*Dibujo de Erika Kuhn.
CIUDAD Y AGUA*
Alguna vez
escribí un
poema
en el que tu
voz fue la protagonista, tu voz
de cueva
sumergida en el mar
donde naufragó
el Titanic, entonces
ya habíamos
atravesado la lluvia
y lo que vino
después. Caminábamos
en puntas de
pie sobre el agua
-agua que
bebieron madres de pechos violentados
y vientres
secos-
caminábamos y
la lluvia fue
una sola
palabra que nos tragó antes
de que llegara
la noche
y la proa del
Titanic se asomara sobre la superficie
para hacernos
creer que nada había ocurrido. Nada ocurrió:
seguimos siendo
dos niñas en medio de la ciudad inundada
con los pies
ligeros
hundiendo
nuestros cuerpos hasta el pubis
en el
tembladeral de las aguas
*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com
COMO SI FUERA LA PRIMERA VEZ…
*
Para sembrarme
en tierra,
para dejar
la frágil
huella
de mi raíz,
vivo en la
perenne
instancia
del fruto.
Arriba,
donde los
pájaros
tejen
la red del
aire,
está el único
destino
de la vanidad.
¿Es acaso
posible
escapar a este
azar?
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
La casa en el
bosque*
*PABLO DE
SANTIS
Una mañana una
mujer salió a caminar sola por el bosque. Llevaba un vestido verde con lunares
rojos y unas zapatillas blancas. Siempre se perdía, pero ese día se perdió más
que de costumbre. No se preocupó, porque tenía una botella de agua en la
mochila, y un chaleco de lana, y la noche estaba lejos.
Poco después
del mediodía encontró un claro rodeado de árboles altos. El sol dibujaba un
círculo perfecto. Apenas pisó el claro, un cansancio desconocido –como si
hubiera entrado en un campo de flores narcóticas– la derrumbó. Fue como un
lento tropiezo, porque tuvo tiempo de mirar una rama caída, unas flores blancas
y una abeja que las visitaba. También llegó a notar que tenía sueltos los
cordones de las zapatillas.
Cuando despertó
de su sueño sin sueños, creyó que estaba en muchas partes a la vez. Las ciegas
raíces de los árboles la tocaban con sus dedos helados, mientras las tejas
rojas se calentaban con el sol de la tarde. Una pared se descascaraba y una
grieta la cruzaba con caligrafía temblorosa. El altillo: muebles cubiertos con
sábanas y valijas rotas de las que colgaban etiquetas de líneas aéreas. En un
instante ella había conquistado una parcela del mundo. No tenía labios, pero de
algún modo se dijo que ya no era una mujer, que era una casa, una casa en un
bosque.
Hubo algo de
alarma, pero fue reemplazada enseguida por la certeza de que siempre había
querido ser eso: una casa en un lugar tranquilo. Había vivido como si su vida
fueran episodios sin relación entre sí, pero ahora estaba entera y completa.
Desde que era niña había añorado algo que no sabía qué era, un vago llamado que
venía de lejos. Ahora lo sabía: lo que había deseado era un plano que la
organizara en el espacio y en el tiempo, disponiendo de cuartos y escaleras y
rincones. Se acomodó a la nueva geometría: las paralelas que trazaban las
tablas en el piso, los cuadros que colgaban torcidos, la ventanita redonda
encima de la puerta.
Temió la
llegada de la noche, temió que la oscuridad y el silencio provocaran un
solitario cataclismo. Pero cuando el sol se apagó se apagó el miedo. Comprendió
que el silencio y la oscuridad eran las mentiras de la noche. La casa se
confundía con los árboles que la rodeaban. Bajo las tablas del piso,
escarabajos y lombrices recorrían improvisados laberintos. Afuera se oía a unos
grillos incansables, y a unos pájaros que se llamaban a lo lejos. Las estrellas
y la luna se turnaban para iluminar el bosque según una agenda rigurosa.
Pasaron los
días y empezó el frío. Los árboles, al principio tímidos, terminaron de vaciar
su cargamento de hojas sobre el tejado. Ella era la casa pero no tenía la
memoria de la casa, y no sabía quiénes habían sido sus habitantes ni si algún
día volverían. Una mañana oyó que alguien se acercaba (los pasos aplastaban las
hojas secas). Era un mendigo de cara roja y manos como garras. El hombre se
había puesto encima toda la ropa que había encontrado, como si fuera su propio
equipaje. En la cumbre de la montaña un sombrero gris. A ella nunca le habían
gustado los mendigos y se asustó, como si fuera una mujer y no una casa. Cuando
el hombre probó con la puerta y luego con los postigos, ella, que era también
la puerta y era los postigos, no cedió. El hombre vio en lo alto una ventana
abierta e hizo el intento de trepar por un caño de cinc que servía para
desagotar el agua de los techos. Había tomado demasiado vino como para acometer
tales acrobacias y a la tercera caída se rindió. Protestó contra la injusta
vida que le daba una casa, pero no la llave. Mientras lo miraba irse entre los
árboles ella sintió un ligero remordimiento. Hacía frío. El hombre, que ya no
era joven, tal vez encontraría la muerte en un rincón del bosque. Pero eran
tantas las cosas a las que había que prestar atención –un nido en el tejado,
una rama a punto de romper un vidrio, el tic tac de un reloj de pared que había
vuelto a la vida– que el remordimiento poco duró.
Con el verano
vinieron una chica y dos chicos armados con gomeras; uno tenía una brújula de
bronce que le habían traído los Reyes Magos. La brújula era la culpable de que
estuvieran allí. Admiraron la casa unos segundos y la proclamaron como un
territorio a conquistar; luego se pusieron a tirar piedras contra las tejas
coloradas. Ganaría el primero que le acertara a la chimenea. El reglamento del
juego iba cambiando de acuerdo a los provisorios resultados, y al final se
cansaron del juego y sus continuas reformas. Después de dar una vuelta
alrededor de la casa decidieron entrar por una ventana del fondo, que tenía el
postigo roto.
Los dos varones
querían lucirse ante la única chica, y estudiaron el riesgo del asunto, hasta
que uno dijo que sería el primero. Tiró de una hoja del postigo, que se abrió
con un ruido de rama rota. Entonces ella, la casa, lo cerró con un golpe seco.
El chico sacó la mano herida con un grito. Mientras se frotaba los dedos
machucados les dijo a los otros: “Hay alguien adentro”. Los tres se preguntaron
qué clase de persona podía vivir en una casa abandonada, y la imagen borrosa
del terrible habitante los despidió de regreso al hogar. Por un rato se
siguieron oyendo sus voces, como si no encontraran el camino para alejarse del
todo de la casa. La brújula quedó tirada junto a la ventana.
Pasaron más
días, y las hojas cubrieron la brújula, y pareció que no iba a llegar nadie
nunca más. A veces le parecía escuchar voces que venían del bosque, caminantes
que pasaban a cierta distancia. No quería más visitas, pero le hubiera gustado
escuchar sus conversaciones, saber cómo era ella misma desde fuera.
Las voces
dejaron de oírse. Hubo una tormenta que arrancó unas tejas y derribó un árbol.
Ella pensó que esa tormenta había cerrado las puertas del bosque para siempre.
Si quería conversar, debía aprender a hablar consigo misma; podía partirse en
dos para hacer más llevadera la conversación. La parte de abajo –la sala, con
el hogar lleno de ceniza, la cocina– sería más seria y formal. La parte de arriba
(los dos dormitorios, el altillo) más atrevida, más íntima.
Pero no hubo
necesidad de muchas conversaciones entre abajo y arriba, porque cuatro días
después de la tormenta apareció un nuevo visitante. Era joven. Al principio le
pareció que era también un mendigo, con el jean gastado y la camisa azul y las
botas de suela agujereada. Traía una mochila en la espalda y un bulto de forma
rectangular envuelto en papel madera. Ella pensó en dejarlo afuera pero el
hombre hizo algo que no habían hecho el mendigo ni los niños: golpeó la puerta.
Le gustó cómo sonaron esos siete golpes, leves y musicales, y decidió dejarlo
entrar. Apenas el hombre puso la mano sobre el picaporte la puerta se abrió con
un susurro de bienvenida.
Ella pensó que
él iba a explorar cuarto tras cuarto, y que se iba a aventurar por las
escaleras. Estaba dispuesta a explicarle todo aunque él no pudiera oírla, como
si fuera la guía de un museo, la minuciosa guía de sí misma. Pero apenas el
hombre entró se sentó a la mesa y empezó a comer un pedazo de pan que sacó de
su mochila. Tomó un trago de una botella de vino que llevaba con él. Después se
acostó a dormir en un rincón, en el suelo, sin preocuparse por ver si en la
casa había una cama, como si fuera una caverna en la montaña.
A la mañana el
visitante abrió las ventanas y puso sobre la mesa una hoja de cartón. En una
lata de té llevaba sus pomos de colores y sus pinceles. Pintó una ciudad, con
sus altos edificios, cada uno de un color diferente. Las nubes eran amarillas,
rojas, verdes. No se detenía más que unos segundos en decidir de qué color
sería cada cosa; a veces pintaba de un color u otro, según la pintura que había
quedado en la paleta, para no desperdiciarla.
La rutina se
repitió durante varios días: pintaba a la mañana, para aprovechar la luz del
sol, después paseaba por el bosque. A veces iba a la ciudad. Ella pensó que el
hombre encontraría compañía, algún amigo o alguna mujer, pero siempre estaba
solo. Cuando iba a la ciudad, llevaba un par de sus cuadros con él. Pero así
como salían volvían a entrar, en sus mortajas de papel madera. Sólo dos veces
vendió alguno y así consiguió una botella de vino y algo de comida. Pronto dejó
de intentar con los cuadros y probó con los pinceles. No le quedó más que uno.
Tampoco tenía
dinero para comprar sus óleos, y sus pinturas abandonaron el azul cobalto, el
rojo de cadmio y el amarillo limón. Empezó a pintar con una tinta aguada en
papeles que recogía en la calle. Los edificios de colores se volvieron siluetas
de humo. Ella pensaba: “Me hubiera gustado que me hiciera un retrato. Una casa
verde con lunares rojos. Se podría llamar La casa en el bosque. Pero ya es
tarde. El gris no está hecho para mí”.
Ella quería
hacerle saber que no estaba solo. Hacía crujir las tablas del piso o abría de
pronto una ventana. Pero el pintor no le prestaba atención a nada. Otro se
hubiera asustado. Otro habría dicho: hay fantasmas. Es lo que hubiera dicho yo,
pensaba ella, si estuviera en una casa donde las cosas se mueven solas. Pero
ahora sabía que los fantasmas no existen, que si las escaleras crujen de noche
y se abren solas las puertas o se apaga una vela, es porque la casa quiere
conversar.
El pintor
estaba tan desesperado que no le quedaban fuerzas para asustarse por esos
enigmas domésticos. Su desesperación había hecho un círculo de unos dos metros
a su alrededor, un país fúnebre del que era único habitante.
El no la
entendía a ella pero ella sí lo entendía a él. Bastaba ver un cuadro y otro y
otro, y luego sus aguadas, en el orden en que habían sido pintados, para saber
que iba hacia la muerte. Se estaba despidiendo de un mundo que había perdido el
color y ya estaba perdiendo la forma.
Ella quería
salvarlo. Probó con mensajes cada vez más complicados. Tiró libros de los
estantes, y procuró que todos cayeran abiertos en la página 17. Hizo volar de
los cajones de una cómoda unas cartas amarillas y tristísimas. Atrapó a una
paloma negra en el cuarto de arriba, y esperó que sus aleteos desesperados
despertaran al pintor. Pero él no notó ni uno solo de todos los mensajes, o los
atribuyó a la casualidad, las pesadillas y las corrientes de aire.
Una mañana lo
vio partir rumbo a la ciudad con el último pincel que le quedaba y temió no
volver a verlo. Pero a la tarde regresó sin su pincel y con un paquete. Ella
pensó que era comida, y se alegró, porque el pintor ya era piel y huesos. Pero
lo que traía era una cuerda de algodón de color amarillo. Morirá en mi
interior, se dijo ella, va a pender de una viga y voy a estar obligada a
sostenerlo mientras se asfixia. Puedo mover una ventana pero no una viga. Soy
una casa y pronto seré una tumba.
Y entonces se
sintió cansada de crujidos, golpes y pájaros, todo su repertorio de mensajes
fallidos. Quería volver a hablar. Antes, cuando era una mujer y dueña de
infinitas palabras, todas le parecían pobres. Ahora hubiera dado todo a cambio
de un idioma que constara de una sola palabra, aunque fuera mínima, aunque
pudiera pronunciarse sólo una vez en la vida.
El pintor hizo
el nudo corredizo y luego, subido a la mesa, afirmó el cabo a la viga. Se puso
la soga al cuello, ajustándose el nudo como si se tratara de una corbata.
Vaciló unos segundos antes de saltar. A ella le gustó que vacilara, porque si
algo le parecía más terrible que su muerte, era que se matara sin contemplar
por un segundo las posibilidades infinitas de la vida.
Buscó en el
fondo de sí misma aquel idioma de una sola palabra; recorrió los rincones y los
techos, el altillo y el sótano, exploró la chimenea, llena de ramitas y huesos
de paloma.
No quería dejar
de ser una casa, no quería volver a pensar, a cada instante, si ir en una
dirección o en otra, no quería volver a buscar lugares que eran siempre el
sitio equivocado. Pero quería salvar al pintor. Ojalá no le hubiera abierto la
puerta, pensó. Ojalá lo hubiera echado, como a los otros. A medida que se
recorría a sí misma se dio cuenta de que todo eso ya estaba en el pasado; que
el paseo era una despedida. Había encontrado el modo de decir.
Y entonces, en
el momento en que él se dejó caer de la mesa, ella pudo gritar No. Pero pudo
gritar porque ya no era una casa. La casa había desaparecido. Le dolió que se
fuera del todo, sin dejar siquiera una silla. En las mudanzas la gente siempre
se olvida alguna cosa, pero las casas, cuando se van, no dejan nada.
Estaban los dos
solos en el claro del bosque. El con la soga al cuello y ella con su vestido
verde con lunares rojos y las zapatillas blancas. El desató el nudo de la soga
y ella se ató los cordones de las zapatillas. El la miró como si la conociera
desde siempre y ella lo miró como si fuera la primera vez.
Se internaron
juntos en el bosque. Todavía siguen allí.
El cuento por su
autor*
La casa en el
bosque
*Por Pablo
De Santis
Una de las
preguntas más frecuentes que hacen los lectores a los escritores es “¿se
inspiró alguna vez en un sueño?”. En mis sueños, nunca aparecen los libros que
realmente escribí (tal vez porque, como dice el escritor Gonzalo Carranza, “el
sueño siempre es más inteligente que uno”. Y probablemente tenga mejor gusto
literario). Pero aparecen otros libros. A veces están publicados y otras son
apenas tenues manuscritos.
Una vez soñé
que había escrito un largo poema narrativo, que se llamaba Londres. Mi padre
decía: “Lo escribió en Londres. Es un poema sobre su odio contra Londres. Lo escribió
de un tirón, con trazos salvajes, como si rezara”. Otro de mis libros oníricos
era una novela llamada Bruno Díaz: yo le explicaba a alguien que era una
historia sobre los dioses de la ciudad, y que Batman no aparecía en ningún
momento.
Unas cuantas
veces soñé argumentos de los que tomé nota en cuadernos. Por ejemplo: “Seres
invisibles se desplazan a través de las líneas de los libros. Hay que quemar
los libros para detenerlos”. “En un parque hay estatuas vivas y malvadas. El
protagonista debe ir a destruir una estatua de mujer. El secreto está en
romperle la nariz. Así lo hace, y la estatua se deshace en un montón de barro.”
También soñé
alguna vez el argumento del cuento que habita estas páginas, “La casa en el
bosque”, cuyo borrador escribí en noviembre de 2014.
*
“Seguramente hay otro lugar más allá de este pozo y de este horizonte
seco
y quebradizo…”
y quebradizo…”
EDUARDO DALTER
(Hojas De Sábila)
LLAGAS*
A dentelladas cortadas mis trompas de de Falopio
Toda la oscuridad del mundo en mis cipreses.
En mi sexo. En mis campos de sal
En las mareas de vinagre de mi vientre yerto.
Pájaros del estínfalo. Campana rota. Víbora cascabel.
Yo, la abandonada, láminas moradas en los parpados.
Yo, la abandónica. Un látigo y una balanza en mi mano diestra.
-Hay que odiar para amarse. Hay que amar pera odiar-
He sido presa fácil de un dios furioso.
Toda la oscuridad del mundo en mis cipreses.
En mi sexo. En mis campos de sal
En las mareas de vinagre de mi vientre yerto.
Pájaros del estínfalo. Campana rota. Víbora cascabel.
Yo, la abandonada, láminas moradas en los parpados.
Yo, la abandónica. Un látigo y una balanza en mi mano diestra.
-Hay que odiar para amarse. Hay que amar pera odiar-
He sido presa fácil de un dios furioso.
Esperma en sus tentáculos. Cerilla que no alumbra.
Boca de ceniza. Pavorosas manos.
Vestida de lagarto lo asesiné en el páramo. Flecha roma.
Era él o yo. Boca sabor a leche y amargo en las entrañas.
Nadie dibujó el contorno de mi enero. Menos el de mi nombre.
Solo crucificándome pude crucificarte.
Hombre. Dios. Pradera de inconfesables goces.
Los ángeles caían. Me cedían el paso. ¡Pobre de mi y tu fiebre!
-hablo sola en el huerto de olivos-
La hiedra venenosa alimenta a Teseo. Ariadna huye.
Nadie advierte que la pestaña de la noche es un cuervo hueco.
De un soplo. Uno. Uno solo. Exhalar mi vida. Quiero.
Dintel donde se esconden ruinas. Ruines. Runas.
Yo, la abandonada. ¿Donde está la posada de la palabra infiel?
Una mano, trémula se acerca. Le indago. Le inquiero.
Miro ese rostro incrustado en el olvido. Mueve la cabeza.
Mi madre. Mi padre. ¿Dónde están?
El hombre está sordo, o solo, que más da.
Mi grito es una lengua de vieja tenebrosa.
Clausurados capítulos responden en una lengua oscura.
-Aun no nacía y ya me esperaba una cruz de palo-
“Hormigas de la mandíbula trampa” esperaban mis ojos.
El viento de los médanos. El lodazal. La niña no deseada.
Vuelve a tu laberinto de pajas y lagartos.
Aloe vera, quiero, quiero.
Una mano, trémula se acerca. Le indago. Le inquiero.
Miro ese rostro incrustado en el olvido. Mueve la cabeza.
Mi madre. Mi padre. ¿Dónde están?
El hombre está sordo, o solo, que más da.
Mi grito es una lengua de vieja tenebrosa.
Clausurados capítulos responden en una lengua oscura.
-Aun no nacía y ya me esperaba una cruz de palo-
“Hormigas de la mandíbula trampa” esperaban mis ojos.
El viento de los médanos. El lodazal. La niña no deseada.
Vuelve a tu laberinto de pajas y lagartos.
Aloe vera, quiero, quiero.
Jano tiene dos caras, solo dos. No, tres…
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
(Para vos Eduardo Dalter, con agradecimiento, con
admiración)
*
Lo que yo veo,
cuando miro, o sea: con escasa frecuencia porque, aunque el médico no lo sepa,
padezco de vista cansada, y es que en tantos años uno ha visto ya muchas cosas,
tal vez demasiadas, lo que veo, decía, es que los teléfonos móviles han venido
a demostrar, por si hacía falta, nuestra inmensa e irresoluble soledad.
Parece lo
contrario, es cierto. Pero el uso de estos objetos (no lo olvidemos:
herramientas) así como las redes sociales (aunque este es otro campo y lo dejo
para otro día, que hoy no tengo ganas), lo único que crean es una ilusión de no
estar solo. En el autobús, en la consulta del dentista, en la calle, en mitad
de un acto donde (paradoja) no se permite el uso de móviles... los lugares y
las situaciones son múltiples: Todos hemos sido testigos cuando no partícipes.
De repente hay como una urgencia de consultar si hay mensajes, llamadas
perdidas, una necesidad irrefrenable de mirar la pantalla, de llevarnos el
móvil a la oreja y escuchar las voces al otro lado. De recibir nuestro preciado
chute de comunicación.
Pero en el
fondo lo sabemos. Somos conscientes, aunque nunca lo confesaremos. La soledad
es la misma. Siempre fue. En el siglo II, en el X y en el XXI. Lo que ahora
tenemos es una ilusión. Y quizá una esperanza loca: La de que finalmente, el
mundo termine por ser mera ilusión (como ya sospechaba alguno de nuestros
antiguos filósofos), y dentro de esa ilusión compartida la soledad termine por
convertirse en otra cosa, que aún, comprensiblemente, no somos capaces de
entrever ni, por tanto, de definir.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
un caballo
atraviesa la calzada
un caballo
invisible como el viento
azul en el aire
de la noche
sus pisadas
desarman la nieve que no existe
la piedra que
no ha nacido todavía
el humor
inocente de tierra desaparecida
inexistentes
perros le lanzan inexistentes dentelladas
desde mi
ventana puedo verlo andar
inconmensurable
atravesando el mundo
masticando la
hierba donde duermen los insectos
un caballo
invisible azul corre o vuela pero
nadie lo
escucha
en sus casas la
gente levanta su copa a la salud de
algún familiar
enfermo
a la ausencia
de algún ser amado
desde mi
ventana puedo verlo andar
pasa lento como
una mujer que se desnuda/
*De León Peredo.
gustavojlperedo@yahoo.com.ar
La barca*
Así como la mano escribe un verso,
en esa letanía temblorosa
con que la lluvia lava la baldosa
tal vez se escriba el quid del Universo.
en esa letanía temblorosa
con que la lluvia lava la baldosa
tal vez se escriba el quid del Universo.
Si el secreto estuviera en el reverso
de esa mano que escribe laboriosa
o en el perfil turgente de la rosa
que bajo el agua simula ser más terso.
de esa mano que escribe laboriosa
o en el perfil turgente de la rosa
que bajo el agua simula ser más terso.
El tic-tac del reloj que el tiempo marca,
La brújula, el sonido de las olas.
Con esta vana mente no discierno
La brújula, el sonido de las olas.
Con esta vana mente no discierno
y espero simplemente ver la barca
que al fin me lleve, íntegra y a solas,
desnuda y sin apremio, ante el Eterno.
que al fin me lleve, íntegra y a solas,
desnuda y sin apremio, ante el Eterno.
*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
República Argentina
*
Aquel señor
antiguo
que creó
nuestra tierra
a veces dormía
muy mal.
Ese día creaba
tiranos, huracanes,
guerras,
langostas y terremotos.
Después de
dormir a pata ancha
toda una noche,
arrepentido,
decidió
iluminar la tierra con belleza.
Y creo las
orquídeas.
Le ordeno todos
los colores, todas las formas.
Fueron
terrestres, acuáticas y aéreas
pero
especialmente hermosas.
Su misión era
dar luz a la selva, colgar de los grandes árboles
en un abrazo
colosal y enraizado.
Algún fin de
semana, no con grandes ilusiones
crearía alguna
pareja de humanos para que gozaran,
envidiosos, la
grandiosa belleza de las orquídeas.
*De Elsa
Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar
***
INVENTRENhttp://inventren.blogspot.com/
Pequeña reseña
sobre una obra de Jerome Klepka*
(De la estación
Corbett –ferrocarril Midland)
De pronto me
había inventado un oficio (es probable que mi ocurrencia fuese algo común).
Pero preferí imaginarme fundando una praxis, la antropología de las
subjetividades ó dicho de modo sencillo de una persona y su obra. La vida me
permitió acceder al fantástico mundo del arquitecto Jerome Ricardo Klepka.
Antes de partir
a Corbett, su gran obra, había recibido de su amiga Irene una caja con planos,
dibujos de esculturas y cuadernos donde Jerome anotaba frases o explicaba el
significado de sus obras.
Mientras
viajaba en el tren me daba cuenta que el arquitecto Klepka tenia lúdica
creatividad: se permitió colocar sus esculturas "Como los 109 trofeos
que debía cazar un Maharajá". En su cuaderno explicaba: “esta es
una cacería de recuerdos propios a los que debo darles una materialidad”.
El hotel se
llama "Edward James Corbett Resort" y queda a metros de la estación
de tren. Es un hotel de tres estrellas con baño privado. Pedí una habitación
sin saber cuanto tiempo necesitaría para recorrer el parque natural y las obras
de arte que Jerome había dejado allí plantadas para que sean vistas e
interpretadas por los visitantes.
Ni bien entré
pude escuchar del conserje una historia que habla de la personalidad del
arquitecto. Durante la obra del reciclado del hotel, el hombre había tenido una
fuerte discusión con el contratista que colocaba el parquet. La discusión había
llegado al punto de la furia y los hombres iban a arreglar sus diferencias a
trompadas. Hasta que el parquetista lo insulto en ruso y Klepka le contesto con
otro insulto similar también en idioma ruso. -Irene me había contado que Jerome
había aprendido ruso porque su padre lo hablaba como segundo idioma; ya en su
adolescencia había decidido estudiarlo bien para leer a Gorki en su idioma
madre.-
La cosa es que
el conocimiento común de un idioma y de cultura eslava los amigó. El
contratista y el arquitecto comenzaron a cantar juntos canciones tradicionales.
Para festejar el descubrimiento, Jerome fue hasta su auto, trajo una botella de
Grappa Chizzotti y brindaron con los obreros presentes en la obra.
-Como Ud. mismo
podrá observar, el parquet de pinotea ha quedado impecable. -Remató el
conserje.
Me di cuenta
durante un buen rato antes de lograr dormir en una cama desconocida que la idea
de escribir sobre un hombre y su obra no es tarea sencilla -al menos con Klepka-
. Una segunda idea que había tenido durante el viaje en tren estaba en
cuestión, ¿Podría escribir algo más que una crónica sobre lo visto en Corbett?
No quería -como muchas otras veces- plantearme objetivos demasiados alejados,
tenía certeza sobre las limitaciones de mi escritura. Sin respuesta, lo mejor
fue dormirme y esperar que el día siguiente aclarara con su luz las cosas.
Desayune
mirando al verde del parque un cielo amplio y celeste hasta el horizonte. El
día se mostraba como una promesa esplendida. Como muchas otras veces sentía
incomodidad con la soledad. Casi siempre mi trabajo me llevaba a llegar y
permanecer solo en diferentes hoteles, la soledad me convertía en un observador
o en un cazador de imágenes más precisamente. Me llamó la atención la remera
que usaba un hombre con la pelada artificial en su cabeza. Tenía menos de
cuarenta años, y el aspecto de un cuerpo trabajado en horas y horas de
gimnasio. Parecía estar en una gira de negocios desayunado con socios. La
remera decía en español y letra enorme: "Y si la mujer del prójimo me
desea a mí".
No quise
distraerme más. Llevaba en mi bolso un par de cuadernos donde Jerome Klepka
describía el origen de las obras que iba a ver ni bien me animara a salir al
afuera del hotel.
En el pequeño
parque lindero al que miran los ventanales del comedor esta el monumento a Edward
J. Corbett. Es una escultura de hierro negro. Teriántropos en lucha: Cuerpo
humano con cabeza de Tigre. Arriba de la cabeza lleva el sombrero clásico que
hemos visto en las películas llevar a los cazadores. Esa figura lucha con una
enorme víbora que se enrosca por su cuerpo desde su pie izquierdo. La serpiente
termina en una cabeza humana que mantenía colmillos y lengua de serpiente.
La estatua
tiene el subtítulo de "Metamorfosis". Se lee en su enorme base de
cemento la inscripción de autoría: JEROME RICARDO KLEPKA. ESTATUARIO.
ARQUITECTO. CLONADOR PAISAJISTA.
En el cuaderno
dice -textual- : "Metamorfosis". Fue con la infección del colmillo
izquierdo. Tenía la mitad del rostro con aspecto felino. Sentía que la fiebre
era una enorme serpiente que se enroscaba. Deliraba. Lo más lógico es que la
serpiente tuviera en su rostro el aspecto de la serpiente a la que llamamos,
afiebrados de autoengaño, "ser humano".
Alejándose de
la estación y el hotel hacia el norte esta la entrada al Parque Natural,
situado en las tierras de la antigua estancia de los Corbett. Allí quedaron al
aire libre las obras de arte de Klepka. La primera obra que pude observar se
titula: "El rollo del tiempo".
Escribe: "Después
de la salud, el tiempo es lo más valioso que posee una persona. (...) Pensé en
las manos de mi padre, en los objetos que había dejado abandonados en el galpón
de la casa. Había dos lavarropas oxidados, una heladera Siam. Los alambres que
sostenían la antigua parra habían quedado formando un rollo, una nebulosa
galaxia que ya no podría volver a extenderse. Fue mi hijo quien lo bautizó como
rollo del tiempo"
Me gusto mucho
la obra dedicada a Kurt Vonnegut. "Insectos atrapados en ámbar"
Son piedras traslucidas apiladas como un muro adentro hay cuerpos de insectos
con cabeza humana. Arriba del muro desfila un soldado con un uniforme alemán de
la segunda guerra.
Jerome anotó:
están mi padre y mi tío en la guerra, nunca saldrán del todo. En el oído les
quedara el zumbido de los proyectiles que reventaban el tímpano. Por un
instante puedo volver a ver los ojos vivaces de mi padre cuando recordaba la
noche iluminada por los proyectiles en la batalla de Montecassino.
Cuando retorné
del parque estaba bastante cansado, era de noche, había comido algo en un
pequeño restaurante ubicado en la antigua residencia del comisionado inglés.
Volví a la habitación, me bañe con una ducha que no logre regular bien, con el
agua casi fría afloje el cansancio y me dispuse a dormir. La cercanía al campo
convertía al hotel en un espacio de resonancia de lo lejano y lo inmediato a la
vez. En la habitación contigua una pareja había comenzado a hacer el amor. Se
escuchaba como la mujer jadeaba. Dije: este Jerome, ha sido un gran artista,
pero como puede ser que haya construido estas paredes con paneles de yeso que
no aíslan nada.
Desde el campo
empezó a ganar espacio el sonido de un tren acercándose. Por momentos el sonido
del tren se mezclaba con los jadeos de la pareja de la habitación lindera.
Cuando llego a la estación se escucharon los sonidos del vapor de la
locomotora. Ese ruido inconfundible de las vaporeras. ¿Será una North British o
una Vulcan Iron Works? El tren partió, su sonido se alejaba mientras el de la pareja
que hacía el amor sin agotarse se mantenía constante.
En cualquier
lugar, una locomotora atraviesa la noche. Otra mujer que se enciende, hecha
vapor, jadea. Hay viajes que crean la vida y otros que la llevan de un sitio a
otro. Antes de entrar en el sueño arrullado por los sonidos del amor. Se impone
la necesidad de que alguna enseñanza para mi vida. Pensé en lo apropiado que
era el título de una de las obras de Jerome Ricardo Klepka: "Lo erótico
es la vida".
*De Eduardo
Francisco Coiro.
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