*Dibujo de Erika
Kuhn.
*
Una vez fui
niña
dos veces fui
niña
tres veces y
otras mil
fui niña
sin embargo
sabía
de la
fragilidad de todo aquello
que recién
comenzaba
el mar era
inmenso y profundo
las playas se
extendían hasta parajes
desconocidos
los médanos
podían ser toboganes gigantes
la aventura de
una tarde bajo el sol pero también
la caída
fui niña pero
presentía un abismo
bajo aquellas
aguas grises
del oceáno
el pozo ciego
como una
declaración de principios
una certeza
y como les pasa
a las niñas
mis manos
pequeñas se sentían resguardadas
por las manos
grandes de los adultos
mis padres mis
abuelos
todas manos
enormes incompletas
fui niña
esperando en el pasillo
frente al
ascensor
a mi madre
cuando se demoraba
y niña jugando
al cuarto oscuro
a las
escondidas o
a la maestra
fui niña con
muñecas hijas
que dormían en
mi cama
incluído el oso
enorme vestido
con pullover de
lana verde
y chupete
pero eso fue
antes de jugar al amor
y como les pasa
a las niñas soñaba
con un
chico que viniera por mi
un chico de
manos suaves manos del tamaño justo
para poner en
duda
mi férrea
declaración de principios
mi pozo ciego
*De Celina
Feuerstein. celinafeuerstein1@gmail.com
-Celina
Feuerstein nació en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología y trabaja
como psicoanalista. Algunos de sus poemas fueron publicados en revistas
literarias y en la Antología del rayo Verde 2015. En breve saldrá “La casa
vacía”, su primer libro de poemas, por editorial Caleta Olivia.
ESO QUE SE PARECIÓ A LA VIDA Y NO TEMBLABA…
*
No lo sabíamos
entonces,
cuando llegaba
el ritual de las pequeñas muertes
y abríamos la
tierra
para dejar eso
que se pareció a la vida y no temblaba,
pero estábamos
aprendiendo
el sereno
oficio de la madurez.
Crecer dolía
porque siempre fue un adiós.
Una puerta
cerrada a esos que fuimos
cuando éramos
más inocentes que mañana
y creíamos que
los buenos tienen siempre
un cielo donde
estrenar sus alas.
¿A quién
entregarás tu última inocencia
cuando sepas
que ya no queda nada?
Miro la noche
cayendo sobre el mundo.
Yo también
estoy oscura y tengo frío
y me ha crecido
adentro un árbol de frutos silenciosos.
¿Huirán los
pájaros de mí,
la que se
pareció a la vida y no temblaba?
En esta
sencilla ceremonia,
entierro el
corazón en un rincón del patio.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
In memoriam*
Tenés tu
memoria
cada lugar
donde estuviste –estás- te la devuelven.
la casilla sin
baño, sin vidrios
al lado de un
campo
donde el frío
era tan intenso
que lo
transformaste en calor
las calles, los
pies cansados, el barro
el pájaro
volando sobre tu cabeza mientras mirabas el cielo, te la traen
es imposible
deshacerte
el miedo, las
noches de viento, el ruido de los pinos
el croar de los
sapos,
el infierno
nocturno, te la muestran
es tuya,
nadie va a
venir a reclamarla,
la primera vez
que te abandonaron y las otras, ella estuvo, está acá, ahì.
Si quisieras
perderla volverías a encontrarla
entretejida
como aquella
vez que intentaste
vestida con
otra ropa
otro
maquillaje,
los labios bien
rojos
hasta que
hablaste
y tu voz te la
devolvió
entendiste que
no se puede esconder
en ningún
silencio
te sigue hasta
en la tumba, incluso
mientras la
tierra las cubre
por primera vez
te suelta,
se va, flota,
se deshace
por primera vez
quedás sola
a oscuras, sin
voz
se quedan otros
in memoriam.
*De Vanesa
Álvarez. vanesui@hotmail.com
*
Miro el suelo.
O donde debería estar el suelo. Todo está tan oscuro acá abajo. Tan silencioso
como si no hubiese vida. Respiro lento y con dificultad. El aire se siente
viciado. Envenenado. Todo el tiempo tengo sueño. Pero algo dentro de mí me hace
mantener la esperanza. Qué suerte habrá corrido el resto de la tripulación. Y
la chica, la primera y única en un grupo de 44 personas, dónde estará ¿Estará
soñando en tener mellizos como me contó? Sé que no hay que moverse en estos
casos. De todas maneras yo no lo podría hacer, tengo una pierna quebrada
después de lo que pasó. ¿Qué fue lo que pasó? Por momentos me da intriga; y si
pudiese hacerlo, aunque más no fuera a tientas, me largaría a caminar por el
submarino. Cuánto faltará para que esto pase. ¿Nos estarán buscando? Me llama
la atención el silencio que me rodea, si bien el protocolo y nuestras tareas
habituales no nos indican que debemos andar a los gritos, me sigue
sorprendiendo el sonido que produce el silencio en mis oídos. La quietud me
abraza. Me sostiene. Me acuna. Por momentos creo marearme y siento que me voy a
dormir. Trato de no dejarme tentar por la sensación. Es mejor mantenerse alerta
por cualquier cosa. Cuando cabeceo y me quedo dormido un instante siento el
llanto de mi nena que me viene a rescatar. Que me cuida. Me pongo a pensar si
en verdad hice bien en no alzarla un segundito antes de salir de la clínica. La
neonatóloga me dijo que la pusieron en la incubadora porque estaba un poquito
amarilla, un par de días me dijo, la nena es fuerte y hermosa. Me pareció mejor
decir que no. Mis manos son ásperas y gruesas, acostumbradas a manejar grasas y
aceites de motores. Cuando regrese de la misión me la agarro para mí y no la
bajo hasta que las patas le toquen en suelo, le contesté. Mi mujer reposando de
la cesárea insistió para que le hiciera upa un segundito aunque sea. Volví a
negarme y ya no insistió. Si se cumplieron los plazos previstos y no hubo
inconvenientes ya deben estar en casa. A veces los inconvenientes aparecen me
dice mi voz interior y me surge una mueca, una especie de sonrisa y la vuelta a
la realidad. La oscuridad. El silencio. El sueño irresistible. Cierro los ojos.
Como si fuese un despertador la oigo llorar a ella. La luz de mi vida. La que
voy a levantar y apretar contra mi pecho un millón de veces. Pero no todavía.
Ahora tengo que aguantar. Por momentos me vienen las caras de algunos
funcionarios. Qué estarán diciendo. Los imagino sentados en sus sillones
deliberando qué y cómo comunicar. Asesorándose para que esta catástrofe les
lleve “agua para sus molinos”, se interpone la voz interior nuevamente. No se
te va a ocurrir decir eso que nos matan a todos, dirá uno de los popes y los
otros festejarán la ocurrencia alzando sus copas. El único que no brinda, por
ahora, es quien va a poner la cara en cámara, ya le llegará su tiempo. Y otra
vez el silencio. La quietud. La extrema oscuridad porque no se si dije que
luego de lo que pasó se cortó la luz para siempre. Los ojos me pesan. Son dos
elefantes que cuelgan de cada uno de mis párpados. El llanto me vuelve a
rescatar. Yo te juro mi amor que papá va a volver y te va a besar. Mientras,
sigo dando pelea, intentando abrir los ojos. Porque te quiero ver a vos mi
chiquita. Porque quiero volver.
*De Sergio
Fitte.
LA EXPLANADA*
Por la tarde,
mientras nuestros padres iban perdiendo la vida en el barullo de los destajos y
de las horas extras, mientras nuestras madres fatigaban sus espaldas haciendo
cualquier clase de faenas en casas ajenas o remendaban con fervor los ya
remendados harapos que nos servían de vestimenta, nosotros, sus amados hijos,
nacidos por quién sabe qué incomprensible razón, deambulábamos aburridos por
las calles, hastiados del tedio familiar, de la repetición constante de gestos,
conversaciones, reconvenciones y silencios que formaban una interminable serie
de secuencias idénticas. Recorríamos sin mayor convicción las angostas callejas
del Barrio o las anchas y relucientes avenidas de la zona residencial cercana,
repletas de deslumbrantes rótulos de neón y de gigantescos escaparates llenos
de aquellos juguetes tan lindos y tan caros que, por inalcanzables, nos hundían
aun más en nuestra indeseada condición de niños pobres, de escoria social
largamente marginada.
Nuestro Barrio
era el más humilde de toda la ciudad. Vivíamos en casas de cuatro o cinco
pisos, mal iluminadas, contaminadas por un extraño olor cuya procedencia nadie
conocía y que nunca terminaba de desaparecer. Algunas de ellas presentaban
tales signos de deterioro que a nadie hubiese sorprendido su repentino
desmoronamiento. Pero nosotros, niños, en nuestra alevosa inocencia, no nos
percatábamos de lo penoso de nuestra situación. Teníamos un techo, comida y
cariño. Eso nos bastaba. Era casi el paraíso para nosotros que todos los días
presenciábamos, al caer la tarde, a todas esas gentes que se hacinaban en
chabolas hechas de cartón, hojalata y barro, o en el mejor de los casos, con
maderas procedentes de muebles viejos, a menudo podridas, arrebatadas al camión
de la basura.
También estaban
los otros: seres solitarios, aun más pobres, que habitaban en cajas de cartón
que, amparados en la caída de las sombras nocturnas, situaban ante las entradas
de las lujosas tiendas atiborradas de electrodomésticos o en los zaguanes
carentes de luz. A veces, la policía los desalojaba, no siempre sin violencia,
y podíamos verlos caminando sin rumbo hasta que daban con un lugar más
resguardado en que poder instalar por esa noche su mísera morada. Por eso
teníamos la convicción de ser, en cierto modo, afortunados.
Pero esa era
una convicción falsa y lo sabíamos. Lo sabíamos con esa certeza de niños que no
necesita de razones ni estadísticas. Lo adivinábamos en los rostros tristes y
ojerosos de las madres, siempre atareadas; en la impotente fatiga de los
padres; en el gusto amargo del café que alguna vez bebíamos tras la exigua
comida; en el hondo silencio que solía acompañar las llamadas del timbre a
primeros de mes, cuando el hombre vestido de negro venía a cobrar el alquiler;
en las miradas furtivas y carentes de esperanza que intercambiaban nuestros
progenitores cada vez que uno de nosotros realizaba una pregunta que ninguno de
ellos podía contestar. Que nadie podía, en realidad.
Mas nosotros no
entendíamos de alquileres ni de salarios bajos ni de explotación. Era la nuestra
esa edad que reclama juegos y diversiones, la edad que no comprende una
respuesta negativa, que no tolera la rutina quieta de las tardes sin término.
Por eso, a pesar de la penuria entrevista en los hogares, de la escasez
económica, sentida en la propia hambre nunca saciada, no éramos del todo
infelices. No poseíamos otros juguetes que la calle y la imaginación. Aun
siendo escaso, este material solía bastarnos.
Porque además
nosotros teníamos algo que nadie más podía tener: la explanada. Nuestra desbocada
sed de aventuras no necesitaba más.
La explanada
era un solar de unos tres o cuatro millares de metros cuadrados, situado en el
extremo occidental del barrio de los ricos. A un lado, estaban los modernos
edificios que albergaban a aquellas familias que solían mirarnos con arrogante
desdén y que jamás osaban profanar las estrechas calles de nuestro pestilente
barrio. Eran impecables en el vestir y refinados en el hablar, hasta tal punto
que, cuando nosotros oíamos de pasada una conversación entre aquellos pazguatos
bien educados, rara vez éramos capaces de comprender algo de lo que allí se
decía.
Al otro lado
del solar se desplegaba una amplia avenida por la que podían verse desfilar,
durante todo el día, automóviles, furgones y camionetas. Más allá, una
interminable hilera de casas, todas idénticas, como ventanas alineadas frente
al cansancio de todos los que a diario atravesaban aquel monótono camino de
vuelta a sus hogares, al final de la dura jornada. Esas casuchas habían sido
construidas, años atrás, por los propietarios de la vieja fábrica de autos,
para dar cobijo en ellas a los afortunados obreros de la cadena de montaje,
venidos, en ocasiones, desde el otro extremo del país. Así, la empresa,
generosamente, les proporcionaba un hogar sin cobrarles alquiler alguno. Al
otro lado de esas viviendas, que estaban pegadas a la fábrica y que nosotros
solíamos denominar “nichos”, se amontonaban otras muchas factorías, con las
fachadas grises y ennegrecidas por el humo de las chimeneas. Allí era donde
trabajaban nuestros padres, diez o doce horas al día, en penosas condiciones,
dejándose la vista, la salud y hasta las ganas de conversar cuando, al término
de la jornada laboral, nos reuníamos en torno a la pobre mesa y devorábamos
todo cuanto cayera en los platos sin preguntar su origen, sin pararnos a pensar
en ese gustillo amargo que a veces se nos quedaba pegado en el paladar.
Pero al fin y
al cabo, nosotros teníamos nuestra explanada, y aunque estuviera en el barrio
de los ricos, era nuestra porque nadie más la utilizaba ni nosotros lo
hubiéramos consentido. Era nuestra porque allí nos íbamos formando, sin saberlo
íbamos creciendo entre los cascotes y restos que otros arrojaban allí y las
enormes ratas que pululaban de continuo por entre las basuras, sin importarles
en absoluto la presencia de seres humanos. Mas no toda la explanada se
encontraba llena de deshechos. Sólo la parte más lejana, la que limitaba con la
carretera, como nosotros llamábamos entonces a la avenida, se veía invadida por
juguetes rotos, baldosas trizadas y cachivaches de diversa índole. Cada cierto
tiempo, los funcionarios de la limpieza pública, impecablemente uniformados,
recogían toda aquella basura y la iban echando a un camión, que partía después
con rumbo desconocido. Cada uno de aquellos inevitables saqueos nos golpeaba en
el alma, era como si se hubiesen llevado una pequeña parte de nosotros mismos,
de nuestros juegos y nuestras imaginadas praderas inabarcables.
Desde la zona
en que vivíamos no había mucha distancia hasta el extremo de la explanada.
Tomábamos dos calles a la izquierda, luego una a la derecha y ya estábamos en
el barrio de los ricos. Dos manzanas más allá, era cuestión de girar a la
derecha una vez más y desde allí ya se veían los primeros montones de tierra
recubiertos de hierba y trastos abandonados.
Acaso lo mejor
de todo fuera esa extraña sensación de libertad y de poder que nos invadía en
cuanto nos hallábamos dentro de los límites de nuestro territorio. Allí nadie
nos daba órdenes. No había que lavarse las manos, ni recoger del suelo cosas
que nosotros no habíamos tirado. No estaban los ojos tristes de las madres ni
el cansancio paterno. Allí no nos podían afrentar los niños ricos con sus
altivas miradas de supuesta superioridad, ni venían los hombres elegantes a
mirarnos por encima del hombro con ese gesto tan clásico de evidente
desaprobación ante nuestra extrema desfachatez y nuestro mísero aspecto.
Allí éramos los
únicos amos. Una piedra podía ser un tesoro; un orinal oxidado, el yelmo de un
caballero andante; un trozo de madera era una espada y una zapatilla vieja la
llave de los cielos. Allí éramos piratas, aventureros, pistoleros famosos y
hábiles detectives, como aquellos de las radionovelas que, al atardecer,
escuchaban nuestras calladas y atareadas madres buscando acaso evadirse ellas
también de aquella triste existencia.
Después, antes
de anochecer, antes de que nuestros padres regresaran, malhumorados y esquivos,
de las ya silentes fábricas, llegaba la hora del retorno. Era la hora de pasar
con el rostro pleno de orgullo, rebosantes de esa pequeña felicidad que más
tarde sabríamos que era la única, bajo las iluminadas ventanas de los lujosos
edificios.
Sabíamos que
tras los cristales estaban los niños ricos, jugando acaso con sus juguetes
caros y de vivos colores; que habrían merendado suculentos pasteles o
apetitosos bollos rellenos y ahora estarían viendo el televisor o descansando
en sus confortables habitaciones, empapeladas en tonos suaves, y provistas,
según los rumores, de calefacción. Sabíamos que a veces nos miraban regresar de
nuestros juegos, medio escondidos tras las floreadas cortinas. Intuíamos las
burlas, las conversaciones al calor de sus cómodas alfombras, las inevitables
comparaciones y la soberbia que sin duda les invadía al saberse protegidos y
seguros en ése, su inmerecido castillo de vanaglorias y falsedades.
Era cuando el
instinto nos empujaba más fuerte a refugiarnos en lo poco que creíamos poseer.
Teníamos nuestro pequeño trocito de cielo, nuestra grandiosa explanada, en la
que nadie más podía entrar sin nuestro consentimiento. Era nuestro mundo fuera
del mundo de los otros, fuera del ajetreo cotidiano de las calles repletas de
luz y del ruido insoportable de las fábricas y del inexpugnable silencio
familiar. Allí, en el centro mismo de la perversa ciudad que nos cerraba sus
puertas, nosotros dictábamos las leyes, organizábamos en secreto otro modelo de
sociedad menos irresponsable, nos estábamos educando sin saberlo en aquel pedazo
de tierra yerma, en aquellos nuestros tres o cuatro mil metros cuadrados de
fantasía impermeable.
Allí, nosotros
teníamos nuestra explanada y en ella desaparecía la envidia que sentíamos por
aquellos niños pálidos y enclenques a quienes nada faltaba; desaparecía el
odio, y también el indigno sentimiento de inferioridad. Con ellos se iba el
recuerdo de tantas supuestas diversiones, de tantos juguetes caros y tanta
televisión, sucedáneos insulsos de aquella, nuestra absoluta libertad; de las
múltiples aventuras que la tierra, las piedras y los rincones sombríos entre
tantas paredes a medio derribar nos guardaban exclusivamente a nosotros.
Pero (cómo
saberlo entonces, sólo éramos niños) toda felicidad es efímera, engañosa. Un
día ocurrió algo que escapaba al orden que habíamos establecido en nuestra
pequeña islita de paz, algo que se clavó en nosotros y que probablemente
condujo a la inevitable sucesión posterior de los hechos. Fue una tarde en la
que las fábricas estuvieron inusualmente atareadas (una urgencia con rumbo a
algún país extranjero, se rumoreó). Mi padre y otros hubieron de quedarse
trabajando hasta pasada la medianoche. En compañía de unos pocos amigos,
contando con la silenciosa complicidad o la mera indiferencia de las madres,
salimos después de cenar y nos fuimos a dar un paseo por las calles. El
espectáculo de la noche extendiéndose sobre la ciudad siempre nos había atraído
con fuerza, quizá porque entonces aún nos estaba vedado. Sin habérnoslo
propuesto, como nos sucedía tantas veces, nos encontramos frente al último
escaparate de la avenida, justo al lado de nuestra querida explanada.
Ninguno de
nosotros dijo nada, pero todos sabíamos lo que en verdad deseábamos hacer.
Nunca habíamos estado allí de noche, y se nos antojaba una aventura mayor que
todas las que habíamos podido vivir a la luz del día. Fue así como llegamos
ante los primeros montículos recubiertos de aquella hierba débil y enfermiza
que algunos achacaban al humo nocivo que salía por las altísimas chimeneas, a
los vertidos de las fábricas. Atravesamos con sigilo las trincheras, los
parapetos, los postes en los que habitualmente quemábamos a los magos malditos
y arrancábamos las cabelleras de los rostros pálidos. Fue así, en medio del
silencio total, impresionados por la intensa oscuridad apenas rota por el
insuficiente reflejo de una luna a medio formar, como llegamos al lugar que
constituía el centro de poder: a nuestro cuartel general. Allí guardábamos
algunos cigarrillos conseguidos con habilidad esa misma tarde y unas cuantas cerillas
sin usar, recogidas con suma paciencia en las aceras del Barrio. (En el otro,
en el de los ricos, todos usan encendedor).
Al oír las
palabras, fue como si un rayo hubiese caído sobre nosotros, carbonizándonos.
¡Alguien había tenido la osadía de penetrar en el recinto sagrado! Fuera quien
fuese, estaba hablando en voz queda, como susurrando. Tenía todo el aspecto de
un ataque por sorpresa. Pues si estaban pensando en arrebatarnos nuestro cubil,
o peor, en invadir la explanada, iban a tener que pelear duro. Con cautela, sin
un ruido, fuimos rodeando el lugar, apenas dos paredes formando un ángulo recto
y una tercera, casi destruida por completo, cerrando lo que hubiera podido ser
un triángulo irregular. Pudimos contemplar, a través de los muchos agujeros
existentes en los muros, a aquellos que habían penetrado en nuestros dominios,
aquellos dos adolescentes sentados contra el rincón, abrazados y besándose
mientras se decían breves e incomprensibles palabras cuyo eco llegaba
amortiguado a nuestros oídos. No supimos interpretar entonces que acaso fuera
ése el único lugar donde podían ser felices. Durante algunos momentos no fuimos
capaces de reaccionar. Nos quedamos inmóviles, viéndoles entusiasmarse en cada
beso, mirándoles y tal vez deseando ser aquel niñato, estar en el lugar del
chico bien vestido que besaba y abrazaba a la dulce muchacha de trenzas
amarillas. Fuera el hecho en sí o la envidia posiblemente provocada, lo cierto
es que nos pareció intolerable.
Ya los susurros
iban descendiendo en intensidad, ya la mano de él se perdía entre los pliegues
de la falda, cuando alguien (no sé muy bien si fui yo u otro cualquiera) lanzó
un agudo grito de guerra y salimos de nuestros escondites, arrojándonos por
sorpresa sobre el aterrorizado muchacho, que ni siquiera tuvo la presencia de
ánimo suficiente para repeler el ataque. Arrodillado sobre el barro seco,
lloraba y pedía clemencia, apelando a nuestra buena voluntad. He de reconocer
que fuimos duros, quizá en exceso, con aquel petimetre plañidero. Algo nos empujaba
a seguir golpeando, algo que nos venía de muy adentro, que no admitía
razonamientos, algo misterioso e indescifrable que nos convirtió en bestias
sedientas de venganza. La muchacha, acurrucada en el rincón, con las manos
sobre el rostro, gimoteando histéricamente, ni siquiera sabía lo que estaba
pasando. Sólo cuando el chico estuvo inconsciente y alguien murmuró: “Lo hemos
matado” dejamos de aporrearle. Aun hubo quien tuvo la suficiente serenidad para
apoyar la mano en el pecho del vencido para comprobar que no había muerto, que
sólo estaba inconsciente o desmayado de terror. A ella ni siquiera la miramos.
La dejamos allí, en su rincón, decepcionada y asustada. Nos fuimos a nuestras
casas con el corazón latiendo aceleradamente y estuvimos un par de días sin
aparecer por la explanada.
Después, cuando
de nuevo empezamos a frecuentar el viejo solar abandonado, el lugar de nuestras
aventuras y nuestras inolvidables hazañas, pensamos que nada había cambiado
(pero ya estaba en nosotros, ya sabíamos) y seguimos dedicando horas y horas a
nuestros juegos sin acordarnos más del incidente (pero el amargo incidente no
se borraba de nuestras mentes ni un solo momento, se había quedado allí
anclado, como un inesperado e indeseable huésped cuya presencia nos incomoda
pero al que no sabemos cómo evitar) o al menos sin mencionarlo en nuestras cada
vez más cortas conversaciones.
Volvimos a
nuestras pequeñas guerras, a nuestras conquistas del lejano Oeste, a los
saqueos marítimos, a los ataques sobre las ciudades costeras de nuestra
imaginación, a las disputadas competiciones de fuerza o habilidad y a nuestras
interminables pesquisas en busca de los presuntos criminales que nuestras
mentes infantiles habían diseñado en el pasado. (Pero en cada barco saqueado
había una muchacha que lloraba y tenía barro en las rodillas. En cada batalla
nos rodeaban soldados con el rostro silencioso, atónito y suplicante del
muchacho apaleado).
Poco a poco,
sin que pudiéramos darnos cuenta, se fue formando un muro de silencio entre
nosotros. La explanada ya no era la explanada.
Ahora no era
más que un solar igual a cualquier otro, lleno de los mismos desperdicios y
cascotes, pero sobre todo, lleno de aquella presencia que ya no podíamos borrar
y que se nos había apoderado lo que siempre había sido nuestro sin que
pudiésemos mover un dedo para evitarlo.
Nuestros juegos
en aquel lugar fueron perdiendo, de forma imperceptible, ese excitante sabor a
cosa desconocida, a selva virgen. Inútilmente tratamos de cambiar el escenario
de nuestros encuentros, pero el desencanto no estaba en la explanada sino en
nosotros mismos. Las calles que llevaban allí, las casas adyacentes, los
escaparates, hasta los niños ricos que desde sus confortables escondites nos
vigilaban con disimulo, eran los mismos. Lo que se había perdido para siempre
era nuestro interés.
Después, nos
dijeron que el gobierno había construido una escuela para niños pobres y que
allí nos iban a enseñar a leer, a escribir y a hacer cuentas. Nos distribuyeron
en diferentes clases y comenzamos a no vernos más que a la hora del recreo y en
las cortas caminatas desde el colegio hasta los insoportables hogares, cada vez
más tristes, cada vez más asfixiantes. Muy pronto nos fuimos alejando aun más,
hicimos nuevos amigos, descubrimos nuevos juegos y nuevos lugares. Con el paso
del tiempo, puede que incluso nos olvidásemos los unos de los otros.
En la explanada
hicieron un parque.
Un hermoso
parque con bonitas fuentes rodeadas de macizos de flores y setos inviolables,
con frondosos árboles traídos en enormes camiones desde quién sabe dónde y
bellos bancos de piedra que invitaban al reposo. Un bonito parque, sí.
Construido sobre las cenizas de nuestros sueños infantiles. Un parque que sin
duda comenzó a existir mucho antes, acaso aquella noche de media luna en la que
hubimos de golpear a aquel muchacho, aquella noche en que sentimos por vez
primera (ahora ya es posible admitirlo) que algo muy profundo nos estaba siendo
arrebatado, que una espesa capa de olvido estaba a punto de caer sobre nuestra
corta pausa de felicidad, ensuciada acaso por los juegos menos inocentes de los
enamorados.
Hoy pasé por la
entrada, vi la fuente del hermoso parque que por las noches se llena de parejas
y de trinos y en el que ninguno de nosotros, estoy seguro de ello, ha podido ni
podrá entrar jamás.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
Cuando uno se
pierde de sí mismo
y se abisma en
planteos dolorosos
la mirada
enturbia las esquinas donde
hicimos citas
con la vida.
Se duelen
realidades
–manojos de sal
sobre la herida--
Bastaría
recordar aquellas tardes
de divagues
entre jazmines y poesía.
Absolverlas de
culpas,
de filosas
mentiras inventadas.
Cuando uno está
en camino de regreso:
*hace
puerto*hace nave*hace río...
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Raíces*
Créceme en tus
raíces
madre mía,
niña fui en tu
regazo
mujer a tu
costado.
Árbol
cielo
agua.
No estás,
ya sé
no estás
pero cuanto has
estado.
Siempre,
siempre conmigo,
incondicional,
devotamente.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Dolores-Villa
Gesell
*
Una casa
siempre es un simulacro de otra, perdida en el tiempo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
El Sur
(Dudignac)*
Podría abrir
los ojos, encogerme de hombros, decir: “no sé qué estoy haciendo aquí”. Y sería
verdad, al menos parcialmente. Toda verdad es incompleta, eso lo sabemos.
Porque el conocimiento de nuestra propia realidad también es parcial. Verdad es
que nunca antes había oído esa palabra, pero no es menos cierto que escucharla
me trajo, de repente, imágenes de un tiempo ya pasado, de un lugar nunca visto,
de una música extraña…
Creo que lo
dijo Urbano Powell, una tarde imposible, mateando. Aunque ya no sé si es
recuerdo o presunción. Evoco la palabra: “Dudignac”, una voz pronunciándola, el
tenue escalofrío que mi cuerpo sintió… Otra voz, no la primera, apuntó: “eso
está en Europa, en Francia, en el sur”, y la primera voz, tranquila, replicó,
“no, ché, eso está aquí mismo, a poco más de 300 kilómetros de Buenos Aires,
cerca de Nueve de Julio. Es un pueblito… y bueno, también es una estación
abandonada…” un silencio expectante, un leve carraspeo “de aquellas del
Midland, ya sabés”.
Y yo, que
escuchaba en silencio, con el corazón encogido, no sabía, pero… supe.
Supe que tenía
que ir a esa estación, y no, no me pregunten, porque aun hoy, aquí sentado,
todavía no tengo una respuesta… No podría precisar tampoco los acontecimientos
que siguieron. Todo fue un vértigo de acciones sumidas en la niebla. Sé que
hablé con personas a quienes no conocía, que acumulé datos innecesarios, que
hice preguntas cuya respuesta en realidad no me importaba, porque desde el
primer momento, desde que aquella voz pronunció esa palabra, yo sabía que un
día mis pies se posarían en la antigua estación abandonada, en ésta en la que
ahora me encuentro, viviendo en primera persona esta historia que ni siquiera
yo comprendo…
El verde tiene
muchos tonos, hay muchos verdes, pero el sur francés es otra cosa. No lo sé yo,
yo nunca estuve allí, nunca salí de esta tierra que a veces me resulta
inhóspita, pero a la que, sin saber muy bien el motivo, no puedo dejar de amar…
Yo no lo sé, repito; pero lo sabe él: ese hombre que escribe, ese hombre que
está escribiendo estás líneas, alguna vez estuvo allí, en ese sur plagado de colinas
verdes y valles inmensos que su palabra inhábil no alcanza a describir de forma
precisa…
Pero yo no lo
sé, yo nunca estuve allí. Sin embargo, si cierro estos ojos, testigos de la
infamia de más de medio siglo, que sin querer mirar lo han visto casi todo… Si
aquí sentado cierro los ya cansados ojos y dejo que mi mente vague libre, puedo
sentir el olor de esos viñedos que no son de estas tierras; puedo percibir, sin
ver, esos árboles verdes, ese césped que es casi un resplandor a ras de suelo,
los diminutos pueblos que adornan las laderas. Pero si abro los ojos, si cedo a
la tentación de lo real (pero ¡qué sabemos en el fondo si es, en verdad,
real!), vuelvo a estar aquí en Dudignac, una vieja estación abandonada por la
que ya no pasa el tren; o tal vez sí: un tren fantasma que no conduce a ningún
sitio, sólo al recuerdo de otras gentes que están lejos de aquí, allende el mar
y el tiempo, escribiendo palabras que yo no entendería.
Allí, en ese
otro lado, en ese otro sur que nunca vi, la estación tiene vida. Hay viajeros
que esperan, viajeros que conversan, viajeros solitarios que no saben muy bien
cuál será su destino (si lo miramos bien ¿quién sabe, en realidad?). Hay
funcionarios con sus uniformes un tanto gastados por el uso, hay maletas,
cigarrillos, un viejo reloj, expectativas… Acaso alguna vez, ese hombre que
escribe, estuvo en tal lugar, acaso él escuchó la música que ahora, sentado en
este banco con los ojos cerrados, me parece evocar.
Con los ojos
cerrados se siente un viento fresco, la caricia del sol en pleno rostro, ese
sopor me lleva hacia lejanas fechas, me invaden los recuerdos de aquella
primavera (¿qué primavera? pienso) Aquella primavera que es mi otoño, tal como
siempre fue. Con los ojos cerrados casi puedo sentir el temblor de la tierra,
el sonido lejano de un tren que va acercándose, las voces que resuenan
alrededor de mí…
Y aunque sepa
que por aquí no pasa el tren desde hace más de treinta años, es tan grato
dejarse seducir por esa magia… Tal vez sólo por eso, permanezco sentado en este
banco, con los ojos cerrados, aguardando en secreto la llegada del tren, ese
tren que es tan sólo una esperanza, la inverosímil fantasía de un alma que
dormita.
Y entonces, él
también, ese hombre que escribe, puede cerrar los ojos; allí parapetado tras su
mesa, puede cerrar los ojos, recobrar ese olor casi olvidado, sentir la
emanación de los viñedos, las voces, las campanas, y retornar al día en que
llegaba el tren que no pudo tomar en su lejana Europa (ese tren que había de
conducirle a su destino). Nada importará entonces si el nombre no es el mismo,
si es apenas el eco de una voz junto al fuego, una simple palabra que se quedó
prendida en el alféizar gris de esa ventana que algunos llaman alma. Tal vez
así los dos: ese hombre que sueña (si es que es él, el que sueña), y este
hombre que espera (si es que soy el soñado) podamos al final entremezclar
nuestras ficciones: su Sur con este Sur, el mío con aquel que nunca he
conocido.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
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–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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