*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell. Argentina
*
No alcanza con
tomar la angustia
de un ala y
quitarla del vidrio.
La angustia no
es una mariposa.
La angustia
vuelve, trae nombres,
evoca sangre
amada, me sigue,
me sigue, me
sigue, me sigue
y no hay lugar
sin vos
donde
esconderse.
*De Valeria
Pariso.
("Del
otro lado de la noche", Ediciones El Mono Armado, 2015)
LA ANGUSTIA NO ES UNA MARIPOSA…
Mujer mirando al
vacío*
Parada frente
al mar
con un reflejo
gris en su mirada.
(Se diría
perdida en la nostalgia,
la nostalgia
del mar, que no se agota)
Parada frente
al mar.
La ciudad a su
espalda
(esa ciudad que
antaño fue promesa
y hoy es sólo
glacial encrucijada)
y una muda
tempestad de arena
bajo sus pies
descalzos.
Ante ella hay
un mar incomparable
que sus ojos no
ven, un cielo transparente,
una distancia,
la levedad
impronunciable de la brisa.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si
mañana no amanece.
Con su voz...*
el alba canta
sin partituras ni instrumentos
se deja llevar
por la luz
por los ciclos.
Sólo calla
cuando las tinieblas están de pie
y las rodillas
de los cipreses
no la dejan
subir.
Está tan bonita
con su solo de luz
tal, que parece
exclusivamente
dirigido a mí...
Descuelgo el
corazón guardado
en los armarios
y lo expongo.
Sin amparo.
Con su
herrumbre.
Vulnerable a su
voz.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
EXILIO*
Hormigas
melodiosas transitan por su sangre,
Y todo, todo es
nada: solamente un recuerdo
ARIEL FERRARO
Nunca te dije
que me quedé por miedo
Por un brutal.
Feroz, insustituible miedo.
Coloque en tu
valija tu jean, una foto y mi gastado miedo
Partiste en
plena noche. Como un bandido.
La muerte
silabeaba con boca de zafiro.
Me dejaste
libros, despedidas.
Y el miedo,
animal, impío, sanguinario.
Prefería la
muerte a la partida.
Pero quedó la
herida. De muerte, herida.
Herida miedo.
Estaba en todas partes, en todas, todas.
En tu silla
vacía. En la guitarra.
En el perro
llorando. Lastimeramente.
En la mesa con
mantel de desvelo.
En los diez
mandamientos de mi manos.
En mi boca
cocida. En mis ojos atados.
En el mapa de
tu cuerpo en mi lecho.
Quedaron sacos
rotos.
Olor a patria.
Sabor a viento claro.
Tierra natal.
Muertos. Crujidos.
Disparos que
ahuyentan las palomas.
Te has llevado
mi pena, ay mi pena.
Y has dejado la
tuya. La tuya mía, corazón.
Un pedazo mío
tuyo te has llevado.
Un clavel. Un
malvón. Un café.
Un pájaro de
bruma. Un dragón. Una tijera.
Corto la
espera, sentada en el umbral.
Como ayer,
anteayer, mañana, nunca.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*
Éramos niños
bajo las
higueras.
Así
se hace el amor
-me dijo-
y su mano
desarmó mis
trenzas.
Mi madre nos
llamó.
Corrimos
por el patio
hacia la casa
cubierta por
las enredaderas.
Nos reímos
mientras mi
madre
nos daba la
merienda.
Él no quitaba
los ojos
de mis trenzas
sueltas.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
26 *
Un día
comprendimos
que era
necesario
construir esta
casa.
Debíamos
guardar/
muchos
caracoles.
Realmente
muchos.
Todos los que
la ira del mundo
separó del mar.
*De Valeria
Pariso.
("Donde
termina esta casa", Ediciones de la Eterna, 2015)
SUPERFICIES
BRUÑIDAS*
En un rincón la
Santa Rita alarga brazos espinosos con un color violento, un rosado que ha
tenido comercio con el rojo más sangriento y en algún momento ha tenido azul en
sus ancestros. La madreselva le disputa el lugar, embalsamando el aire con el
perfume dulce que exhalan sus flores. Éstas son espigadas. De largos pistilos
vacilantes; se abren blancas pero luego se resignan a un tono cerúleo que les
anuncia la proximidad del fin de su pequeño tiempo, la caída, la disolución en
una tierra aparentemente inerte pero viva de insectos delicados con antenas
temblorosas.
Hay, también,
un ligustro que florece apretadamente, con otro aroma menos de botellita de
cristal de Baccarat que de prado esmeralda con ovejitas. Más modesto el aroma
del ligustro que el de la exquisita madreselva, pero quizás es por eso que se
instala entre las emociones más profundas, y perdura fresco e inocente en la
memoria.
Del seibo se
arrojan por cientos las flores con forma de cabeza de pájaro. Rojas sin matiz,
duras, tan sin dulzura como el árbol retorcido del que proceden, y sin embargo
el ceibo uno de los árboles más honestos del parque, sincero en su rusticidad,
sin los alardes del álamo plateado que hace trucos de magia con el viento,
mostrando sus hojas ahora verdes, ahora de plata.
Llueven bolitas
amarillas del paraíso, y llueven estrellitas blancas, que crean un firmamento
espejado sobre el césped. Hay calma.
La mujer en la
reposera toma delicadamente, con los dedos índice y pulgar, un pellizco de la
capa superficial de la realidad y la levanta un poco, con cuidado de no
romperla. Le ha sucedido que se forme un agujerito, y al quedar sin piel, con
la herida húmeda, se dejaban ver en ese sector los colores crudos y las formas
precisas que la piel atenúa y difumina.
No quiere que
su realidad tenga lamparones que le produzcan escozor, lleva un trabajo de
muchos meses para que se regenere una piel nueva, y suele quedar más gruesa o
más delgada, pero en todo caso diferente y acusando un parche.
Con el índice y
el pulgar separa la fina capa translúcida, que al estirarse se torna más
transparente. Ya puede adivinar los monstruos. Una forma gelatinosa palpita
unos segundos y luego se sumerge en las profundidades.
El corazón de
la mujer se hace notar en su pecho, y una opresión se va instalando, se va
expandiendo desde la garganta. Hay una sensación de peligro, de estar en
equilibrio a gran altura. Sensación de proximidad de lo irreparable.
Inmóvil para
que no se derrumben paredes de papel, siente la atracción del abismo.
Imperceptiblemente, estira un milímetro más la piel de la realidad anticipando
la rotura, el quedar con un trozo de epidermis entre los dedos. Tira otro
milímetro con los oídos, con los ojos, con todo el ser fijado en las
profundidades que empiezan a distinguirse con mayor claridad.
Sobre su cabeza
un benteveo de pecho amarillo llama a su compañero, las calandrias buscan
insectos dentro de los laberintos verticales de las enredaderas, el follaje de
los álamos imita el mar. A su alrededor se afanan las hormigas, libélulas
negras y libélulas turquesa se sostienen inmóviles en el aire. Ranas minúsculas
flotan en la piscina con las patas extendidas.
Ella no escucha
los pájaros, ni nota que el sol se ha ido corriendo, que la sombra se ha
alejado de su reposera y ha quedado totalmente expuesta al sol feroz del
verano. Respira por la nariz el aire que exhala por la boca, está toda cerrada
sobre el instante elástico del miedo, de la expectación, de esa cornisa
aterradora que invita al salto.
Un milímetro
más que estire la película hacia arriba, un minuto más que prolongue el
esfuerzo de la piel por no desgarrarse, y acaso sea entonces la herida, la
visión exacta del campo de las pesadillas, y sea, otra vez, una época de dolor,
vendajes, desilusiones.
De muy pequeña,
cuando iba a la iglesia, miraba fijamente al sacerdote, hasta que veía
alrededor una especie de doble imagen que coincidía o no al mover las pupilas.
Cerraba los párpados y ahí estaba, iluminada y precisa, la silueta del cura
recortada con una tijera de luz. De niña jugaba ya con los anversos y reversos,
con las ilusiones ópticas, con lo ilusorio en general, con lo aparente que hace
incognoscible lo real.
Entre el índice
y el pulgar la piel de lo aceptable, lo cotidiano, lo seguro. Esa película
dejando ver el dibujo de la hoja de abajo como papel de calcar, papel manteca,
papel aceitado. Esa película hecha cristal esmerilado que permite y no permite
ver, que apenas deja entrever lo oculto cuando ella la estira audazmente con el
riesgo de que se rompa, y algunas fauces dentadas, algún tentáculo
inaceptablemente nocturno irrumpa en este lado de sol, de sombra concreta, de
previsible monotonía.
Pero qué hay
allá abajo, cuáles son los monstruos y cuál constituye su materia crepuscular.
En qué momento el pellizco fue brusco, se rompió la piel, quedó el hueco como
cuando en el hielo los osos polares hacen un agujero para que alguna foca
emerja la cabeza perruna.
Cuando alguno
de sus espantos ha acercado el rostro al límite. Peor. Cuando ella rompió la
piel y dejó abierto un hoyo en la fina barrera entre esto y aquello, el rostro
de su pesadilla ha tenido mueca burlona. El temible rostro se ha reído con el
hocico lleno de dientes afilados, la ha mirado directo, fijamente y con satisfecha
malignidad, señalándole sin necesidad de palabras cada incongruencia
injustificable, cada penosa bajeza, todas las excusas que usa, ella,
convincentemente con los demás pero que sabe, ella, que son útiles maneras de
no verse obligada a modificar el orden de las cosas.
Ahora, en este
momento suspendido de intolerable lucidez reconoce frente a sí y en soledad,
únicamente para sí y para su propia vergüenza, que esa mujer que es su hija,
pero que es una mujer y un ser separado de ella, independiente y ya ajeno,
reconoce que esa mujer su hija le desagrada visceralmente, desde el centro del
cual emanan implacablemente todas las manifestaciones que hacen la presentación
de la persona.
Ve a su hija
con la minuciosa imagen compuesta de sensaciones, retratos, recuerdos ligados,
historia presente, olores y connotaciones insoslayables.
La ve nítida,
fotográfica, y a la vez esquematizada y cubista. Como los imposibles objetos de
Picasso, que presentan a un tiempo el plano superior, la base, el anverso y el
reverso.
Y lo que ve no
la satisface.
Sabe que el
sentimiento de rechazo es inaceptable, totalmente contra natura. Y sabe, esta
mujer, que sólo hoy, sólo ahora, solamente en esta suspensión de lo ordinario
se puede permitir la formulación de su desagrado.
Con el índice y
el pulgar mantiene estirada la piel de la realidad. Se ha transparentado este
espanto, esta lacra infame que debe estibarse en despensas polvorientas, viejos
cuartitos clausurados. Ha podido ver, bajo la traslúcida piel de la realidad,
una yegua de la noche a pleno día.
Todo está allí,
en ubicua simultaneidad. En este estado de suspensión puede permitirse ver de
frente al monstruo.
Una langosta
verde y marrón frota entre sí las patitas velludas. Los ojos vacíos, de espejo
negro, reflejan a la mujer en la reposera. Salta sin aviso y desaparece entre
el pasto.
Una bandada de
pajarillos gris celeste se posa en el espinillo por un segundo y sigue su
vuelo.
La mujer ve,
sabe y siente que su hija le es desagradable.
Allá adelante
alguien abre el portón, se produce un desbande de palomas torcazas que baten
pesadamente las alas. La mujer suelta de pronto la piel de la realidad que
elásticamente vuelve a su sitio. Apenas está un poco arrugada en el lugar por
donde la retenía entre los dedos. La mujer se conecta con el presente, siente
ahora el sol en el cuerpo, escucha los pequeños sonidos, advierte que la radio
perdió la onda y es apenas un ruido pastoso de voces con interferencia, se nota
en el cuerpo la transpiración, nota su cuerpo, se da cuenta de que tiene hambre,
escucha sonido de pasos, conecta el sonido de los pasos al anterior ruido del
portón del frente, ve a la hija que viene por el camino de ladrillos, la saluda
con una sonrisa ancha y luminosa. Le sonríe con alegría sin simulación.
Está feliz,
como siempre, de recibir a su hija en la quinta.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Alicia y la
maravilla*
Alicia vuela.
En azules
unánimes.
Se rompen las
estatuas, el tiempo circula,
vuelve al
momento
en que con el
pie en punta, los brazos alzados,
Alicia se
despega.
Y en el mismo
instante bifurcado
se junta
con la caricia
de un suelo de conejos.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
“Hay días en
que todo duele, pero también son días de grandes revelaciones.”
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
InvenTREN
Algo había
sucedido*
*De Dino
Buzzati.
El tren había
recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos detendríamos recién
en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez
horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una
casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó
sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por
qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para
disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo
-para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de
cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este
maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el
tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio
vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que
nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro.
Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé
preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que
había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo
del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y
simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, que
llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta
vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de
ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos,
la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante.
Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una
abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo
alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!,
espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente,
quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un
relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
"¡Qué
extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que
recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos, era lo que yo presumía).
Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los
paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el
especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la
gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por
qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos
carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era
imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una
misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se
dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a
juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del
paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo
había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada.
Miré a mis
compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se
habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta
años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí,
también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los
sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta,
sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después
me examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué
teníamos miedo?
Nápoles. Aquí,
habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron
cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En
aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían inclinados,
haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi
fantasía?
Se preparaban
para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba. Evidentemente no era una
noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada tanto en la
campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre.
Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; en
cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios
perfectos, como para un viaje inaugural.
Un joven a mi
lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad quería
ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el
campo, el sol, los caminos blancos; sobre los caminos, carros, camiones, grupos
de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a
la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más
gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma
dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros
íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos,
corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía
pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar,
y seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía
nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí
mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma
sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas
ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un
poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se
despertaba, e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la
mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar,
en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el
aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia
de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían
advertido, afuera, algo alarmante.
Ahora las
carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos
cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con
tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Un multitud había
invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases
de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de
enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un
pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba...
si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta
que todos estamos esperando como una gracia y ninguno se atreve a formular...
Otra ciudad.
Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se
levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante
como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un
caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un
convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y
agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con
un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener
por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre
los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo.
Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras:
ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias
periodísticas.
Sin decir
palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo.
Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía
el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que
terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras
se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país,
hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos,
negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos
sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la
regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del
grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha
cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de
nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la
vida!
Faltaban dos
horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos
esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la
oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil
resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco
de coraje.
La locomotora
emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La
estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los
carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía,
cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por
más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin.
Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros
semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la
penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta,
aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De
pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo
estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo
el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para
siempre.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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