lunes, diciembre 31, 2012

Y NOMBRARÉ LAS COSAS....

 
*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010) http://galeria.walkala.priv.at/main.php
                 -En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
                                             http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
 
 
 
 
 
 
 
PROYECCIONES*
 
 
El paisaje es un estado del alma
Diario Íntimo
Henri Frédéric Amiel
 
El sol que se niega a amanecer,
Las penumbras de Umwelt al acecho.
 
La melodía que anhela mis incurias,
La lluvia que transpone mis espectros.
 
Las olas que lloran mi abandono,
El laberinto que pierde mi sendero.
 
Los árboles que encubren mis temores,
Las ventanas que se cierran a mis céfiros.
 
La luz que ciega tus visiones,
El aroma que roba tus recuerdos.
 
El reloj que enmascara las horas,
La cita que yerra el día en que te espero.
Las palomas que abandonan sus nidales,
Tu imagen que ocultan los espejos.
 
Las cartas que extravían mis respuestas,
Los manes que disfrazan el deseo.
 
La piedra que rueda a tus pies,
Los peces suicidas que muerden el anzuelo.
 
Tu amor por mí,
¿Tus sueños?
 
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
Y NOMBRARÉ LAS COSAS…
 
 
 
 
ES ENERO Y TE AMO*
 
 
“Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi calle
y mis olvidos me la vuelvan sueño,
pueda llamarlas de pronto con el alba..”
 
ELISEO DIEGO
 
 
 
Me ha traicionado el ocaso de las vides.
Era enero y te amaba.
No sabía sumar, pero me daba cuenta.
Que una manzana mas otra manzana eran dos.
Que uno mas uno era dos, no, tres.
Contaba, uno a uno tus dedos.
En tu mano izquierda, sobraba un dedo y un anillo.
Era enero y el amor dolía.
Escapabas, como los limites que ponías al tiempo.
Treinta monedas en las manos y una flauta.
El sonido partía de tu boca.
Llegaba hasta el silencio de mis  ojos.
Luego cantabas. No entendía el guaraní.
No entendía tu mirada entre celdas.
Te evaporabas como el mar, o el agua hirviente.
Te acompañaba al colectivo y me dolía enero.
Volvía hacia mi casa y hacía cuentas.
Cuatro manzanas menos una, eran tres manzanas.
Trabalenguas. En tres platos tres tigres comen trigo.
Tres tristes tigres y un verano robado.
 
Que explote una rueda. Una sola.
Colectivo de tres ruedas no parte.
Pedía a Dios que me demostrara que  existía.
En el nombre del padre.
 
Pero Dios parece que no escucha.
O que tiene cosas más importantes.
O le aburren las risas de los niños tristes.
O no le gustan las mujeres grises.
O no le gustan las manos con anillos.
 
Me ha traicionado el ocaso de las vides.
Es enero y te amo.
Aun no sé sumar, pero me doy cuenta.
Que uno mas uno, no es dos, es tres.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
FELICES Y JUNTOS*
 
 
 
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
En los temporales que a veces duraban varios días de vientos y de lluvias, mi padre aprovechaba para limpiar sus armas.
Tenía un par de escopetas, colgadas detrás de la puerta de su dormitorio, en sus correspondientes fundas de género o de lona. Una era de dos caños, no recuerdo su filiación, pero tal vez fuera nacional y la otra de un caño, de origen belga que era su orgullo. Ambas eran de calibre dieciséis muy ponderado por mi padre.
También tenía un revólver marca Orbea, un treinta y dos largo en ese tiempo que tenía el caño oxidado. Un día decidió hacerlo empavonar y se tomó el tren de las 13,30 a Rosario, que iba por el Ferrocarril Mitre. Al poco tiempo volvió con su arma y lo mostraba con cierta excitación. En verdad la casa Sachetti, de la calle San Luis había hecho un trabajo magnífico. Estaba reluciente, todo pintado de negro, y a cada visita que aparecía, mi padre se introducía en la habitación, lo sacaba del ropero donde lo escondía en el estante de las sábanas y lo traía como un chico que muestra su juguete. El asombro por la perfección del trabajo aparecía en los comentarios que hacían los que  habían  conocido el revólver cuando mi padre lo mostraba oxidado, ya que lo había comprado a alguien de segunda mano, con toda seguridad.
En realidad las otras armas las usaba para cazar perdices, patos o liebres que iban a parar a la olla o al horno cuando mi madre preparaba el yantar. Nunca cazaba por deporte aunque era evidente que le gustaba.
Pero con el revólver era distinto. Por que para evitar un robo podía haber usado las escopetas. Entonces ese argumento no servía para justificarlo. Y además nunca en la vida vinieron a robarnos nada.
Esa arma (no recuerdo si tuvo otra) la tenía por gusto. Para probar el pulso, repetía. Por que cuando íbamos de caza lo llevaba y me hacía poner alguna lata sobre un poste y le tiraba para ejercitar la puntería. Y alguna vez me hizo probar algún tiro a mí, cuya bala se perdía en el aire y a mi me aturdía el estampido dejándome unos segundos atónito.
Sin embargo nunca dejó que usara las escopetas cuando lo acompañaba en los días de caza, Decía, tal vez con razón, que podía darme una patada fuerte en el hombro y tirarme al suelo. Había que calzar la culata  debajo de la clavícula para que el sacudón no fuera muy fuerte, y tenía razón.
A mí me gustaba más salir  con algunos de mis tíos, sus hermanos. Ellos eran más permisivos o irresponsables, o en toda caso actuaban como verdaderos tíos, es decir no tenía la responsabilidad didáctica de mi padre con respecto a mi formación que debía hacerme un niño responsable para seguir siendo lo mismo de adulto.
Todos los hermanos eran buenos tiradores ya que habían comenzado de muy jóvenes en la chacra del viejo, es decir mi abuelo, porque una de las pocas diversiones que éste la permitía a sus hijos estaba la caza. Para los días en que no hubiera trabajo que eran casi siempre los días lluviosos, ya que en las chacras de entonces siempre sobraban las tareas: arar, sembrar, desmalezar, cosechar. También el cuidado constante de los animales. Esto, es decir la caza, no era imposible ya que en cualquier chacra que se preciara se disponía de varias escopetas, tanto para la caza como para evitar los robos que a veces eran esporádicos y otras frecuentes, en especial los cacos de entonces se dedicaban a las gallinas, por ser más fácil de trasladar. Puedo asegurar entonces que todos eran grandes tiradores, tal lo experimenté las numerosas veces que los acompañé cuando íbamos en barra. Cuatro o cinco de mis tíos, mi padre, mi tío político Berto Spagnolo, y un hermano solterón, narigudo y buenazo llamado Luis. Éste  tenía un  hermoso y preciado rifle calibre catorce, muy liviano y apreciado por mí, ya que era una maravilla, sobre todo si me lo prestaba para probar un tirito, le rogaba.
En estas jornadas que tenían el atractivo de la comunión y el afecto, todos se ponían de buen humor y las chanzas y las apuestas estaban a la orden del día. Porque mi padre se ponía mas concesivo y dejaba a mi elección a quien hacerle compañía, que no era gratis sino que yo debía cargar con un bolsito las piezas que se fueran cobrando el cazador de turno. Yo, como dije antes prefería a Luis, pero a veces no iba, entonces lo elegía a su hermano, es decir mi tío, quien me tenía mucho cariño.
Alberto Spagnolo tenía fama de exagerado y tal vez lo fuera. Un día que fui hasta su casa, cuando vivía en las afueras del pueblo justo estaba por salir a tirar unos tiros a un campo cercano y me invitó a acompañarlo. Ni lerdo ni perezoso accedí. En un cuadro de dos hectáreas salieron siete liebres. Él, mi tío Berto, mató cuatro. Un día en una reunión familiar, ya de adulto yo se lo recordé. Se puso muy contento, porque el había contado esta hazaña sin que nadie le creyera.
Y cada vez que nos veíamos, me incitaba:
-A ver sobrino, contále a estos incrédulos cuantas liebres maté en una tarde.
Y esa era la ocasión más linda para que brindáramos con ese vino espeso que bajaba suavemente por las gargantas cuando todos estábamos juntos y éramos todos felices aunque en ese tiempo no lo supiéramos.
 
 
 
 
 
 
 
EL REY DESNUDO*
 
 
 
El rey está desnudo, grité. Es inevitable, el amor por la verdad se paga caro, pensé cuando vi que los guardias se acercaban.
Me dejaron a solas con él. Me preguntó si me animaba a refrendar lo dicho. Temblando por lo que podía pasarme, repetí: Está desnudo. ¿Qué podía hacer si lo único que lo vestía era la corona?, ¡y le queda tan bien!. Por una vez me equivoqué, mi denuncia no me ocasionó problemas Todo lo contrario, me trató como a una reina.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
MUTACIÓN DE ANA*
 
 
 
Estaba trabajando en el jardín. Lo hacía con talento. No se limitaba a limpiar o renovar plantas, creaba un pequeño mundo cerrado, combinando colores y formas, sintiendo la vida de cada brote en sus manos hábiles. Con cuidado y delicadeza elegía a los protagonistas para la nueva coreografía de una obra que duraría sólo unos meses. Estaba concentrada en la contemplación de las violetas, colocando a su lado dos plantas de flores amarillas, indecisa entre el tono más pálido y el más intenso. Pensó que una de ellas le daría el color, pero quizás no la perfección de forma que buscaba. Cuando se decidió y estiró la mano para tomar el pequeño recipiente con la elegida, sintió una extraña sensación que bajaba por su brazo hasta los dedos, pequeñas pulsaciones, un temblor leve, nada doloroso, pero inquietante. Por un momento detuvo su mano extendida y la contempló. Le parecía que algo estaba cambiando en su cuerpo. No se alarmó, sintió curiosidad ante el fenómeno Entonces notó las pulsaciones en todos su cuerpo, no sólo en los brazos. Toda ella parecía empujar hacia distintos lados, suave pero firmemente. Los límites de su estructura corporal parecían rebelarse. Su columna se curvaba en un movimiento de danza exagerado. Trató por un instante de contenerse, de oponer resistencia, pero luego se entregó a esa fuerza interior que la dominaba. Sus brazos se apoyaron levemente en la tierra removida, junto a las violetas. Su cabeza se alzó grácil, y orgullosa, los ojos de amatista brillando en su cara redondeada, de un negro brillante. Por un instante, recordó sus clases de danza en la adolescencia. Su cuerpo volvía a la flexibilidad de entonces. La sensación de plenitud era total. Extendió los brazos se estiró con blandura, apoyando la cabeza entre las manos de terciopelo. Luego se irguió en forma lenta, gozando su cuerpo sin huesos, perfecto y liviano. Recorrió despacio el jardín que había creado con sucesivas formas durante tanto tiempo. El rincón de las orquídeas la detuvo interrogante, la cabeza ladeada hacia la izquierda, los ojos dilatados y fijos. Trataba de entender el porqué de esa atracción casi dolorosa. Pero el recuerdo ya no estaba. Se apartó despacio hacia el muro de jazmines, tomó impulso y se sentó en lo alto. Desde allí observó el escenario que la había contenido tanto tiempo, Luego saltó grácil hacia el otro lado, el diferente.
 
 
*De Sonia Arismendi. soniaris@adinet.com.uy
-TRANSFORMACIONES. MUTACIÓN DE ANA
 
 
 
 
 
 
Podría entrecerrar los ojos*
 
 
 
Podría entrecerrar los ojos y evadirme...
Podría abandonarme a la música y el juego,
dedicar la mejor de mis sonrisas
a la muchacha triste que se agosta en la esquina
y en sus lechosos brazos profanados de agujas
depositar mis besos y mi llanto.
Podría entrecerrar los labios y olvidarme...
Podría dejar que me acunase tu mirada,
beber el vino triste de tu herida,
ceñirme a la rutina de tus noches...
Es cierto que podría mirar hacia otro lado,
acomodarme al pan y el circo legendarios;
podría suscribir una póliza de crédulo
para no recelar de las versiones oficiales.
Podría simplemente oprimir el telemando
y abolir con ese gesto la mueca del farsante,
diluir los falaces rostros de la mentira,
no sentir sus miradas ni oir las falsedades
que sus bocas declaman sin sombra de vergüenza.
Pero he elegido el verso como patria,
he nacido canción a contramano,
grito caricia estepa hormiga hambre
prostíbulo coral aullido estanque.
Podrán los férreos brazos de la muerte
acunar mis palabras en su lecho
de silencio perpetuo.
Pero tú que me lees,
tú que en noches azules me escuchaste
mientras el mar gritaba nuestros nombres,
tú sabrás que es la entraña de la tierra
quien llueve amor y acíbar por mis venas.
 
 
 
 
 
 
 
 
¿ME VES?*

 
Caminar camina cualquiera, la cuestión es cómo.
Chesterton era un gran observador, genial diría yo, anotando esos detalles que hacen que uno se sorprenda y diga "pero claro, si", y uno lo vio mil veces pero no lo dibujó en su cuadernito.
En uno de esos misterios del Padre Brown, detective y cura, personaje como Holmes o Monsieur Poirot, se comete un crimen en un club de caballeros, y pese a la imposibilidad de la cuestión nadie ha visto al asesino.
Imposible, las habitaciones estaban ocupadas, el criminal debiese de haber sido invisible para atravesarlas todas sin ser notado.
Como maligna espectadora de película de misterio, me regocijo contándoles el final. El Padre Brown llega a la sorprendente conclusión de que no hay diferencia entre el oscuro traje de los caballeros, el oscuro traje de los mozos. Nadie repara en ello, porque les es evidente que las dos clases se diferencian de inmediato. Es ridículo siquiera pensar que un caballero pueda confundirse con la servidumbre. Pero, ¿es así realmente?
Pues bien, cuál es la diferencia entre hombres trajeados y atildados que transcurren los mismos espacios. La forma de caminar.
Cuando en un salón había sirvientes, el asesino daba trancos largos, despreocupados, erguido y un poco echado hacia atrás. Cuando pasaba por la sala de fumadores donde departían los señores, por ejemplo, daba pasos rápidos y cortos, un poco encorvado, los brazos junto al cuerpo.
Se había vuelto invisible.
¿Cómo se operaba el prodigio? Simple. Uno no nota más que a los de la propia clase. Los demás son decorado, comparsas, extras.
Ni los mozos ni los caballeros lo veían, ninguno lo registraba en la memoria.
Consultado un testigo de un episodio en la calle, el hombre pudo describir a la señora, al hombre que manejaba el auto, al policía. Cuando debió precisar las notas de un chico de la calle dijo "qué se yo, era como todos". No recordaba la ropa, la cara, nada de nada. Si son todos iguales, ¿no?
Y me pregunto si es esto un reproche o una constatación. No nos engañemos, por más conciencia social a la que reguemos todas las mañanas aplicadamente, no podemos dejar de sentir allá en la trastienda que los
semejantes son los semejantes, es decir los que se nos asemejan.
La cosa sería que las categorías de semejanza se expandieran, que abarcaran a toda la humanidad, que cuando uno va por la calle pudiese ver a la mujer en el suelo, no a una aborigen más difusamente marrón, que el nene en el semáforo sea un niño y no uno de esos limosneros que ya me tienen harto; que cada ser humano sea eso, un ser humano y no una categoría, un exponente de su estrato.
Sólo así cambiaríamos algo. Viéndonos al mirar.

*Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
***


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sábado, diciembre 29, 2012

UNA LLUVIA DE INFINITO CAE SOBRE LOS SUEÑOS....




                                *Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010) http://galeria.walkala.priv.at/main.php
                 -En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
 
 
 
 
 
 
 VOLVER*
 
 
 
Flecha ceniza desvelada. Mordedura. Aletear de palabras.
Diosa, insecto, paloma apuñalada.
Humo de huesos. Nardos. Rezos apócrifos.
Árbol casa. Piedra pan. Sed barro. Látigo sollozo
“Sufrir por lo que odias”
Quizás  este sea el karma de este oficio mío:
Volver. Pacientemente. Beber, gastadas travesías.
Volver, redimida.  Almendro, pedernal, esquiva flor de hiedra.
Valle dormido,  laderas,  luna roja.
Que me llegue su lumbre.
Que me bese en las sienes un cardenal de seda.
Que en mi árbol seco florezca una paloma muerta.
”Perder por lo que amas”
Volver: Eco apasionado de un clavel herido.
Que mi pecho sea isla descanso  llanto  niño.
Que el arroyo descifre mis angulares piedras.
Que el invierno no doblegue las cinco hojas de mi pena.
Que el hueco de tu  mano sea  mi casa.
Que la lluvia no fragmente mi reloj  arena
Montar en pelo el potro del relámpago.
“Querer y no obtener lo que deseas”
 
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 (*)Entre comillas, palabras de Buda
 
 
 
 
 
 
 
UNA LLUVIA DE INFINITO CAE SOBRE LOS SUEÑOS…
 
 
 
 
 
 
GALERIA*
 
 
 
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
 
LALO REYES
 
Me dicen que murió
que lo mataron
¿Pero es eso posible?
 
Si ayer corría
con nosotros
cazando mariposas,
jugando al fútbol,
robando frutas de
las quintas.
 
Estaba siempre alerta,
como gallito de pelea.
 
 
 
RICARDITO SPINA
 
 
Pequeño y moreno
lo recuerdo
silbando entre aquellos
hinojales altos,
mientras buscaba
nidos de pájaros
en los paraísos tristes
que yo perdí
en la infancia.
 
 
 
TOTO MÍGUEZ
 
 
Delgado y ágil
trepó más alto
y más rápido
todos los árboles
del barrio.
Me enseñó a matar
pájaros, a usar una gomera.
Hoy nos vemos poco
de vez en cuando
un café humeante
o un asado nos reúne
en las mesas del Club.
 
 
 
 
CHAJA CORREA
 
 
Nos criamos juntos
juntos hicimos
la primaria entera.
Mientras íbamos
hacia la escuela
alborotábamos pájaros
a cascotazo limpio.
Hicimos también
todas las travesuras
juntos, menos una.
 
 
 
CHORCHI LOPEZ
 
 
Era el más rápido
en todas las carreras
y la huida al robar las frutas de las quintas.
También el que se fue
más rápido.
Tengo en mis retinas
su cara redonda
su flequillo al viento
y su fácil agilidad
para treparse los tejidos
y advertir al dueño
del hurto
cuando ya tenía
la fruta en el bolsillo
 
 
 
HECTOR DOMINGO
 
 
Su jopito rubio
la simpatía pronta
de sus ojos pequeños
y la eterna sonrisa
lo hacían evidentemente
envidiado
entre los varones del curso.
Pero fabulaba mucho
y el colmo fue cuando
nos dijo, que desde su casa
se veían las manadas
de tigres azules.
 
 
 
 
EL MARLERITO MANSILLA
 
 
Cuando quiero
recordarlo
sólo retengo
su melena
sobre la frente
tirándose entre los palos
defendiendo el arco
“Jazminero” del barrio.
Luego viene
la niebla
y la ceniza
porque se fue
pronto del pueblo
y temprano de la vida.
 
 
 
JUSTITO PEZZINO
 
 
Menudo, con el pelo
corto y el flequillo
sobre la frente,
la picardía inocente
en sus ojos verdes.
Lo veo en esa tarde
en que convirtió
un gol, cuando ganamos
cómodos y lo vimos
gritarlo brazo en alto.
Mucho antes
lo vi cruzar
aquella calle ancha
y solitaria del pueblo
con una granada
partida en una mano
 
 
 
ÑANGÁ GÓMEZ
 
 
Con ansiedad
lo esperábamos
porque él tenía
una pequeña
pelota de cuero.
Era nervioso
y flaco y jugaba
en la defensa
se enojaba siempre
y en lugar de decir
“salí de aquí”,
decía “ñangá de acá”.
Muy chico
se nos fue del pueblo.
¿Adónde andará
el “Ñangá”
con su mal genio
y sus canillas flacas?
 
 
 
ANGEL BALQUINTA
 
 
Le decíamos Angelito
o “cabezón”
y no sabíamos
por qué siendo
un boquense confeso
andaba siempre
con una casaca de Bánfield.
 
 
 
ROBERTO ESCUDERO
 
 
De chico fue un travieso
defensor de “El Jazmín”
su equipo
-como el de casi todos-
El Racing Club
de Avellaneda.
De grande
es un implacable
memorioso y un entusiasta
descubridor
de quirquinchenses
dando vueltas por el mundo
 
 
 
PILI MÍGUEZ
 
 
Era el más pequeño
de aquella barrita
antigua y desflecada.
Subió el árbol
más alto
hurtó la fruta
más jugosa
y clavó en un ángulo
aquella pelota de trapo
con la zurda descalza.
 
 
 
*”Galeria” poemas de Jorge Isaías.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
 
Duermo con vista a  un pedacito de cielo, una lluvia de infinito cae sobre los sueños. Me abrigo en el arte efímero de los pequeños momentos. Entre el infinito y el instante, fluye la vida.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
SABIDURÍA*
Edipo se acercó a la Esfinge.
La Esfinge era hermosa y distante.
 
Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un
oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".
Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Quiero darte lo mejor de mí
Quiero entregarte mi regalo
Pero no puedo ser lo que tú
Puedes o quieres ser
Solo te doy la libertad
Y quizás te enojes
No es tan difícil invadir
y eso es lo que no quiero
quiero que solo sepas
cual es tu verdad
y no es la indiferencia
quiero que comprendas
que no es tan fácil olvidar
lo que son solamente
tus ilusiones
quizás mañana
puedas comprender
que no deseo ser tu sombra
solo tus propios anhelos
y que puedas
entender que tu vida
tiene un camino propio
y no quiero entorpecer
con mis obsesiones
tu destino
solo quiero que puedas conquistar
liviano tus opiniones
y no quiero ser la causa
de tu decepciones
ya verás que en algo tengo acierto
y en tus manos estará el intento
no puedo brindarte
lo que aun no sabes
pasara el tiempo
donde puedas comprender
lo mucho que te quiero.-
 
 
 
 
 
 
 
 
 
2013*
 
 
 
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
 
 
 
20
 
Fue un beso colosal, una infiltración erótica, una lenta invasión morena. Ni siquiera se trató de un beso de despedida, un beso para dejar atrás el año. Tampoco un beso de bienvenida descorchado con ebriedad al paso de la cuenta regresiva. Se trató de una embriaguez inenarrable, de una niebla penetrando otra niebla, de un cuchillo desgarrando un espacio circular hecho a imagen y semejanza de la luna.
El segundo beso se quedó en la garganta. Bloqueó el aire. Crujían las arterias y el flujo sanguíneo se detenía para llegar al origen de todos los orígenes. Castigo maravilloso de no latir, no latir, no latir, hasta que la primera partícula de oxígeno comenzó la resurrección y el pecho se descontroló en una supervivencia erótica.
El tercer beso no podría haber sido más hondo ni más orientado a la pulverización de los malos recuerdos.
El cuarto beso arrancó el chirrido adherido a todas las cosas.
El quinto beso liberó las palabras enjauladas.
El sexto beso vino desde abajo, encendido y terso como una manzana, sin detenerse una sola vez a tomar aliento.
En el séptimo beso, los labios brotaron en jardines obscenos y recorrieron la extensión silenciosa, llena de oquedades movedizas, hasta perderse en la sombra.
El octavo beso llegó con su llave maestra. Rotó la lengua en la cerradura y se abrieron los portales. Toda la noche rotó la lengua. Huyó y regresó toda la noche por la misma puerta.
El noveno beso no quiso saber otra cosa más que de ese clamor, ese resplandor en la noche, ese errar hasta no hallarse en ningún otro sitio en que no estuviese perdido.
Los pequeños pájaros nacidos del décimo beso, se abrevaron en las aguas donde brotó la flor de la maravilla, capaz de calentar su voz suplicante.
El decimoprimer beso sólo buscó un lugar propicio para vivir y multiplicarse.
En el decimosegundo beso, la noche era toda blanca y la luna toda negra. Un muñeco de marlo, enloquecido, golpeaba las puertas redondas del universo; las luces del nuevo año se apagaban y se encendían; dos golondrinas apenas movían la cabeza escuchando la noche nueva.
El decimotercer beso se hizo doble y hermoso como un misterio.
El decimocuarto, sobrepasó el desamparo.
El decimoquinto, se llenó de acasos y desórdenes, hasta desnudar la desnudez, hasta aclararse y completarse, hasta dar por cierto que habría riesgos de seguir perdiéndose en su propia compulsión succionadora; hasta derrumbar los puentes falsos y erigir los puentes verdaderos.
El reflujo del decimosexto beso trajo consigo el fulgir untuoso, lava de un volcán erupcionado desde el silencio, encajes, jabalinas, dulce, taladro, lengua.
El decimonoveno beso se vio recompensado con creces, no sólo por sí mismo sino también por las correspondencias y los delirios.
Durante mucho tiempo el vigésimo beso fue el único destello de luz que hubo en ese dormitorio donde ni aire, ni miedo, ni tiempo había.
 
 
13
 
Trece veces los pies pisaron la nervadura de la noche sin hablar, sin recorrer palabras quejumbrosas. Pisaron la nervadura de la noche y nada más.
Trece aguijones dulces salieron de la penumbra, todos con afán de inyectar opacidad o sueños sobre las frentes cargadas de piedras.
Trece movimientos hicieron las trece hojas de papel negro pegadas en la pared con saliva y tela de araña.
Y los recorridos. Trece recorridos a veces a caballo. A veces, sobrevolando con un ala. A veces, en chino mandarín. A veces en picada. A veces siempre. A veces nunca. A veces.
Trece lluvias llegaron desde el fondo del tiempo y se derramaron en el fondo de la memoria.
Y la arena. Trece granos de arena construyeron trece desiertos inmensos, uno gobernado por la viviente incertidumbre; otro fresco y oscuro como la sombra de un árbol; otro cubierto por tu rostro; otro iluminado por una estrella colgada con hilo sisal en el vano de la puerta; otro amarillo como una lejana noche sin recuerdo; otro soñador y apacible, libre de violencias secretas; otro iluminado por fósforos y significados incomprendidos; otro habitado por trece murciélagos dorados; otro libre de escenas repetidas; otro lleno de libros; otro con toboganes que llegan hasta la luna; otro recorrido por un automóvil negro; otro donde se han abolido las cárceles y las cirugías plásticas pero abunda el aroma de los pinos.
Trece veces corrió el toro por el jardín, pisoteando las fresias y las cuatro patas se le llenaron de cuatro aromas, de cuatro colores, de cuatro suavidades y un rumor.
Trece veces corrió la mujer con un corazón en cada mano sobre un fondo amarillo de montaña. Dos hilitos de sangre caían desde la luna. Dos lágrimas de Dios rodaban por la ladera. Dos mitades de naranja derramaban la sed. Dos uvas moscatel embriagaban el viento. Dos bocas abiertas nombraban las cosas y un silencio nuevo se hamacaba fuertemente.
Y la luna. Trece veces la luna nos cubrió la piel con ese fulgor dichoso.
Trece recuerdos se encendieron debajo de la ceniza natal.
Trece lilas soltaron por su perfume por única vez, en medio de todas las veces.
Y los segundos. Trece segundos duraron toda la vida.
Y los deseos. Trece deseos se prodigaron a lo largo de la noche. A ninguno le faltó su perfume sexual y su ternura.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Lo mejor de mi vida tal vez se haya quedado*
 
 
 
Lo mejor de mi vida tal vez se haya quedado
abandonado en alguna encrucijada
o al otro lado del cristal mojado
tras el que contemplé las marejadas y la noche,
y por qué no decirlo, las inmutables estaciones
que me fueron alejando de otras tardes más cálidas.
Hubo un tiempo de caminos anchos,
de colinas suaves que ocultaban fuentes,
de jóvenes aves y ardillas veloces
y de sal y de pan y de plácidos campos
preñados de fértiles terrones y labradores.
Hubo un tiempo de límpidas aguas,
de frondosos bosques y playas morenas,
de silentes cráteres orlados de espuma.
Pero en la noche del invierno treintaycinco,
todos esos mis ángeles me fueron vomitados en el rostro
y pude comprobar que la senda se había ido estrechando
hasta límites intolerables.
Supe entonces que mis pasos borraban el camino,
que ya no era posible detenerse
ni mirar hacia atrás, que no había regreso,
que legiones de arpías me empujaban riendo
y que un loco empuñaba mis recuerdos.
Entonces, tras la lluvia, se apagó una ventana.
 
 
*de Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
 
 
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