participar
en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se
detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido
del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con
escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.
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