*Foto de Noelia Ceballos.
LA BALADA DE LA BAHÍA DE LOS TRES PICOS*
No sé porqué Dylan me empujó
supongo que fue una broma
de esas que él sabía hacer
es poco lo que recuerdo de aquella noche
salvo mi caída al mar, la ropa mojada
los cigarrillos flotando en las algas
el rumor del mar
el fuego improvisado entre las rocas
y la vieja petaca corriendo entre los dedos
quisiera volver a esos días
donde devorábamos eternidad
donde el sueño de vivir no nos había
aniquilado
donde yo era feliz
aún flotando ahogado en el mar.
*De Andrés
Bohoslavsky.
-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.
Editorial leviatán. 2017
DESCRIPCIÓN DE
UN NUDO*
Como si estuvieras
con los pies descalzos sobre el borde
de cara al precipicio
y el viento te moviera los tobillos.
Estás vos ante el polvo,
vos ante lo hermoso del abismo
con el grito pegado a la garganta,
tu grito que subió
desde tus pies descalzos,
tus pies descalzos de punta al precipicio
y con el viento que sigue dando vueltas
metido en tu cabeza.
A esta altura el viento está metido
en tu cabeza, en tu coraje, en tus tobillos
y el grito crece ahí
llenando tu garganta.
El grito ahí.
Ahí.
El grito entero ahí
cerrado en la garganta.
Un alarido atado y luminoso
hace una cruz adentro de tu boca.
Vas a soltarlo cuando te das cuenta
de que entre tus brazos
hay un bebé
que duerme.
Y no gritás.
No gritás, dios mío, no gritás.
Eso es un nudo.
*De Valeria
Pariso. parisovaleria@gmail.com
-Valeria
Pariso (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970).
Es poeta y abogada. Coordina MOJITO, taller y clínica
virtual/presencial de poesía y el "Ciclo
de poesía en Bella Vista". Primer Premio del Concurso de Letras,
categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, con su libro "Zarmina".
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar"
Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015),
"Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La
trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al
viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar",
Editorial AqL (2021).
Administra el blog de difusión de poesía
contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar
Su blog personal https://tantotequeria.blogspot.com
*
No sé qué quieres
si es que buscas un
refugio
o una casa de montaña
donde ir a llevar el
cuerpo
para dejarlo tendido
sobre el lomo del sofá
hasta volver a
ocuparlo
No sé a qué vienes
después de hora
si por los ruidos de
la alacena
o el espacio a cielo
abierto
en el semblante de la
sala.
No sé a qué parte de
ti
le pertenece el
barullo de alguien
que dice conocerte
en cada golpe repetido
como trasfondo de
persianas
No sé quién eres
al repasar tu boca
de aquellas cosas
que no se escriben.
*De Marcela
Lokdos.
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
OCTAVA PARTE.
Despertamos justo antes de que amaneciera.
El fuego casi se había extinguido. El frío no era tan intenso. Desde nuestra
salida el ambiente se percibía un poco más cálido. A ratos creía ver el primer
filo del sol en el horizonte. Lo único vivo era el siseo de algunos insectos. A
veces creía ver la luminiscencia fosforescente, la marea de luz que llena el
cielo antes del amanecer. De cualquier forma siempre estaban las nubes. Hacia
el sur, el cielo parecía una sólo formación nubosa, una mancha oscura que
absorbía cualquier forma y que combatía la luz del sol. Lucrecia abrió nuevos
frascos de conservas. Volvimos al camino de buen ánimo.
Después de un rato de marcha, quizás a
media mañana, encontramos que el sendero se bifurcaba. Teníamos que tomar la
primera decisión importante del viaje. No podíamos ver más allá de las veredas
porque la espesura del bosque y la vegetación silvestre lo impedían. Pensé, con
temor, que replicábamos la ruta de los que habían huido. Por eso estaba atento a
algún objeto, huellas que demostraran el paso de muchas personas: piedras
amontonadas, restos de fuego, ramas cortadas, intentos de refugios. Al no
encontrar ninguna señal que nos ayudara a decidir, estuvimos balbuceando
razones. Después de un rato, llegamos a la conclusión de que sería mejor seguir
el camino del oeste porque parecía la ruta principal. La otra, que se internaba
al este, era una derivación. Emprendimos la marcha con la sensación de que el
azar había sido, en realidad, el responsable de la decisión.
Hicimos, tal vez, un par de horas de camino
con sus correspondientes pausas. Después de superar un pequeño valle vimos, a
la distancia, entre los árboles, una cabaña. Quizás era el inicio de una zona
poblada. Mientras nos acercábamos comprobamos que, en efecto, había otras
construcciones cerca, todas de madera y con el mismo diseño que la primera.
Esperábamos encontrar rastros de personas, alguna silueta lejana, voces.
Conforme acortamos la distancia percibimos el abandono del lugar. Era, podría
decirse, una escenografía. Quizás habíamos distinguido fachadas huecas,
cascarones vacíos dejados como señuelos por alguien que deseaba jugar con
nosotros. A pesar del temor, seguimos avanzando hasta llegar a las cercanías de
la primera cabaña que habíamos visto. El lugar tenía el techo medio derrumbado.
Había una pequeña voluta de humo que salía de una estrecha chimenea. Se sentía
humedad en el ambiente. Quizás en poco tiempo llovería. Miré a Lucrecia
buscando, en sus movimientos, alguna seguridad, una confirmación para
acercarnos aún más a la entrada. Recordé los cuentos infantiles en los que los
héroes se internan en un bosque desconocido y en los que siempre aparece, como
una especie de anzuelo macabro, una cabaña en apariencia abandonada. Lucrecia,
seguramente, no había leído esos cuentos, pero tenía la misma actitud que
alguno de sus personajes. Miraba el suelo y a mí, sin saber qué hacer. Respiré
el aire frío y le dije:
–Vamos.
Ella confió, instintivamente, en mi voz.
Pensé que, hasta ese momento, era mi voz la única certeza, el sonido que
confirmaba nuestra existencia. Nos acercamos poco a poco, como si fuéramos
asaltantes. A un costado de la cabaña estaba una bicicleta herrumbrada. Una
ventana, cuarteada y redonda, parecía el ojo deteriorado de una bestia. No
distinguí ningún ruido. Me asomé por la ventana y pude ver una mesa redonda de
madera, la silueta de una chimenea en la que ardía el fuego.
Iba a tocar la puerta cuando alguien la
abrió.
–Pasen –dijo una voz de mujer.
Una mujer de unos sesenta años nos dio la
bienvenida. Tenía abundantes canas, aunque aún destacaban varios mechones
negros en su cabellera. Sus ojos, oscuros, parecían destellar en la tarde. El
dorso de sus manos, de venas abultadas, estaba medio oculto en los bolsillos de
un delantal de cuadros. Estaba vestida con un suéter deshilachado de un azul
indeciso. También vestía un pantalón de pana. No había ninguna señal que nos
permitiera ubicarla en el tiempo. La mujer podía venir de un pasado remoto o
ser reciente en el mundo, al igual que nosotros.
–Los vi allá afuera. Supuse que era
cuestión de tiempo para que se acercaran.
Miré el interior de la casa iluminado por
la bocanada de la tarde. La luz descubría pocas cosas más: un par de cazuelas
de barro, algunas virutas de madera en el piso, la sensación de estar adentro
de un sueño. En una esquina, junto a la chimenea, pude ver una pequeña hacha.
Que la mujer estuviera lejos del alcance de ella me dio una sensación de calma.
Ella, adivinando mi sospecha, intentó un gesto amable y abrió por completo la
puerta.
–Pasen.
Nos sentamos en unas sillas. En una
esquina, adentro del semicírculo de una chimenea, ardía el fuego alimentado por
algunos leños. Me di cuenta que, en estantes improvisados, algunos a punto del
derrumbe, había objetos de plástico. Una muñeca, decolorada pero aún con
rastros de amarillo en su falda, miraba en dirección a la ventana redonda.
También había anuncios de refresco, pequeños moldes, una bocina inservible y
llena de moho. También había algunos envases de vidrio, una caja de cartón que
estaba a punto de disolver sus costuras. Me pregunté, mientras entrábamos, si
esos objetos habían sido recogidos en el río. No sabía qué tan lejos estábamos
de él. Yo suponía que nos habíamos alejado de su curso, pero quizás mis
cálculos estaban errados. Sin brújula, ni algún otro instrumento de
orientación, sin más guía que el sendero, era fácil llegar a conclusiones muy
alejadas de la realidad.
–Venimos del norte –dijo Lucrecia para
detonar la plática.
–Se fueron todos… –alcanzó a murmurar la
mujer –ya no están.
Miramos de nuevo su gesto vacío y el leve
alboroto de su cabello. Sus palabras echaban raíces en el silencio, se
estancaban y navegaban entre nosotros como preguntas insolubles, objetos
depositados en un pantano, hundiéndose sin poder hacer algo al respecto.
La mujer se llevó las manos a la cabeza.
Por instantes parecía que acababa de despertar después de un largo sueño.
–¿Quiénes se fueron? – pregunté.
La mujer me miró como si fuera un extraño,
como si los segundos anteriores no hubieran existido. Después, con un veloz
parpadeo, regresó a la realidad.
–Todos.
La casa, húmeda, olía a papeles mojados, a
tierra reblandecida como si hubiera llovido durante muchos días. Pensé,
mientras veía a Lucrecia tomar la mano de la mujer y colocarla entre las suyas,
que en esa zona del país llovía todos los días y que esa aparente ventaja,
comparándola con las partes más desérticas, era una especie de maldición que
degradaba lentamente el paisaje. La lluvia sometía a los granos comestibles, la
escasa fruta, la ropa y los cimientos de las casas, a una acelerada pudrición.
A lo lejos sonó el canto de un pájaro. Lamenté no poder salir en ese instante y
comparar, con algún dibujo del artículo que había encontrado por primera vez,
si era alguna de las especies descritas. Quizás era una variante de los pájaros
negros del norte, los únicos que había visto hasta ese momento.
–Primero fueron los vecinos de las partes
más alejadas del pueblo. Después parecía que el fenómeno ocurría al azar. Hombres
y mujeres, no había distinción.
Pensé que la mujer se refería a un pueblo
lejano, abandonado ahora. Después, por la forma en que la mujer miraba la
ventana, el breve temblor en los labios, comprendí que se refería al entorno de
la cabaña, a las demás construcciones de madera que estaban salpicadas entre
los árboles. La naturaleza reclamaba las zonas que habían sido invadidas. Ahí,
según su historia, en el lugar recuperado a medias por árboles de ramas
tupidas, matorrales abundantes, hierbas salvajes que se extendían y reptaban
por todos lados, se había establecido un pueblo. Alucinada, la mujer empezó a
confiar en nosotros. Quizás era porque ni Lucrecia ni yo, hambrientos de
certezas, mostramos escepticismo.
–¿De dónde vienen? –preguntó ella.
–Del norte –repetí.
Sus ojos se agrandaron. Nos miró,
incrédula. Parecía que en su mundo no existía el norte ni otra posible
coordenada. Para ella el único lugar que podía existir era esa cabaña, la
fogata cuyas breves llamas apenas se levantaban unos centímetros y los escasos
enseres sobre la mesa.
–¿Conoce el norte? –preguntó Lucrecia.
–No hay nada allá. Eso siempre lo supimos.
Una leve sombra de locura se asomó en el
semblante de la mujer. Sus ojos enfocaron la ventana redonda. Por un momento
pensé que rectificaría y que nos contaría toda la historia. Tal vez necesitaba
un acicate, otra prueba que confirmara nuestra procedencia. Lucrecia se acercó
a la mesa. La mujer la miró con una mezcla de ternura y curiosidad. La locura,
por un instante, se había alejado. Pronto, sobre la madera vieja, entre una
vela consumida y una cuchara de metal opaco, se acercaron las sombras de las
dos. Las manos de la mujer, ante la cercanía de Lucrecia, fueron a la cuchara,
como si fuera su último tesoro, el último objeto para vender o intercambiar.
–Mire, traemos fotografías. Son de dónde
venimos.
Pensé que era prematuro enseñar las
imágenes. Podrían ser, como en un juego de azar, nuestra última carta. Pero
Lucrecia tenía necesidad de encauzar la charla, renovar la confianza hasta que
llegaran más palabras.
Comenzamos a extender sobre la mesa las
fotografías. La mujer tocó con dedos lentos las imágenes. Aparecieron los
personajes encerrados en la bodega. Las había visto tantas veces que parecían
fotografías de familiares. Era un álbum lejano y cercano al mismo tiempo. Los
hombres y mujeres, de tanto verlos, parecían cambiar de expresión. Algunos
rostros parecían haber cambiado desde que los había visto por primera vez.
Imaginé una migración fantástica y secreta: personas extendiendo su vida en el
reducido límite de una imagen, sin poder escapar del marco blanco de una
polaroid antigua. Tal vez por eso, mi expresión, encontraba vínculos con la de
la mujer. Ambos, por un momento, éramos seres ajenos a nuestro entorno
inmediato, mirando cosas extrañas, lenguajes para los cuales no estábamos
preparados.
Después de unos minutos, las fotografías
parecieron detonar la memoria de la mujer, sacar del letargo emociones, pasajes
ocultos por la soledad y la locura. Ella se internaba, como en los pasajes
subterráneos de una ciudad, por callejones antiguos, pasos clausurados desde
hacía muchos años. La mujer, con palabras balbuceantes, nos dijo que esa zona
del país, a la que habíamos llegado, había estado habitada por mucho tiempo y
que la vida de sus habitantes se desarrollaba sin más contratiempos que las
veleidades del clima que afectaba, de vez en cuando, a las cosechas. Enderezó
la espalda y continuó:
–El clima comenzó a cambiar. Tal vez fue la
primera señal que no advertimos o no supimos interpretar. Miren las nubes
–señaló con un dedo tembloroso el techo, como si las maderas devastadas
semejaran un cielo ruinoso y aglomerado– de repente llegaron y luego ya no se
fueron. Es como si estuvieran a punto de caer, ¿no es cierto? A veces siento
que van a bajar tanto que se meterán aquí y me volverán loca.
Imaginé las nubes como bestias vigilantes,
acercándose cada vez más a la tierra. Primero, la parte más alta de los cerros
y después moviéndose como una bocanada entre los árboles. La mujer esbozó una
media sonrisa. Sus labios, un poco temblorosos, removieron los demás escombros
de la historia.
–Las nubes nunca se fueron, pero la lluvia
no llegaba. Era como si Dios se estuviera burlando de nosotros. Entonces,
cuando era ya demasiado tarde, comenzó a llover. Pasaron semanas y la lluvia no
se detenía.
Lucrecia le ofreció una mirada dulce. Las
palabras de la mujer, a pesar de los miedos que convocaban, fluían con mayor
rapidez. Era el nervio vivo, el movimiento más rápido de los labios, los que
despertaban antiguos terrores, fantasmas. Nos dijo que la lluvia había empezado
a pudrir las cosechas. No había a dónde ir. Sólo se podía ver al agua abriendo
grietas, erosionando la superficie de la tierra. Algunas casas sucumbieron a
los derrumbes. Otras, construidas en terreno más firme, resistieron, estoicas,
a pesar de que el lodo se iba haciendo cada vez menos espeso e invadía los
espacios entre las tablas de madera, los quicios de las puertas y las ventanas.
Lucrecia seguía, maravillada, la historia,
como si estuviera escuchando un cuento infantil.
–Entonces, cuando creíamos que la
aniquilación estaba a punto de ocurrir, cuando la comida se pudría y la cosecha
ya se había perdido, se detuvo la lluvia. Todos salimos a observar el cielo.
¿Saben? Era como si el tiempo se hubiera detenido. No había viento. Tenía que
mirar a los otros, asirme al movimiento de sus ojos, los gestos, el nervio al
señalar el horizonte o el cielo, para comprobar que seguía viva, que las cosas
seguían transcurriendo. Lo más extraño eran las nubes. No se habían ido. La luz
seguía siendo gris y el sol no se veía. Era una alfombra de nubes inmóviles.
Como pueden comprobar, nunca se fueron.
Recordé las nubes. Desde mi llegada a esa
parte del mundo parecían los lomos de bestias aglomeradas, sin espacio para
moverse y que sólo pueden observar el paisaje que tienen abajo.
–¿Pudieron reorganizar sus vidas? –preguntó
Lucrecia.
–Intentamos hacer cuentas de lo poco que
quedaba. Aun así, no alcanzaría nuestras reservas para mucho.
–Regresamos a nuestras casas dispuestos a
reorganizar nuestras vidas. Unos días después, no recuerdo, cuántos, una joven
dijo que su padre había desaparecido.
–¿Se perdió en el bosque? –pregunté.
–No lo sé. Una noche no llegó a dormir.
Ella y su madre pensaron en un accidente o en un extravío. Incluso, ante la
ausencia prolongada, creyeron que había huido con alguien. Era difícil ir muy
lejos.
Me asombró encontrar la misma displicencia,
el desinterés que había percibido en la ciudad del norte. Todos los habitantes
creían que no había nada más allá de lo que podía abarcar la mirada y por eso
no intentaban nada. Esa certeza, sólida, irrebatible, era una muralla que
impedía que alguien quisiera ir muy lejos. Por esta razón tenía que estar en
las cercanías. La mujer contó que se organizaron algunos grupos de hombres que
comenzaron a recorrer el bosque. Sin embargo, después de dos o tres breves
expediciones, regresaron sin noticias y sin señales del hombre. Su familia se
acostumbró a estar sin él.
La mujer pasó un trago de saliva.
–Los veíamos en las calles, silenciosos,
mirando el suelo, buscando, al parecer, las huellas de su padre entre los
rastros de las demás personas. No sospechaba que yo estaría, muy pronto, en la
misma situación.
Lucrecia se llevó las manos a los cabellos.
Para no abordar el tema, contemplé la muñeca en la repisa. Su mirada ciega era
un objeto de otro mundo. Ella había llegado a esa cabaña como yo, por
accidente. La mujer continuó:
–No sabíamos si la desaparición del hombre
era un hecho aislado. Quizás muchos pensamos que no habría un caso similar. Por
eso nos dedicamos a salvar la comida y a reconstruir las casas que estaban
mutiladas por los derrumbes y la pudrición de la humedad. Poco tiempo después
ocurrió una nueva desaparición. Una niña no había regresado a su casa después
de visitar a unos vecinos. Los padres, angustiados, trataron de reconstruir la
ruta que había tomado su hija. El trayecto era muy breve y no había razones
para que la niña decidiera alejarse del camino. Fueron con cada uno de los
habitantes del pueblo. Aún recuerdo la urgencia de la voz cuando me preguntaron
por ella. La sorpresa había sustituido, al menos momentáneamente, a la
tragedia. Era como si no pudieran entender que ella no estaría más con ellos.
Después, con el paso del tiempo, mientras los veía tratando de retomar sus
actividades diarias, comprendí que era más fuerte la necesidad de una
explicación que el dolor sordo de la muerte. Así, esa segunda desaparición, fue
el prólogo de otras. Las calles dejaron de tener tantas huellas. Varias casas
que estaban en proceso de reparación quedaron abandonadas. La línea terminaba
cuando el último familiar desaparecía también. Entonces quedaba una especie de
hueco entre nosotros, un espacio que amenazaba con succionarnos, llevarnos
lejos.
–¿No vieron gente extraña en los
alrededores? –preguntó Lucrecia.
–Pensamos, por supuesto, en forajidos, en
gente de otra parte del mundo. Pero no había huellas de ellos. Nadie atestiguó
nada extraño. Lo único que decían los familiares era que habían percibido una
extraña tranquilidad en las personas antes de su desaparición. Era, podría ser,
una conformidad inconsciente.
Miré la fogata y vino, a mis pensamientos,
la imagen de animales yendo, con absurda tranquilidad, al sacrificio.
–Nadie volvió –dijo la mujer.
Permanecimos unos segundos callados. La
mujer no estaba segura de continuar la historia. Yo, quise salir, motivado más
por la curiosidad que por el ansia de desentrañar el misterio, a revisar casa
por casa. Eran casi todas iguales, con ventanas redondas, como los ojos de
criaturas que se nutrían del suelo blando, que persistían a pesar de sus
entrañas de madera podrida, del asedio constante de los voraces insectos. Con
el paso de los años, serían bestias descuartizadas, materia orgánica
disolviéndose con paciencia, borrando voces, vidas, recuerdos.
Traté de comprender lo que decía la mujer.
Casi podía ver la escena: un hombre llegaba de fuera, después de una larga
jornada de trabajo, y encontraba la mesa puesta, quizás una magra cena
preparada, ya fría. Entonces comenzaba a llamar a la mujer, a sus hijos, a
buscarlos en los cuartos, en la cocina, en el dormitorio. Al inicio las
suposiciones eran las mismas: habían salido por un imprevisto, quizás se habían
accidentado en alguno de los caminos cercanos o estaban de visita con algún
vecino. Sin embargo, con el transcurrir de los minutos, se hacía cada vez más
patente que ellos no regresarían. Entonces, el deudo caminaba en círculos,
revolvía papeles, se aferraba a cualquier retrato o huella reciente de los
desaparecidos.
–Allá, un poco más lejos, están las cruces
que dejaron los familiares.
Imaginé la necesidad constante de tener un
cuerpo, restos para enterrar, para asegurarse que la persona estaba muerta. Sin
esa prueba, no habría un solo día sin pensar en el sitio en el que estaban los
restos degradándose, expuestos al homenaje de alguna flor cercana o al
constante merodeo de los insectos. Algunos habitantes, quizás, aseguraban que
los desaparecidos estaban en otra parte, en una órbita muy lejana, maltrechos
pero vivos. Para los demás, los que asumían la muerte de sus familiares,
tendrían todos los días, como una tarea inútil pero constante, tratar de
adivinar los últimos pensamientos de sus seres queridos antes de morir, la
última imagen capturada por sus ojos, el significado de la última respiración
que se diluyó en el ambiente.
–Para muchos la opción era quedarse en su
casa, en su habitación, esperando que alguien entrara para llevarte –finalizó
la mujer.
La noche ya había ocupado esa parte del
mundo. Escuchamos el siseo de los grillos y el crujido que emergía de la
chimenea. La mujer renqueó hasta una esquina y destapó un frasco de cerámica.
Echó unas hojas en una pequeña bolsa de tela y la sumergió en una tetera llena
de agua. La mujer sacó tres tazas de barro y colocó la tetera entre las brasas.
El agua empezó a calentarse. Oíamos el burbujeo. Pensé en diminutos mundos en
perpetua colisión, en un diálogo frenético y asombrado.
–Hubo algo que comenzó a aterrarme –dijo,
mientras su mirada se alumbraba por el brillo de la tetera –, la idea de
desaparecer sin enterarte de la verdad. Si desapareces en la completa
ignorancia o si mueres aún con la duda. Imaginen estar, para siempre, con
tantas preguntas.
Traté de encontrar una respuesta que
rebatiera esas suposiciones. Quería demostrarle, con urgencia, que estaba loca,
que nada de lo que nos había contado era factible. Seguramente sus palabras
eran parte de una historia nutrida por el cielo inmóvil, por la humedad que
había quedado de los días de lluvia y que impregnaba todo, que se metía en los
pulmones y te erosionaba lentamente. Sin embargo, entrampado en los ojos de
Lucrecia, en su gesto escondido y lleno de silencio, sabía que todo era verdad
y que se vinculaba, por caminos apenas vislumbrados, con lo que sabíamos, con
lo que habíamos vivido hasta ese momento.
La mujer sacó la tetera del fuego y sirvió
el líquido en las tazas. Percibí una esencia a romero y menta. Tal vez eran
plantas desconocidas que se daban en las inmediaciones del bosque, cobijadas
por las sombras de los innumerables árboles. La mujer, tomó un par de sorbos, y
continuó:
–Entonces, una noche, yo y mi esposo,
escuchamos una discusión en la calle entre dos hombres. El inicio del
desacuerdo tenía que ver con una mujer que había desaparecido el día anterior.
Como era usual la habían buscado en las casas vecinas. Después, intentaron en
áreas más lejanas. Uno de ellos, al parecer la pareja de la mujer, le decía al
otro que había agotado todas las posibilidades, que sólo le faltaba levantar
las piedras. El otro, al menos desde lo que alcanzábamos a escuchar, respondía
con monosílabos. Parece que esa indiferencia, el no compartir la ansiedad del
otro, empezaba a tensar las cosas. El primero seguía contando las cosas que
había hecho para encontrarla. Era un discurso alucinado que usaba como pretexto
la desaparición de la mujer para extenderse a otras frustraciones de su vida.
Decía, por ejemplo, que su padre había estado a punto de morir cuando la lluvia
no se detenía y la comida empezaba a menguar. Después, el viejo había perdido
la razón al grado de desconocer a su familia. En un par de jornadas también
desaparecería. Repetía varias veces las frases, como si no estuviera seguro de
su peso y tuviera que regresar a ellas para, finalmente, estar convencido de su
realidad. El otro, después de los monosílabos, se había animado y ahora contaba
sus desgracias. También había desaparecido su mujer en esa fecha. Su padre
también había perdido la razón antes de disolverse en el paisaje boscoso. Las
palabras diferían un poco pero, en esencia, formaban parte de una historia
común. Por un momento pensé que espiábamos a un hombre duplicado, reclamándose
a sí mismo los infortunios de su vida, los hechos que pudo haber modificado,
las cosas que quedaron por hacer. Incluso, cuando nos asomamos un poco
temerosos, por la ventana, vimos a dos hombres de la misma complexión, con los
cabellos revueltos y calzados con botas.
La mujer hizo una pausa. Parecía un poco
exhausta. Asumí que era desgastante enlazar ese discurso, en medio de la nada,
con nosotros como único público, mientras la noche y el exterior parecían
cerrarse como una mano inmensa que contrae sus dedos hasta acabar con todo. La
mujer pasó la lengua por los labios y continuó:
–Sí, estábamos en esta ventana –señaló con
el dedo índice, tembloroso, como si la escena completa estuviera ocurriendo de
nuevo –y los vimos a los dos, forcejeando. Uno de ellos, después de un par de
intentos, logró derribar al otro. Quizás había más vecinos asomados en sus
ventanas, sin saber qué hacer. Vimos la figura del otro, en el suelo. El que
estaba de pie lo tomó de la camisa y le empezó a dar puñetazos. La luna había
encontrado un hueco entre la cortina de nubes e iluminaba más que de costumbre.
Por eso pudimos ver el puño apretado y la descarga en el cuerpo del otro que
extendía los brazos para defenderse. Sin embargo, el primero no se detenía.
¿Saben? Es como cuando se extiende el fuego. Cualquier cosa que hagas
intentando detener su paso lo alimenta más. Vimos, una y otra vez, los
puñetazos al rostro del caído. Escuchábamos el sonido seco de los puños, el
contacto con el hueso de la mandíbula. El otro apenas se quejaba y se seguía
defendiendo. Pero su defensa era inútil y los brazos apenas tenían fuerza. Tal
vez sabía que no había nada que hacer ante el embate del otro, pero, aun así,
el instinto le hacía extender los brazos a pesar de que su intención provocara
más golpes de su enemigo. No quisimos seguir en la ventana. Más tarde, mientras
intentábamos dormir, creíamos escuchar los gemidos del hombre derrotado,
seguramente moribundo. Apreté los puños y mordí las sábanas.
Cuando la mujer terminó de hablar pensé que
tendría mucho por escribir. Quizás las desapariciones serían un fenómeno que
estaba por ocurrir en la ciudad del norte. Tal vez sabía algo de esto la gente
encerrada en la bodega o, simplemente, era una amenaza desconocida, aunque
quizás la llegaron a presentir. Cuando las nubes se acercarán al norte el
invierno se detendría y la lluvia comenzaría a degradar, muy lentamente, a la
ciudad. Después el norte repetiría la historia del pueblo de la mujer. Imaginé
a la gente que había visto en las calles de la ciudad, hombres y mujeres
silenciosos, mirando por sus ventanas cómo el agua se acumulaba en las
banquetas, cómo la lluvia formaba charcos cada vez más grandes y profundos.
Miré a Lucrecia tratando de adivinar si
había seguido mi pensamiento. Pero ella, con la luz de que emergía de la
chimenea en su rostro, estaba lejos de ahí, en una imaginación que no podía
adivinar, un mundo diferente. Por eso sólo pude seguir pensando en el destino
de la gente del norte. Después de la lluvia vendría la inmovilidad del cielo y,
después, las desapariciones. ¿Cómo enfrentarían el fenómeno? ¿Se resignarían a
perder a sus familiares? ¿Se acostumbrarían poco a poco, pensando que las
desapariciones serían un evento pasajero? ¿Se fabricarían miles de
explicaciones para huir de esa realidad, justo como yo lo estaba haciendo esa
noche? No podía dejar la imaginación, tenía que volver de cuando en cuando a
evadirme, porque no quería enfrentar el hecho de estar ahí, sin saber a ciencia
cierta si la mujer nos estaba contando la verdad, si había algo más allá de ese
bosque.
–¿Cómo ha podido sobrevivir? –pregunté sin
poder disfrazar la tensión en mi voz. Mi pregunta, en realidad, iba a ser:
“¿Por qué no ha desaparecido?”, pero me contuve en el último instante.
–Tiene que ver con mi esposo.
–¿Cómo?
–La razón de que siga aquí es esperarlo. La
idea de su regreso, la esperanza, me protege. Es la espera, nada más. Por eso
no puedo ir más allá. Si me alejo lo suficiente también desapareceré, me uniré
a ellos, a donde quiera que estén. Y, como les decía antes, me atemoriza no
saber qué pasó. No quiero morirme o desaparecer sin haber sabido nada.
Nos quedamos en silencio. Miré las arrugas
bajo sus ojos. Esperamos a que recuperara la confianza para que siguiera
hablando.
–Hubo gente que ya no quiso salir de su
casa. Había varias razones. La principal era el instinto de seguir vivos, ¿no
es así? Entonces algunos nos convencieron de que no había que salir más.
Permanecimos, muchos, tras las puertas de nuestras casas. Salíamos sólo para lo
indispensable. Comenzamos a evitar la noche. Era lógico, pues los asesinos, los
que nos desaparecían, si es que existen, usaban la noche para ocultarse, para
actuar más rápido. Los límites los fuimos imponiendo nosotros mismos.
Decidíamos, en juntas cada vez menos numerosas, los lugares que ya estaban
vedados, que no se podían visitar. Nuestro mundo se fue empequeñeciendo. Mi
esposo siempre intentó desentrañar el misterio, encontrar alguna razón a lo que
estaba pasando. Utilizó varios folios de papel para hacer anotaciones. Hizo
algunos cálculos, por supuesto, aventurados. A veces iba a las casas de los
vecinos y se asomaba a las ventanas. Si veía polvo acumulado, señales de un
lugar inhabitado por algún tiempo, anotaba a esa gente como desaparecida.
Pronto llegó a una idea cuyo origen nunca supe. Acaso era una profecía
disfrazada de un delirio. Él concluyó que había un sobreviviente. Un hombre del
pueblo, uno de tantos que no habían vuelto, estaba a unos kilómetros de aquí.
Ahí, en un claro en el bosque, había encontrado una cabaña. Mi esposo siguió
explorando la posibilidad. Me contaba, cada noche, nuevas teorías que partían
de la idea del hombre, solitario, en esa cabaña. Me dijo que era una especie de
puesto de vigilancia. Le pregunté por qué no regresaba, por qué no mandaba un
mensaje para contarnos lo que había encontrado ahí, cómo había sobrevivido. Él
guardaba silencio, pero no desechaba sus papeles y seguía pensando. Un día me
dijo que, tal vez, el tiempo que había habitado en ese lugar, lo había hecho
olvidarse de su compromiso con el pueblo y con sus habitantes.
Lucrecia cerró los ojos, como si forzara la
mente para lograr un convencimiento total, sin fisuras, de la historia de la
mujer que, con ansia en la voz, continuó.
–La población siguió disminuyendo. Mi
esposo comenzó a obsesionarse con la historia del hombre a quien nombró “El
vigía”. Hablaba de él cada vez que podía. Yo, incrédula, le decía que no era
verdad, que era sólo una fantasía. Había fabricado eso para aferrarse a la
cordura. Sin embargo, él no dejaba de mencionar las posibilidades de que
existiera un vigía. Pensaba que en ese hombre estaban todas las respuestas. Una
noche antes de su desaparición, soñé que había salido de casa para buscar la
cabaña del hombre, el puesto desde donde vigilaba. No había ninguna imagen, una
escena en el sueño que me diera esa certeza, sin embargo, sabía que era real,
muy cercana, la posibilidad de que el próximo desaparecido fuera él. Quizás,
todos los habitantes del pueblo habían tenido el mismo sueño y habían partido,
a la nada, llamados por la idea de encontrar a un vigía en ese lugar
imaginario. Por eso nadie quería decir nada en las calles, en las juntas cuando
comentábamos las ausencias más recientes. Les daba vergüenza contar ese sueño y
por eso preferían el mutismo, la pasividad. La mañana después de ese sueño, me
desperté, enfebrecida, con el pulso acelerado en las venas. Las manos me
hormigueaban. Le conté del sueño y él me dijo: “No te preocupes. No voy a
dejarte. Sólo nos tenemos el uno al otro. Estaremos juntos hasta el final, pase
lo que pase”.
La mujer rodeó la taza con sus dos manos.
Traté de buscar con la mirada los papeles del hombre en los que detallaba la
vida del vigía. Pero la oscuridad, apenas debilitada por el fuego de la
chimenea, entorpecía la búsqueda.
–Recuerdo que me tomó de las manos y se
quedó un momento mirándome en silencio. Parecía, más que un esposo, un padre
que trata de tranquilizar, inútilmente, a una hija asustada para la cual no hay
razones que eliminen su miedo. Yo empecé a estremecerme y, luego, a tratar de
reprimir el llanto porque sabía que, lo que él decía, era mentira. Algunas
lágrimas resbalaron por mis mejillas porque era falso su gesto afable, el
esbozo de sonrisa en su rostro. Cada una de sus palabras decía, en realidad,
todo lo contrario. Y nos quedamos, abrazados, en esa última tarde, mientras el
sol se ocultaba y las calles del pueblo quedaban vacías, sin ruidos. Tal vez
él, en ese instante, creía en sus mentiras y estaba seguro de que no se iba a
ir. Estaba convencido. No tenía otra opción. Tal vez creía en todo lo que decía
a pesar de que, por una extraña razón, estuviera dispuesto a hacer todo lo
contrario. Era como si, bajo su piel, atrás de su rostro cansado y las arrugas
cada vez más abundantes bajo sus párpados, habitara un hombre distinto, un
hombre que contradecía todas las decisiones que tomaba. Así que decidí, aunque
sabía que era imposible lograrlo, quedarme sin dormir para vigilarlo todo el
tiempo. Iría con él a todas partes. Mi misión estaba destinada al fracaso.
Quizás él también lo supuso, porque respondía, afable, cada vez que lo llamaba
en la cabaña para asegurarme de que aún estaba ahí, que las horas fluían con
normalidad. Si transcurrían unos segundos sin su respuesta me levantaba de la
silla y lo buscaba en el otro cuarto. Tenía la sensación de que serían
necesarios muy pocos segundos para que emprendiera el camino. Podría salir por
la ventana rectangular del cuarto trasero. El espacio era lo suficientemente
grande para que saliera, aunque tendría que romper el vidrio y el ruido me
alertaría. Esa noche comencé a tejer para entretenerme. Tenía un estambre color
rojo, el último que me quedaba. Él estaba al otro lado de la cama. Me había
dicho que durmiera, que no iría a ningún lado. Parecía un padre afable
consolando los terrores nocturnos de su hija. Pero no confiaba en él. No porque
estuviera decidido a engañarme, sino porque lo haría de forma inconsciente. No
tendría ningún asomo de culpa. Le dije que no se preocupara, que estaría
tejiendo un rato más mientras durara la luz de la vela. Mis manos iban y
venían. Las sombras de mis dedos parecían animales emergiendo entre las
sábanas. Mi atención, en apariencia, se concentraba en el tejido, pero mi
pensamiento iba al temor, constante, de que él se fuera. Conforme avanzaba en
la labor sabía que sería muy difícil resistir. No sé cuánto tiempo transcurrió,
pero comenzaba a sentir la opresión del sueño en los párpados. Era como subir
por una montaña y sentir que tus pies no pueden dar un paso más. Necesitaba
descansar aunque no quisiera. La mente ordena, pero el cuerpo se rebela y opta
por una resistencia constante aunque destinada a la derrota. Las agujas de
tejer resbalaron de mis manos. No quise acostarme y recargué mi espalda en la
pared. Iba a estar ahí, derrotada pero inconforme. No sería como los demás:
lucharía hasta el último instante. La oscuridad parecía una boca enorme que
engullía la escasa luz de la vela. Al final, la llama tembló por una corriente
de aire y se apagó. Sólo pude mirar, como en una especie de alucinación, el
perfil de mi esposo en la cama, medio oculto entre las sábanas. Quizás ahí
podría desaparecer. No era necesario que pasara por la puerta o que derribara
alguna ventana. Era tan sencillo como desaparecer de verdad, evaporarse en el
ambiente, diluirse lentamente en el espacio oscuro que nos rodeaba y que se
metía en todos lados. Por eso nadie daba con ellos. Por eso no había huellas de
pasos y las imaginaciones de muchos, que hablaban de forajidos que rondaban el
pueblo para sustraer a las personas, eran falsas. Mi pensamiento quedó
estancado en esa posibilidad que, antes, había pasado desapercibida. Antes de
internarme, contra mi voluntad, en el sueño, alcancé a bajar mi mano derecha
que aún estaba aferrada a una aguja de tejer. La aguja cayó al piso. Busqué el
contacto con la mano de él, que estaba a un lado de su cabeza. La sentí fría.
Quise creer que ese contacto ínfimo, vulnerable a cualquier movimiento, sería
suficiente para atarlo a la realidad. Quise creer que mi calor bastaría para
retenerlo. También era posible que, si sucedía la desaparición, si se iba, me
iría con él. A donde fuera que llegáramos, estaríamos juntos, felizmente
ignorantes o, al fin, como absurdo consuelo, con el conocimiento pleno de todos
los misterios del mundo.
–¿Y qué pasó? –preguntó Lucrecia.
–Al día siguiente desperté con un
sobresalto. No había soñado. En ese momento no recordé a cabalidad lo que había
pensado la noche anterior. El despertar involucraba enfrentarse, sin mucha
preparación, a una memoria fragmentada. No pude recordar más porque vino, de
inmediato, la sensación de miedo. Miré a un lado para saber si aún estaba él.
Lo contemplé, dormido, ajeno a mi dilema, como si fuera cualquier otro día. Me
pregunté si él no tenía miedo a desaparecer, si era más importante para él
pensar en el vigía que en su propia vida. Un par de días después, mientras
calentaba agua en el fuego, lo llamé. Había pasado unos segundos desde nuestro
último contacto. Entonces noté que la cabaña estaba en silencio. No era el
silencio habitual, al que poco a poco nos acostumbrábamos por el despoblamiento
de las calles y de las casas. Era un silencio lento, que opacaba mi respiración
y aturdía la visión que tenía de las cosas. Fui al cuarto en donde había estado
con él y lo descubrí vacío. Miré por la ventana intacta. No había rastros de
él. Miré las tazas que habíamos usado unas horas antes. Traté de encontrar el
último objeto que hubiera tocado. Era ridículo, ¿no creen? Como si el objeto,
de repente, pudiera hablar y me contara, con todo detalle, los últimos momentos
de él. Me contaría, quizás, de su última respiración, si me miró o si intentó
una palabra antes de desaparecer. Lloré por mí porque no había tenido la
fuerza, la inteligencia para hacer algo más. ¿Qué hacer? Partir en búsqueda de
ese supuesto puesto de vigilancia, era algo iluso. Así que preferí esperar.
La mujer controló un breve temblor en los
labios. Lucrecia seguía entrampada en la historia. Quizás, sólo en ese momento,
no quisimos saber más. Había sido suficiente. Pero la mujer quería soltar el
cauce completo de sus palabras y dijo:
–No le dije a nadie. Cada una de las
personas del pueblo había perdido a alguien. Pasaron varios días. La sensación
del tiempo, desde entonces, cambió. Ahora no sé en qué tiempo vivo. La estación
del año no importa porque el paisaje nunca cambia. Siempre es igual afuera. Una
semana, cansada por los esfuerzos y la tensión de los días anteriores, dormí
profundamente. Me despertaba a intervalos, pero casi de inmediato regresaba a
la cama. El hambre no fue impedimento para que siguiera durmiendo. Así estuve
en un ciclo que prometía durar mucho tiempo. Una vez, en un lapso de vigilia,
sentí que había envejecido aún más. Aún tenía fuerzas en mi cuerpo. Me levanté
de la cama y fui por unas frutas que había dejado cerca de la chimenea. Le di
un mordisco a una manzana. Seguía la humedad en el ambiente. Había pensado en
quedarme encerrada varios días más hasta que la fruta se pudriera o el agua se
acabara. Sin embargo, tuve curiosidad por lo que había pasado en el pueblo. En
todo ese tiempo no había escuchado ningún ruido, acaso algún murmullo que creí
que era parte de los restos de sueño que perduraban aun con los ojos abiertos.
Entonces salí y encontré la calle vacía. Miré el cielo: las mismas nubes
amontonadas e inmóviles. ¿Han tenido la sensación de saber algo antes de
tiempo? Yo había fallado en mis presentimientos. Parecía que me había
especializado en engañarme a mí misma. Esta vez, después de caminar algunos
metros en la calle, rodeada de casas vacías, tuve la certeza de que me había
quedado sola. Todos habían desaparecido. Entré de nuevo a la cabaña y supe que
tendría, a partir de ese instante, días y días para averiguar por qué yo no me
había ido, qué me había hecho tan especial, dónde estaba la particularidad que
me protegía a pesar de que, en muchos momentos, deseaba con fervor desaparecer
también, irme a donde se había ido mi esposo y, ahora, todo el pueblo.
La última palabra de la mujer flotó en el
lugar como un gesto definitivo. Alejó la taza de sus manos y nos dijo:
–Bueno, creo que ha sido suficiente por
hoy. Deben estar cansados.
La mujer nos observó detenidamente. Su
mirada ardía en la penumbra. Sacó un par de cobijas gruesas y nos las ofreció.
Lucrecia dejó las tazas en un pequeño
fregadero. Aún quedaba el olor del té entre nosotros. Quizás la soledad
potenciaba ciertas esencias, también algunos temores.
Dejé las cobijas encima de la mesa. Los
objetos de plástico en los anaqueles seguían interrogándonos desde su
fragmentación, desde su inutilidad. En la oscuridad medio devorada por la luz
de la chimenea se percibía un indeciso color verdoso en la madera. Lucrecia se
debilitaba en esa atmósfera, pero no teníamos, por el momento, a dónde ir.
Tendríamos que esperar a la mañana para continuar el viaje.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Como quien pone una
flor carnívora en las manos de un niño, en el poema cada palabra muerde, con
delicado fervor, tu culpa o tu esperanza.
*De Valeria
Pariso. parisovaleria@gmail.com
Antes del fin
5.0*
Cuando subía por última vez la cuesta en
dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la
había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Inútilmente registré
mis bolsillos. Negué con la cabeza, pero ella no se movió: Un cansancio
infinito se insinuaba en su mirada.
Deduje que también su camino estaba
cortado. Como el mío. Que ambos estábamos al borde.
Fue entonces cuando oí los pájaros. En ese
canto anárquico creí adivinar que la matemática es sabia, que menos por menos a
veces es más, que dos finales pueden representar un principio.
Extendí mi mano, que ella tomó con algún
recelo, y bajamos hasta el río. Nada más. Nos sentamos en la hierba y nos
pusimos a contemplar la corriente, a sentir la música del agua, sacudida de
cuando en cuando por el chapoteo de algún pez extraviado, a impregnarnos de ese
perfume milenario cuyo nombre no figura en los catálogos profanos de los
hipermercados. Luego vino la noche. Y su silencio. Pero nosotros seguíamos
allí, escuchando.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
¿Y si mejor
en el vértice coloco
la calidez
y, más acá, la cura
tu silencio en la cama
para no quedarme sola y
tu sombra ahí,
al costado?
¿y si acaso
dejo que me salves
de mi propia mordida
y cauterizás las heridas
y me corro de la gota que horada?
¿Y si
limpio el camino
de babas
de óxido
de malezas
y sigo
el hilo mágico
ya que,
por fin,
el Minotauro
duerme?
*De Paula
Novoa. novoapaula8@gmail.com
-Poema de "El paso de la babosa"
-Paula
Novoa. Nació el 8 de marzo de 1976
Es profesora y da clases en Moreno hace 23
años.
Tiene cuatro libros publicados por Cave
Librum Editorial:
El año que fui
homeless (2014), Hija de mala madre (2016),
El paso de la babosa (2018) y Flores a mis muertos (2021).
Algunos de sus poemas fueron incluidos en
distintas antologías, entre
ellas Nada
de poesía Tomo 3 (Piedra Al Cielo Ediciones, 2017),
Antología del Ciclo
Incógnito (2018), Movimientos (primera
antología del Ciclo Monserrat, 2018).
http://cavelibrumeditorial.blogspot.com.ar/
*
Es necesario estar
entre la espada y la pared para comenzar a hablar con alguien. La comodidad, la
soltura nos llevan a una comunicación generalmente impersonal en la que cada
uno renuncia a sí mismo para que hable el discurso en general.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
La muerte y J.
V. Cilley *
La muerte de las personas es como la muerte
de los objetos, o quizás debiese haberlo dicho al revés. Pero la muerte de los objetos,
esos seres inanimados que portan cierta alma que aflora, también es
reconocible.
Cómo no decir en la estación "esta
estación, que estaba viva, ha muerto". Cómo, frente al patio borrado por
la Pampa que devora las construcciones humanas, frente al andén inexistente,
los rieles levantados, las paredes apenas esbozadas por una línea de ladrillos
ancha y baja, cómo, entonces, no decir "esta estación, que tuvo vida, ha
muerto".
Dicen que a la estación la derrumbaron, que
a los rieles los levantaron, que dejaron que los yuyos tapen el pozo cegado, y
que permitieron que el patio apenas se dibuje brevemente por el perímetro de
árboles desolados. Pero a la casa del guarda no la tiraron las manos de las
gentes que mataron la vida del ferrocarril. La casa se derrumbó de tristeza,
sola por el peso de la pena de ya no ser, de haber quedado despoblada. La
vivienda del guarda sin guarda se derrumbó por el peso del vacío, sin ayuda.
La casa se cayó sobre sí misma, como un
árbol, como un farol que se apaga, como un amor que desvanece su anhelo y se
repliega en el olvido.
Es una tumba la estación J. V. Cilley. Si las personas mueren, si
la historia tritura y demuele y desaparece, entonces esta estación, que ya no
está, que es apenas un rastro bajo los cielos enormes y definitivos, esta
estación es una tumba como la de los gringos, una tumba en tierra fundida en la
tierra, un rectángulo de soledad bajo el perfecto azul.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta
Plaza Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL