*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell. Argentina
Mil novecientos
setenta y ocho*
*De Patricia
Suárez. cazadoraoculta@gmail.com
Tengo nueve
años, pero de pronto salgo al balcón y miro para afuera. El balcón está
enrejado; dice ella que a los cuatro le juré que me iba a tirar por el balcón
apenas pudiera. Ella me dijo que fuera y me tire y me encajó dos sopapos por
insolente. Al día siguiente, hizo enrejar el balcón. A veces parece que me
quiere, pero yo no estoy segura. A veces creo que nadie me quiere y cuando lo
digo en voz alta, me quejo, ella dice: Ya estás haciéndote la mártir; la
detesto cuando me habla así. Afuera están todos festejando, la calle arde de
banderitas celestes y blancas. Saltan, silban. Papá y mi hermanito están ahí.
Me vienen a buscar, pero estoy terminando de pegar los muebles en mi casa de
muñecas. Es una caja de zapatos; acá hay cajas de zapatos por todas partes
porque tenemos una zapatería. Mi hermano se llama Crispín porque san Crispino
es el santo que protege a los zapateros; tiene tres años y medio; ella no sabía
que esperaba otro bebé hasta que estaba muy panzona: creía que se había
enfermado de los riñones. La zapatería era de mi abuelo, pasó a mi abuela
cuando enviudó y cuando la vieja bruja reviente será de mi papá y mi tío. A mi
tío tampoco lo quiere nadie, porque es armenio. Armenia es el sitio adonde
estacionó el Arca de Noé; en el Monte Ararat para ser más precisos. La casita
de muñecas para la clase es una idea de Miss Nancy, la maestra de inglés. Para
que nombremos los muebles y las cosas que componen una casa en idioma inglés.
Bed, cama; table, mesa; chair, silla: Miss Nancy es una estúpida. Miss Nancy es
mi maestra de inglés en el Colegio Nuestra Señora de los Ángeles; también tengo
otra maestra de inglés, en el Colegio Inglés, adonde voy por la tarde a tomar
clases de inglés inglés, no de inglés americano. No recuerdo el nombre de esa
tipa del Colegio Inglés; es joven y pronuncia mal. Dicen que si en Inglaterra
no pronunciás bien, nunca te contestan una pregunta, para castigarte. Les
preguntás dónde queda una calle y te dan vuelta la cara; te perdés en Londres
por hablar mal. Ella está en cama y me pide que me quede a hacerle compañía.
Todavía faltan dos años para que empiece con las pastillas y se haga
dependiente de los ansiolíticos; pero ya está triste aunque yo no entiendo bien
por qué. Papá y Crispín van a ir al Monumento; se reunirán ahí para saltar y
vitorear que la Argentina es el Campeón Mundial de Fútbol 78. Gritan el que no
salta es un holandés. Gritan cosas fuertes y comen salchichas y toman cerveza
como si fueran alemanes, pero no somos alemanes sino argentinos y además a los
alemanes no los tragamos porque si hubieran podido, nos hubieran gaseado en las
cámaras de gas, así dice ella. Los odio a todos; odio a mi familia, odio a mi
país.
Lo peor son las
clases de Actividades Prácticas, labores, que hay. Peor que la flauta dulce,
peor que conjugar verbos. Tejer una bufanda en punto santa clara, hacer un
jueguito de comedor con broches para la ropa, pegado con una pasta casera que
indefectiblemente se despega en media hora. Un día nos enseñan a hacer la
choco-torta y cuando llego a casa con eso en una budinera, ella la desmolda con
un cuchillito alemán filoso el mazacote en el tacho de basura. Le pregunto por
qué lo hace y me dice si quiero que nos muramos todos de un ataque al hígado.
La maestra de labores se llama Alicia; dicen que es guerrillera, pero no debe
ser cierto porque las monjas la apañan. Una maestra de primer grado que sí era
guerrillera, la señorita Patricia, en cuanto la descubrieron las monjas, la echaron
de la escuela. Le pregunto a la señorita Alicia si trayendo la labor echa me
permite hacer otra cosa en clase; me dice que sí, siempre que sea una actividad
silenciosa. Le digo que traeré libros para leer; ella acepta y a partir de ahí
llevo Nancy Drew, Los Hardy Boys y Los Hollister. Papá me regaló Bajo las
Lilas, pero es de un aburrimiento mortal. Llevo Los Cinco famosos. Nadie en mi
clase lee mucho; las chicas no conocen a Los Hardy Boys a pesar de que hay una
serie de ellos en la televisión. El actor principal es cantante también, Shaun
Cassidy. Ninguna sabe mucho menos quién es Shaun Cassidy, pero yo conseguí un
cassette en una disquería de mala muerte y lo escucho en mi grabador todo el
día: me gusta. Papá dice que lo único que vale la pena oírse es la música
clásica, Bach, Beethoven, porque cuando uno la oye cierra los ojos y se imagina
un prado verde y un arroyuelo. Para oír eso –que ella llama música de entierro-
hay que sintonizar la radio, porque él no tiene cassettes con qué imaginar el
prado verde. Además dice que si sigo escuchando esta porquería de Shaun Cassidy
me la va a tirar a la mierda. Como sea, en el curso las chicas me piden que le
preste los libros. En mi casa me dicen que no los preste, pero yo los presto
igual. Sigo teniendo nueve años, pero le digo a ella si a esta altura voy a
privar a los demás de darse un gusto con mis cosas miserables, estoy frita; y
aparte Jesús nos enseñó que hay que dar. Ella me dá vuelta la cara de un
cachetazo.
Nosotros
tenemos muchos secretos.
• Nadie sabe
que mi abuelo difunto vio platos voladores cuando viajaba a La Quiaca con mi
tío armenio en el Chevy. Fueron los de Inteligencia y lo entrevistaron; salió
una nota en el diario local. Mi abuela y otros creen que el abuelo veía
visiones cuando estaba borracho.
• Nadie sabe
que la abreviatura “Dr”, doctor, delante del apellido de papá en la chapita del
portero no indica que él sea médico, sino abogado. La gente cree que él es
médico y cuando le preguntan él asiente y dice que sí, especialista.
• Nadie sabe
que mi abuelo S. roba estampillas en el correo para su colección de filatelia.
• Nadie sabe
que el sobrino nieto de la madre de ella desfalcó el tesoro de la sinagoga en
la que otro pariente era el rabino.
• Nadie sabe
que mi abuela la zapatera mató a su marido con su propio revólver. Los
parientes no tan cercanos creen que fue un accidente.
• Nadie sabe
que somos judíos.
Un día voy a la
escuela y hay soldados en el taller adonde papá guarda el Renault. En el taller
hay una habitación entera llena de pajaritos: hay canarios, cardenales,
jilgueros. Hay siete colores, diamantes, mistos, loros, cotorritas
australianas. Hay hasta un chajá. No los venden, sino que al dueño del taller
le gusta tenerlo y que la gente los vaya a mirar. A los hombres les gusta ir al
taller, porque estacionan el auto y dejan a los chicos mirando los pajaritos.
Después ellos se van a charlar con él; hablan de autos, de carrocerías, de la
pelea del sábado, del fútbol del domingo, del clásico, los clásicos y de
política. El dueño del taller asa unos chorizos y alguien descorcha un vino. Al
final, los chicos juegan a la pelota porque se aburren de los bichos y nadie
logra entender para qué el viejo ése cazó un chajá, que es un ave silvestre,
para irlo a enjaular en un lugar así que es peor que la muerte. Ganas de hacer
daño, dice mi papá. Todos se ríen mucho y fuerte con los choripanes en el
taller, y ahora llegan los soldados y no cantan ni los pájaros. ¿Qué habrá sido
del chajá?
Los militares
están en el gobierno hace un tiempo largo; tienen lo que se llama gobierno de
facto, explicó papá, que es cuando toman el mando de una nación por la fuerza,
explica que le explicaron en la facultad de Derecho, en la época en la que él
cursaba la facultad de Derecho, pero que esto yo no lo diga a nadie. Un país
tiene una Constitución Nacional que debe respetarse, pero por el momento no
está siendo respetada, sino que es una Dictadura. No entiendo mucho de que me
habla, pero ella, mi madre, lo interrumpe y le dice que por Dios ya se calle y
no hable, que ella quiere criarnos como la criaron a ella, derechito. En la
casa de ella, recalca, nunca se hablaba de sexo, de política ni de religión y
por eso nunca había discusiones. A los siete años voy y le pregunto a la
panadera cuándo se irán los militares. La panadera se llama Graciela y el
marido Jerónimo y es indio. A mí me mandan a comprar tres felipes y una
varilla, siempre el mismo encargo. Aprovecho y espío a un chico que me gusta,
se llama Daniel Wexler. Los militares se adueñaron del poder el mes de mi cumpleaños,
cuando cumplía siete. A los siete y medio es cuando le pregunto a la panadera.
Ella dice: A fin de año se irán, y agrega que no me preocupe. Pero sus
predicciones son inexactas y todavía se quedan seis años más. Daniel Wexler
tiene la nariz aguileña, muy fina, y ojos verdes achinados. Lo miro y sigo de
largo; él no me mira. Me digo que cuando tenga un hijo le voy a poner de nombre
Daniel, porque es el nombre más hermoso del mundo. Mi edificio está pegado al
suyo, así que mi amor por mi vecino se reduce a trepar de una terraza a la otra
y espiar. Así lo hago varias veces, hasta los once o doce cuando me mudo de
barrio. El ni siquiera se fija en mí; yo creo que gusta de una chica que se
llama Jacqueline y es hija del presidente de la asociación de comerciantes de
la calle San Luis. Los nombres raros se pusieron de moda hace un tiempo; pero
si no figuran en el Regristro Civil, no los ponen, porque los del Registro
quieren que todos los argentinos tengamos nombres cristianos. La amiga de ella
que vive en Fighiera le pone al hijo de nombre Peter –Peter también me gusta-
que ahora tiene mi edad. Va a un Registro perdido, y un juez de paz que está
ebrio lo anota como ella quiere. También le tiran unos pesos al tipo. Otro
amigo de ella, de James Craik, Córdoba, le quiere poner a su hija Ximena con X,
no con J. Pero como no tiene plata para sobornar al Juez, redacta una carta a
las autoridades donde cuenta que Ximena con X se llamaba la hija del Mio Cid
que es un gran personaje de la lengua castellana, un buen cristiano y un
valiente soldado también que luchó por la reorganización nacional matando a los
moros. El juez de turno lo autoriza a ponerle Ximena a la nena y asunto
terminado; al juez, dice el amigo de ella entre risas, lo que le gustó era que
le doraran la píldora con lo de los militares. Es un juez que está ahí
oficiando en James Craik porque lo metió un coronel, sino seguía dando clases
en alguna escuelita de curas. Mi nombre, en cambio, no tiene nada de especial,
porque ella se olvidó el nombre que quería ponerme cuando fue al hospital y le
pidió a mi tía que me pusiera el que indicaba el santoral. Después se acuerda,
cuando ya me anotó mi papá. Era Yvonne o Ivonne con i latina; porque Yvonne era
el nombre de una mujer, la cabaretera de la que su padre, mi abuelo el difunto,
se había enamorado antes de morir y con quien engañaba a mi abuela la asesina.
Después, ella dice que quiere mucho a su madre y sin empacho me pone el nombre
del almanaque. Si Daniel Wexler la mira a Jacqueline, como yo creía, porque se
llama Jacqueline, a mí no iría a notarme. Una vez, como quince años después
cuando ya tengo veintipico, abro la puerta de la casa donde vivo con mi marido,
y está él, Daniel Wexler. Medio metro más alto y con cincuenta kilos más. Es un
tipo gordo que se hace cargo de la tienda textil del padre. Me pregunta: “¿Vos
sos…?” y dice mi nombre vulgar, ordinario, que comparto con un alto porcentaje
de mujeres de mi generación. Yo niego serlo y entonces él agrega: “Sí. ¿Vos no
vivías en la calle Salta y Paraguay?” Repito que no y llamo a los gritos a mi
marido, que hay un tipo afuera, un vendedor que lo viene a buscar porque él le
encargó un género pesado, parecido al terciopelo, para confeccionar un telón o
algo por el estilo.
No me dejan
salir a ninguna fiesta; me paso el tiempo como una estúpida leyendo los tres
tomos del diccionario o una enciclopedia que se llama “Lo sé todo”. Imagino que
si leo los siete tomos del “Lo sé todo”, voy a saberlo todo, pero más adelante
descubro en una biblioteca que en realidad la enciclopedia completa consta de
veintiún tomos. Tengo un juego de laboratorio que mi hermanito me destroza.
Quiero andar en bicicleta, pero no me dejan. Me compran una patineta y me dicen
que me entretenga andando en patineta por el balcón. Quiero un perro, pero no
me dejan. Un conejo pero no me dejan. Dicen que me comprarán una tortuga.
Quiero aprender a nadar, pero no me mandan a las clases de natación. No quieren
que salga. Una chica de mi clase tiene una churrería. En invierno venden
churros y en verano helados. Cada vez que paso por ahí, me convida y yo acepto.
Pero ella me dice que no le acepte porque son unos negros, que la chica es
varonera y que anda suelto a partir de las siete de la tarde, el sátiro de la
torta frita, que abusa de las nenas. Un día la mamá de la churrera viene a
buscarla y ella le regala un par de zapatos para las hijas. Son seis hermanos;
una desgracia. Ella dice que verá lo que puede hacer y al día siguiente o a la
semana siguiente trae del negocio varios pares de zapatillas y se los dá. Tiene
un gesto de generosidad; uno de los pocos que le conozco. Otra chica es mi
mejor amiga, Laurita Creus. El padre trabaja en una empresa de seguros y mi
familia no pone reparos. Un día, a las once, nos escapamos y nos vamos al club.
La Asociación Cristiana de Jóvenes. Nos ponemos la malla y ella me enseña a
nadar. Es así: primero, yo braceo mucho y ella me toma de los pies. Vamos
nadando largos en la pileta de esta manera; después, el crawl lo hace ella y yo
pataleo. Después nada al lado mío, flanqueándome como un delfín. Aprendo a
nadar: no hay nadie en el mundo a quien quiera más que a Laurita Creus. A fin
de año, al padre lo trasladan a una sucursal en San Miguel de Tucumán y nunca
más vuelvo a saber de ella.
En la clase de
labor seguimos leyendo a Nancy Drew y cuando acabamos los libros, a mí se me
ocurre que escribamos nuestras historias. Nuestros best sellers, dice una.
Somos cuatro chicas y somos las protagonistas de las aventuras que yo escribo
en un cuaderno viejo, con letra apurada. La señorita Alicia nos suplica que no
hagamos el menor ruido, porque sino deberemos hacer las labores como las demás:
bordar el Corazón de Jesús en un bastidor, hacerle un vestidito azul a la
muñeca. No hacemos ruido; somos felices. Una de ellas dice que a los dieciocho
nos iremos de casa, alquilaremos un departamento y viviremos ahí todas juntas.
Seremos como Los Angeles de Charlie; es una fantasía, por supuesto, que nunca
se realizó. Un día, la señorita Alicia desaparece. Nadie nos ofrece
explicaciones, así que a lo mejor la señorita Alicia era de verdad guerrillera,
como decían. La monja de cara más adusta la reemplaza. No permite ni la lectura
ni la escritura, sino que debemos concentrarnos en el hilo perlé, en los
bordados; me concentro mordiéndome los labios, tragándome las lágrimas.
Miss Nancy, sin
embargo, sí prevalece; sigue dando las clases de inglés y el día que Argentina
gana el mundial de fútbol, ella viene con una escarapela puesta en el
guardapolvo y grita: “Argentina is on the top of the world!” y “We’re the
champions!” y otras frases imbéciles. Nos hace preguntas sobre el partido, la
final contra los holandeses, para ejercitar nuestro inglés, frases del tipo:
“Do you enjoy the team?” o “Do you like the party?” “Who is the most player in
the world?”, etcétera, siempre en presente porque el pasado, los tiempos
verbales del pasado es algo que no manejamos aun –y en un sentido amplio, no lo
lograremos nunca-; pero Miss Nancy está eufórica y dá saltitos por toda el aula
como un animalito salido de una enciclopedia de Australia, una rata canguro o
alguna clase de esas alimañas extranjeras.
DE QUÉ COLOR SERÍA TU SONRISA…
A modo de
retrato de María Elena Romero*
Ella soñaba
hacer el amor con el Che
y contra eso no
se podía competir
yo no era un
héroe aun
y él solo
moraba en la mitología.
Nos supusimos
adultos
pero solo
fueron juegos infantiles
nuestros
cuerpos inexpertos
no lograron
encontrarse.
Ella sabe que
ya no esta
pero no deja de
invitarme
todavía la veo
en la esquina
con su mirada
paciente
y me pregunto
si el horror ya
percibía.
Cuarenta años
antes
nuestras armas
eran las consignas
y algunos
libros apenas leídos.
Así y todo
temerarios
desde la cuna
nos rebelamos
frente a las sombras
con inocencia
provinciana.
Si ella viera
el mundo hoy
con los
ojos con que yo lo veo
me pregunto
de qué color
sería tu sonrisa.
*De Jorge
Santkovsky.
EL CIRUELO DEL
MUNDIAL...*
Cada mundial
vuelvo a recordar la historia del árbol plantado en el fondo de la casa de los
padres de Kalman.
Porque el
secuestro ocurrió al principio del mundial de la dictadura.
Quizá será por
la tapa del libro, que conservo desde aquella época. La hoja maltrecha que era
la tapa de "EL ESTADO Y LA REVOLUCION " de V.I. LENIN.
PEQUEÑA BIBLIOTECA MARXISTA LENINISTA
En la
desesperación el padre polaco de Kalman había enterrado todo lo que encontró en
la pieza de sus hijos.
Solo se había
salvado la colección de mecánica popular y un diccionario.
La imagen de su
rostro recién retornado del chupadero. Su cara, nunca voy a olvidar su cara
aunque la imagen este desgastada por las décadas transcurridas.
A los 20 años
Kalman había envejecido de golpe: era un muchacho ojeroso con una tristeza
madre instalada en la mirada. Me recibió sentado en una habitación
deliberadamente sombría, como si sus ojos acostumbrados a semanas en la
mazmorra no toleraran la luz.
Me dio la hoja
suelta y dijo: -Tenelo de recuerdo, es lo único que quedo de la biblioteca.
De su
biblioteca enterrada yo sólo había leído "Para leer al Pato Donald"
Después se
largo con el relato del secuestro y lo que soportó en ese campo clandestino.
A menudo pienso
en él, más aun cuando se acerca un mundial.
Cuando volvió a
su casa, fueron con los viejos a un vivero y compraron un ciruelo bastante
crecido.
Fue una
ceremonia familiar plantar el ciruelo sobre el bulto de los libros enterrados
en la quinta.
La dictadura
pasó, años después volvieron a discutir si tenían que desenterrar los libros,
el árbol había crecido y ya daba sombra.
Fue Kalman el
que decidió: -dejémoslo tal cual, parece que las raíces están bien alimentadas.
*De Eduardo Francisco Coiro.
*
Faltan
sus pasos por
la calle,
la voz,
desde la casa,
nombrando al
hijo.
Falta
su amar para
toda la vida
o sólo un día,
falta su pelo
moviéndose al
viento,
su torpeza
trepando la
escalera
para armar un
árbol.
Falta su
sonrisa
cansada y
rebelde
frente al café
amargo
en los bares
de barrio.
Falta su
decepción
o su conquista.
Su historia
chiquita y
olvidada
entre los días.
Le sobra al
mundo
este número
que reconoce
que ha existido
y que ya no es
más
que la memoria
que persiste.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
RÉQUIEM POR LOS
PÁJAROS.*
Ella hacía las
compras, jabonaba pañales, enjuagaba y tendía.
No había dinero
para descartables.
Transcurrían
los soles sobre sus necedades y sus manos exhaustas.
Fue el año del
Mundial y aquella ceremonia de los niños risueños, vestiditos de blanco. Todo
tan ensayado. Todo tan impecable. Los estadios enormes, los partidos de fútbol
que miraban en familia desde el refugio tibio de la cama.
Era invierno.
Hacía frío. Preparaba pasteles con dulce de membrillo mientras las calles eran
un desierto que, de pronto, poblaban millones de gargantas trepándose a las
cúpulas del triunfo.
Fue el año de
la copa. El mundo en esos brazos, en ese anonimato que invadía balcones,
envuelto en la bandera de la patria. Muchedumbres corriendo, dilapidando
euforias sobre los bulevares.
Y ella
invitando a su hombre a salir a la calle. Justamente a su hombre, inquilino de
rabias e impotencias, gritándole que él no se prestaba... que todo era un
engaño, una grandiosa farsa para esconder la mugre debajo de la alfombra...
Y el barrio en
la vereda, esperando que alzara a la pequeña, que cantara canciones, que
acompañara al hijo en su inocencia porque toda la tarde era festejo.
Y en los días
siguientes continuar caminando su mundo de manteles, de risas controladas, de
limpieza, de pulir las cerámicas, de regar los canteros, de comprar ornamentos
para tantas repisas.
Disimulando
siempre la pobreza con sus manos groseras, casi toscas, dos simples
instrumentos de trabajo que anhelaban, a veces, las caricias.
Después, ese
regreso al mundo en democracia. Acusaciones, juicios, testimonios. El corazón
sin miedo denunciando. Treinta mil expedientes aguardando en despachos.
Volúmenes enteros de nunca más indulto obediencia debida.
Mientras su
culpa busca a los que faltan.
Mientras
blancos pañuelos se disfrazan de jueves en la plaza reclamando un retazo de
plegaria para aquellos que fueron otros hijos.
Mientras
Scilingo entrega su cargo de conciencia porque voló la muerte con capucha
cuando la noche era siniestra y lúgubre y el Río de la Plata un sepulcro sin
nombre cargado de secretos.
Y ella
culpable, loca, estupefacta, cómplice del silencio -incapaz de dudar,
presentir, darse cuenta de la gran mascarada-, alcanzado certezas,
comprendiendo que hay pájaros perdidos en la niebla y hay historias de aullidos
y picanas.
Y algo peor
todavía, ahora que condena su figura embriagada de cánticos, escuchando las
voces de sus padres, sus sandeces rotundas, sus prejuicios, sus sentencias, su
nomequedandudas, su algohabránhecho, enalgohabránandado. Su acostumbrado juego
de mordazas.
Ahora que
comprende que le vendieron un mundial de fútbol y ella compró su cuota de
estandarte y la correspondiente oblea distintiva de derecha y humana.
Porque en este
país, en este sitio, todo estaba ordenado, circunspecto, prolijo, bien lustrado
y pintamos de blanco los parques y las plazas y permitimos que destrocen nidos
porque ensuciaban mucho las aceras y adherimos a todos los decretos por que el
hombre vistiera como hombre, llevara el pelo corto y no osara meterse donde no
lo llamaban.
Tiempos en el
que Dios fue indiferencia.
Tiempos en los
que nadie tuvo en claro que hubieran terminado con los pájaros porque nunca
encontraron los cadáveres.
*De Norma
Segades Manias. directoragaceta@gmail.com
*
Dicen
que las fieras
andaban al acecho.
Que había
en las esquinas
muerte y odio
y personas
que se perdían
en el aire.
Dicen
que había
gente,
mucha gente,
que se lavaba
las manos
cada día
al regresar a
casa.
Yo recuerdo
el tele
encendido los domingos
y un señor
de bigotes
siempre en misa.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Recordar*
*Por Antonio
Dal Masetto.
Recuerdo cierta
noche de verano de 1985 cuando en un bar del Bajo, desde otra mesa, alguien me
preguntó: "¿Leyó el Nunca Más?". La voz pertenecía a un anciano que
tenía un cuaderno abierto delante de él. Había estado escribiendo, usaba lentes
de vidrio muy gruesos y parecía que tuviera dificultades para descifrar sus
propias anotaciones. Dijo: "Registran 8.960 desaparecidos, hombres,
mujeres y chicos, casi 9.000, pero seguramente son muchos más y es probable que
jamás se sepa la cantidad real". Yo asentí. El anciano insistió.
"¿Esa cifra le dice algo? ¿Sería capaz de imaginar 9.000 pares de
zapatos?". "No, creo que no podría", dije. El anciano se
concentró un momento en su cuaderno y volvió a hablar. "¿Sería capaz de
imaginar 9.000 cuerpos?". Dudé nuevamente; contesté: "Tal vez pueda
imaginarse una concentración de 9.000 personas vivas, en una plaza, en la
calle, en una cancha de fútbol, pero no de otro modo". Y el anciano:
"Estuve haciendo algunos cálculos. Intenté pensar en 9.000 cuerpos
acostados en el suelo, uno a continuación del otro, la cabeza de uno contra los
pies del siguiente: ¿Tiene idea de qué distancia podrían llegar a
cubrir?". "No podría decirlo", contesté. "Supongamos que
colocamos el primer cuerpo justo en la entrada de la Casa de Gobierno a partir
de los dos granaderos, y desde ahí hacia el oeste, todos los demás; y siempre
la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿sabe adónde
llegaríamos?". "No lo sé". "¿Quiere seguirme en el
recorrido?". Asentí. El anciano: "Avanzamos por la Plaza de Mayo,
bordeamos el monumento a Belgrano, la Pirámide, los canteros florecidos,
desfilamos ante la Catedral y su antorcha, el Cabildo, alcanzamos la Avenida de
Mayo; y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me
sigue?". "Lo sigo". "¿Prefiere que tomemos por la vereda de
los números pares o impares?". "Lo que usted diga".
"Dejamos atrás la Municipalidad, cruzamos Perú, algunas librerías,
negocios, bares y alcanzamos la 9 de Julio, ¿estamos?". "Estamos".
"En la primera plazoleta pasamos frente a las dos figuras femeninas que
simbolizan la Virtud y la Sabiduría: más allá, enfrente, la ridícula caricatura
del Quijote; recorremos las últimas cuadras de la Avenida de Mayo; después
viene El Pensador, la fuente, las palomas, el edificio del Congreso, El Molino;
seguimos por Rivadavia y siempre la cabeza de uno contra los pies del
siguiente, ¿me está acompañando?". "Estoy". "El café de los
Angelitos, negocios, negocios, negocios, el último tramo antes de llegar a
Pueyrredón y su aspecto de mercado persa; Plaza Miserere y sus árboles, la
bajada de Rivadavia, Medrano, la confitería Las Violetas, bancos,
inmobiliarias, agencias de automotores, bocas de subte, testimonios de una
ciudad civilizada, avenida La Plata, Parque Rivadavia, el monumento a Bolívar,
avenida José María Moreno, pizzerías, negocios, negocios, negocios y siempre la
cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me sigue?". "Lo
sigo". "Caballito, las rejas de la terminal del subterráneo, Rivadavia
que se convierte en doble mano, el cielo que se amplía arriba, los edificios de
departamentos más espaciados, Donato Alvarez, Boyacá; y solamente llevamos
recorridas unas sesenta cuadras; alcanzamos Plaza Flores, la vieja iglesia,
Nazca, mueblerías, casas de antigüedades, los barrios tranquilos que se
desgranan a ambos costados de la avenida, las vías del ferrocarril que se
entreven a cien metros y nosotros siempre con los cuerpos, ¿los está
viendo?". "Los veo". "Cruzamos Segurola y ya estamos a la
altura ocho mil quinientos; inmediatamente se suceden una serie de calles de
nombres gratos: Virgilio, Dante, Víctor Hugo, Manzoni, Leopardi, Moliere,
Byron, llegamos al once mil seiscientos de Rivadavia, exactamente la última
cuadra antes de la General Paz, se nos acabó la Capital y podríamos seguir del
otro lado, por la Provincia; y siempre la cabeza de uno contra los pies del
siguiente, ¿me estuvo siguiendo?". "Lo estuve siguiendo".
"Este trayecto y un larguísimo tramo más es lo que se podría cubrir con
9.000 cuerpos". A esta altura el anciano calló. Se sostuvo la cabeza con
ambas manos, se dobló sobre la mesa y era como si realmente lo hubiese deshecho
el esfuerzo de esa caminata. Eso es lo que recuerdo de aquella noche.
-Fuente: http://www.elortiba.org/masetto.html
XXII*
Para hablar de
perfidias, los vaticinadores desgranan advertencias. En tanto profetizan acerca
de momentos posteriores al miedo.
Cuando las
patrias nuevas recobran la esperanza. Y entregan a supremos tribunales sus
futuros inciertos. Sus pasados oscuros.
Donde ángeles
traidores mercaban con pañuelos de ternura.
Construyendo,
en las noches, inventarios de ausencias.
Porque apenas
el mundo despoje de perfectas cobardías los refugios del asco.
Una causa
perdida, un motivo cualquiera, una guerra frustrada.
Los mostrará
desnudos en mitad de una plaza sin gorriones.
Y nadie acudirá
crédulamente a rodar antesalas, relojes rigurosos, diplomacias.
No aceptarán
consejos ni besarán zafiros en anulares mórbidos.
No gastarán
rodillas mendigando habeas corpus, presintiendo vigilias preñadas de tortura.
Y sólo las
mujeres, solamente las hembras, las madres, las abuelas, portarán las pancartas
del respeto.
Tallados en la
frente los besos de sus hijos como salvoconducto.
Tal en las
agonías balbucearan sus nombres / amuletos mientras los agitados desvaríos.
Durante las
fugaces confesiones arrancadas a punta de picanas.
Con
anterioridad a las conciencias confirmando los vuelos.
La suerte de
esos sueños inmolados por trabajar las villas en el amor de un Cristo
solidario.
Por compartir
la mesa de su prójimo.
Por rozar la
mejilla de los pobres.
Y caravanas de
predicadores ofrecían consuelo a grupos de tareas.
Cada capellanía
alquilaba indulgencias con la complicidad de una ciudadanía deshonrosa.
Andaban sus
fervores eclesiásticos confortando aflicciones.
A esbirros de
librea y guante blanco.
A sicarios de
insomnios desafiantes.
Y ellos
encapuchados, maldecidos,
sin indulto
ninguno debajo de la lengua.
*De Norma
Segades Manias. directoragaceta@gmail.com
InvenTREN
CUIDADO CON LOS
TRENES...*
Hacía apenas
tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir
sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante
aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que
regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la
habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla
de Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía
padecer aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su
cabeza, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus
escasos diez años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.
Deambulaba por
los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba.
Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su
hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier
chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su
diario. Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le
fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que
llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra
novela, no conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le
había prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a
pasar aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol
de la estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces,
cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.
El abuelo había
comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el
ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por
entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora
estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la
estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido
intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles
propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las
ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su
estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!
Aquellos
detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por
naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho
tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante
seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya
había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo
que la sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en
colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo
de alguna manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la
casa de alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya
vería dónde.
El hecho
sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer
enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar
el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la
humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le
susurró:
-Una niña tan
seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que
yo sé…
Laurita la
miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el
resto del día. Teresa continuó:
-Y los
secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven
mágicos…
Aquello venció
cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las
diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó
a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la
curiosidad. Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le
narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias
décadas.
A escasos
doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran
formando un protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la
trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de
haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas.
Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos
de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se
asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante
presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose
a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes
podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar
hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para
convocar a los espectros…
-¿Y cuáles son?
-, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo
al escuchar atentamente a Teresa.
-Hay que
pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que
rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita
de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de
estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio
podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar
los huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello,
Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que
fueran pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro
espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin
embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave
para acceder a él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se
hiciese de noche, y pudiera escabullirse sin ser vista.
La emoción la
carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la
esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no
volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol
que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a
mencionar el tema.
Laurita, en
cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de
escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se
escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco
abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo
terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo
alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había
traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue
mirada de las estrellas.
Soplaba una
fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la
inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe,
aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido
muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y
los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el
polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo
poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.
Aquello debía
haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino
municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún
legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo,
fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la
linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar
la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:
-“Cuidado con
los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy
parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se
escucha……
La brisa
susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa
conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un
instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales,
nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció.
Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el
agudo silbato de un tren.
Contuvo la
respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas
direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos
consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de
un faro de locomotora.
Se le aceleró
el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia
travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella
luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en
un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún
más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a
entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número
0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la
cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho
de su motor diesel quemándole la cara.
Laurita gritó,
pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos
sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro
ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras
la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese
último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los
vagones.
Dentro, hombres
y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba
sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los
caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose
lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los
brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos
briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano.
Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por
ominosos parlantes, ordenaba:
“¿Quiénes son
tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un
poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”
Un destello
eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…
La cabeza de un
caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco
de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como
una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna.
El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por
detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres,
pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como
de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún
sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita
observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del
ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.
Y antes de que
ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente
aparición la dejó sin aliento.
Forcejeaba con
uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón.
Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de
dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y
absoluta firmeza en la voz al exclamarle:
-“¿Qué estás
haciendo acá vos???”
Y Laurita,
antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia
de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…
Cuarenta años
después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico
insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama,
respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas
que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos
de …¿un país
que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente
abiertos, aunque cargados de pesadilla…
*De Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN
GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
1 comentario:
es una edición particularmente triste pero muy buenos los textos, muy conmovedores
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