sábado, noviembre 13, 2010

QUISIERA SER LO QUE ERA CUANDO QUERÍA SER LO QUE SOY...



*Ilustración: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.



LA NOVELA DE NORMA*


A Yordán y Yohanna Rey Oliva


Era la conserje más antigua del museo. Por espacio de ocho horas, pasaba el paño por los adornos, escuchando su radio. Sólo a la hora del almuerzo se guardaba los audífonos en el bolsillo del delantal, donde siempre tenía el receptor.

“Hola, Norma, ¿qué tal la novela?”, solíamos preguntarle.

Si no era a esta pregunta, respondía con un encogimiento de hombros.

Pero cuando se le tocaba el tema, Norma, tan tímida que se diría algo retardada, se transmutaba. Nos ponía al día de las desventuras de la hija del Duque, embarazada de un enmascarado, amando a su hijo nonato. Subíamos con ella a las cimas del mundo con un grupo de escaladores, navegábamos en una nave amenazada por corsarios, participábamos en el asedio a una fortaleza o nos embarcábamos en una aventura futurista. Como en cada novela que se precie, surgía, maduraba y florecía un romance. Era increíble como memorizaba los pormenores...

Resultaba agradable comer con la narración del capítulo del día. Ninguno de nosotros escuchaba la radio, apenas teníamos tiempo de actualizarnos con las noticias del televisor y alquilar alguna película los fines de semana.

Pero llegó el cambio de administración. A la nueva jefa, no más hacer su aparición, le molestó el radiecito de Norma. Ante su negativa a dejarlo en la taquilla, la amenazó con una sanción laboral, con la expulsión y, al ver que sus palabras caían en el vacío, le arrebató de un tirón los audífonos. El pequeño receptor siguió al cable y cayó al suelo.

Atónitos, comprobamos que se trataba sólo de una caja vacía, ausente de mecanismo, circuitos, o baterías.

Norma la recogió en silencio, se colocó los audífonos y se marchó sin atreverse a cruzar nuestras miradas.

Nunca más volvimos a verla, su presencia casi fantasmal, bayeta en mano, no era parte de la vida activa del museo.

Pero a la hora del almuerzo no sabemos hacer otra cosa que mirarnos en silencio: Norma... ¿quién lo diría?

Aquel mundo interior que afloraba ante la pregunta, la perfección de los diálogos y las descripciones, lo que creímos su memoria excepcional, para volver a caer en la expresión vacía, en el mutismo, como si se interrumpiera una conexión que no logramos adivinar con quién o con qué establecía.



*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.








Musicales



Y después pareció como si ella asumiera el control de repente: con las paredes del coño se convirtió en un exprime limones por dentro, extrayendo y apretando a voluntad, casi como si le hubiese crecido una mano invisible.

¿De quién sería inevitable que me acordara cuando leí esto? (Henry Miller, Sexus”, Seis Barral, pág. 183): de Fortuna.

Más en su departamento de dos ambientes que en el mío de tres y a pocas cuadras de distancia el uno del otro, más sin planearlo que determinándolo por anticipado, más comenzando en desmayadas trasnoches que en horarios “convencionales”, extensas encamadas.
Ambos, músicos: Fortuna, teclados; yo, cuerdas.
Me sorprendo ahora alucinando tu vibradora jugosa. Te invoco, incorregible Fortuna, al borde del suicidio o de la inercia, con tus mismos aires de siempre de princesa desasosegada.


Me casé con una cantante. No me quiere. Me hostiga, me acompleja. Iniciose en fase adúltera con un barítono, ornamentándome con tentaculitos, con cuernecillos de caracol. Hasta que otros conocí: de cabra de los Alpes, de búfalo, de jirafa, cuernos de gamo, de ciervo, de gamuza, de reno, protuberancias puntiagudas o imponentes de yack, de órix, de verraco del Pamir, de cabra del Tíbet, de toro de lidia, de rinoceronte: a cambio de sus trapisondas con exponentes líricos y pentagramáticos. Mientras, decido cómo concluir con ella, próximo al límite de dificultad. Con la música a otra parte me iré, apenas logre seducir, desentrenado como estoy, a una bailarina.


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar









Un regalo surrealista*




*Por Juan Forn



Como todos los que tuvieron veinte años, yo también quise ser surrealista alguna vez. Pero cuando en 1990 se publicaron por fin en forma completa las legendarias Investigaciones sobre sexualidad, realizadas por Breton y su pandilla entre 1928 y 1932, me resultó imposible tomármelas en serio, cosa que le pasó a todo el mundo salvo a los psicoanalistas lacanianos (que hasta el día de hoy le dedican congresos enteros al asunto) y al inglés Julian Barnes, famoso por ser el más francófilo de los escritores británicos, aunque su interés por las investigaciones sexuales surrealistas le debe menos a su francofilia que al afán por comprobar si era cierta una anécdota que había oído contar hasta el hartazgo a su tío Freddy durante toda su vida.
En cada reunión del clan Barnes desde que Julian tenía memoria, el tío Freddy terminaba abrumando a la concurrencia con el relato de su aporte al movimiento surrealista durante su primer viaje al extranjero, en 1928, como mecánico de un lord inglés que iba a participar en el famoso Rally. La cosa fue así: mientras su patrón asistía a una fiesta de ricachones previa a la carrera (de la que volvería tan intoxicado que no podría participar en el Rally), el tío Freddy se metió en un bar donde, interrogado por un parroquiano acerca de su propósito en la ciudad, contestó en precario francés: “Je suis rallyiste”. Su interlocutor creyó que acababa de descubrir al primer surrealista británico y procedió a arrastrar al tío Freddy al fondo del bar, donde se hallaba la plana mayor del movimiento liderado por André Breton, y así fue como el tío Freddy ingresó como “participante externo” en las legendarias Investigaciones sobre sexualidad de los surrealistas.
Según repetía invariablemente en las reuniones del clan Barnes, el tío Freddy escuchó durante la hora siguiente más procacidades sexuales que en el año y medio que había pasado en las barracas del ejército (“¿Alguna vez ha eyaculado en la axila de una mujer? ¿Es obligatoria la sodomía en Inglaterra? ¿Sueña con burros? ¿Con qué prefiere que le acaricien el miembro?”). Pero lo que más interesó a los surrealistas de su testimonio fue: 1) que nunca se hubiera acostado con una francesa y 2) que en su adolescencia soñara repetidamente con dos mellizas que vivían en su cuadra, que no eran gemelas, pero que se decía que eran indiferenciables a la hora del amor. Los surrealistas fliparon con la idea del doppelganger erótico (tema central de la Sesión 5A de las involuntariamente hilarantes Investigaciones sobre sexualidad) y decidieron premiar al tío Freddy con “un regalo surrealista” que serviría también de experimento. Al día siguiente, en un hotel por horas, los surrealistas le darían la oportunidad de tener relaciones sexuales con una chica francesa y con una inglesa, sólo que en ambos casos debía hacerlo con los ojos vendados y sin derecho a proferir palabra. Luego de consumados los actos debía dirigirse al bar de la esquina donde relataría en detalle a los surrealistas las diferencias entre el modo británico y galo de hacer el amor.
Como ya se ha dicho, el patrón del tío Freddy terminó escoriando de tal manera en los festejos previos al Rally que no pudo participar en él, razón por la cual a la mañana siguiente ordenó a su mecánico que volviera a Inglaterra y siguió durmiendo la mona. En el viaje en tren a Calais, el tío Freddy no tuvo mucho tiempo de lamentarse de su suerte porque se puso a conversar con una pudorosa joven londinense que venía de visitar catedrales francesas. Tan buenas migas hizo con ella que continuó la conversación durante los días y semanas siguientes, hasta que pidió su mano y se casó con ella, y así fue como llegó a la familia Barnes la adorable tía Kate, y así era como terminaba invariablemente el tío Freddy el relato de su aventura surrealista, para la desazón y el abucheo general.
Así siguieron las cosas hasta que la tía Kate murió apaciblemente mientras dormía, a fines de 1984. El tío Freddy no sobrevivió ni tres meses la partida de su esposa. Aquel triste Año Nuevo, el joven Barnes también estaba con el corazón roto (por una novia que lo había corneado, tal como le sucede al protagonista de su formidable novela El loro de Flaubert), así que decidió invitar a su pobre tío y emborracharse con él. Durante aquella velada, el tío Freddy respondió al alcohol como lo había hecho siempre: al tercer whisky comenzó a relatar por enésima vez su aventura con los surrealistas, sólo que esta vez se permitió contar la versión completa. Porque, antes de abandonar París, Freddy se había hecho tiempo para participar en el experimento que le habían organizado Breton y su pandilla. Con los ojos vendados lo dejaron solo en la habitación, entró una de las muchachas, luego se retiró, después entró la otra muchacha, luego se retiró, y eso fue todo, dijo Freddy. Barnes le rogó que fuese un poco más explícito. Freddy se limitó a murmurar que la primera no había sido gran cosa, pero la segunda (la francesa, estaba completamente convencido de que ésa era la francesa), en el instante posterior al clímax, le había lamido amorosamente las lágrimas que a él le corrían por debajo de la venda que le ocultaba los ojos. “¿Eso fue lo que les dijiste a los surrealistas?”, preguntó en ascuas Barnes. Freddy vació su copa y dijo que ningún británico de bien dejaría que lo viese llorar un grupo de franceses petulantes. La experiencia había sido tan intensa que salió corriendo del hotel sin siquiera asomarse al bar de la esquina, y esa misma noche abordó el tren a Calais, y en ese tren, para su eterna felicidad, conoció a la tía Kate. “¿Y nunca le contaste nada en todos estos años juntos?”, preguntó Barnes. “Ni una palabra”, contestó Freddy.
Cinco años más tarde, el suplemento literario del Times decide dedicar su nota de tapa a las recién aparecidas Investigaciones sobre sexualidad y envía a Julian Barnes un ejemplar del libro. Barnes devora el mamotreto y, al llegar a la nota al pie número 23 de la Sesión 5A, encuentra por fin al tío Freddy, oculto detrás de las iniciales “FB”. La nota hace referencia a un experimento fallido al que se sometió a dicho individuo británico. Los surrealistas habían dedicado sus esfuerzos en conseguir una voluntaria inglesa, dando por sentado que la francesa resultaría tarea más fácil, pero he aquí que cuando la inglesa salió de la habitación de Freddy, no había señales de la francesa. Momento de zozobra entre los surrealistas hasta que la voluntaria inglesa se ofrece a volver a entrar, ya que no tienen reemplazante. La nota al pie número 23 sólo se refiere a ella con la inicial K y lamenta no poder ofrecer las conclusiones del experimento. Julian Barnes remata la historia contando que una de las experiencias más habituales en los cursos de sommeliers franceses consiste en verter un mismo vino en dos botellas con etiquetas diferentes y someterlo a prueba con los aspirantes: ninguno se da cuenta nunca de que ha bebido dos veces el mismo vino. El pobre tío Freddy también ignoró hasta su muerte la verdadera naturaleza del regalo que le habían hecho los surrealistas.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-156711-2010-11-12.html






Paradoja*

Empapada
se recuesta
sobre la arena
húmeda
La luna
viaja por su cuerpo
Las olas
despedazan la espuma
En el parador
se arremolina
la ventisca
La luz
avanza en silencio:
ilumina
la butaca del espectador.



*De Ana Romano romano.ana2010@gmail.com






Pichirica*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar

A la memoria de Octavio Picchio



"Quisiera ser lo que era cuando quería ser lo que soy", repetía siempre Octavio Picchio, a quien todos llamaban cariñosamente "Pichirica". Esta frase, que hizo suya para siempre, la había tomado de un libro que fue muy vendido en los setenta y que había publicado un viejito simpático de apellido extranjero. Don José Rosenwasser, al jubilarse y no tener parientes empezó a circular por los bares aledaños a la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Se hizo rápidamente famoso por su bondad, su humildad y su hombría de bien y un día para un cumpleaños a unos estudiantes que siempre conversaban con él se les ocurrió regalarle una hermosa agenda. Como don José no tenía a quien anotar allí, comenzó a visitar las mesas del bar y respetuosamente solicitar a los parroquianos que escribieran algo. Empezó con los
enamorados, con las parejitas que son -por su estado de éxtasis más proclives a la generosidad, y luego siguió con otra gente y con otros bares de la zona. Al ver el éxito obtenido a alguien se le ocurrió llevar el original a una editorial y el libro agotó varias ediciones. Ignoro si le pagaron derecho como compilador o como antropólogo aficionado por que las anotaciones eran desde tontas pasando por ingeniosas y algunas dueñas de espíritus tocados por la varita mágica de talento. Cuando nos veíamos, esa frase era nuestra contraseña. Era él, "Pichirica", mi amigo un ser lleno de un humor fino, de una ironía que todos le reconocían sin vacilar.
Su origen es netamente campesino, específicamente vinculado junto a su familia al negocio de los lácteos. Eran él y sus dos hermanos mayores, -"El Gordo" y Nazareno los encargados del tambo de don Ramón Camiscia, pero él según me relató una vez, siempre había vivido en esa zona donde culminada el
"Camino del Diablo" y corta hacia la escuelita de "La Terrasón", donde hizo íntegra la primaria, yendo ya montado en un moro pachorriento o en su bicicleta de media carrera, por ese callejón donde merodearon los cuises, los hurones y las grandes lechuzas sobre los postes, vigilantes ante el paso
tardo de mi amigo "Pichirica" -niño aquí y luego adolescente tímido que domingo a domingo se acercaba a las carreras cuadreras realizadas por el Camino de los Delmaschio.
De aquel tiempo tengo algunos recuerdos parcializados por la niebla esquiva de los años. Hay un recuerdo de los bailes donde nos encontrábamos o íbamos juntos, con él y con su vecino Omarcito Aguilar, Alcides Rodríguez, Raúl Rodini y "Totosito" Elder y quizás también Omar Mancinelli a quien
llamábamos "El Flaco".
También lo veo paseando por el alto veredón del ferrocarril con una chica bajita, sin tocarse siquiera la punta de los dedos en esa mediatarde de romance primaveral.
Una vez le pregunté el nombre de esa niña -que a mi recuerdo no era nativa del pueblo y él, mi amigo "Pichirica" celebró con su tímida alegría aquel recuerdo traído de los pelos. Lamentablemente lo olvidé. Y ahora ya es tarde. Él no está y nadie más recordará ese detalle insignificante para el mundo, pero recuerdo que él se sorprendió gratamente por mi recuerdo y, colijo, hasta se sintió un poco importante, justo él que fue tan humilde y que quiso pasar por esta vida desapercibido, "con un perfil muy bajo" al
decir del "Tigre" Compañy.
De grande, con sus hermanos ya jubilados, se casó y se estableció en el pueblo. Tuvo muchos trabajos, uno de los últimos fue el de mozo del bar del club Huracán. Numerosas son las anécdotas que circulan de sus bromas finas y sutiles. Como aquellas vez, que un habitué del bar, el inefable "Gringo" Salvucci, hombre más bueno y servicial como no hay otro entró con una mano vendada. Tiene fama de dar vueltas con un tema sin ir al grano. Apenas inquirirse el motivo empezó a dar vueltas hasta creando una gran expectativa que logra con el suspenso de los cuentos orales, y al fin solo fue que se calentó mucho el motor de su chata y al levantar la tapa del radiador sin precauciones, saltó un chorro de agua hirviendo con sus vapor y le quemó la mano. Ese era todo el accidente, pero él había creado su pequeña novela.
"Pichirica", en su condición de mozo la había escuchado varias veces en distintos meses y circunstancias. Al acércasele con su bandeja del pedido y viendo que el "Gringo" concitaba la atención de algunos parroquianos en una mesa lejana, alguno le preguntó: ¿Qué dice "el Gringo"? No sé dijo
"Pichirica", hierático y con cara de piedra- cuando yo lo dejé todavía no había abierto la tapa del radiador.
Y otra vez, cuando un parroquiano se quejó porque suponía que el yogurt estaba vencido, él, sin que se le moviera un pelo de su tupido bigote contestó:
Con el stock que manejamos acá no me parece posible.
Y todo el mundo sabía que el conserje de ese tiempo salía a comprar la leche cuando le pedían un cortado o mandaba al "Chileno", su cocinero a comprar un bife cuando le pedían un lomito. Y allá iba el gordo bonachón a paso apurado hasta la carnicería de Betucci que está a cien metros del Club, por la misma
vereda.
Muchas cosas me hubiera gustado preguntarle a Octavio Picchio, a quien llamaban "Pichirica" y que pasó con su ironía dando un poco de carcajada a ese grupo de parroquianos que se reúne noche a noche en la sede del club, es decir más concretamente en el bar.
La última vez que lo vi, él manejaba un tractorcito de la comuna y cortaba el pasto en el parque del ferrocarril. Yo pasé por la avenida pedaleando lento y le grité: "Chau, "Pichirica". El, con un dejo de sonrisa esquiva a la ampulosidad levantó la mano a modo de saludo.
Al tiempo cuando volví al bar y pregunté por él. El "Nene" Croato en un dejo de pena me dijo:
¿Pero cómo, no te enteraste? Partió. Y yo no dije nada pero sé que ese espacio amable que él cubría con generosidad, es decir del humor un poco inocente, nunca agresivo ya no será cubierto por nadie.
Y es verdad que ahora seremos más tristes.







El silbido del tren que ya pasó*



Por Patricia Torres *



Odio el tranquilo sopor de la tarde que me adormece, envolviéndome en su nube para transportarme hacia donde ya no quiero ir. Me resisto al sueño, va a llevarme a ese maldito lugar. Los párpados colaboran con su pesadez para que mis ojos vayan perdiendo claridad y se adapten al sigiloso avance de la bruma de una imaginaria noche silenciosa.
Como siempre, estoy sentada en el rincón de la estación con las piernas apretadas contra el pecho, las manos sujetándolas, demostrando la necesidad de convertirme en pequeña para no ser vista.
Las voces comienzan a acercarse aumentando su intensidad y las risas se tornan macabras y pinchudas atormentando mis oídos. La neblina que sigue siendo espesa no me permite ver nada más que a la valija que está fuera de mi alcance. Cuando ellos la divisen, volverán a descubrirme. Siempre sé que sucederá en el momento siguiente.
El silbido del tren se escucha mientras se acerca e intensifica. La luz de la locomotora penetra en el humo permitiéndome ver esas figuras espantosas que danzan macabras ante mis ojos, me asustan, me amenazan, aunque nunca me tocan.
Tienen enormes zapatos puntiagudos, velos negros y saltan como demonios. Me gritan en la cara mostrándome los dientes sucios, malolientes y sus babosas lenguas azules.
Quiero desprenderme de mis fantasmas que intentan convertirme en su eterna prisionera.
Les grito que no van a lograrlo y un duende piadoso me rescata.
Pierdo mis zapatos mientras corremos en fatigosa huida muchos kilómetros, alcanzando al tren que ya pasó. Me sube a un vagón y canta canciones de cuna. Me acaricia el cabello hasta llegar al bosque donde reina la claridad y la paz. Camino descalza hasta encontrar el sendero de regreso.
En ese momento me despierto odiando la pesadilla absurda que todas las tardes me ataca.
El resto del día transcurrirá normal, como siempre. Quizás, alguna vez entienda por qué, luego de la siesta, mis pies lastimados acumulan el cansancio del mundo y la vieja valija no se encuentra en su lugar.



-Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/12-26135-2010-11-12.html






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