*Obra de Walkala.
Dr. Luis Alfredo
Duarte Herrera
(1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in
memoriam
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
*
De una herida a la
otra
vamos saltando como
canguros
que huyen de la
ferocidad del fuego.
Pequeños animales
temerosos somos,
animales que
desconocen
que más allá también
hay fuego
Y que ese fuego,
también nos quema.
*De Marcela
Lokdos.
Método
del fuego*
Por momentos encandila y es a la vez
insuficiente
esta luz que me precede.
A veces cerrada e intensa como una linterna
o ambiciosa y frágil como un candil.
En todo caso la he seguido con cautela
desconfiando de lo que muestra.
Interesado en las sombras.
En lo que es ajeno al conocimiento
a la costumbre y a la forma.
La subjetividad de los hechos y las cosas
nunca se proyecta en el afuera.
Queda del lado de adentro de la mirada
en la confusa oquedad de la tormenta.
Donde el instinto, sin ninguna certeza,
frota dos maderos y persiste
hasta que, por fin, algo
enciende y quema.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
No hubiese que guardar
del todo
la decadencia
la penumbra
los amigos que el
tiempo
detuvo una tarde bajo
una ochava
tampoco el hastío y el
deseo.
El vaivén del desasosiego
El vaivén de cierta
dulce placidez.
No hubiese que guardar
no
del todo
todo
desacreditarlo
archivarlo
porque aquello puede
emerger
no se sabe qué tan
afuera
no se sabe qué tan a
la intemperie
se halla
lo que el viento silba
sobre todos estos
pálidos rostros
que parecen no ver el
mío.
*De Adriana
Sáliche.
Chivilcoy
Al
descubierto*
Me dijiste:
debemos cerrar los pórticos y mirar al sol.
Dejar atrás las migajas de pan
en las cuevas del tiempo.
Afuera la luz es una hechura en la piel
un tiempo circular de frutos recién
cortados.
Y nosotras no somos ficticias.
*De Karina
Lerman. karyler@hotmail.com
-De su libro “Las hijas de Lot”, Griselda García Editora, 2018
MUJER DEL FRIO FRENTE AL
FUEGO*
Hay una mujer del frío que mira el fuego,
una mujer del cuadro de Brueghel que se
imagina real
mientras los pájaros del invierno salen
disparados
como proyectiles. Nadie duda existencias.
El ansia le deja huellas: el ansia del
calor como si eso fuera real
y el frío, un sueño rígido y sin vida, una
blancura de fantasmas.
Algo cae en el fondo del fuego para
quemarse
mientras el viento le tuerce los sueños a la
mujer. Ya no sabe que ansía.
si
es el calor,
si es ese fondo que recibe lo arrojado
como si el fondo,
como si lo que toca el fondo
fuera lo real.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
-Poema del libro Cazadores en la nieve.
Editorial La letra Eme. Buenos Aires, 2014
El
grito de la mandrágora*
Nosotros jugábamos en el campito, a veces
era a la pelota, a veces cavábamos trincheras y las naranjas eran granadas que
volaban sobre yuyos crecidos. Había árboles achaparrados, una alambrada vencida
que nos permitía un ingreso con amenaza de invasión al lugar prohibido.
Cada tanto era el hallazgo de un sapo, la
persecución desde lejos y temerosa de una iguana prehistórica. Y las nenas que
hacíamos tortitas de barro y poníamos la mesa de latas oxidadas sobre el
redondo tocón de un árbol talado hacía décadas.
El lugar no era por completo
tranquilizador, pero en eso estaba parte del encanto. Solos no íbamos.
Cruzábamos el hueco del perímetro en bandada parloteante, de a tres o de a
cinco, a veces más; cuando el sol legalizaba con sombras definidas esa amenaza
que se manifestaba en los atardeceres y se afianzaba por las noches. Nunca de
noche al campito. Alguna que otra vez nos quedamos en el crepúsculo, pero el
avance de la oscuridad ponía rostros en las cortezas, sonidos en los matorrales,
y ni siquiera la bulla era tranquilizadora, sonaba falsa, y terminaban
provocándonos más miedo esas nuestras voces forzadas que el silencio que se
adivinaba por debajo. Entonces cada carancho a su rancho, desbandada y retorno
a las casas iluminadas, a mamá y la mesa puesta y los deberes todavía
pendientes. Calcar un mapa, resolver un problema esquivo. Y el campito oscuro
dejaba de existir porque ya no era el lugar de juegos sino el lugar donde la
muerte se pasea bajo la luz fría de la luna.
Y una tarde encontramos al ahorcado.
Nosotros lo encontramos pendiendo del
árbol. Ya no era un ser humano sino una cosa como un maniquí, algo parecido a
una bolsa o un muñeco de trapos.
Vino la policía, desde la vereda asistimos
al enjambre de vecinos y escuchamos al nivel de las cinturas las historias
encontradas que iban formando la historia final del suicidio, la que se
repetiría para siempre; y en la que figuraba una novia y un abandono, y esa
cosa dramática de la juventud.
A los pocos días estábamos de vuelta. Era
nuestro lugar, y aunque vigilábamos el árbol por el rabillo del ojo en medio
del juego de la mancha, nada nos atemorizó, ningún bulto fantasmagórico se
materializó bajo la rama.
Fui yo la que descubrió la plantita.
Justo en el lugar, debajo del espacio vacío
ahora donde había pendido el hombre. Justo allí asomaba una ramita vertical,
verde y erecta.
Uno de los chicos nos habló de la
mandrágora. Quién se había ocupado de contarle semejantes historias, no lo
recuerdo; pero él nos dijo que antes, cuando ahorcar a los ladrones o asesinos
era una costumbre bastante usual, ocurría que en el momento terrible de la
asfixia el hombre eyaculaba, y tal condenado riego sobre la tierra producía una
planta infernal. La mandrágora.
El sonido de ese nombre mágico nos enturbió
los paladares. Comenzamos a imaginar el bulbo monstruoso que se gestaba debajo
de la superficie, tubérculo con forma humana, raíz maravillosa y llena de
secretos poderes.
Veíamos crecer nuestra mandrágora, y por esos
raros aconteceres ninguno dio en ir con el cuento a sus padres. Era nuestro
secreto.
La ramita solitaria se abrió en hojas
afiladas; oculto por debajo percibíamos con el estómago el ser enterrado,
maligno, hecho de muerte y luna.
Tampoco recuerdo quién habló por vez
primera de la cosecha. Se fue instalando la idea como aparecen las primeras
nubes antes de la tormenta, inadvertidamente, en forma difusa, hasta que el
cielo está cubierto y uno no sabe cuándo desapareció el último manchón celeste.
Las discusiones tenían la ingenuidad de
nuestros pocos años. Entre los argumentos y las estrategias aparecían disputas
por una figurita, o de pronto se armaba un picadito con la pelota y la cosecha
quedaba momentáneamente olvidada.
Había un grave problema, y era que al
arrancar la mandrágora la planta produce un fuerte grito, y quien la
desentierra muere instantáneamente. Eso decía nuestro amigo, y para nosotros él
era el hechicero y no se cuestionaba la verdad de su sabiduría. Tampoco
dudábamos de que, si un hombre le pasaba el dedo medio por la palma a una
mujer, ésta se le entregaría "mansita mansita"; recuerdo
especialmente la expresión porque me hacía ver una mujer como un perrito panza
arriba, la cara borrada, el cuerpo exánime, igual al de las monjas en éxtasis
retratadas en las vidas de santos. Y un mago sostenía su mano, y le pasaba una
y otra vez el dedo obsceno por el hueco ofrecido de la mano. Entonces decidimos
traer a un chico de afuera, un extraño, que sin noticia del peligro nos
proporcionase la raíz maravillosa.
Para qué propósito deseábamos la
mandrágora, no lo sé. La aventura estaba en la acción y en la muerte, que
justificaban los desvelos.
Confusamente algunos tejieron aspiraciones
fabulosas, diciendo que podríamos vender por cifras millonarias el prodigio a
los gitanos, otros hablaron de la NASA, y alguno mezcló la historia con los
cuentos de hadas, y proponía pedir deseos como si en vez de una mandrágora
hubiésemos hallado la lámpara de Aladino.
Por qué tentar al destino, la finalidad de
lo que haríamos no importaba. Queríamos que sucediese algo. No sabíamos qué,
pero algo.
Uno de los chicos era de esas familias
numerosas y extendidas. En su casa habitualmente salían colchones de la piecita
del fondo, y parientes del campo brotaban de la nada estacionando un automóvil
o una camioneta embarrada y rellenando los espacios de las habitaciones con
voces que hablaban con tonadas raras.
Hubo un primito, primo segundo creo, una de
esas relaciones por parte del abuelo o la abuela, vaya a saber qué grado de parentesco,
pero a ellos les bastaba con descender de Adán para ser de la familia. El chico
era un gringuito de dientes enormes, todo sonrisa y pies descalzos, que andaría
por los seis o siete años y tenía la ingenuidad intacta, la confianza sincera y
esa fidelidad canina hacia los chicos más grandes.
Nos citamos al atardecer debajo del árbol.
Podría describir con notas lúgubres el
campito, pero en realidad y llegado el momento fue como si no se jugase nada.
En su lugar seguían las piedras que marcaban el arco para los partidos de
pelota, no había espíritus tenebrosos escondidos detrás de los arbustos.
Alguien le dijo que arrancase la plantita,
así, sin ceremonia ni preparación, y con solicitud el gringuito aferró el tallo
y las hojas, dio el tirón exacto con el que desmalezaba la quinta de su madre.
Todos gritamos. No puedo asegurar que el aullido aterrador proviniese de la
mata arrancada o fuese la unión de nuestros agudos chillidos infantiles.
Después aseguramos haber escuchado el grito, pero quién sabe. En la mano
sostenía limpiamente un tubérculo gordo y con ramificaciones que se asemejaba
vagamente a un ser humano.
El nene murió, pero después. Vuelto al
campo supimos que lo tomó una fiebre y apenas duró unos días. A la raíz la
cortamos en pedazos y cada uno se llevó su parte. La porción que me pertenecía
se secó, quedó como una pasa resumida, y fue olvidada en el cajón de la mesita
de luz hasta que se perdió en alguna limpieza. Después vinieron cocineros
televisivos y supe del jengibre.
No hablamos más del asunto. La magia se
niega a acontecer con claridad, y nos permite darla al olvido y la duda.
Afortunadamente.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Arder
no es destino para
todos.
Vos,
yo,
apenas
árboles solitarios en
la orilla,
corteza
arrancada por el
tiempo
de otro árbol,
acaso leña
para un fuego más
alto.
Arder
no es destino para
todos.
La sangre,
la brevísima corriente
por la vena,
río que se apaga
y se ceniza.
Polvo de otros polvos,
el corazón insiste:
no es ofrenda
lo que no ha de
perdurar.
Por eso
las palabras,
acaso
el poema.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, GPU Ediciones (2019).
MADURA, Editorial Sudestada (2021)-
-Quiero
sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.
Halley ediciones (2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
Araucaria*
-Para Eduardo Coiro,
querido amigo
Una vieja amiga de la familia vino a
saludarnos, un mes después de la muerte de mi padre. Nos daba un poco de
vergüenza hacerla pasar: los sillones del living estaban desteñidos y tenían
vencidos los resortes. Los muebles estaban cubiertos de polvo y los pisos
necesitaban desde hacía mucho tiempo, una buena fregada. De todos modos, le
servimos una taza de té y recordamos algunas anécdotas de muchos años atrás.
Ella nos contó algo que me dejó pensativo: en la familia se contaba que mi
abuela había recibido, no se sabe cómo, algunas libras esterlinas y luego había
podido comprar algunas más. Las había escondido, para preservarlas de su
esposo, que quemaba todo lo que encontraba para apostar a los caballos.
Mi abuela tenía una voz prodigiosa. Si
hubiese sido otra la época, tal vez hubiera triunfado en el canto lírico. Pero
sus padres no la dejaron ir a estudiar a Buenos Aires y sólo hasta la capital
provincial había llegado, en celebradas presentaciones. Mi madre contaba que su
esposo, el abuelo, había malvendido todos los trajes y zapatos de actuación de
mi abuela para apostar. Ella ni siquiera se refería a ellos y, muchos menos, a
su talento o al abuelo.
Acompañamos a nuestra vieja amiga a tomar
su tren. Cuando ya partía, le pregunté algo que súbitamente me vino a la
cabeza: ¿cómo había hecho para llegar a nuestra casa sin la dirección? Entre
los gritos y la sirena del tren que partía, ella contestó sonriendo: tu papá
dijo que el árbol de su patio era el único que se veía, en este pueblo chato,
desde la estación del tren.
Yo no recordaba haber vivido en otra casa
más que ésa. La había construido mi abuelo cuando era joven, antes de perderse
por la bebida y el juego. Mi mamá y mi papá se habían instalado ahí cuando mi
abuela estaba a punto de morir. Siempre había sido nuestra casa. Ahora nos
habían llegado noticias de un tío que andaba por la provincia de San Juan y nos
sobrecogió el temor de que viniera a reclamar algo. ¿Qué pasaría si esa casa se
vendía? ¿Qué sería de nosotros? Pensé en la biblioteca, en todos esos libros
que yo conocía desde chico. ¡Los había leído tantas veces! Todos tenían las
hojas amarillas, algunas de las tapas dobladas…Pero siempre habían estado ahí,
seguros. Algunos escritos en hebreo, otros en francés, otros en latín. Los
libros de mi infancia. No eran relucientes como los que yo traía de la
biblioteca municipal todas las semanas. Esos iban y volvían, pulcros, bien
armados. Los nuestros no. Pero ¿qué iba a ser de ellos si vendíamos la casa?
La preocupación por mi tío dio paso a un
pensamiento más urgente: ¿dónde estarían escondidas las libras esterlinas? Yo
apenas si conseguía algunos trabajos de marquetería. Era prolijo y detallista,
pero a la gente no le gustaba venir hasta nuestra casa y cada vez eran más
escasos los encargues. Mi hermano tenía una pensión por discapacidad, y no
había otra entrada. Mi padre había muerto y con él, su jubilación.
Buscamos en todos los posibles lugares.
Arriba de los roperos, detrás de los cajones. No encontramos nada. Lo único que
nos quedaba era revisar la temida piecita del fondo.
Ese día todo había salido bastante bien.
Eran como señales. Me habían hecho un
descuento en la panadería, me sonrió mi vecina cuando salí a caminar… Lo tomé
como un buen augurio. No era un día maldito.
Entonces cuando mi hermano se despertó, de
su larga noche de sueño, le propuse que juntos fuésemos a la piecita y
buscásemos en algún mueble, las libras esterlinas. Me miró con extrañeza y
preocupación. ¡Pero necesitábamos tanto el dinero que hubiésemos levantando las
tablas del piso si yo se lo proponía!
Con decisión cruzamos el patio y rodeamos
la araucaria para llegar hasta la solitaria piecita de los trastos, en el fondo
de la casa. Siempre me había parecido insólito que un árbol como ese estuviera
en nuestro patio. ¿Qué hacía una araucaria en una zona como ésta? Vivíamos en
el centro del país. Llanura. Humedad. Jamás había nevado ni nevaría en mi
ciudad. ¿Por qué una araucaria en ese lugar? Después averigüé, que muchos años
atrás, siglos, en esta región había araucarias. Este árbol era un
sobreviviente. Hacía casi mil años que estaba ahí. Y mi abuelo había construido
su casa alrededor de él. Cuando éramos niños la considerábamos un árbol inútil.
No nos podíamos trepar, no daba buena sombra, no tenía flores ni perfume e ignorábamos
el altísimo valor proteico de sus frutos. No tenía ninguna razón de ser ese
árbol en ese lugar. Recuerdo que una vez un amigo de la familia trató de
convencer a mi padre para que lo cortara.
Había empezado a llenarle la cabeza de ideas trágicas: que el árbol
podía caer sobre la casa, hundir el techo y ocasionar una catástrofe, humana o
material. Pero después mi padre se informó que las araucarias tienen grandes y
profundas raíces, algunas de hasta una extensión de 20 metros y como era un
árbol sagrado para los pueblos originarios, decidió conservarla. Era casi
imposible que un viento fuerte la derribara.
Ahí quedó, firme, derecha, elevándose, destacándose de entre todos los árboles de la cuadra. Alta, inútil. Un símbolo, vaya a saber de qué. De un pasado que ya no estaba. De una época en la que no existían ni siquiera los primeros habitantes de esta región.
Era el mediodía, el sol estaba bien alto,
cuando llegamos hasta la piecita. Primero nos fijamos a través de los vidrios
de su puerta verde y luego, con muchísimo cuidado, bajamos el picaporte. Desde
afuera no se veía nada raro. Era una habitación muy pequeña… Igual dejamos la
puerta abierta, bien abierta, para poder correr si algo raro aparecía. El olor
a humedad era intenso. Todo estaba tan quieto, tan inmóvil…
Empecé a pensar que tal vez era desmedido
el temor que había paralizado durante días la decisión de entrar allí. La razón
me decía; ¿Qué era lo que podía encontrar dentro de la piecita que me diera
miedo? ¿Ratas? Casi imposible. No había rastro de comida alguna. ¿Alacranes,
tal vez, o arañas? Eso no me daba miedo. Podía pisarlos. Pero siempre me
aterrorizaba, en lugares como ése, que abriera una puerta o un cajón y algo
extraño, algo negro, peludo, con brillantes ojos rojos y afilados dientes,
saltara y me mordiera la mano. Es
gracioso. Sé que es un pensamiento infantil, un miedo irracional, pero no podía
evitarlo. No había nada dentro de mi mente que me respondiera que estaba en lo
correcto, que el miedo que tenía no era infundado. Sin embargo, era imposible
no sentirlo. Era la piecita el lugar al que amenazaban con encerrarnos cuando
nos portábamos mal. Y en realidad no
había nada adentro, salvo dos o tres muebles. Pero el silencio, el encierro, el
aislamiento era tanto más temeroso que cualquier monstruo que podría haber
habitado esa pequeña pieza.
El único mueble que podía contener algo era
una cómoda grande.
Uno a uno fui abriendo los cajones. Mi
hermano me cubría las espaldas. Miraba sobre mi hombro, pero tenía un pie
afuera de la puerta. Yo no metía la mano: había llevado un palo y con él
revolvía toscamente las cosas que estaban dentro del cajón. Nada interesante.
Viejas cartas, ropa manchada por invisibles cucarachas, trajecitos de bautismo,
collares, rosarios, hasta un misal con hojas doradas. Pero nada de lo que
nosotros buscábamos. Ningún papel importante, nada de oro. Nada.
Hasta que llegamos a las dos puertas que
estaban en la parte inferior del mueble. No me iba a arriesgar a abrirlas con
mi mano. Si saltaba el monstruo estaba demasiado cerca mi brazo de sus
dientes. Así que busqué un alambre,
bastante grueso, y enganché con él una de las manijas de las puertitas. Una vez
que estuvo bien agarrado, le avisé a mi hermano y los dos, expectantes, en
silencio, contuvimos la respiración y tiramos del alambre hacia afuera. Yo noté
que algo empujaba desde adentro, lo que me atemorizó bastante, pero no le dije
nada a mi hermano. Tiré un poco más fuerte y la abrí. Un manojo de ropa
brillante saltó afuera del mueble una vez cedida la presión de la puerta y
detrás de él una vieja pelota de cuero.
Mi hermano la reconoció enseguida. Habíamos jugado un partido en el
patio con los chicos de la cuadra y la fuerte patada del Aníbal había tenido un
efecto funesto: atravesó el vidrio de la ventana y rompió una estatuita de un
monje chino que mi madre tenía sobre la mesita de luz. Se acabaron los partidos en el patio, nos
fuimos a la cama sin cenar y a la pelota no la volvimos a ver nunca.
Pero yo me concentré en la ropa. Eran
varios vestidos de una hermosa tela. Seguramente sería seda, o algo así. Daba
gusto tocarlos y uno de ellos, el azul, tenía en el escote algo que brillaba.
¡Si señor!¡ Era una especie de gargantilla
de oro, que adornaba el vestido! Imposible confundirme. Conocía muy bien el
color del oro.
Mi hermano seguía detrás mío cuando
volvimos a la cocina. Llevaba apretado contra su pecho el vestido con la cadena
de oro. Ya no había tanto sol. Se había nublado y un suave viento del sur
empezaba a soplar.
Atravesamos el patio. Mientras caminábamos
hacia la cocina, mi hermano comentó que le iba a pedir el diario al vecino para
fijarse en la cotización del oro. Lanzó una risita nerviosa y después se calló.
Ni siquiera miramos la araucaria. Cuando llegamos a la puerta me pareció
escuchar un sollozo. Me di vuelta y lo miré: se estaba limpiando su aniñada
cara, cubierta de arrugas, con la brillante tela del vestido de seda.
El pago por la gargantilla nos dio un
respiro, pero seguíamos pensando en las liras esterlinas ocultas por mi abuela.
¿Sabría mi madre dónde estaban? Ese pensamiento me llevó al recuerdo de sus
últimas semanas de vida. El Alzheimer le había arruinado sus músculos, su
memoria, su claridad mental. Era como una niña. Volvió a hablar con su padre,
ya muerto y enterrado hacía mucho tiempo, y no nos reconocía. Poco a poco se
fue apagando, encerrándose en sí misma y en un tiempo pasado en el que había sido
feliz. Si conocía el paradero de esos billetes, se había ido con ella.
Mi hermano se había vuelto cada vez más
sombrío. No le preocupaba lo económico, eso era más una intranquilidad mía,
pero el no tener la presencia de mi padre en casa lo hacía sentir indefenso.
Siempre mis padres lo protegieron, debido a su discapacidad. Su desarrollo
mental se había detenido cuando era un niño y todos estábamos acostumbrados a
ello. Mi padre era la figura segura que lo acompañaba cuando salían a caminar y
evitaba las burlas o las miradas de quienes se cruzaban en su paseo. No era
violento sino todo lo contrario. Nos llevamos bien siempre, pero yo sabía que
en esta ocasión, él no podría ayudarme.
El único talento de mi hermano era el
dibujo. Mi madre no se había animado a llevarlo a alguna escuela de artes, o a
contratar un profesor. Pero mi hermano se entretenía, a veces durante horas,
dibujando en las hojas blancas que le conseguíamos, y sus dibujos eran
realmente impresionantes: dibujaba lo que veía con una exactitud increíble.
Eran casi fotos, sombreadas, con una perspectiva y profundidad que no sabíamos
de dónde había aprendido. Hasta las caras de las personas y las miradas eran
asombrosamente reales. Su limitación era que no podía dibujar algo que nunca
hubiese visto, o que no estuviese frente a sus ojos. La imaginación, el
recuerdo de algún lugar, no tenían cabida en la incomprensible mente de mi
hermano.
Cuando estaba en segundo grado, su maestra
llamó una tarde a mamá y estuvieron hablando las dos, a la salida de la
escuela. Mi hermano y yo esperábamos en la vereda, tirando a la zanja bolitas
de paraíso. Yo espiaba a las dos mujeres mientras hablaban y no olvido la
mirada de angustia de mi madre. Las puertas de la escuela ya habían cerrado.
Luego, mi madre vino hacia nosotros y volvimos caminando muy lentamente a casa.
Fue el último día que mi hermano asistió a
la escuela. La maestra le había dado
como tarea describir algún ambiente de la casa y mi hermano no pudo hacerlo.
Pero, en lugar de eso dibujó lo que más le gustaba: el patio. Y en su centro la
araucaria, sin pájaros y con algunos, escasos frutos. El dibujo nunca llegó a la escuela, pero mi
madre, que adoraba a mi hermano, lo consoló enmarcándolo y colgándolo en el
comedor de la casa. El único trofeo que mi hermano tuvo en su vida, su efímero
paso por la educación formal.
En pocos días llegaría el otoño y esta vez,
sin los quejidos de mi padre y el perfume de su tabaco, los árboles parecerían
más desnudos, los días más tristes. Mi
hermano y yo seguíamos solos, príncipes de un ruinoso castillo poblado de
libros deshojados y muchos recuerdos.
Mis pensamientos siempre estaban corriendo: iban y venían, tratando de encontrar algo, una solución para nuestra precaria economía. Ya no podría comprarle chocolates a mi hermano como todos los fríos sábados de invierno, la única golosina que lo ponía feliz.
Abril comenzó con lluvia y con la lluvia
las goteras de siempre. Ahora había una penosa novedad: una nueva gotera en
nuestro dormitorio. Esa noche pusimos
una olla bajo de ella y nos fuimos a dormir. El viento era fuerte, pero
habíamos asegurado bien las persianas y los dos nos dormimos profundamente,
como cuando éramos niños y la tibia cama alojaba nuestros sueños.
De pronto tuve un sueño providencial: mi
padre, joven, golpeaba con furia las raíces de la araucaria. Veinte metros,
murmuraba. Yo podía ver el esfuerzo en su cara, en sus manos y su cuello. Los
golpes eran acompasados, uniformes…como los de la gotera. Me desperté y me
senté en la cama. Mi hermano dormía. En la olla enlozada, las gotas caían
rítmicamente, como los golpes del pico de mi padre en el sueño. De un salto me
levanté y me fui hasta la ventana que daba al patio. La araucaria, lustrosa por
la lluvia, no se movía con el viento. ¿Estaría ahí el tesoro?
Me senté mientras mi cabeza galopaba.
¿Estarían enterradas bajo la araucaria las libras esterlinas? ¿Mi padre las
habría ocultado allí? Yo era el único lúcido de la familia. Me esforcé por
tener sentido común, por pensar algo lógico…
No, no podía haber sido mi padre quien las
escondiera. Recordé muchos momentos de nuestra vida (incluso después de la
muerte de mi madre) en los que necesitamos dinero y de tenerlo, él lo hubiese
sacado de allí. Lo más probable era que ni siquiera supiera que esos billetes
existían. Fue un secreto, no había duda, entre mi abuela y mi madre Entonces…
¿mi madre lo habría escondido entre las raíces del árbol? Me pareció imposible
que lo haya hecho sin que alguno de nosotros la hubiese sorprendido en tal
extraña tarea. No tenía herramientas ni fuerza; mi madre sólo apelaba a su
sagacidad, para cualquier acción de su vida.
Traté de pensar como ella ¿Qué era lo que
más le preocupaba a mi madre? Como lanzado por una invisible mano me dirigí al
comedor. Con sumo cuidado descolgué el dibujo de mi hermano y con mayor esmero
aún, despegué el papel posterior del marco. Allí, envueltos en un fino papel
barrilete blanco, estaban las libras esterlinas.
Mucho más de lo que yo había imaginado. Cuando parara la lluvia iría hasta la ciudad a cambiar el dinero.
Con delicadeza, conmovido hasta las
lágrimas volví a recomponer el cuadro. Todo lo que yo consideraba inútil, nos
había salvado. Mi hermano dormía
tranquilamente y la gotera seguía, con su melodía, golpeando el fondo de la
olla.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
La cajita de música*
Tirada entre cosas sin
uso, en una bolsa arrojada por azar
en un tacho de basura
de la plaza
encuentro una vieja
cajita musical.
La tomo, le doy cuerda
con la pequeña llave
que cuelga de ella
debo haberme excedido
o tal vez haya roto algo.
Sale la bailarina de
su interior
pero su cuerpo no es
porcelana sino humano
pequeña como las hadas
de los cuentos
me agradece haberle
puesto fin al sufrimiento
y encierro de tantos
años.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-De "Medianoche
en la plaza de los sueños" Editorial Leviatán 2021
*
Cualquier buen relato
o poema necesita un punto de densidad que es el agujero de sentido. Una especie
de abismo donde el lector sienta el vértigo de caer.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
ORTIZ
DE ROZAS*
La mujer ya no era joven. Últimamente le
parecía que ya nadie era joven, que los amigos, los vecinos, los parientes,
todos habían ido deslizándose junto con ella por una cinta que los había dejado
así, arrugados, desplanchados, desteñidos, como esos pantalones de trabajo que
se van gastando irremediablemente, salpicados y con alguna que otra recosida
para remendar lo que ya no da más de si.
La ventanilla no deparaba sorpresas. Tras
los campos y los postes alguna casita, alguien trabajando el campo, el cielo. A
veces miraba el paisaje, a veces se miraba a sí misma etérea en el vidrio
sucio, un reflejo de alguien con la mano sosteniendo la cara, el cabello claro,
los ojos mirando sus propios ojos sobre el sinfín de la llanura.
Otra parada. El tren se detuvo y leyó el
cartel "Ortiz de Rozas". Le molestó la zeta. Y la repetición de la
zeta en los dos apellidos le sugirió la posibilidad de que la segunda fuese un
error, pero no, no creo, se dijo. El cartel era antiguo, alguien lo hubiese
corregido. Es raro, se dijo, es raro pero es así.
La próxima estación era la suya. Bueno,
falta poco. Pero después de diez minutos y de que no observase pasajeros
subiendo o descendiendo, se preparó para la noticia de que algún desperfecto
había detenido el tren.
Esperó un rato. Miró por la ventanilla.
Allá cerca de la locomotora se veía gente en el andén. Bueno, la ocasión de
estirar las piernas, la posibilidad de enterarse de lo sucedido. Comenzó a
pasar de vagón en vagón hacia el frente, pero luego decidió hacer el camino por
afuera, para recibir un poco del último sol de la tarde. El último sol pone
pelirrojos a los árboles, estira las sombras, hace que el cielo se transforme
en una escenografía.
Algunos hombres estaban reunidos a la
altura de la locomotora. Hablaban entre ellos y uno había encendido un
cigarrillo. Cuando ya estaba cerca, un muchacho de campera negra escupió en el
suelo. Estuvo a punto de regresar, pero se dijo que toda la vida había escapado
ante los gestos desagradables y hoy no. Eso, hoy no. Con los brazos cruzados
siguió caminando despacio hasta que pudo ver que en el suelo, en el centro del
círculo de hombres, había una vieja motoneta caída de lado, y un hombre con
gorra sentado con las piernas abiertas que miraba fijamente sus propias manos.
No decía nada.
La mujer se acercó al grupo y preguntó que
qué es lo que había pasado, pero los hombres la ignoraron. Su voz era suave,
era vieja, era mujer. Los hombres ignoran a las mujeres viejas de voces
débiles. Con las mejillas encendidas volvió a preguntar, "Qué pasó".
Uno de los hombres giró un poco el cuerpo y la miró desde arriba pero no se
molestó en contestarle. El joven de campera negra volvió a escupir.
La mujer sintió que se arrebolaba y a la
vez una ira avasallante y una avasallante vergüenza.
"Me caí" dijo el hombre de la
motocicleta. Después la miró.
"No vi el tren, me asusté cuando noté
que lo tenía cerca, y me caí"
Dijo el hombre que era viejo, que tenía
ojos puros y que la miraba. Hacía mucho que nadie la miraba. Ella pensó que
este hombre en el suelo la estaba mirando, pensó que le había contestado, notó
que él la miraba con la cara abierta como la de un niño que despierta en medio
de la noche y vuelve el rostro hallando el de su madre.
"Sana sana colita de rana" pensó
ella. Increíblemente, dijo "sana sana colita de rana" y los dos
rieron.
El grupo de hombres no se dio cuenta de que se había partido una montaña, no notó que el cielo se rasgaba, no escuchó caer las piedras de la torre que se derretía en estrépito. El grupo de hombres no hizo ningún comentario, simplemente levantaron la motocicleta y lo ayudaron a ponerse de pie.
Era alto, desgarbado, los pantalones le
quedaban un centímetro más cortos de lo que debiesen. Ella le arregló un poco
el gabán, y mientras se subía a la motocicleta le preguntó que por qué las dos
zetas en el nombre de la estación.
Él no sabía.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
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FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
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