*Dibujo de Celso Agretti.
celsoagr@trcnet.com.ar
CAMBICHO
BARBONA,
Baqueano del
Iberá.*
Apenas llegado
a Mercedes, a la puerta de los esteros, a la capital del Iberá; sentí como esa
extraña magia de su historia, las leyendas, y sus fábulas, se
entrelazaban y envolvían a sus gentes y a los entornos de aquellos pagos. La
presencia de su existir se respira en cada calle, en cada tema; nos envolvía,
nos penetraba…
Al cabo de mi
primer día ya conocía varias personas y había hecho algunos amigos. Alrededor
del café que compartíamos, todos los temas nos llevaban esos esteros o a sus
lagunas. La revista “Siete Días” recién llegada a los kioscos traía una
historia resonante y una foto central a todo color, dos páginas de
Cambicho, el baqueano en su canoa, (de quién yo nunca supe antes) que había
rescatado a Marchetti y Mónica Mihanovich, dos famosos conductores del
noticioso de la Televisión Nacional, que por accidente cayeron con su avioneta
mientras sobrevolaban las extensas aguas. El rescate tras una larga y fría
noche, sin auxilio alguno y con el avión hundiéndose lentamente, lanzó la
figura del baqueano y su larga canoa a la primera plana de la prensa y la TV.
Nacional. Transcendió incluso las fronteras y a la semana llegó un equipo de la
RAI (Radio y televisión italiana) a filmar esos lugares y hechos que los
europeos estaban ávidos por conocer mejor, y así Cambicho llegó a Europa en la
TV. Y a la prensa de varios países.
Si bien en
Mercedes todos sabían de él, se convirtió en un héroe, en un verdadero
embajador mediterráneo. Se filmaron documentales, spots publicitarios,
didácticos; y se convirtió en el referente de los esteros correntinos… Pero
Cambicho, el hombre; siguió siendo el mismo de siempre, nada cambió para él.
Trabajaba de sol a sol, cazaba carpinchos, yacarés, ciervos de los pantanos,
era guía de pesca, de turismo, y criaba su ganado en su isla; la isla Trim, y
era servicial y dispuesto. Un ser íntegro y humilde.
Pronto lo
conocí en persona, y precisamente en su territorio. Me invitaron a una
excursión de pesca, un fin de semana, me acompañó mi hijo mayor, Dacio que
entonces tenia diez años. Fuimos en la camioneta de uno de mis nuevos
amigos, rumbo al norte por buenos caminos entre extensos campos de ganado. Al
final del viaje se nos unió un hombre que era la estampa de Lee Van Cleef
(Sabata), con su sombrero de Cow Boy y su Winchester. En el campo lindante a
los esteros estaba la casa, algo precaria, de Cambicho. Allí descansaron los
famosos periodistas rescatados. Y él, nuestro guía, se unió a nosotros.
Cambicho era un
hombre despierto de carácter y muy amigable. Más bien alto, vestía como
paisano, bombachas camperas, sombrero de ala levantada, camisa, faja a la
cintura y colorido pañuelo al cuello. En la mano una escopeta de dos caños.
El borde de la
laguna tenía camalotes y raizales en tal profusión que la canoa quedaba a
cincuenta metros de la costa y había que chapalear barro para llega a ella. El
cargamento de vituallas y elementos había que llevarlos al hombro. La isla
donde tenía su puesto estaba a unos doce kilómetro de navegar. Cayó la noche y
salió la luna inmensa, plateada, y en el agua se reflejaba como en un espejo
interminable. Uno siente la soledad que lo rodea, las someras aguas, los
sonidos de las islas; y siente el alma aflorando en uno, y se amalgama con la
noche… Cambicho parado en la popa, con una larga pala, timonea la larga canoa.
Somos seis personas quietas y calladas, que comulgamos el mismo paisaje, el
mismo momento, la misma aventura…
En la isla
tenía una casa, cómoda en un lugar alto, con algunos árboles, y cerca del agua.
Me sorprendió lo bien que vivía. Afuera en la orilla, un par de viejas lanchas
de madera medio hundidas en el agua playa. Pisábamos, y no pisábamos suelo
firme, era un suelo flotante de capas y capas de raíces, rizomas, y restos
vegetales que se tejían fuertemente. Podíamos saltar allí encima, sentíamos que
el piso, se hamacaba flotando. En aguas abiertas forman verdaderas islas
flotantes, que suelen desplazarse ya con los vientos, ya con las corrientes.
Armamos las
carpas pegadas a la casa, y nos repartimos, descansando como Dios manda, hasta
la mañana temprano en que empezó el nuevo día. El baqueano había hecho fuego
con leñas y el café caliente aromatizaba el aire. Vimos corretear, saltarín, un
pequeño ciervo, de grandes ojos negros. Luego carpinchos, yacarés y gran
variedad de aves. Estábamos en medio de uno de los santuarios más ricos de la
naturaleza, en medio de los humedales correntinos, con el guía más conocido del
momento, y quizás de todos los tiempos.
Nos llevó de
pesca por los canales de “El Biguá” y a varias lagunas. Sacábamos buenas piezas
de Bogas, y Dorados de más de diez kilos. A veces los veíamos bajo el
agua de tan cristalina. En un momento probé a cucharear, viendo reverberar el
brillo de la cuchara de plata en la estela revuelta de la lancha. Cambicho me
dijo que no era buen lugar para eso, que podía perderla…, y así fue, antes que
consiguiera sacarla. Y era de él…, así que luego tuve que conseguir otra, y
tardé meses en conseguir una igual.
Unos amigos
tenían una filmación de una excursión, en barca a vela por los esteros,
cazando y fijando; la juntamos a la que yo obtuve, y ante un grupo de
entusiastas invitados las pasamos en una sala del Hotel Plaza. Estuvo Cambicho
con su indumentaria de paisano, y su estampa criolla, henchido de orgullo.
Pero la fuerza
y las ganas que le pone a su faena en el campo es un ejemplo único: En su larga
canoa trae y lleva, de a dos, sus terneros, vacas, novillos; cruzando tamañas
aguas hasta el campo de la orilla, para vacunarlas, o venderlas; subiéndolos o
bajándolos a pura fuerza bruta, cruzando incluso los lodazales de la orilla…
Y sin una sola
queja, feliz de la vida.
Avellaneda –
Santa Fe; 30/10/2013
COMO ENCONTRARLE SENTIDO A UN PARAGUAS ROTO…
Te cuento*
Se fue un
compañero de utopías, ahora intentaran apoderarse de él los
que nunca lo leyeron ni compartieron sus sueños pero estamos nosotros
para que no logren lavarlo de su vida en Cuba, su amistad con Fidel, sus
ideas y sus hallazgos luminosos como encontrarle el sentido a un
paraguas roto: una forma de mirar a las estrellas.
No tirar
lo roto y encontrarle belleza, es anticapitalista, lo roto, ese
paraguas, nos muestra el paso del tiempo, la muerte y el
brillo de la vida.
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
MEMORIAL*
Ordenan
recordar
Estafar con
botánica fidelidad
que broten los
detalles
la huella, las
pecas,
la escopeta, el
amor
Estafar
escribir el
encastre de los días
meterse en la
cama con los huesos audibles
los gritos que
no se dicen
los gritos
audibles
esos que
remiendan
Ordenan contar
la verdad
alabar las
ruinas del recuerdo
un tercio de la
palabra dicha
coserle
bisagras a los minutos irresueltos
esos que duran
apenas una cucharada de luna
o de flan
o de tuercas
o de rezo
prestar
juramento
tiritar con el
aspecto deformado de la nieve
que se nos
antoje geométrica o vegetal
pero fría
o sudar los
tajos de la frente
poniendo un
botón dorado en el lugar del sol
en ese dibujo
de acuarela
aguado
agujero
agudo
que es la
memoria
Mentir
Que sea cierto
http://pamelaterlizziprina.blogspot.com.ar/
La noche es pródiga en ausencias*
Sobre almohadas
dormitan estaciones desiertas.
Mas debe haber
algún tren entre los páramos,
o en el fondo
sin nombre de los túneles.
Debe haber
algún tren quizá dormido,
bruscamente
parado al borde de un recuerdo,
girando sin
consuelo tras una aurora falsa
o apresado en
la telaraña de los itinerarios.
Hay calma en el
andén, niebla de cigarrillos,
ojos
enrojecidos de espera, un viento frío.
Hay trenes
varados, negros, trenes averiados
siniestramente
abandonados en alguna vía muerta.
Nada se mueve,
todo es quietud en tonos grises,
ni un sonido
perturba la paz de las almohadas.
Y sin embargo,
el sueño esboza una presencia
al final del
andén, sin maletas, sin prisa,
un rostro que
apenas presentido se diluye
en la explosión
violenta del día que comienza.
El alba es un
puñal de amargo filo
que penetra de
luz los trémulos andenes.
Y a este lado,
la estación está vacía.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
El arte de
perder*
*Por Juan
Forn.
Así empezaba el
poema: “Esta es la casa de los locos / Este es el hombre que vive en la casa de
los locos”. Y no paraba más. Cada estrofa iba agregando un nuevo componente a
la escena (“Este es el reloj que marca el tiempo / del hombre trágico y locuaz
/ que vive en la casa de los locos”), cada estrofa hacía una espiral más ancha
y vertiginosa, y abarcaba más y más, y cuando uno llegaba a la última, y el
poema se cerraba sobre sí mismo con la misma cantinela engañosamente infantil,
engañosamente neutra del principio, entendía perfecto por qué a su autora le
había llevado siete años terminar ese poema. El hombre que vivía en la casa de
los locos era Ezra Pound, el loquero era el Neuropsiquiátrico St. Elizabeth’s
de Washington y la autora del poema se llamaba Elizabeth Bishop.
Bishop era una
jovencita que tenía sólo un librito de poemas publicado cuando llegó a
Washington en 1949 a trabajar como consultora de poesía en la Biblioteca del
Congreso, recomendada por su antecesor en el puesto, el poeta Robert Lowell,
que tenía un don para descubrir talentos ocultos y ayudarlos con maníaco
entusiasmo. Poco después descubrió a la joven Flannery O’Connor, y se hizo
católico por ella: no por convicción sino para poder convencer al Vaticano de
que la canonizara en vida. Con la joven Bishop fue un poco más moderado.
Apenas, nomás: cuando la recibió en la estación de tren de Washington, le explicó
que entre las tareas que incluía el trabajo estaba la de visitar una vez a la
semana a Ezra Pound en St. Elizabeth’s. Pound había ido a parar ahí para no ser
fusilado: sus transmisiones radiales desde Roma en favor de Mussolini y Hitler
durante la guerra lo habían hecho acreedor a la condena de traición a la
patria. Primero lo tuvieron durante semanas en una jaula al sol, en un campo de
prisioneros en Pisa; cuando la comunidad literaria pidió clemencia por él, lo
internaron en St. Elizabeth’s, sin diagnóstico. Lo dejaban pasear por los
jardines, jugar al tenis, recibir visitas, lo dejaban hacer a sus anchas el
papel de poeta confinado, pero no lo soltaban (tardarían doce años en
convencerse y cuando lo hicieron, en 1958, fue a cambio de que se fuera a vivir
al extranjero), así que toda celebridad literaria que pasaba por Washington en
1949 pedía ir a visitarlo.
Lowell le
explicó a Bishop que era una experiencia única para una joven tan tímidamente
talentosa como ella, y se fue en el primer tren. No le dijo, porque le pareció
una minucia, que no eran tantas las visitas que recibía el poeta confinado:
primero porque no muchas celebridades literarias pasaban por Washington, y
segundo porque era sabido que las espléndidas, y egomaníacas, pontificaciones sobre
poesía de Pound podían derivar en el momento menos pensado al más áspero de los
silencios o a una catarata de invectivas contra los estúpidos que no entendían
las virtudes del fascismo. Así que cada semana en que no había nadie que
quisiera ir de visita a St. Elizabeth’s, la joven Bishop partía solita a
padecer al poeta, con una pila de libros y media docena de bananas, las únicas
dos cosas que Pound aceptaba recibir del exterior. Dos años duró en el puesto,
sin emitir una queja. La liberó del yugo una beca providencial que le permitió
escapar adonde más quería: la beca era un viaje en barco hasta el Estrecho de
Magallanes, y lo que ella quería más que cualquier otra cosa era irse al fin
del mundo; en ningún otro lugar estaba cómoda.
A Elizabeth
Bishop se le murió el padre cuando tenía ocho meses, y cuando tenía cinco años
internaron a su madre y no la vio nunca más. La adoptaron primero sus abuelos
maternos y se la llevaron a Nova Scotia, en Canadá, pero eran tan pobres que la
entregaron a los abuelos paternos, unos ricos asquerosos de Massachusetts con
quienes vivió perpetuamente aterrorizada de hacer algo mal (“Perdí a los ocho
años / el coraje de hablar / en la mesa de mis abuelos / y nunca lo recuperé”),
hasta que ellos se cansaron de su asma, eczemas y alergias y la entregaron a
una tía solterona que criaba pájaros exóticos y la puso pupila en un internado
donde, la mitad de las noches, la joven Bishop escapaba por la ventana y dormía
en un árbol. Toda su vida se había sentido un peludo de regalo: así se sentía
cuando llegó a Washington y así se seguía sintiendo cuando logró escapar hacia
el fin del mundo (no por nada escribió: “El arte de perder no es difícil de
aprender / Basta perder algo cada día / para aprender que / perder no es
–¡convéncete!– una catástrofe”).
No llegó nunca
al fin del mundo. En un agasajo, cuando el barco paró en el puerto de Santos,
se intoxicó con una castaña de cajú, la primera que probaba en su vida, el
primer bocado sólido que se puso en la boca al bajar a tierra. Terminó en el
hospital, estuvo días entre la vida y la muerte. Cuando abrió los ojos, vio
sentada a los pies de la cama a la persona que le había ofrecido esa castaña.
Era Lota Macedo Soares, una niña bien de tal talento para el paisajismo que el
mismísimo Gropius la había apadrinado. Lota le prometió a Bishop cuidarla toda
la vida, le construyó una casa de ensueño en Petrópolis, que parecía colgar de
la nada en medio de la selva y la montaña, y se la llevó a vivir con ella.
Quince años se quedó Bishop en esa casa. Allí escribió su poema sobre Pound,
noche tras noche durante siete años, a fuerza de cortisona y de gin, mientras
Lota dormía a su lado o estaba en Río de Janeiro trabajando en su magno
proyecto: el Aterro de Flamengo, ese espacio verde que debía hacer palidecer al
Central Park y a los Jardines de Luxemburgo. “Tú cultiva tu jardín, y yo el
mío”, le decía Lota cada vez que se iba.
En esa casa,
sola, Bishop recibió la noticia de que su segundo libro (aquel que contenía el
poema sobre Pound) había ganado el premio Pulitzer. La comunicación telefónica
era defectuosa, Bishop pidió que la llamaran al teléfono del pueblo, que estaba
en la oficina de correos, bajó caminando desde la montaña, atendió la llamada y
al cortar le dijo a la empleada, aún atónita: “Gané un premio”. La empleada
abrió la ventana y gritó a la calle: “¡Donha Lizabetchi ganó la bicicleta! ¡Los
demás pueden tirar los números!”, porque el único premio que conocía era la
rifa del pueblo.
Cuando le
informaron a Pound que iban a liberarlo, en 1958, y le preguntaron adónde iba a
irse a vivir, él contestó famosamente: “A Brasil”. Era una boutade nomás (la
respuesta completa había sido: “Veamos. Si Catay ya no existe, por qué no
Brasil”). Como bien se sabe, el viejo poeta terminaría eligiendo Italia como
destino, pero Elizabeth Bishop transpiró agujas de hielo, y no hubo gin ni
cortisona que le alcanzara hasta el momento en que pudo confirmar que el viejo
poeta había bajado del barco en el puerto de Génova (para proceder a hacer el
saludo fascista al enjambre de periodistas que lo esperaba). En los años
siguientes, Pound diría a quien quisiera oírlo que nunca leyó el poema de
Bishop, pero yo podría jurar que si la esposa de Pound, la violinista Olga
Rudge, no hubiera aceptado llevarse a Pound a Venecia (después de que él se
negara a recibirla durante sus doce años de confinamiento), la escena tan
temida por Bishop se habría hecho realidad: el viejo loco se hubiera ido a
Brasil, a hacerse cuidar y atender por la única persona que había sabido ver su
encierro desde adentro.
DEJA VU*
“De donde llega
ese ruido tan fuerte.
Sin embargo la
llave no quedó puesta”
ANDRÉ BRETÓN
Ha llegado con
pasos vacilante....
Ciudad dormida.
Credo extranjero.
Zurcidos a su
piel, uno a uno los colores de la calle.
No sabe
describirlos. Busca .No sabe lo que busca.
A quien busca.
Porqué. Sobre todo porqué
Tiene amor,
lumbre, palmeras y fulgores. ¿Qué habría de buscar?
Arrastra
piernas de tristeza flaca. La soledad es víbora que silva.
Desamparo
.Orfandad hermana .Partidas.
No conoce esta
comarca extraña. Pero está seguro, ya estado allí.
Recuerda las
bocas de sus calles. Sus ojos somnolientos. Sus pasos.
Sus pobrezas.
Las frígidas mentiras. El hambre y el sudor del hombre.
Un olor
desconocido lo estremece.
Remueve sus
entrañas. Sacude, agita. Vibra.
Es un olor
frutal, a hembra. A duraznero en flor.
Se reconocen al
instante Son parte de una leyenda arcana.
Penetran en las
profundas grietas.
Rómulo es Remo.
Temor. Tormenta
en vez de lluvia.
La lluvia tiene
piel de mujer.
En espera
infinita
Lo lame, lo
acuna, lo adormece en su pelaje oscuro.
El niño se
prende de los pechos duraznos.
Se hace pájaro.
Liba, muerde, muere.
Cierra los
ojos, paladea, goza, orina.
Ah, huerto de
los frutales. Refugio, acertijo improvisado.
Ha llegado a su
puerto.
Ya ha estado
ahí
No importa si
el hoy es solo ahora.
***
INVENTREN
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LA RICA
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SALADILLO NORTE
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Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland
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