*Obra de
Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
Artume*
Intuir su
presencia en una esquina,
percibir la
cadencia de su paso,
caminar a su
lado sin sorpresa,
reanudar
conversaciones inconclusas
y despedirse
luego en un semáforo
o junto al
cauce virgen de un torrente
o en el andén
de una estación sin nadie.
Escuchar, sin
comprender, su vuelo leve,
acostumbrarse
al blues de sus pisadas,
someterse al
dictado de su verbo,
aclimatarse al
frío de su risa.
Una noche
vendrá; lo ha prometido.
No sé si a
liberarme de este yugo
o a imponerme
otro yugo diferente,
pero ¿acaso
importan ya
las condiciones?
-De Por si
mañana no amanece
Osa menor*
El eje
terrestre se detiene.
Es inédito.
Olvidamos que la luz
es sombra
carbonizada
y que la
radiación la multiplicará
como los panes.
Más tarde o más
temprano
los nombres de
las constelaciones
repoblarán los
espacios celestes,
donde el único
método que nos define
consiste en
habitar la ausencia
con la
ausencia.
CUADRATURA DE LA
VÍA LÁCTEA*
Aquí, en
pensamiento vivo.
En
interacciones de memoria.
No se de que
arcano mundo vengo...
De que galaxia.
De cual
reencarnación.
Cuadratura de
la Vía láctea.
Un hombre me ha
cubierto.
Me ha legado
los ropajes de Safo.
Me ha colocado
el traje de George Sand
Y fui hembra de
llovizna temprana.
Y he gritado en
la fosa de los muertos.
Me han tapado
la boca con renacuajos muertos.
Con palabras de
abismo.
Con voces de
ventrílocuos locos
Han mutilado mi
carpelo, mi semilla.
Han rapado mi
larga e inacabable noche.
Poseidón
cabalga en un caballo de agua.
Otro hombre me
llega desde lejos.
Me ha vestido
con perfume de lluvia.
De algas
secretas en escondidas rocas.
Me ha llamado
rosa, piedra, culebra.
Me ha sido
impuesta su vara de Esculapio.
Me ha
friccionado el cuerpo con hierbas milagrosas.
Ha quitado una
a una las escamas de cristal de roca.
Me ha besado
las terrenales cuencas.
Ha cortado de
un tajo mis intangibles miedos.
Me desvistió
por dentro.
Me ha dado lo
negado.
No se, aun, de
que galaxia vengo.
De cual reencarnación.
Pero aquí
estoy, vestida con flores de algodón.
Del Arca de Noé
queda un potro oscuro.
Y lo abrazo con
mis lenguas de fuego.
Y soy acequia.
Aljibe. Regadío.
Frenesí de la
noria. Frenesí.
Una intemperie
regada de estrellas*
Caminábamos
de la mano por la calle peatonal de su ciudad, hoy lejana para mi. Era invierno
y de madrugada, íbamos como suspendidos en el aire. La noche estaba estrellada,
por momentos parecía que el cielo se derrumbaba… las estrellas estaban ahí
nomás, como al alcance de una mano extendida.
Estábamos solos
en la calle o al menos sentíamos que éramos los únicos seres presentes en ese
momento tan único y tan frágil a la vez. Una pareja que buscaba una casa y una
cama para resguardarse de un frío polar.
Y ahí
aparecieron las preguntas sin respuesta sencilla. ¿Que hacía allí lejos de mi
pueblo con ella? ¿Que era aquello tan fuerte que nos unía? ¿Era el amor o la
devastación de la vida antigua de cada cual?
Imagine otra
intemperie regada de estrellas. Ellos corren a una caverna. Hay que encender el
fuego, abrazarse, cubrirse con unas pieles. El mundo era ese ínfimo presente,
la idea de la presencia del pasado en sus vidas no tenía sentido. El futuro por
definición no existía. Solo aquel presente.
Después
llegaron trabajosamente los descubrimientos. Los seres que viven su realidad en
un escenario interno que llevan consigo, en una neurosis que los protege y
limita a la vez. En su propia caverna con el rugido de sus
ancestros-dinosaurios por si no alcanzara con los miedos reales de la jungla
social.
En eso estaba,
bien perdido en imágenes aparentemente lejanas, cuando llegamos a la casa.
Y antes o
después del cariño físico, Raquel me trajo las pantuflas de su ex marido para
que no se enfriaran mis pies camino al baño.
*De Urbano
Powell.
Validar
estrellas...*
Las flores
nacen y marchitan. Se van
como un reguero
de colores cielo arriba.
Las que olvidé
mirar están perdidas.
Perdido mi
tiempo en estación umbría.
Pero hoy aspiro
el aire nuevo
y un manojo de
aromas me regala
el código secreto
que permite
llegar al
umbral de lo perdones.
Si quiere
regresar mi oscura lente, le diré:
– Ven mañana.
Si insiste en
hacerme cómplice
de su vigilia
estéril, puedo pedirle:
– No me toques.
Tú no sabes
cuánto
deseo poblar el
alba de esperanza.
Por eso es que
no quiero demorarme,
he resuelto
edificar sobre silencios
y salgo a
proponerle a esta noche
mi perfume, mi
beso innumerable,
debo germinar
en sueños nuevos.
Validar
estrellas que aún esperan
hacer
constelaciones en mi cuerpo.
EL ÁNGEL DE LA
REPARACIÓN*
Otra vez pensé
en el ángel de la reparación.
Quizá sea un
mito, sólo un mito necesario. Pero dicen que cada tanto en la vida de cada cual
alguien llega a reparar o intentar reparar.
No es el
plomero ni el electricista.
El efecto es
intangible en la inmediatez. Pero dice la gente humilde -que de creencias vive-
que el ángel de la reparación existe y que el día menos pensado aparece
tendiendo su mano…
Esa niña*
la
que mira
extrañada el
barro
sobre el cuerpo
marcando edades
La que se
desola
se desierta, se
arrodilla cansada de fingir,
se enmuda y no
sabe y no entiende
porqué la
penitencia, porque la vida a veces
viene sin
ninguna señal.
Esa niña no es
la que todos nombran en los manuales de autoayuda, esa
es la que no ha
crecido por una anemia de corpúsculos de seda
la escondo,
trato de sosegarla.
La otra que
disfruta del juego es una mujer que aprendió de grande
Pasa que como
los idiomas que no son la lengua madre, a veces fallan
LA ÚLTIMA*
*De Carolina
Bugnone. carolbugnone@gmail.com
Las lombrices
se movían todo el tiempo, se enroscaban, buscaban oscuridad. Cuando uno abría
el pedazo de tierra y las encontraba, no había forma de que volvieran a sus
túneles. Y ahí estaban, enloquecidas, metiendo cabeza y cola entre las cabezas
y las colas de sus compañeras, aturdidas por el exceso de luz y de aire.
Nos gustaba
observar el proceso, la agitación de los bichos alargados, la humedad cuando
las agarrábamos, el enchastre del barro, la revolución de la masa, pérdidas las
lombrices en el desamparo.
Antes de que
nos llamaran a comer, metíamos las manos en la tierra del patio grande, detrás
de las plantas del fondo. Los bichos se nos mezclaban entre los dedos, mojados
y pegajosos.
El Rulo era un
sacado, gritaba cada vez que aparecía una y amagaba con chuparla, se la
acercaba a los labios, estiraba la lengua con la boca abierta al tope y la
lombriz se retorcía, un asco.
Pasábamos la
siesta entre carcajadas hasta ese sábado en que llegó Lucila, la vecina nueva.
Era muy flaca, tenía la risa nerviosa y usaba una remera verde agua enorme que
le llegaba hasta las rodillas. Los ojos redondos y color miel, el pelo atado y
la nariz chiquitita. No le agarrábamos la onda, de pronto se quedaba seria
durante un rato y miraba un punto fijo, o peor, nos miraba a nosotros.
Cuando una
mujer te mira fijo ya no sabés dónde estás parado. Aunque tengas diez años.
Para disimular
la incomodidad, le hacíamos caras graciosas o decíamos pavadas. Martín se
burlaba, le decía “palo con pelo” o “ardilla”, por cómo se reía. Un día
Lucila lloró, pero no dejó de ir los sábados a casa, a eso de las dos y
media de la tarde, cuando los grandes se iban a dormir.
Un sábado
Martín se fue al carajo. Cuando estábamos en el fondo, detrás de las plantas y
buscando lombrices, con un palito le levantó la pollera delante nuestro. Le
vimos la bombacha blanca con cositos rosados. Se nos congeló la sangre.
Lucila no dijo
nada. Lo miró así como miraba ella, empezó a transpirar, se puso toda roja.
El Rulo y yo no
dijimos ni hicimos nada, nos quedamos quietos, aguantándonos la risa y los
nervios. Solamente se escuchaban las cotorras en el árbol de la casa de al
lado. Parecía la escena de una película de suspenso o de una comedia, no sé.
Lucila se
agachó, metió los dedos en la tierra a lo bestia y sacó un puñado de lombrices.
Los bichos le latían en la palma de la mano, se movían rapidísimo, enredados,
eran como veinte.
Así, colorada y
transpirada, abrió la mandíbula en un agujero de odio y se metió el bollo
completo de lombrices. Empezó a masticar y vimos, con los ojos muy abiertos y
en silencio, cómo cortaba los bichos con los dientes.
Se tragó
todo. Le quedó un poco de tierra en la cara, a los costados de la boca.
Después, muda,
lo miró a Martín. Sus ojos apuntaron hacia él pero no lo veía. Martín se asustó
y se puso a llorar. El Rulo hizo una arcada. Yo salí corriendo con una
explosión en el pecho y la sensación de los bichos en la lengua y la
garganta. Parado detrás de la puerta de la cocina, la espié por última
vez.
*”La última”
integra el libro de cuentos "Hasta las seis hay tiempo",
editorial Milena Caserola y El 8vo loco.
En las vueltas
del río nacía el trigo*
Dedicado a CT,
en The Guardian
Hoy un viento
sin peso
se desploma:
detrás de los
sinónimos
un hombre de mi
infancia
calienta el
fuego.
El periódico
del día da la
nota: el barco
se recupera:
aunque siga
ardiendo
en sus ansias
renace del
imperio este otro día.
¿Qué viste en
la chica
pudorosa y
lámpida,
que aunque
reñida con el olor de la guayaba,
era dulce? Qué
vería ella en ti,
su Pedro
Infante,
de bigote
porfiado recortado a lo hilo,
de mechón en la
frente, hacia la izquierda
recostado, no a
la gomina.
Ella hallaría
plenitud de ser
en tus
palabras, nuevas telepatías
tu en las
suyas; circunscriptos,
juntos leímos
utopías y guerrillas.
Bajo un mismo
sol
hallé el puente
adonde hoy
crece el trigo del ayer
que se hizo
soja:¡ vaya comida!
Por eso,
cambiaría
mi vida por la
tuya.
En las vueltas
del río
no nace más el
trigo
eso es lo
cierto.
Pero los
girasoles,
que crecen en
mi jardín.
madrugan. A
veces
los girasoles
giran
durante el día
los pájaros
siempre
conversan
y saludan
sonrientes,
como la suerte.
Revivo el
valle:
ya no moja esta
lluvia:
pétalo por
pétalo, cuando el cucú marca las horas
se siente tu
calor, pelo por pelo
y sólo está el
sol
que nos
deshoja.
*
No todo lo
sólido es lo que mis manos pueden tocar.
A veces me
descubro palpando el aire que deja la llegada del sol
y lo tomo,
pequeñito lo
tomo,
en la palma de
mi mano.
Y soplo
hasta verlo
llegar
convertido en
agua.
Estalla el aire
en agua.
Arde agua en mi
cuerpo,
en pájaros arde
puro aire
estalla.
Y me hago
tornado,
dentro y fuera.
Fuera y dentro.
Tornado de agua
dulce
para ir a regar
los jazmines
de la vereda de
tu casa.
Y vuelvo.
Regresando
vuelvo.
Toco el aire
que deja el sol al salir,
con la palma de
mi mano soplo,
en agua puedo
verte florecer.
No todo lo
sólido se desvanece en el aire,
pienso.
Hemisferios de
soledad*
“Una pequeña
mueca
alzándose
soberana en tu rostro
(mi patria / mi
exilio)
y estas
palabras habrán cumplido su función”
(Anónimo)
Querida -por
mí-,
son las siete y
media pasaditas. Aunque parezca estúpido, es propio del ser humano encerrar sus
acciones en alguna especie de simbolismo, un contorno que le otorgue un poco de
sentido a la sustancia. Y aquí me ves. No soy la excepción a la regla (Aunque algunas
veces quisiera serlo). Desafortunadamente, sigo siendo el mismo. Aquel que
prometió amarte desde la percudida ventanilla del tren. Aquel impuntual hombre
vestido de melancolía. Aquel que hoy abraza el pasado /porque te incluye/,
aquel que pernocta en endecasílabos /porque te nombran/, aquel que escucha la
lluvia llover /porque escucha tu voz en ella/, aquel que te busca en el gris
añejo de lánguidas paredes /porque no te encuentra/. Pero siempre, aquel hombre
que asume el verso para alcanzarte.
Muchas veces no
alcanzan los versos para acercarte a mis orillas: de tanto pensarte mar/ de
tanto sentirte cielo/ temo que el horizonte se confunda en tu cuerpo/ temo que
eso ocurra/ quiero que ocurra. Llevo un poco de tu sino en mi rostro, mi rostro
no es sólo la tristeza que inauguro cuando te vas del campo de mis ojos, mi
rostro no es simplemente tristeza de lo que no fue; es, además, porvenir,
estrellas fugaces iluminando la liturgia del alba, letras heterodoxas que
juegan a ser números que juegan a ser letras que juegan a ser tretas que
juegan. Mi rostro no es sólo tristeza, pero la tristeza encuentra un hábitat
propicio en él, principalmente si no estás. Si no estás, siento que yo no
estoy. Tampoco.
Pero si estás,
pequeño caramba del destino, te dejo olvidada en el metro o en la plaza. Como
si fueras una maleta. Como si fueras. No puedo tenerte porque el miedo a
perderte es casi tan grande como el miedo a encontrarte. Y ese laberinto me
define. “Cuidado. No lo olvide en un laberinto”, debería estar escrito en
mi rostro. O en mi piel. Piel que alguna vez fue nuestra. En los tiempos
en que aún existía el nosotros. Nuestro nosotros. Hoy es historia o, lo que es
peor, prehistoria. Nadie más que nosotros podrá recordar todo lo que nos
perdimos por miedo a la rutina, al café de oficina y a unas cuantas lunas
borrándose con el vino. Antes me consolaba pensar en la sabiduría del tiempo,
en la necesidad de las espinas del tiempo, en las esquinas rotas de un tiempo
pasado, en el dolor como requisito indispensable para alcanzar la
trascendencia. Hoy me pregunto: ¿puede haber trascendencia que no involucre tus
ojos? Si sólo fuera cuestión de pensarte y kabum aparecieras, no habría
problema y gracias poesía. Pero no. Lamentablemente no. Entre pensarte y
tenerte hay un abismo insalvable. Y hoy preferiría estar al borde de ese
abismo, pero al lado tuyo. Decirte despacito al oído: adiós tiempo, bienvenido
espacio nuestro. Pero no puedo. Hoy el tiempo sigue alardeando su victoria
incuestionable, y el espacio está en suspenso, en vilo y no en vivo.
Ya son casi las
nueve y sigo escribiendo. Aún no te pude convocar. Ese es otro problema. No sé
convocar tu presencia. Tendré que conformarme con rememorar tus ojos, leve
simetría horizontal que asemeja caos y orden. Seguir por tu rostro, hormiguero
de besos a contramano. Y terminar en tus manos. Abrir este pecho índigo,
atiborrado de rosas pulverizadas, y dejarlo en tus manos. Proteger tus manos
del frío. Pero no. Lamentablemente no. No me alcanza con pensarte.
Desafortunadamente, sigo siendo el mismo. Aquel que prometió amarte hasta el
fin de los tiempos. Aquel impuntual hombre vestido de melancolía. Aquel que hoy
abraza el pasado /porque te incluye/, aquel que pernocta en endecasílabos
/porque te nombran/, aquel que escucha la lluvia llover /porque escucha tu voz
en ella/, aquel que te busca en el gris añejo de lánguidas paredes /porque no
te encuentra/. Pero siempre, aquel hombre que asume el verso para alcanzarte.
Aquel. Éste.
*
desde la
soledad
hasta tu orilla
un mínimo
reflejo
hace una carta
beso
escrito en
letra impar
*De Alejandra
Alma. almaalma3h@gmail.com
(Poema de
Alejandra versión Coiro)
***
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