jueves, noviembre 19, 2015

EN EL VIENTRE DE LA TIERRA…


*Obra de Julio Ovejero.

-Muestra de las obras de Alfredo Ceverino y Julio Ovejero. En el Espacio Cultural Julio Le Parc
Hasta el 23 de noviembre del 2015.







Las lluvias con que comienzan tus nombres
hacen aullar a los coyotes, saltar a los conejos *



Hueles a raíz,
abeja de los cinco montes,
aurículas de espiral oscuro
con que miramos la calma de las tardes.

Hueles a corteza,
a resina,
a saliva,
abeja de marismas siderales.

En el mar de tu voz
se arrulla el sesear de la serpiente,
corazón húmedo de tus ojos.

Aves en silencio de soles
con juegos de luna.

Miel de vapores
que en círculos
recorre la melodía de la urdimbre.

Te extrañé
porque así debía de ser,
porque una parte
del estambre de mi corazón
se enredó entre tus pies:
se deshilacha
como madeja de jade,
viejo dios que en otrora escondió
sus tres mil pares de dientes
en el vientre de la tierra:
así es narrada la preñez de la montaña.

Hueles a raíz,
abeja de los grandes ojos.

Hueles a manantial y piloncillo,
abeja de mis quereres,
abeja de mis abrazos,
abeja del ungüento que desencadena delirios,
traba mi lengua entre mis dientes de serpiente:
sesear de soles bailarines
en coreografías que nunca se repiten,
aunque nomás nos sea dado
un mirar de lo mismo.


* De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com








EN EL VIENTRE DE LA TIERRA…









Pronóstico del tiempo de un hombre pos-apocalíptico*



Muy buenos días-noches oyentes míos.
Los que aún queden, los que aún puedan oír.
Donde me escuchen, quizás bajo el cemento,
detrás del denso plomo o los sacos de arena.
Por la mañana el cielo será aluminio,
al mediodía quizás sea malva o perla,
y al atardecer veremos quizás juntos,
todos los gritos terribles del turquesa.
Para todos aquellos que aún puedan ver.
Los que puedan arrastrarse, o corcovear.
Los benditos malformados de esta tierra.
Para aquellos que aún recuerdan la luna.
Porque hubo una bella luna alguna vez,
los quietos Libros del Olvido la registran,
Regía una extensión de agua llamada mar.
¿Se imaginan? ¡Más agua que en un vaso!
Mar y luna ya son olvido, un viejo sueño.
Los cohetes grises nos privaron de ese cielo.
Los relojes perdieron sus agujas y el ciclo.
Y los mares son ahora agitados desiertos.
Algunas naves escaparon hacia el cobalto.
Tal vez hacia Marte, no mucho más lejos.
Algún día tendremos informes de ellos.
Mis oyentes, yo les avisare si así sucede.
Por las tardes vendrán las lluvias negras.
No es hollín, hay quien dice que es sangre.
Nos brindaran un espectáculo púrpura,
para mirar seguros detrás de los cristales.
Frío por la noche ¡Que noticia fresca!
Ya que nadie sale desde hace un siglo.
Hay que abrigarse de todas maneras.
Los túneles ya son una tumba helada.
A no decaer infelices casi-humanos míos.
La última rosa aún florece bajo el cristal.
La rosa de Milton y la soberbia de Jericó,
por la cual todos soñaremos esta noche.
Los vientos a la hora del sabroso grillo,
nos traerán esos momentos de nostalgia.
¿Recuerdan la voz de Louis Armstrong?
Entonemos entonces el Blues de San Luis.
Muy buenos días-noches oyentes míos.
Los que aún queden, los que aún puedan oír.
Donde me escuchen, quizás bajo el cemento.
Detrás del denso plomo o los sacos de arena.


*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com










SUS OJOS*




No había nada detrás de sus ojos

sólo un mar sin movimiento

un mar

de aguas oscuras

con peces nadando en cámara lenta

y sirenas desmenuzadas

en un fondo sin fondo

entre montañas hundidas

que alguna vez fueron

remotamente

animales que el tiempo extinguió.

Sus ojos

a pesar de todo

buscan

en mí

otro mar

parecido y distante

para acariciarlo con su mirada.



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com

-De “LOS DÍAS”
Primer Premio Concurso de Poesía “Horacio Armani”
Fundación Victoria Ocampo 2014












Patagónica*



*De Antonio Dal Masetto.


Después de horas de andar hacia el sur por la extensión patagónica que no tiene fin dejé la camioneta y me aparté del camino de tierra y me asomé al acantilado y allá al fondo estaban esos oscuros y misteriosos animales que aman el mar y se abandonan sobre la arena a recibir el sol. A mis espaldas tenía el desierto, hacia adelante el océano. Desierto y océano prolongados uno en el otro, anudados, barridos por el viento que nunca cesa. ¿Qué dioses habitan esas vastedades? ¿Son dioses que están buscando todavía sus formas o se resisten siempre a la forma? ¿Qué poder ejercen sobre los viajeros? ¿Qué poder sobre mí? Permanecí ahí, vaciado de ideas, bajo un cielo pálido, cruzado por masas aisladas de nubes que se desplazaban rápidas de Sur a Norte. Yo esperaba. El viento insistía sobre mi espalda y sentía cómo pretendía moldearme y unificarme con todo lo que me rodeaba, un accidente más, piedra o arbusto, una cosa rota arrojada a la frontera ilusoria entre la tierra y el agua. Mi nombre, mi voluntad y también mi historia se disolvían. Ahí, en la prepotencia y la indiferencia de los elementos, ante el misterio y la desmesura, yo me liberaba de compromisos y esperanzas, no era nada ni nadie, no pertenecía a nada ni a nadie. ¿Era ése el poder de aquellos lugares: esa invitación, ese llamado al desprendimiento y a la renuncia? Después, repentino, hubo un cambio de luz. Por unos segundos un gran resplandor iluminó una franja de mar y me cegó. Bajé la mirada y descubrí, a centímetros de mis pies, protegido en una cavidad formada por la erosión del terreno, un manchón de musgo de un verde intenso. Aquel verde se oponía a la sequedad que lo rodeaba, era un pequeño milagro en la aridez general. Desde ahí una voz comenzó a hablarme. La voz se obstinaba en señalarme que aquél no era sino un lugar de tránsito, una estación de la que habría que partir en algún momento. Me recordaba que debería regresar a las caras que quería y detestaba, a los incentivos y las desilusiones de cada día. En fin, el mundo de siempre. Y entonces percibía cómo poco a poco crecía el impulso de darle la espalda al mar y al desierto y a la invitación a la entrega. Sin embargo, minutos después giraba la cabeza a derecha e izquierda para abarcar el espacio sin límites, buscaba allá abajo los animales quietos y sentía que era en esa dirección donde debía partir, que era hacia ellos donde debía ir. Y luego de nuevo volvía el reclamo de aquella mancha verde y a continuación otra vez la tentación del vacío, y así pasaba de una propuesta a otra, de un arrebato a otro, del platillo de una balanza al otro, entregado, rescatado, entregado, rescatado, y en el sí y el no de cada instante ambos platillos pujaban por quebrar el equilibrio. Y bajo el cielo que comenzaba a ensombrecerse, en el viento que soplaba cada vez con más fuerza, era como en esos sueños en que algo está a punto de resolverse y nunca se resuelve. Igual que en los sueños, también en lo alto de aquel acantilado hubiese sido inútil intentar gritar.















ALBEDRÍO DE URÓBOROS *


XV



Vengo a decir dinero.
Temprano.
En el momento de verter cargamentos con ayuda de herramientas mecánicas. Entre los desperdicios.
De volcar el naufragio cotidiano de las megaciudades en hectáreas baldías.
Donde las aves blancas sobrevuelan un mar de desamparos.
Mientras cada contrato mentiroso ignora lo acordado.
Da de baja las firmas y los sellos.
Esas tintas de sombra que se arrastran.
Como si subterfugios de indecencia no fueran eficaces.
En tiempos en que el mundo presiona más que nunca.
Y el orbe se obsesiona con contabilidades.
Y en los altos congresos, las sonrisas discuten, se apasionan y prometen futuros.
Aunque supongan casi irrealizable regular inspecciones.
Tratamientos.
Desvelos.
Vigilancias.
Hasta monitoreos compartidos.
Ahora que la lluvia precipita sus gotas sediciosas rodando igual que aceite a las clepsidras.
Y minuto a minuto descompone los residuos biológicos.
En tanto desdibuja el contornos de bolsas, de latas aplastadas, de los envases plásticos.
Exhibe esos perfiles inorgánicos.
Aferrados al viaje cual desnudos parásitos.
Maliciosas tinajas.
Estatuas de elastómeros superando la historia.
Si solamente valen las enormes ganancias y el rol recaudador de los estados.
De todos modos puede, la opulencia, recurrir a listados de gobiernos con menos suspicacias.
Dispuestos a mirar hacia otro lado.
Restándole importancia a polos petroquímicos, basurales yaciendo a cielo abierto o la ausencia de plantas para filtrar los líquidos cloacales.
Los pobres no consiguen salvaguardar su ambiente.
Nacen predestinados.
Culpables de arraigarse en los olvidos.
De convivir con ratas, alacranes, gusanos, pulgas, moscas y mosquitos.
Cumpliendo una condena de exterminio.
Canjean sus jornadas de hambrunas rigurosas por un puñado urgente de esperanza.



*De Norma Segades Manias. segadesmanias@gmail.com












LA CORDILLERA*




Al norte de los montes pelados, allí donde la vegetación se adueña de las piedras y cubre los caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un pueblecito. Se trata de una pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas regiones y la falta de cuidados. Frente a la puerta de la antigua capilla se extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una hermosa fuente de piedra, no menos antigua que los edificios circundantes, de la que no cesa de manar un agua fresca y cristalina. Las construcciones que rodean la plaza son fuertes y austeras, con paredes muy gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno, puede verse surgir un humo denso y oscuro, producto de la combustión de los tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la nieve que poco a poco va blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un intrincado camino de algo más de metro y medio de anchura al que los aldeanos denominan pomposa y llanamente “carretera”. “…No, señor. No somos muchos los que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos tan viejos como yo. Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos todos. ¡Qué va! Siempre está viniendo gente, como si aquí hubiera algo… Sí, vienen de otras aldeas pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y también, fíjese, de la ciudad. Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del sur”. Invariablemente del sur… Hacia el norte se halla la cordillera.
Nadie sabe qué hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados, con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un nuevo equipo visita la zona. “… y así desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se quedan aquí en secreto. Abandonan sus modales, su pedantería y muy pronto se confunden con nosotros. Pero nunca conseguimos enterarnos de nada. No sabemos qué es lo que miran y remiran tantas veces por los aparatos. En el pueblo se dice que igual quieren saber cómo son de altas las montañas. Cuando llegan se les ve ansiosos, preocupados. Se ponen a trabajar como si no hubiera otra cosa en la vida, sin importarles que pueda descargar una tormenta, noche y día, hasta que encuentran o creen que han encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro días sin probar bocado, y eso que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya sabe, somos buena gente. No duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como si hubiera ahí algo que nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la verdad, no creo que estén midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una tarde que lo que hacen es mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay al otro lado. Debe ser algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan contentos. Aunque mi hermana dice que son los guisos que preparamos para ellos lo que les pone de tan buen humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y ella debe saberlo, porque estuvo una vez.” Otros ancianos, más leídos, consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de la roca que forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a través de la piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el gobierno está construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que pasará muy cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de gente desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de sus hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y las estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que se aventuran a alejarse de sus casas. Los jóvenes, ante la falta de expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se dice que hay trabajo en la industria y buenos salarios; pero siempre regresan, cansados, viejos y sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas cultivable. A veces, en la madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos con un macuto al hombro dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca regresan. Jamás envían correspondencia. “… Al principio organizábamos batidas por el bosque, rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada. Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos. Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los primeros días, su familia los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a ser como antes…” Desde tiempo inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo año tras año como en una secuencia interminable. Siempre con idénticos resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera. Todos los días llegan automóviles cargados de personas provenientes de los llanos del sur. Todos vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos escaladores. A la mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera para no regresar. “… En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice son las más tendidas. Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la capital cuando era joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue el momento, subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles y nuestros huesos pesen demasiado.” De momento, el pueblo se está quedando desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las ciudades. Y los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño, apenas logra reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente de piedra o en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí, sentados, van dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras mirando por las ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera de lo que el viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada uno de ellos, cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior. Entonces, aunque el día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos en una bolsa los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin una lágrima, hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros valles, de otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com











PIEDRAS*



Dame tu piedra de silencio.

Tengo mi piedra de palabras.

Tal vez pueda hacer con ellas

como el hombre originario,

el primer fuego sagrado.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









*



Si yo olvido,
si definitivamente
pasa que me olvido,
si te olvidás,
como si hubiesen muerto entre tus manos
el viento, el agua, el cielo, lo que dura,
si juntos olvidamos para siempre
como debieran ser todos los olvidos,
si eso pasa,
si de una vez por todas
eso pasa,
qué nos hará temblar.



*De Valeria Pariso.

-De “Del otro lado de la noche”, El Mono Armado.







InvenTREN



Las aguas y los dioses*



En este lugar, aquí, en este hermoso lugar hay verde. Aquí, en este sitio existe el verdor. Aquí es bello, aquí hay plantas. Eso decíamos.
Nosotros, los mapuches, nosotros, los salvajes ignaros decíamos Carhué y era decir nuestra casa, era decir la tierra, era decir mi familia, mi ancestro más remoto, mi vida. Decíamos Carhué y decíamos amo la tierra verde.
Y el lago Epecuén nuestro lago Epecuén era salado. Salado como el mar más reconcentrado, tan salado como si el océano hubiese sido puesto al fuego en una olla de barro y hubiese hervido despacito hasta que el agua fuese casi sal. Así era el lago, así lo extendieron los dioses oscuros sobre la tierra verde. Y era el límite del verde. Más allá venía la pradera que se tornaba páramo, hasta allí las pasturas y la facilidad. Hasta allí lo cálido y amable, a partir de allí ese límite, ese exterior, esa felicidad que se consigue con mayor dolor. Porque, debo decirlo, también esa era nuestra casa, y así como se ama al hijo obediente, se ama inevitable y dolorosamente al hijo que se eriza en espinas y baldío.
Era Carhué y era el lago de sal. Y fueron los hombres que ya estaban pero estaban todavía lejos. Eran los hombres del color de la blanca muerte, que nos habían dejado tranquilos hasta que su codicia los forzó a extender los brazos más lejos que el corazón. La codicia les dio hierros en los brazos y les dio hierros en los pies, y Carhué que era mi hogar fue mi tumba, y mis lugares tomaron nombres que nunca les casaron, nombres que se resbalan porque no los pertenecen. Pueblo Adolfo Alsina, lago San Lucas, nombres extranjeros, nombres que se desvanecen bajo el cielo de la América y que mi boca no puede pronunciar sin hacerse violencia.

Llegaron los hombres de hierro. Se quedaron los hombres de hierro.

Vinieron en su propia bestia humeante como quien llega montado en una pesadilla. Le dicen ferrocarril a la bestia de fuego, a ese monstruo negro y temible. En tres grandes bestias llegaban los hombres blancos y seguían trabajando para su codicia.
No les bastaba la laguna de sal. Ya no estábamos nosotros, yo era ya polvo de huesos bajo mi tierra verde cuando los intrusos que vendían baratijas y habitaciones y bañadores a rayas quisieron obligar a la tierra a dar más de si. No les bastó ver nuestra tierra, se la apropiaron; no les bastó apropiarse de la tierra, la quisieron doblegar con sus canales y sus terraplenes. No era suficiente con el nuestro lago, no. Hicieron un lago ellos, un lago dulce, trajeron el agua desde otros lados que no son este lado, que no pertenecen a este lado, y con ese agua extranjera hicieron ese nuevo lago y cambiaron la historia de la nuestra tierra.
Y el diez de noviembre uno de los dioses oscuros miró la tierra que era verde, abominó el lago dulce, tomó una palabra, pronunció una nube de ceniza, y el terraplén cedió, y la ciudad conoció el olvido del agua silenciosa. Y el agua avanzó como un ejército en marcha, y las puertas se hincharon en sus marcos, y el inexorable pasado se acumuló sobre los ladrillos de la ignominia. No tañe la campana bajo el agua, no acuden los niños a las escuelas, diez metros de agua se comprimen sobre las plazas y los tejados.

Me duermo en mi tumba ahora. Mientras me adormezco canto quedo una melodía que ya no encuentra cuerdas para sonar. Siento la luz de la luna quebrada sobre el pueblo sumergido. Descanso ahora. Los dioses juegan sus juegos, un pez desprende silenciosa, lentamente, una escama de madera de una silla que se pudre.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com



***
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1 comentario:

laura dijo...

Hermosa, como todas. La disfruté. Gracias