*Foto de Noelia Ceballos.
https://www.instagram.com/noe_ce_arte/
AMANTES*
Con ceguera de desahuciados nos buscamos.
Fuimos amantes de alas insaciables.
(Más aún que los que tanto amé y me amaron)
Tan extraño ver trepando tus noches en mis
cruces.
¿Búsqueda de un instante de expiación
consagrada?
¿Porque amarnos con la luz apagada?
-Vos cerrabas los ojos y absorbías las
sombras-
Eras el Sahara, yo llovizna de mayo.
Entreabierta señal. Anterior al diluvio.
Vibran las cuerdas de la desesperanza.
(Es lo seguro en mí. Una catacumba gozosa)
El afuera es un grito. Garganta desgajada
El mar es el que nombro cuándo llamo tu
nombre
La llaga se desliza. Ala de cuervo y ganso.
Ven. Agonía nocturna. Naufragio de esta
pasión tan mía.
Doble frontera entre el nácar y el cuervo.
Un murciélago. La negación. El luto.
Sé. Las tinieblas, son para vos una velada
muerte.
Muestras un elefante. Plumas de pavo real.
Delfín. Ven. Danza y dame tu fruición de
mar.
Sé que tu fuerza se dirige hacia adentro,
No tengas piedad de mis rocallosas.
Sé, no te gusta el espejo trizado.
Caminaré descalza sobre el espejo roto.
-La pasión, en sí, lleva cierto grado de
violencia-
El corazón, entre las piernas, gotea
sangre.
La sangre. La vieja rebeldía, no es heredad
de ángeles.
Mi carne, no es trivial es, apenas, un niño
dormido.
Ven volvamos a las artes milenarias.
Siente las vibraciones de los cauces.
Soy. Seré flor de páramo. Pedregal. Erial
con sed.
Vos. Amor, mi agua. Palabra oscura,
luminosa, quiero.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
*
Y si un hombre no te
quiere,
si no sabe,
si no puede quererte,
¿qué vas a hacer
con el amor
que le estaba
destinado?
Un bollito en el
corazón,
con el crujido
del papel al
quebrarse,
eso es
abandonar
el amor.
Y la vida se vuelve
un tránsito de andenes
donde ruedan y ruedan
hojas secas,
los has visto
tantas veces
en las malas
películas,
el zapato
que gasta la suela,
y el silencio
esparciéndose en el aire.
Si un hombre no te
quiere,
si no sabe, si no
quiere quererte,
si cae sobre el telón
un cartel de The End
y aún querías mirar,
vas a llorar,
vas a volver a casa
comiendo palomitas.
Vas a llorar en casa,
en la calle,
en las plazas,
vas a llorar descalza,
en la ducha,
en el subte.
Hasta lavarte toda
del dolor y ese hombre
y te den ganas,
otra vez,
de mirar otra
película.
-Poema de Madura. Editorial Sudestada. 2021-
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la
breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)-
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
LA
CANI *
*Por Horacio
Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com
A Mara le gustaba jugar al fútbol y cuando
era más chica la ponían al arco, hasta que un día el Chano se dio cuenta de la
velocidad de sus piernas de galgo. Entonces, le enseñó dos o tres cosas
básicas: pasarla y acompañar, buscar siempre el claro, desborde, freno, y
terminar con centro al medio del área. Luego todos descubrieron que Mara,
además, tenía un equilibrio envidiable, y que sabía usar el cuerpo con una
picardía de profesional. Mara recibía siempre en ventaja, se iba sola, frenaba
de golpe y lanzaba unas bolas perfectas que el Chano, su tío, cabeceaba a la
línea, junto a los palos, con una precisión de cirujano. A causa de eso la
bautizaron la Cani, por el pájaro Claudio Caniggia.
Era su mayor orgullo que, en un juego de
hombres, el Chano, cuando hacía pan y queso, la eligiera primero: “lo hago para
cuidarte”, se justificó alguna vez. Pero cuando el que elegía era otro, el
Chano después que lo nombraban a él, ordenaba: “La Cani, Bolú; la Cani, hacéme
caso que ganamos”. A veces la Cani la retenía demasiado buscando la falta,
sabía que, si le entraban algo fuerte, el Chano se enloquecía y quería
pelearlos a todos: “es una mujer, animal”, les decía. Una mujer, no una nena,
porque la Cani entonces tenía sólo trece años y ya estaba enamorada del Chano
desde los diez.
“Es tu tío”, le dijo la Coqui, su madre,
cuando se dio cuenta cómo lo miraba. Fue suficiente, en la casa de Mara todo se
entendía con pocas palabras. Ellas eran las únicas mujeres de la familia: “la
esperanza de mamá”, le repetía la Coqui, y era una esperanza demasiado pesada.
En realidad, el Chano era medio hermano
materno del Toño, su padre, y este lo trajo un día, al regreso de una visita a
su abuela en La Rioja, sin preguntar ni avisar, como todo lo que hacía. En
aquel entonces el Chano contaba sólo dieciocho años y en el barrio lo apodaron
el Tucu, porque peleaba a los cabezazos como los tucumanos, desde entonces los
vagos debieron ir entendiendo, a pesar del perfil bajo y la timidez, que no era
un chabón fácil de arriar o alguien del montón para hacer número.
Había sido un buen negocio la llegada del
Chano, era más constante que Toño en el trabajo, siempre andaba con plata y
ayudaba en la economía de la familia con más responsabilidad que el Toño, el
hombre de la casa. Había hecho por su cuenta veredas y patios de cemento entre
las dos casillas porque decía que andar chapaleando barro era cosa de negros.
“Mirálo al menemista este, se mira en el espejo y se ve polaco”, decía el Toño,
cuando la generosidad del Chano empezó a incomodarlo y la diferencia de voluntad
adelgazó la sangre que los unía. No hacía falta mucho, a decir verdad la
familia siempre se mantuvo de lo que la Coqui tenía depositado en el banco, es
decir, la herramienta que Dios le puso entre las piernas. Pero la Coqui ya se
estaba poniendo vieja y la hepatitis dos por tres la tenía de cama. Como el
Toño nunca acusaba recibo de sus obligaciones, fue una bendición la llegada del
Chano.
El Toño decía que algunos de los hijos de
la Coqui no eran de él y estaba en lo cierto; sin embargo, se llevaba mejor con
los que sentía ajenos que con los propios “con ellos no tengo obligaciones”, se
justificaba. Pero Mara sí era su hija, la única mujer, y con ella nunca hizo un
gran trabajo de padre, ni por acción ni por omisión. El Toño nunca supo qué
mierda hacer con una hija.
Para los chicos el Chano era un hermano
mayor desmesurado, con el que jugaban sin respeto y al que golpeaban a mansalva
amparados en su edad, el Chano disfrutaba de esa exuberancia, los pibes en las
provincias no suelen ser tan expansivos. Mara también lo buscaba; en esos
revoleos, más de una vez se le subió encima y un día sintió claramente crecer
algo entre sus piernas cuando estaba sentada sobre él, pretendiendo sostenerlo
para que los chicos lo fajaran. El Chano se levantó incómodo y se fue a ver si
podía hacer andar una moto vieja con la cual una vez lo estafaron al Toño.
Desde aquel día empezaron a mirarse de
soslayo y al Chano comenzó a molestarle demasiado que alguno le metiera las
manos adonde no debía cuando la cuerpeaban en la cancha. Bajaba la vista, la
llamaba enojado y se volvían a las casas sin mirarse. Ella una vez no pudo con
las ganas y lo besó en la boca, escapándose luego entre risas para disimular el
amor que la desbordaba. Pero el Chano no reaccionaba; entonces, un domingo, cuando
todos estaban durmiendo la sarna después del asado, Mara repitió ingenuamente
las formas del Toño y la Coqui cuando se amigaban, le metió la mano dentro del
pantalón y el tío se quedó petrificado. Sólo atinó a preguntarle cuánto
necesitaba y le extendió un billete de cincuenta pesos. Mara se fue llorando y
esa noche se lo dio a la Coqui que lo agarró sin pedir explicaciones y tomó
nota de que ya era tiempo.
La madre le depiló a conciencia las piernas
y las cejas, le pintó los labios de rojo y los párpados de violeta, le alargó
la línea de los ojos y la mandó a la avenida Monteverde a plantarse a cincuenta
metros de una parada de colectivos. Sólo le dijo dos o tres cosas básicas: “Que
no te acaben adentro. Tratá de usar las manos y la boca. Si te sorprenden, no
la tragues”
Esa misma tarde, caminando hacia su
destino, se lo cruzó al negro Paloma que era repartidor de un correo privado, y
quien al verla en ese estado la llevó al baldío que quedaba enfrente de su casa
y la atendió con entusiasmo. Demasiado entusiasmo y poca generosidad: le dio a
cambio de los servicios un billete de diez pesos. Todo fue tan breve que Mara
ni se dio cuenta de que la habían desvirgado. Cuando vio la sangre bajar por
sus piernas, volvió a su casa y le dio los diez pesos a la madre. Entonces a la
Coqui se le zafó la cadena y salió disparada a hacerle escupir cien pesos al
Paloma, a golpes y patadas en la puerta de la casa, delante de la mujer y los
hijos y luego de tirarle la cartera con los sobres de la correspondencia enterita
adentro de la zanja de agua podrida de la calle. Volvió furiosa y le dijo a
Mara lo más importante: “Nunca, tarada, escuchá bien, nunca vuelvas a abrir las
piernas antes de que te paguen”.
En la cancha, cuando la ven pasar para el
“trabajo”, los vagos le gritan: “Cani, vení a patear un rato”, ella les sonríe,
con esa sonrisa limpia en el esplendor de sus quince años. Ellos la miran, tan
hermosa y contundente como se ha puesto, y ahí termina todo; un dejo de pena
los acobarda, la Cani, después de todo, era un amigo, claro, esto si alguien
pudiera olvidarse de todo lo que tiene ahora para llenar las manos.
Su tío ya no va más por la cancha, a veces,
cuando sale para el trabajo y ella regresa de madrugada, se cruzan y él, con la
muerte en la voz, le pregunta: “¿Cómo te va Marita?”
Ella lo mira con esa cara de nada que ha
aprendido a poner ahora, y le responde: “Si te contesto, cuánto pensás pagarme”
El Chano se va con el dolor de un puñal en
el pecho, pensando en buscarse otro sitio donde vivir. Con la certeza de que en
algún momento y en algún lugar del pasado se mandó una macana grande. Intuyendo
que se ha perdido algo bueno que la vida le puso adelante. Sabiéndose culpable.
*Fuente: REVISTA MONTAJE
https://revistamontaje.cl/index.php/2022/06/25/cuentos-de-rodio-la-cani/
-Horacio
Martín Rodio (Buenos Aires Argentina, 1954), escritor. Ha publicado los
siguientes libros de cuentos Palabras de piedra. Ediciones Baobab (1999), Media
baja. Ediciones Dunken (2012), La insistencia de la desdicha. Editorial las
Ruinas Circulares (2018) y El cinturón de Orión. Editorial del Municipio de Las
Flores. Entre los varios reconocimientos que ha recibido se pueden mencionar
los siguientes: Primer premio Concurso de cuentos J. L. Borges Ciberboock 1996,
Primer premio Concurso de cuentos suburbanos 1997 Ediciones Baobab, Primer
premio IV concurso de cuentos “Traspasando fronteras” Universidad de Almería
(España) 2009, Primer Premio Concurso de cuentos El Zorzal. Argentina 2012,
Primer Premio Cuento Concurso Mario Nestoroff 2013 San Bernardo. Chaco.
Argentina, Primer premio Cuento Floreal Gorini, Centro Cultural de la
Cooperación, 2015, Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana. Cuba. 2015,
Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo.
Colombia 2020, Primer premio de cuentos Ciudad de Pupiales Fundación Gabriel
García Márquez, Nariño, Colombia. 2021, y Primer premio libro de poesía. XV
Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares. Las Flores. Provincia Bs. As. 2021.
La víspera y el diálogo*
Lo había preparado todo
una dulce sensación me invadía
al mirar las copas de cristal
la botella de whisky preferida
mi traje negro impecable
la sobriedad y el buen gusto
que ella tanto aprecia
estaba igual que siempre
como cuando yo era un niño y nos conocimos
y forjamos una amistad indestructible
conocía mi vida, los que se habían ido
le contaron de mis cosas
los detalles más insignificantes
aproveché a preguntarle por papá
si seguía jugando al ajedrez
leyendo a Tolstoi y a Chejov
y comiendo picantes a escondidas
fue una noche agradable, charlamos hasta
tarde
de nosotros, del mundo
de los buenos conocidos
luego quise saber de mi turno
pero ella es muy reservada
no mezcla el trabajo y la amistad
miró el reloj, era de madrugada
tenía mucho por hacer
me abrazó, me dio un beso en la mejilla
y antes de atravesar la puerta, giró y me
dijo:
aún falta, pero yo en
tu lugar viviría intensamente.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-De su libro MARGOT, LA PROSTITUTA QUE LEYÓ A BAKUNIN.
-Editorial Leviatán. 2017
GUARDANDO
EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES*
Mis cabellos matan el
sol. Son negros mis cabellos; negros como la boca del traidor, como la nariz de
un perro en el bosque, negros son como el centro de tus ojos.
Mis cabellos son
negros.
Diría que
ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis
hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad
es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.
Ah mis cabellos.
Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos. Observo con
fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.
Junto a mis hermanas
aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen cobijo.
Yo guardo y aguardo y
espero.
Te espero.
Con los ojos del
corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de los
velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.
Te llama mi anhelo.
Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes cruzar, que
no debo permitir que cruces.
Sé que vendrás.
Sé que por tierra y
agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra dibujará tu
belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa de la
muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.
Sé que vendrás. Me basta.
Sé que puedo recorrer
tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca
anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la
fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos
ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.
Mi amor te
transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es
mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de
serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.
Mi amado, debieses
comprender que Medusa te ama, aunque mi amor confluya con la muerte. No será
para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la
torpe suerte que me ha tocado.
Perseo, dejaré que me
decapites y te ufanes de tu hazaña.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Otro hombre. Quizás él mismo. Vuelve a detenerse
en la dedicatoria que inicia al libro del maestro Antonio Dal Masetto.
“A todos los que
volvieron buscando lo que ya no estaba” (*)
Se estremece como aquella vez sentado en el
bar que ya no existe. La quietud corporal del hombre contrastaba con el
movimiento de las personas que pasaban presurosas.
Tan resueltas.
Intentando, si los acontecimientos lo
permiten, volver o llegar de una vez a sí mismos.
*Eduardo
Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
(*) Cita en el lago Maggiore. De Antonio Dal Masetto -
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Perdido*
*De Haroldo
Conti.
El tren salía a las ocho o tal vez a las
ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de
cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo
eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había
hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su
hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para el, Buenos Aires
era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el
monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la
vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de
la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma
llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en
otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con
aquella torre que de alguna manera presidia su vida, vista o entrevista a
cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra
vida, y ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre
siempre allí como el primer día. Mientras cruzaba la plaza, pues, vió al tío
por anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían
Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de
cartón imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas,
manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que
todavía seguía allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el
hotel Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias.
Después trato de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y
los colectivos lo espantaban. Se había extraviado en algún punto de Leandro
Alem y antes de perder de vista la Plaza Británica prefirió volver a Retiro y
esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al
tío pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca y esponjosa
salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se
empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y
grasiento, el mismo sobretodo
negro con el cuello de terciopelo, el
chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con
elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido
con los años. Eso parecía, al menos. En realidad era un mísero galpón con un
par de andenes mal iluminados. En otro tiempo, sin embargo, veía todo aquello
coloreado por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de esa luz.
Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la
estación lucía como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier forma y
la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un mísero galpón de
chapas lleno de ruidos y olor a frito.
Vió al tío en un banco, debajo del horario
de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los
bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada
perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No
veía nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante.
--¡Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la
vieja costumbre. Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato. Tenía ese
olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de
su infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande
como un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente, o el gran tío
Agustín, la única vez que lo vio el día que vino de Bragado en aquel Ford A con
cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador, o al propio
tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas está sombra.
Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle
los brazos:
- ¿Cómo va? --Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se
volvieron a abrazar.
--¿Y usted, que tal? --Bien, bien.
--¿La tía?
--Y, bien….
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró
largamente. Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.
--¿A qué hora sale el tren? --A las ocho y
media.
--Son las siete y cuarto. Vamos a tomar
algo.
--No.… mejor nos quedamos aquí. ¿A dónde
vamos a ir? Entre que arriman el tren, y enganchan la locomotora se va el
tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver
en todo eso. Vamos.
--¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo,
hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que
por fin lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron un
lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo
del andén número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza
de insistir, un Cinzano con bíter.
--¿Cómo se largó hasta aquí?
--Eh!... hacía tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de
espanto.
--Está parado --dijo Oreste sujetándolo por
un brazo.
No parecía convencido. Saco y examinó el
viejo Tissot con agujas orientales.
--¿Qué te decía?... Ah, sí! Vine a ver a mi
primo, Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo,
Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana. Sorbió un
traguito de Cinzano.
--Esta viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo
gesto abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.
--¿Qué tal? ¿Cómo va eso? --volvió a
preguntar con desgano.
--Bien, bien.
--¿Se progresa?
--Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y
callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y
todos ellos.
--Traje una punta de encargues. La tía me
pidió unas latas de "Sal de Hunt". Hace más de un año que anda detrás
de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No.… en noviembre. Hace cuatro
meses.
--¿Para qué sirve?,
--Para el estómago. Es una gran cosa. La
gente toma ahora toda clase de porquerías, pero esto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
--Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco
de Cinzano.
--Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí
todo lo que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "¿Cuantos
quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la
ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco
años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo
vio más.
--¿Qué tal todo aquello? --preguntó Oreste
después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un
crepitar de años envejecidos, una pregunta hecha a sí mismo, a un negro hoyo de
sombras.
--Igual.
--¿Los muchachos?
--Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el
último trago.
--¿Qué hora es?
--Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
--Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió
los paquetes y la valija y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén
número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío
lo miró con extrañeza.
--Está bien, muchacho. No te molestes.
--Déle saludos a la tía. A todos.
--Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando
con los tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera
a caer encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para
conseguir asiento. El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y
al rato sacó la cabeza
por una ventanilla.
--¿Cuándo vas a ir por allá -preguntó
mirando mas bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
--Apenas pueda.
--Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
--Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar
la valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
--¡Oreste! . . .
Él sonrió también, desde muy lejos, al
borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó
apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.
--¡Chau, querido, chau! -dijo y lo besó en
la mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había
sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío
agitó una mano y sonrió, seguro. Oreste corrió un trecho a la par del tren.
Corría y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la
infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó
una mano que no encontró respuesta.
*Del libro "Con otra gente", Centro Editor de América Latina, 1972
Próxima estación por
antiguo ferrocarril Midland:
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad,
la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura
literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven-
hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el
tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez
del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.
Queda renovada la invitación a participar
en la última estación del Midland literario. Que la utopía del tren literario
no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial.
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