*Obra de Walkala.
Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
Ruego*
Este viento
y su
prepotencia
no viene solo.
Trae recuerdos
en sepia.
Desarraiga mi
frente
en las cuencas
vacías
de su mano
indomable.
Viene arriando
el pasado
y tú sabes que
odio el viento
empecinado,
arrogante
que me lleva y
me trae...
Aúlla con voces
naturales
-que de otra
manera
no pueden
expresarse-
Y a través de
él, quemante
se desarman mis
palabras
en el medio de
la tarde.
Olfatea mi
aroma, indaga
atajos para
arribarme
y entra por mi
llaga.
La que no pudo
cerrar.
La que va por
la vida
desheredada de
mí.
A mi pesar.
Tú sabes que
odio el viento
que me lleva y
me trae!
Extiéndeme
tus manos
no me
desampares...
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
NO ES EL RAYO QUE CAE, DESLUMBRA, QUEMA…
LAS MARGARITAS
QUE SON ESO*
Recordar las
margaritas
sistemáticamente
recordar las margaritas
como un lobo...
como el hedor
las margaritas
que eran eso
(el pánico)
Recordarlas
como al grotesco
maloliente
recordar las
margaritas que son eso
(la sangre)
Recordar el
tallo inmundo
cada uno de los
inmundos dedos blancos
el llanto que
huele a tierra
las margaritas
apenas ladeadas
ornamento
incipiente
impávido
inútil
lábil
labial
lodoso
mientras otro
tallo inmundo desgarra
las margaritas
que son eso
(la náusea)
Una
verticalidad violentada
un responso
ficticio
un silencio
un flanco
ataviado del apremio
donde hay y no
hay unas manos que luchan
ahí donde las
burbujas del cerebro explotan
Las margaritas
que son eso
(el recuerdo)
*De Pamela
S. Terlizzi Prina. pameprina@hotmail.com
AMOR DE TIERRA*
El amor
ascendía entre nosotros
como la luna
entre las dos palmeras
Que nunca se
abrazaron…
MIGUEL
HERNÁNDEZ
Éramos dos
cipreses de pantanos.
Siempre lo
supimos, siempre.
No obstante
nuestros brazos se extendían.
Nuestros
cuerpos.
Desesperadamente
se buscaban
Incesantemente
moríamos.
Un grito hacia
el otro el otro, íbamos.
Buscando,
ciegos, sordos, mudos.
Creciendo para
arriba. Creciendo para abajo.
Bufando, como
toro a la luna.
Enterrando la
boca en nuestra ausencia.
Mordiendo.
Padeciendo. Sudando.
Los ojos en las
ciénagas. En los charcos, el sexo.
Estremecida
pasión de carne moribunda.
Amor de tierra,
quizás un día.
Solo un día,
quizás, nuestro fuego incinere.
Desde el
congelado corazón del invierno.
Acaso, octubre
se haga rosa.
Desde aquí te
ofrezco, mi latido de greda y mi bruma.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
PRIMER AMOR*
*De Antonio
Dal Masetto.
En aquellos
tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado.
Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes,
había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado
de popa a proa para ponerme a soñar con América. Miraba el horizonte y
fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y
sombreros de alas anchas.
Lo que me
esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido,
anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un
muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones
vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y,
finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
Lo primero fue
cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas.
Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me
pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y
soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no
alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba
quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada
convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único
que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
Lo cierto es
que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se
llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa,
con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para
entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor
y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas,
cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me
pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo.
Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo
de la perfección.
El domingo en
que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de
misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la
cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor. Vaya a saber lo que sentí
realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí
intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me
había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo,
donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de
agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las
noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el
terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como
aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si
algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la
prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía
aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y
me anulaba.
Después de
encontrarme con Renata, en los días siguientes, cuando averigüé que vivía en
aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había
en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía
a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”. Estaba
realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me
debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y
familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío,
percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La
esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado
cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal
blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor
y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad.
De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto
orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me
salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera
debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en
el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin
embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía,
sufría y me sentía vivo.
Y así, aquellas
calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias.
Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa,
me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga,
por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.
Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se
desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a
cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos,
encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de
frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces
sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que
anotaba:
“Martes
17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi,
me parece que me miró”.
Una mañana
toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no
supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola,
inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
—Traigo la
carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
No se dignó
tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
—Dejalo ahí,
sobre la mesa.
Obedecí. Cuando
ya me iba oí que decía:
—Esperá.
Me detuve.
—¿Por qué
siempre me andás mirando? —preguntó.
Sentí que me
temblaban las rodillas y aparté la vista. Me dije que no habría otra
oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano
decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
—Vení —dijo
Renata.
La seguí.
Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas
veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo
prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared
que separaba el terreno de la casa vecina.
—¿Sabés qué es?
—preguntó señalando con el dedo.
—Un rosal
—contesté.
—Eso es lo que
parece —dijo.
Se mantuvo en
silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo.
Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
—Mi bisabuela
se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo
sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que
ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A
la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo
cortó. El rosal volvió a crecer. Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un
día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó
embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había
asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no
paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a
chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
Mientras
hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí el chillido de los
pájaros.
—Dame la mano
—dijo ella.
Estiré el
brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al rosal para que me pinchara con
una espina. Soporté sin chistar, sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la
sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído
hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
—Ahora
—sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
Me soltó. Un
golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no
se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca
tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no
había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras
permaneciésemos ahí.
Ella volvió a
hablar.
—Andate —dijo.
No había
prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple
y clara de algo que debía ser hecho.
Crucé el
jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta
contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre
una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el
corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y
pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más
allá de las casas.
(De El
padre y otras historias)
Si la luna se
va sin una lágrima*
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Si la luna se
va sin una lágrima
algún cachorro
de león se vestirá de loto.
(Te dirán que
la luz es un enigma)
Cada noche es
un labio transparente,
un ojo
acariciante o la duda del soldado
ante el disparo
inminente.
(Se dice que la
oscuridad es subyugante)
Al compás del
silencio
bailan los
gatos una danza bárbara
asomados al
balcón de los recuerdos.
Cristales como
brasas encendidas
desprendidos de
un sol explosionado
acribillan el
cielo del crepúsculo.
Un rostro
impávido se disfraza de ventana
y la sombra de
un grito encharca el orbe.
-De La
estrecha senda inexcusable.
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
El túnel del
tiempo*
Está oscuro,
muy oscuro. Difícil es ver con nuestro único ojo dentro del túnel del tiempo.
Sin embargo lo sentimos, es acuático. En cierto modo denso, una melaza liviana
por donde nos deslizamos ayudándonos con nuestras aletas incoloras.
Muchas han sido
las aventuras ocurridas durante el largo viaje.
Al principio
del recorrido, encarnamos en artesanos y constructores, gigantes de horrible
temperamento: fuertes, testarudos y de fieras emociones.
Posteriormente,
fuimos encerrados por Urano, el dios primordial del cielo, en el Tártaro. Un
lugar de sufrimiento y castigo. Liberados por Crono, el primer líder de los
Titanes, aquellos dioses que gobernaron durante la edad dorada. Crono nos
utilizó para derrocar y castrar a Urano y luego nos regresó a la misma cárcel
de tormentos.
Zeus volvió a
dejarnos en libertad y en agradecimiento, le ayudamos a forjar rayos para ser
usados en la guerra que, el padre de los dioses y de los hombres, mantenía con
Crono y con otros Titanes.
En aquellos
tiempos, nos dedicamos a la construcción de armas de guerra: Brillos, truenos y
relámpagos para Zeus. Un tridente para Poseidón. El arco y las flechas de
Artemisa, el casco que Hades le dio a Perseo para que luchara contra Medusa y
también fuimos y somos, los encargados de producir los ruidos internos, de los
volcanes en erupción.
Apolo, uno de
los más polifacéticos dioses del Olimpo, pretendió, a pesar de nuestra
inmortalidad, habernos exterminado.
Luego fuimos
una tribu primitiva de enormes monstruos de un solo ojo, descubierta por Odiseo,
el héroe de la guerra de Troya, en una isla remota identificada como Hesperia.
Aseguran que
los hesperies, estábamos relacionados con los Gigantes y con una tribu fenicia
surgida de las gotas de sangre que cayeron sobre la tierra cuando Urano fue castrado.
El Gigante más
conocido de quien se tiene referencia, fue uno de los hijos del dios Poseidón y
de la Ninfa Toosa llamado Polifemo, que perdió un ojo por culpa de Ulises. Era
barbudo y tenía las orejas puntiagudas de un sátiro.
Después de
dichas manifestaciones corpóreas, se perdió completamente el rastro de los
cíclopes, nuestro rastro. Ninguna referencia histórica ha vuelto a mencionarnos
hasta ahora. En esta etapa del viaje y a efectos de continuar el camino, hemos
encarnado en tiburones albinos, obviamente cíclopes. Nuestra misión continúa
viajando a través del tiempo, en este caso, por el túnel acuático de las
cavidades marinas. Lo hicimos durante miles de años. Ahora nos han
interrumpido. Uno de mis hermanos, fue atrapado por un pescador a los alrededores
de la isla Carralvo, que se encuentra sobre las prístinas aguas del Golfo de
California. Luego de asesinarlo, lo ha entregado a las garras de los
investigadores humanos. Nuestro viaje se encuentra momentáneamente postergado.
De todas maneras, no hemos abortado el objetivo. Aunque sin cumplir, por el
momento, deberemos mantenerlo en el más absoluto secreto hasta que, el hombre,
vuelva a perder rastro y regresemos al camino, dentro de la persistencia
conservada por tantos siglos. Pronto llegará la orden, acabará el viaje y el
mundo actual… sabrá a qué hemos venido.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
Anudados*
Cintas que
desnudaban en un solo movimiento el camino de la vida. La vida como un cuento.
La luna desataba fulgores que impregnaban tonos de sorpresas líquidas.
Como fragmentos plateados, luces, guijarros de belleza, invadían todo. Ellos se
daban a la noche como al agua los peces
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
*
Aprendemos,
al paso de los
años,
que el amor.
esa fuerza
de la
naturaleza,
no es el rayo
que cae,
deslumbra,
quema.
El amor
es desprenderse
de sí,
como la lluvia
cuando cae
mansa
sobre la
tierra.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
***
http://inventren.blogspot.com/
EL BLUES DEL
TREN DE LAS 11.40*
(De la Estación
Santiago Garbarini – Ferrocarril Provincial)
El miedo había
estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado acompañándolo todo el
tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en cada instante de las once
horas transcurridas desde el histórico "suficiente" pronunciado por
Gómez Laurenz para convertirlo en abogado.
Había estado
allí, oculto entre los pliegues de su conciencia, aguardando el momento
propicio para asestarle esta dentellada feroz y traicionera, para inocularle
este hielo en la sangre que lo retenía impávido en la vereda penumbrosa de la
pensión, clavado junto a la puerta de calle con el corazón sobresaltado,
temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me
pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya serás todo un doctor,
pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La excusa invocada por
Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta todavía resonaba en
su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y un después. El abrazo
fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la mejilla, su promesa de escribirle
cartas, su grito cariñoso mientras el taxi se alejaba pidiéndole que no se
olvidara de ella, habían quebrado algo en su interior. La sensación de
eternidad se había desmoronado de golpe, dejando al descubierto el miedo (el
miedo que siempre había estado allí), anunciando el previsible final de la
tregua, la confirmación innecesaria de lo que él ya sabía. (Porque él lo sabía,
lo había sabido perfectamente durante mucho tiempo, quizás desde aquel lejano
recelo experimentado al subir por primera vez las escalinatas de esa Facultad
que parecía tan enorme. Era como entender algo sin palabras, sin pensarlo en
forma expresa. Sólo que una cosa era presentir que iba a doler, y otra muy
distinta comenzar a sufrir el dolor real).
Miró la hora en
un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la madrugada. El sonido de la música
y las risas llegaba desde el patio como un rumor asordinado. Cerró la puerta
tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras con una vaga sensación de
malestar hormigueándole en las venas. El patio bullía en animado desorden y
nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De pie bajo el farol macilento que
iluminaba tenuemente la reunión contempló a sus amigos con una mirada
melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que no podría atraparlo nunca.
Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose de cualquier cosa,
atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas parada sobre una
silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de una pizza de
tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos malos; en el centro del patio,
Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como si se hubieran
recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá en el fondo,
Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los presentes.
Se sintió raro.
Recordó que apenas una hora atrás se había deslizado hacia la pared de la
enredadera con sigilo, como si temiese romper un hechizo, con el único objeto
de gozar del alegre trajín de brazos, manos y bocas, la alborozada evolución de
los gestos en torno a la mesa rectangular. Recordó que, merced a una súbita y
mágica revelación, había comprendido entonces que se hallaba en el medio de uno
de esos infrecuentes y escurridizos momentos plenos de su vida, una de esas
seis o siete ocasiones anuales en que podía afirmarse que vivir valía la pena.
Y recordó también que en ese instante, justo en ese instante, había concebido
la delirante idea de clausurar todas las salidas y secuestrar a sus amigos,
tomarlos por rehenes y exigir desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien
fuere, que esa reunión durara para siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana,
sin quererlo, acababa de destrozar la frágil utopía. Ahora que las heridas
invisibles comenzaban a sangrar no existía modo de volver a construirla.
-¿Bailamos,
caballero?
La voz
inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no había advertido
aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y pudo ver a Laura
haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una
tontería para disimular y se dejó arrastrar por la muñeca hacia el centro del
patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del monstruo y los fantasmas, del
porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la magia pareció posible. Pero fue
sólo un espejismo transitorio. Un instante después, al recibir el perfume de
Laura en pleno rostro como una bofetada del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo
de aquel Baile de la Primavera en que se habían conocido y la grieta en su
interior se abrió de nuevo. Pensó en los seis años que habían pasado desde
aquella noche, desde aquella Laura aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis
años, Dios!- le ocasionó un vértigo fugaz, una suave opresión en la boca del
estómago que ni siquiera el ruidoso trencito que los bailarines habían
comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se
acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa misma fiesta que para los
demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que
él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes, irreconciliables. No
importaba que él volviera a su pueblo y ellos se quedaran. Lo que contaba no
era la distancia física sino otra clase de lejanía. "Ahora vas a tener que
usar corbata todo el día, bagre", le había dicho Aldo al llegar, y sólo en
este momento se le revelaba el significado oculto de esas palabras. No más
Facultad, no más pensión, no más trasnochadas en los bares del bulevar, no más
vino con amigos. Final del juego; estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como
si una puerta se cerrara inexorablemente a sus espaldas. Como si, al igual que
la fiesta, la vida siguiera sólo para sus amigos, no para él.
"Si
supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido dirían que estoy
loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la cocina con la
excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba a derrotarlo.
Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una salida tan
sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés sacarte una
especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y era
cierto, pero su número no había salido premiado. Ahí estaba el monstruo,
entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula impresión de
sentirse un viejo a los veinticuatro años.
Descubrió con
estupor que el título de abogado le confería carácter de extranjero. La ciudad
lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su condición de cuerpo extraño,
pero el regreso a su pueblo sólo serviría para acrecentar su certeza de que él
ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el orgullo emocionado de padres y
hermanos, la alegría vulgar de su novia, la infantil idolatría de sus sobrinos
y supo de antemano que en nada ayudarían a aliviarlo. Se vio a sí mismo
desterrado en la calma soñolienta de un perpetuo domingo y se sintió vacío,
como si la vida se acabara mañana mismo.
Como si la vida
se acabara con el tren de las 11 y 40.
Sin embargo, no
era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba de la preocupación por un
futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se trataba de algo mucho más
urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin remedio, la desesperante
sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de
las peñas, los bailes, los asados de comisión, los campeonatos de truco, las
reuniones de damajuana y choripán, las mateadas interminables hasta el
amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de la Facultad para hablar
de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una revoluciones planeadas y
ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se trataba de la nostalgia, ese
roedor implacable que había comenzado a mordisquearle las entrañas.
Se acercó con
el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería bebiendo vino.
Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se dejó caer sobre una
de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa rectangular. Se quedó
mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar incierto de la noche estrellada
de diciembre, bosquejando mentalmente el momento en que partiría rumbo a la
estación acompañado por los sobrevivientes de la fiesta. Suspiró resignado.
Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien fuere lo había vencido. Se podía, sí,
escuchar a José Luis contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que recitara
poemas de Machado y a Willy que imitara profesores, se podía pedirle al Pato
que cantara un blues de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso podía él
mismo, como tantas otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso hasta
quedar disfónico, pero era inútil; el tren permanecería allí, como una
obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el
frágil consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso
demencial de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.
A lo sumo,
pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía que cantara
algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la conciencia
adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y confortable.
Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última anestesia y
aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación entre la
imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes, recién
llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que era
sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de
nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen
para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar
las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y
aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se
independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran
lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera
necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese
acre sabor a final, a despedida.
"Ojalá no
amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con un dejo de melancolía, como
si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró sorprendido, con una sonrisa
entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes, pero no dijo nada. Sólo
extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un abrazo tierno que pretendía
ser indestructible. Dejó luego que su cabeza resbalara indolente y se acurrucó
en el regazo de su amiga.
Alguien apagó
el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes se le antojó
sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el momento en que las primeras
caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del fondo.
Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda lasitud,
mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.
*De Alfredo
Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
-Texto incluido
en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa
Fe - 2009
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PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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